28.2.10

Invictus: La flaqueza del francotirador



En el plano secuencia con el que Invictus abre campo visual se fijan todas las intenciones de Clint Eastwood: documentar la reconciliación de un pueblo, dividido en bandas, en razas, en odios, a través del deporte. Luego está la figura hipnótica de Nelson Mandela como héroe de esa gesta. En ese plano de apertura se ve a negros y a blancos separados por verjas a un lado y a otro de una carretera mientras que practican rugby los unos y fútbol los otros. Esa limpia y objetiva marca óptica se queda en nuestra memoria el resto del metraje. Y hasta echamos de menos que no hurgue en la herida y el bueno de Clint se dedique a filmar una historia que parece no importarle en exceso, aunque la historia esté narrada primorosamente y nada en su factura final exhiba de forma llamativa esa desgana.
Yo creo que a Clint Eastwood se le da infinitamente mejor contarnos la crónica de la desazón, los versos del capitán que observa cómo se le hunde el barco que este episodio triunfalista, previsible, emocionante en muy pocos tramos y despojado casi por completo de interés cinematográfico. Se agradece, no obstante, que Invictus no sea un biopic puro. No lo es en modo alguno. Eastwood se mueve con desparpajo en la (relativa) sencillez del episodio fundacional del argumento, es decir, el hecho de que se le encomiende a un simple partido de rugby internacional el levantamiento de un sentimiento nacional identitario, que borre la huella infame de un apartheid largo y doloroso. Se mueve con oficio, es cierto, pero abandona el mimo con que en muchas otras ocasiones trata a sus personajes. Salvo el de Mandela, un antológico Freeman, las demás piezas de este pequeño divertimento del maestro son de una vacuidad bochornosa. El propio Piennar, que Matt Damon ejecuta con poco entusiasmo, está desaprovechado. Y fuera de esos dos protagonistas, no hay nada más. Insustancial, obligando a que el partido de marras libere todo el aburrimiento acumulado, Invictus es un espectáculo gris al que uno asiste con un respeto infinito. Eso es lo que tiene Eastwood: que incluso sus flaquezas se perdonan. El buen cine, el bueno de verdad, no está cargado de buenas intenciones. No le hace falta.





26.2.10

Día Metheny




Llevo un par de días oyendo Orchestrion. Me he acabado perdiendo en esa bruma de mecanos sensibles. He regresado a Have you heard o a Are you going with me. He regresado al Pat Metheny que descubrí, en parte, a principios de los noventa gracias a mi amigo Diego Gómez en Ubrique. Ahí sé que no me pierdo. En esa música asombrosa me manejo con absoluta comodidad. Encuentro lugares fascinantes en donde ya he estado antes. Me pregunto si habré dejado alguna huella en esos pasajes al modo en que al recorrer la realidad podemos interferir en su presencia y modificarla. Orchestration no emociona: se recorre con la admiración y el asombro que produce el jazz más adusto, el que menos se deja agarrar por las líneas tarareables, como dice mi amigo K.
Orchestrion es un disco experimental, y tal vez en esa medida debe ser tenido en cuenta. Llevo un par de días experimentando, lo juro. Pero acabo de buscar en la estantería los clásicos del Metheny que echo ahora en falta: me he metido enterito The road to you y he sincronizado mi ipod con Still life talking. Tengo muy buena memoria para algunas cosas y una memoria absolutamente precaria para otras. Dice mi mujer que esta destreza o esta falta clamorosa de destreza la ejerzo a voluntad según el interés que me despiertan las cosas. A mí Pat Metheny me ha despertado siempre el máximo. Por eso recuerdo que escuché The road to you en el verano de 1.993, en un ático que alquilé en Priego de Córdoba. Supongo que alguna psicofonía inocente practicada en ese ático contará que oíamos (Antonio, Andrés, Luís, Toñi) a Lee Ritenour y a R.E.M. por aquella época con abusiva frecuencia. Sigo sin tener claro si podemos modificar la realidad con los pequeños vicios que practicamos sobre ella. Me ha salido un post extrasensorial de viernes de puente perfecto.

