17.6.12

El bien, el mal y el hundimiento de Europa


Europa, la vieja Europa, la achacosa Europa
Leo que algunos terroristas de ETA andan entrevistándose con los damnificados de sus bárbaros actos. Al hijo cuyo padre mataron se le oye en televisión razonar los motivos del animal que lo dejó huérfano. Enumera (caóticamente) las veces en que el destrozador dice que no volvería a hacerlo, subrayando la culpa que siente. Lo que no hace es pronunciar una sola vez la palabra perdón. Debe ser la mano del odio que todavía se mueve y hace que la del amor no reine del todo. Siempre hay una parte de la memoria y de la conciencia que no nos pertenece, aunque esté dentro de nuestra cabeza y duerma cuando dormimos y la saquemos a la calle cuando hay que sacarla. No confío en ninguna de esas revelaciones morales que hacen de alguien un santo o un pecador. Algo de eso reflejó Bruce Springsteen en una de sus primeras canciones. Un mundo en donde la palabra pecado alarma más que la palabra delito no es un mundo que avance. Uno en donde no se fomente el perdón tampoco progresa. El nuestro es un mundo con dos manos. Una es la del bien, la que se manifiesta a través del arte y cuida de que la armonía y la dignidad entre los iguales la represente. La otra es la del mal. La de las bombas lapa y la corrupción en los parlamentos. La de los reverendos con piel de cordero que hacen el sermón de la salvación y abren el abismo del horror a cada palabra que dicen. La del recorte en cultura. La alta y la baja. Ambas salen heridas (si no de muerte, casi) en este atropello que impone el único dios posible en estos tiempos: el mercado. Tampoco sé si el mercado tiene dos manos. Una buena, una mala. Supongo que la idea de la bondad del dinero no se cuestiona. O al menos no aquí, en este vieja civilización de occidente, fuerte a pesar de todo, cargando la herencia de al menos un par de milenios de existencia.

III/ Es la economía, idiota, es la economía
He renunciado a entender los mercados. Me complace la idea de no querer saber en demasía. En todo me tengo por curioso y a todo me entrego con inquietud, con fruición a veces, pero el mercado es una sunto que me incomoda más que otra cosa. Diré como dijo otro: no hablo yo, habla mi fatiga, habla por mí la ignorancia que no he paliado. Y es eso lo que manejo a diario. La fatiga que antojo ya crónica. Se ha extendido cierta sensación de que el mercado es algo sencillo de entender que puede ser convertido en materia de entretenimiento televisivo. La televisión se ha comido el virus y lo ha hecho una criatura rentable: veo con alguna frecuencia (de refilón, zapeando, buscando) cómo algunas cadenas (alguna más que otras) están empezando a tomarle la medida a la crisis y la están deconstruyendo. Si antes ocupaba la franja alta de horario los flirteos de los famosetes, las medidas de las grandes hermanas y la naturaleza eminentemente cotilla de la especie humana, ahora está ocupándolo (no sé con qué fortuna todavía) un cierto tipo de programa que habla del desastre económico, de la prima de riesgo, del rescate y del FMI con el desparpajo con el que hace unos meses hablaban de escotes, subidones de hormonas y divorcios de la jet. Y como todo el mundo sabe de todo y en televisión no hay (que yo sepa, que yo advierta) un filtro que mida la competencia de los contertulios en los asuntos de los que hablan, pues así nos va. Enciendes la cajatonta y ves a los mismos de antes, a los de los reality,  desenvolviéndose con asombrosa fluidez en macroeconomía, en alta política financiera. Han hecho del mal algo lúdico. Quizá no sea tan descabellada la idea. El que no sabe se arrima al lenguaje de los que sí saben. El ignorante en bonos basura incorpora a su acervo léxico las palabras que le aseguran una silla entre el público. Lo que se anda buscando no es formar ciudadanos sino crear consumidores. Dice mi amigo K. que no abre un periódico, que no enciende el televisor, que ha decidido renunciar a saber cómo vamos. Va a hacer como yo en algunos partidos de fútbol que no puedo en ver en casa porque los emite un canal codificado. Abro el google y busco en la prensa la cifra que me alivie o me hunda. En la economía lo que no hay es empate. Estamos perdiendo todos. Hasta hay una cadena televisiva que se llama Intereconomía. Qué manera de llamarse uno. Qué afrenta al buen gusto todo lo que sale de ese toro hocicando impíos.

14.6.12

La orfandad del mundo



Es muy probable que twitter o facebook hubieran fracasado de haber existido hace veinte años y es más que probable que no dejen de existir de aquí a otros veinte. No es un vaticinio desiderativo: es una manera privada de constatar la orfandad del mundo en que vivimos y la pérdida casi irreparable de algo inherente a lo más acendradamente humano: el pudor. No es solo que nos vigilen o que nos registren sino (más salvajemente expresado) el placer de que así sea. Hay en estas nuevas generaciones (y en alguna antigua recién remasterizada) una inclinación absoluta al exhibicionismo. Una gestual, corporal, de poco afecto por la cosa intelectual. No se trata de farda de Edward Hopper o de numismática sino de tener tal o cual apéndice anatómico más desarrollado que una buena parte del resto de los vecinos. Importa más rendir las conquistas amatorias que las racionales. Al intelecto se le juzga como un elemento sospechoso. Pienso en los años gastados en la construcción de un ciudadano libre, formado, creativo, integrado en la construcción de ciudadanos como él, embarcados todos en la misma empresa, y pienso en el mal, en la verdad que hay en eso de que el mal está destinado a perder porque los malvados no construyen nada juntos mientras que el bien triunfa de forma justa, legible y universal porque ansía un beneficio común, un tesoro que no vale nada si no se fragmenta y reparte. Si Belén Esteban es un personaje de interés e influencia, apaga y vámonos. Y estamos en eso, en apagar, en irnos. Hace ya unos pocos de años que empezamos a cerrar la cancela.

