31.8.11

Satchmo


Tomada sin experiencia previa, la fotografía ofrece un desquicio, uno de esos gestos de escaso afecto por la compostura que uno saca de adentro cuando está alegre o incluso cuando está muy alegre. En eso de la alegría tengo yo la sospecha de que la razón se destensa, pierde su rigor académico, descarga las toxinas malas y baja el puente levadizo de la mala leche. Dicho de otro modo, en ese trance a veces muy pequeño en el que nos sentimos sencillamente alegres, perdemos el pudor, la fachada que levantamos para que los demás nos respeten. Al tipo de la foto se le atribuye la alegría casi por encima de su magisterio en el arte de la trompeta o en el jazz cantado, arrastrado, boscoso de voz y de timbre, que vertió al mundo durante más de cuatro décadas. A Louis Armstrong se le ve siempre así, suelto de stress, un poco payaso y un mucho genio de lo que el payaso tutela. No hay vez que no escuche un disco de Armstrong que no lo vea detrás de las notas. Tiene este hombre ese privilegio que otros (no más grande, ni siquiera más mediáticos) no poseen. Uno escucha el monumental What a wonderful world y monta en su cine privado, el de la imaginación y el del editado sentimental, la cara del hombre armado de trompeta y de carisma. Eso debe ser: el carisma. No se aprende, no se recita, no se gana a base de trabajo: se tiene o no se tiene. Louis Armstrong lo tenía a espuertas. Nació con ese don. Tuvo otros, claro. En la fotografía está pletórico, está sublime, está riéndose del mundo y pidiendo que el mundo se ría con él. Luego está la construcción del jazz. La fundación de un género. El que detrás de la voz cascada y de la trompeta antológica esté la entera historia del jazz.




27.8.11

Habla el descarriado

1
Austeros y firmes en la fe, en la fe de salir adelante y no volver a caer en la avaricia, en todos los vicios financieros que han mandado al mundo al carajo mismo, pero no hay fe a la que asirse, dijo K. El nihilismo, ah el nihilismo, el nihilismo está a la vuelta de la esquina si es que no está ya en la cola del pan y en los sms de los chavales cuando se cuentan las cosas que los que no tenemos su longitud de onda mental no entendemos. Lo que pasa es que antes teníamos al nihilista leído, al que lo era por vocación libresca. El de ahora es uno  corrido a golpe de tedio, sacado de una mala novela sin un ningún final con la que se recuerde. No tener valores es una forma de tenerlos, muy retorcidamente argumentado. Se carece de valores porque no se precisa tenerlos. Porque el vacío que producen llena como el llenado de antaño. Porque se vive bien en cueros, sin ropaje sentimental que nos proteja. Eso deben pensar en los adentros los que no ven el futuro sino el asfixiante hoy. ¿Y qué es el hoy? Un erial, un cosa sin milagros ni prodigios, un mapa de la tristeza. Eso no lo dice K. Lo digo yo. Uno tiene en ocasiones estos arrebatos negativos. No es malo tenerlos. Leí hace mucho que no se es feliz. Que la felicidad es un ahora, un aquí, una aprehensión momentánea del júbilo o de la alegría o de la manutención más primaria del hecho mismo de sentirse armónico y hasta melódico. Hoy no estoy melódico. Hay mil razones. Ninguna va a ser aquí contada. No es el post destrozado del que escribe con el alma (alma debe haber ahí abajo) fragmentada, fugada, convertida en un collage naïf. En un collage naïf.