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20.2.10

Sobrellevar el vacío



La ciudad está comida por la fiebre del tiempo, sucumbe al stress, la asedia el vértigo. Encapullado, a salvo frente al televisor, es más fácil tolerar el vacío. Igual que Sartre dijo no haberse repuesto de su "incomparable infancia", hay quien no se repone del amor ni del socialismo. Duele la realidad porque tiene trazas de ficción. O es al revés. Lo que no soportan algunos es que ambas manifestaciones narrativas (la vida es un libro) tengan intersecciones. Mi amigo K. me confesó una vez que había leído a Bucay. Yo, sin ir más lejos, devoraba en los últimos setenta novelas de Clark Carrados.
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17.2.10

El lenguaje de las manos



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Malditos bastardos: Viva el cine



En Malditos bastardos confluyen, al menos, varias líneas narrativas que invariablemente oscilan, a capricho de la voluntad rupturista de Tarantino, entre la ortodoxia mainstream, de la que recela, y las adherencias pulp, que son las señas de identidad de su cine. Lúdica y desvergonzada, Malditos bastardos bordea la legítima restitución de la Historia, fundamenta un universo distópico alimentado a brochazos de humor y termina entregando a la audiencia un ejercicio magistral de absoluta libertad cinematográfica. Su fórmula, perversa y lírica al tiempo, estruja hasta los límites comercialmente soportables la contundencia en los diálogos del Tarantino más feliz que se conozca. Y es precisamente ese idilio con las palabras el que hace de Malditos bastardos la obra maestra que es.
Sin caer en el delirio exhibicionista de su filmografía, sin acudir reverencialmente a la plasticidad de la violencia, Tarantino rehace el género bélico, tan dúctil para ese lenguaje visual, y crea un artefacto narrativo complejo, confeccionado con mimo, concebido como un divertimento mayúsculo, granjeándose en la empresa la satisfacción de la parroquia antigua (abundante) y la animadversión (orgánica casi) de otro sector de la audiencia poco convencido, hastiado del tufo a cine B de su obra, más puristas. Pero ese purismo, esa aristocracia de la sensibilidad artística, se pierde una visión casi única en el cine actual: la de un cineasta en el limpio ejercicio de sus vicios, en poco (imagino) manipulado por las hordas bastardas de los productores, que auscultan el metraje, buscan las fisuras comerciales y abren la pandora terrible del presupuesto, recortando aquí, interfiriendo allá, dinamitando desde la raíz las vías naturales del film, su recreación verosímil desde la cabeza del autor a la pantalla del cine.




