30.6.22

181/365 Ornette Coleman

 

“Yo no soy un músico para minorías. Son las minorías las que precisan de mi música”

Ornette Coleman


Un héroe, en jazz, es un tipo que hace normales a los héroes de otras disciplinas. Porque el jazz en sí mismo una heroicidad. No me imagino una música de más hondura que el jazz. Lo de hondo viene porque no es posible imaginarle un fin, un cese, al modo en que funciona la clásica. Vas hacia abajo y no hay indicio de que exista un destino. Se entiende que la hondura es una conveniencia semántica: el jazz se expande hacia todos lados, accede a todos los huecos, como aire que se encabrita y ocupa el lugar donde antes no hubo nada. La nada y el todo son las golosinas metafísicas con las que algunos entretenemos algunas charlas de terraza de bar. No he escuchado nombrar a Ornette Coleman en ninguna terraza. No es costumbre. Ni que suene su música. No hace clientes que el dueño del bar coloque en la bandeja del reproductor The shape of jazz to come, el disco primero que le escuché. Y la verdad es que no entiendo mucho de Coleman. No es bueno entender mucho de lo que ama. Solo tener unas frases a mano. Tendría mucho que decir sobre Chet Baker, del que he leído un par de biografías, visto algunos documentales y conciertos grabados. Si me dan a elegir prefiero a Chet antes que a Ornette, pero nadie me va a empujar a tomar esa decisión. Los dos ocupan lugares diferentes, se complementan, me explican la belleza, me conmueven. La de Coleman, ese tipo de belleza, es menos apreciable: se precisa una voluntad, un adiestramiento, un rodaje incluso. La de Baker es de más fácil apresto, incurre en concesiones que a la larga no terminas de agradecer del todo, pero que te valen para adquirir cierta competencia. Una vez que la posees, en cuanto te sabes en posesión de ese don, Ornette Coleman se abre como una flor hermosísima. Todo lo que tiene de imprevisible su música es lo que luego se impregna más. Cuanto más duele, más permanece. El jazz, en ocasiones, hiere. Se comprende que lo que hay detrás no es de dominio público. No tiene que serlo. No sé la de años que hace que no ponía este disco de Coleman - o cualquier otro - y probablemente tarde otros pocos en acudir a otro. No es menospreciarlo. Hay mucho jazz que escuchar y hay pocos días. Un amigo mío decía eso: no hay tiempo suficiente en esta vida para amar la literatura y tener familia. Llega un momento en que te relajas en una de esas dos ocupaciones. Por eso no puedes leer todo el día, aunque haya días en que solo desees eso: que la realidad sea sancionada por la realidad de los libros. Por eso no se puede programar Coleman a diario. No hay quien lo soporte. Yo, al menos, no podría, pero ah el día en que suena Lonely woman o Humpty Dumpty o Una muy bonita. Qué placer ponerse en el lado oscuro, buscar la melodía debajo del ruido, encontrar la belleza en donde no parece que exista, ver cómo los caballos se desbocan y se alejan y nos ignoran. Free jazz hizo, dicen. Fue un paso más allá del bebop de Parker, al que admiraba. Los adjetivos son importantes. Coleman es la libertad en jazz. El más libre entre los libres. Cuando quiero sumergirme de verdad en jazz sin concesiones, llamo a Ornette.

29.6.22

180/365 Danny y Sandy / Vincent y Mia


 

Danny Zuko ama a Sandy Dee. Vincent Vega no ama a Mia Wallace. Lo dicen las caras, lo que las caras enseñan sobre lo que hay debajo. Danny y Sandy creen en los cuentos de hadas y sospechan que el amor es una especie de flecha a la que no es posible esquivar. Vincent y Mia creen en el éter, en las sustancias psicotrópicas y sospechan que el amor está únicamente en las películas, y por supuesto en no todas. Las hay en las que no se muestra una pizca de amor. En la que ellos están hay amor como inmenso es el mar, que dijo otro, hace tiempo, pero estos tiempos de fiebre y de vértigo esconden el amor verdadero, evitan que se exhiba en exceso. Y todo eso lo puedes ver en las caras de Danny y de Sandy y de Vincent y de Mia. Ahí está escrito el amor en el cine de los últimos treinta años. Sin dirigirse una palabra. Sólo con lo que dice una cara. Algo, no obstante, los une. Más que el amor y las anfetas, más que el ruido de los coches y las royal con queso. La música. Una pista de baile. Una orquesta. Discos. Luces. Sudor. Eso es lo que Quentin Tarantino extrajo de Danny Zuko. Ahí es en donde John Travoltase esmeró en derribar un mito y construir, sobre los mismos mimbres, otro. Creo que necesita otra pista de baile para levantar el tercero. Uma Thurman hace anuncios caros. Olivia Newton-John... ¿dónde está Olivia Newton-John? Ah, sí, en un cine de barrio de cuando yo tenía doce (trece, catorce) y fui con un par de amigos (Raúl, Antonio) a ver Grease. El cine ya no está. Lo derribaron. Construyeron un bloque de vecinos. Alguno de ellos estará justo ahora viendo alguna de estas películas en Netflix o en Filmin. La vida es extraña. Eso es de Lynch.

28.6.22

179/365 Antoine Doinel / Harry Powell



“Yo nunca me aburro. No puedo aburrirme porque leo periódicos, libros, veo la televisión. En mi mesa siempre hay un montón de libros. Por consiguiente, no puedo mostrar gente que se aburre, que no hace nada. Soy muy activo. Soy un activista. El reverso es que no sé divertirme, no sé tomar vacaciones, no sé estar sin hacer nada, no puedo pasar un día sin leer, sin escribir. Por tanto, mis personajes son también así; necesariamente, los personajes se parecen a su autor.

(Truffaut, L'Express', Paris, número 883, 20 de mayo, 1968)

I

Los 400 golpes es un canto a la inocencia. Hace unos días volví a verla y sentí ese despojamiento de toda experiencia. El Arte, supongo, debe tratar de conseguir siempre eso: mirar el objeto retratado con ausencia de signos, ajeno a la contaminación que da la cultura y los batacazos que nos va procurando la vida. Los 400 golpes es también un documento sobre la libertad y la nostalgia, sobre la cordura en estos tiempos de descreimiento, de incredulidad y de desazón espiritual. Tampoco la Francia que retrata Truffaut era el paraíso y no hemos adelantado mucho en nada remarcable desde entonces, pero la memoria juntamente con la sensibilidad nos hacen hermanos. Como si todo fuese nuestro. Como si lo ajeno nos perteneciera. Esa es la idea de cultura que más aprecio. Y además me acosté feliz (una vez más el cine procura esa felicidad sencilla de irse uno a la cama jubiloso y completo) recordando la mirada de Antoine Doinel y su tristeza infinita, su amor puro todavía no hurgado. Luego sabremos que Truffaut tardó toda su vida en terminar de escribir el libreto de la vida de ese niño de los cuatrocientos golpes, que siempre interpretó Jean Pierre Leaud, el novio ignorado de la heroína de El último tango en Paris, pero eso forma parte de la desviación propia de haber visto muchas películas y haber leído algunos libros sobre cine. O sabemos que ahí nació la Nouvelle Vague, esa acuñación semántica que siempre me pareció cargante en su escaparate de prodigios y precintada por un puñado de estirados cinéfilos sin pizca de humor. Reconozco que puedo estar perfectamente equivocado. Ah, y se me olvidaba el mar, el mar al fondo como metáfora de la felicidad, el mar absoluto al final de la mirada.

II

Truffaut le contó a Hitchcock la historia de las manos de Harry Powell, el infame predicador de La noche del cazador, la única película que filmó Charles Laughton, ese actor enorme metido en un cuerpo enorme. La mano del amor es la del bien. Un amor absoluto y limpio, un bien absoluto y limpio. Una mano que acaricia y extrae de lo que toca lo hermoso y lo noble. La otra mano es la del odio, que devasta lo que toca, reduciéndolo a la indeseable nada. Las dos combaten y las dos pierden. Eso lo dejo escrito yo, no Truffaut. Pierden porque una y otra se cuentan lo que hacen y lo padecen terriblemente. El hombre es un animal magnífico, una criatura asombrosa en todos los sentidos. Incluso cuando ejerce el mal, es admirable, porque lo ejecuta de un modo creativo. No hay ninguno que mime tanto su obra, que se esmere con más oficio en lo que se siente obligado a hacer. El reverendo Powell es un hombre atroz. No sabemos nunca si esa atrocidad está destinada a perecer o a medrar. Si una parte anulará a la otra y reinará en Powell o las dos convivirán sin que se sepa cuál es la más fuerte. Puede ser que ninguna lo sea. Que vivir únicamente consista en manejar los extremos y no decaer cuando uno de ellos, el que no aceptamos, arrambla con el que consideramos más nuestro y al que le procuramos todas las atenciones de las que disponemos. Al cabo del día se ama y se odia a partes iguales. Yo al menos lo hago. Días donde el amor resplandece y estalla como una estrella de cien puntas. Días donde el odio hace casa en la cabeza y te dan ganas de ser un bárbaro, uno de esos asalvajados a los que no les mueve ni el decoro ni la piedad. Vence la templanza, por fortuna. Vence no aburrirse. Vence inventar. Vence ocupar el tiempo para que parezca que tenemos alguna intendencia sobre él.