2
Lo dicen los políticos y los banqueros. Primero uno y luego otros, no sé en qué orden. Lo dice también de puntillas (le interesan más otros asuntos de su hilo moral) Ratzinger en su tour hispano, en esas explanadas reventonas de peregrinos, infartados de sol, comidos por la fiebre de Dios y convertidos, por obra de algunos insensatos, en víctimas, en pobre carne inocente expuesta a una vil tunda de palos de verdad y de palos teóricos. Pero todo ha terminado bien y la marabunta clerical ha desaparecido de la parrilla de televisión a beneficio del fútbol, que es otra horda (no sé tampoco si infame o gloriosa) de feligreses puros, tomados a la fuerza por el veneno de la pelota y de los colores. Se va el Papa y viene Messi. Es así de sencillo. El asunto es tener un héroe en la recámara. En tiempos difíciles hacen falta héroes. Lo versificaban los griegos y lo cantaba Bonnie Tyler. Los héroes, sin embargo, se van siempre: dejan su cántico, su épica, su huella entre las huellas, pero terminan yéndose. Un héroe que no se va deja en poco tiempo de serlo. Hace falta ser héroe a tiempo completo y no hay en este mundo (ni siquiera Messi, mucho menos el Papa romano) individuos con madera de héroe completo. Se hacen cosas hermosas que el pueblo corea y registra en sus libros de gestas, pero no se hacen cosas hermosas todo el tiempo. Por eso el Papa viene un cuarto de hora y se despide entre sonrisas y confesionarios. Por la misma razón deslumbra el Barcelona de Guardiola: porque lleva mucho tiempo procesionando, metiendo muchos goles y encajando los justos. El vil es Mourinho y su dedo canalla. Está bien entretenido el pueblo con este combate absurdo entre estos dos púgiles inverosímiles. Y mientras haya circo, importa menos la falta de pan. El argumento es antiguo. Distracciones, al cabo. Formas de evitar mirar de frente a las cosas. O se miran a ratos o se miran sin prestar atención. Hoy, por ejemplo, manda la Liga, qué le vamos a hacer. Ayer me llamaron para que me abonara a un canal futbolero. Les di largas, no escuché lo que me dijeron, pero terminaré cayendo en sus redes. Soy un pecador. No tengo Ratzinger a quien mirar y en quien depositar la poca o ninguna fe que tenga, pero el fútbol repara estas fracturas del cosmos. A falta de confianza en los mensajes del más allá, relativo como soy, pagano a tiempo casi completo, me enfango con distracciones frívolas. Los demás que hociquen su sensibilidad en los altares que deseen. Lo hermoso de todo esto es que cada uno obre a su antojo y no se violente con lo que obren los otros. Ay si eso fuese así y nos nos acorralaramos en las calles. Soy uno de esos descarriados que se abisman a diario en la tiniebla del desencanto. No soy, lo sé, el único. Otros lo son y no se aventuran a pronunciarlo. Será cosa del pudor con que cada uno maneja sus trasuntos diarios. Estoy condenado y convivo placenteramente con la condena.Voy de cabeza al desmayo teológico absoluto. Ni Messi me asiste cuando entro en uno de esos benditos trances metafísicos. Viva el verso libre.

26.8.11

Minguseando



La nostalgia es un territorio de riesgo al que uno puede entrar entero y salir demediado o irremisiblemente perdido. A veces me da por colarme en una película de Frank Capra que vi en la adolescencia y salgo indemne, pero otras es posible salir triste y exhibir esa tristeza durante unos días por parques y avenidas hasta que un disco de Dizzy Gillespie te pone otra vez en órbita y sonríes y el mundo entero sonríe contigo, como le pasó a Satchmo. La primera vez que te introduces en un disco de jazz sales perplejo. No cabe otra opción. El jazz, en un sentido muy primario de entender las cosas, es excluyente. Si te has abonado a la sensibilidad de Bill Evans luego no puedes entusiasmarte con Mónica Naranjo, salvo que estés de parranda y ebrio hasta las ojos y no te importe la rebaja sentimental, la pérdida de valores, la fe en la bendita bondad del alma y toda la filosofía escolástica metida en una bolsa del Carrefour. Incluso vale más el latigazo neuronal de esa señora que el júbilo íntimo de los standards del pianista flacucho, con gafas de pasta y tristeza en las manos. El jazz es excluyente, pero no hace fracasa los flirteos del alma concupiscible, que diría mi amigo K. Quien dice la voluptuosa y divinoide Mónica Naranjo, ponga el amable lector cuando galán romántico, cualquier combo charanguero de feria de pueblo.
Ahora escucho (no sé cuántas veces van ya, no sé las que me quedan) Pre-bird, un disco de 1.960 grabado por Charles Mingus, que era un caballero de oronda presencia, mirada esquiva y cara de estar buscando la fuente de la eterna juventud en el frágil vuelo de una nota de su contrabajo. Mingus es el tipo que tituló uno de sus discos con la repetición (salmódica casi) de su apellido. Mingus, Mingus, Mingus. Aquí estoy. Aquí estoy. Aquí estoy. Miradme. Soy el gordo que os va a poner jazz en los oídos. Luego nada será lo mismo. Os lo aseguro. Parece que Mingus oyó a Duke Ellington en la iglesia de la base militar en la que nació cuando tenía ocho años. Yo nací en Córdoba y la primera música que oí fue en un tocadiscos monoaural que mi padre tenía en un mueble del salón, junto a la tele en blanco y negro. El tocadiscos, marca Stibert, aireaba copla. Cuando yo tuve edad suficiente, ese concepto nunca es registrable en términos objetivos, me las ingenié para que los escasos ahorros pudieran ser empleados en discos. No conocía entonces a Sir Duke Ellington. Eran otros tiempos y mi cultura fonográfica se quedaba en los hits de la FM. Tiempos en los que no existían las radio-fórmulas y la gente de Radio Córdoba FM (los tengo en el alma, Pepa, Rafael, Ramón) programaba rock progresivo, blues del delta, jam sessions o superventas, pero de los que luego perdurarían, de los que ahora (sin pudor) llamamos clásicos. Pero Mingus oía a Ellington en la radio de la capilla. Hay mucho Duke en Pre-bird. En cualquier tema. Sólo hay que dejarse contaminar por el swing afrodisíaco de mi pieza favorita, Take the A-train. La usaban The Rolling Stones para abrir sus conciertos igual que Yes cogían El pájaro de fuego . Son sellos de identidad, formas solventes de que el espectador sepa en qué terreno se mete. No es igual escuchar Start me up a palo seco, nada más abrir el show, que sentir el riff de Keith Richards después de los vientos de la orquesta de Duke Ellington . Tampoco suena igual la voz de Jon Anderson sin el acomodo melódico que la introduce, la monumental obertura de Stravinski. Ahora me voy a parecer a Loquillo: Si yo tuviera un banda de rock (cosas más peregrinas ha fabulado mi inquietud en materia artística), haría que antes de cada concierto sonasen algunos compases de So what. Miles Davis sirve para estas cosas. Me vale Milestones. Incluso la agitadísima It don't mean a thing...


