26.2.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 25 / Yo, Ramón / Todos
En condiciones normales, sobre la vida que tenemos o la que tuvimos, uno responde a lo que se le pregunta, se las ingenia a veces con soltura y dice de sí mismo verdades enteras o verdades a medias, ninguna que pueda ser enteramente satisfecha con el arrimo de la verosimilitud o de la certeza. En estos asuntos, hay que ser crédulo en lo que se nos confía, no debemos poner en duda el relato de pronto ofrecido, incluso si ese relato no es fiable, induce a pensar que lo ha animado un entusiasmo excesivo o ningún entusiasmo. De algunas de esas biografías se extrae la idea de que son maravillosamente falsas. El territorio de la infancia es dúctil y admite en su inventario los prodigios de los que carece la edad adulta. Hay épica y hay milagros. Uno puede luchar contra dragones o puede escapar de una banda de atracadores a través de un túnel en mitad de la noche. Como lo de los dragones no va a colar, decimos que era un jabalí furioso en una fronda del bosque, quién podría negar eso, no hubo testigos que lo nieguen o censuren. La banda de atracadores entra en un rango de cosas normales, pero tampoco alientan la veracidad, ni el que escucha la pide, pero prefiere la anomalía narrativo, ese irse por las ramas de la hipérbole, figura poética que conviene como ninguna a la memoria para que sea ameno y divertido lo que rescate e imponga a la realidad en el trayecto de la narración. La de Ramón podría cuadrar con cualquiera de las que se arroga la épica. Las mías con las suyas. Las tuyas. Éramos más que jóvenes, teníamos toda la vida por delante. Tanta vida había que no entraba en ningún cálculo nuestro hacer un cómputo, medirla, ejercer con ella una aritmética cruel. Por eso la cara de Ramón es nuestra: tiene trazos idénticos, está igual de descomprometida, igual de pura. Por fortuna, la impureza nos alcanza. La niñez es un estado encapsulado del tiempo: paradójicamente está afuera suya, no acata su escrutinio cruel de la realidad, aunque acabe triunfando, imponiendo su tiranía de causas y de azares, su esplendor también, su contrato maravilloso, su trampa dulcísima.
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 24 / You talkin' to me?
No hay que ser un veterano del Vietnam para que se te vaya la mollera y hagas limpieza en la ciudad. El desquicio estaba dentro y el ruido de las bombas y los charlies agazapados en la maleza solo lo activan. Te dan el alta del infierno y regresas a otro. Es que no te puedes quitar un traje y ponerte otro. El de pirado es bueno, no tienes a nadie que te halague por la elección, pero te bastas tú: cada vez que sales con él a la calle te sientes nuevo y genuino, como si de pronto tuvieses una misión y nadie pudiera hacerla en tu lugar. Incluso como si nadie tuviese ni pajolera idea de que hay una misión. El insomnio tampoco ayuda. La cabeza se te va conforme la sometes a esa vigilia asesina. Bickle comprueba que el inframundo vietnamita tiene su extensión en la ciudad. Probablemente uno y otro son franquicias del verdadero inframundo. Bickle es el héroe depositado por Dios (del que dice ser un hombre solitario a su servicio) en las aceras para que haga la parte del trabajo que a Dios le incomoda realizar. Los planes de Dios son extraños, pronuncia frente al espejo.
25.2.20
Turbarse
Al mal a veces se lo jalea. Tiene más predicamento que su reverso, el bien. Lo bueno no tiene la misma consideración que lo malo, nunca la tuvo, estoy por decir que nunca la tendrá, pero quién sabe. Damos más oído al rumor que a la certeza. La verdad no cuenta, no da juego, se queda en un pequeña escaramuza, pero no entraña una aventura de verdad, una intriga, un no saber qué pasa, esa intriga dulce. Mientras que no escuchemos el fragor de la batalla, no hay batalla. Es solo una banda sonora. Incluso se parece a la de las películas. Dolby real, cinco punto uno. Pero no hace falta dramatizar al acudir a guerras y desmanes similares. Basta el trajín diario. Hay guerras pequeñitas que se libran en la calle y en la que no intervienen tanques ni gente uniformada con odio en los ojos. Por no haber, no hay ni soldados, pero que nadie dude de que caen las bombas y los muertos ocupan las zanjas. Son bombas que no hacen ruido y son muertos que no se descomponen. Es una guerra larvada, elíptica, inadvertida si no se aguza la atención, pero una vez que se está uno avisado y adiestrado, todo son bombas, todo son muertos. Leí que alguien se dedicó a grabar las imágenes de un accidente en lugar de socorrer a los accidentados. Leí que un descerebrado (qué podría ser, si no) abalanzaba su coche sobre una muchedumbre Leí que había gente que moría en el mar sin ver ni la línea de costa.
Ya nadie se turba, ni se azora, está incluso mal vista esa contención en los gestos, apenas cuenta ni se precia. Antes era un signo de educación. Se tenía más cuanto mayor era el grado de solidaridad o de empatía, atributos de la dignidad del ser humano que no cuentan ahora como antaño, no sabe uno bien el porqué, en dónde torcimos la senda correcta, cómo permitimos esta anestesia moral que padecemos. Era un tipo de educación que se adhería a cierta cívica manera de estar en el mundo a la que no se da prestigio hoy. Estamos muy hechos a contemplar el desquicio en derredor, es algo con lo que tratamos a diario y todo lo que está muy visto no asombra. Es esa condición de inmunidad la que más abunda. No nos afecta nada, no nos concierne nada. Lo peor es que nada nos conmueve. Da igual qué circunstancia se produzca y lo dramática que pueda ser: en cuanto se percibe obra la , se la convierte en material narrativo, en ficción, se le extrae su verosimilitud. Lo que hacemos es convertirnos en espectadores, casi agradecemos que no se nos cobre por asistir a esa representación. Se carece de pudor por inercia, también por cierta sobredosis icónica. La ficción, incluso la ficción más brutal, nos ha hecho considerar la realidad como una extensión suya. No vemos guerras cuando las relatan en los medios televisivos, sino escenas de película de guerra. Tenemos el ojo pervertido por la cantidad de imágenes violentas que le hemos obligado a procesar. Está corrompido el ojo, se lo come un cáncer, se atrofia, llegará un momento en que no vea, aunque reconozca los colores y el movimiento. Habrá que pensar cómo recuperar que mire limpio, sin que lo pierda la costumbre de que todo ande turbio y la mirada acabe borrosa.
Ya nadie se turba, ni se azora, está incluso mal vista esa contención en los gestos, apenas cuenta ni se precia. Antes era un signo de educación. Se tenía más cuanto mayor era el grado de solidaridad o de empatía, atributos de la dignidad del ser humano que no cuentan ahora como antaño, no sabe uno bien el porqué, en dónde torcimos la senda correcta, cómo permitimos esta anestesia moral que padecemos. Era un tipo de educación que se adhería a cierta cívica manera de estar en el mundo a la que no se da prestigio hoy. Estamos muy hechos a contemplar el desquicio en derredor, es algo con lo que tratamos a diario y todo lo que está muy visto no asombra. Es esa condición de inmunidad la que más abunda. No nos afecta nada, no nos concierne nada. Lo peor es que nada nos conmueve. Da igual qué circunstancia se produzca y lo dramática que pueda ser: en cuanto se percibe obra la , se la convierte en material narrativo, en ficción, se le extrae su verosimilitud. Lo que hacemos es convertirnos en espectadores, casi agradecemos que no se nos cobre por asistir a esa representación. Se carece de pudor por inercia, también por cierta sobredosis icónica. La ficción, incluso la ficción más brutal, nos ha hecho considerar la realidad como una extensión suya. No vemos guerras cuando las relatan en los medios televisivos, sino escenas de película de guerra. Tenemos el ojo pervertido por la cantidad de imágenes violentas que le hemos obligado a procesar. Está corrompido el ojo, se lo come un cáncer, se atrofia, llegará un momento en que no vea, aunque reconozca los colores y el movimiento. Habrá que pensar cómo recuperar que mire limpio, sin que lo pierda la costumbre de que todo ande turbio y la mirada acabe borrosa.
