31.8.21

Ventanas jerezanas

 


De una ventana se puede inferir la opulencia que preserva. Hubo un esmero en su construcción, se le dio la consideración más alta y hasta la reja que la guarda exhibe un esplendor apreciable, que rivaliza en vistosidad con ella misma. Se conjuntan con la piedra que las circunda. Se diría que hubo una intención de permanencia en el tiempo. Como si nada pudiera hacer el tiempo contra ellas. Como si no tuviesen un inicio y no se esperase que tuviesen un final. No se precisa siquiera que alguien la abra. Hay ventanas que difieren del cometido que se les da por hecho: el de abrirse o cerrarse, el de mostrar o el de ocultar. Existen por la mera concurrencia azarosa de la belleza. Son ornamentales. Cumplen un protocolo ajeno al convenido. Si alguien asomara a ellas, perderían su apresto, su disposición poética. 

Dietario 184

 En la Ética de Cicerón se dice que la virtud no es tal si no es ejercida sin interrupción. Baudelaire sentenció que no es posible ser sublime incesantemente. Cicerón añadió que debe prevalecer la seguridad sobre el antojo caprichoso. Sin que cunda el ánimo de enmendar la plana a los clásicos, se me ha ocurrido discrepar. Cosas de la molicie estival. Hay virtudes ejercidas con brevedad y elocuencia y caprichos que nos congracian con la dicha, aunque causen zozobra y hasta ronde el peligro cuando concurren. Creo con firmeza en que la justicia, la templanza, la prudencia y la fortaleza, virtudes cristianas, harán de nosotros algo mejor de lo que somos, sin que se exija que su concurso fiable y no haya día en que no seamos justos, ni templados, ni prudentes, ni fuertes o si. Que haya que comulgar con la fe para acometerlas a conciencia. De hecho, el extraordinario hecho de que esas cuatro bondades acaezcan a la vez podría considerarse un milagro, que es otro asunto religioso. Si a Cicerón se le concediera que echase un ojo al mundo en el que vivimos, reharía su máxima, no podría defenderla, no tendría con qué. Tampoco Montaigne, al que vuelvo cada año con el frío, no sé por qué el verano no es estación propicia para esa relectura, podría soportar este caos en el que un mediocre alecciona a otros a que vivan mejor al dictado de sus mediocridades. Y no, no ha sido Coelho el primero que me ha venido a la cabeza. A propósito de Montaigne, todos los libros de autoayuda del mundo deberían abrir con alguna cita del maestro. Es más: esa cita debería ser el único texto que contengan. Abundan más los principiantes con ínfulas que el poso de los clásicos, que tiene mayor predicamento y hondura y hay más poetas de bazar que auténticos rapsodas con bagaje lector y sensibilidad. Tal vez el mercado prefiera a los primeros y hagan pingüe caja com sus ocurrencias livianas, dan menos quebraderos de cabeza, y la buena literatura es un magnífico quebradero de cabeza. Virtud la suya que nos provee de otras.

Dietario 183

                        
                        Guy Le Querrec, Nina Simone, Olympia Concert Hall


Me fascinan los teatros vacíos o los cines vacíos. Adoro esa sensación de desamparo. No hablo de los teatros o los cines abandonados, cerrada la taquilla y tapiadas o candadas sus puertas, de los que se sabe que no volverán a ser habitados, sino de los que no poseen la virtud de ser fieles a su cometido y se exhiben con desangelada compostura cuando acabó la función, como si la asistencia de público no los convirtiera en otra cosa, no un teatro o un cine, una sala destinada a la cultura o a la diversión. Piensa uno más en ellos, con mayor detenimiento, cuando no los ocupa el ruido, las toses, las conversaciones. Es la misma sensación que tengo cuando entro en un aula vacía. Sorprende que esa orfandad pueda ser fértil. Mi misma casa, si quedo únicamente yo en ella y la familia anda por ahí, en sus asuntos de calle, me parece un teatro al que súbitamente se le ha extirpado la esencia de su ser. El silencio es un presagio del ruido. También a la reversa. Hay ruidos que anuncian un silencio que pugna por abrirse paso y equilibrar el aire o apaciguar la vista. El silencio se ve. 

30.8.21

Un retrato

 Hay quienes no sabe vivir sin tener algo que le contraríe. En cuanto los astros se confabulan a su favor, adquieren una grisura que se percibe a poco que se les conceda un fortuito saludo o concurra una conversación, de la que es mejor rehuir, no caer en los buenos modales, los que se conceden sin pensar, los naturales y esperados. A pesar de que la mascarilla nos prive de la sequedad del rostro, que tendría gesto de gárgola o de encabronado crónico, podemos escrutarles los ojos y ahí se percibe la podredumbre de su espíritu, la costra de moho que ocupa el aire que les circunda, la nula capacidad de obrar para que el bien acuda y lo cubra de la gracia del vivir sencillo o de la alegría más rudimentaria. No sabe uno qué hacer cuando se topa con ellos en la calle y algo nos apremie a que se les haga aprecio. Basta asentir o disentir en lo que azarosamente nos diga para que se cree un conflicto que puede desmoronarse o encresparse, sin que una u otra cosa tenga justificación ni nos afecten los más mínimo. Tiene este gremio de desencantados de la vida el mismísimo cielo ganado, pero lo sabotearán nada más poner un pie en él, haciendo que los santos guardianes que lo cuidan se pregunten si no es demasiada ancha la manga con la que se transita de la vigilia de la vida al sueño de la muerte y habría que reconsiderar el protocolo de acceso.

