31.10.07

La noche de los muertos vivientes: Apocalipsis de bajo presupuesto


Yo siempre tuve la idea de que La noche de los muertos vivientes no era únicamente la película de zombies en blanco y negro que tozudamente un amigo mío pretendía que viese en una cinta Scotch (ya no las veo, ya no existen) que conservaba como joya absoluta del cine. La vi y no me pareció una joya absoluta del cine. En todo caso, me pareció una estupenda película de terror escorado a la comedia o una película cómica que forzaba, a golpe de víscera, desgarro y truculencias varias, el ingreso en el territorio del terror. Hace de esto veinte años y anoche pude verla en una más que aceptable edición en DVD que superaba, a pesar del áspero blanco y negro, la joya de mi amigo. Ya no le veo (las circunstancias son las previsibles: la distancia, que es el olvido, y el tiempo, que es el bicho cabrón que impide los afectos y las rutinas en esos afectos) pero no puedo evitar pensar en aquellos años míos de arrebatado amor al cine y la visión, entre la incertidumbre y la fascinación, de la obra de George A. Romero.
Ahora aprecio lo que entonces no supe: el valor, el aspecto fundacional de un género que Romero desintegró para después recomponer sin que esa urgencia artística fuese apuntada a cuenta de la habitual ferocidad de la crítica.
La noche de los muertos vivientes es el certificado de defunción del cine gótico al uso, de las casas encantadas y de los fantasmas de sudarios corruptos y almas en pena con ropajes nauseabundos y mirada desquiciada. A partir de aquí, el género se desembarazó del noble peso del fantastique y abrazó caminos nuevos, caminos alumbrados por las luces de la guerra fría y del miedo real a que algún polìtico oscurantista y emparanoiado apretara el botón fatídico. Ya saben: el juguete mortal de Oppenheimer que Sting retrataba graciosamente en la fantástica Russians.
Y la cinta tuvo que molestar, imagino: su tono semidocumental, su desvaído concepto de lo que consideramos un guión y el tono crepuscular de los personajes afianza la idea de revolución, de inquietud preñada de sorpresa. Luego ( y a partir de este escueto luego podemos escribir un volumen indecente sobre la Historia del Terror a partir de estos zombies apocalípticos) vino una avalancha de películas paridas por la madre que nos ocupa, pero menores, inevitablemente embadurnadas de un discurso menos relevante, apenas perturbadoras y, en casi todos los casos - excepción de la estupenda y reciente La tierra de los muertos vivientes -, plana en emoción y en cinismo. Porque la película de 1.968 de George A. Romero es una enciclopedia del cinismo: un artefacto de imprevistos efectos colaterales.
Los críticos mayúsculos de la época coincidieron en el carácter social de la película. Pues estupendo: hay carácter social. Vietnam, el miedo nuclear, la espantosa guerra sin guerra que duró cuarenta años y que formó a varias generaciones en la ceguera y en la forja de una nacionalismo profundo y bien documentado. Pero Romero no quiso llegar a tanto: hay circunstancias que rodean a ciertos eventos artísticos - un libro, un disco, una película - que colaboran involuntariamente en su condición de mito. Ésta son evidentes y Romero únicamente prestó el atrezzo, los zombies, el tufillo expresionista, el casi abandono cuidado formal y, sobre todo, el argumento: ese rumor que acaba convertido en tumulto y que siembra de cadáveres la ciudad, otrora reducto de confort y plácido escenario de la vida aburguesada de una población inocente, engañada y adoctrinada en el convencimiento de que ninguna otra vida mejor podía ser posible. Los muertos, los que no tienen descanso, vienen para reventar ese catecismo inútil.
Incluso el origen de esos muertos, nunca contado, puede inducir al estremecimiento: no sabemos si regresan a torturar a los vivos merced a algún sortilegio tóxico o es una mera consecuencia de los inescrutables designios de lo oscuro, de lo ajeno a la cartesiana solidez de lo real y tangible, de lo material y mesurable. ¿ Vudú, toxinas, experimentos? A Romero no le importa el origen: él desea exhibir el desconsuelo, la imposibilidad de encontrar un asidero - físico, espiritual - con el que vencer al mal.
Todos los muertos que andan, esos cadáveres comidos por el asco, deambulan sin propósito moral: los desplaza el instinto primordial del hambre, que tampoco Romero explica. Ni falta que hace. Ninguna otra película de zombies que haya seguido a ésta nos abastece de explicaciones. Importa el nítido dibujo de la demolición de una sociedad tal vez gastada, infectada por los mismos virus que cuartean la piel, desmembran la carne y levantan a los muertos de sus féretros. Éste es el caos y no la moderna visión de La Jungla 4.0.

Este link (gracia del ahora demonizado Youtube) larga la cinta completa. Sí, completa.

29.10.07

Santos y pecadores


La guía de beatificaciones nacionales ha alumbrado un apéndice formidable: uno que amenaza los tomos previos en tamaño y en consideración. El libro de santos, visto sin el adorno sentimental de la fe, es la evidencia del sofoco moral que barre las tertulias radiofónicas, las columnas de prensa y las barras de bar. Abastecidos de paganismo con este gobierno de progreso y de laicismo, igual conviene este conmovedor gesto de la curia vaticana y su particular Congregación para las Causas de los Santos, indicado más para animara los fieles a la causa, cual si fuese un cruzada moderna, alentada por sms y coreado por jóvenes con polos de marca, que para compensar alguna deficiencia histórica. Así se entiende después de la polémica de este sencillo - aunque sonoro - acto íntimo, privado y exclusivamente pensado para restañar heridas de familiares asesinados en la Guerra Civil española. Eso, al menos, parecía, pero:
La ya manoseada, sublimada, ninguneda y polémica Ley de memórica histórica trae este fleco para regocijo de parroquianos y solivianto del resto. No cabe aquí deslegitimar el hecho en sí, la entronización de los fusilados por el bando republicano. Lo que no se ajusta a mis entendederas es el uso maquiavélicamente electoralista del desgravio: la toma de conciencia de una compensación usada como arma dialéctica contra quienes disienten, y aquí - si no es por una cosa es por otra disentimos todos - , contra quien se faja en la arena pública y aspira al noble ejercicio de ganar adeptos a la causa, en este caso política. Pasa con todo, desgraciadamente. Hasta estos asuntos de santos y de pecadores, de fiebre canonizadora, queda en movimiento de tablero de ajedrez, en jugada de márketing. Al final, resta esperar que la discusión política - administración territorial, paro, terrorismo, sanidad, educación, trabajo - no se rebaje a perder el tiempo (tan precioso, tan escaso) en esta historia celestial en la tierra. El Vaticano niega que exista una trastienda política en la canonización. Faltaría más. También es mentira que anden unos y otros a la greña por un cielo más ocupado. No faltó en el multitudinario acto referencias al sesgo progresista del gobierno de ZP. La homilía del cardenal portugués José Saraiva Martins incluyó un inequívoco aviso para navegantes; Saraiva llamó a la defensa "de la familia fundada en la unión matrimonial, una e indisoluble entre un hombre y una mujer y al derecho y deber primario de los padres en lo que se refiere a la educación de sus hijos". En una misma tacada matrimonio entre homosexuales y Educación para la Ciudadanía. Hasta los familiares de los beatificados protestaron (airadamente) por este uso parcial de la convocatoria. Moratinos y Vázquez (el segundo con quizá alguna justificación mayor) asistieron a la ceremonia. "Un circo", dijeron algunos. Una pena, añado yo. Y los que no están, los muertos, no chistan, no ponen paz, no salen para apaciguar a todos estos exaltados de pensamiento, palabra y obra.

Negro


A la chica le gusta presumir de hombre, pero en el fondo sabe que en los moteles baratos de las comarcales en los que se esconden las alfombras son amarillas de nicotina y sudor y que la muerte les ha reservado una línea en la trama. Atrás, justo después de los títulos de crédito, mamá prepara un tazón imprudente de leche malteada con copos de cereales. En la radio suena el jazz de una de esas orquestas que tocan en la gran ciudad mientras afuera, en la calle, un cláxon ahoga el júbilo y dispara la realidad como un fogonazo de tristeza. Los disparos, no lo saben, llega en el minuto ochenta del metraje.

28.10.07

America (II)



Hay imágenes con una biografía. Ésta es deslumbrante. Invita a pensar en personajes rudos, solitarios, abocados a una existencia errática. La culpa la tiene el cine, por supuesto. Pienso ahora en David Lynch, en Ridley Scott, en John Ford, caso que borráramos en un alarde de photoshop la carretera. Se me olvidan muchos nombres. Acuden escenas. Coches que se pierden en la distancia. Viajes hacia la redención o hacia el ocaso absoluto de una vida.

27.10.07

Haciendo patria


Nadie en su sano juicio cuestiona este estandarte. España, al olor del jamón, izado como orgullo, olvida sus quebrantos, frivoliza su fractura y echa la siesta del fauno ibérico, preludio a la celebración de la raza porcina, ebria de bellota y mimo. Ahora que un valiente le ponga un himno y un comisionado estatal se reuna en Jabugo o en Trévelez o en Salamanca para hacer la letra. Yo, regado de tinto, canto muy bien.