Breviario de vidas excéntricas/27/ Luisina Ocampo


En el perigeo, la mujer lúbrica propende a encintarse. La criatura alumbrada exhibe en la frente un lunar festoneado cuya visión produce, en quien lo mira en exceso, vómitos, diarreas, evacuaciones unánimes y ubérrimas del alma turbada por esa presencia tatuada.

Las criaturas nacidas por madre lúbrica en noches de perigeo muestran lunares de muy variada forma. 

Los lunares aserrados se localizan en el muslo y en la parte antero-posterior del brazo.

Los lunares hendidos, en el vientre. 

Los acorazonados, en el hombro.  

Los lancelados y aciculados, en la espalda media. 

Los sagitados,en la cima de la mata del pubis.

Los trifoliados, en el cuello.

El lunar paripinnado, oculto en la nuca, bajo la melena, produce invariablemente la muerte de su observador. 

Mi madre tenía un lunar con forma de mujer encinta debajo del pecho izquierdo. Si acercabas el oído, escuchabas el latido de un corazón. 

Yo tengo uno que no tiene nada a lo que se me compare. Hay días en que se puede confundir con un árbol. Noches en las que replica la cara rota de un hijo recién nacido. 

Luisina, serás madre en cuanto te conozca varón, me decía la mía. Como todos los Ocampo. Yo me reía y salía corriendo. Pensaba en si no me partirá el peso de un hombre. En si el mío sería alto como árbol y tendría cara de niño también. 

Miro mi lunar. Lo acaricio. Me pregunto si mi hija lo tendrá también. Porque será hembra lo que late ahí debajo. 

Todos los lunares convulsionan el alma de quienes los miran. 

Todos aturden al que los contempla.

Los nacidos de mujeres lúbricas fecundadas en el perigeo dan la espalda a sus enemigos, agachan la cabeza y esperan, entre la lástima y el odio, a que una suerte de magia los fulmine. 

El finado muere sin dolor y su cadáver revela vestigios inequívocos del desmán, por lo que son piezas de un valor extraordinario para los forenses.

Me han contado todo esto. He escuchado y yo lo cuento ahora. 

Pronto será perigeo de nuevo.

27.6.22

178/365 Robert Neville

 




Solo se ven escombros, masas orquestales de escombros, una epifanía de escombros. Ni siquiera se aprecia el escombro a fuerza de ocupar todo el paisaje. La única forma de liberar el ojo es mirar al cielo, pero hasta el cielo se está escombrando. El gris ocupa el azul de las nubes y todo parece una lluvia que no se acaba de pronunciar. Está el futuro precintado, escombrado, un poco tullido en las aristas, pero el pasado no nos alegra tampoco. Vivimos el presente, el gris de todas las nubes. La selva se ha adueñado de la ciudad. Ella es el virus. Se me contó todo esto, me lo confiaron. Lo que les preocupa es que nadie diga nada de los escombros, de las masas orquestales, del ruido que hace el silencio cuando ocupa la entera extensión de las calles. Se lamentan de que yo mismo no haya adquirido la sensibilidad que los hace visibles.  

Creen que los escombros me han comido la cabeza. El olor, dicen. Decían. Ahora estoy solo. Soy leyenda. Se mete dentro el olor. Es mío como mi brazo o mi memoria. El escombro tiene un olor que bloquea ciertos receptores sinápticos. Luego están los supervivientes. He estudiado. Por necesidad. Por hacer algo que no me enturbie del todo. Hacemos lo que podemos o lo que se nos ocurre. Sellamos las ventanas, buscamos comida en supermercados abandonados, escuchamos la luz. Hablo en plural para no venirme abajo completamente. Porque la noche es de ellos. Salen y cazan. Yo bebo whisky y escucho música de los siglos nobles. Los libros ayudan. Lo que busco son respuestas. Deben estar en ellos. Tengo una esposa y un hijo muerto. Tengo un perro que es un milagro. No hay más perros. Ni hombres. Yo soy un milagro también. Por eso me persiguen los monstruos. Creen que no debo contar a nadie qué he visto. Si es que creen algo. Puede que tan solo deseen reclutarme. Otro monstruo. Solo cuenta continuar. Da igual que seas un hombre o uno de ellos. Lo que sean. Todos somos monstruos bajo la máscara de lo humano. Se ha acabado ignorando el mal que nos enferma. Lo peor de este mundo es que gira sin pensar o gira sin sentir. Lo que nunca hace es dar a lo pensado un rango y a lo sentido otro, y no se ha esmerado el hombre en ensamblarlos. El uno malogra al otro. La ciencia riñe con la espiritualidad. La materia pelea a muerte con Dios. Todos los poetas han estado por aquí. Ya no queda ninguno. Toda la poesía es un esfuerzo (no siempre vano) por registrar ese combate absoluto. Habrá poesía en los escombros, en el silencio. Quizá no sea tan malo que los escombros nos hayan rodeado. Es posible que siempre hayan estado ahí, los escombros; que nunca nos hayamos percatado de su presencia. Intento llevar la conversación a mi terreno, que no sé bien del todo cuál es, aunque me bandeo cómodamente por él y sé en todo momento dónde resguardarme si las palabras se pierden. Todo está perdiéndose. Mantengo cierta dignidad. Me llamo Robert Neville. Lo pronuncio para que no se pierdan las palabras. Soy el último de una estirpe. Afuera prospera la barbarie o es aquí donde ha hecho su terca residencia. Cualquier día me atraparán. Seré juzgado. Me condenarán. Cuando digan mi nombre dirán el monstruo. Contarán que enloquecí. La tierra será de los vampiros. Una vez, hace tiempo, fue nuestra. 


26.6.22

Breviario de vidas excéntricas/26/ La india Violeta


El amo de la india Violeta pasa las noches en vela. Era ya amo siendo niño y tampoco entonces dormía.  

La india Violeta duerme las noches enteras. 

Era esclava cuando niña y dormía sin solivianto las noches dulces y completas. 

El amo de la india Violeta tiene la boca llena de remiendos: por las mentiras y por las infamias que por esa boca ha dicho. 

La india Violeta tiene una boca limpia y dentro fulguran astros y titila el firmamento cuando canta. 

Amo y esclava comparten la misma fiebre. O es una fiebre con dos caras: como si fuese moneda.

El amo ha pensado que estaría bien ser esclavo y poder dormir. Al menos una noche. Una noche símbolo de todas las noches entregadas al desquicio y al quebranto.

La india Violeta siempre quiso ser señora, dueña, ama: daria por bueno eso de pasar las noches en vela y tener, Dios así lo querría, la boca zurcida de remiendos.

El confesor del amo, un hombre de fe que nunca ha hecho otra cosa que confesar al amo, leer libros de santos y mirar horas la cruz que se levantó en un risco de la hacienda, le ha manifestado que Dios tiene en su cetro el secreto numen de las cosas y da a sus criaturas la vigilia o el insomnio, la miseria o la abundancia según su voluntad y no se debe mudar su deseo según capricho humano.

Todo –ha dicho– para que, no contento nadie nunca con nada, todos alojen en su alma la fe, que provee la idea de que algún día todo será concedido en su plenitud y  el día reventará el cielo de júbilos y de cánticos. La fe, que es un suspender la razón y llenar el pecho de asombro y de promesas. La fe, que es un milagro sin matemáticas, un ir y un volver sin desplazar el cuerpo, ha dicho el confesor en un rapto de inspiración. 

El amo ha bostezado, pero la plática del religioso, tan lánguida, tan mentida, no le ha conducido al  sueño. El amo está roto como un muñeco que lastimara un niño travieso.

Dios en su misterio, caprichoso y rudimentario, deja que sus criaturas se rompan y luego los repara en el sueño, en el limbo perfecto donde no existen los días ni los cubren las noches.

177/365 Thomas Pynchon

 



Me desalientan las novelas inasequibles, pero eso debe ser porque mi cerebro está paralizado por lecturas banales o porque ya no me atraen las cosas difíciles o porque necesito leer un texto dos veces para que no se me quede nada afuera o por rehuir el riesgo. Una vez entré en una librería con la inocente idea de hacer tiempo a la espera de ver a un buen amigo. Ojeé un par de libros de Pynchon. Nada profundo. Abrir unas páginas. Leer unos párrafos. Intentar convencerme para sacar la tarjeta y llevarme el tocho (oh sí que lo era) a casa. En el autobús, a la vuelta, me recriminé por mi falta de osadía libresca. 


¿Dónde están los tiempos en que la dificultad, la aparente dificultad, digamos, me parecía una cima digna de ser cubierta? ¿Por qué el lector que soy huye de los pynchons de la literatura y se refugia en banalidades, en distracciones livianas, en toda esos libros que se engullen con presteza y se olvidan sin esfuerzo? Será, en el fondo, que uno no posee vicios eternos. Que al paso que voy acabaré preguntándome quién es Borges, dónde puedo comprar el último libro de Matilde Asensi, de Clara Sánchez, qué sé yo, el último recetario moral de un coelho. Será porque todo a lo que me entrego se hace rico y a mí, como dejó escrito Rilke, me deja pobre. Y yo estoy entregado últimamente a más cosas de las que me puedo permitir. Entonces siempre hay alguna que flaquea. Incluso hay alguna que directamente desaparece de mi ránking estupendo de prioridades. Pynchon no es mi prioridad. De verdad que no. Mira que sé lo mal que hago dándolo de lado, pero creo que voy a pasar un mal rato. Bastantes de ésos me dan sin que yo lo solicite como para que los busque a posta, movido por una extraña voluntad, un poco masoquista y otro poco pedante. 