En Malditos bastardos, Tarantino prefiere la trama a quien la conduce, no maniata al personaje, no lo reduce a un cliché ni es un mero añadido de atrezzo, pero lo que importa, a lo que el director concede primacía, carta libre, completa libertad es al guión, a ese juego intelectual de pequeñas
historias que se van entrelazando hasta desfallecer (literalmente, uno queda exhausto, liberado de un stress dulce) y es precisamente en ese guión, en el libreto, en donde la película resplandece, adquiere más brillantez y justifica su excelso metraje. A falta de aprender a dominar los mecanismos de la sutilidad, tan útiles en cine, en la vida, que es una extensión precaria y a veces insatisfactoria del propio cine, Tarantino doblega al espectador, lo hace cómplice, lo involucra hasta el desmayo en su visión del cine, en su concepto de realidad, en cómo la propia realidad, que en este caso es la Historia bien conocida de cómo empieza, transcurre y acaba la Segunda Guerra Mundial, se puede amoldar a la realidad del Cine: Tarantino prefiere la Historia que el cine puede inventar antes que la escrita, la verídica, la confirmada y aprendida. En la película lleva estos planteamientos a su extremo y reescribe esa Historia (con mayúscula) con desvergüenza, con ambición y con el manejo de algunas certidumbres que esquivan el terror a la campanitas de la caja, el supremo horror del fantasma de la pasta, sobrevolándolo fieramente todo. Veo todavía a Tarantino como el enfant terrible que vendieron en Reservoir dogs, pero convertido en una especie de anomalía del sistema, en ese genio rendido a las delicias del arte de hacer películas y, al tiempo, inevitablemente, confiado en que el público no dará la espalda del todo a sus inventivas, a sus vicios de aficionado volcánico.
Los antiguos mercenarios del crimen que poblaron rutinariamente las historias de Tarantino son en Malditos bastardos piezas canjeables, útiles de orfebre que funcionan dentro del relato como cooperantes de la trama sin que ésta, al modo en que sucedía en Pulp Fiction o en las entregas de Kill Bill, dependa de ellos. A Tarantino le importan las conversaciones, esos diálogos vehementes, aparentemente casuales, que se espesan y provocan un clímax violento o trágico, pero son las palabras las que prenden la pólvora: es el lenguaje, especialmente en Malditos bastardos, el sostén de la trama incluso por encima de las imágenes, que son (sobre todo al final de la cinta) poderosísimas, portadoras de una belleza convulsa (lo decía Breton en su manifiesto surrealista), idónea para hacer que congenien los vicios culturales de su autor, a saber: el spaghetti western, el cine bélico europeo, el exploit, el cine de artes marciales o la serie B sin ambages, pura y directa.
Extremadamente hábil en disimular estos vicios privados y crear un espectáculo público (pienso ahora en el tedio del Anticristo de Lars Von Trier, que no piensa en nadie y se construye una cinta para un pase doméstico) Tarantino deja la coralidad de su cine clásico, entendamos sobre
todo Reservoir Dogs o Pulp Fiction, y renuncia a segmentar en exceso la trama ni privilegia a ningún personaje (La Novia, Jackie Brown, Vincent Vega). Esa renuncia al clasicismo (Walsh, Aldrich o sobre todo el gran Samuel Fuller) no escarba en el material residual de la cultura pulp: Malditos bastardos es una isla en el continente narrativo del director: posee los suficientes elementos formales como para excluirla de un canon tarantiniano. Bebe de muchas fuentes, pero las hazañas bélicas aquí narradas funcionan autónonamente. Se emula, se copia, se declara deudor de un buen puñado de películas (Aquel maldito tren blindado, Doce del patíbulo o Los violentos de Kelly) pero renueva lo lúdico de estas propuestas, insiste en merodear la verosimilitud y crea un artefacto distópico, una recreación en clave humorística de un tema tan serio como la Segunda Guerra Mundial o la eliminación masiva del pueblo judío por parte de las hordas nazis.
No hay que tomarse jamás en serio a Tarantino: se trata de un genio al que le incomoda rendir cuentas a la crítica, agradar a todo el público y facturar películas perfectas que arrasen en taquilla. Adrenalítico, como de costumbre, onanista, como siempre, sabe dar lo que le piden y exhibir en el metraje (en este caso ampuloso) momentos de lucimiento, guiños a la parroquia, escenas inservibles o retrocesos a la franquicia de violencia que le hizo famoso y que le ha permitido estar entre los grandes.
La precisión semántica y el glamour indigesto del coronel Landa, interpretado excelentemente por Christopher Waltz) representa el espíritu de esta cinta: es un encantador hijo de puta, que saquea la felicidad ajena, la humilla y la pisa con sus sucias botas nazis, pero que engatusa al público apaciblemente instalado en los siete euros de su butaca con su labia sibilina, su exquisito trato, su aristocrática forma de justificar el mal y vestirlo de coyuntura bélica. En todo lo demás, en el Aldo Valli despreocupadamente interpretado por un alegre Brad Pitt, en los poco vistos bastardos, que fatigan los bosques bávaros y cortan caballeras con brutal desparpajo, Tarantino no se esmera tanto: sabe que la contundencia del guión no precisa de un dirección de actores tan profesional. Toda esa aparente banalidad que se dilata hasta adquirir caracteres dramáticos sigue siendo el vértice sobre el que descansa la parte más enjundiosa de la cinta. De hecho las dos escenas o capítulos más de mi agrado se construyen alrededor de este recurso: la granja, en la que Landa presenta sus credenciales, y la taberna, en la tal vez mejor escena de la película, en donde la tensión y el suspense son casi insoportables.
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16.2.10

Post 2.000



Uno no es sensible para los números, aunque las estadísticas (inevitablemente) guíen algo y den un sentido (peregrino, volandero, frágil, huidizo) a este blog de confesiones sobre cine (en un principio) y luego sobre cualquier sombra que se mueva debajo de un árbol. En cierto modo el blog se ha convertido en un diario. Quizá el diario que no hice de adolescente. Ya talludito, qué le vamos a hacer, me siento a gusto en esto que hago. Planea siempre el hartazgo. Escribir casi a diario durante tanto tiempo (verano del 2.006, Marbella, un pie comprometido, horas de ocio en casa de mi cuñado: así nació la criatura) produce, en ocasiones, esa hartura frívola, ese cansancio. No sabe uno a qué viene esta extensión tremenda de palabras. Dos mil entradas son muchas. De algún modo ahí ando. Camuflado. Emboscado. Enseñado. Público. Exhibicionista. El escritor es un voyeur inverso. Le gusta el mostrarse: le da el subidón emocional cuando sabe que le leen. Quien diga lo contrario, no escribe para los demás: escribe para sí. Se cuenta la vida y se la bebe en privado. Yo prefiero compartir. Será eso: esa falta de pudor que hay que amortizar de alguna forma. Y concluyo este razonamiento íntimo y voy pensando en el post 2.001. Agradezco, de corazón, la presencia de algunos lectores habituales (hay unos diez o doce que sé que entran todos los días) y agradezco la presencia de los eventuales. Tienen aquí su casa. No es una frase hecha. Cuelgo uno de mis fotogramas favoritos. Estuvo en la cabecera del blog durante mucho tiempo, pero lo retiré temiendo que pudiera aborrecerlo. Lo recupero. Es una concesión sentimental. Todo el blog lo es.


