El camino del cine sudamericano está empedrado de obstáculos, pero inevitablemente prospera, se aúpa al balcón internacional y acaba siendo cine desetiquetado, huérfano de clichés localistas, aunque sus guiones hablen de lo que tienen cerca y retraten la vida que tienen enfrente.
Ciudad de Dios es una obra maestra del cine sudamericano o del cine brasileño, pero nos da igual la nacionalidad. La hubiese querido suya un
Peckinpah en horas altas o el Scorsese con el brío de los setenta. No sabemos si asistimos a una acelerado sesión de cine de gangster al uso o a un western sincopado con escenarios urbanos de un siglo XX ya casi finiquitado.
Los más de trescientos personajes de la novela de seiscientas y pico páginas de Paulo Lins, que no he tenido el gusto de leer, pero que imagino adictiva y deleitosa como la cinta, dan para un metraje holgado que
Meirelles conduce con sobriedad, sin caer jamás en la gratuidad de mostrar una violencia efectista, desarmada de contexto, instrumentalizada y golosa para el accidental espectador que crea estar viendo un videojuego de venganzas y de ambientes turbios a lo
Tarantino.
Impresiona la verosimilitud de lo que estamos viendo. Uno está muy acostumbrado a ver cine norteamericano y a concederle méritos, prestigio y medallas sin ningún margen de incertidumbre: pues Ciudad de Dios es probablemente la película más creíble que este cronista
haya visto en mucho tiempo.
Relata sin recato ni comedimiento el nacimiento del crimen organizado en Ciudad de Dios, un barrio de Río de Janeiro. El relator, el ojo omnisciente, el demiurgo de esta historia coral, griega, en ocasiones, es Buscapé, un niño que se decide al margen de la delincuencia y que se sabe, en el fondo, sensible, tierno, artista. Nada de estas etiquetas que se arroba desde bien comenzada la película se torcerán un ápice: Buscapé fatiga la favela: un mundo de armas, de narcotráfico, bandas sometidas a códigos de conducta estrictos y policías comprados pueblan su universo.
Se articula en tres partes bien diferenciadas, que pueden verse sin solución de continuidad o hiladas en la trama que nos muestra. Cual Rayuela cortazariana, los elementos referenciados acuden a una cinematografía bien conocida, de la que se alimenta y a la que tributa un homenaje sencillo, crudo, casi invisible, pero reconocible si se manejan similares claves. Está el neorrealismo italiano ( yo vi el blanco y negro de las películas de
De Sica en muchos episodios ). Está el western ( hay una épica de la revancha, de la persecución, del destino como único símbolo reconocible en la vida de todos sus personajes ). Está
Coppola, muy tangencialmente, y su Padrino triunfal. Está Tarantino, de manera inevitable, con su locura urbana, con su vértigo de sangre y de espesura gramatical.
Tres decadas van pasando por la pantalla: todas contienen un sello de la casa: cámara en mano, interrupción deliberada de la consumación de una escena para terminarla más adelante, a conveniencia de la creatividad artística y del montaje. Buscapé va viendo cómo su mundo se va desmoronando: cómo sus amigos van cayendo y de qué forma se resuelve a ras de calle las diferencias entre sus vecinos. Él sólo tiene una cámara: sus ojos son la cámara y la lente nos va entregando imágenes sorprendentes, alucinantes.
Impresiona, por inusual en el cine europeo o ( más aún ) americano, el concurso de niños y de adolescentes como vulgares rateros o drogadictos o asesinos. Es Brasil: es la favela. En esto estriba la sutil diferencia entre los modelos hollywoodienses y el sudamericano. El Sur, este Brasil violentísimo, también existe: y ahora lo sabemos con más sólida evidencia, con una truculencia más nítida. Únicamente hay que seguir la vida de Zé Pequeño, uno de los personajes fundamentales de la historia, para comprender la dura vida en los suburbios de la pobreza en este Brasil ocupado por la miseria y por la supervivencia a todo precio, con todo el riesgo.
Lins cuenta en su novela:
" Otro viento, sin patria ni compasión, se llevó la risa que este suelo me dio, este suelo al que llegaron unos hombres con botas y herramientas a medirlo todo, a marcar la tierra... Después vinieron las máquinas, que arrasaron las huertas, espantaron a los espantajos, guillotinaron a los árboles, terraplenaron el pantano, secaron la fuente , y esto se convirtió en un desierto (... ) Surgió la favela, la neofavela de cemento, formada de bocas y siniestros silencios, con gritos desesperados en el correr de las callejuelas y en la indecisión de las encrucijadas ".
La naturaleza, probablemente, fue sustituida por el progreso. Y con él, concluyo, vino la pistola, la droga, el odio y la oscuridad, aunque todo se pinte con una luz enorme, nítida, perfecta, moteada de vida.