El jazz es una música impredecible que se adhiere con más fortuna al asombro que cualquier otra. Mingus es el mago absoluto de la impredicibilidad y Pre-Bird, que ahora da sus últimos acordes (treinta y pocos minutos de júbilo total), es un canto sublime de alegría por vivir y de amar la música casi como a uno mismo. Y ahora no es, en absoluto, nostalgia.

24.8.11

Pequeña borgiana de arena





El tigre, ebrio de rayas y de hondura,
el laberinto de los efectos y de las causas,
el azogue en el infinito espejo,
el alba en una quinta porteña,
el fuego que purifica,
la conversación entre jazmínes,
los nombres de los libros no leídos,
Whitman en un bosque, pensando en Dios al mirar un árbol,
los arduos alumnos de Pitágoras,
el tiempo feliz de las espadas,
la delicadeza del ocaso en un desierto,
el Ganges, donde todos los seres humanos nos hemos bañado,
el Golem, la arcilla primordial, el poeta vacío,
la trivial creencia de que moriremos enteramente,
el jardín que senderos que nos bifurcan,
la rosa de Milton, su tacto al despertar,
todas las permutaciones invisibles de la ficción,
los poetas menores de una perdida casta de poetas,
los reyes antiguos en sus tronos de odio,
la espléndida bondad de los adjetivos,
el hoy fugaz y el ayer ya eterno,
el olor acre de la sangre en la noche,
Homero y todos los griegos cabales,
la alquimia secreta que inventa un dios en el oro más puro,
los arquetipos y los esplendores,
el destino de ser siempre uno mismo y saberlo,
los ángeles hablando con Swedenborg por las calles de Londres,
la ilusión de que existió un principio para todas las cosas,
la muerte de un hombre en el campo de batalla,
el épico sueño de soñarse,
la gloria inversa del traidor en su postrer patíbulo,
un libro entre los libros,
un río inconcebible ahondando su cauce en la memoria,
los días persiguiéndose,
la fiera en el negro crepúscula, acechando,
el otro en un banco a la vera de un río, fabulando,
la Inglaterra tejida en pesadillas y en torres gloriosas que miran al mar,
la custodia preciosa de las palabras,
el eco de Virgilio en el Ulises,
la luz encendida que nadie ve salvo Dios
la ardua escritura de un evangelio apócrifo,
el elogio de la sombra,
el secreto centro del cosmos, que es una sílaba de la divinidad,
el álgebra hermosa y la cábala dramática,
el consabido y no apreciable manejo de unas destrezas al coronar la vejez,
el plano del universo bosquejado por Schopenhauer,
la triste lluvia en el frío mármol,
la luna ajena y la que te persigue,
los haikus del amado Japón,
Abel o Caín dictando un cuento infinito,
Shakespeare descendiendo al corazón del hombre,
el alma cautiva en el frágil cuerpo,
el hidalgo hechizado por caballerías y por amores,
el ciego indice de cosas que no alcanzó,
el amor, del que se ocultó o del que huyó,
la sangre gaucha, su fe en el mate, la patria más íntima,
la métrica metálica de las sagas normandas,
la fantasía de Coleridege con una flor como prueba,
el eco marcial del apellido paterno,
la cierva que cruzó un segundo el sueño y no volvió jamás,
los prólogos y los epíligos monumentales de los libros,
el goce interminable de la memoria, que trae batallas antiguas y trae oro en un cuenco,
el puñal impaciente de Marco Junio Bruto en la pluma del bardo inglés Shakespeare,
un escritorio de caoba que guarda unas cartas de amor que nunca se mandaron,
las comunes frivolidades del vivir y la certera brasa de la muerte,
el convergente, divergente y poliédrico aleph en un sótano en la calle Garay,
el emperador chino que mandó quemar todos los libros anteriores a él,
la línea de Verlaine en la memoria de un bibliófilo,
el mar registrado en una runa,
el imposible fervor del sexo,
la historia íntima de la infamia,
la felicidad que precede al caos,
la diversa enumeración de prodigios del mar,
la clepsidra en un cuento antiguo,
la memoria y el olvido de los muchos días,
el sur para velar a un muerto,
la sórdida noticia de una venganza leída en un periódico,
el eclesiastés recitado en la oscuridad,
el hierro de los clavos del judío,
la errancia y el refugio de un poeta,
la patria en su pompa de mármol,
el Islam, siglos de espadas, disciplina y agua,
el hábito de un aljibe,
los ayeres como si fuera uno solo,
el goce de los laberintos,
las trompetas del día final escuchadas por un teólogo,
la música, en donde es posible que estén las demás artes,
las vastas enciclopedias de los hombres,
el panteísmo, ah el inevitable panteísmo,
la ballena blanca en la oscuridad de su dueño,
los pulcros hexámetros latinos que tutelan el ingreso en un sueño,
la suma de todas las cosas que hacen al hombre ser un hombre,
el peso de la moneda en la boca del muerto,
el cofre de joyas en el patio del soñado,
las sílabas en las que se esconde el nombre de Dios,
todas esas sutiles cosas, y otras que no sé y otras que no nombro,
son las que le hicieron ser Borges.