23.2.20
Hablar
Hablar no siempre apareja tener algo que decir. Abundan las conversaciones banales. Se aprecia a poco que se les presta atención. Ganan si no les presta mucha. No son tanto de escuchar, sino de oír, como el que reconoce el ruido de la lluvia hasta que de pronto no lo percibe. Contra hablar mucho está no hacerlo. Conforme ganamos en años, se adiestra uno en saber cómo actuar, si conceder a todo la más alta consideración y no perder detalle o desentenderse en lo posible, ocuparse a medias, no involucrarse a pleno oído, por usar un símil útil. Tiene sus contras esta lasitud. No se sabe si de entre lo contado habrá algo relevante. Puede que incluso todo sea relevante, a pesar de su vacuidad aparente. Cómo podríamos cribar lo contado, ajustar en la conversación la parte noble y apartar la innecesaria. Yo mismo, muy dado a embravecerme cuando hablo, inclinó mi charla a lo intrascendente. No tengo la facultad de discernir entre lo capital y lo secundario. Puedes alargar una conversación hasta el desmayo sináptico sin adherirle material de valía, asuntos del corazón, argumentos de interés obvio. No todo es música de cámara, ni aforismo de enjundia: hay melodías pop que se impregnan con absoluta eficacia. Las tarareamos sin hacer intervenir la voluntad, nos alegran sin que se precise una atención mayúscula. Hay textos livianos que engolosinan el alma. Hablar es una bendición. Escuchar es un milagro mayor.
Dormir
Dormir a deshoras no contribuye a un clima de modélica felicidad familiar ni a que tengas la mente despejada durante el día. Lees cuentos de Chéjov a las tres de la mañana y te acuestas más feliz, es cierto, pero después te acuerdas de ellos a cada momento y te cuesta hilvanar el traje de las cosas, esa rutina diminuta de asunto irrelevante que, trenzado a otro y a otro, viste la vigilia. El insomnio es un estrago al que se le puede sacar provecho. Sucede incluso que el provecho sea el que provoque el estrago. Como el animal que se alimenta de sí mismo hasta que se vacía. Pienso en Rilke y eso de que todo a lo que se entregaba se hacía rico, dejándole a él pobre. No hay creación a la que uno se entregue que no lo merme. Todo lo que nos enriquece cobra peaje. Cada pequeña cosa que hacemos exige su tasa. Ahora mismo, a poco de salir a la calle, pienso en Chéjov y en el placer que anoche me procuraron nuevamente sus cuentos, en su contar tanto en tan escaso despliegue de medios. Pienso en la derrota de hoy, en el sueño aplazado, en las cosas a las que me entrego y en cómo me desarman, en el trabajo que amo (cada día más, con más fuerza) y en cómo me hace rico y me despoja al mismo tiempo. No quepo en mí de gozo, hago esa declaración para cuando el goce deserte, como empecinadamente suele. Luego (pensado con calma) desechas que puedas ocupar un día entero leyendo. Lo he hecho, quién no, si amas leer. Días de viajes sin mover un pie los de la lectura. También dormir es una invitación a leer o a viajar. Lees los sueños. Ejerces el oficio de escritor y de lector. Cuentas (además ) con el olvido. Era tuya la historia, pero sucumbió, ocupó otro lugar, no tuyo, nunca tuyo. No hay que darle más vueltas.
20.2.20
Escribir
A veces uno se desahoga escribiendo, pero hay otras en las que ni escribiendo se desfoga del todo. Hay quien le da la vuelta al pueblo y vuelve nuevo. Quien cocina o hace punto o lee o se deja atontar por la televisión. Yo, a la primera impresión de que algo dentro no cuadra, me lanzo a escribir. Incluso lo hago cuando todo está en orden y el aire brinca en armonía dentro del henchido pecho. Escribir para desahogarse uno es cosa antigua y no hallazgo novedoso. Suele funcionar, pero la escritura (la mía, al menos) no es una ciencia exacta a la que se le puedan exigir resultados fiables, valores inalterables, una especie de realidad que la realidad no puede modificar, para entendernos. No sé cuántas toxinas quemo cuando agarro el folio en blanco o el editor del blog y largo lo que me atenaza las tripas o lo que barrunta en el caos de la cabeza y hace que hierva a poco que la dejo ir. Lo malo de dejar que la cabeza vaya a su aire es que la invaden pensamiento impuros. No siendo yo muy amigo de la pureza, en un sentido estético o moral o incluso intelectual, parece que no es asunto malo la invasión de marras, pero me estoy dando cuenta, a día que pasa me doy más cuenta y más conciencia tengo de lo fiable que es mi percepción, de que luego cuesta mucho evacuar la parte tóxica, la grasa ética, todo ese zumbido que te ocupa la banda ancha del cerebro y no te permite centrarte enmaterias más livianas, en todas esas pequeñas cosas que uno se procura y que, al mezclarse, hacen que vivir sea una cosa estupenda. Y no lo es del todo, qué quieren que les diga. Desbarata la bondad de vivir el hecho objetivo de observar la ruina de algunos de los que nos rodean. Anoche me acosté pensando en Siria y en las guerras invisibles, las que no nos relatan con tanto detalle, y me he levantado con un olor a metralla y a aldea devastada en la cabeza. Ya digo que el problema está en la cabeza. Si supiéramos cómo funciona no nos haría pasar estos malos ratos. Y encima no sirve ni escribir, habida cuenta de la cantidad de ocasiones en las que sí ha servido. La inspiración que me desata la escritura está vestida de gente del campo recorriendo España o de chinos con mascarillas en los aeropuertos. Capricho de esa voluntad antojadiza que exhibo últimamente, he pensado en escribir una especie de diario de la crisis. Dejaría de escribir sobre la felicidad de los paisajes o sobre la bendita presencia de los libros o sobre discos de Miles Davis que todavía no conozco. Inconstante como soy, no dudo que la abandonaría a poco que me encienda en demasía. Insisto en que ya no hay desahogo en este vertido personal de las palabras, no hoy al menos, pero tampoco sé dónde lo hay. Se va uno quemando por dentro. Se va torciendo todo un poco más cada día sin que tengamos a mano paliativos, placebos, pastillitas de colores con las que amenizar el descenso al infierno puro y duro que nos están vendiendo. Anoche el sueño que tuve estaba lleno de políticos. Muy trajeados ellos, con maletines arriba y abajo, saliendo y entrando de un edificio alto con ventanas muy pequeñas. Nada más levantarme se me ha ocurrido escribir sobre el cine de Truffaut (yo tengo esas cosas, hay ideas que me sobrevienen y una urgencia inasequible al desaliento me escala la sangre y me hocica a escribir sobre el cine de Truffaut) y al final no ha habido nada de Truffaut. No sé de qué he escrito, la verdad.