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15.2.10

Vivir sin cine




Tal vez lo único bueno que tiene padecer Alzheimer es que puedes ver Cantando bajo la lluvia todas las veces que quieras. Lo ha dicho un hijo de Antonio Mercero hace unos minutos, en la gala de los Goya, cuando ha recibido la estatuilla honorífica que su padre no puede recoger, por sufrir esa enfermedad terrible. Y es verdad que uno asiste a estas ceremonias con un punto de distancia, pendiente de que la Academia (un ente, han dicho hoy, con todo lo nefasto que tienen los entes) refrende con honores y salvas las películas que ha visto, pero de pronto se siente sacudido por esa verdad inconmovible, con la certeza de que vivimos siempre en el territorio del asombro anestesiado, de que nos perdemos la felicidad de descubrir las cosas por primera vez cuando las abordamos a diario y las convertimos en hábito. Sólo es nuestro lo que perdimos, escribió Borges. Vicente Aleixandre, qué gran poeta, manuscribió (en cama, ya saben) que todo lo que está lo suficientemente visto, no asombra. Hoy Mercero les puede llevar la contraria. Ojalá sin Alzheimer, sanos adentro, en esa memoria formidable que nos hace estar vivos y pensar el tiempo y amarlo, podamos ver cine y leer libros y escuchar discos con tacto novicio. Ojalá en la vida las cosas, a voluntad, a capricho de vividor, puedan gobernarse de esa forma tan lúdica.

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13.2.10

No hay fritzlangs: hay muchos camerons



Estamos confiando en exceso en las máquinas. De hecho el camino que va desde lo que estoy pensando a lo que estás entendiendo discurre por algún algoritmo con muchos corchetes y montones de ceros y de unos que uso a diario para establecer este diálogo con el exterior. Contado de otro modo, razono que el exterior y el interior están enlazados por cables. Fritz Lang alucinaría si le explicaramos en detalle el alcance de la expresión Wi-fi. Anoche vi en televisión a cientos de ciudadanos de la cosmopolita ciudad de Berlin viendo en una macropantalla al aire libre una versión digitalizada del clásico Metrópolis. Ya circula por la red una edición fantástica de la obra de Lang en varios DVD's. Leída con atención, mirada con arrobo, sentida con embeleso intelectual y vicio estético, Metrópolis es una obra maestra absoluta. Cuenta con una anticipación prodigiosa la crónica de este recién alumbrado siglo 21. Si aquellos visionarios de entonces visitaran este mundo de ahora, contarían el mundo del futuro. Hay gente así. De ellos dependemos para que la ciencia-ficción no sea una extensión precaria de la ciencia. Va la ciencia tan aprisa y ofrece golosinas tan alucinantes que el creador de ilusiones necesita más talento que nunca. Hacen falta más Fritzlangs. Cameron no lo es: su boceto de anticipación es un festín óptico, pero no profundiza en el texto. Avatar es una simpleza asombrosa. Avatar es un artefacto fascinante que nos hunde en la butaca y nos transporta a ese otro mundo que el cine garantiza en su declaración de principios. Después, a pie de calle, Cameron es sólo el ilusionista. El alumno aventajado que ha puesto encima de la mesa todas esas influencias (Eisenstein, Tarkovski, Lang, Scott, Asimov, Clarke) y ha facturado un híbrido comestible, fantástico en algunos tramos, pero hueco (en el fondo) y escasamente dotado para contarnos, en estos tiempos de sobreabundancia en los que estamos, qué nos deparará el futuro. Imposible estar en el espectador de Metrópolis en aquellos años veinte. Ése era (sin margen de duda) el beneficiario inmediato de los alcances del genio.