Marbella, 20 de Agosto de 2.011




Escribí esta borgiana en un patio encalado, emboscado de pinos, y a la vera del mar, hambriento de libros, gozoso en todo lo demás, perdido en mi memoria y en un deseo absoluto (no más adjetivo, ninguno es bueno) de volver a leer todo Borges. Empiezo hoy. Pido (como Kavafis) que el camino vuelva a ser largo. No me importa no llegar a la última línea. No se acaba nunca el libro. Es de arena. Eso es. Es de arena.



16.8.11

La sangre, el sudor y las lágrimas


Se puede deducir que el hombre que grita ha probado antes a hacerse oír de una forma tradicional. Las palabras son el más hermoso de los instrumentos que tenemos para persuadir a quien no comparte nuestro discurso. Eso en el hipotético caso de que un discurso propio deba modificar o ocupar el sitio de uno ajeno. La persuasión es un arte al que le prestamos escasa atención. La usan los publicistas, la miman los publicistas, pero nosotros, a pie de calle, no nos esmeramos en ejercer algún tipo de influencia en los otros sobre la estricta mecánica de las palabras. El tipo de la foto, un indignado valenciano ha debido (insisto) usar los procedimientos lógicos y, a la vista de la sinrazón de la inteligencia, debió inclinarse por gritar, por arrugar el hocico y dar la impresión de estar a punto de morder. Cuando se acorrala a un hombre y no se le ofrecen soluciones adopta en ocasiones la figura del que aparenta morder, del que intimida con los gestos, aireando los brazos, elevando el tono de voz, no articulando mensaje o discurso alguno pero imponiendo el volumen de las cosas. En el grito, en ese espasmo fonético, se adensan los discursos que no se pueden o no se saben pronunciar. Uno no sabe si el que grita es un fanático, un exacerbado, uno de esos violentos que están a gusto en las trincheras, tapándose la cara y lanzando piedras a ver cuánto daño hacen o es, bien al contrario, un individuo armado de argumentos, razonable y conversador al que no le han ofrecido posibilidad alguna de argumentar, razonar o simpemente conversar.