19.2.20
Jugar
No dejamos nunca de jugar. Se confunden o se olvidan las reglas, pero persiste la naturaleza misma del juego, su creación de un mundo ajeno al mundo, la constatación brutal de la hondura moral del juego. No dejando jamás de jugar evitamos, quizá sin conciencia, la fuga del niño. A pesar de que exhibamos indicios fiables de que abandonamos la infancia e ingresamos en lo más acendradamente adulto, tutelamos, con pudor, con afecto, al niño dentro. Jugamos a amar y a desamar. En esa condición un poco velada de puro juego, el amor no hiere si flaquea. Tampoco es un mal recurso para sobrellevar el peso de los días. No albergamos ansias de eternidad porque ningún juego dura para siempre. Mientras jugamos distraemos el alma de asuntos que la dañan. Jugar es, en todas las edades, un fantástico mecanismo de defensa, una trinchera confortable, un búnker contra los festines del miedo o de la soledad o del hastío. En cierto modo, el arte es un espejo muy trabajado del juego. El cine es una extensión del juego. O la literatura. La religión es el único juego en el que no tienes contrincante, el único en el que ignoras si los que juegan ganan o pierden. Finaliza la película o concluye la lectura y regresamos, en ocasiones violentamente a la áspera realidad. Por eso aceptamos que el juego administre cierta parte de la vida. La otra, la seria, la que no juega, es normalmente la que nos enferma, la que más dolor causa. Jugamos para no pensar en la muerte. Creemos que se estira la vida cuando no pensamos en que está transcurriendo. En la ignorancia, por más que los años se empecinen en decirnos lo contrarios, se vive mejor o, en todo caso, se vive más alegremente. En el fondo es a la alegría a la que inclinamos toda la balanza del espíritu. Ni Dios, ni la eternidad rivalizan con esa fe inquebrantable en la alegría, en que ella sabrá sacarnos de todos los agujeros, izarnos, ponernos bien arriba y darnos una patada (convencida, festiva) para que echemos a andar con el mismo o con mayor deseo incluso. Uno resuelve no flaquear, planea con esmero cómo avanzar sin que los obstáculos previstos malogren esa voluntad firme, pero prorrumpen los nuevos, los que no se esperaba que acudieran. Da un paso al que otro lo sigue y aprecia el movimiento. Con sincera credulidad prosigue; con valentía, atento a lo que sale al paso,uno franquea las trabas, las aparta con fiereza, exhibe la mejor de las disposiciones y eleva la cumbre del día (que a veces es largo y pareciera que sólo anhela que decaigamos). Resuelve no flaquear, sí, acepta ese compromiso interior, pero es el juego el que obra a favor nuestro y consigue que no fracasemos. La vida es un juego intermitente. No hay otra cosa que ahora se me ocurra. Vamos de una modalidad a otra, nos movemos con naturalidad de un tipo de juego a otro, cancelamos unas reglas y abrazamos otras nuevas, pero es jugar lo que hace que lata el corazón y queramos que mañana lata de nuevo y lata más fuerte. El amor es el juego más hermoso. Quien no juega es el que acaba antes, el que se rinde, el que abdica, el que se retira, el que no permite que nada le sorprenda. El juego es la victoria absoluta del asombro. Sin él, sin el asombro primario, el mundo ya se habría detenido hace tiempo. Nuestra cabeza se habría detenido hace tiempo. Nuestro corazón se habría detenido hace tiempo. Van las horas persiguiéndose sin tregua y el mejor juego era el que no acababa nunca. Escribí esto en un poema que alguien hoy me ha hecho recordar. Me hizo pensar, mientras que lo leía, en lo hermoso que es el oficio que tengo, el trasegar a diario con los juegos de los niños. Tal vez no dejemos nunca de ser niños, ofrecía no recuerdo qué cantautor en una canción de hace muchos años. No dejamos de serlo, sí, pero no permitimos que ese niño de adentro aflore. Gana el adulto, gana el bregado, no el inocente. No está bien la inocencia, nunca lo estuvo. Si estuviera, no habría guerras, nadie querría vencer a otro, no tendríamos que demostrar que somos mejores y que somos más listos o que merecemos más. Es posible que esté, en una porción muy subliminal y apartada, hablando de Cataluña o de España o del tío desquiciado que se pone a descerrajar tiros en un instituto o en un concierto o del terrorismo descabezado que nos cerca por doquier o yo qué sé de qué estoy hablando.
18.2.20
Perderse
A veces conviene perderse, aunque sólo sea por encontrar el camino de vuelta. Ninguna edad mejor que la infantil para convertir el extravío en una aventura. Más adelante, conforme el tiempo nos impregna de su vértigo y de su insolencia, creemos que todos los caminos nos deben pertenecer y que los nuevos, los que no hemos hollado, sólo nos causarán trastorno e inquietudes. De los caminos que nos surgen preferimos el conocido. Poner el pie en la pisada que dejamos, mirar donde antes lo hicimos, confirmar los leves cambios y llegar al destino con el mínimo quebranto posible. Evitamos el asombro, no lo queremos. Se inclina el alma a lo que la confortó, no a lo que la sorprenda. Tenemos así una visión familiar de la existencia. El mismo hecho de viajar, cuando se hace, hace que acuda el miedo a que no sepamos desenvolvernos y alberguemos bien adentro el deseo del regreso. Se va para volver con más ardor. Son los imprevistos los que malogran el éxito de la jornada, en muchos casos, cuando en realidad deberían ser los que la animan. No hay extravío, ni aventura.
Te pierdes por ver si te encuentran también. Es entonces cuando te abrazan y te dan besos en la creencia de que no iban a volver a verte. Sucede en los cuentos infantiles, en algunas novelas o en películas. Hay quien se pierde a voluntad propia. Sale de casa y empieza a andar hasta de pronto no sabe a qué avenida ha llegado. Una posibilidad maravillosa es la de perderse uno en casa. Es fácil perderse en la habitación en la que lees o en donde duermes, en el cuarto de baño o en el sótano. Te pierdes cuando tienes el bosque dentro de tu cabeza. Hay libros que son bosques. Te hacen andar sin que sepas el lugar al que te diriges. Cuánto más te haga andar y menos sepas del destino, más ganan en su rango de bosque puro. Los niños pequeños, los que todavía no leen, se pierden en el libro de la realidad, que es el que tienen más a mano. Hacen la aventura que no es posible que otros les acerquen. De mayores, al alcanzar la edad en que el juego no nos entusiasma o del que recelamos porque no pensamos que todavía sea nuestro o porque entendemos que las reglas son absurdas, no tenemos otras aventuras que las leídas o las encontradas en las películas. Queremos ser asombrados, pero confortablemente instalados en el sillón de orejas del salón. Una de las funciones primordiales de la literatura debe ser ésa: la de fundar un bosque donde podamos perdernos y la de llevarnos a salvo a la salida, donde nos espera la calma, el placer de lo que conocemos.
Te pierdes por ver si te encuentran también. Es entonces cuando te abrazan y te dan besos en la creencia de que no iban a volver a verte. Sucede en los cuentos infantiles, en algunas novelas o en películas. Hay quien se pierde a voluntad propia. Sale de casa y empieza a andar hasta de pronto no sabe a qué avenida ha llegado. Una posibilidad maravillosa es la de perderse uno en casa. Es fácil perderse en la habitación en la que lees o en donde duermes, en el cuarto de baño o en el sótano. Te pierdes cuando tienes el bosque dentro de tu cabeza. Hay libros que son bosques. Te hacen andar sin que sepas el lugar al que te diriges. Cuánto más te haga andar y menos sepas del destino, más ganan en su rango de bosque puro. Los niños pequeños, los que todavía no leen, se pierden en el libro de la realidad, que es el que tienen más a mano. Hacen la aventura que no es posible que otros les acerquen. De mayores, al alcanzar la edad en que el juego no nos entusiasma o del que recelamos porque no pensamos que todavía sea nuestro o porque entendemos que las reglas son absurdas, no tenemos otras aventuras que las leídas o las encontradas en las películas. Queremos ser asombrados, pero confortablemente instalados en el sillón de orejas del salón. Una de las funciones primordiales de la literatura debe ser ésa: la de fundar un bosque donde podamos perdernos y la de llevarnos a salvo a la salida, donde nos espera la calma, el placer de lo que conocemos.