Marilyn Monroe no existe / Marilyn Monroe escribe poemas: revisión literaria del mito

Jesús Aguado (en Zut, la excelente revista de cultura editada en Málaga) sostiene que Marilyn Monroe "es un invento del imaginario colectivo del siglo XX". Martin Amis, entre lo fantástico y lo filosófico, no tiene pudor intelectual para (páginas después, en el mismo número) negar el paraíso. Amis acude al criterio de la exclusividad: sólo es un paraíso de verdad si es materia reservada, privada. Aguado recurre al mito: Marilyn es una representación inalcanzable, un icono al modo en que lo es el Che, del que podemos también dudar su existencia, o la lata de sopa Campbell de Warhol, que nadie ha probado jamás su existencia tangible.

La fotografía de Marilyn leyendo un libro de Joyce ( ¿Finnegan's wake?, ¿Ulysses? ) perturba lo suficiente como para abandonar el tópico de chica de calendario en taquilla de soldado salido o despampanante cover girl de taller mecánico. Sólo es posible la incertidumbre. Probablemente fue una loca idea del fotógrafo de turno. Probaron con Kant y con la poesía de Walt Whitman, pero el aspecto rústico, de libro leído y familiar, del tomo de Joyce covino más. Debió ser eso, pero luego están los poemas escritos por Norma Jean. Sí, querido lector, la diva, la diosa, la estrella inmarcesible y luego sacrificable devino poeta y compuso un puñado de versos que Rafael Inglada recoge en una colección titulada El violín de Ingres, publicada en 2.006 por el Instituto Municipal del Libro de Málaga.



Canción triste


Tengo una lágrima colgando
sobre mi cerveza
que no termina de caer.

Esta mal que me sienta morir
cuando contemplo lo que he vivido.

Un mínimo alivio
a tamaño dolor
sería suficiente
como clavo ardiente
al que agarrarme.

Es estupendo estar viva.
Me dicen, sí,
que soy afortunada por estar viva.
¡pero es tan difícil sentirlo
cuando todo me hace daño!





Tampoco existe Bécquer. Ni Jimi Hendrix. Ni Elvis Presley. Todos han precipitado su biografía al ampuloso inventario de los héroes muertos y olvidados, de los nombres fracturados en el diario íntimo de nuestras devociones. Y este poema de Marilyn Monroe la devuelve milagrosamente a la vida y ya no es pin up de un taquilla de soldado salido ni póster grasiento del vestuario de un taller mecánico. Abran paso a la literatura de los que no escriben.

26.10.07

Every day I have the blues...


"Me gusta la música. Aunque debe cumplir algunas condiciones, entre ellas, que no haga que las personas se salgan de sí y pierdan la compostura. He oído que algunos estilos, no el propio rap sino el heavy metal y algún otro, con el uso de alucinógenos llegan a provocar que mientras se conduce a toda velocidad, los jóvenes abran las ventanas o las puertas y salten por ellas. Me opongo a ese tipo de música."

Mohamed Hosein Saffar-Harandi Ministro de Cultura y Orientación Islámica de Irán.


El Papa Ratzinger, inflexible con relativismos, ha venido a decir que la música que sacude a la juventud es “expresión de pasiones elementales”. Quizá la exposición excesiva a los decibelios lujuriosos del rock y de sus territorios aledaños - rap, rhythm and blues, jazz excesivamente sincopado, funky, hardcore o pop de verbena- ha deteriorado el raciocinio y el sentido común y por eso no vamos a misa o el Estado del Bienestar se ha atrincherado en asignaturas tan imprudentes como Educación para la Ciudadanía. La banalidad aupada al hit parade de la moralidad pública.










El ministro iraní y el Santo Padre temen, en el fondo, lo mismo que aquel bibliotecario medieval de El nombre de la rosa que homenajeaba a Borges y recelaba del talento de Guillermo de Baskerville, que no comparaba la risa con el pecado, aunque ambos fuesen atributos humanos.
Ya lo decía Jorge de Burgos, el celoso guardián de las palabras: "La risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos". La risa, como la música, produce estas aberraciones del espíritu. Yo suelo padecer de ambas: las dos laceran mi intoxicado ocio. En ellas me refugio cuando siento débil la carne y la realidad devasta con su inextricable mala leche mi sensible espíritu. Por eso confío en el poder divino de la música.
Listado de músicos gratos: Amancio Prada, José Luis Perales, Ismael Serrano, los buenos tiempos de Jeanette ("Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así") .
No tiene futuro en Teherán The White Stripes, The Strokes, Led Zeppelin (Black dog, Rock and roll), AC/DC, todo el blues del delta y tal vez (esto no lo tengo tan claro) David Bisbal o Chayenne o Jennifer López, iconos de la carne promiscua, embajadores plenipotenciarios del frívolo imperio de lo lúbrico.

Alucinados, politoxicómanos del compás y demás fauna del ritmo absténgansen de exhibir en determinados ambientes sus vicios. O háganlo sin pudor, pero están avisados y no sería de extrañar que les mirasen mal y hasta le negasen, en la refriega, el cielo. En Roma. En Teherán. En mi pueblo cuando tercia el azar y no lo impiden los astros.

Columnismo

Hay pirómanos del verbo como hay francotiradores: gente que escribe (en prensa, en blogs, en servilletas de un bar) para contarse lo que pasa y gente que, sin saber de qué va la historia, sin disponer de todos los ingredientes narrativos, se dedica a airearla al público, arrogándose el púlpito de la palabra, que suele ser enconado, feroz y con manifiesta vocación de catástrofe. En estos tiempos de zozobra mental, no me cansaré de escribirlo, de decaimiento ético y de relativismo ideológico - y aquí ignoro si es bueno que pasen estas cosas o es transitorio y todo acabará volviendo a su rutina y a su sendero - conviene saber qué leemos, cómo se administra el pensamiento global y sobre qué sólidos pilares estratégicos - o comerciales - se asientan el discurso político o el social. Ambos están fracturados: la razón es el incendio que provocan sus voceros. El especulador de la noticia merodea su esencia y se aposta, sin disimulo, en la conveniencia de su existencia. O en su inconveniencia. El francotirador, el imparcial, el escritor neutral - no dudo que existe, que no se deja manosear por editorialistas interesados o por pluses a fin de mes - escribe de otra forma: translada su opinión a sus lectores, escruta sin rubor la realidad y, a modo de diario, cuestiona patrones, incorpora su aliento crítico al relato ortodoxo de los acontecimientos. La prensa pivota entre un tipo de escritor y otro. La radio recluta arietes de un bando o de otro. Hasta los blogs, distanciados de su matriz nativa o extensión orgánica de ésta, se afilia a esta dicotomía ya excesivamente manifiesta. Todos con su ejército de fieles. Todos con su línea ideológica consolidada o en vías de consolidarse. ¿El medio neutro? Ninguno. En todo caso, la revisión casi detectivesca de todos y la certidumbre de que es en la letra pequeña, en el alma de la noticia, en las codas de sus pensamientos, en donde está el periodismo actual. Esta entrada en mi blog es una evidencia de que yo también tengo voz en este duelo y que me explotan cien sonetos en el pecho. ¿Cuál de los dos escritores soy? ¿Quién me dijo que viniese?

25.10.07

Caótica Ana: caótico Medem




Cronenberg dice ser "un documentalista de los aspectos más oscuros del alma humana": le vaticino una filmografía prolija, apabullante, un trabajo duro con la brega habitual de personajes perversos, retorcidos, infectados por el mal y conjurados a padecer una expiación lenta, cuando no imposible.
Medem no hurga en el lado oscuro del alma: le importa escasamente la descripción de perversión alguna. La suya es una historia de casualidades, de ocultamientos, de ensoñaciones y, en todo caso, de desórdenes morales. A diferencia de Cronenberg, Medem hurga en la naturaleza poética del caos, en la sugerencia más que en la evidencia (explícita), pero lo hace mal, al menos, en esta Caótica Ana, que no convence. Además diré que, por tramos, aburre. Confunde el lenguaje metafórico con la escritura automática. Difumina los aciertos de las imágenes, que los hay y en cantidad, con obviedades, algunas rayanas en lo ridículo. Ese final no tiene pies ni cabeza ni argumento que lo defienda.
La cinta carece del rigor exigible a un cineasta del talento de Medem. Ni siquiera consigue el asombro, que es el requerimiento primaria de toda empresa que aspire a la categoría de artística. Negado el asombro, desarmada la capa más permeable de la sensibilidad, resta esperar un buen argumento, una elocuencia narrativa, pero no hay nada de esto. Medem conspira contra sí mismo y atenta contra el Medem que guardamos en nuestra memoria cinéfila. El Medem de Vacas, de La ardilla roja o de Tierra o de Los amantes del círculo polar, una exquisita indagación sobre la soledad y sobre el amor. Esta Ana es un disparate de vanguardia retorcida, un experimento grato a incondicionales (no me tengo por tal) y voluntariosos coleccionistas de imágenes (a veces incurro en ese vicio, pero Medem todavía no me ha motivado lo suficiente). Nada hay aquí perdurable. A Bebe le dan un papel borroso, poco creíble, de un natural casi pecaminoso. Ana (Manuela Vellés) es una mujer etérea: demasiado etérea. Pasa de ser un ángel de amor, una deidad promiscua retozante en playas nudistas y raves de playas barcadi a un brazo armado de las fuerzas del mal. Todo sin que tengamos la mínima información sobre las motivaciones verdaderas que mueven a esta fauna surrealista de personajes que Medem, cual demiurgo de sus vicios, saca de su manga a beneficio de alucinados. No me tengo por un espectador acomodado. Me inclino por una porción razonable de riesgo. Me hartan las películas o los libros o los discos que no indagan en sus propios compromisos y quedan en rutinarios ejercicios de mercado. Caótica Ana tiene, a su favor, la ambigua cualidad de ser diferente. Lo es en grado sumo. Medem, a diferencia de Mariano Ozores, pongo por indicativo caso, no hace películas para todos los públicos. Y no hablo de edades, claro.
Caótica Ana es una película activista, una declaración firme de principios morales y éticos muy sólidos. Nada de eso es posible ponerlo en solfa. Lo que Medem marra, y cómo, es en la textura de su idea, en la forma en la que sus preocupaciones toman cuerpo en imágenes. Si lo que ha pretendido es un "viaje al subconsciente", ha conseguido un paseo por las nubes, un atribulado capítulo de necedades apoyados en una imaginería visual potente y una aureola de director "iluminado" que es cosa de ir cambiando por director "ensimismado".
Este mundo de Medem está abocado al onanismo. Ibiza-Madrid-Nueva York no es un triángulo geográfico. El verdadero viaje es el interior, la fuga hacia adentro, que no quiere decir nada, pero que puede dar para escribir un manual sobre ombliguismo plenipotenciario o un tratado de onomatopeyas expelidas en el sutil y espumoso momento del orgasmo.
Para sesiones de hipnosis artísticas me quedo con los discos de Ravi Shankar o con algunos trozos de los primeros Pink Floyd, cuando Syd Barrett, enchufado de ácido, mandaba y ordenaba quién se colgaba, cómo y desde qué nube.
Para desórdenes morales y retorcidas regresiones entre lo patológico, lo onírico y lo metafísico me quedo con Lynch, con Cronenberg, genios con autoridad sobre la paleta de colores -grises incluídos - de la condición humana. O al menos de la condición más extraña. Ana no es extraña. La han escrito así.
La música de Jocelyn Pook (Eyes wide shut) contribuye a maniatar el espíritu y no desear salirnos de la sala y perdernos en nuestras propias tribulaciones. Yo tengo hoy dos o tres con las que amenizar un paseo por las calles.