Asombra que hayan tenido amigos o que todavía cuenten con alguno. Serán, en todo caso, gente del mismo grosero calado, de los que se jalean estruendosamente las bromas y avivan el fuego de las puyas, no vaya a ser que no tengan con qué entretenerse y se encuentren solos, sin nadie a quien molestar. He ahí entonces el recurso sublime de esta estirpe de desencantados: se conminan a zaherirse en primera e inmediata persona, aplican en su pellejo el oficio antiguo de su desvarío y se enmohecen despacio. El cáncer de su mal genio hace casa en cada resuello de su alma y disfrutan eso que se dice sobre no aguantarse ni uno mismo. No hay consolación que los reintegre a la vida en sociedad. Es todo bruma y escombro, oxido y vacío. El escaso ánimo que surja cuando nos los topamos se deshace de inmediato. Basta únicamente que se les haga una pequeña apreciación para que la rebatan con furibundo encono. Lo bueno que paradójicamente les pase no prospera ni hace asiento. Esa bonanza del espíritu debe producirles una zozobra de la que tardan días en recuperarse. Una especie de sarpullido interno les crea una roña recia que desgracia la posible apostura que trajesen por herencia.
Es habitual que tengan allegados que, sin merecer el rango de amigos, los frecuenten, pero no eluden caer en la trama de su acritud, que torna en maldad cuando las condiciones son favorables. Se ignora la caída que los apartó de la concordia y la mesura, no interesando hurgar más de la cuenta en las razones del desquicio: es una pérdida absoluta de talento y de tiempo o de esfuerzo y de bondad. Poseen la admirable facultad de tenerse por razonables y estar incesantemente asistidos por una fortaleza moral inquebrantable. Ella es la que los patrocina y conforma, pero son limitados, cuando no abiertamente obtusos o tardos. Su nula empatía con el prójimo no les impide creerse interesantes. En ocasiones, agasajados por algún raro espasmo festivo, condescienden a rebajar o incluso cancelar la tirantez del gesto o la aspereza semántica y es un vivo espectáculo contemplar el resto de bonhomía, con su candidez al lomo, que no ha sido devastada por la mala leche.
No hay redención posible, ni piedad que pueda abrazarlos. En cuanto atisban que se les da un arrimo de afecto, se crecen en su solivianto y registran el perfil más dañino del que son capaces. Pareciera que rehúyen cualquier sentimentalismo. Enloquecerían si de pronto se percatasen de que se está bien en él. Poco o nada dúctiles, prefieren morigerarse, continuar en sus trece, en su desabrimiento, enfangados en su destierro de las emociones. Puede considerarse que algo los desvió de la senda correcta, pero no se tiene ánimo para abrir esa puerta, no vaya a ser que el tufo se expanda y nos atrofie el olfato. En la muy improbable posibilidad de que el día nos pille con la filantropía a flor de piel y le escuchemos más de la cuenta, no hay que entusiasmarse, ni creer que ha habido un milagro y el ser emponzoñado ha encontrado vacuna para su ponzoña. No hay tal regreso.
Ríen con dificultad si algo de verdad les afloja la seriedad y brota de algún confín de su confinada alma la muy confinada risa. Huelgan la afluencia del llanto, que es (a decir suyo) señal de algún tipo de debilidad del carácter que no matrimonia con su reciedumbre moral. Si ríen o lloran y no se ve fingimiento en esas dos evidencias puras de la emoción es posible albergar alguna esperanza. No se pierde ni se gana nada si se reintegran a la vida normal que nos desconcierta o que nos alboroza. Ellos van por un lado y nosotros, allá cada uno sepa en dónde inscribirse, vamos por otro. Si un día caes en su trampa y te descubres que es el asco lo primero que sale cuando hablas, tienes que preocuparte mucho. Siempre hay un principio para todo. Tal vez ellos empezaron así: se torcieron en una nimiedad, se encabronaron con la más débil contrariedad y luego se vieron bien en esa posición combativa, en la trinchera de su malestar . Es mejor negar que asentir, debieron pensar. En el no se elude razonar. Que el mundo esté plagado de gente de esta jaez explica muchas de las cosas con las que nos topamos a diario.

29.8.21

Dietario 182

 El otoño es una especie de adviento al que se le ha borrado la huella cristiana, aunque mantenga la espiritualidad o la fe, que vienen a ser una principio de la otra y hasta pueden relevarse en sentido. En lo que a mí respecta, estoy preparado para que me sacudan en el alma todas las metáforas del frío y creo que cuando vea un árbol pelado de hojas estallaré en endecasílabos y escribiré poemas que pondrán mi nombre en el parnaso de los rapsodas melancólicos. Fue sentir el frescor de la noche cuando se echó encima y tener la certeza de que la inspiración (la que haya) retornará y hará casa en mí. Sacaremos del armario las prendas de entretiempo y subiremos al trastero a por los bártulos con los que combatir el frío. Qué maravillosa contienda, qué ganas le tengo. De momento, en la espera, miro al sol con afecto. Toda la luz desparramada en el aire me suena a obertura sinfónica. 

Dietario 181

 Pensaba hoy en la orfandad absoluta que te deja el placer cuando se acaba. Sostenía mi amigo J. hace tiempo que, al acabar The wire, la serie de HBO, vivió esa zozobra, entrando en el mismo vértigo orgánico que sufre el enganchado en drogas de más dañino plumaje y, por supuesto, menor o nulo fuste artístico o sentimental. Como sucede en muy escasas ocasiones, coincidíamos en mucho. Nos alimentaron los mismos brebajes. Presentimos, hincando el codo en la mesa de una terraza, apurando unas cañas, la muerte del cine (o de las salas, en todo caso) por obra de la mala educación de quienes lo frecuentan. No sé a qué atribuir esa defunción lamentable. Tampoco dónde encontrar los medicamentos que alivien el mal que sufre. Sé que se le quitan a uno las ganas de pagar una entrada y ocupar una butaca cuando maneja la posibilidad de que cualquiera puede aguarte la fiesta. Sencillamente no soporto que el acomodador no haga como debe su trabajo y no cierre cuando debe la puerta de acceso a la sala, permitiendo que la luz de afuera se proyecte en la pantalla o que sea yo el que, al ser molestado, pida al maleducado de turno que hable más bajo o que directamente calle. Nada, al cabo, que cualquiera no reclame cuando le fastidian. Por eso (y porque aplaza uno el visionado de tal o cual película hasta que se edita en DVD o la agencia por otras vías o porque haya métodos expeditivos y eficientes) va uno menos al cine. Por las altas exigencias que inevitablemente usamos como tarjeta de presentación de nuestro carácter. Por el acomodador incapaz de cerrar la puerta cuando debe. Por la bolsa de patatas fritas que no se acaba nunca. Por el volumen inusualmente bajo o inusualmente alto. Por hacer más calor o más frío del soportable. Por el temor a que la orfandad maravillosa de que se consuma el placer nos pille con las lágrimas saltadas cuando prenden las luces y debes salir de la sala. Hace que no piso un cine. La lamentable costumbre de sacrificar ciertas molestias no me excusa. Hace una barbaridad de tiempo que no piso un cine, lo digo con pena también. Algunos de los momentos de placer que haya tenido han ocupado una sala a oscuras y una pantalla encendida. Esa magia. No sé si lo único que importa es el cine en sí mismo y no la instalación en que se escenifique su hechizo. No sé mucho, la verdad.