17.2.20
Confiar
Hay que confiar en alguien. Incluso cuando no haya nada en quien confiar. Es a partir de esa confianza desde donde uno puede sentir algo parecido a la armonía, a un cierto tipo de equilibrio que nos libera del caos y de andar errando, perdidos, sin asideros. Tampoco hacen falta muchos asideros. Uno o dos, a lo sumo. Está bien ir al descubierto, desplazándose por la cuerda del funambulista, percartarse de la hondura del abismo que se presenta bajo los pies y continuar sin vacilar, a sabiendas de que caer es una posibilidad, pero tenemos el asidero a mano, la confianza en que alguien (ya digo, una persona, un par) nos tenderá un puente. Se trata de no estar solos en el mundo, aunque lo estemos en el fondo, continuamente. Solos de un modo absoluto. Solos a pesar de que hayamos confiado en alguien.
Anoche vi un par de pájaros volar juntos durante un tramo de mi calle. Hicieron las mismas cabriolas y recortaron bruscamente en el mismo invisible mojón del aire. Los miré con rendida fascinación. No solo ya el hecho de volar, que es prodigioso siempre, sino ese desplazamiento armónico, puro, ofrecido al espectador avisado para que se recree en su formidable coreografía. No sé qué música le convedría a lo que vi anoche, pero hoy he vuelto a pensar en los pájaros, en la voluntad del instinto, en la querencia animal y es posible que también en la confianza que uno deposita en el otro para que no malogre el vuelo. No sé si nosotros los de aquí abajo poseemos esa confianza ciega en los demás y nos atrevemos a pasear de esa manera, con esa complicidad. Me pregunté si serían pájaros enamorados y que fuese el amor, ah el amor, el que los izaba y los comprometía a elaborar con tanta pulcritud el vuelo o simplemente era una actividad prosaica para ellos, sin ninguna marca que revelase una intención sentimental o artística o incluso circense. Y me pregunté si todos tenemos un pájaro con quien volar. Uno al menos. Y debe ser triste no tenerlo, salir a calle sin nadie nunca. No hace falta que sea la pareja, el amor de la vida o el amor de una parte de esa vida, en fin. Basta un buen amigo, ya saben. Me pregunté si todo este encabronamiento con el que nos levantamos los humanos a diario y nos hace ser retorcidos y buscar cómo hacerle la puñeta al prójimo de la forma más sutil o la más brusca no se curará con un poco de amor o con la ayuda inestimable de la amistad, como cantaban los Beatles, aunque nadie la cantó nunca como Joe Cocker en Woodstock por el 69.Y hoy pedimos que los malos de siempre tengan amigos en quien confiar, parejas a quienes contar qué les atormenta y permitir que la armonía les cruce el alma (o lo que tengan), les conforte y les rebaje la mala leche. Porque hay un montón de mala leche en el mundo y esta tarde de sábado se me ocurre que la música y el ingreso maravilloso del vuelo de unos pájaros podría desarmarlos a todos los que la sacan a pasear. La mala leche, digo...Creo que estoy perdiendo el tiempo.
16.2.20
Entusiasmarse
Hay quien ejerce de cualquier cosa en la que se involucre con absoluta entrega, sin que la flaqueza o el desmayo malogren la empresa encomendada, sin que se aprecie otra voluntad que no esté izada por el entusiasmo, el limpio entusiasmo. Conozco gente con este perfil estajanovista, gente que salvaría el país si el país estuviese en sus manos y precisase ser salvado, cuándo no. No solo porque evidencien ese ardor en el desempeño de su trabajo sino porque contagian el vigor, la entereza, todo ese listado de virtudes que admiramos en los demás y que uno mismo, a poco que se hurgue, no encuentra casi nunca o, a lo sumo, las encuentra desmadejadas, un poco reticentes a que las traigamos y contemos con ellas para nada. Se me ha ocurrido si sería una actividad útil ocuparse infatigablemente en la lectura (hoy Modiano) o en recoger espárragos en el campo o a ver cine negro de la RKO. La utilidad de la que hablo es ajena, por supuesto. Que yo ahora, en lugar de estar dormido, ande enfrascado en libros, en paseos o tenga la mesa llena de papeles y cuadernos de clase de Inglés por corregir y hurgue en ellos y los aparte y abra el blog y escriba a ratos, mientras escucho a Bob Dylan, que hoy se ha convidado como a veces suele. Al principio no se sabe bien de qué escribir. Sucede la escritura, sin más. No hace falta revisar lo registrado, ver si algo no cuadra o si lo que se escribe puede ser de utilidad a alguien.
15.2.20
Filosofar
Contra la idea de que enfurecerse es a veces terapéutico está la de que alivia justamente lo contrario, dejar pasar, no malairarse, quedar en una posición un poco zen, de poca o ninguna turbación cuando las circunstancias nos cercan y hostigan. Lo zen despeja la incógnita de los sentimientos, aparta el ego, no permite que interfieran las emociones en la toma de decisiones, evita que el pensamiento se cruce de hipótesis y tan solo se deja llevar y actúa. Yo no sé la de veces que he querido ser zen y me he quedado a medias o incluso no lo he sido más mínimo. Te levantas una mañana con un loable espíritu zen y te acuestas sindicalista, habiendo sopesado lo desfavorable y lo conveniente y creyendo sin fisuras en otra idea, la de que hay una parte inabordable que irrumpe irremediablemente y nos excluye. No se tiene propiedad de nuestro comportamiento, lo moldeamos a conciencia, invertimos con esmero en alcanzar cierto tipo de equilibrio, pero a veces concurre la fatalidad, el desquicio, la certidumbre de que la realidad es inefable y cabrona.
Leí que tenemos pocos genes más que un gusano. Lo que nos salva es la existencia de esa porción ridícula en número pero tan hermosa. No hay gusanos budistas. Ninguno se ajetrea en la meditación trascendente. Tampoco uno a veces. Tal vez somos humanos por esa voluntad de mística personal. La religión es un delirio metafórico al que se inclina nuestra irrenunciable vocación de perdurar. Los gusanos no leen a Montaigne. Ignoramos si se templan cuando les ocupa la ira o si formulan variables con las que acometer un quebranto moral. Es nuestra esa disciplina. Cuando dejamos de filosofar, bajamos peldaños en la escala evolutiva. También al escuchar reggaeton o ver algunos programas de Telecinco, añado. De ahí que podamos asegurar que Trump está abajo en ese rango de las cosas. Tantos como él. No hemos avanzado mucho. Lo que no quita que haya despachado amablemente a dos testigos de Jehová que acaban de llamar a la puerta en casa de mi madre. Zen me siento hoy.
14.2.20
Apencar
Más que condescender, que es la rama noble del asunto, su transcripción aristocrática y pudiente, lo que hace uno las más de las veces es apencar. Es lo que tiene la lengua: nos zarandea con su filigrana de herramientas, nos viste o desviste a su antojadizo modo. Hay palabras que exhiben un lugar en el mundo y una manera de estar en ese mundo. Incluso las menos afortunadas, las que arriman su pequeña mugre de léxico zafio y tosco, tienen su zona de influencia, su narrativa genuina. Por eso hay quien jamás dirá apencar o apechugar. Antes que hincar la testuz y caer en esa trampa fonética, buscará sustitutos de alcurnia, una de esas pequeñas joyas del diccionario que, sin decirlo todo a las claras, deja la suficiente información para que entienda el que pueda, dejando a la mayoría en el limbo, fuera de rango, en fin, en esa dulzura que contrae toda ignorancia. Dirá que ha transigido o claudicado: por quedar bien, por no deslucirse en demasía. Ah qué belleza tiene la palabra claudicar, con qué apresto silábico se derrama en el aire y lo engalana. Uno claudica sin que ese torcedura del gesto implique nada que de verdad importe. No es lo mismo contemporizar que fastidiarse, por decirlo de otra manera. No es de buen gusto recurrir a la expresión burda y expeditiva "hay que joderse" por cuanto da a entender que el acto de la aceptación del mal casi lo provoca uno mismo, no siendo eso ni comprobable ni tampoco deseable. Puestos a premiar la riqueza de nuestro léxico, vale la pena traer a este hilo de expresiones la muy castiza "jorobarse", que es modo reflexivo y eufónico y que hace pensar en nuestros abuelos, tan jorobados ellos por los tiempos que les tocó vivir, cuáles no. Decían esas menudencias por no arreciar en vocablos de más ruda complexión semántica. También por no saber. Sin embargo, apencar era común en su quehacer. No apenca quien manda, sí el que obedece. He ahí el sesgo social del lenguaje, aunque todos de una u otra manera incurramos en la obediencia y ese respeto al que se nos fuerza implique apencar, abrevar en las aguas turbulentas del fastidio, se quiera o no. El lenguaje tiene esa promiscuidad deliciosa. Las palabras se arriman unas a otras y jadean en sintagmas. Se las oye en alada cópula semántica. Es un ruido como de cuerpo quebrado por el cansancio más dulce. El hecho de que hablemos mal (hay que apencar con eso) constituye, más que una falta, un desahogo del espíritu, una vía por la que escapar de la tragedia.