23.10.07

Disturbia: Hitchcock para adolescentes

El modelo
O eres análogico o eres digital. El suspense grandilocuente y sensible del gran Alfred Hitchcock basculaba entre la evidencia cartesiana, aprehensible, sistematizable y computable y la incertidumbre del asombro, que no se deja manosear por patrones predecibles ni consiente la rutina o la estética neutra. Hitchcock conducía su talento por territorios ambiguos y refutaba la preeminencia del bien con sórdidos hachazos de maldad pura, con pertubadas conclusiones sobre la condición humana. Pero eso era Hitchcock, que era un ser analógico y sostenía su portentoso pulso cinematográfico sobre nobles asideros, casi todos literarios. El imperio de la imaginación planeaba, libre.
Si es cierto que los jesuitas inventaron el suspense, según cierta anécdota sobre su vida en un internado inglés y cómo el noble claustro regente dejaba que los castigados administraran las severísimas agresiones físicas de las que era objeto, Hitchcock inventó el suspense dramatizado, el suspense como único ingrediente de la trama. Todo lo demás es accesorio. El espectador es también actor de esa trama. James Stewart es el inválido que escruta su patio de vecinos en busca de emociones fuertes y se encuentra con lo que él cree que es un asesinato, pero James Stewart, en un formidable juego de espejos, es también el espectador plácidamente instalado en la butaca, en un sutil ejercicio de voyeurismo duplicado. No podemos criticar aquello que nosotros estamos bendiciendo con nuestro visionado.
La copia
D. J. Caruso ha filmado una atractiva actualización del voyeur de Hitchcock en esta Disturbia, pero los tiempos dictan sus leyes y no es posible minimizar el espacio fílmico y dotar al joven que interpreta Shia Lebouf en el adulto que otrora hiciese James Stewart. Uno está proverbialmente dotado de una sofisticada mentalidad digital y el otro es un iluso analógico que tan sólo posee unos prismáticos y un aburrimiento de caballo. En este sentido, Disturbia es la película lógica para los tiempos en los que vivimos. Ipod, Windows Live, banda ancha, X-box, Mac como portátil... Todo esa parafernalia tecnológica es la bandera de enganche de un argumento sólido, conducido con esmero y muy hábilmente montado para contentar a un variado registro de público.
Disturbia es un thriller teenager, un inquietante dibujo de la soledad de un individuo que la Justicia ha confinado en su domicilio por medio de una tobillera electrónico con GPS para que expíe la agresión hacia un profesor. Es también un ameno vehículo para mezclar suspense al más puro estilo Hitchcock con romanticismo bobalicón de adolescentes con las hormonas reventándoles todas las costuras del alma.
En su esencia, Disturbia es una propuesta inteligente, escasamente recordable, pero que se hace amena en su no muy extenso metraje.
No merece la pena hacer el juego de los contrastes. Cada época tiene sus referentes y ésta, abalconada al vértigo de los gadgets, delirante en su maquiavélica demolición de la responsabilidad y del noble capítulo del esfuerzo personal, produce sujetos como el retratado en el film, individuos sin estridencias, que puede ser héroes o villanos y no precisan excesivo argumentario para dejarse llevar por una opción o por la otra. Y el malo, el brumoso asesino de la casa de enfrente, un plano David Morse, es un vagamente aceptable ciudadano anónimo, sin el encanto de un Hannibal Lecter o la morbosidad del Estrangulador de Boston (un formidable Tony Curtis, por cierto). Aquí es un sujeto carente de historia, uno al que no podemos buscarle razones que justifiquen su anomalía porque (sencillamente) no importan. El batiburrillo de tópicos están ensamblados con oficio y la malicia del voyeur está rebajada con azucarados paisajes de comedia juvenil para que todo se ajuste al dictado moral que va a permitir hacer una caja más grande.
El único requisito de la trama es que ha matado mucho y que su casa tiene un sótano infernal en donde festejan su buena suerte todos los gusanos del mundo. Hubiésemos querido un tono más escabroso, un regusto más sórdido, pero D.J. Caruso - un tío listo - ha preferido no perderse en sadismos, en salidas de tono, en variaciones más o menos gore de la historia original. Lo suyo es más acaramelado: no hay factor sorpresa, pero el juego creado por sus guionistas propicia escenas bien planeadas y ratos de cine entretenido a más no poder. Y eso, contaminados lectores, es mucho y se agradece mucho más.
1954 queda muy lejos. Disturbia es un chicle ligero, aceptable, pero quizá apetezca un chuletón de buey de Kobe y entonces, ay amigo lector, lo que nos salva es la magia de nuestra estantería de DVDs y la lujuria de sacar de su funda el original y depositarlo con exquisito mimo y arrobo irrenunciable en el reproductor. Oscuridad. El cine existe. Y es uno de los placeres más irrenunciables que tenemos.




Es probablemente el cine que mejor le sienta a mi infinita capacidad de asombro. El que destila más enjundia. El que se ajusta mejor a la pantalla y mejores ratos me ha dado en una butaca. El cine negro debe ser en blanco y negro, aunque hay excepciones de vistosos cromatismos (L.A. Confidential, hace pocos años). Debe

22.10.07

Sunshine: La teoría del bronceador sideral


La épica de los héroes galácticos consiste en no regresar nunca. Su aureola de leyenda se forja en las estrellas, que es el entorno más propicio para la ensoñación y la mitificación colectiva. El cine de ciencia-ficción cubre el vacío que deja el western o el cine de inspiración medievalista. El atrezzo es manifiestamente distinto, pero el patrón, los arquetipos y la estructura narrativa es, en esencia, idéntica. Sunshine es un espectáculo de ciencia-ficción perfecto; no tanto así como entretenimiento. Danny Boyle, su entusiasta gestor, peca de ingenuo, se deja llevar por la parafernalia del juego apocalíptico y olvida atender con mayor mimo a unos personajes prometedores, pero que acaban perdidos en el vértigo de su empresa.
Sunshine se las promete en su arranque: la nave conjurada a depositar en un sol moribundo una carga nuclear que lo reavive. Inverosímil, alejado de mi experiencia emocional y, al parecer, no confirmado por la ciencia, el asunto se desmadra a mitad del trayecto y los astronautas van pereciendo como moscas en un vaso de vinagre sideral. Los tópicos se acumulan sin fractura posible. Se alía la mala suerte con la predestinación galáctica y el barullo tecnológico (luces homicidas, ordenadores que se lavan las manos como Poncio Pilatos) deviene en galimatías fuera de mi alcance. Se contenta uno con haber disfrutado de 2.001, una odisea del espacio o la serie completa de Alien. No soy, es evidente, fan del género, pero hay alicientes mesurables, espacios donde sabe uno cómo moverse y de qué forma disfrutar. No aquí: Sunshine desprecia el hilo comercial de cintas de parecido formato como Armaggedon y se instala con una casi insufrible autocomplacencia en un tipo de cine pretendidamente más serio, menos conforme con los avatares de la producción hollywoodiense. Y en ese voluntarioso ejercicio cuasi new age naufraga. se abisma en tediosos planos del espacio interestelar o como quiera que se llame.
El conflicto de supervivencia suscitado en la nave (salvarse ellos, salvar a la tierra, quizá falte la animadora) se resuelve más que discretamente, sin alardes dramáticos. Todo se deja abrazar por un aburrimiento espeso, escasamente beneficiado por la muy correcta puesta en escena del director y por la contenida labor actoral de un elenco al que le podían haber dado más carnaza literaria. La calidad técnica, en estos tiempos, no conmueve. Ya estamos saturados de luces de colores y montañas rusas a las puertas de casa.

21.10.07

Cebrián, encantado y feliz...