No tengo ningún amigo que haya leído a Pynchon. Ninguno, en la barra del bar, me ha contado lo bien que se lo pasa leyendo a Pynchon. Hemos hablado de mujeres, de series televisvas sobre zombies, de lo bien puestos que los tenía Cela, pero de Pynchon, en serio, ni una palabra. En cuanto alguien lo nombre, en la barra del bar o en el pasillo de mi colegio, me voy a la librería pido la obra completa de Pynchon. En plan valiente. Una de Pynchon. Sin tartamudear. A bocajarro. Con un par. Como Cela. 


Por lo demás, hay algo en Pynchon que me atrae. El de dientes de conejo y traje de marine. El de un titulo que te parece perfecto a la manera en que a veces lo perfecto acaece (El arco iris de la gravedad). El de una sola novela que yo haya leído sin asomo de vacilación (Vicio propio, dicen que la más asequible todos los pynchonianos, que son legión). El de Vineland, terca y sufrida, arrastrada como un fardo a veces deslumbra te. El de un perro leyendo a Henry James izado como personaje con fuste. El de la dificultad y el de los retos, en suma. Porque es espeso Thomas. También lo suscribirá eso cualquiera de los legionarios. Tendré que envalentonarme un día de estos. Dar de mí lo que ni sé que tengo. J. leyó La subasta del lote 49 con contagioso entusiasmo. Ya voy por la mitad, me escribió en un WhatsApp. Lo mejor, me dijo, es que no es tan Pynchon. Obraba a su contra, a la de mi amigo y a la de la propia novela, su carácter complejo, su voluntad de alejarse conforme se avanzaba en ella. Como la vida, razono ahora. Este verano me obligaré a leer El arco iris de la gravedad. Como un nuevo Ulises, he pensado. Hace tiempo que la literatura no me agota. También debe haber eso. Como la vida. A lo mejor Pynchon es la vida. Mi admirado (por muchas razones ese atributo) Vicente Luis Mora dejó escrito hace mucho que Pynchon son los padres. 


Está bien visto que el autor sea un ser invisible, casi un personaje de sí mismo, que no concurra a festejos ni haya fotos suyas en el google. Pynchon, en este sentido, es el autor ideal junto con Salinger. Ni apariciones públicas, ni promociones, ni entrevistas. Da igual que uno no haya leído una línea suya o que haya leído poco o lo haya leído mal. Lo verdaderamente relevante es que uno se maneje en el pedigrí del escritor ausente. Que lo valore como actitud ante el bendito circo de la cultura. En ese no estar hay un brillo como fantasmagórico, un aureola de genio que, en ocasiones, se escuda en lo extraliterario, en la metalingüística, en la morralla que se expide a beneficio de los exégetas y de los frikis de turno. Siendo yo friki de muchas cosas, lo soy también de Pynchon. Estaría bien (más que bien) hablar con propiedad de las virtudes del autor, sacar en una cháchara de taberna los entresijos de su obra. No me preocupa no estar en ese grupo de elegidos. No soy sensible a esa vertiente excéntrica de lector muy avezado en literaturas de gama alta, digamos. La mía, la literatura a la que propende mi últimamente cercenado ocio, es la asequible, la que no me exige cogitaciones excesivas, la que (ay qué mal camino llevo)se apresta a manosearla sin que se me caiga el cielo sobre la cabeza, sin que note un peso en la frente, una sensación inquebrantable de asfixia intelectual. Lo dicho: un despojo de lector, en eso me estoy convirtiendo. 


Soy un Samsa libresco. Mi amigo K., cuando me ve comprar libros, tercia siempre hacia el mismo hilo: quién te ha visto y quién te ve. No me vio nadie, K., le contesto. Tú es que estás adentro y me vigilas sin que yo lo pida ni lo aprecie. Además todos los libros, incluso los de coehlo y bucay , sirven para lo mismo. ¿Y para qué sirven los libros? Para hablar de ellos con quienes se dejan. Últimamente disfruto con eso muchísimo. Me relajo una barbaridad hablando de Mañana mismo, no tardo más, me leo El arco iris de gravedad. 1.152 páginas. Conociéndome, ay, me va a dar el verano.

25.6.22

176/365 Nora Barnacle


 176/365 Nora Barnacle


Nora Barnacle, la esposa de James Joyce, no leyó nunca Ulises.como él hubiese querido, no como Vila-Matas lo ha leído. Nora Barnacle se acostó con el autor de Ulises, le habló en los parques, le escribió cartas obscenas (es sabido que Joyce era un salido absoluto), le confió sus dolores y hasta le planchó los cuellos de las camisas, pero jamás se animó a ir de la mano de Bloom por las calles infinitesimales y mitológicas de Dublín. Lo que nunca sabremos es qué parte de la vida de Nora Barnacle pasó inadvertida para James Joyce, qué trazo de historia personal e íntima no reconoció a diario, al acostarse con ella, al pasear los parques bajo la lluvia, al escuchar al pie de la cama el relato minucioso de sus dolores, al verla planchar los cuellos de sus camisas. Nunca sabemos estas cosas y es probable que no haga falta saberlas. Todos somos James y todos somos Nora. Salimos a tomar el aire, paseamos solos o de la mano de la persona que amamos, advertimos un paisaje que nos sobrecoge, damos a los demás la impresión de que tenemos cierto carácter o de que la orfandad es un signo de nuestro ánimo, pero más tarde regresamos a casa. Nos tomamos un momento para pensar y decidimos que hay algo hecho mil veces que no repetiremos jamás. Puede ser que decidamos no volver a escribir cartas que nos ruboricen o que ese rubor sea lo único de lo que sintamos verdadero orgullo. Podemos ser James diciéndole a Nora “mi flor azul oscuro, empapada de lluvia”. Nora hace que James desfallezca de placer. Esa Nora promiscua que lo lacera. Esa Nora embrutecida. Esa Nora sin pudor. Pero no sabremos como leyó Ulises, si se puso de pie al lado de James mientras Leopold Bloom se lamenta de que Molly le ponga los cuernos. James se enfrascará en una frase a la que no da el cierre que requiere y Nora le mesará el pelo y le tirará las gafas. No sabemos cómo se escribe la literatura. La leemos. Paseamos su vértigo y su fiebre, pero también podríamos arrodillarnos por ver si debajo de las palabras otras palabras cuentan otra historia. Tenemos que saber si hay una Nora o dos o si cualquier James en el que pensemos no será en realidad un trasunto del amor que lo guía como una brújula sucia. “Escribe las palabras obscenas grandes y subrayadas y bésalas y ponlas un momento en tu dulce sexo caliente, querida, y también levanta un momento tu vestido y ponlas debajo de tu querido culito pedorreador”. Deberíamos no tener permiso para leer a James cuando le susurra cartas de amor loco a su Nora. Caer en ellas (es un descenso la lectura) es conocer a Jim, no a Joyce. Nora conoce a Joyce el mismo día en que sucede Ulises (el legendario dieciséis de junio) y ya fueron por siempre “puerco y puerca”, lo cual los retira del territorio melifluo de los amantes que proceden con maneras y decoro, pero es esa locura de amor y de sexo la que anima a Joyce. Nora es el aliento de uno de los más grandes escritores. Hay en el Ulises de Nora el mismo desquicio que habría en su tórrida comunión de carne lasciva y de poética reverberación, de escatología y de sublimación. Cuando le preguntó el porqué de no escribir libros que la gente normal pístese leer, James debió besarla. Se arrodillaría y la besaría. Alguna concesión distópica haría de Nora la verdadera escritora. Tal vez secretamente lo fuese. Nunca se separaron.

Breviario de vidas excéntricas/25/ Arsenio Lanzas

               

Habiendo alumbrado ya prodigios suficientes, triunfado en los negocios, siendo padre y marido al que aman y respetan, conocido por su talante serio y su estimable firmeza de carácter, Arsenio Lanzas se reivindicó un buen día frívolo y  hasta un punto coqueto, entró en un drugstore y llenó un carro de dimensiones imprudentes con rímel, con lencerías, con moda parisina cara. Luego llegó a casa. Se cuidó de que no anduviese nadie arriba ni abajo. Voló, ufano, feliz, exultante, al dormitorio. Se miró en el novicio espejo e improvisó un mohín, uno almibarado y juguetón en el que nunca le reconocería absolutamente nadie. Un gesto como de niña traviesa y enamorada a la que se le hubiesen caído del delantal todos los postres del sábado. Más tarde se sonrió satisfecho y entregó la tarde a refinar posturas antes de que viniera su esposa con los niños y le pillaran en un desliz con el colorete. Cuando oyó las llaves en la puerta, bajo decidido y radiante como una novia y le dijo a Lola que tenían que sentarse las dos a tomar algo. A Sandra, la mayor, que venía detrás con una escandalosa ocupación de bolsas en las manos, se le cayeron todas al suelo. Sonó como si se rompiera un jarrón. A Luisito, el pequeño, se le quedaron la boca y los ojos muy abiertos. Arsenio tenía mariposas en la boca del estómago. Me tienes que decir dónde está ese sitio del que siempre hablas, le habló. Me tienes que ayudar para elegir un par de cosas que necesito. Dejamos a los niños con tu madre.