26.8.21

Dietario 180

 Decanta la tenue sombra su frescor pasajero hasta que de nuevo el sol cobra su peaje y arranque el cuerpo a exigir el suyo, que es, las más de las veces, sudor. No se le recrimina al cuerpo que haga sus cálculos químicos para que continuemos la brega diaria, esa aritmética suya será la procedente, pero deseo con el alma entera (es cosa mía ese súbito volunto) que el frío intervenga en sus ecuaciones y zanjemos el sofoco, que amengua el ánimo y nos abate con su antiguo oficio. Hoy el día principió un frescor inédito y la noche fue generosa. Se avitualla así el ánimo para que la vigilia no lo derrote y prospera la esperanza de que cunda el fresco sin receso y respiremos algo. Ahora, es mediodía, la calle arde de nuevo y habrá tribus ocultas (qué remedio les queda) cerca del río.

La batalla que entablamos con el cuerpo la ganamos y perdemos a diario. En ganar y en perder se nos va la vida, pero en cierto modo vivir es irse uno yendo, escapando, fugando, adquiriendo poco a poco la conciencia de la duración de todo ese trasiego. Por eso no es nunca una ganancia o una pérdida, sino un estado canjeable por otro, una sensación modificada por otra, un equilibrio que se deshace y que regresa, una especie de sofisticado partido de tenis en el que no hay un ganador o un perdedor ya que lo único que realmente importa es la evolución de la bola por la tierra, el vuelo que ejecuta y las formas en las que el azar o el talento o la experiencia las va haciendo caer.
En torno a uno, conforme avanza, la realidad se obstina en contradecirnos o en mimarnos, en hacer que fracasemos o triunfemos, flaqueemos o nos reforcemos, sin que ninguna de esas dimensiones del juego dependan enteramente de nuestra decisión, de la voluntad firme con la que abordamos la partida. Pero el cuerpo se obceca en malograr todo esfuerzo por gobernarlo. Accede a ejecutar los movimientos que le solicitamos, y movemos las piernas, abrimos la boca y hablamos, bailamos incluso cuando la música nos traspasa, pero hay asuntos en los que no consiente la injerencia ajena, no admite que haya un dueño, obra por libre, medra en su absurdo deseo de irse degradando, aunque nos haga creer que tenemos alguna propiedad en la empresa, de que en el fondo somos nosotros los que guiamos la nave.
Pensé en que quizá lo que trasciende de esta batalla no es que se persiga la adjudicación de un vencedor: lo hermoso es la ceremonia en la que se preparan los bártulos de guerra, el modo en que disponemos en el mapa los ejércitos, toda esa estrategia espléndida de los preliminares. Ninguno de ellos, no obstante, es dulce cuando el cuerpo evacúa ese unánime y más que molesto lastre llamado sudor.

20.8.21

Dietario 179

 

Hay días de un gris martillo o de un gris escombro, días con una emergencia de caballo desbocado, días perfectos para razonar el declive del imperio del corazón, días de óxido en la retina y un límite de estiércol en el pulso, días con sangre de pato debajo de todas las multiplicaciones, días de consecuencias incalculables y gatos desentendidos en la acera mientras enfilas calles hacia el trabajo y piensas qué te está aguardando y no conoces, días que revelan la audacia de las horas al condenarnos a su tránsito, días sin la voz  de Leonard Cohen en el hotel Chelsea cuando todo era vértigo y era fiebre, días de blues subterráneos, días de habitaciones baratas en una pensión de barrio con un cenicero lleno de metáforas, días de un volumen insoportable en el corazón, días para dejarse crucificar por el viento y no contener el llanto, días azules de la infancia de pronto ante ti como una estampa de una virgen, días bizarros de cuenca de ojo de vaca, días abiertos en canal y levemente maquillados para el velatorio, días sin letras de Van Morrison, días de puro asombro, días en los que planeas deshacerte de todo a lo que no das el aprecio debido, días sin presentimientos que ocupan un renglón en un diario perdido en un parque, días sin lírica ni besos, días con una costra adherida a las horas, días sin letras de José Agustín Goytisolo, días de moho caliente en una hogaza de pan duro, días de abrazos partidos a la puerta de un dispensario de júbilos, días con mapas trucados por el azar, días de sentimientos minerales, días de un frío enfermo que no toma su dosis diaria de melocotón en almíbar, días de resurrecciones inaceptables, días de suicidios brevísimos, días abalconados a la tragedia, días de una espesa carnalidad, días de flores en un cuadro que no entiendes, días sin letras de Ángel González, días de humedad en el hueco en donde se va alojando el alma, días de retroceso en el percutor del entusiasmo, días de disidencia en el espejo de los sueños, días sin letras de Charles Baudelaire, días confusos de nombres que consienten la piedad y la ternura, días de caligrafía perturbada, días de fonética infame, días en los que hubiese sido mejor no haber puesto el dedo en la llaga, pero la llaga está y no ha renunciado a su cuota de texto.

 

19.8.21

Dietario 178


 La piedra se obstina en su condición tosca de sustancia sin motivo. En su mirar corto, cree saber que no tiene de qué alardear. Que no se la impregnó de belleza cuando la belleza fue repartida por el novicio orbe. Accede de mala gana a ocupar la pedestre residencia de las cosas a las que no se les concede aprecio. Envidia la literatura que se dispensa a las flores o a la lluvia. De haber sido árbol o nube, no sentiría la pena honda que la come por dentro.


Una piedra es una anomalía del paisaje. También una impertinencia de la Historia, si no se atiende a su virtud fabril o a su concurso en la peripecia de la industria cuando el hombre la reverenció y tomó como extensión confiable de su cuerpo. El refranero o la canción popular no la prestigia: tirar la piedra y esconder la mano, una piedra en el camino me enseñó que mi camino era rodar y rodar, tropezar dos veces con la misma piedra, tirar piedras sobre el propio tejado, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Citas que comprometen o eluden una alabanza.