Su voz me escoltaba al sueño y entretenía ese limbo de conciencia que lo precede. Hoy leo que no está, que el corazón le ha partido la voz que tutelaba mi ración nocturna de radio. No sé si estará en algún sitio cotejando las evidencias de la Historia con los personajes de sus pasajes. Si Escipión le estará corrigiendo algún desliz. Es probable que así sea y no tengo inconveniente en aceptar esa extravagancia metafísica. Su Rosa de los Vientos continuará aireando emociones, misterios; divulgando ciencia y congregando a una legión fiel de oyentes cómplices, dolidos hoy, aturdidos.

Killing America: El pecado, la redención y un buen cinturón de marca


Una infancia desastrada puede marcar una vida entera. Lo dijo Sigmund Freud y lo probaron en carnes propias Maculey Culkin y Drew Barrymore, Joselito y un amigo mío que todavía, a sus treinta y pico años no ha visto la luz de la sensatez y las bombillitas refulgentes de la cordura. Killing America descansa su perturbado aliento sobre esta evidencia de manual de psicología. La historia de los dos hermanos que fatigan carreteras secundarias con la perseverancia del psicópata goloso de cadáveres se contamina de una historia de un poso nihilista más que evidente, pero no estamos ante ningún tratado del comportamiento humano ni Douglas Sirk está detrás de la cámara. Estos tiempos de relativismos y de zozobra moral consienten revisiones de patrones clásicos atufadas por la sencilla, evidente y legítima vía de hacer caja mientras se escandaliza al personal. Dudo yo muchísimo que Killing America sea un experimento rentable. Es una road movie temperamental, un telefilm de calidad programable en horario nocturno, a salvo de mentes mojigatas o espíritus de constitución endeble, y no porque la casquería de su contenido ofenda o se afilie con descaro al gore tan en moda sino porque se dan por sentadas, por conocidas, por aceptadas, maneras de vivir y comportamientos que no están lo suficientemente justificados. La violencia que los hermanos protagonistas no se argumenta con el peso suficiente. La riada de muertos que van jalonando el metraje se desquicia en un punto en el que ya no nos afecta otro cadáver ni la forma en que los asesinos se deshacen de las pruebas y de la sensación de culpa. No la hay. Dura, a su beneficio, poco: setenta minutos bien llevados. Cansa, en su contra, la tozuda colección de desastres que perlan esos (escasos) minutos. La peregrinación hacia el nirvana de la redención tiene, en el tramo final, un descenso etéreo, una incursión en la epidermis del amor, pero hasta el amor adquiere cartas macabras y asistimos, entre el asombro y la indiferencia, a partes iguales, al espectáculo made in USA del declive de su imperio. ¿O no es eso lo que el título alude? No las tengo muy claras: me parece a mí que se queda uno siempre a medias. Con ganas de haber visto más y con ganas de no que este amago de cine premeditadamente vanguardista acabe, paremos el reproductor (sí, ha sido una sesión doméstica cogida de videoclub) y salgamos a la calle a pasear.

20.10.07

Bocadillos de palimpsesto

Quieren cerrar la España que abrió Santiago con su espada y dar un portazo que no soliviante a nadie, aunque saben que todo está en un silencio violentado por la agencia EFE y por las radios de los obispos y por los periódicos de los paganos. Cerrar España como un acto de fe o como un capricho.Quieren enterrar la Historia o, en todo caso, solicitar un enterrador que le dé sepultura, cristiana o laica, con la pompa y la circunstancia debida. Han sido muchos siglos de guerras y de guerrillas, de pactos y de mentiras, de dioses reventados por el ruido de la hombres y de hombres reventados por los ruidos de los dioses. Unos lampan por acabar ya con lastres del pasado y otros se frotan las manos con la posibilidad de regresar a ese pasado glorioso que ahora parece vivir en la cuerda floja. Vuelven los presidentes democráticos a la palestra mediática en una suerte de hagiografía caprichosa, más pendiente de la anécdota frivolona que del dato histórico. Vuelve Aznar con su milicia de nietos y su yerno empresario a dar unas pinceladas de su genio lingüístico. Vuelve González con la tortilla de patatas, la chaqueta de pana y la amistad rota con Alfonso, que le pasaba las notas para asaltar La Moncloa. El sueño monclovita tiene muchos adeptos. ZP sale hoy con un video ortográficamente incorrecto que va a darle cuatro año de planes de estudio y una oportunidad más para enmendar lo errado. O el desliz fonético le manda al paro, que es una oposición incómoda, que ocupa menos titulares y no trae tantos ratos de lujuria política. El poder, ya lo sabíamos, tiene su erótica y todo eso. Cuando uno habla muy alto se le entiende todo. Ellos no tienen culpa, los pobres. Es el vacío legal o el vacío cultural o el vacío moral que ocupa el prime time televisivo, que es tanto como decir el elan vital de los clásicos. España se desmembra, lo hemos escrito ya muchas veces, pero al final no llega la tijera a la costura, no alcanza el mandoble el corazón y el herido se incorpora más fuerte. Se nos educa de una forma y luego la vida borra lo que tanto esfuerzo ha costado aprender. A mí me dieron muchas clases de Historia y ahora parece que me las salté todas. Debí habérmelas saltado, bien mirado ahora. Haberme ido de parranda filológica por los bares cercanos al Instituto. Bocadillos de palimpsesto. Y una Cruzcampo, oiga. Vuelta a España: Nadal ha perdido con un argentino en el Master de Madrid. Por lo menos tenemos Master.

Perdidos

Lo terrible de ir aplazando las obligaciones es que luego no nos acordamos cómo se llevan a término. Yo estuve un mes evitando ir al dentista y el día en que me impuse la visita ya no me acordaba dónde estaba la consulta. Anduve unas horas tratando de poner en orden mi zozobra mental y terminé en un bar de ambiente en el que coincidí con un amigo que no sabía cómo ir al banco para pagar la contribución. Días después leí en la prensa que uno de un pueblo cercano al mío estuvo perdido casi una semana sin encontrar el camino de vuelta a casa. En ese limbo fue asaltado por un delincuente que le robó la cartera y el móvil, pero tan aturdido estaba por la incertidumbre del regreso que no opuso resistencia y hasta le ofreció un reloj de marca que su suegra le había regalado por el aniversario de boda. Me he preguntado si estas anomalías de orden meramente topológico suceden a todo el mundo o son cosa mía. Si en Turquía hay un tipo como yo que le da vueltas a ir al dentista y luego acaba en un bar de ambiente con un tipo turco muy parecido a mi amigo que no quiere pagar la contribución. Si en Wichita Falls hay un tipo escribiendo en su blog una historia como ésta y pensando en coincidencias felices y en anomalías ( o son convergencias) del azar. En otro orden de cosas, o es el mismo, hay políticos que también tuercen su camino y acaban en bares de ambiente, pero al político estas frivolidades de carácter animista les salen cara y tienen que plantar sobre la mesa de algún jefe la dimisión y acaparan portadas y cuñas radiofónicas. Por estas razones, no soy muy amigo de responsabilidades. Vaya a ser que no tenga coraje para llevarlas a cabo y pierda la poca confianza que tengo todavía en mí mismo. Se me ocurre, en todo caso, abrir un bar de ambiente. Uno estratégicamente colocado entre el dentista y el banco donde los despistados o los perezosos o los flojos de ánimo puedan tranquilamente beberse la vida a sorbos lentos mientras afuera la gente resuelta se hace empastes, paga sus hipotecas y da conferencias sobre el Estado del Bienestar en un Hogar del Pensionista del extrarradio. Eso o seguir escribiendo en mi blog de noche, atrincherado en esta habitación reventona de libros y de discos en la que me siento como Dios en sus nubes.

19.10.07

Ay, Cuba, así no


Canción cubana de Guillermo Cabrera Infante


¡Ay, José, así no se puede!
¡Ay, José, así no sé!
¡Ay, José, así no!
¡Ay, José, así!
¡Ay, José!
¡Ay!


Tomado de este jugoso link

Chet en vena



Miradas

Agustín Fernández Mallo

"El deslumbramiento estético sólo se da ante situaciones y objetos que nos desenfocan la mirada establecida. Entonces es cuando se regenera un género, o lo que es lo mismo, aparece uno nuevo»