24.6.22

175/365 Douglas Sirk

 



No sé si la gente joven de ahora sabe quién es Douglas Sirk. La edad de oro de la televisión era la que programaba ciclos de cine negro o de la Hammer o de Alfred Hitchcock. Lo de ahora es negocio cainita, todo se cifra en la venta, no se considera al espectador como un destinatorio inteligente; es más, se rehúye ese perfil noble, el de la inteligencia, y se embadurna todo de mediocridad, de zafiedad, de burdas representaciones de la realidad. La televisión es, más que nunca, entretenimiento, sí, pero rebajado hasta lo inadmisible, considerado como una borrachera a la que luego hay que cuidar, de la que después se hace balance y se busca una sublimación de la resaca. Se nos quiere ebrios e insensibles, se nos educa para que no pensemos en demasía, porque el pensamiento está reñido con la televisión. La maquinaria del dinero no matrimonia bien con Douglas Sirk o con Merle Oberon o con Charles Laughton. Ninguna de esas referencias podrían distraer (he aquí el cancerígeno verbo causante de este sopor) como lo hacen los programas que aseguran una audiencia alta y unos ingresos pingües.


Quizá todo empezó cuando unos cuanto lumbreras de las cadenas descubrieron que cuenta más la realidad que la ficción. Así que trajeron a los platós a la clase baja y a la media y a la alta y les dejaron airear sus miserias y sus alegrías. Fascinaba esa sencillez democrática, esa exhibición impúdica del alma humana. Fuimos todos grandes hermanos y grandes gilipollas también. El ideal era aturdir, hacer que la mente se eclipsara con ese vértigo irresistible de asistir en primera fila al obsceno desfile de las vidas ajenas. En el fondo nada distinto a lo que hacía Douglas Sirk, un genio en el melodrama, un iluminado en la restitución elegante de las pasiones del género humano. La sobriedad, la distinción y la elegancia del director alemán exigían la preparación de la que adolecían las nuevas generaciones. No se aprende a disfrutar la cultura si no se expone uno a ella. Así de sencillo, así de contundente. Claro que cualquiera puede ver esta noche Escrito sobre el viento o Imitación a la vida. El problema, uno de muy trabajoso arreglo, es que no sabemos que esas joyas del cine existan, no tenemos el bagaje cultural que se precisa para elegir, se nos ha educado para que nos conformemos con la parrilla de contenidos que interesan a las grandes compañías y a los patrocinadores que las sufragan. De hecho no elegimos, no se produce el festivo momento en el que uno, de entre una variedad de posibilidades, escoge una sola, piensa con apasionamiento el porqué de ésa y no de otra o, mucho más sencillamente, se deja llevar por el instinto o por la voluntad de dejarse sorprender y se decide por una un poco al azar, tentado por la aventura del riesgo.


No se ve una derrota a corto plazo, se impone la idea contraria incluso: la de que esto irá a más y los perros que nos muerdan serán más fieros todavía. Está la constatación brutal de que importa más el nuevo look de Cristiano Ronaldo que la última novela de Javier Marías. Lo grave no es ese hecho en sí, la victoria de la frivolidad; quizá una nueva obra de Marías no recabe una atención masiva, pero no entra en cabeza bien amueblada que se le dé cobertura a un asunto de poco fuste, de tan liviano interés como puede ser el nuevo peinado de un astro del balón o el novio recién estrenado de cualquier cantante de verbena. Se orquesta con mimo toda esa rendición pública de nimiedades, se le da el peso informativo que no se concede a quien sí lo merece. Lo terrible es que luego, una vez se amainen los estragos, si es que tal cosa sucede, no podremos volver atrás, no se podrá regresar a los tiempos en los que la televisión programaba ciclos estupendos de gente absolutamente desconocida. Dejarán de ser desconocidos precisamente cuando se les exponga públicamente, cuando un lumbreras con talento elija a Douglas Sirk en lugar de a Steven Seagal. Que no pueda hacerlo una cadena privada es entendible: se deben a sus cuentas, viven de sus anuncios, sólo desean medrar, cotizar en bolsa, ocupar todos los trending topics del día. Y he aquì el problema: que podamos entenderlo. Que el mundo esté como está y todo esté en manos de unas cuantas grandes empresas. Ellas son las que colonizan nuestro gusto, las que nos calzan en la cabeza lo que les place calzarnos, las que nos dicen qué libros debemos leer o qué música debemos escuchar. Los raros son los de Douglas Sirk. Ya quedan pocos. En un par de décadas, si no menos, nadie sabrá quién fue, ni habrá visto sus melodramas magníficos. Nadie con la edad en que deben escucharse ciertos diálogos tendrá la oportunidad de que se le entregue uno como éste. Pertenece a Tiempo de amar, tiempo de morir, una película soberbia, llena de amor y de vida, filmada con esmero, artesana en estos tiempos en los que lo artesano es un obstáculo; en estos tiempos de HBO y de Netflix y de plataformas televisivas de pago, que son (ay) la única vía para que uno pueda meterse su ración favorita de melodrama. Yo amo Filmin. Ahí está Sirk.  Pagando, claro está.


Ernst Graeber.— ¿Dígame, profesor, existe todavía algo en lo que se pueda creer? 

Profesor Pohlmann.— Sí, existe. 

Ernst Graeber.— ¿Qué es? 

Profesor Pohlmann.— Dios. 

Ernst Graeber.— ¿Sigue usted creyendo en él? 

Profesor Pohlmann.— Más que nunca. 

Ernst Graeber.— ¿Sin el menor asomo de duda? 

Profesor Pohlmann.— Claro que las tengo. Si no hubiera dudas, no habría necesidad de la fe. 

Ernst Graeber.— ¿Cómo se puede seguir creyendo en Dios con lo que está ocurriendo aquí? 

Profesor Pohlmann.— Dios no es responsable de lo que nos pasa. Y sí nosotros ante el de nuestras torpes y mañas acciones.

Ernst Graeber.— Si eso es cierto, ¿qué responsabilidad tengo yo, profesor? Quizás nuestro pueblo está sufriendo este castigo por haberse apartado de todas sus creencias. Las que practicaban nuestros padres y que todos hemos olvidado. He de tomar una decisión, profesor. Necesito saberlo. 

Profesor Pohlmann.— Nadie puede tomar esa decisión por usted. Ni si quiera su maestro. Cada hombre tiene que decidirlo por sí mismo. Pero primero hay que enfrentarse con la verdad, por horrible que sea. Se pierde la guerra, Ernest. Y lo más terrible es que la perderemos antes de que el país haya encontrado su alma

Breviario de vidas excéntricas/24/ Ana Belén Ballesteros


El Cristo manaba copiosa sangre por un solo ojo así que pusieron un barreño debajo. Una vez bien colmado, buscaron otro y otro más y luego desclavaron al Cristo de la pared y lo metieron en una alberca vacía. Podría seguir manando sangre un mes que no la llenaría, pensaron, pero en el término de unas horas el Cristo acabó flotando en su sangre. La alberca se desbordó y la sangre anegó una huerta de tomates sembrada a la vera. Algunos vecinos, los más osados, decapitaron al Cristo, pero el ojo no cesaba de manar sangre. Probaron a sajar el ojo. Fuera de su cuenca, como indignado por la afrenta quirúrgica, el ojo vertía un infame caño. Al ojo transgresor le dispararon con una escopeta de caza, lo pisaron con recias botas de campo y hasta probaron a enterrarlo un par de metros bajo tierra, pero la sangre siguió su curso y empapó el suelo, dos metros más arriba. Alguien dijo que el ojo estaría mejor bien lejos y que él mismo se encargaría de transportarlo, aunque tardara años en el regreso. Como un hobbit  humanitario. Un rastro de sangre informaría del camino. Otro sugirió que el mar se tragaría el ojo: que la sangre se confundiría con la espuma. El mar, a poco de aceptar la ofrenda del ojo, se tiñó de rojo y una manta de peces muertos alfombraba las olas. Las olas de crin roja. La sal roja. Los peces rojos. Años después la tierra entera enfermó de rojo. El agua de las fuentes, roja. La leche materna, roja. El aire, al levantarse el viento, se hizo también de un rojo suavísimo que impedía ver con la claridad de antaño. Y un día el ojo cejó en su empeño y el cauce cesó. El mar recuperó el azul. La leche adquirió el blanco primitivo. Los campos fueron verdes. Nadie nunca refirió la historia del ojo que manaba sangre. En el pueblo tácitas leyes exigían el silencio. El olvido. Donde se levantaba la iglesia que celaba al Cristo hay ahora una bolera del tamaño de un campo de fútbol y la juventud del pueblo la llena los sábados en busca de sudores y de broncas. Las crónicas del pueblo  omiten este episodio. Una facción terrorista desgajada de un grupo ya casi extinto aireó la ficción de tener otro ojo, a recaudo, custodiado, anestesiado a la espera de despertarlo y teñir otra vez de rojo la faz entera de la Tierra. Los Cuerpos de Seguridad del Estado rastrean con sofisticada tecnología ciudades y pueblos, carreteras y campos baldíos en la esperanza de dar con el ojo bastardo. La Santa Iglesia Católica hace ruedas de prensa de vez en cuando y se empecina como puede en la teoría que el Ojo no es cosa de ellos y que ese Cristo al que de pronto le manó sangre de un ojo no les incumbe. Cualquiera puede esculpir imágenes, aducen. Grupos católicos de base entonan alegremente canciones en las que el Ojo es metáfora del signo de estos tiempos de zozobra y de decaimiento. Los pastores, en el púlpito, aprovechan el temor a otro tsunami para recabar más adeptos. Están vertiendo cemento a las chimeneas nucleares en Alemania y en Japón. Sospechan que el apocalipsis vendrá en forma de ola gigante y se comerá los reactores y nos convertiremos todos en zombis. Estamos volviendo al trueque en las plazas de los pueblos. Vamos camino de las cruzadas. El Santo Grial será el Ojo Terrible del Cristo Sacrificado. Hay quien afirma que el auténtico está en los sótanos del Vaticano. Iker Jiménez lo ha visto. Está preparando un especial sin censura con invitados ya contaminados. Llamará a Ana Belén Ballesteros . Perdió un ojo en un desquicio del azar y jura que el ojo manó sangre tres días enteros. Al cuarto el ojo brotó de nuevo en su cuenca. Cada mes se repite el prodigio. Es un ojo menstrual, vociferan los alucinados. Le han construido un templo y acuden los feligreses a ver la sangre. Los más sensibles declaran que se escucha una voz que recita una especie de salmo.