Hace mucho tiempo que no grito: perdí la confianza en la utilidad del grito. No hablo, por supuesto, de la belleza del grito: carece de ella enteramente. Lo que sospecho es que después del grito, de ese desgañitarse, de la rotura inevitable del temple y la suelta bárbara de todas las serpientes del alma, al hombre éste se le va a sobrevenir una tristeza infinita: la tristeza del quebranto absoluto en la fe en el ser humano, en la certeza de que ningún parlamento previsiblemente civilizado puede disuadir a las fuerzas del orden para que se retiren y el conflicto (pues uno y bien gordo tienen entre manos) se resuelva con ese instrumento maravilloso formado por sílabas y por quiebros de la razón pura y por la prestidigitación formidable de las ideas. Pero soy un iluso y me limito a constatar el texto oculto detrás de la fotografía. Al pobre que recurre al grito, al gesto perruno, le importan una mierda estas frivolidades de la mente ociosa (dolorida, pero ociosa todavía) que ve, en las barbas del vecino, las suyas bien quemar. Le importa hacerse valer, no dejar que lo pisoteen (eso dicen) y hacer la máxima propaganda de lo que consideran justo y por lo que batallan. Porque no nos engañemos, a un nivel doméstico, sin entrar en estrategias ni hacer que concursen los tanques y las ráfagas nocturnas, lo que se ve en Europa, en estos días, es una pequeña guerra. Una del tamaño del desencanto de quienes la administran. No sé si lleva razón Cameron cuando sostiene que solo es pillaje lo que está sucediendo en su Gran Bretaña. Posiblemente sea pillaje, pero al pillaje, al hurto, al saqueo, lo empujan siempre otros motivos. Ninguno hermoso. Lo empuja el racismo o el paro o las dos cosas bien amarraditas en el mismo terrible pack. Sostiene también que los valores serán quienes conduzcan la sociedad a la paz o a la armonía, que es un estadio previo. Todo lo que, según sus palabras, aliente la recompesa sin esfuerzo. Y está ahí, en parte, el germen de todas estas desgracias que nos asolan. El alcanzar privilegios y disfrutar de bienes sin que ese logro provenga de un trabajo disciplinado. Los antiguos lo decían más gráficamente: aquello del sudor de tu frente. El problema (tal vez) es que no se suda lo bastante. O no se suda nada. Ya se ve: sangre, sudor y lágrimas. Otro reclamo semántico de antaño. Basta de momento con el bloque central de la oferta.

15.8.11

No saber, no decir, no ayudar



Javier Jaén, ilustración


Los políticos están volcados en sus ajustes, mirando al cielo, que es una caja en la que no tintinean monedas y que despierta menos confianza que Ratón, ese toro enamorado de sus cuernos que liquida espontáneos en las fiestas de pueblo en el verano. Salimos a flote por partes. Primero salen los que no estaban hundidos y en orden decreciente, al final, el paquete de medidas económicas saca al elemento más débil de la cadena, que no es otro que el parado, el que no llega a mitad de mes si es que llega, el que siempre pierde en esta especie de juego de tronos en donde el rey, el puto amo, el que administra y no hinca las rodillas jamás, es el mercado, un abstracción carnal o una presencia límbica, no sé, pero una soga en algunos cuellos o un veneno en según qué sopas. El Mercado (merece la mayúscula por méritos propios) es el demonio invisible, el mantra de los apocalípticos, el cáncer para los indignados. A lo que no llegamos todavía es a desacostumbrarnos del todo de la bonanza del Mercado Padre, tutelando al hijo goloso de sus mercancías, convertido en objeto mimado de su política, y pasó que todos esos hijos autorizados a entrar en el Estado del Bienestar a base de préstamos y de gangas hipotecarias hundieron el sistema, lo ahogaron por ambición y por avaricia, lo dejaron herido casi de muerte, flaco de fondos. Claro, este cronista de sus vicios no entra más adentro porque no sabe. No le saquen del cine de la Hammer o de los discos de la Verve, no pretendan que un modesto espectador de esta barbarie saque de la manga un prontuario de soluciones o, en todo caso, un inventario fiable de razones para justificar la metástasis, el empozañamiento de la cosa pública, toda esa gangrena moral que está devastando no las viñas (ésas, las que le duelen al Santo Padre, son otro asunto y no está a la altura de éste) sino el suelo, el precario suelo inmobiliario, el solar compartido, el abandonado patio de vecinos. Lo mío, ya digo, es un pensamiento en voz alta, una reflexión entre millones, un liberarse uno.

13.8.11

Y se acuerda uno de la oreja de la película de David Lynch...