18.10.07

Oze Lui


Escribe Paul Auster que la verdad, al indagar en el pasado, tiende a enturbiarse pronto. Razonadamente, la verdad es inamovible, su tozuda esencia escapa a los límites del tiempo y del espacio, pero basta con pensar en la Historia, la reciente, la registrada en los libros, para acceder a una revelación de sólida vigencia: la verdad es el flexible y poroso material del que están hechas las leyes del mercado. O las leyes de la ordenación territorial. O las leyes de la inversión lingüística. Viene este arrebato escolástico cogido a vuelatecla por la cada día menos sorprendente, por vista, por cargante, historia de lo español y de lo catalán que Carod Rovira anoche en TVE sacó a colación cuando un ciudadano vallisoletano le espetó con un educado, pero inconveniente José Luís.
El programa de la tele de todos quiere ser un espacio de confraternización entre la ciudadanía y la clase política, una especie de puesta en común de lo que nos une y lo que nos separa, todo muy bien compartimentado, administrado como si se tratara de la puesta de largo de la hija de un señorito de pueblo con aspiraciones. Ni Rajoy ni Zapatero encandilaron mi atención. El problema es mío, lo sé. Cierto desapego de las manifestaciones de estos gestores de lo público que quieren, en el fondo, perpetuar su ideario, planificar con eficacia su futuro. Como todos.
Asunto Carod Rovira: el hombre realizó un atropello verbal sin concesiones. Una refriega a nivel sintáctico que evidenció la importancia de las palabras en este mundo digital de unos y de ceros. La trama a cuenta de la exclusión social de lo español en Cataluña o de lo catalán en España es un argumento de barra de bar, una cháchara maravillosa para entretener cañas con los amigos, pero si la cosa es tomada excesivamente en serio (no lo dudo si los contendientes afilan sus armas y consideran que la vida o algo más les va en la batalla) me parece que la frivolidad será un lujo y todos andaremos (es un decir) cuidando qué decimos y dónde, vaya a ser que incomode a alguien y tengamos que justificar nuestra inocencia en materia idiomática. No sé catalán ni quiero saberlo, venía a decir una señora objeto también de la ira del interpelado. El disparate de españolear lo catalán es el mismo disparate que tratar de catalanizar lo intrínseca y genuinamente hispano. Así no entra en la lógica cartesiana de las verdades recíprocas, fuera del espacio y del tiempo, que a un ciudadano de Aranda de Ebro o de Montilla del Palancar que emigre a Martorell le obliguen, ley en mano, a parlar la lengua de Pla, le plazca o no. Que opinión tendrá.
El charnego, el proteico héroe de Marsé, ese obrero de su estómago que respeta la mano que le da de comer, pero nunca acaba por sentirse parte del escenario, sino mero transportista del atrezzo, es parte vinculada a la Historia que Carod Rovira reivindica, lengua incluída en el lote. Y no es cosa de que la cavernaria heredad de símbolos funcione sólo hacia un lado. La verdad incomoda cuando nos beneficia poco o directamente nos elude. Y el pobre ciudadano vallisoletano increpado por el político de ERC se encontró en una polémica que no pretendía suscitar. El talibanismo lingüístico no pasará de mañana. La memoria se apresta a ocuparse lo justo en cuestiones limítrofes, accesorias, de escasa importancia. Ésta, a pesar de la masiva preocupación de toda la prensa por el asunto, también.
Andy Warhol, visionario, predijo el minuto de gloria del ciudadano ordinario que aparece en televisión. Paul Auster se fija en lo turbio, en la farragosa y empantanada escritura de los siglos, que modifica a placer los significados de las palabras, las condiciones fundamentales para que podamos entendernos sin tener que atropellarnos.

Aquí todos flotamos



Derry, Maine: Pennywise, el payaso comemiedos, enfrentado a Los perdedores, que son, sin orden preciso, Bill Denbrough, Ben Hanscom, Beverly Marsh, Richie Tozier, Eddie Kaspbrak, Mike Hanlon y Stan Uris. El demonio lleva trescientos años agazapado en la sombra, escondido en las cañerías, vigilando el sueño de los niños como un súcubo asexuado. Mi amigo Antonio Sánchez ha viajado varias veces a su reino y ha visto un barquito de papel y una tortuga y un bibliotecario tímido y un amor imposible. Aquí todos flotamos. Anoche soñé con el payaso cabronazo. ¿Será una premonición, será un aviso de algo? Mejor vuelvo a Juan Ramón Jiménez.

Otro jazz es posible: Koop


Los caminos del jazz son inescrutables y mi erudición en la materia no entra en debates sobre si Dios se deja querer por la síncopa o es más amigo del bolero o del hip hop. Cayó ayer en mis manos, es una forma de hablar, un disco de jazz moderno, uno de esos que se escuchan con escepticismo, pero que acaban por provocarnos sincero disfrute. Lo firma un grupo sueco (Markus Zingmark y Oscar Simonsson) que factura jazz electrónico o jazz étnico o jazz post-jazz o jazz minimalista. El grupo se llama Koop y el disco Waltz for Koop (2.001)Todo depende del adjetivo rimbombante que tengamos a mano. A mí me envía a esos pubs oscuros donde pijos y despistados inventan la fraternidad del gin tonic. Unas altavoces pequeñitos bombardean bajos industriales. Una camarera con familia rumana gestiona los licores con sonrisa martini y un tipo al que le han fallado los anabolizantes habla por un móvil junto a una elegante lámina del skyline neoyorkino. Pubs de toda la vida, pubs afiliados al swing de las seis de la tarde, cuando los agentes inmobiliarios hacen una parada en su tráfago callejero y se toman un té de hierbas birmanas. Entonces la voz de Cecilia Stalin endulza el aire y la tarde adelgaza su vértigo. La noche saquea los restos de entusiasmo en una pareja de conversación sembrada de imprecaciones y un piano anónimo flanquea el ingreso de los amantes en un beso de reconciliación. Koop: la banda sonora de la decadencia de Occidente. ¿ Más o menos ?
Los caminos del jazz son inescrutables. Miles Davis no pondría el grito en el cielo. Probablemente mascullaría tres advocaciones a la madre que parió el bebop y ensayaría, cabeza abajo, gafas negras monumentales y rostro desencajado por el poderoso influjo de los astros, las notas de Waltz for Koop, la melodía que da título a este estupendo disco de jazz vanguardista o de jazz deshilachado o de jazz promiscuo o de jazz vacilón. Etéreo, lujurioso, relajante, convincente. Un descanso después de llevar unos días con la integral de Bill Evans en Verve. No me pidan que elija, pero Koop tiene su enganche. Dueños de pubs, cómprenlo. Herbie Hancock seguro que lo tiene en su discoteca particular.

17.10.07

Promesas del Este: El gángster lírico


"En las prisiones rusas llevas tu vida en forma de tatuajes. Si no tienes tatuajes, no existes". (Un comisario de Scotland Yard, en el film)



David Cronenberg está tocado por la gracia y Promesas del Este es la evidencia de su magisterio. Su poética sigue siendo de naturaleza enfermiza, su aliento es el morbo y continúa inasequible al desaliento creativo, pero se ha plegado a la industria o, expresado de otra manera, la industria ha cedido una parte de su territorio limpio y ajeno a escándalos y le ha permitido crear lo que sabe: personajes abocados a la tragedia, paisajes tenebrosos de cuerpos bordeando siempre el límite, la sociedad paranoica. Cronenberg, que está enfermo, parte de géneros cuyas convenciones está dispuesto a invertir. Ese revisionismo deconstructivo burla la apariencia de cine críptico que normalmente se asocia a todos los creadores rev0lucionarios. Lo que le interesa a Cronenberg no es hacer un lenguaje nuevo. Tampoco cuestionarse (y cuestionarnos) la naturaleza maleable de la narrativa cinematográfica, que puede ser coherente en la ciencia ficción, en el peplum o en el gore nauseabundo con tal de manejar con sobriedad y estilo los mínimos elementos formales que la conforman. De lo que se trata es de contar historias, y disfrutar con el revés de su textura más explícita.
Los mundos de Cronenberg siguen siendo angustiosos, de una crudeza visual que tal vez sólo se atreve a filmar Lynch, otro maestro de lo desapacible, aunque menos afincado en los territorios de la comercialidad (véase la fractura mental que produce Inland Empire,que hoy he alquilado en un videoclub para darle un segundo visionado, en un espectador despistado). Si Una historia de violencia exploraba, al modo de un Shane pop, la naturaleza inconmovible del ser humano, su inequívoca tendencia a la violencia y a la rendición a los instintos, Promesas del Este adopta una postura menos radical, aunque de esencias similares. El chófer del mafioso ruso afincado en Londres es un paradigma del sujeto plenipotenciario, aunque atrincherado en la cómoda fachada de su oficio. Ajeno, en apariencia, al vértigo de los negocios de su jefe, pero sensible a las desgracias ajenas y secreto demiurgo de su redención. Lejos de la mecánica quirúrgica que ha poblado el cine de Cronenberg, su nuevo delirio apela a consideraciones más terrenas: es cine convencional, exento de la rebuscada moral de antaño, menos transgresor, aunque de una contundencia expositiva igual de eficaz. Tan sólo hay que ver el arranque portentoso del film, su violencia directa, que no es gratuita y sobre la que se apoya la mayor parte de la trama. Este cuento de Navidad tiene también su final feliz, su concesión a la ternura.
Que Promesas de Este sea una obra de encargo - también lo fue Una historia de violencia - informa sobre la necesidad del autor de alcanzar un público mayor y entrar en el mainstream de forma ya duradera. Un envidiable elenco da a Cronenberg libertad para centrarse en matices, en colores, en gestos: Armin Mueller-Stahl, Viggo Mortensen, Vincent Cassell y Naomi Watts bordan (sencillamente bordan) sus papeles. Los personajes de Promesas del Este deambulan por la tenebrosa ciudad de Londres con su carga de culpas y de expiaciones, con su mitología y sus códigos. Los clanes de la mafia rusa exaltan una ciudad subterránea, aunque visible, inédita, fotografiada con mimo y aupada como casi un personaje más a la historia.
La nobleza de los gángsters al uso, su despiadada pero razonable pericia en hacer el mal no tiene en éstos solución de continuidad alguna. Es fascinante la composición que realiza Mueller-Stahl del patriarca ruso, el dueño del restaurante. O su hijo, un inspirado Vincent Cassell. Caso aparte, mención aparte, comentario aparte merece Viggo Mortensen, un actor metódico, ilustrado, conocedor del oficio y creíble en todo lo que hace. Incluyendo Alatriste, a pesar de su arrastrada fonética.
Promesas del Este avanza a brazadas cortas, sin el estruendo de otras cintas de compartido aliento. No se corta en ser dura cuando la dureza es precisa (la barbería, los baños, el "maquilllaje" del mafioso sacrificado) y tampoco disimula su querencia por el tránsito suave, por el melodrama pausado, tierno. Habla de gente corriente empujada a situaciones extraordinarias. Habla de situaciones extraordinarias solventadas con ideas sencillas de gente corriente. Y el final, no conviene nunca explicar la belleza de los finales cuando son realmente hermosos, convence, y de qué forma.
En otro orden de cosas, asistimos (y esto es una novedad) a un Cronenberg piadoso, conmiserativo, regenerado de sus incursiones en la epidermis de la maldad y arrojado, como un ángel de luz, como un experto en la raíz canalla del ser humano y súbitamente instalado en una ONG de la moral. El final de Promesas del Este es un cántico diáfano, un poema en prosa cinematográfica dedicado a la templanza. Un manual del gángster lírico. Podría (es cosa de ver la película y apreciar el giro formal) suceder que todo se acogiese a la venganza. Scorsese se siente más cómodo en no dejar títere con cabeza y arramblar con todos los flecos del mal, sin dejar ninguno libre, aireando (orgulloso) su tropelía. Pero no nos engañemos con este súbito ingreso en la hermandad de las buenas obras: Cronenberg sigue escondiendo en su manga los ases ensangrentados, la perversión de sus reflexiones morales y, sobre todo, la lúcida comprensión de la violencia, de la infelicidad, del abandono y de la infamia como verdaderos motores de la naturaleza humana.
Se reinicia el noir clásico en este siglo XXI: no habíamos tenido candidatos. Lo sórdido se matrimonia con la ternura, el asesino lleva un libro de Walt Whitman bajo el brazo.
posdata:
la pelea en los baños turcos, cuatro minutos de salvajismo puro, precisaron cuatro días de rodaje y casi dos semanas de ensayo. Viggo Mortensen, desnudo, obra el prodigio de que la violencia (la de Cronenberg) sea soportada, contemplada como un episodio más de la condición humana. Malraux la vería con gusto: también hay nihilismo en la obra del director canadiense.
Obra maestra.