23.6.22

174/365 José María Eça de Queiroz

 




Leo a ratos historias de santos, episodios sin la sórdida y deshumanizada prosa de las novelas de Chandler, que están violentadas por desenfrenos, iras y otras fiebres del espíritu mal aconsejado, y encuentro también furia, la orgía previsible del alma enjaulada y súbitamente puesta en libertad en la literatura hagiográfica . Es una simple consecuencia cinética. Las leo con evidente distancia, conjeturando, buscando evidencias de un rango fantástico. Los santos de ahora son los superhéroes de la Marvel que engolosinan la imaginación adolescente. La Biblia, el libro de libros, vendría a ser una cosmogonia de esos superhéroes a los que se les ha concedido la facultad de obrar milagros. Leí mal la Biblia y no creo que vuelva a leerla. Mejor expresado: leí mal fragmentos de la Biblia y no creo que vuelva a leerlos. No hay razón (ninguna) para que actúe así. No niego la lectura de la Biblia por no creer en lo que cuente. Tampoco he leído en profundidad a Shakespeare. Mi amigo Antonio me dice a veces que deberíamos tener tres vidas (yo, al menos, debería tener tres vidas, dijo) para poder morirse uno a gusto, completo, íntegro. Disentí, disiento. Una vida, la que tenemos, puede valer por tres. Lo dije o lo escribí hace poco: hay días que son muchos días. Un día, uno de estos que ahora vienen o uno ya pasado, puede valer por una vida entera. Quizá no leyendo a Shakespeare (ni la Biblia) perdamos algo precioso que nos haga vivir con más intensidad esta brevedad que se nos ha concedido. Cómo saberlo. Para qué saberlo. No cuentan las cosas que no se han hecho o, dicho de otra manera, cuentan para imponerse la tarea de ir pensando en cómo abordarlas, solo por el placer de la llegada, solo por saber que hay vida para alcanzar esa meta. Está bien la vuelta a los clásicos, pero no son los mismos, no pueden ser los mismos, a pesar de que les ajustemos la etiqueta de clásicos. Yo no soy el mismo de cuando hace veinte años leí a Eça de Queiroz, no soy el mismo en modo alguno. Lo releí anoche en un dispositivo electrónico y lo degusté muchísimo. Constato a diario semejanzas, razono que poseo más afinidad que nadie con aquel que leía, en fin, a ratos, en un piso de alquiler, recién casado, vidas de vidas ajenas, santos en letra. El diccionario de milagros es delicioso. No es fantástico. No estaba en boga en el XIX ese volcado entre lo mitológico y lo surreal. Qué de cosas desconocemos. Hoy me pido tres vidas, aunque mañana me contraríe esa propiedad y me confíe a que ésta valga por las tres. 

22.6.22

173/365 John Coltrane



 


I

Siempre me gustó esta fotografía. Admiro la quietud que exhibe, esa mansa evidencia de que es posible ser hospitalario con uno mismo y darse la satisfacción de no apresurarse mucho o de no tener prisa de ningún modo. Creo que todos somos ese John Coltrane de vez en cuando. Momentos de inspiración en los que hacemos algo que de verdad nos enriquece. A veces no tenemos esa certeza. La de hacer algo que nos haga mejores. Hay días en que te acuestas con ese runrún en la cabeza: el de haber contribuido al equilibrio del cosmos, el de haber aportado una coordenada inédita, el de estar en posesión de un frase que hasta ahora nadie ha pronunciado, el de creer que la educación, la ternura, la bondad o el amor pueden derrotar al miedo o a la injusticia o a la violencia, pero no sabes qué va a hacer Coltrane cuando se levante, si acometerá My favourite things (una versión de veinte minutos que se impregna al oído y lo separa del mundo) o se encerrará en una habitación de hotel y se meterá en el cuerpo todo ese veneno que tanto le gustaba. A veces son los venenos los que nos tienen en pie. No sabemos cuántos coltranes hubo. Es posible que muchos. El que tocaba era el que conocemos, pero es posible que otros tuviesen el mismo o mayor encanto. He escrito encanto y no parece que esté refiriéndome a Coltrane, sino a Cary Grant, pero es sólo un prejuicio. Yo prefiero éste, Coltrane el Manso, el que está a punto de ver a Dios en un solo en mitad de la noche. Eso no puede decirlo cualquiera. Coltrane es el que nos hace viajar, uno de ellos. Vamos de su mano, nos tiene cogida la nuestra


II

Tipos como Coltrane o como Evans. Decían sacar de sí mismos lo que anduviera oculto, lo reservado y en cautela. A gente como ellos no les fascinaba la posibilidad de ser otros al modo en que a veces incurren quienes escriben. Como uno mismo en ocasiones. Hablo sin saber. Lo que buscaban al tocar en un escenario o grabar un disco era encontrarse ellos mismos. Como si el fuego oculto del que hablaba Miles Davis fuese el que contase quiénes eran en realidad y esa revelación les ayudara a sobrellevar el trajín de los días, la vida real, la rutina, todo eso. Luego están las drogas, la idea de que no se puede extraer esa locura interior si no la espolea la química. Los dos fueron asiduos de ellas. Los dos cayeron por el escándalo del vértigo de las drogas en su sangre. La sangre corre loca por ahí adentro, irradia fulgor o veneno, según se la cuide, de acuerdo al mimo que se le tenga. Sin embargo Coltrane y Evans eran tipos tímidos, de los que no necesitan airear su talento o se refugian en la intimidad, en el pudor, en cierta vida contemplativa en la que la música que practicaban contribuía a reconcentrarse más. Si uno es capaz de limpiar todos los instrumentos que acompañan al piano de Evans o al saxo de Coltrane podrá encontrar ese pudor, esa limpieza en el trato a las notas. Cuanto peor trataban sus cuerpos, más amor daban a su música. 


III

No sé qué busca otro aficionado al jazz cuando escucha a Evans y a Coltrane o a Armstrong o a Petersen. La verdad es que no tengo, entre mis amigos, muchos aficionados al jazz. Sé que yo busco la grandeza, la certidumbre de que se me está alimentando. Que se produce la comunión entre quien toca y el que escucha. A veces lo siento en la literatura, pero ningún escritor me ha transportado a su casa, al fuego oculto de donde mana su creatividad y su talento, como ciertos músicos. No solo Evans, no solo Coltrane. Será cierto lo que me decía, no hace mucho, hablando de otros asuntos, mi buen K. La música cuenta todo lo que no cuentan las demás artes. Y lo hace con más eficacia y rapidez. Esta mañana he estado con Bill Evans. El concierto en Buenos Aires. Uno de los últimos. Estaba tocado, pero no se apreciaba la debacle en sus manos, tocó como un ángel. Luego puse Giant steps, el Coltrane furioso. Y me fui a trabajar. 



21.6.22

172/365 Blancanieves


 

Se cansa uno de la realidad o, mejor contado, se cansa de que la realidad no dé tregua y nos cerque de la forma en que lo hace, con su fragor, con su trajín, con su esmero en contrariarnos, no hay manera de objetar eso, pero a veces dan ganas de proceder como no se espera y convertir en otras cosas las cosas conocidas, en dar cuenta de lo que se sabe y proceder como si fuese nuevo. Como no tenemos recursos, recurrimos a la literatura, la blandimos como si fuese un arma. Lo es cada vez que nos salva del peso de la rutina y nos permite ir más allá o más abajo o infinitamente más arriba, no sé. Pensé esta mañana, nada más poner el pie en el suelo, en Blancanieves y en la Nostromo. Era una imagen antigua esa, vista en la red, buscada luego y aparecida sin merma. No habría enanitos, supe. La trama comenzaría sin ellos, aunque algunos flashbacks relatarían cómo el alien los mató. Uno a uno. Con cósmica saña. En el espacio exterior nadie puede oír tus gritos. Estoy por seguir desde ahí: cuando el animal decide que Blancanieves será una especie de madre acogedora para las pequeñas criaturas a punto de ser alumbradas. Distópico, surrealista, este cronista de sí mismo no se envalentonará y no sabré si la Teniente Ripley evitará ese desquicio narrativo. Si la madrastra es también un bicho del éter infinito y el espejo es negro profundo como un mal sueño. A Blancanieves no se la comerá la malvada bruja del cuento (qué gratitud hacia todas ellas, aun pérfidas y retorcidas), no troceará el pulmón y el corazón en un plato historiado con ese colmo suyo de maldad pura. Vencerá la bondad, según tercie el azar, que es el único guionista de esa inédita trama. Si hay alguien desea aportar su visión del asunto, sírvase. Entre todos podemos descansar de un poco de las cosas razonables y abrazar sin disimulo la fantasía. Es la literatura que más procura un placer más íntimo, exento de la oscura brújula de lo real. El príncipe, al ver a la hermosa Blancanieves en el ataúd y al alien fornicando su boca, se arrogará todas las virtudes de los héroes y logrará deshacer esa coyunda maligna. Luego se echará encima suya y la colmará de amor. Ahí Disney aplaudiría en un pase privado. 1937 no fue año para estas licencias promiscuas. Los niños oirán la versión blanda. De ellos serán todas las blancanieves impuras y lubricas, pero no los hagamos visitar tan pronto la incertidumbre. Podrán convenir a su antojadizo capricho el relato de la imaginación.

