31.5.17

El mundo gira


Something wild, Jack Garfein, 1961

Se quiere ver como ven los demás, no se inventan excusas, no hay argumentos con los que no echar el paso al frente y unirse a los otros. En cierto modo, hemos sobrevivido porque hemos compartido. La humanidad necesita un patrón que la cohesione, una especie de modelo estético o ético o económico en el que perderse entre la masa. Todas las religiones han partido de este precepto: si se venera al mismo dios, se cultiva la misma tierra y se reparten sus frutos o se pasean los mismos senderos y se cuidan para que nadie los arruine y se echen a perder. Con el arte sucede lo mismo. Adoramos la belleza, la sublimamos, nos inclinamos ante ella como el que se postra ante su divinidad, porque nos hermana, nos permite llorar juntos o reír juntos o aprender juntos. Somos una raza noble, aunque todavía emporquemos esa nobleza con la barbarie, con la brutalidad. Somos esa niña que camina con incredulidad hacia no sabe bien dónde. Sabe que otros anduvieron antes, sabe que vendrá otra. Al final quien sobrevive es el cuadro. Es el cuadro el que hace que el mundo gire. 

30.5.17

Todo es hermoso

Hay ocupaciones banales que incomodan la ejecución de algunas tareas más elevadas, pero habrá quien prefiera poner el lavavajillas o tender la ropa antes que meterse en la faena de recorrer junto a la Maga las calles de Paris. Luego está aclarar qué es elevado y qué no. Si no hay también un cierto nivel de excelencia, del tipo de la que despacha el arte, en la ejecución de esas empresas menos nobles, pero inevitables. Barrer mi casa puede parecerse, en cierto sentido, a acomodarse en el sofá y abrir Rayuela por cualquier parte, ya saben que se puede, y acometer la lectura de su trama. Vivir es tener siempre a mano un plan de evasión. Cada uno formula en su cabeza el que más le conforta. Quien se extasía en la contemplación de una bandada de pájaros sobre unos árboles o quien pasea tozudamente las calles en la creencia de que el amor le robará el corazón y volverá a casa prendado de un rostro o de una manera de andar. Quien se esmera elaborando un arroz caldoso o se viste de forma admirable. Quien sabe de qué forma coger la cámara y qué mirar por su lente y hacer fotos brillantes. Tengo algunos amigos (Fernando, Rafa, Joaquín, Pedro)  que hacen fotografías estupendas. Poseen algo de lo que yo carezco: saben mirar y extraen de lo mirado algo único, que yo no comprendo y que me hace feliz al contemplarlo. No tengo ningún argumento que haga de la escritura un oficio de más fuste y nombradía que otros comúnmente rebajados, declarados universalmente de un rango menor; oficios que pueden llevarse a término chapuceramente o con absoluta maestría. Ayer vi a un carnicero despachar una pieza en su mostrador y quedé hechizado por la soberbia habilidad con la que apartaba los trozos inservibles, extraía los útiles y mimaba el vuelco de la pieza, procurando no malograr un ángulo sobre el que el cuchillo entrara más limpiamente, concentrado en no cometer error alguno, como un bailarín ocupado en no perder una nota de la música, mágicamente izado sobre el suelo. No solo está la literatura o la escultura o la música: al arte le concierne cualquier disciplina. Se puede lograr un grado absoluto de brillantez en casi cualquier cosa que podamos pensar. Incluso ahora, cuando me ocupe de mis clases, cuando pregunte y me pregunten, cuando aprenda y enseñe. 

28.5.17

Suites acuáticas y jazz endecasílabo



                                                           A mi amigo del alma Antonio Sánchez, él sí que sabe de ritos


Leo hoy en El País que Sting hace unos largos en su piscina cada mañana mientras escucha las suites para chelo de Bach tocadas por Yo Yo Ma. Imagino que el sonido irá y vendrá a capricho de las brazadas y de las inmersiones. Una suite de Bach puede ser el delirio si se la escucha bajo agua. Yo las tengo ahora de fondo mientras escribo. Bach me hace sentir pequeño. Tiene el mismo efecto que producen las catedrales. Una vez probé a salir a andar con clásica en el móvil. Llegó un momento en que acompasé el paso a la fuerza de la masa orquestal. En los pasajes más calmados, me parecía una ofensa no atenuarlo. Los paseos eran una especie de coreografía no pensada, una evidencia de que importaba más lo que pasaba en mi cabeza que la inercia mecánica de mis pies. Si yo pudiese poner unos altavoces grandes que sonorizaran una piscina en la que yo pudiera hacer unos largos con las suites para chelo de Bach, podría deciros qué haría mi cuerpo. Si nadaría con esmero, pensando en los vaivenes del instrumento, en sus acometidas, en sus deliberaciones íntimas, en sus retraimientos y en sus felices respiraciones o me limitaría a dejar que sonara, advirtiendo de vez en cuando, según sacara la cabeza del agua, algún pasaje preferido. Hacemos cosas que no pensamos, incluso cosas que no tienen sentido. Quizá sean ésas a las que más nos arrimamos para que lo demás adquiere el sentido que tampoco tiene. Sting escucha a Bach en su ejercicios natatorios y yo elijo a Charlie Parker cuando escribo poesía. Me salen unos versos sincopados, poco o nada ortodoxos, que se envalentonan en unas partes y se atenúan, como tímidos de pronto, en otras. Me parezco a mi apreciado Sting en que elijo protocolos para casi todo lo que hago. Tengo amigos que no secundan estos ejercicios amatorios que uno mantiene consigo mismo. Hacen las cosas sin que intermedie un rito. Yo, en cambio, en casi todo impongo uno. Escribo con música. Creo que nos sabría hilvanar una frase con otra si no tengo canciones alrededor. Creo que no sabría salir a andar (a mi pesar, lo hago cada vez menos) si no busco en las playlists del spotify la que más me consolará del vértigo del día.  A mi amigo K. le parece improbable que pueda leer a placer si no es un sillón de orejas. No es capaz de extraer disfrute de ninguna lectura si lo hace en cualquier otro lugar. R. bebe cerveza negra cada vez que su equipo juega partido de Champions. M. desayuna el mismo tipo de pan. Es capaz de rehusar el desayuno si no hay pan de ese tipo. J. M. echa una cabezadita de veinte minutos tras el almuerzo. Le da igual estar en el bus o en un parque público. A. lee a las nueve (quien dice las nueve, dice las ocho) la prensa local en una cafetería cercana a su trabajo. Creo que somos todos unos raros si se nos mira en detalle. Bach es el primero de los raros. No puede ser un hombre normal alguien que hizo lo que él. Tal vez Bach tenía sus rituales. Componía mirando tal o cual jardín, corregía a una hora precisa de la tarde o escuchaba su obra con un traje muy de su agrado. Ahora mismo me dispongo a acometer uno de sus ritos  de los que no me es posible escapar. Voy a meterme una cerveza bien fría. Tengo pensado desde bien temprano cuál será. Dejaré aquí escrito que será turbia, no de abadía, pero espesa y con cuerpo y espuma en la copa. Luego me voy de comunión. Que ustedes disfruten el domingo.