Es ella la que ha sostenido la verticalidad desafiante del género humano y hasta se construyeron iglesias invocando su recia verdad sin tiempo ni memoria. La piedra encierra la dignidad de los pueblos. Habría que contar con ella cuando deseemos contar algo noble y bueno que nos justifique o nos ensalce. Tal vez no contribuya a su reputación que se cuente con ella para escenificar el primer y más que influyente fratricidio del que se haya guardado registro. He aquí a Caín abriéndole la cabeza a Abel. No fue precisamente una apreciable tarjeta de presentación. Fuentes de autoridad probada sostienen que pudo ser algún aparejo agrícola o un palo de singular grosor. Hoy, al ver algunas, pensé en lo que contarían si hablasen. No es mía esa frase. Descree uno de elocuencias sobrenaturales, pero aguza el oído por si no es la razón la que finalmente escuche.

17.8.21

Dietario 176

La penuria es la hambruna del alma. Se la hiere con poco, de sensibles que somos, pero a veces basta incluso una desazón leve, un arrimo pequeño de fatalidad para que hagamos una abdicación breve. La justa para tomar aire (y cuál conviene) y no emponzoñarnos más de la cuenta. Menos tórrido que ayer, el día barrunta por lo bajo sus obligaciones y en ellas, en su rutina, adquirimos un brío nuevo. La luz nos cuenta que el trayecto es siempre nuevo también. Días para recomenzar algo que abandonamos o para afinar lo empezado y no cerrado. Hoy no veré las noticias. Me permito esa clausura. Una pequeña cobardía, habiendo tanto desquicio ahí afuera.

14.8.21

La rebelión de los electrodomésticos


                                                          Ilustración: Ramón Besonías


Habría que declararse útil en tramos pactados del día y postrarnos en la más absoluta inoperancia en el resto. Como evidencia de un malestar o como bandera de una causa. De hecho, habrá quien lleve a efecto esta (en apariencia) insólita conclusión a la que no hago nada más que darle vueltas desde que vi el dibujito (con máxima). Lo harán incluso sin tener conciencia de ella. la practiquen adrede, súbitamente envalentonados y cargados de razones,  ejecutando una revolución, y también entra que sea a posta o que la proclamen a ciegas, por sobrevenido romanticismo. El mundo precisa revoluciones para continuar avanzando. La historia del progreso está ocupada por el brío de las revoluciones. Las más efectivas suelen ser las ruidosas, qué le vamos a hacer. El pueblo se arma hasta los dientes y reta a la autoridad hasta que consigue su propósito y derroca al poder que lo subyuga o cae con sonoro o disimulado orgullo. Sólo hay que abrir los libros de texto, los canónicos. Estar en contra de algo es norma, no anomalía: he aquí el principio que articula todos los otros que graciosamente concurran. De ahí que sea hasta saludable hacer algo que contravenga aquello que de nosotros se espere. No hace falta que esa excentricidad prospere en el tiempo y haga costra en la costumbre: basta el símbolo, es suficiente rendir una imagen a la que se pueda acudir cuando alguien la precise. La rebelión como recurso creativo. 

Lo de pensar en horas valle es como lo de no hacerlo en el resto. Como lo de Warhol y sus cinco minutos de gloria, pero sin arrimo de esplendor. Tampoco hace falta hacer ruido. Una revolución silenciosa. Lo paradójico (lo que no se puede acotar y dar un asiento en la razón) es la trama interior, la aprendida y la sufrida, la que duele, al cabo. Igual que el Bartleby de mi adorado Melville decía preferir no hacer algo, podríamos postularnos en cierta debilidad del espíritu y sostener que no pensamos con claridad cuando se nos solicite tal o cual cosa. Mire usted, como un buen político, me ha pillado en las horas bajas. Mi hora valle no ha llegado. Eso diríamos. Es que sólo soy racional de dos a cuatro, se podría aducir. No es cosa mía, es una consecuencia del lamentable estado de las cosas, se podría igualmente concluir. A quien nos tome a chota o nos conmine a que recuperemos la seriedad perdida se le puede confesar que en realidad somos un electrodoméstico. Alaska con sus Pegamoides lo decía con más juvenil gracia: me da miedo entrar en la cocina, me da miedo lo que pueda haber, la tostadora se ha vuelto asesina, el lavaplatos no me puede ver, se han rebelado todos a la vez. Ay.



Dietario 175


Puede haber alguien cerca, quizá a nuestro lado, sin que lo advirtamos, maquinando en lo oscuro, vigilando lo que hacemos, levantando un acta invisible de nuestros actos, incluso de lo que no hacemos, por nuestro bien tal vez, probablemente no a las malas, por incomodar o causarnos un perjuicio, sino exigido por un recado que tampoco razona y cumple con azarosa fortuna . A veces uno se retrata con lo que no hace, son las cosas que no realizamos las que nos definen. No haber ido nunca a una manifestación, no haber votado jamás en blanco, no haber visitado el Nepal, no haber leído La montaña mágica en un balneario junto al Rhin. Se nos juzga por esas pequeñas manifestaciones de la voluntad propia o por su declarada ausencia. Da igual que seas una buena persona o que seas considerado y respetuoso con los demás: basta que hagas algo que no cuadre al discurrir ajeno y estás arrojado al abismo bastardo del rechazo. 


Un algoritmo te perfila y estabula. Puede que haya quien tase lo nuestro por los gestos que hacemos o por el aspecto físico que tengamos, si vamos rápido al andar o no se aprecie prisa, si hemos engordado más de la cuenta o perdido mucho peso, si repetimos una palabra o un grupo con frecuencia o enarcamos las cejas cuando algo nos perturba o descoloca. Hay quien no admite reconsiderar lo pensado: si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos. A mi amigo K. le duele en particular que se le pida siempre una opinión. Prefiere no darla, pasar desapercibido, no tener que explicar nada, ni que nadie sepa de él más de lo necesario. Tú no eres como yo, me dice. A ti te gusta hacerte notar, siempre te ha gustado, no hay manera de que lo disimules, te encanta. De hecho, hasta escribes. No hay acto más exhibicionista que ése, el de escribir. No te importa que alguien, cerca tuya, te mire o hasta te escrute, saque de ti la idea que sea, luego la difunda, haga de ella recurso de sus conversaciones, se explaye cuando le viene en gana y ande por ahí diciendo cosas de ti, cosas que no le pertenecen, cosas que no conoce, sobre todo. 