20.6.22

171/365 Juan Claudio Cifuentes “Cifu”

 




Cifu fue un padre para quienes amamos el jazz. No entra ahora aquí si habrá alguien que prosiga lo que empezó hace cuarenta años o si la orfandad durará hasta que los hijos también nos vayamos al otro barrio. No duele que se muriera  este hombre al que no conocíamos, con el que no habíamos tomado café, ni paseado los parques de Madrid, ni compartido un comentario sobre fútbol o cine negro o política: duele que no tengamos su voz, la voz que nos contó el jazz como nadie lo había contado antes. Jazz porque sí, su programa, en Antena 3 Radio y en RNE, es una catedral hecha de swing y de hertzios. No sé cuántas horas me ha regalado en los programas de la radio nocturna - que es la radio que más me emociona, la que más me conforta - ni cuánto jazz he aprendido -sí, sí, el jazz también se aprende -, pero poseo la certeza de que ya no habrá más Cifu,  ni Jazz porque sí, jazz con mis cascos pequeñitos - buen sonido, - haciendo que Thelonius Monk, Charlie Parker, Chick Corea o Scott LaFaro me condujesen al sueño. No es el tributo más sentido a este buen hombre. Solo sé que le echaré en falta algunas noches cuando busque conciliar el sueño y no me cuente cómo se grabó un disco de Duke Ellington del 53 o cómo Chet Baker, en sus tours europeos, se ponía hasta arriba de whisky, coca y pastillas y tocaba sin aliento, al borde mismo del desmayo, las canciones que nos hacían sentir bien a él y a mí, Era muy joven. Siempre se es joven cuando toca retirarse. Hay discos de jazz que parece requerir su voz diciendo quién toca el bajo o la guitarra. Anoche escuché de nuevo (benditos podcasts) un monográfico sobre Bill Evans. Cuando escribí Un poco de swing, por favor, olvidé contar con él, anotar esa paternidad, rendirle una sentida dedicatoria. Cae ahora. Besos, abrazos, carantoñas. Así se despedía. 

19.6.22

170/365 Dios



La Creación de Adán (detalle) - MichelangeloBuonarroti - cm. 80x120

Habrá un dios para cada roto. A lo que uno aspira es a que sea cierto o a que cunda ese anhelo puro. Que a poco que flaquee el espíritu haya una divinidad que lo conforte o la pujanza del ánimo, cuando todo cuadre y el amor o la felicidad o la armonía lo ocupen a uno entero, Dios lo acompañe. Que en cuanto se venga abajo el cuerpo esté ahí también para restañarlo y darle abrigo y que cuando se ice y dé su más noble medida también concurra y se quede. De verdad que yo no pondría objeción a esa inclinación festiva  del alma. De hecho, albergo la más alta inclinación a que prospere y se acuertele adentro como si fuese un órgano o una emanación privada del espíritu. No sé si tendremos una vida después de ésta, pero no importaría andar por ahí convencido de que la haya , exhibiendo a cada momento mi fe en la vida eterna, poniendo todo por mi parte en la salvación de mi alma y, de camino, en la del ajeno que se me arrime. Creo firmemente en que estamos aquí para algo. Tengo esa convicción, aunque descrea de ella a ratos y nada de esa flor del pensamiento perdure. 


Si sólo estuviese después el vacío, me confiesa, sería la existencia más triste. K., con quien mantengo charlas elevadas, ha caído en la cuenta de lo maravilloso que es sentirse escuchado. Quizá por eso reza cuando encuentra ocasión. Lo hace de un modo que yo no conocía: entabla un diálogo profundo con la divinidad, la pone en aprietos, la concierne en lo suyo y, por último, la conmina a que medie en la fatalidad que lo devasta. No usa recitados conocidos. Su versificación está exenta de esa letanía, que no le dice mucho. No sé si ése es el camino, K. Rezar se me antoja a mí otra cosa, no eso que haces, le digo mientras paseamos. Yo no rezo porque no encuentro placer en hacerlo. No será por no haberlo intentado. No será por no insistir al modo en que lo hacen los demás, viendo cómo se reclinan, de qué devota manera exponen su cuerpo a la voluntad a la que elevan sus hondas plegarias. La propia palabra plegaria me produce zozobra, K., le digo. El que reza tiene el crédito que no posee el que no lo hace. Seguimos en un mundo que adora al creyente. En el silencio del que cree hay a veces más honduras que en el silencio del pagano, de quien no consigna creencia alguna y va de otra manera, aquí o allá, sin ahondar, sin la metafísica. Es un mundo éste al que la metafísica lo está sublimando y lo está embarrando. La metafísica eleva o aplasta. Construye catedrales o alienta guerras. 


Soy laico por pereza teológica. Contra mi voluntad pagana está el argumento de los argumentos, la madre de todos los argumentos, el argumento absoluto que echa por tierra y convierte en banal la convicción más contundente. Si existe o no Dios está fuera de mi alcance, así que ante la posibilidad de mirarlo de frente y buscarlo entre las piedras, en la luz de la mañana y en los ojos que me devuelve el espejo, preferí no mirarlo, no enfrentarme a su enigma, vivir sin metafísica, aunque la anhele, conducirme por las tortuosas sendas del tiempo sin que ningún quebranto místico torture más lo que ya viene averiado de fábrica. Pero también me dejo conmover por el reverso y me deshago en primores teológicos y comprometo toda mi voluntad pagana cuando contemplo la noche oscura, la alta noche bendecida de estrellas, impura y eterna. Está Dios fuera de mi alcance, sí, pero ah cómo me conforta toda la maquinaria que desplegamos para alcanzarlo. Supongo que soy voluble en materia divina, lo cual será motivo de escándalo para los creyentes más cartesianos. Lo soy por días, por ratos, si me apuran. Y así ando, en la bruma, en la luz, perdido, encontrado, convencido de que voy a morirme de igual manera, escribiendo el mismo texto, improvisando algunos detalles nuevos, aunque dejando el núcleo, exhibiendo el mismo territorio visitado. Como si abriese mi casa y los visitantes casuales y los fijos me confiasen la indiscreción de que no cambiado ni un solo mueble


Será quizá imposible borrar a Dios del libro que es el mundo. Como si ya vieniese en el pack. El mundo junto con un dios o con muchos, según al gusto de quienes los inventan. Se constata la brutalidad del hallazgo moral y también la dulzura, la bendita dulzura dirán algunos, de un Dios tutelando el viaje, consintiendo los errores, conduciendo el alma desde el vacío primero hasta el colmado último. K. dice que está ahí Dios para el roto. Que se lo cosa. Yo voy con lo que me va llegando. Cualquier día me pongo serio y veo lo que no todavía no se me ha entregado. Y en ningún momento he caído en la gratuidad, inútil a mi entender, de dejar aquí nada consignado sobre la iglesia. No entra en estas consideraciones. De hecho son un asunto aparte. Ninguna iglesia es mi iglesia. Ningún hombre que la represente me representa. Y, sin embargo, qué majestad la de las catedrales. Qué triunfo del alma sensible. Con qué humildad entro en ellas y me encierro en mi incertidumbre. Soy un descreído feliz y disfruto la búsqueda. Igual ya la he encontrado. 


 

18.6.22

169/365 Javier Marías

 




Muy contrariamente a lo que siempre se me dijo, leí ayer algo -muy por encima, en la obligadamente reducida pantalla del móvil -  sobre las bondades de explayarse. Lo podría haber expresado más concisamente, pero no me hubiese divertido igual. Cuento con que la brevedad no es enemiga de lo ameno o con que extenderse, en ocasiones, emborrona lo contado, lo hace perderse, no lo precinta en un espacio reducido, de fácil asiento en la memoria. Cuento (también) con la idea de que me gusta leer a los que se explayan o escuchar a quienes eligen el merodeo, la hipotaxis tan amada por Sánchez Ferlosio, sin procurar que una criba, una al menos decente, rasure la frase larga, la frase un poco crápula y libertona, que va a su aire y se sepa cómo empieza o en qué términos discurre, pero no el modo en que decae o el cómo - abruptamente - se extingue. No me entusiasma que la conversación, la hablada, se explaye más de lo conveniente, pero no siempre tengo a mano una idea exacta de lo que es la conveniencia. Disfruto con los que, al contarme algo, se recrean en el detalle, amenizan la anécdota - muchas, además, muy escasamente narrables - con circunstancias periféricas. Hay cierto tipo de derroche semántico que me hace estar más atento a lo que escucho o a lo que leo. Lo contrario, la brevedad antes aludida, conviene a veces, por supuesto. El lenguaje, si es demasiado pulcro, no motiva. Y tampoco es eso siempre así, por fortuna. Más si añado que amo los aforismos. Hace falta enfangarlo algo. Por eso quizá me gusta Javier Marías cada vez más. No porque escriba mejor que otros, sino porque escribe de un modo que me atrapa, al que concedo una atención máxima, dejándome ir, consintiendo ese rapto hermoso de la frase. Vamos los dos sin pudor, por donde el viento dice. Reconozco que hay hartazgo a veces, cómo no haberlo. Frases que no son explayamiento únicamente, sino que adquieren un rango hipnótico, del que no es posible siempre sustraerse, pudiendo (en una hipótesis traída muy a posta) deslindarse de ellas, no estar al cabo de lo que narran, prescindir de ellas en un extremo. 