13.2.20
Maridar
No sé hacer un arroz meloso con calabaza y setas, qué le vamos a hacer. No tengo habilidad alguna en la cocina, confesión de la que no alardeo en absoluto y a la que aplico la atención suficiente como para que torne con suerte en habilidad, asunto del que hablar entre amigos, trabajo que acometer en casa, hasta empeño loable con el que agasajar a las visitas. Cuando vienen a casa, en las ocasiones en que avisan con más eficacia, avituallo la nevera con mis marcas favoritas de cerveza. Ahí sí que me esmero. No es lo mismo poner al principio una vigorosa, de cuerpo fuerte y permanencia de trigo en boca, como si mascaras un puñado de grano, que comenzar con una pilsen ligera, refrescante y de poca carga de alcohol, pero una vez se han despachado un par de ellas, sin que intermedie protocolo alguno, puedes obsequiar al invitado con una buena botella de cerveza de abadía, servida en jarra previamente congelada y decantada con el punto sublime de espuma o corona, que es el término con más pedigrí entre los iniciados. Se le da poca importancia a la espuma, yo al menos no he visto a nadie que se afane en medir su grosor exacto, salvo algún barman en una barra. No es únicamente una cuestión de estética, sino un principio irrenunciable de preservación de su calidad. Hay quien bebe sin detenerse en el sabor y quien paladea con delectación, se regodea adrede en el aditivo aromático o en el dulzor de la malta. Tal vez no convenga introducir en la cata ningún sabor bastardo y permitir que la nuez, el limón o los aromas más tropicales malogren la pureza del líquido, su estricto respeto al canon. En todo caso, una vez se ha rebasado cierto número de botellas, tercio mejor que quinto, si no hay más remedio lata, antes de que se corrompa la sensibilidad en el gusto, podemos probar una floral o especiada o con sabor a galleta o a bourbon de Kentucky o a mejillones de la ría de Arosa o a turrón de Alicante. Entran en este inventario de prodigios gastronómicos la cerveza sin filtrar (se preserva más el sabor, aunque se debilite antes) o negra (para quien guste del chocolate amargo o tenga querencia por la estética al verterse en vaso). No es cosa de despreciarlas, alguna tiene su punto de brillantez, pero hastían al final. Parece como si uno traicionara cierta fidelidad casi masónica en la que solo importa el color limpio de la mezcla (sin el aditamento exótico) y se inclinara a cierta perversión, una especie de heterodoxia innecesaria. La curiosidad en materia cervecera es lícita, cómo no; incluso recomendable, pero la liturgia de la ingesta de cerveza tiene sus santos patrones, su altar sin adornos blasfemos, si es que uno es creyente y no desea extralimitarse más de la cuenta, dejarse convidar por los cantos de sirena de la creatividad de las marcas, que a veces se desmadran y privilegian la osadía. Dicho esto (cuánto tiempo llevo con la idea de calzar esa expresión en un texto) se puede continuar con el festín de la cata sin que ninguna barbarie comercial la arruine. Hay que ser consecuente con los vicios propios. Se pueden malear a poco que concedemos licencias espúreas. Empiezas leyendo el etiquetado de la cerveza (mejor botella que lata) y conoces su graduación, la fecha preferente de consumo o los componentes (malta, lúpulo, levadura y agua) y terminas sin que te importe un vil carajo si está caducada o tiene doce grados y avisa con letras mayúsculas de que su consumo excesivo puede achisparte más de la cuenta. Quizá hubiese sido mejor haber aprendido a cocinar un buen arroz meloso con calabaza y setas. Lo malo es el maridaje, que es la unión armoniosa de las cosas. ¿Qué buscamos para que armonice con el arroz y su rica verdura? Un buen vino, sentenciará alguien, pero en cuál confiar. ¿Un tinto joven y afrutado? ¿Un Rueda? ¿Un Ribera del Duero de crianza? ¿Un rosado ligero y fresco o seco? Qué desazón, qué desatino etílico. Me declaro insolvente, no se me ocurre cómo aliviar mi desasosiego culinario. Tendré que concederme de nuevo un placer en el que me manejo con absoluto desparpajo. Haré acopio de cerveza para cuando se presente la oportunidad y tenga en casa amigos. Solo ellos comprenderán mi quebranto. En lo otro, en maridar la vianda con los licores, tendré que solicitar ayuda. No dudo que la tendré y será festiva la noche. Prometo no traer a casa ni una sola cerveza con sabor a pepino. Lo juro por la diosa Ceres.
Aplaudir
"Ofreciose a un excelente arquero, condenado a muerte, perdonarle la vida si daba alguna muestra maravillosa de su destreza con el arco, pero él declinó la oferta, temeroso de que la mucha tensión de su voluntad le hiciese temblar la mano y perder, además de la existencia, la reputación."
De la presunción. Ensayos. Michel de Montaigne.
Constatar la pericia ajena, el hallazgo casual o pensado o la ocurrencia creativa está en declive, no se le asigna un prestigio, ni se pondera favorablemente. Parece que cuesta conceder un aplauso, admitir públicamente los méritos de los demás. Como si esa expresión de admiración (también de gratitud) delatara una deficiencia en quien lo manifiesta o lo rebajara. Son tiempos de halago caro, lo cual evidencia que son malos tiempos en muchos otros asuntos. Cunde,no obstante, un cierto tipo de halago, no el correcto, sino otro, menos interesado en la calidad de la circunstancia que lo motiva, mucho más pedestre, burdo incluso. Hoy en día se valora todo lo mediocre, se favorece la irrupción de patrones de prestigio deleznables, que provienen las más de las veces de las redes sociales, ese veneno del twitter o del facebook y sus incansables y perezosos likes, que no dan ninguna información de la naturaleza de la respuesta, sino que solo ofrecen un gesto. Quién no ha participado en ese juego. No se difunde la noticia de que un científico dé con la cura de un tipo de cáncer (o se le da una propaganda escasa) pero se jalea (hasta la extenuación a veces) la de que un futbolista ha batido un récord o un actor ha ganado un premio en un festival de la Europa del Este o el divorcio de un tertuliano (todo es tertulia) de uno de esos programas de la sobremesa en el se habla de las piruetas amatorias de unos cuantos desconocidos. El hombre, escribía Montaigne, es un ser pasmosamente vano, ondulante, añadía. No hay cosa que podamos decir de él sin incurrir en la especulación. A veces se difama; otras se adula. Lo concerniente al alma, por invisible, es frágil, bien, nada que rebatir, pero preferimos rebatir que apoyar. De lo que no se puede ver podemos decir lo que no se puede comprobar. Lo que a alguien le parece digno de lisonja, otro lo refuta o, menos consideradamente, lo ignora. Es peor no prestar atención, no darle ningún peso a lo oído o a lo leído. Sigo ahora con Diderot: "La mentira que nos halaga suele tragarse glotonamente". Luego está la amarga verdad, que se bebe gota a gota, con dolor. Es lo que tiene la estima que uno se dispensa: cuanto más baja es, con más desmesura escuchamos lo que deseamos escuchar, no lo que merecemos, ni lo que corresponde con la realidad, por pobre que se presente. Hablen de mí (decían) aunque sea mal, pero esa frase repetida (afortunada a veces) está haciendo mucho daño. Porque ahora todo es hablar mal, despotricar del otro, convertirlo en un saco de boxeo al que le podemos arrimar sin pudor todos los golpes que se nos antojen. De ahí que se esté convirtiendo en una costumbre inusual la de aplaudir al que nos conmueve o al que nos alegra o a quien demuestra la habilidad de la que nosotros carecemos. También está la pericia en advertir esa habilidad, no crean. El que observa debe haber sido adiestrado en esos manejos de la inteligencia o de la observación. Es entonces cuando con más énfasis y ahínco prorrumpe el aplauso. Aplaudir es agradecer, conceder a quien se le ofrece el aplauso esa gratitud con un gesto sencillo. Sí, como si fuesen likes, pero qué diferencia más enorme hay entre ambos gestos. No sé la de veces en que he aplaudido, pero tengo conciencia clara del entusiasmo con el que ejerzo ese acto sencillo en apariencia (batir las manos en señal de aprobación o de admiración de forma continua) y con el que expreso el contento de mi alma.