Porque se habla sin conocer, se equivoca uno adrede, no se tiene freno para criticar ni para zaherir, se hace por gusto, creyendo que no se inflige daño alguno o, caso de que lo hubiera, vendría a ser uno no muy grande, que no daña hondo. K. me dice todo eso por bien mío, imagino. No sabe uno actuar de otra manera, le digo. Escribir no es necesariamente una confesión espiritual de quien lo hace, le explico. Se puede ser otro, de hecho uno es otro, no el que se levanta temprano (hoy mucho, había cosas que hacer, quedan todavía), desayuna en la calle mientras lee la prensa, va al trabajo o disfruta la circunstancia de no tener que cumplir un horario y habla con unos y con otros y sale después, almuerza, ve qué pasa en el mundo en televisión, echa una siesta (cuando buenamente hay ocasión) o toma café con los amigos o pasea la periferia del pueblo con los cascos puestos, escuchando a John Coltrane o a la Creedence Clearwater Revival. 

Hay a quien acudir cuando uno desea escribir y contar lo que ve o lo que le han contado. Hasta ve con buenos ojos que se le vigile o que alguien, cerca o no, sin que se advierta, lo escrute, no hay manera de evitar eso, son asuntos que no podemos gobernar, suceden y le suceden a uno, ya está. Más vale que hablen mal de uno a que no lo hagan, suelen decir. Lo peor sería que no existiéramos. Que nadie tuviese constancia nuestra ni se percatase si llevamos los zapatos sucios o no nos hemos afeitado, si nos comen los nervios o estamos más en calma, si vestimos con la misma ropa que la temporada anterior o seguimos escuchando en el iPod (el mío es un pulmón extra y me ventila) la misma lista que volcamos el verano pasado. Lo malo es no ser visto. Que nadie repare en nosotros. Que seamos fantasmas.

13.8.21

Hitchcock cumple 122 años

 


                                                            Ilustración; Ramón Besonías

Hitchcock debía de haber cumplir hoy 122 años. Algunas japonesas de longevidad milagrosa alcanzan cifras incluso mayores. También Hitchcock debía haber rodado una película sobre la Biblia. Son dos cosas peregrinas. Ninguna plausible. Lo de la edad no sería cosa suya. Lo de la Biblia tal vez sí, quién sabe. Hubiese abierto el libro por cualquier página y depositado el dedo gordo que no sostuviera un puro sobre un pasaje. Después de haberlo leído y leído otra vez, pensado y madurado los días que se precisen, habría buscado la manera de incluir en lo elegido un elemento criminal. No ya el hecho de que la muerte lo ronde, que de eso la Biblia tiene referencias abrumadoras, sino otro más arrimado a cierta opulencia dramática en la que el espectador sabe de antemano los engranajes de la trama y donde no importara el secreto, el agotado quién lo hizo. La elocuencia de la imagen elude la primacía del diálogo. El recurso narrativo primordial no es la palabra, sino la manera en que lo que se ve desplaza lo que se escucha. Hitchcock desautoriza al teatro para contar una historia. Inclina su ingenio al montaje o a la preeminencia de la música para incidir en lo que quiera que precisara alguna información sensorial. Prescinde del patrón clásico adherido al suspense, su casa misma, y sitúa el mal en escenarios en los que no se le espera .El malvado no gasta traza alguna que haga aflorar la idea de que pueda ejercer el mal. El pecado es universal y no requiere sombras que lo ciernen o elementos ominosos o sobrenaturales. El héroe no existe. Ninguno se atribuye la honorabilidad ni procede por puro amor al bien. Hitchcock es un maestro en la dualidad: nada es lo que parece, cualquier giro puede dar al traste con lo convenido al hilo del argumento. También puede concurrir el azar: un personaje irrelevante altera el cumplimiento de una resolución prevista. Hizo que perdiéramos el miedo a la oscuridad y consideráramos que la luz puede esconder demonios. 

12.8.21

Dietario 174

  Me pregunto hasta dónde puede llegar el desorden. Si el caos, campando a sus anchas como suele, hará cuartel en la forma de pensar de un pueblo y malogrará su progreso. Si el desorden será al final un estado natural de las cosas y no nos importará ir sorteando los obstáculos, las injusticias que no nos han afectado, las que nos han perjudicado solo un poco o mucho, con tal de llegar a donde deseamos y poder cerrar los ojos y dormir con la conciencia tranquila o con el sueño liviano y sin violencia. Siempre tendremos a mano la química. Alguien con mucha idea de estos contratiempos sabrá qué recetarnos. Hay en el mercado farmacológico una oferta absoluta y todos los males tienen con qué aliviarse. La realidad será una ilusión procedente del grado de ebriedad que llevemos. Tóxico, será todo muy tóxico, pero sabremos cómo sobrevivir. Siempre sabemos. Hay lenitivos del caos que prescinden del concurso narcótico. En esencia, no difieren de ellos más de la cuenta. El arte es un instrumento idílico. Un pueblo que lo prestigie no será fácil que sucumbe al rigor de la mediocridad o del desquicio. Anoche escuché a alguien decir que no hay mal que no mitigue el arrimo del tiempo. Confuso y voluntarioso, refirió que el tiempo sabe con qué desalentar su estropicio. Él lo causa y él lo vence. Leer alivia con pasmoso oficio. He leído con entusiasmo limpio hasta que me dolían los ojos. Luego trajina uno con lo aprendido o con lo disfrutado. No siempre leer es beneficioso, pero es mejor decidir qué medicina nos recetamos. Alivia esa fortuna, la de sabernos elegidos por la gracia infinita de los libros. El caos está dentro, pero lo hacemos familiar y transitable. 

11.8.21

Dietario 173


Recuerdo leer con fervor libros que ahora ni abriría o escuchar música con repetida y festejada insistencia de la que ahora reniego, pero unos y otros hicieron por mí algo que no puedo evitar agradecer ahora. Llegada cierta edad, se afina uno. Adquiere la facultad de ser un tamiz exquisito y tiene la rotunda evidencia de que seguirá viendo las mismas películas de cine negro o los mismos discos de jazz vocal que lo deslumbraron y que todavía poseen esa facultad maravillosa que nos hace felices y confiados en que la belleza está milagrosamente a mano y podemos echar mano de ella cuando afuera cunde el gris y se empobrecen los días. Ayer vi uno de esos libros primerizos a los que concedo esa gratitud enorme. No me he deshecho de él. Sé que ocupa un lugar sin provecho. Sé que lo extraeré de su balda para limpiarlo y colocarlo de nuevo en ella. No haré otra cosa con él. Con todo, no me decido a meterlo en una caja o a ofrecerlo a donarlo o arrojarlo al contenedor de papel de mi calle. Siendo sentimental en tantas cosas, no lo soy en desprenderme de los objetos que me acompañaron y a los que ya no hago aprecio. No sé tampoco si un libro, al no leerse, al no contar con él como libro en sí mismo, llega un momento en que muta en objeto. Como si en vez de tener páginas y contar historias fuese un adorno más o menos reconocible. Algo tan frecuente, no obstante. El pobre Eco. No creo que lea de nuevo su Obra abierta. Quién sabe. Lo compré en diciembre del 85. Eso escribí en el interior.