Aprende el corazón humano en el ahora y no saca luego provecho a lo aprendido. Se hace temerario, se desboca, se perfuma de riesgo y no guarda en su memoria de sangre la experiencia. La tuvimos y la perdimos, como dijo Eliot, y para ese viaje quizá hubiese sido mejor no haberla almacenado, no haber acuñado su moneda vigorosa. Está Europa un mucho en armas. Los apocalípticos se frotan las manos y nombran abismos y citan salmos. Los mansos, los que están a salvo y ven el fragor de las batallas por televisión, en el almuerzo, notan el rumor de los sables, oyen a lo lejos los metales entrechocando, pero duermen con la conciencia en un búnker o no poseen conciencia de esas cosas que sucedan siempre en la distancia, en otros países o, en todo caso, en el suyo propio, aunque en otro barrio, no en su calle, jamás en su casa. Se están los pueblos levantando contra el absurdo Estado del Bienestar en el que no estábamos, a pesar de que se pregonara y de que los políticos lo nombraran continuamente y manejaran sus leyes y escribieran sus discursos en función de ese Estado idílico, limpio, puro y garantista de tantos cosas buenas. No hay tal cosa ahora. La bonanza huyó y se llevó en la fuga la inocencia. Ahora estamos traspasados por lanzas. Ahora nos están sitiando desde dentro. Nosotros somos también los que sitiamos. Es un verano caliente. Es un mundo extraño. Todavía está en mi cabeza la oreja cercenada, dejada en un jardín, llamando a los que no miran.


El domador de jabalíes


A lo que viene este hombre es a limpiar la viña que devastaron los jabalíes del laicismo. Los que creen contra los que no. Los que sienten la punzada finísima de la palabra de Dios contra los que sienten otras cosas. Los que dicen ah he visto la luz y los que dicen ah no hay luz. En el fondo, se trata de la vieja historia de siempre. Yo no te comprendo a ti. Tú no me comprendes a mí. Yo, en mi defensa, por situarme y ver las cosas desde una distancia útil, prefiero (como Bartleby) no opinar, pero a poco que abra uno la boca, sin quererlo, termina por expresar una opinión. La mía es de jabalí salvaje retozando a sus anchas por los campos, comiendo bellotas, asilvestrado, libre de pecado y protegido de toda perturbación. Como un buen laico, ajeno al pecado y a las perturbaciones de la moral de los otros, vivo una vida que no precisa padres espirituales. Al mío propio, al que colaboró en traerme al mundo, lo quiero mucho. Con eso me basta para sentirme en deuda con los próceres. Estas algaradas de la fe me han parecido siempre una cosa un poco escandalosa. Igual que un concierto de U2 en opinión de quien no les guste. De hecho Bono tiene un poco de Ratzinger. Será verdad (como decía mi amigo K.) que con la edad uno se esmera en sus creencias, las hace más capitales, las engorda con ahínco, hace que guíen su vida y se empeña en que los demás las aprecien. Las mías, mis creencias, son fuertes. No tienen nada que ver con este señor de blanco, pero aseguro que son fuertes y ganan en reciedumbre y en aplomo moral conforme pasan los años y envejezco. Lo que no hago es juntarme con iguales y recorrer las calles, izando banderas, exhibiendo mis inclinaciones espirituales. Caso de que haga alguna vez eso creo que me encajo una camiseta con la cara de John Coltrane, acoplado a su saxo, soplando (él tocaba para encontrarse con Dios, es cierto) o la de Bill Evans, circunspecto, ensimismado como un pianista en trance consigo mismo, platicando con sus adicciones. De hecho todo esto de lo que estamos hablando es un meritorio inventario de adicciones. Unas públicas, otras privadas. Ninguna tan relevante como para que cueste tantísimo dinero.


9.8.11

Dios está en mi iphone


I/
Dios me habla en bebop, me habla en sonetos, me habla en alta definición. Poseo la sensiblidad pertinente para apreciar esos susurros divinos. Los percibo con absoluta nitidez incluso aunque preste poca atención. Hay días en los que estoy verdaderamente cansado, días en los que poco me conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas adversidades, noto que Dios está a mi vera, tutelando mi ingreso en el sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos. 

