Las antiguas averías del alma no acaban nunca de arreglarse. El invierno ofrece esos rigores únicos, pero tampoco tengo en el pecho ese dolor con el que el frío me azuza continuamente sus perros.
La luz codicia un extravío lentísimo de caballos en un sueño.
Mirar hacia atrás y advertir que nunca alentamos otros prodigios sino los más sencillos. En esas libaciones frívolas de la razón, en esa herida pura, encontrar quizá el silencio dulce como labio que galope todo el entusiasmo de las tardes en la que es posible todavía conducirnos sin miedo por todos los venenos ciegos del mundo.
Ser feliz salvo en lo que de verdad importa. Dejarse patria, cordura, fe en discutir si es Dios quien dicen y reparte las causas justas, el manso azar y la aceptada pena y nos deja morir sin habernos instruido en esos avatares trágicos del juego.
Cómo sería la dicha de no estar en tu nombre.
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