10.8.21

Dietario 172


 En ese empeño por probar de qué nos acordamos y si lo traído de vuelta a la conciencia tiene algo que ver con lo que quiera que seamos ahora, hay trazas de impostura: creemos recordar, pero no hay constancia más allá de la confianza en que las emociones vividas entonces no se han emborronado y continúan con el vigor idóneo para que podamos contar con ellas y pensar que la vida no se desmorona como suele. Baldía empresa a veces. Hay un matiz de extrañeza en el que se acumulan preguntas de las que no tenemos respuesta. Cuestionamos a los recuerdos si no se habrán convertido en otra cosa. Si, una vez mezclados unos con otros, no tendremos ninguno de una integridad confiable. Ninguno que nos diga quiénes fuimos. Esa materia mudable se afana en encontrar asideros. Uno de los que tengo a mano es el león de la Metro. Es verlo abrir la boca y rugir en el inicio de una película y tener de nuevo imágenes y sensaciones que creía perdidas. Hace el león de llave. Como la magdalena de Proust, pero más agreste. Esa debilidad un poco enfermiza que consiste en alimentarnos de imágenes. Unas invitan a otras hasta que es una película lo que estás viendo. Ama uno el cine por más que cosas que el cine en sí mismo: por la tutela infatigable en lo bueno y en lo malo que nos ocurra, por la posibilidad de que tengamos un mundo en el que guarecernos o al que encomendarnos o con el que enamorarnos. Cierra los ojos. Ves el animal. Ruge. No sé ahora (veo poco cine de actualidad) si hay algo que se parezca al león de la Metro. Tengo alumnos que sentirán ese escalofrío (mezcla de gratitud y de amor) cuando, muchos años después, vean caer la cortinilla de las películas de Marvel o lo que quiera que salga en el introito de la saga de Harry Potter. Da igual qué sea. A Proust le daba igual el sabor de la magdalena. 

9.8.21

Una puerta


 

Hay una disposición de ánimo favorable que nos hace fijarnos tal vez más de lo acostumbrado en una de esas puertas a las que el desuso o el abandono han retirado su dignidad y parecen morir a la vista de todos. No hay parte de una casa que exhiba más vida que una puerta. Ni siquiera la ventana, con su curiosidad o su recelo sin disimulo, rivaliza con ella. Se abren y se cierran con absoluta determinación y he visto muchas, más en el sur en donde vivo, que en verano no se cierran nunca y exhiben la inutilidad del ajetreado zaguán o del salón primerizo. Tiene entonces la puerta dos recados que a veces se descuidan: el de representar un aplazamiento de la vida fiada al exterior o el de invitar a que no haya fractura y afuera y adentro solo sean eventuales disposiciones topográficas, nada que tomarse demasiado en serio.

Una puerta tan en franco deterioro como la de la fotografía (tomada ayer en una calle de Lucena) informa sobre el abandono y la clausura de la casa a la que dio servicio hasta que se le echó la llave definitivamente, quién sabría decir qué razones hubo, cuáles de ellas inaplazables. Una puerta cerrada es la interrupción de una costumbre. También una especie de milagro inverso: se piensa más en ella si la vemos devastada que si todavía se enseñorea su madera y su aldaba, el claveteado que la asegura y la recia compostura de sus bisagras. Cuando se le da mando al tiempo, él lo cubre todo de herrumbre y de desolación. No hay con lo que convocar de nuevo el tráfago del hogar, salvo que se haga venir a la memoria de los que franquearon esa puerta muchas veces y todavía pueden contar la vida yendo y viniendo por su vano.

El cuerpo también fabrica sus puertas y hasta idea qué llaves les convienen y a quién entregárselas, cada uno revise esa propiedad suya o de los otros. En realidad todo el cuerpo es puerta, una sin apariencia de puerta, sin arco ni pestillo ni pomo ni quicio. El tiempo la descompone y enturbia el apresto noble de los materiales que la sustentan. Nada que hacer contra eso, salvo que alguien tenga su historia y la traiga a conveniencia para que de nuevo cobre vida y aliente el cobro limpio de la luz que la cierne.

8.8.21

Dietario 171




Dibujo: Ramón Besonías

Alguna vez he pensado en que nunca podré vivir junto al mar. He asumido esa carencia prevista sin mayor quebranto. Tal vez contribuya  la conformidad de mi voluntad al saber que de cuando en cuando puedo apostarme frente a él y considerar que me pertenece con una intensidad a la que no alcanza el que lo ve a diario y sabe de su mecánica y de su paisaje. También eso sería discutible. De vivir junto al mar, iría a su encuentro al atardecer o nada más clarear el día, antes de que una muchedumbre lo ocupe y la orilla se convierta en una especie de parque temático sobre el mar, no el mar en sí mismo, el mar como estado de ánimo o como inspiración de no sabemos qué cosa. He sido uno de los personajes del dibujo de amigo Ramón las veces suficientes para tener la certeza de que todos tenemos una idea distinta de a lo que vamos al mar y de lo que nos apropiaremos. No sé si fugaz ejercicio de contemplación, pero la playa es un receso, una especie de epifanía pequeñita en la que de pronto todo se amansedumbra. Puedes no hacer nada y, sin embargo, no dejas de hacer cosas: es el cuerpo el que cobra una velocidad a la que no acostumbra. Puedes sentarte en la arena y desplazar la mirada hacia algún punto inefable en el que el agua y el cielo no tienen con qué exhibirse y parecen uno, tantas veces se ha dicho eso que hemos perdido la hondura de la imagen y sólo percibimos el óxido de las palabras. La playa es un lugar que no se parece a ningún otro. Es el vano de una puerta grande tras la que no se sabe nada. Queda la conmoción fiable de andar descalzo por la arena y dejarse ocupar por el azul antiguo del paisaje. Es curioso que siempre que voy a la playa vuelvo con unas ganas enormes de escribir sobre ella. No se resuelve ese anhelo en un texto casi nunca. Es más tarde,  cuando percibo que el recuerdo empieza a emborronarse, cuando se me ocurren las palabras y mi imaginación adquiere de nuevo la facultad de excederse. Hoy el domingo es de un secano antológico, comprenderán. El sol se ha desplomado con la contundencia acostumbrada. La casa es el refugio del que sólo tengo parecido conforte si es el frío el que arrecia. No se sale de ella por mandato moral. Busca uno asiento en su confiada disciplina de cosa conocida y disfrutada, pero no tendría objeciones a que el mar se divisase desde la ventana. Da igual que no esté ni cerca siquiera. Que pueda verse. Que la vista le dé alcance. 