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4.8.11

La pobreza infinita



Estos no fueron encamillados a dar cuentas de sus hazañas ni los enjauló ningún tribunal. Salieron de rositas del expolio que empezaron a forjar en Marruecos, donde está tomada la fotografía. Vivieron a cuerpo de sátrapas, hundido el pecho por el peso infame de la medallería, coreados por la turbamulta de adeptos a la causa del pánico que convirtió España en un infierno. Para que un país se convierta en un infierno sólo hace falta un frente o una decena de ellos, una continencia de trincheras, unos cuantos hospitales de salvamento y los cuarteles que haga falta levantar una vez que se ha abierto la herida y la sangre mana como agua sucia de una fábrica infecta, pero sobre todo lo que hace falta es un buen puñado de alucinados o uno con la suficiente oratoria como para sacar de los demás el zombi que lleva dentro. España, en esos años de miseria y de locura, era un mapa de zombis. Cuando un hermano alza la mano contra otro se produce el milagro inverso de la guerra.
El hombre es un animal de misterios, un alma atormentada por el hecho de no ser piedra o pájaro o árbol. Eso de tener conciencia confunde, aturde, enturbia. La sangre, tarde o temprano, se encambrona y sólo quiere mezclarse con la sangre del vecino, pero no en el torrente sanguíneo, obra de un tierno acto de amor, sino en el suelo, obra de las balas y de los tajos. Nos jalea al mal, nos fascina el mal, nos anima la servidumbre de la violencia. Luego podrán venir buenos tiempos y escribir sobre cómo nos destrozamos los unos a los otros, pero mientras unos escriben y describen y justiifican la vesania, otros se muelen a palos esgrimiendo razones inverosímiles, asuntos sobre las fronteras, las razas, los reyes o los dioses. Éstos de la fotografía no son peores que otros, pero son nuestros agentes del mal, los que removieron el fango y sacaron de abajo los odios y los esparcieron al aire como quien aventa un conjuro. Y ahí se les ve, maquinando la trama, enseñando la dentadura inmoral, el portal hacia el interior mezquino. Lo demás, lo que vino después del conflicto, fue otra guerra, ésta más larvada, menos evidente, distraída de fusiles y de bombas con la pobreza infinita de los vencedores y la pobreza infinita de los vencidos.

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3.8.11

Todavía no he escrito una novela


Este no es sólo el Onetti que más me fascina. Es también la idea de escritor que he tomado como mía y que más enteramente satisface la idea que tengo de escribir y de dedicarme en cuerpo y al alma a ese oficio. En realidad no soy un escritor. No al modo en que lo es Onetti en esta fotografía tomada seguramente en Madrid, al final de sus días, echando en falta sus bares en Montevideo, exiliado a su cabeza y a su nicotina. Los escritores (los que escriben de verdad y dedican los días y las noches a ese empeño, no el que ocasionalmente da unas palabras, suelta un par de parrafitos) siempre se exilian dentro de su cabeza. Ahí está el mundo sin contaminar, el mundo tal como de verdad existe. El de afuera es uno impostado, el que se ajusta al deseo de las cabezas de los demás. Una guerra de cabezas, ya ven. Onetti perdió, aunque ganáramos todos. Pero el escritor apresado en su olivetti, demiurgo sublime, tampoco sirve para vivir.
Mi amigo K. me dijo una vez: Emilio, dejarás de escribir. En cuanto empieces a trabajar, nada más casarte, al tener hijos. No se ha salido con la suya, nada de lo predijo se ha cumplido al trabajar, al casarme, al ser padre, pero tampoco yo con la mía. Sigo atrapado en mi cabeza. Me pregunto si todo el que escribe entra en esta espiral de predicciones cumplidas y de sueños no conseguidos. Si en el fondo, en algún interior remotísimo, uno que nos represente y en el que secretamente estemos, todos queremos ser Onetti. Yo lo deseo por días, a ratos, en el momento en que me doy cuenta del poco fundamento que tienen mis ansias de escribir. A mis cuarenta y cinco ni he escrito una novela todavía.

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La chica de la portada de los Cars


Anoche soñé con la chica que sonríe al volante en el disco del 78 de los Cars. Fue una ráfaga, no hubo historia, ni siquiera algo más que la chica enseñando dientes en la portada del vinilo. Porque ese álbum lo tengo en vinilo. Todavía tengo algunos. Los miro como el que mira una reliquiia, un fleco del pasado que vuelve. De hecho hace tiempo que no manejo discos. Y al paso que vamos ni cedés. Vamos hacia el limbo digital como Thelma y Louise hacia el abismo a 24 fotogramas por segundo. Tenemos discos duros sin portadas ni chicas que sonríen detrás del parabrisas de un coche. No está la niña de Blind Faith ni los puentes psicodélicos en los topográficos álbumes de Yes. Está el archivo frío, dispensado en una décima de segundo. Sonando con rotunda frialdad en unos cascos de muchos euros. Estamos perdiendo algo y no nos estamos dando cuenta.