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9.2.10

El gris


Igual hay que volver a los cromos del desarrollismo de posguerra como los de Larsen, dar al público, al alicaído, placebos, pastillitas que distraen, fast food cultural: la vida en alta definición, aunque no sepamos qué estamos viendo. Antes se acudía a estas estampas de lo cotidiano para vender la evidencia de que todo iba bien, de que todo podía (incluso) mejorar con la debida injerencia del tiempo.
Espantan esas estampas puras, sin artificio, pilladas en el semillero donde la esencia del pueblo abreva, en el folclor, en el niño que va a por agua a la fuente, en el marinero que corteja a la criada con carrito en un parque de Madrid, es decir, todos esos iconos del franquismo pictórico, atesorado en la memoria de los que lo vivieron y aprendido, a golpe de clic, de exposición memorialística, por quienes nacimos después.
Pero la realidad sale luego a batallar y nos ofrece su lado tenebroso, la tristeza cotidiana de no vivir en un buen mundo, el recado visible de que nos vamos a morir sin que veamos solucionadas algunas pandemias que ya, de vistas, no nos asombran. Como decía Cortázar, al final de los relojes está la muerte. Un remedo viable de la muerte es la ruina en vida, la certidumbre de que vamos siempre tirando, sufriendo. Miguel Hernández, perdonadme la tristeza de hoy, lo escribió más bonito: "Tanto penar para morirse uno"
La rutina amodorra los sentidos y los debilita. A fuerza de ver mujeres sacrificadas por los cafres de quienes las amaron (menos mal que hubo amor) notamos una fina película de anuencia que nos protege la vista de espectáculos excesivamente dolorosos. Vamos a tientas por los titulares y oímos la metralla de la actualidad sin que bajemos a la arena pública de lo solidario. Decimos que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que la democracia todo lo empapa y que hay quienes velan porque se cumplan las leyes que nos permiten dormir con la conciencia limpia y el estómago colmado, trae la cultura pobretona de la cartilla de racionamiento y del miedo en todos aquellos intelectuales que disentía del régimen y plantaban cara (como podían) a ese latifundio ejecutivo, pero un dibujo como el de Larsen nos trae también la felicidad mentida, la alegría sin artificios de un pueblo más pendiente de ir echándose algo a la boca que de ir echándose algo cerebro. Puestos a elegir, el estómago manda siempre. Eran códigos de distracción que con frecuencia se gestan en los despachos del Poder para que el pueblo llano no se percate en exceso del derrumbe del sistema.
Lo vimos aquí durante demasiados años y ahora hay voces tenebrosas que propagan la ficción de que a lo mejor (todo muy vago, todo muy cogido con la punta de muy pocos dedos) volvemos otra vez al gris, al tono cenizo en el que se dibujaba la vida cuando ni la justicia ni la educación buscaban una sociedad mejor sino una sociedad inmutable. El apocalipsis. Cuentan en las tertulias nocturnas en la radio que vamos a pique. Lo cuentan sin alboroto, como si se tratase de una ficción y ellos la novelaran, desmenuzaran la trama, la hicieran asequible al que no entiende. A fuerza de palos vamos entendiendo todos: oímos las noticias con el corazón encogido, pillamos la prensa y no sabemos en qué titular van a contarnos el fin previsible. Ya mismo van a tirar octavillas con el dibujo de Larsen. Para ir acostumbrándonos a la tristeza.