7.8.21

Convocatoria del azar

 El azar es contrario a que se le estabule y se haga recaer sobre su reacia piel el gris cartesiano de la razón. 

Abarca tu entera existencia. 

La sangre a la que confías el caudal puro de las horas es cosa suya que fluya o entenebrezca su pulso. 

Extensión de la sombra, el azar se obstina en no declarar ninguna propiedad en la tierra. 

En la oscura raíz del tiempo, el azar es promiscuo y zafio, tornadizo e implacable. 

Estalla sin el rigor del fuego o condesciende a alardear del esplendor unánime de las llamas. 

Se ceba en quien ha escrito su última línea en el poema antiguo que manuscribes desde el clarear novicio  de la luz o desde el primario bosquejo de la sombra. 

Es anterior a la palabra. 

Su labrado artero esconde metáforas; su caudal de oro, zozobra y clausura. 

El desierto avanza sin follaje ni timbre. 

Es del azar ese esplendor hueco, toda esa música secreta. 

A él le incumbe el roto burdo, las constelaciones de la desolación y el ágrafo discurso del corazón. 

La nomenclatura del azar desoye las admoniciones, las somete con fiereza de cáncer. 

Los pétalos de la sangre danzan en su ciego transcurrir sin nombre. 

Los días transcurren con su torpe esmero sin dueño. 

Declaman los poetas una orfebrería de verbos y de presagios para que el azar deponga su aire resuelto en tragedia y en tiniebla. 

No hay con qué aplazar la sentencia ni se tiene propiedad de las palabras que hagan escrutinio del duelo. 

El depósito de la luz con su marca de penumbra es azar. 

La vida con su rigurosa inclemencia de sombra es azar. 

6.8.21

Dietario 170

A Mari Carmen Ruiz, ella sabe  

Igual que en ocasiones para escribir un buen cuento sólo necesitas una frase memorable, uno de esos comienzos perfectos que reclutan de inmediato el asombro o la felicidad de quien lee, los días precisan también su reclamo fantástico, el punto desde donde levantarlos, ese pequeño prodigio que el azar nos confía y sobre el que en ocasiones hace que el mundo gire. Días encomendados a la alegría, días sin ningún inconveniente apreciable, días ganados al descuido o al fervor, días de barro amable en los que no hay compromiso que la realidad te exija, ni recado al que acudir con perseverante entrega. He ahí el fulgor de la pereza: en ese esplendor imprevisto (no salir de casa, no tener oficio distinto que el improvisado o el elegido en intimidad con uno mismo) surge a veces la elocuencia del tiempo, en su boscosa imprevisibilidad se adhiere al alma lo anhelado y lo de verdad preciso. Luego vendrán los dias sin cuartel ni residencia fiable, los que presagian un cansancio dulce también, útil, aunque sólo sea para regresar a casa y ser hospitalario con uno mismo. 

5.8.21

Dietario 169

 Los tibios del mundo se mancomunan en su tibieza y no declaran jamás nada que los señale. Está convertido ese postularse en cosa privada, no exhibida ni declarada, ni de la que se vanaglorie uno cuando concurra la obligación de hacerlo o cuando la tornadiza voluntad haga su trabajo y se va afantasmado o embozado por la vida, como si toda ella fuese asunto de los demás, que no nuestro. En una conversación sobre un asunto trivial (da igual cuál sea, da igual con quién), un asunto de los que no deberían causar conflicto en quienes lo practican, surgió la discrepancia y lo que debió ser plácido y bien llevado, fácil y grato también, pudo acabar en un daño mayor, que se zanjó por decisión común, habida cuenta de la cercanía y el afecto (digamos eso, al menos) que se tenía, también por el respeto, que es una extensión de la educación. Es que todo es política, nada queda afuera de ella, se dijo. Cualquier consideración, por peregrina y mundana que sea la materia,  acaba arrimada a las de la política. Sales a la calle a comprar el pan y haces cola y lo más normal es que irrumpa la política. Algo hecho o dejado de hacer nos la trae de cuajo. Ves a un pobre pedir limosna en la puerta del supermercado y es a la política a la que ves. La argamasa de las relaciones que unos y otros vamos teniendo está hecha de ella. A veces se advierte el grumo mismo; otras, por delicadeza o por magisterio del operario, cada pieza se ensambla con la siguiente sin que se perciba ese engorroso excedente de la logística. Cuando la política no hace su habitual corrillo de entusiastas es porque no hay nada que moleste o perturbe. Luego está el que retira la política de entre sus conversaciones. Más que por tibio o por reticente a mostrarse, lo mueve la prudencia, ha aprendido a comedirse, se ha visto muchas veces comprometido y ha sentido que no ha valido la pena esa sinceridad. A J. se le fue el entusiasmo, imagino. No se dio por aludido cuando se le pidió que no llevaba a ningún sitio toda esa rendición de ideales. Tampoco los que tenga uno, diferentes a ésos en mucho, coincidentes en algo, cuentan a veces y se despeñan en las cautelas, en esa antigua orden que se nos dio (mamá era muy insistente en ella) de que no nos metiéramos en donde no debíamos, se puede resumir así. Con más hondura, mi abuela contaba, al final, todo consta, siempre hay alguien que sabe de qué pie cojeas o si no cojeas de ninguno. Y pueden volver malos tiempos, solía sentenciar, con reconocida jurisprudencia en el manejo de esos malos tiempos, quién podría recriminárselo, aunque J. dijese más de lo convenido y antepusiese a la común norma de la convivencia otra que no siempre se entiende, ni se presta a la armonía: la norma de los ideales, aunque tampoco tengo claro ahora si hablaba por sí mismo o eran otros los que elegían las palabras que pronunciaba. Suele suceder eso. Tener ideales prestados. Arrimarse a los que nos cuadran más y, llegado el caso, desarrimarse de ésos y volcarse corajudamente a los contrarios. También ésa es cosa frecuente. Yo, en todo caso, por obediencia a mi abuela, me guardo el grueso de mis convicciones, que ya se airearán cuando convenga. Tú no vayas a señalarte, decía. Sólo hay que leer entre líneas, y no soy parco en eso. Hay, en esa boscosa intemperie, andarán a la vista. Cómo ocultarlas. Ellas mismas pugnan por salir. Sin que en ocasiones se puedan refrenar. Sin que nuestra voluntad aprendida las sancione. 