16.10.07

Cultura para todos

El martes 9 de Junio de 1.987 TVE-1 programaba Estación Termini dentro de un ciclo dedicado a Jennifer Jones. Al acabar añadían un corto de once minutos (El puerto de mi ciudad), daban el Telediario 3, con su Teledeporte, y el inmarcesible Testimonio.
¿Alguien en su sano juicio mediático imagina que los jerifaltes de la depauperada y roma TVE - u otra del ramo privado, es lo mismo - conciba ahora un ciclo dedicado a Jennifer Jones? ¿ A las diez de la noche ? ¿ En el sinfónico prime-time? ¿En la primera cadena tal vez ? La época dorada en la que la cultura cinematográfica era mimada en la televisión ha devenido (prodigios del euro) en esta época tenebrosa, vacua, pestilente, en la que una jaca siliconada con ínfula de estrella anuncia a la engolosinada feligresía las veces que un torero de relumbrón la cubrió en una sola noche. Cuando no la cubre un torero le acortija la cintura un señorito feudal recién divorciado de una cupletista en horas bajas. Es lo mismo. Todo entra. Todo se aviene al negocio.
La práctica amatoria apesta por frívola y por indecente, pero no siempre la televisión acude a las cabriolas galantes de sus títeres sino que posee programas de extraordinario valor formativo. Ejemplo: Mira quién baila, un ejercicio de inclinaciones voudevilescas que ameniza los lunes por la noche el retiro familiar alrededor de la mesa camilla.
Caso de que uno muestre cierto interés en abonar el ocio con materiales más nobles debe soltar la pasta que los imperios del satélite solicitan por el intercambio.
Ya lo decían Les Luthiers: "Cultura para todos, en su horario habitual de las tres de la madrugada".

Planeta


Millás e Izaguirre se alzan anoche con el Planeta. Las voces escépticas ya han ajustado un comentario. En realidad, dos. Uno: que los dos son asalariados del mismo consorcio comunicativo. Dos: que las letras españolas van en picado quién sabe Dios hacia dónde al premiar a Izaguirre, famoso por sus exabruptos, por su histrionismo. Savater ha quedado fuera. Si Cervantes viviese todavía (o Clarín o Baroja o Unamuno o Galdós) también habrían quedado fuera. Es lo que tiene escribir bajo plica. Llamarse Francisco Umbral y firmar como Byron Pérez o como Peter Panegírico. La vida, bajo plica, también sería otra cosa. Podríamos ir por ahí siendo lo que verdaderamente somos. No tener que ser responsables de nuestros actos y atrincherarnos en la solvencia de un jurado que, salvo causas mayores, no va a hacer manifestación pública de nuestro verdadero nombre. Un amigo mío dice no ser nada más que simulacro, impostación y simulacro. Anoche, sin ir más lejos, al oir que Izaguirre había conseguido ser finalista del Planeta me llamó, turbado y nervioso. Ya ha empezado a escribir una novela para la próxima edición. Me dijo que no sabe el título, pero que su seudónimo será Boris Izaguirre. Yo mismo, hace años, me presenté a un concurso de poesía de un pueblito de montaña y casi gano. Tuve el chivatazo (no sé las causas) de que mi obra había sido excelentemente considerada. Luego se llevó la pompa y la fanfarria un vate local, cronista de la vida mariana de la villa. Firmaba con la marca Gladiolo Inmarcesible. Yo todavía ando buscando un alias de tronío. Para la vida, no para la literatura. Millás no es Millás en verdad. Izaguirre también es un engaño.

15.10.07

"Et introibo ad altare Dei..."


Misa tridentina, cuarenta años después, a espaldas del espíritu innovador del Concilio Vaticano II, que consintió la gracia de que los servicios fuesen oficiados en la lengua nativa de los creyentes. Así que liturgia en latín. Y hebreo y griego para algunas partes. No se permite acompañamiento musical. Nada del rasgueo de la guitarra o el coro familiar tradicional. Todo sobrio. Todo críptico, diríamos. Los fieles no pueden leer pasajes bíblicos ni recibir la hostia en la mano. Sólo canto gregoriano y el sinuoso tránsito del órgano. Quienes entienden de fe arguyen que la misa tridentina subraya más enfáticamente el misterio de la comunión con Dios y "la presencia del sacrificio". La medida tiene sus detractores. Digo detractores de misa diaria: sostienen que no van a entender los misterios de la fe y la voz de Cristo si se la explican en una lengua foránea. El sacerdote, de vuelta a la congregación, o de cara a Dios, sólo necesita que un grupo de fieles soliciten la inversión lingüística. Esta misa a la carta, en estos tiempos de zozobra cristiana y relativismo moral, puede ser una medida caprichosa. Ciertamente no sé entrar a saco. Perdí la posibilidad de comprender las metáforas de la santa Iglesia hace tiempo. No dudo que el criterio de que el idioma del oficio sea el mismo en que hablaron los primeros cristianos marque la traída decisión del Papa. La Iglesia lleva dos milenios atrincherada en su atalaya etérea y sublimada. El simbolismo recuperado, la misa romana recargada de la pompa antigua, concitará aplausos (es un decir) y repulsas (otro), pero no razono este arcaismo remozado: se me escapa, por incompetente, no me cabe duda, comprender lo que no está en mi tino. Ya he oído que esta nueva misa tiene como un aire clandestino, de furtivismo, de rito escondido, de Agnus Dei a golpes en el pecho, de nubes de incienso galopando el aire. También que es un retroceso, un golpe de efecto vintage que inevitablemente trae volutas franquistas en el trayecto. No va por ahí el asunto. No debe a la vista de la Historia de la Iglesia y la Historia de la Dictadura en España. No hay hilazón, quizá tan sólo ciertas adherencias. Un cura, en la radio, hace unos días que rezaba porque ningún feligrés le pidiese hacer la homilía en latín. Mejor en inglés, decía. Le gustaba Frank Sinatra.