De la presunción. Ensayos. Michel de Montaigne.
Constatar la pericia ajena, el hallazgo casual o pensado o la ocurrencia creativa está en declive, no se le asigna un prestigio, ni se pondera favorablemente. Parece que cuesta conceder un aplauso, admitir públicamente los méritos de los demás. Como si esa expresión de admiración (también de gratitud) delatara una deficiencia en quien lo manifiesta o lo rebajara. Son tiempos de halago caro, lo cual evidencia que son malos tiempos en muchos otros asuntos. Cunde,no obstante, un cierto tipo de halago, no el correcto, sino otro, menos interesado en la calidad de la circunstancia que lo motiva, mucho más pedestre, burdo incluso. Hoy en día se valora todo lo mediocre, se favorece la irrupción de patrones de prestigio deleznables, que provienen las más de las veces de las redes sociales, ese veneno del twitter o del facebook y sus incansables y perezosos likes, que no dan ninguna información de la naturaleza de la respuesta, sino que solo ofrecen un gesto. Quién no ha participado en ese juego. No se difunde la noticia de que un científico dé con la cura de un tipo de cáncer (o se le da una propaganda escasa) pero se jalea (hasta la extenuación a veces) la de que un futbolista ha batido un récord o un actor ha ganado un premio en un festival de la Europa del Este o el divorcio de un tertuliano (todo es tertulia) de uno de esos programas de la sobremesa en el se habla de las piruetas amatorias de unos cuantos desconocidos. El hombre, escribía Montaigne, es un ser pasmosamente vano, ondulante, añadía. No hay cosa que podamos decir de él sin incurrir en la especulación. A veces se difama; otras se adula. Lo concerniente al alma, por invisible, es frágil, bien, nada que rebatir, pero preferimos rebatir que apoyar. De lo que no se puede ver podemos decir lo que no se puede comprobar. Lo que a alguien le parece digno de lisonja, otro lo refuta o, menos consideradamente, lo ignora. Es peor no prestar atención, no darle ningún peso a lo oído o a lo leído. Sigo ahora con Diderot: "La mentira que nos halaga suele tragarse glotonamente". Luego está la amarga verdad, que se bebe gota a gota, con dolor. Es lo que tiene la estima que uno se dispensa: cuanto más baja es, con más desmesura escuchamos lo que deseamos escuchar, no lo que merecemos, ni lo que corresponde con la realidad, por pobre que se presente. Hablen de mí (decían) aunque sea mal, pero esa frase repetida (afortunada a veces) está haciendo mucho daño. Porque ahora todo es hablar mal, despotricar del otro, convertirlo en un saco de boxeo al que le podemos arrimar sin pudor todos los golpes que se nos antojen. De ahí que se esté convirtiendo en una costumbre inusual la de aplaudir al que nos conmueve o al que nos alegra o a quien demuestra la habilidad de la que nosotros carecemos. También está la pericia en advertir esa habilidad, no crean. El que observa debe haber sido adiestrado en esos manejos de la inteligencia o de la observación. Es entonces cuando con más énfasis y ahínco prorrumpe el aplauso. Aplaudir es agradecer, conceder a quien se le ofrece el aplauso esa gratitud con un gesto sencillo. Sí, como si fuesen likes, pero qué diferencia más enorme hay entre ambos gestos. No sé la de veces en que he aplaudido, pero tengo conciencia clara del entusiasmo con el que ejerzo ese acto sencillo en apariencia (batir las manos en señal de aprobación o de admiración de forma continua) y con el que expreso el contento de mi alma.
11.2.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 23 / William Blake
Leer a Blake es leer un evangelio apócrifo. Blake es el poeta inglés de los ángeles , el visionario pintor y grabador de paisajes y personajes tocados por el numen de la fatalidad o de la revelación, que vienen a ser a veces la misma épica y apocalíptica cosa. Blake no es un apóstol, es el poeta de los arquetipos, a decir de Borges, que le dedicó un poema en el que reclama la presencia de los íntimos dones de la realidad, los que se apartan al escrutinio cartesiano de los sentidos y prefieren la indagación moral, y en eso, el poeta londinense era un iluminado. Veía lo que no está al alcance de los demás: nada que no haga a diario (cuando puede, mejor dicho) un poeta, pero en su caso era una visión completa, narrada como si fuese un salmo, una admonición, un mensaje pronunciado por Dios que fuese azarosamente restituido por un hombre mortal. Blake rescata la degradación, la sublima, como haría Dios si condescendiera a convertirse en poeta, quién dice que ambas palabras (Dios, poeta) no empleen el mismo barro creativo.
Blake era un romántico arrojado a la Ilustración. O era un artista del Medievo extraído a la fuerza y transportado a la Modernidad. Eso no convenía a su lujuriosa imaginación poética. Blake nació en una época poco entusiasmada en el género que a él más le fascinaba: el de la crónica bíblica, una especie de relato nada eufónico sobre la construcción del paraíso (Milton fue otro adalid de esta imposible empresa) y sobre la visita de los ángeles y también algún tigre de terrible simetría cuyas rayas moraban en los bosques de la noche. El cielo al que aspiraba el poeta (continúo con Borges) eran tres en realidad: el cielo de la inteligencia, el cielo de la belleza y el cielo de la bondad. El arte puede conducirnos a esa morada fabulosa, lo cual no siempre fue aceptado por sus coetáneos, que dudaban de que lo que pudiera fabricar el ingenio humano adquiriese méritos para conseguir el ingreso en las alturas celestiales, pero Blake fue un visionario, un adelantado, una mosca en el cristal de la sociedad inglesa de entonces, haciendo sus travesuras en las reuniones de la élite cultural, que veían a Blake como un alienígena, uno especialmente facultado para inducir el asombro ajeno.