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7.2.10

La plegaria de Zapatero


No tengo duda alguna acerca de la importancia de la religión en la Historia de las civilizaciones. Tengo claro que a cargo de sus símbolos se escribió esa Historia y todavía a día de hoy, en este vértigo digital, en este relativismo grosero que los jerifaltes de la fe han señalado como uno de los males de este mundo, la religión sigue siendo un pilar sólido sobre el que millones de personas fundamentan su existencia. Una de las cosas que he aprendido en todos estos años de dudas teológicas y de inflexiones del apetito metafísico que todos llevamos dentro es que hay que ser consecuente con lo uno piensa y en lo que uno cree. Así que admiro al feligrés que razona sus creencias y también admiro al descreído que no ve en ningún lado esa fe que razonan los demás. Tengo buenos amigos creyentes y buenos amigos que no creen. Tengo en esa bendita disparidad de criterios lugares fantásticos en donde ejercer uno de mis vicios elementales que consiste en dar rienda suelta a la cháchara, a la tertulia pura y dura. Por eso suelo enfrascarme con algunos en esas diatribas lúcidas o poco lúcidas, pero enriquecedoras. Supongo que donde otros amenizan las tardes de café en los bares con crónicas políticas, futbolísticas o cinéfilas nosotros caemos en la arena metafísica. No quiere eso decir que no le demos cuartelillo a Messi ni que hagamos ascos al talento de Pe, a las nuevas golosinas tecnológicas o al desastre financiero que nos asfixia a casi todos. De esas acometidas semánticas en terrenos tan delicados salimos robustecidos, no lo duden. Mi amigo J.C., con el que difiero en afinidades eclesiásticas pero al que respeto y profeso sincero afecto, suele buscarme en esos terrenos y nos encontramos sin dificultad. Vaciamos unos cuantas cañas de cerveza y ponemos al día el jeroglífico nacional. Vamos de ZP a Rouco Varela y terminamos en exquisistas disquiciones sobre la conveniencia de bajar tal o cual programa que hará más felices nuestros vicios informáticos. Así vamos los dos levantando el casi siempre difícil chasis de la amistad. Falta que echemos el resto el próximo día a propósito de la puesta en escena de ZP en Washington en eso que los americanos llaman el Desayuno de Oración.
Aquí en España carecemos de esas frivolidades. Aquí somos católicos por el sacrosanto peso de la Historia y laicos por el legítimo peso de las leyes. Parece que colisionan esos dos frentes: la Historia y la Constitución, el cristianismo fajado en guerras y construído durante siglos por generaciones enteras de buenas y nobles personas y este laicismo orquestado por los progres que se obstina en socavar los cimientos de la sociedad creyente. No sé si este fragor cainita entre unos y otros va a durar mucho. A la hora de la verdad, puestos a defender los intereses de la patria o los hábitos de los pueblos, los políticos son capaces de rezar (ZP a su manera, no crean) o de desfilar en Semana Santa delante del santo de turno y con la cara contrita por la pena y por el dolor supremo. Lo de ZP ha estado sublime: ir a la casa de Dios en la tierra y hablar en castellano, consciente de estar lidiando en casa ajena, pero íntimamente convencido de que el mensaje, en el fondo, es el mismo. Paz y amor, que diría un hippie flipado de anfetas. A Obama no le ha disgustado el discurso. No esperaba que su amigo Zapatero cayese en la impostura de nombrar a Dios y de abrirse el corazón a golpe de salmo. Eso de la oración es un acto doméstico, privado. Yo, que la he ejercido durante años, jamás entendí en qué consistía: la recitaba monocordemente, sin hacer música de sus frases, sin sentir dentro del pecho ninguna luz iluminando ninguna alma, pero a mí no me llaman al púlpito los domingos para que les cuente a los feligreses la parábola de mi descreimiento. Suelo de vez en cuando aventurarme a contarla aquí. Ésta sí que es mi casa y por tanto el lugar en donde es legítimo que me exprese a mis anchas, sin temor a molestar porque no creo estar ofendiendo a nadie con lo que pienso. De todo eso (creo) habló Zapatero en Washington: les dijo que la muy democrática y señora nación de los Estados Unidos abolió la esclavitud, proscribió la discriminación, dio alas al pluralismo y garantizó el absoluto compromiso con la libertad religiosa de sus ciudadanos. Luego les coló la coda socialista, el texto camuflado de sus logros sociales y les dijo que cada ciudadano era libre de creer a su modo, amar a su antojo y abanderar con su esfuerzo su participación en la conquista de un mejor estado del Bienestar y que para eso no hacía falta creer en Dios en las alturas. De hecho nunca nombró explícitamente a Dios sino que limitó (muy bien trabajado el discurso) a decir en los cielos. Ahí, en eso de los cielos, cabe todo: desde un milagro de Cristo a un parte de Manuel Toharia. Su rezo, además, no era tal: era plegaria. En el bendito lenguaje podemos sentirnos protegido: sólo depende del grado de conocimiento que tengamos de él. A Zapatero le benefició el mimo con el que buscó el vocabulario. Sin ofender, sin caer en la afrenta, no se rebajó: no se sintió vendido, él, tan agnóstico. Se vio a un político despojado de políticas y hablando a políticos despojados de políticas de asuntos humanos que la política no debería tocar. La fe es un asunto tan privado que debería ser obviado por todo Estado moderno. Allá cada cual en su vida privada: en ese reducto doméstico uno puede rezar o dejar de hacerlo, puede pedir a Dios que llueva o enchufarse a la página oficial del Instituto de Meteorología para saber si va a sacar mañana el paraguas o no.
Al cura de pueblo que le pidieron los fieles que intercediera ante Dios para que cayesen las lluvias, harto ya de cumplir con los feligreses, de rezar a destajo y de no ver cómo caía gota alguna se le ocurrió cortar por lo sano y decirles, a pie de altar, en plan confesión casi: "Yo rezo lo que vosotros me digáis, pero sabed que de llover no está..."