2.8.11

La punzada


Hace tiempo sostuve en un ardorosa conversación de barra de bar, no sé si antes o después de mezclar en demasía el ardor semántico y la inestabilidad motora, que la inteligencia rinde vasallaje a la belleza, que las palabras se tuercen, se ensanchan, se estiran o se engordan para acercarse a ese ideal de belleza. Sigo pensando en que la belleza es el absoluto sobre el que gira el mundo. He visto gente en apariencia absolutamente incapacitada para la belleza que se ha puesto a llorar al oír un solo de piano o al ver una escena de amor en una películas de Douglas Sirk. Gente sensible hasta el desmayo que decide un buen día que su vida va a buscar la belleza por encima de todas las cosas. Incluso por encima del amor. Tal vez la belleza sea un estadio superior al amor. Quizá el amor sea una de las extremidades de esa belleza inasible, perfecta, limpia, pura, por encima del tiempo y de las modas, ajena al declinar de las costumbres o a la invención de costumbres nuevas. Lo decía Alison Moyet en una estupenda canción de los ochenta: Weak in the presence of beauty. Peter Lorre lo sabía. Ava Gardner es la belleza en esta tarde de junio en la que de pronto las horas se han detenido y hay un extraño remanso de paz en mi espíritu (ultimamente muy baqueteado, muy atropellado, muy dolido por muchas cosas que no tienen nada que ver con la belleza ni con el amor ni con el punk inglés de cepa) mientras afuera ningún señal relevante informa de ninguna belleza escondida, pero basta asomarse al balcón (ahora pasa la furgoneta del pan, una vecina pregunta a otra sobre la salud, el sol barre una puerta de cochera ocre, una niña con coleta pasea un carrito de bebé con una muñeca gorda dentro) y armarse de ojos hasta que de pronto lo esconcido se revela, la luz se abre paso entre la sombra, la sinfónica de Berlín ofrece una obertura natural de asombro sin administrar para que el oyente desatento, el ajeno al runrún de estos asuntos, sienta la punzada, advierta el dulce dolor en el corazón y presienta que en adelante, por más que desee, por mucho empeño que use en no dejarse llevar, caerá una y otra vez en la trampa. 

Y entiende uno que haya quien nunca haya sentido la punzada. Quien se haya manejado en el extrarradio de la belleza, rehusándola, malogrando su influencia benéfica, sorteando el riesgo de afrontarla. Confortablemente insensible, como cantaba Roger Waters. En un búnker de ideas, en un zulo sensorial, en la reserva perfecta de lo que no asombra ni aturde ni hiere. El Arte es herida, es sangre de pronto brotada, manchando. Por eso el gris Peter Lorre ni mira siquiera a la sublime Ava Gardner. Se concentra en el beso en la mano, cerrando los ojos, obligando a que la sangre rotunda circule alegremente por sus adentros, alertando todos los sentidos, haciendo que aspiran el aroma de esa hermosura a la que se ha rendido. El acto de no mirar expresa esa concentración en la que se tiene certeza de lo que está ocurriendo y se exprime con más empeño, más a conciencia, esa fruta carnosa, limpia, universal y perfecta. O igual es el amor, que siempre merodea a la belleza y se alía con ella a su antojo y aparenta en ocasiones que comparten la misma secreta esencia. 

Me sigo preguntando qué pasaría con este mundo si se hiciese una verdadera pedagogía de la belleza. Si se enseñaran en las escuelas los rudimentos básicos de esa disciplina fantástica. Si se vendiera como se venden distracciones que no duran en el alma más allá de lo que se tarda en consumirlas. Si se invirtiera en educar en lo artístico, en apreciar la hondura y la verdad que se esconde en lo hermoso. A lo mejor no habría tarados que enarbolan banderas perversas y se erigen sacerdotes de su verdad, aniquilando a quienes no la comparten o la frenan. Quizá no tendríamos que enredarnos en primas de riesgo y en rescates milagrosos porque el aliento que movería al mundo, su motor primordial, podría entonces no ser el dinero sino la armonía del que se basta con saberse elegido para vivir y disfrutar (viviendo) de lo que graciosamente se ofrece. No sé en realidad hasta qué punto este panorama educativo es viable: lo es tangencialmente, expresado en los márgenes, contemplado como una especie de barníz sentimental que embadurne el resto de las materias princiaples. Claro, luego está Woody Allen cuando dijo que cada vez que escuchaba a Wagner le daban ganas de invadir Polonia, pero eso es también un pellizco de genio y tarados con madera de lector ha habido los suficientes, y no representan el sentir común, la esencia misma de lo que la belleza arrastra.

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1.8.11

Soy el sapo macho alfa y tengo un croar barítono

De la aversión al odio hay a veces muy poca distancia. Uno empieza sintiéndose indispuesto al escuchar cláxons en un atasco y termina saliendo a la calle con algodoncitos en los oídos. Lo malo de las fobias es que hacen patria en quienes las padecen. El mismo hecho de que no se puedan argumentar hace que abusemos de ellas. Yo tenía una amiga que se negaba a ir en autobús.. 
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Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...