Vértigo de símbolos


Ley de amnesia histórica, total, para lo visto, mejor titular así el invento. Unos acuden a la nostalgia para evidenciar los desastres de la guerra y el injusto reparto de las medallas y otros contemplan la inconveniencia de remover el estiércol, aunque algunos prefieran el tufo, la imagen del hueso en la fosa perdida en Teruel o en Albacete, si con ello dignifican a sus muertos y escriben en la Historia otro renglón. Suele pasar con los libros de texto que glosan el decurso de los siglos y sus batallas: que los escriben a muerto pasado, que se plagian a sí mismos y fomentan, tal vez sin ánimo de sangre, la contienda, el feroz cainismo que ha caracterizado (siglos, milenios) el rastro que el Hombre (así, en mayúscula) ha ido abandonando en poblados, caminos y civilizaciones.
La relevancia de esta iniciativa parlamentaria no agrada a todos. Ninguna, al cabo, lo hace. Siempre hay quisquillosos, amigos de la trifulca, genios de su tarima que arriman al debate un poso de disgusto por ver si salpican, en el territorio de la crispación, el propio texto y sale a trompicones, malhadado, incrustado en la discordia antes de que vea la luz. Mucho antes.
Hay hasta periódicos (Público) que piden a su feligresía que delaten (es el verbo exacto) las calles, monumentos, parques o rinconcitos con nombre de personaje del franquismo. En estos tiempos de talante levantisco, de ética justicialista, de compensaciones históricas a la vera de la Constitución y de un puñado valiente de políticos dispuestos a escribir en cuatro años lo que nadie ha garabateado en veinte centurias, conviene una ley de revisión histórica, claro que sí. Conviene para templar los ánimos, pero no conviene para exacerbarlos. La retirada de símbolos franquistas, la restitución a los parias de la guerra de la dignidad arrebatada por los vencedores, puede convenir para que el país avance y restañe las heridad definitivamente, pero tal vez estaban ya cerradas y este activismo tan sólo ausculte una parte del corazón mutilado. La otra, alguna otra, nunca va a ser curada. Da igual que sea el lado vencedor o el lado vencido. Lados, en todo caso, atropellados por la saña de unos vecinos mal aconsejados en un contexto demasiado propicio para los malos consejos. Las guerras se escriben así. Luego es siempre tarde y el hombre arrebata al hombre su pequeña parte del paraíso.
"Escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura": ése es el patrimonio a retirar. Retirada de símbolos, derogación de leyes franquistas, prestaciones a familiares de represaliados de la dictadura, reparación moral, declaración expresa del carácter injusto de las condenas realizados por tribunales franquistas... Pues todo eso suena a gloria bendita, pero tenemos que andar con sigilo, sin hacer excesivo ruido. Vaya a ser que estos legítimos mecanismos de compensación enfanguen más que adecenten, vaya a ocurrir que la bondad de su espíritu abra lo que, en verdad, estaba encerrado. ¿ Habrá tacto para apartar a unos y llamar a otros ? ¿ Era en verdad necesaria esta historia de fantasmas recuperados ?
Las variadas formas de entender la ciudadanía están a la orden del día. Zapatero y Rajoy no se bajan de su condición de líderes de la opinión de varios millones de españoles naufragados en este mar de incertidumbres. Será, en el fondo, un naufragio legitimado en las urnas. Uno lo suficientemente representativo como para encabronar a unos y apaciguar a otros: extremos de una guerra que todavía colea (13 rosas) en el imaginario colectivo. Que acabe pronto. La vida, a pesar de algunos, sigue. Y en el reparto de prebendas y galones en el expediente ya tenemos una ristra notoria de partidos en contra. Unos, por considerar que la ley no llega; otros porque abusa. Los muertos, entre tanto, no han sido resucitados para tener en cuenta sus consideraciones. Descansen en paz, pero no los dejan. Yo, lego en política y en su alambique de intereses, me pregunto si al final todo esto no incendiará conciencias de generaciones futuras, ajenas a este vértigo de símbolos.

El orfanato: Wendy acorralada




Hay una razonable regla que prescribe que el cine español de aliento gótico murió (y creció) con Narciso Ibáñez Serrador, pero Alejandro Amenábar torció el patrón y facturó un sobresaliente ejercicio de cine de fantasmas aureolado de melodrama y de puro fantastique. Juan Antonio Bayona, el director de El orfanato, arma otra sólida excepción y, sin llegar al clasicismo de Amenábar o a la visceralidad de Ibáñez Serrador, recupera - de cara a la galería patria - el género de una manera esperemos que definitiva.
Todo cuanto podamos argüir para derribar el general tono de magnificencia adjudicada a la cinta no deja de ser exceso de crítico comprometido con su imparcialidad - o somos todos inequívocamente parciales y de eso, en el fondo, se trata -, un arrebato de intransigencia. Porque El orfanato es una película muy interesante y sus aciertos brillan por encima de sus (naturales) deficiencias. Además el cine, como industria, precisa de orfanatos como éste, que prestigian nuestra cartelera y procuran, en el exterior, una imagen que hasta ahora únicamente tenía firma manchega o puntuales productos ya instalados en la memoria del tiempo (Bardem, Saura, Erice, Neville, Berlanga). Más que una película (o al tiempo que una película) El orfanato es un camino por donde debe discurrir la industria del cine para regocijo propio y extraño y consolidación de un mercado y de unas expectativas de lucro razonables y dignas.
Bayona, que proviene del videoclip, relaja el dinamismo propio de la escritura concisa de tres minutos de canción para filmar una historia de terror que en ningún momento acude al inventario previsible de sustos sincopados, que el cine americano de idéntico pulso recoge a la perfección, pero que recolecta, artesanalmente tal vez, voces, timbres, ecos, paisajes y sonoridades ya vistas. Pareciera que la película ya ha sido vista, y esa impresión late durante alguna parte del metraje. No así al final, poético, excelso, chivado por un productor como Guillermo del Toro para imprimir al film el aire que le gusta, esa mixtura especial en donde los sueños, la realidad, los cuentos y la voracidad de la vida se abrazan para crear un armazón narrativo único, relevante, digno de figurar en nuestra memoria tiempo después de haber asistido a su escenificación.
El orfanato es una pieza irregular, eso es seguro. Dura demasiado: podría no incurrir en el recurso del relleno, pero estimula incluso en esos pedazos huecos, posiblemente difíciles de hilvanar con el asunto principal del film. Hay personajes perdidos, incluso desaparecidos. Esta evidencia incuestionable posee su justificación: toda la cinta reposa sobre los huesudos hombros de Belén Rueda, que está sublime. Es una película absolutamente volcada sobre la sentimentalidad de un personaje arrojado al borde del abismo y zarandeado en ese umbral por fuerzas que no conoce y a las que debe rendir el debido respeto. El portentoso guión de Sergio G. Sánchez, que tardó en escribir diez años, según cuenta en alguna entrevista de prensa, posibilita el artificio fantástico, la bruma del cuento gótico al que hacía referencia al arrancar esta reseña. La impecable factura técnica deslumbra por encima de la certeza de saber que estamos asistiendo a un revuelto de escenas vistas durante toda la vida en multitud de cintas. Se excusa: Bayona reformula los clichés, los angosta en un dibujo muy preciso de caracteres, en un alarde fastuoso de conocimiento del cine clásico. A mí me pareció que Hitchcock hubiese disfrutado con ella, pero habrá quien me niegue ese capricho. Mío es.
Ajeno a sensiblerías, Bayona ha construido un espacio fílmico sensible. No es lo mismo. Que nadie espere un melodrama, un tour de force interpretativo sustentado por diálogos sobresalientes. No hacen falta. El (insisto) inteligente guión pespunta ideas que no precisan costuras posteriores. Ni alardes semánticos. Todo lo que se dice está muy bien dicho, y no podía ser dicho otra manera.
Si el espectador no es amigo de la infancia como motor de una historia y le cargan los paisajes idealizados alrededor de la bruma y del misterio, entonces ésta no es su película. El orfanato abusa de esa atmósfera intrigante, de servidumbres clásicas y estilo visual tenebroso. El relato íntimo de la niña Laura (Belén Rueda) y de su hijo adoptado es una extensión moderna del cuento a lo Poe o a lo Lovecraft, pero sin el concurso de entidades maléficas. El horror al que asistimos es de naturaleza poética: perturba, pero no satura; conmociona, pero no escandaliza. Todo está mecido por la inversión del mito de Peter Pan y su prole de niños perdidos que quieren, en el fondo del túnel de las metáforas, volver a la vida o, en todo caso, que la vida haga algo para que su letargo (su sueño plácido, su cosmos de juegos y de silencio) se parezca lo más posible a ella. Esta deconstrucción es la apuesta inigualable de Bayona: una puesta al día del poder de la fe y cómo las creencias pueden abrir mundos nuevos y consentir que entremos en ellos. El efecto Poltergeist podría haber sido omitido. Es la parte más endeble, a pesar de ser una de las más vistosas y mejor montadas. Tampoco Geraldine Chaplin hace creíble un personaje meramente casual, apenas relevante en el trayecto narrativo del film.
Este cronista de sus vicios no disfrutó, aunque lo parezca, tanto como quisiera: se dejó llevar por un exceso de amor por el género y no respondió con la entrega adecuada. Sólo se sintió aliviado, recompensado, cuando asistió al vértigo final, a ese prodigioso y contenido episodio de poesía pura. Laura/Wendy es la heroína de esta arriesgada (y saludable, y lograda) historia de fantasmas. No es la heroína atemorizada de Los otros porque aquélla descubría la verdad con temor y ésta, he aquí el sobresaliente giro, busca la verdad para perderse en ella y, en última instancia, perderse también.

14.10.07

Admiración, decesos, ignorancia

Lo ha escrito José Luis García Martín en su columna Ventana de papel del suplemento cultural del ABC. "Envejecer es perder la capacidad de admiración". Los años acaban anestesiendo la fascinación, el asombro, la luminosa evidencia de la belleza o de la inteligencia. Quizá ambos términos sean el mismo o los dos bosquejen una aspiración idéntica. La estética, probablemente. El fervor entusiasta convertido en rutina, la orfandad de la cultura, eso queda. El andamiaje de los años consiente libros, discos, películas, los vicios confesables que alumbran el título de este blog personal, caótico, dúctil y visionario. En el corazón de este escritor doméstico late la idea de García Martín. Y leo que Moneypenny (Lois Maxwell) ha muerto. 007 no lo sabe.