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6.2.10

Hay que esperar siempre lo mejor...



En algunos de las peores películas que he visto recientemente sale Robert de Niro. En esa ristra de bodrios no están Taxi driver, El cazador, Casino, El Padrino, Toro salvaje, El cabo del miedo o Uno de los nuestros. Ni siquiera está Heat o La misión o Jackie Brown. El hecho de que uno de los mejores actores del mundo entregue su talento a mercancías de tan pobre brillo no significa que haya dejado de admirar su trabajo y de sentir que alguno de los mejores momentos que yo he pasado delante de una pantalla han estado enteramente en sus manos. También alguno de los más aburridos. Duele ese aburrimiento si te lo infringe un amigo, alguien con quien has compartido la felicidad a veinticuatro fotogramas por segundo. Duelen 15 minutos, Showtime, El enviado, Los padres de él, Los padres de ella, El escondite, Stardust, Asesino justo. Ay cómo duele Asesinato justo. Y además está Al Pacino, que ha contribuído a esa felicidad cinéfila con algunos Padrinos, con Malas calles, con Serpico, con El precio del poder, con Esencia de mujer, con Donnie Brasco...




Luego tiene su reverso tenebroso, su inclinación natural a dejarse convencer, en la edad provecta, por proyectos infumables, ideas mediocres, films destinados a llenar estanterías de videoclub y a empobrecer, a enmarañar, una carrera brillante. ¿De qué estamos hablando? De 88 minutos, de Pactar con el diablo, de La prueba... Pero todavía tiene Pacino ojo lírico: se deja intimidar por la pasta, la mira, la escruta, firma el contrato y entra en el estudio a título de rey en ejercicio. Da sus exabruptos, hace sus muecas, imposta su barítona voz de recitador de Shakespeare y luego vuelve a casa, se enchufa la tele, ve fútbol americano bebiendo unas cervezas y se duerme en el sofá. No sé si ha llegado al punto de echar la tripa que nunca le hemos visto. Igual llama a su amigo Bobby y le cuenta qué grandes fueron. Se hacen confidencias, se escuchan, se echan unas risas y cuelgan. Hay que esperar siempre lo mejor, pero no llega...

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4.2.10

No es Aznar



Esta foto explica cosas que uno sólo entiende tangencialmente. No las entiende porque no está metido en la faena política, que debe ser (a lo visto en muchos operarios del gremio) oficio canallesco, que acaba quemando a quien lo ejerce. La mirada torva, el gesto rapaz, esa concentración homicida en algún punto concede la literatura habitual y uno, bien armado de recursos, construye la biografía de este exiliado de lo suyo, pero podríamos esquivar la experiencia, renunciar a poner en danza todos los conocimientos previamente adquiridos y fijarnos exclusivamente en el sujeto, en el rostro. Sé que cuesta: hay personas o personajes, no sabe este bien uno nunca, que se dejan mejor y en los que nos empleamos con más ahinco. Como si reserváramos para ellos la mala leche semántica, ese repertorio de puyas léxicas que llevamos dentro a la espera del objeto idóneo para su aireamiento. Una vez liberada la toxina, el cuerpo respira, el alma se adensa en sus placeres y la vida observada desde ese desatino recién expulsado es más armoniosa y se presenta con más bonitos colores. No sé si a ustedes, lectores familiares y lectores transeúntes, les ha pasado algo parecido. A mí de vez en cuando, lo admito.