De Blake murió cantando. La poesía es cántico antes que otra cosa, anhela ser cantada, enunciada como si fuese un vuelo y cogida en el aire y escuchada con todo el cuerpo. Hay poemas que se impregnan como si fuesen orgánicos. Los hay de una fogosidad verbal tan intensa que son carnalidad pura, transverberación dulce de algún espíritu alado que sólo se deja atrapar cuando aplicamos todos los sentidos. Es la miel untada en el cuerpo o es la sangre. Es el viento que caracolea y nos mece y es el fuego cuando nos corrompe. Es la luz antes de que la haga flaquear la sombra y es también la sombra cuando reina y ocupa el espacio y lo entenebrece. Blake fue un poeta que escribió como si le fuese la vida en ello. Casi literalmente. No sólo escribió. Blake fue un pintor de talento rival a la escritura. Fue también un visionario, una especie de receptor de algún tipo de epifanía que a los demás les estaba vedada y que él (pintando o escribiendo) restituía, plasmaba en poemas o en lienzos. Confiado a la salvación universal de la especie humana, haya pecado o no, merezca la vida eterna o sea el infierno su residencia duradera, Blake fue un lector voraz de la Biblia. No hay poema suyo que no tenga alguna ascendencia bíblica. Leídos de corrido, lo que hice anoche, me pareció estar leyendo los evangelios. Tampoco tengo de esto una idea clara ya que no he sido nunca un lector habitual de las Sagradas Escrituras, pero todo rezuma santidad, rezuma mística, incluso rezuma ese caos que toda religión conlleva en sus doctrinas. La de Blake es una poesía bautismal, parece que ha sido escrita sobre el vacío, como si nada anterior a ella hubiese podido influenciarla. Es a la vez novedosa y romántica, cuando el romanticismo es una consecuencia de muchas consecuencias, un término lírico consumado.
Borges (volver a Borges es muy fácil) lo comparaba con Walt Whitman. Su tigre arde en los fuegos de la noche, haciendo que el poeta se devane en dar con la mano precursora de su simetría. También hace una pregunta de una lucidez absoluta: ¿fue la misma mano la que creó al cordero y al tigre? La misma nos la hacemos nosotros, persuadidos por su hermosa elocuencia. El tigre febril penetra en los sueños, nos hace prevenirnos, pero miramos con delectación su hermosura, la divina composición de sus trazos, el loco hechizo de sus ojos. Quizá el cordero piense lo mismo antes de que la criatura más hermosa del universo se la zampe y cierre de cuajo toda interpretación posterior de la belleza. No siempre es fácil leer a Blake. Hay tramos suyos que resultan ásperos, sentimos que no disponemos a mano de todos los elementos de la lectura y confiamos únicamente en la belleza de las palabras, pero perdemos la comprensión. No hay que entender todo lo que se lee. Por eso hay un poema para cada lector. De ahí que Blake sea un poeta de ahora. Él es la armonía perdida del paraíso, él la concibió en su cabeza e hizo que los pájaros trenzaran su melodioso canto mientras las aguas de los ríos fluían y el cielo estallaba en azules y en ángeles. No llegó a ser Swedenborg, al que admiraba, pero continuó su relato de la creación hasta que cesó la canción de los pájaros.
8.2.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 22 / Nabokov
Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.
Vladimir Nabokov
Uno miente porque no tiene un folio a mano en dónde registrar la ficción del engaño o porque, cuando lo tiene, no sabe bien cómo armar la trama de lo impostado, su asiento en el mundo. Se miente mejor si es un acceso espontáneo, si hacer concurrir la mentira anima la conversación o hace que quien nos escucha preste la atención que la verdad no alcanza. Se dicen mentiras para creerlas también un poco. Una mentira mantenida durante días hace que adquiera un rango de veracidad. En ocasiones uno también miente por ver la credulidad del que se expone al juego. Porque todo queda en juego, en imponer a la realidad una capa novedosa y batallar contra ella y hacer que no se salga siempre con la suya. Hay vidas tristes que precisan de la injerencia creativa de la mentira. Yo escribo para mentir menos, aunque creo que no se me nota enseguida que no voy a derechas o que lo que digo no cuadra con lo que soy. Se miente con más oficio cuando no nos conoce el que escucha. Escribir es un acto deliberado de terapia. La ficción es el territorio de la felicidad absoluta. Somos los que nunca podríamos ser, hacemos lo que nunca podríamos hacer, vamos donde nunca podríamos ir. La vida, a fin de cuentas, es un viaje extraño que elige compañeros extraños.
La verdad está sobrevalorada. Importa la calidad de la historia, no que podamos constatar su credibilidad, su conducto tautológico. A mi amigo K. le fascina que alguien que escriba pueda reglarse después por las convenciones habituales y se comprometa a no desvariar, a no caer en la frivolidad de mentir, de dar lo que no es dable. Decía mi amado Nabokov que la literatura no nació cuando un niño prehistórico gritó “el lobo, el lobo”, con un lobo gris enorme pisándole los talones, sino cuando un niño prehistórico - un neardenthal, dice Nabokov - gritó “el lobo, el lobo”, no habiendo ningún lobo cerca. Entre el lobo falso y el verdadero está la literatura, la ficción, la narrativa sobre la que se ha edificado toda la Historia de la Humanidad.
Sigo con el maestro. Sostenía que el niño que alertaba sobre la proximidad y el peligro del lobo fue el primer maestro, el primer escritor, el primer embaucador. Mentir (decir lo que no es, improvisar una premisa falsa para que se construya un relato) es además una máxima muy bien aplicada en esa Historia de la Humanidad. Todas las religiones han pensado si conviene más hacer que el lobo hinque el diente y devore al niño o que lo deje vivo y el niño fabule la verdad del lobo. Un lobo suyo, por supuesto, un lobo fantástico. Se elige el mal porque no nos agrada que se nos obligue a aceptar el bien. Eso lo dejó escrito Anthony Burguess en su fabulosa y apocalíptica La naranja mecánica. Mentir, además, tiene un maravilloso aire teatral. Al mentir se imposta la voz, se eligen con más esmero las palabras.
Hoy en día tendemos a confundir al creador con lo creado, al actor con la persona que le sirve de vehículo. Nabokov, mi amadísimo Nabokov, era, en esencia, un provocador. De haber publicado ahora sus novelas (Lolita, muy especialmente) se habría encontrado de frente con obstáculos que antes no existían. Lolita no es la ninfa inductora del pecado: es la víctima. Humbert Humbert es un delincuente moral, por más que lo estilice y vista con los ropajes del buen decir y de la sensibilidad más exquisita. Se puede ser sensible hasta el colapso sináptico y ser un perfecto cabrón. Qué habilidad la de Nabokov al administrar la cantidad de veneno que va dejando caer en los capítulos de la novela. La corrupción de su nínfula es la corrupción de una sociedad. Nabokov usa el material del que dispone: no le pertenece, solo lo extrae y exhibe a su antojadizo manera. Compone una radiografía nítida y procaz: la de la criatura perversa, la del monstruo absoluto. El problema adherido enfermizamente es cree que es Nabokov el perverso, el monstruo. No es tal: él únicamente constata el mal, se regodea en planificar la paulatina decadencia de sus protagonistas, el descenso al abismo. Mentir para contar la verdad, esa paradoja.