13.10.07

Terciopelo azul: El mundo es extraño



En las películas de David Lynch hay siempre un desajuste moral, una especie de disonancia que, en casos extremos, obsequia al espectador avezado con un espectáculo grandioso de perversión, de retorcimiento, pero Lynch nunca cae en lo chabacano, jamás se permite la licenciosa gratuidad de consentir frivolidades, sentimientos de naturaleza plana: todo en él propende a lo convulso, todo se escora estruondosamente a la anomalía. Ahí reside su singularidad y su voz incuestionable en el cine de los últimos casi treinta años. Su periplo como director es un viaje azaroso a lo tenebroso del alma humana, un recorrido minucioso por el vicio, por el pecado, por la soledad y por la angustia: como un Tom Waits que se acodara en la barra de un bar y cantara/contara las broncas del cuerpo, los espasmos del alma y las tinieblas del corazón.Nadie como Lynch para transmitir ambientes, sensaciones, colores: "El mundo es extraño", dice un personaje de Terciopelo azul y no se nos va de la cabeza la oreja cortada en el césped, como premonición de lo que va a continuar, todo ese desfile de personaje al borde de la locura o locos en posesión de una conciencia exacta de su desatino. Siempre que Lynch tenga control sobre el proceso final de su trabajo, hay que esperar productos de mucha altura o de mucha hondura, cine auténtico, visceral, entregado desde su vértigo. Eso pasó con Terciopelo azul.
Lynch venía de hacer Dune, que fue un desastre enorme. Dino de Laurentiis, el productor, juró no volver a contar con un alucinado, según dijo en prensa y David juró no contar con un hombre de miras tan cortas, aunque probablemente ninguno de los dos se expresó con esta dulzura semántica. Todo fue mentira: volvieron a verse en esta cinta y el productor decidió asumir su error en Dune y dar al director carta blanca para hacer la película que quisiese. Afortunadamente.
Una cámara sinuosa recorre el confort de una confortable calle de viviendas familiares. Estamos en Lumbort, un pueblo maderero que parece pintado para que Lynch lo refunda con su paleta de colores. Todo es seguridad, plácida seguridad. La oreja humana en la hierba del jardín, al tiempo que Bobby Vinton desgrana la inmortal Blue velvet, nos devuelve al cerebro de Lynch, a su iconografía rupturista, a su pacto con lo retorcido. Un anciano tiene lo que parece un infarto: la obstrucción de su manguera es el colapso de su corazón en una toma genial de concisión gráfica. Jeffrey (Kyle MacLachlan ) comienza aquí a penetrar en el infierno mismo. Él será el conductor de ese infierno compartido que hace que su mundo perfecto de novia estable (la aquí estupenda Laura Dern ) se tambalee al entrar en un mundo canalla de sadomasoquismo, cabaret y luz de puticlub que encarnan Dorothy Vallens (Isabella Rossellini ) y Frank Booth (Dennis Hopper ), cantante de club y enloquecido traficante de drogas, respectivamente. Jeffrey es el voyeur asombrado de lo que, pero incapaz de mirar hacia otro lado. Su ojo es el nuestro: su asombro, el nuestro. Jeffrey, sin quererlo del todo, se inviste de investigador de lo real: escruta lo visible para encontrar lo cercenado, las orejas en la hierba, lo que no debe estar, pero aparece.El tono enfermizo del color, el arriesgado uso de la música, que en todo momento dirige la escala de sentimientos que van adquiriendo, conforme la oscura trama avanza, todos los protagonistas.
Luego Tarantino o Scorsese han usado con igual talento el score, la banda sonora, pero aquí el manejo de las canciones es magistral. Lo que cuenta Terciopelo azul es la máscara de la América idílica, su fracaso, el endulzado envoltorio y la bilis fluyendo como un veneno debajo, aunque Lynch nos da una lección inmejorable de cómo contar una historia (un secuestro, digamos) y asumir, como espectadores embaucados, que la historia no podía haber sido contada de otra manera. Eso creo yo que es la magia de un director. Y Lynch lo es ( al menos aquí ) en grado muy sumo.Y tiene uno de los mejores finales que yo haya visto: un regreso brusco al lugar de donde partimos, una negación a la tremenda de todo lo que hemos visto. Como si Tom Waits se rebajase a contarnos el numen que lo ilumina y nos confesase, entre bourbon y calada de cigarro, aunque diga que no bebe y que ya fuma, todos los secretos de su corazón salvaje, podrido y único. Y los pájaros trinan y el mundo sigue girando a pesar de que hemos asistido a una sesión golfa de maligna belleza.
El mundo es extraño.

Muros



São Paulo, Brasil. Lo que se ve a la izquierda de la fotografía es la favela do Morumbi. Lo de la derecha no tiene nombre: yo, al menos, no he encontrado nombre alguno en ningún sitio. El muro que se ve es un muro de verdad. No es un efecto óptico. O una manipulación obrada a base de Photoshop. Y este muro no es el más infame. Tampoco el más indigno. Los hay en muchas ciudades del mundo. O entre muchos países. Muros de hormigón y muros mentales. Muros hechos de pedacitos de ilusiones y muros levantados con el miedo de quienes, en el lado pobre, creen que se les va a venir encima. Los pobres admiten la mala fortuna como el timón arcano de sus descarriadas vidas. Los ricos carecen de la fantasía metafísica del azar. Saben que nada se les va a echar encima. Lo construyeron a conciencia. Invierten demasiado para que ninguna sorpresa les estropee las vistas. Éstas, las de la increíble foto, son imponentes. Amplie el curioso lector la imagen. Aumentada, repugna todavía más.

12.10.07

Yo soy la Juani : Caspa show


Hace tiempo que el cine español dejó la brocha gorda y la caspa, el destape brutal y los salidos de discoteca para ganarse un reconocimiento internacional. Era aquel cine de la posguerra un divertimento minúsculo que amenizaba el hambre y hacía olvidar los rigores del franquismo. Como generalizar siempre es contraproducente, no le robamos alguna pieza maestra ( Bardem, Berlanga, Neville ) ni le echamos en cara nada. Nuestra gloriosa transición trajo otros sainetes y produjo cintas donde campaban más alegremente las epidermis que nunca pudimos ver. Pubis al sol y gloriosa carne pudorosamente guardada para la ocasión. Y poco más. En ese tramo de nuestra cinematografía nace Bigas Luna, que se encuadra en el verismo a la italiana de un Ferrari o en el cuadro de costumbres de las primeras cintas de Tinto Brass, aunque un poco menos aceleradas de provocación.
El cine de Luna contiene la semilla de la rancia herencia tardofranquista y, al tiempo, un contenido dramático más espeso, más profundo: sus personajes son siempre nítidamente identificables, poseen su sello de la casa. Desde el Javier Bardem chulesco de Huevos de Oro o Jamón, jamón a esta Yo soy la Juani decidida y meteórica hacia su estrellato particular, que Verónica Echegui recrea con pasmosa naturalidad. Todo por un sueño, podríamos decir. La Juani deja su barrio, su marginalidad y se atraganta de Madrid. Ahí está la mejor parte del film: esa zambullida en los centros comerciales, en la vida fácil a lo Pretty woman, en los arquetipos del lumpen de la ciudad y la Juani se topa, de bruces, espectacularmente, con toda la calaña más ruín. Bigas Luna es hábil en fotografiar ese mundo de las afueras; siempre lo hizo y siempre lo hizo con pasión.
No falta el bacalao ( excesivo, en mi opinión ) y los nuevos iconos de la modernidad: el tuning, los móviles. A todo esta ensalada de peripecias de los clanes urbanos se le pone una estética de videoclip de MTV y garantizamos una taquilla más holgada porque Bigas Luna ha hecho, a su pesar, su mejor película impersonal: la que más se escora de su universo plástico.Y en el fondo uno ve a Bigas Luna como artista plástico, más que como contador de historias. Las imágenes moldean el texto: no al revés. La evidencia absoluta de esa conciencia artística hace que, en ocasiones, no se preocupe de que lo que narra agote las posibilidades ( enormes ) que se expanden a cada fotograma.
Un director de recorrido largo, que suele quedarse en una distancia más corta, pero a distancia de otros que, menos alucinados con los colorines y con los iconos de la España mediterránea y castiza-total, ni dan la talla en una cosa ni la dan en la otra.No podemos esperar de Bigas Luna la película total: nunca la ha dado, salvo Las edades de Lulú. Hace con esmero y con impecable estilo su oficio, que es hacernos ver sus sueños, sus rarezas, sus vicios.Antaño forjador de machos completos ( Bardem es su alter ego ), ahora ha consentido volcar su imaginario en el femenino doméstico, pintando una Juani perfecta, impagable. Fuera de ese retrato, que borda, la película es corta, fácilmente olvidable.Quizá su anticipada ausencia de solemnidad la haga más digna: tal vez. Rayana en lo hortera, Yo soy la Juani gustará ( y mucho ) a ese público adolescente que se identifica con el rosario de referentes kitsch que adornan voluptuosamente el metraje.
Como, a tenor de la productora, si la cosa va bien hay segunda parte ( Juani Hollywood ), habrá que ir haciéndonos a la idea de que para verano tendremos una Juani neoyorkina, hocicando su provincianismo en los escaparates de Tiffany's o buscando curro en alguna pizzeria del Bronx. Todo por un sueño.Lo mejor, sus títulos de crédito graffiteros y esa Juani completa, anónima, que se perfila nuevo hallazgo de este pulidor de promesas amateurs. Ah, y la idea subrepticia de que la creatividad nace en las afueras y luego es transportada al centro, que copia sus modelos y los vende como suyos. Esta idea no es nueva: sólo hay que ver la publicidad actual o cómo el propio lenguaje que usamos nace de la calle, de los extrarradios, y se van imponiendo hasta adquirir status de uso habitual, bendecido por la R.A.E, pero esa es otra historia y esto es una página de cine, y no de semiótica. Yo he tenido que verla en dos ocasiones. Una con curiosidad. La segunda, forzado, a regañadientes. La impresión de la re-visión refuerza la idea primeriza. Todo perfectamente olvidable. Esperamos otra inspiración en el antaño maestro.

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...