Recuerdo un disco de Phil Collins que se llamaba Face value, El valor del rostro. La cara guasona de Collins ocupaba todo el cartón del vinilo: era una cara abierta, entregada a la imaginación desbocada del espectador, convertida en una puerta desde la que entrar en un mundo. La cara de este señor de arriba ofrece también un mundo. Insisto en la ventaja narrativa de apartar el nombre. No es Aznar, no es el señor de los pies en la mesa, no es el jefe máximo de las hordas de la sacrosanta oposición al (débil) ejecutivo patrio: es un hombre al que han pillado en un descuido facial. Porque no puede ir nadie por la vida con ese vinagre en los ojos. El veneno óptico taladra la cuenca del ojo e invade el recinto del pensamiento, lo emborrona, lo convierte en un lodazal de ideas. A lo mejor, tras el descuido, la cara vuelve a su ser, que no sé muy bien qué es eso del ser. Filosofías. Lo que sí sé es el repelús que da la instantánea. Podría haber sido un vecino mío o el panadero que hay a la vuelta de mi calle o el ciudadano que está emponzoñado por la vida que le están dando estos gobiernos provisionales, frágiles, incompetentes, volanderos y tibios que vemos en televisión mientras almorzamos.



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1.2.10

Up in the air: Moverse es estar vivo...



Ryan Bingham es un terminator, un enterrador, un yuppie al que le fascina su trabajo. Su indumentaria es un traje de Cary Grant y su instrumental quirúrgico es un desparpajo verbal que va limando con los años y que le acredita como el número uno de su oficio. Son malas tiempos para el trabajo estable y el suyo consiste en formalizar el despido de los otros. Lo hace con desparpajo, feliz de haber fundado un mundo perfecto en el que carecer de hogar y consumir millas de avión es un atractivo que le gratifica al punto de no establecer ningún vínculo durable con la realidad. Su no-mundo está construído bajo unas mínimas consideraciones morales. El otro mundo no le interesa. Practica un modelo de supervivencia emocional en el que las personas son la estadística que engrosa su credencial laboral. Bingham vende mentiras con un impecable envoltorio sintáctico: viene a ser el escritor de libros de auto-ayuda al que de pronto nos encontramos al otro de la mesa y nos comunica que la vida va a darnos un revés y que el amor propio o el aura mística que todos llevamos dentro nos va a elevar en vuelo hacia nuevos horizontes. Bingham hace todo eso y también se dedica, en los intermedios entre aeropuertos, a dar conferencias sobre existencialismo en los albores del este conflictivo siglo XXI. Dos circunstancias peligran este secreto idilio con su placentera vida: la compañera de trabajo recién llegada que abarata costes a la empresa con nuevos métodos de despido (videoconferencia, adiós vuelos, adiós hoteles, adiós dry martinis en los bares del mundo) y la novia eventual que le arrima a la vida de verdad y le hace reconsiderar los beneficios del afecto y de la vulgar vida doméstica del ciudadano que siempre ve desde arriba, como un punto insignificante, como una estadística.
Jason Reitman hace una estimulante disección de la jungla de los negocios, la limpia de puyazos excesivamente retorcidos, la despoja de retórica y la filma como si se tratase de un documental de la National Geographic en la que un león acecha a una gacela, la aborda y la desmembra en tres bocados certeros. El problema es la soledad del león, su vacío íntimo, esa ausencia de valores que lo convierten en un cazador depravado pero carente de interés en la naturaleza misma de la caza ni convencido de la necesidad de su ejercicio. Aquí es donde Reitman gana la partida a los escépticos con un impecable George Clooney. Jamás un hijo de puta ha exhibido modales más exquisitos. Es eficiente porque no es de este mundo, es letal porque no considera en ningún momento la biografía del ajusticiado: se limita a exponer el cese, a componer un recitado convincente de las causas y de los efectos de la crisis. Todo esta recia armadura que lo protege contra la realidad se desmorona y asistimos, en la más insufrible parte del metraje, en los minutos palomiteros, al declive de la bestia, a su ingreso en el universo de los que sufren (su hermana a punto de casarse, el cuñado que le aboca a descubrir lo falso que es su chasis, lo hueco que está por dentro). Es aquí en donde el vigor narrativo mengüa y donde el desenlace se intoxica de esos happy endings que las majors (a pesar de ser Reitman el padre de aquella falsa película indie llamada Juno) piden a gritos cada vez que un actor como Clooney se pone en faena y ocupa los trailers con su bien ganada condición de estrella.
Up in the air flaquea cuando se hace convencional: gana en su puesta en escena, en la lentitud de su argumento, en todos esos diálogos maravillosos que nos hacen creer que estamos ante una grandísima película que más tarde no es.

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