Es la falta de equilibrio lo que exaspera de la prosa de Marías y, al tiempo, lo que la hace única. Quizá sea eso, el exasperarse, lo que la hace cautivadora, adictiva en muchas de sus novelas. Marías, incluso el más benigno, extenúa. Un cansancio dulce. Ya hay cientos de escritores que ejercen su oficio en la antípoda de Marías. Muchos que, a fuerza de concentrarse, de frenar el ánimo explicativo, buscan el paso fugaz, el relato exacto, sin la minucia que uno querría para saber más o para disfrutar del estilo. Tal vez sea eso, el estilo, de lo que estemos hablando. No de las tramas, ni de la voluntad firme de contar una historia y de hacerlo conforme a unas líneas o a un patrón, sino el traje con el que la cubrimos. El cuerpo narrativo está de fiesta en Javier Marías. Y entiendo que sea esa fiesta de las palabras, de su ir y de su no saber al lugar al que van o no tenerlo absolutamente claro, lo que disuade a algunos lectores, que reconocen al escritor, pero no halagan los vicios a los que se ha entregado o los que nos tiende con alevoso afán. Se le ama o no se le ama: se le convida a la casa y le abrimos las puertas de nuestra intimidad porque amamos la conjetura pura que representa o se le echa sin ambages. La vida, al cabo, es conjetura también. Todo son caminos bifurcados en otros; caminos emboscados en otros; caminos ocultados en otros. Hipotaxis. Las palabras nunca dicen del todo lo que parecen. Existe un interior no siempre legible. Y ahí es donde entra ese explayarse, aunque exaspere o extenúe, ya saben. De los vicios, de los más aprendidos, no se tienen jamás razones. Se tiene fe en ellos. En el lenguaje, en lo que ofrece, también hay fe o algo que se le parece mucho. Estaré especulando. Hemos venido a este mundo a especular. Muy probablemente. Lo que no volverá, al menos no como aquella soberbia primera vez, es la lectura de Los enamoramientos o de Berta Isla o de Mañana en la batalla piensa en mí, con la que descubrí, allá en 1994, al autor. 


La arrogancia (impertinencia a veces) de su lado periodístico no me impide creer en él como escritor. Casi feligresmente. Se lee a Marías catedraliciamente. Hay un murmullo de fe en ese volcado complejo de lo real en donde el mimo a la palabra (y a la sintaxis) es absoluto. Dice escribir sin brújula, no disponer de un mapa de la trama. Descubre a la vez que escribe. La novela se va creando al antojo de cierto azar. Es eso que yo valoro tanto: ser lector al tiempo que escritor. Como si leyera algo que otro confiadamente vierte. Como si al improvisar la historia acudiera y, de algún modo secreto, impusiera su código o su mecánica. Corazón tan blanco es una explícita celebración de ese festejo de escribir. El secreto que la atraviesa es el de la misma literatura, el del arte de inventar. Tu rostro mañana es la gran novela de Javier Marías. La leí con un bendito sufrimiento. Caí y me levanté decenas de veces. Decidí dejarla alguna con más obstinado ahínco, pero triunfó la paciencia, el amor que uno profesa a una novela mientras sucede en su cabeza. Esos volúmenes (tres, no sé si dos mil paginas) ocuparon mi entera atención de modo que la vida de afuera padeció la injerencia de la vida interna de la historia, entreverándose ambas. Quizá esa sea la máxima de un lector apasionado, eso creo ser: que la literatura abrace la vida y también a la reversa. Eso consigue Marías con cada obra suya. Hay novelistas cuyas tramas me atrapan más. Pocos que me seduzcan por la totalidad del hecho literario. Su amor por Conrad o por Stevenson es el mío. Leí a Sterne por él. Cada nueva novela suya tiene un sitio en alguna de mis baldas. 

No nieva

 Debió haber nevado anoche y hoy tendría que haber amanecido todo blanco con ese frío notarial que cala el alma. El sol es un pequeño contratiempo sentimental. El frío contribuiría a sublimar la sensación de recogimiento. A la nieve se la convoca poéticamente, tiene su liturgia íntima. Acudimos a la homilía, nos refugiamos en la porción más tierna del corazón. Está ahí siempre, pero hoy pareciera que emerge, como si cancelara los latidos inútiles y se centrara en hacer sonar los más privados, los ungidos de luz, los agraciados con el gozo puro de la sangre. Como si el mundo acabara de empezar y se festejase el primer pulso de luz, esa epifanía limpia y dichosa. Pero el verano es un cuartel fiero y no hay quien lo haga caer por ninguno de sus flancos más débiles. Ahora cae la luz como una espada. Se aprecia el fulgor del metal. No hay blanco por mucho que se mire. El color es un estado de ánimo. El frío es una república de lobos. El verano es un catálogo de objetos pesados. La piel es un ensayo sobre el cansancio.

17.6.22

Breviario de vidas excéntricas/22/ Ildefonso Gracián

 

Con tal de perderse uno, vale todo. Ildefonso  Gracián se había perdido de pequeño, pero dieron con él en un parque espantando palomas. Siendo mocetón, se perdió en unas malas amistades, pero le pilló una pareja de la Guardia Civil en un tris de desnucar un gato con un casco de cerveza mientras, ebrios, los compadres de parranda le jaleaban. Luego le sacas los ojos con las llaves de la moto, tío. Hombre adulto ya, responsable y obrero, cabeza de familia, con letras, feligrés los domingos y afiliado a un sindicato, se perdió en una hipoteca, pero su suegra lo agarró justo antes de despeñarse por una mensualidad. Hace pocos días se extravió en uno de esos clubs de alterne donde la microbiología se aliña con ginebra de garrafón y la ropa huele más tarde a semen seco y a nicotina. Dio con él un cuñado crápula empeñado en encontrar por todos los puticlubs de España la fulana del Senegal que le enseñó todos los secretos de la carne cuando todavía no tenía ni barba. Toda la vida así: perdido, encontrado. Espantando palomas, desnucando gatos, despeñándose en recibos de banco, enamoriscándose en locales de comarcal con cara de haber roto todos los platos del mundo. Ahora anda por Sao Paulo o por Estocolmo, no se tiene idea certera. Se ha prometido no volver a perderse para que nadie tenga que encontrarlo

168/365 Bob Fosse



Bob Fosse hacía que la gente brincara o saltara o simplemente hiciera cosas que no entraban en el común de las cosas, en la rutina de ir al parque a pasear al perro o comprar el pan y volver a casa pensando en cómo ocupar la tarde, en si dar una limpieza al piso o desoír ese imperativo higiénico y salir nuevamente al parque o al centro comercial para comprar cerveza o salchichas o botellas de amoniaco por si al día siguiente, si Fosse no te pide que brinques o saltes, te da por barrer, quitar el polvo de los muebles y fregar el piso entero. Bob Fosse era un tipo excéntrico que hacía excéntricos a quienes le escuchaban con más atención de la necesaria. Dustin Hoffman pudo pensar que no podría hacer ese gesto sin que algo dentro de sí mismo se quebrara definitivamente, pero lo hizo. El mérito de quienes mandan es que hacen que todo lo que se les ocurre sea razonable, por desquiciado que parezca. Porque nadie llega tan alto si es tan bajito, como el caso de Dustin. Quizá le estaba dando a entender que podía ser lo que quisiera. Fosse le dice a Hoffman: "Tú puedes ser Bob Beamon". No creo que Hoffman emulase a Beamon, 8.90 en las olimpiadas de México del 68 en salto de longitud, marca mundial absoluta, pero seguro que tras caer, al volver a la realidad, Hoffman sintió que podía hacer cualquier cosa. Hay gente que nos explica la parte de nosotros que no conocemos. Gente como Fosse para que exista gente como Hoffman. También el propio Fosse, que hizo Cabaret, Lenny y All that’s jazz, tendría un Fosse adentro que le susurraba los pasos de baile. La muerte lo visitó en un set de rodaje: estaba escrita y tenía la cara de Jessica Lange. La de verdad ocurrió no mucho más tarde. Un infarto. El corazón perdió el ritmo. Esas tres películas son parte del mío. 


 



16.6.22

Ocupación de un paisaje

 Están los dioses confiados a que se les escuche en un paisaje sin más encanto que su detenida ocupación del tiempo. Acuerdo con mi paciencia esperar a que algún milagro irrumpa del que pueda más tarde dar exacta rendición en un verso, pero no veo ninguna evidencia de la divinidad ni los árboles desalojan la luz que han ido acunando durante el esplendor del día. La noche los deshace en un rumor. Mis palabras se entretienen en la sospecha de que hubo un milagro del que no fui testigo. La gracia delicada de un don me susurra algo que no entiendo. Oigo la dulzura. Cuando me acerque otra vez al lugar desde donde presentí la dicha, será otra cosa lo que vea. Habrá cambiado. Ni estarán los mismos árboles ni los riscos, a lo lejos. El aire será un temblor antiguo. Mi voz será la de un niño que acaba de descubrir la tenacidad de la belleza. 