 Lo que está haciendo el Gran Hermano Orwelliano en estos años extraños es vender el mal. No hay que engañarse: el mal vende más. Atrae como el bien nunca lo hará. Lo dijo Mae West, aquella mujerona de promiscuidad hinchada del cine de los treinta: el camino más corto entre dos puntos es la línea recta, pero no es el más atractivo. Nada que reprocharle. Lo terrible es que en unos pocos años el camino de vuelta a la vía de lo sensible y de lo culto, de lo hermoso y de lo bueno, estará impracticable. Lo peor: no se querrá caminar. No si no hay una cámara que lo filme. No si no hay un premio a disposición de quien antes lo corone. Sé, a mi pesar, que nada de esto que escribo lo entenderán los que entretienen las tardes viendo telecinco, quienes no pisan un cine, quienes miran de mala manera un libro o quienes (ya acabo, que me estoy incendiando por dentro) sin saber de Hopper o de numismática censuran que otros sí sepan. Por eso Wert, ese ministro imposible de defender, es un sujeto de tan fácil caricatura. Porque ha vendido la cultura y se ha dejado invadir por el mantra suicida de los mercados. De haber habido algo de cabeza en todo esto que estamos sufriendo, habrían blindado las bibliotecas y las escuelas. Con ese tesoro a salvo, el mundo estaría firmemente conducido a la salvación. Ahora, con Wert y sin él, Wert en realidad es un actor de orden secundario, con ínfulas de divo de la trama, está el mundo huérfano. Nos están grabando. Están creando un fichero personal con todos nuestros vicios y todas nuestras debilidades. Por si un día hace falta sacarlo y usarlo en un programa en directo. Miedo da.Y las bibliotecas y las escuelas, vendidas.

6.6.12

Yo, gran custodio de mis vicios, pienso en Charlie Parker, en Bartleby y en J.J. Abrams (entre otros) cuando va cerrando el (larguísimo) día



Admiramos a los muertos. Es más fácil pregonar una adicción absoluta a Charlie Parker que a cualquier otro músico de jazz vivo que haga giras y grabe discos. Una vez muerto, en el momento en que nuestro admirado Charlie Parker muere, tenemos a nuestra disposición un limpio muestrario de objetos míticos a los que rendir rezo y adoración. No cabe la liviandad (excusable, no crean) de que un buen día el gordo Parker saque un disco mediocre. Cuando muere desaparece la mediocridad: el catálogo de su genio queda bunkerizado en nuestra memoria, noble y puro, a salvo de la moda y del propio deterioro del artista. Muere Parker y nace otra cosa de una relevancia mayor, de una trascendencia de más empaque y rigor. Charlie Parker es la idea sublimada de artista al que la realidad le aparta y lo entroniza. La verdadera realidad está en su simulacro, podemos decir. En leer a Borges y pensar la buena literatura que hizo. Ya no nos va a defraudar Borges. No va a fallarnos en la cosa política, dejándose inclinar por gustos que no compartimos. Tiene que morirse uno para que lo miren con afecto. La muerte lima toda las asperezas. Luego está Juan Rulfo, por ejemplo. Juan Rulfo o el mismo Salinger, en las razones de ambos para no escribir más. En lo que les inspiró y en lo que los vació. Igual fue un vaciado enteramente voluntario y el genio seguía ahí, contagiado de talento, enfebrecido de belleza y de inteligencia. Pero Juan prefería no hacerlo. Salinger no quería tampoco. Como un Bartleby involuntario. Todos los Bartlebys lo son sin un oficio que los guíe. Hay que ser un poco Bartleby durante algunos tramos del día. Que llegue la noche y mire uno adentro y descubra que ha habido cosas que ha preferido no hacer con todo éxito.

Hoy he desatendido yo varios asuntos que me tenían casi media vida quitada. Cosas laborales. Algunas amistosas. Temas inaplazables que he aplazado con toda desfachatez. Los abordo con total satisfacción mañana. Ahí preferiré hacerlo. En la vida, como en la literatura, está uno siempre tomando decisiones. Senderos que se bifurcan. Jardínes de un egoísmo absoluto. Qué feliz estoy esta noche en mi blog escribiendo sobre estas frivolidades del alma concupiscible. Escribí una vez que alivia pensar lo dichoso que es uno en la ejecución mimosa de sus vicios. Los míos son de una liviandad absoluta. Nada que el amable lector no haya sentido alguna vez o en donde alguna que otra no se haya dejado caer. Somos todos muy parecidos, en el fondo. Preferimos no hacerlo, pero nos dejamos llevar. No tengo la personalidad que a veces yo mismo me exijo. O la tengo bien guardada. Por si llegan tiempos peores. Éstos, no obstante, se están poniendo bien malos. De ser esto un capítulo de Fringe (me vale la cuarta temporada, que no he visto todavía) tendría un alter Emilio completamente fiable. Uno inteligente y seguro de sí mismo. Pero esas cosas solo pasan en la cabeza de J.J. Abrams.



The river

  Pudo haber sido una de esas canciones viriles y melancólicas de Bruce Springsteen de náufragos en la ciudad y novias de diecisiete años en...