6.2.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 21 / Miguel de Unamuno
Un liberal era Unamuno. Hay que defender al Estado hasta que el Estado no nos defiende o cuando, llegado el caso, interfiere en sus ciudadanos, los vigila y reprende. El Unamuno liberal no era partidario (está la palabra bien traída) de los absolutismos, le escandalizaba la posibilidad de que las instituciones vulneraran los derechos civiles, asunto ese que constituía el esqueleto sobre el que levantar cualquier sociedad moderna. Ese es el Unamuno-ciudadano (profesor, rector) que yo he comprendido, el que se me ha antojado más afín a lo que deriva de haber leído al Unamuno-escritor . En algún momento de su dura existencia, se preocupó más de España que de sí mismo, no dando por perdida nunca la batalla contra la mediocridad y, en muchas ocasiones, más de las que pudo soportar, contra la ignorancia. Es lo que suelen hacer los profesores comprometidos con su oficio, pero el de Unamuno no fue uno solo, fueron muchos, algunos más costosos que otros. El que más le dolió fue el de ciudadano. Manifestarse en contra o a favor de una doctrina (según la conveniencia de un momento) no le impidió desdecirse y abrazar la contraria, sin que ese voluble torna en la opinión fuese producto de un arrebato sentimental, sino que provenía de una exigencia moral o intelectual, no sabemos cuándo una y otra se ensamblan y prosperan hacia el mismo propósito. Es verdad que en ocasiones callarse es una forma de mentir, como dejó dicho. También fue de los que prefirió expresarse, no permitir que la pereza lo convirtiera justamente en el tipo de ciudadano objeto de su enfado, el que no se involucra, el echado a un lado adrede, por unas causas o por otras, casi nunca justificadas. Unamuno fue un declarado defensor de la palabra, aunque más tarde unas fuesen reemplazadas por otras y las circunstancias las zarandearan y hasta las enfrentaran. Por eso fue acusado por los dos frentes en la guerra: por apoyar a unos en un tramo del relato histórico (a los militares para poner coto al desmán anárquico de la Segunda República, de la que fue ferviente defensor) y por desdecirse y por dar por malo lo que antes le pareció justo y correcto. Ha brotado la lepra católica y anticatólica, dijo también. Su España se embrutecía (se envilecía, se entontecía, añadió) mientras él no podía poner en orden el delirio de "hunos" y de "otros" en su reclusión domiciliaria, una vez le apartaron del rectorado salmantino y se dejó comer por la enfermedad hasta que murió. No hay un bolchevique (un republicano en términos reales) en Unamuno, ni tampoco un novio de la muerte, un fascista con el cerebro quemado por las consignas y las entendederas abotargadas por el miedo al que es distinto. Le horrorizaba esa bajada a los infiernos de Millán Astray (no he visto todavía Mientras dure la guerra, pero parece que se aplica con ganas Amenáb ar en ese episodio) cuando arengaba a los bárbaros (a sus ojos eso eran) con soflamas burdas, zafias, más acordes al estertor de un animal que a la voz de un hombre. Cómo se puede ir de la mano con alguien que jalea la muerte y la entroniza. Se puede, en todo caso, convencer hasta llegar a ella, dedicar la vida entera al oficio de las palabras y darles el uso más idóneo, el que evite que los unos aniquilen a los otros. Es la contradicción la que lo animó, la que alimenta debería cualquier ideología. Cuando no lo hace, no es ideología: es fanatismo, es barbarie, es esa tozuda marca con la que a veces nos liberamos del trabajoso oficio de pensar. Me equivoqué, qué ligero fui, qué cándido, dijo en cierta ocasión a propósito de sus adhesiones primeras y sus afinidades posteriores. Nada que no esté en el ser humano de modo absolutamente natural. Saber arrepentirse, aceptar el desengaño, ir con él hacia un desengaño futuro, del que no se sabe aún nada, pero que nos romperá de nuevo el corazón.
5.2.20
La poesía es un milagro secreto
Hay cosas imprecisas a las que uno no les puede dar asiento ni esperanza. Concurren con absoluto normalidad, se acercan con la naturalidad de lo cercano, pero no prosperan, flojean a poco a que insisten, no tienen voluntad de permanencia ni se espera que comparezcan en otra ocasión, cuando las circunstancias sean más favorables. Tal vez ese arrimo de sustancias sutiles (las livianas, las que no hacen casa) sean las más importantes y, sin embargo, transcurrimos sin que nos pertenezcan, vivimos en la creencia de que estamos satisfechos y no hay nada importante que tengamos que reclamar.. A veces, al leer poesía (hoy en un banco en un jardincito en la entrada de una iglesia) he sentido la inminencia de esa revelación, la constancia (muy esquiva, huidiza ella) de que estaba en posesión de un secreto. Se había revelado y yo era el portador de su mensaje. Cuando me levanté del banco, había perdido ese prodigio confiado. Luego volví a casa un poco aturdido. Como si hubiese perdido la propiedad de un milagro y ya no pudiera recuperar su esplendor secreto.
4.2.20
Oficio de tahúr
El tahúr enamorado de su manga.
Solo así evitar el miedo, el tiempo
perdido en el sórdido trucaje de la
baraja.
Solo así evitar el miedo, el tiempo
perdido en el sórdido trucaje de la
baraja.
2.2.20
Galería de Ramón Besonías 2020 / 20 / Tamara de Lempicka
Un amigo muy inclinado a nombrar pintores favoritos o cineastas favoritos o músicos favoritos a la menor oportunidad, aunque la rica nomenclatura no contribuyese a la conversación, dijo no conocer a Tamara de Lempicka cuando la nombré yo. De haber tenido entonces móviles con conexión a Internet (ese entonces al que me refiero no tenía ni internet) le habría enseñado algunos retratos de su hija Kizette o el autorretrato en el Bugatti. Sin hacer excesivo aprecio, lleva uno todas las pinacotecas del mundo en el bolsillo. Hoy abrí el móvil y busqué cuadros de esta señora rica, exquisita y cultivada cuyas cenizas fueron arrojadas por expreso deseo suyo al cráter de un volcán en México. Fuego al fuego, pudo haber dicho mientras el polvo gris de su existencia era danzado por el aire. Su vida fue flamígera, desde luego. Hizo la pintura más acorde a ella: aristócrata, excesiva, glamurosa, despreocupada, voluptuosa, enigmática, aburguesada. Tiene esa pintura una virtud únicamente al alcance de verdaderos genios: se la reconoce con absoluta inmediatez. No hace falta ser un iniciado, ni siquiera alguien que empieza a conocer estilos y trazos. De hecho Madonna (no se conoce que posea titulaciones, no se duda de que posea sensibilidad) se prendó de Tamara de Lempicka y tiene varios de sus cuadros en casa. También Jack Nicholson. Ninguno de los dos los presta para exposiciones. Son regocijo privado, qué le vamos a hacer. Al final siempre es privado ese esplendor, el del momento en que alguien mira un cuadro y no se despega de él, aunque lo haya dejado atrás y se haya aplicado en sus cosas. El cuadro está en su cabeza, no se ha marchado, dura ahí hasta que otro ocupa su lugar. Algo parecido pasa con la música (piezas que se incrustan de un modo intolerable a veces) o con películas (escenas repitiéndose sin cesar) o con la literatura (tramas que se confunden más tarde con la realidad, frases de las que no puede uno desembarazarse. Yo me parezco mucho a Madonna, ahora que lo pienso. No tengo conocimientos para adentrarme con solvencia en la pintura de esta señora, pero tengo sensibilidad para prendarme de sus colores y sus trazos. La recreación besoniana es maravillosa. Si en alguna ocasión me topo con mi viejo amigo (treinta años largos sin saber de él, no sabría ni cómo buscarlo) le volvería a nombrar a la Lempicka por ver si está al tanto y, aparte de ponernos al día, hablamos un rato sobre ella.
el poeta está en la terraza de un café en una gran ciudad, una concurrencia de curiosos se le arrima por ver cómo escribe el poema, por ver la naturaleza mística, por ver el esplendor epifánico en su rostro, pero el poeta se levanta, paga la consuimición, un té negro, y huye por las aceras perseguido por una invisible turbamulta de alucinados, luego relee el poema como si no fuese suyo y lo olvida
1.2.20
Cinco poemas de amor
Hacer de vivir un secreto sencillo y puro y morir muy tarde sin misterios ni hondura con toda la evidencia del amor varada en la voz como un canto que aspira a ser himno.
*
Al alma la astilla el tiempo o su eco inasible de marcas muy dulces.
*
Qué nombre convendrá al olvido, qué poderoso Leteo coserá tu boca a la mía.
*
Y si dentro de poco llegara la hora feliz de fugarnos, bastará un apero sencillo.
*
Qué galope se oye: silbo de poeta recién enamorado.
*
Al alma la astilla el tiempo o su eco inasible de marcas muy dulces.
*
Qué nombre convendrá al olvido, qué poderoso Leteo coserá tu boca a la mía.
*
Y si dentro de poco llegara la hora feliz de fugarnos, bastará un apero sencillo.
*
Qué galope se oye: silbo de poeta recién enamorado.
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