167/365 Padre Brown

 



Una vez olvidé un libro de Chesterton (El candor del Padre Brown) en una tumbona de playa en Fuengirola, que es una segunda casa para muchos cordobeses. Era una edición de bolsillo de Alianza. En ocasiones se me va la cabeza y pienso que el Padre Brown está allí aún, pidiendo que alguien le haga hablar. Los personajes piden que se les dé voz. De alguna forma mágica, existen en nuestra memoria con la misma firmeza que las personas. Algunos, los más dramáticos o los más cómicos o los más épicos, están ahí en la misma consideración sentimental que personas a las que tratamos y a las que quisimos. Al Padre Brown le tengo el afecto que nunca le dispensé a párroco alguno. No porque uno los rehúya, ni porque no crea que se pueda ser una relación enriquecedora, sino porque nunca tuve ninguno en mi círculo social. Borges decía, a propósito de cómo hacía Chesterton que su personaje pensara: "Presenta un misterio, propone una aclaración sobrenatural y la reemplaza luego, sin pérdida, con otra de este mundo". No sé si los clérigos jugarían hoy en día a estos juegos de reemplazamientos racionales. La aclaración sobrenatural contrae menos compromisos intelectuales. La pesquisa detectivesca no confía en la injerencia divina. "Soy un hombre. En consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón", dice el sacerdote en El candor del Padre Brown, el libro de relatos dejado en la playa. Hasta aquí llega la teología en el carácter del detective. Puestos a crear rivalidades con Sherlock Holmes, me parece que me inclino por el personaje de Chesterton. Está menos expuesto, se le conoce menos. Da un juego narrativo más hondo. La escritura policial de Chesterton, a la que vuelvo de cuando en cuando, gana en hondura psicológica a la de Conan Doyle. Me atravesarán los acérrimos del investigador de la calle Baker, pero en literatura, en eso de los afectos y los amores, no existen argumentarios. “Verá usted, yo los he asesinado a todos ellos por mí mismo [...] He planeado cada uno de los crímenes muy cuidadosamente, he pensado exactamente cómo pudo ser hecho algo así y con qué disposición de ánimo o estado mental pudo un hombre hacerlo realmente. Y cuando estaba bastante seguro y sentía exactamente como el asesino mismo, entonces, por supuesto, sabía de quién se trataba”. Esa resolución es (además) divertida. Chesterton pone pinceladas de humor en todo lo que hace. Puede que se tarda en dar con ella, pero ah, una vez se alcanza: es duradera, hace que permanezca esa sonrisa. Este Padre Brown chestertoniano es incomparable: no hay otro detective que se le parezca. Sus pesquisas proponen verdaderos desafíos al lector. No hay en su perfil nada de sofisticación ni de extravagancia, al modo de otros. Ni es particularmente inteligente: su manera de dar con el asesino es (sobre todo) emotiva. Es un señor campechano y de carácter alegre, que lee en el alma humana como el mismo Dios leerá sus nubes. Hay una dicotomía feliz entre la razón y la fe, entre lo virtuoso y lo turbio. La vida es ese ir de un punto de luz a uno de sombra. Incesantemente. El atractivo del gordo padre Brown (un trasunto de G.K., salvo la altura) estriba en que es cualquiera de nosotros, a poco que pensemos con calma lo que se nos ofrece, todos los gestos, todas las palabras, todos los silencios que concurren alrededor nuestra y que, tomados en serio, lo comprenden todo, lo poseen todo, lo perdonan todo. A Brown, más que dar con un culpable, lo que le interesa es cartografiar el mal, no convertirlo en un ente etéreo. Hace matemáticas con la poesía. La baja al suelo, la convierte en algo tangible, aunque su puesta en escena sea (en ocasiones) sobrenatural, aliada de lo prodigioso. Y lo que más me fascina del bueno de Chesterton y del bueno de su detective cura (con su bicicleta, con su paraguas) es lo feliz que nos hace cuando el misterio se resuelve. Qué alivio da, qué conformados y reconfortados nos quedamos. No sé si alguien leyó con fervor el volumen dejado en la tumbona. Me pregunto todavía (hace de eso posiblemente quince años, tal vez más) si alguien recogería el libro.  Si ahora sabe que es de él de quien hablo. Olvidaremos libros en los parques (ojalá no) o en las mesas de interior de los bares, pero es más narrativo perderlos en la playa. De haber un muerto cerca del libro, nuestro padre Brown, no tan candoroso en el fondo, pronto sabríamos quién lo hizo. Y también por qué.

15.6.22

166/365 Milady de Winter

 



La folletinesca Milady de Winter, la casquivana y mercenaria femme fatale de Alejandro Dumas, mal aconsejada por el Cardenal Richelieu, aunque entusiasta en la comisión del delito, pierde la cabeza (literalmente) por amor al amor o al comercio o al poder, tal vez todo juntamente, y no hay piedad con ella. Se la ajusticia con saña. Los mosqueteros celebran con estruendo el finiquito de sus fechorías. Hasta uno de ellos la ama, ahí llega la locura de las pasiones. Es la mala sin disimulo de  sobremesas con brasero en tardes frías de invierno, un resto de nuestra infancia hambrienta de asombros. Festejamos que en las novelas o en las películas se cuide con mimo la maldad del antagonista. Cuanto mayor es su desempeño en las tinieblas, con más arrobo se lee o se observa. Se es más inflexible con lo que se ama, paradójicamente. Que se lo pregunten a Athos, el marido mosquetero francés o a Lord de Winter, el marido noble inglés. No sé medra en la comprensión del desamor, sino en su desquicio. Solo si no hubo deseo, en ese meandro de las emociones, se aplica un castigo menor o no se involucra uno tanto, aunque quién llamaría amor a lo que avivó ese deseo. No solo quien bien te quiere te hará llorar, como decía el refrán: también te hará más daño. Por devoción al instinto. Triste ese aserto, dolorosamente presente en esta sociedad en declive emocional, en zozobra y ensimismada, cada cual que labre su biografía . Ojalá el corazón humano no se atuviese a estos instrumentos de la venganza, y el amor concluyese con el amable protocolo de un café en una terraza, deseándose los amantes suerte y amores nuevos, amores mejores, en todo caso. Pero no es así, no suele serlo: el amante afectado, el que se cree dolido, dañado, violentado por el cese del amor o de la pasión o por su corrupción, se toma en mala medida la justicia por su mano y hace las veces de juez y de parte. Cojan cualquier novela romántica. Acudan al lamentable registro de maltratados y de maltratadores, de fuego sin dueño, de loca venganza. No son de amor sus prendas: las alienta el delirio de su enferma sangre. Se repite una vez y otra vez, y duele constatar la repetición, ese bucle perverso. No hemos sido educados, me temo, a renunciar al amor, a darnos por vencidos, a considerar al otro un igual, no la propiedad que a veces se erige como sustancia del litigio, no el objeto del que podemos desprendernos con educación y afecto. O mía o de nadie, se dice o se escucha decir. Somos malos, en el fondo. Entiendo que no lo somos todos, que a alguien lo atraviesa la bondad y la expande y la comparte con quien tiene cerca. De ellos dependemos para proseguir. El amor, que mueve el sol y también las estrellas... 


A mí me queda la satisfacción de cerrar los ojos y ver a Lana Turner, la pérfida Milady de Winter, recamada de blondas de seda y juegos de palabras, inglesa o francesa según convenga. Eso es también un acto de amor, un sencillo y puro acto de amor a la ficción. A la literatura o al cine. Hay mucho de él a poco que se busca: amor loco, amor fou, amor mentido, pero amor, ah amor, amor por encima de todas las rotos que produce, amor visible y amor cerrado a los ojos, amor fiero y amor manso, amor a los libros y a las piedras, amor a la raíz cuadrada y a los verbos copulativos, amor a las cartas (mas si amor las decora), amor al jazz hecho aire y al aire liberando jazz, amor sin palabras, amor carnal, amor a los hijos, amor antiguo y continuado tantos años después; ah el amor, qué no haríamos por saberlo nuestro y tenerlo a mano cuando la realidad, la muy casquivana también a veces, nos hostiga, nos hace caer, hocicar contra el suelo, sí, aunque el amor nos ice y haga que el mundo, una vez más, gire, avance, explote de luz como una estrella de cien puntas. Ya saben: quien lo ha probado, no lo reprueba. El amor con su reverso, la bondad con su veneno. Todo está en ciernes. Está el mundo a medio hacer. Las palabras dan o quitan. El alma, la pobre, la desconsolada, la sublime, la enamorada, hace y deshace, se impone y se retira. El verdadero placer consiste a veces en cerrar los ojos y ver a Lana Turner. Recordar cada pequeño rasgo de sus facciones. Queda el recuerdo de la malvada Milady, su ocupación en el daño ajeno. Ella es capaz de descabalgar el tino y la cordura en la cabeza de los hombres, hacer que tambalee un gobierno o arranque una guerra. Para los lectores o para los cinéfilos, Milady es la representación absoluta del pecado, lo cual es una proeza literaria. Viva el cine, viva la literatura. Viva Dumas, que escribió una novela maravillosa. No sé si leída en adulta edad dará el mismo efecto, pero en las mocedades no hay casi ninguna que arrime más emoción. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...