3.8.21

Dietario 168

 Cuenta uno con qué guarecerse y sabe cuándo hacerlo, se deja hacer por esa costumbre antigua de darse el arrobo preciso y no contar con nada ni con nadie más. El amor propio se entiende como el que se dispensa para que sea posible el amor hacia los demás. En ese aspecto, aunque no se prestigie reconocer cuánto nos queremos, conviene un poco de exaltación sencilla, sin alharacas ni traca, de la que se desprenda esa idea rudimentaria, sobre la que posiblemente se icen todas las otras: me quiero, tengo hacia mí la más alta devoción, me cuido en no contrariarme. Si lo hago, sucede con repetida frecuencia, me esmero en aliviar el roto hecho, hago de bálsamo primario y busco las palabras que, al ser pensadas o pronunciadas, rebajen la tristeza o el desencanto o la decepción o la muy primaria sensación de que, a pesar de las instrucciones recibidas, no hemos aprendido nada y seguimos avanzando (a ciegas, sin propiedad muchas veces sobre lo vivido) hasta que concurre la alegría o el júbilo o la felicidad o lo que sea que, al hacer acto de presencia, nos conforta y hace sentirnos bien, completos, ufanos, íntegros, armónicos. Hoy, en casa, sin que nada presagiara esa súbita y hermosa impresión, he comprendido que todo se acaba ensamblando. Nada que no le suceda a cualquiera, pero se me ha ocurrido que está bien que me la cuente, para que no se me olvide, para que dure y sea fácil acudir a ese recuerdo cuando convenga. 

2.8.21

Una pesquisa teológica

 En la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica de fósforos antológicos que se guarda en un cajón juntamente con la baraja de cartas, el trompo un poco cascado, los cromos del Atleti y un cómic de Carpanta, están las moscas azulonas y las moscas pardas, las que, en vuelo, son ala cabal, ala movida por un motor arcano, telúrico, místico. 

He aquí dentro de la cajita de fósforos La Aurora, la gran mosca del principio de los tiempos, la que, en la cajita, frota las alas, mira al demiurgo pasmado, al bobo dueño de la caja que arquea las cejas, mira con embeleso la caja, fascinado por la ejecución azarosa del vuelo dentro del cartoncillo gris, por el limitado espacio en el que todas esas criaturas danzan a ciegas, apurando la vida breve que la mecánica genética les deparó allá cuando se maquinó el cosmos y las moscas recibieron su cuota de privilegios en el festín primero. Y lo que oye es un ruido, un frotar obsceno de alas. 


Uno no sabe nunca las causas ni entiende los azares. No sabemos si estamos en una caja. Si alguien nos escucha, pero no nos ve o, bien al contrario, observa lo que hacemos, pero no lo oye, privado de ese sentido por alguna razón cósmica que ahora no alcanzamos a entender. No sabemos, en fin, si la caja es a lo único a lo que aspiramos o hay otras cajas a las que acceder cuando éste se canse del cobijo que nos da y nos oprima el pecho o nos robe el aire. 


De un modo u otro son las cajas las que gobiernan el modo que tenemos de pensar y en el que nos comportamos. Toda la gran religión del mundo es la extensión metafísica y literaria de ese misterio puro que es la caja. Si hay cientos de millones de pequeñas cajas marca La Aurora en el espacio insondable. Si un dios caprichoso y rudimentario concibió de esa forma tan cruel la creación de su criaturas o fue el azar o la suma de los muchos azares el que manuscribió arteramente la trama exacta. 


Tampoco entusiasma pensar que el Gran hacedor sea metódico, conciso, consciente de su obra y se obstine en censurar los juegos, los caprichos, toda esa voluntad amateur de hacer las cosas que a veces le asignamos. Ese martillo pilón instalado en los cielos es el peor de todos los dueños posibles. Nosotros, creados a su entera semejanza, miramos con perversa fruición el confín cerrado de la caja, comprendemos la liviandad de la existencia que nos ha sido concedida, aceptamos la bondad de una hipotética vida fuera de la caja. 


Sobre esa posibilidad el inquilino de la caja ha formulado credos y ha levantado templos, ha reclutado ejércitos y ha derribado ciudades. Nada sabemos certeramente. Se nos escapa las razones del cautiverio. Ignoramos la naturaleza del obrador. Solo hay caja y frotar de alas. Mi mosca metafísica, la ignorante. La mosca antológica, la invisible, confinada en la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica junto a la baraja de cartas, junto al trompo, los cromos, el cómic de Carpanta. Un mundo. 


Una providencia de signos que con dificultad desentrañamos y contribuyen a que la opresión no nos desguace el tino o nos desmadeje el pulso trenzado de la sangre. Esa es la vida, querido lector. Se tiene de ella el anhelado propósito de que finalmente sabremos conducirnos por ella y no mirar el techo de la caja. Quienes la someten a escrutinio a diario exhiben una templanza de la que posiblemente carezcamos los descuidados, los ajenos, los inconscientes. Hoy he mirado el vuelo azul de las nubes y no he visto techumbre que las cobije. No caben tal vez en estas sutilezas en el discurrir torpe de mis pesquisas teológicas. 

1.8.21

Fray Albino II


 


Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces. Pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho no se me asigne, sino que perdure en quien la escuchó y a quien se le supo recabar la atención y la memoria. Gracias a los que aparecen en esta hermosa foto. Ellos me trajeron aquí.

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...