25.5.17

Dioses

Siempre quise escribir sobre Dios. Creo que mi interés en él es más literario que otra cosa. No se me ocurre personaje que concite un interés mayor, ninguno con una carga sentimental o trágica o lúdica o patética mayor. Toda la filosofía es una extensión de este deseo mío, pero yo no quiero ser filósofo. Tampoco creo que pueda conocer mejor a Dios siendo filósofo. Los teológos, contrariamente a lo que puedan decir el sentido común o la experiencia que uno albergue, no tienen mucho más que decir. Tienen amarrado a Dios, pero no lo poseen. 

En la novela que estoy escribiendo hay una parte en la que el personaje principal (un voyeur que decide airear sus pecados y sus delitos cuando ve acabar sus días) le pide explicaciones a Dios. No recibiendo respuesta, decide confesarle con más apasionamiento su historia. Se le sincera de un modo que no haría de saber que de verdad está siendo escuchado. En buena medida, la sinceridad del personaje (pongamos W.) es directamente proporcional a la seguridad que posee sobre la inutilidad de su esfuerzo. Dice que profanó o que violentó o que vulneró la intimidad de S. con la convicción firme de que su lamento será aireado, sí, pero no usado en su contra. Trata, por todos los medios que están a su alcance, de salir indemne de todo el mal que ha causado. Por eso busca a Dios. En otra parte de la trama (llevo cien páginas largas, creo que no será mucho más extensa) W. se arrepiente de haber sido tan lenguaraz, de haberlo contado todo, de no haber guardado nada. Desea con toda su alma que Dios no exista. Le molestaría (quizá algo más severo que la molestia) que alguien supiese lo mismo que él. De alguna manera, cuanto más secreto es su pecado, o su delito, más fascinante será y más sentido tendrá haberlo acometido. El hecho de difundirlo (a una persona o a todas o a Dios) no es una liberación, no le supone ningún alivio. Bien al contrario, le atormenta. Cree que Dios es una invención maligna, caso de que sea una invención. También que es una criatura maligna, caso de que no lo sea. La posibilidad de que no haya nada que se escape a su vigilancia le aterra. En perspectiva, el lector es Dios. Sabe de W. cuanto W. sabe. Él mismo le ha entregado esa rendición minuciosa e íntima. El escritor, otra divinidad injertada en la obra, observa cómo avanza su incredulidad, su fascinación por la brecha narrativa abierta. 

24.5.17

Twin Peaks / 3





A veces hay que dejar de lado la lógica. No conviene siempre. Hay también belleza cuando no acude. Incluso hay lógica cuando ésta decae o cuando deliberadamente se la extirpa de la trama o cuando comprendes que se está bien en esa ilusión de coherencia, en ese limbo dulce, en esa vida embrionaria, perfecta. Por eso estoy deseando de meterme los ocho episodios nuevos de Twin Peaks. Mark Frost y David Lynch hicieron que la televisión adquiriera cotas de excelencia absolutas. Todo cambió tras Laura Palmer. Sí, es cierto, se puede decir que la primera temporada es sublime y la segunda, en ocasiones, bordea lo decadente, lo vacío, lo estrambótico, pero yo soy de los que aman lo decadente, lo vacío y lo estrambótico. Amo a Lynch casi por encima de otras consideraciones cinematográficas. La turbación es ese estado de ánimo en donde te sientes confortado, dispuesto a que el fuego camine contigo. Fascina, en la espera, no saber, no tener ninguna información, sospechar que empezará de nuevo todo. Incluso estoy dispuesto a que me decepcione. Con tal de que vuelva. Por ver si encuentro otra vez esa sensación de plenitud y de extravío. Las dos cosas juntamente. Habrá quien sepa de qué hablo.

21.5.17

Todos los cuentos de miedo

Hace tres años o tres cursos (los maestros a veces confundimos esas dos medidas del tiempo), escribí este cuento para los alumnos de sexto de primaria del colegio en donde trabajo. La idea era contarlo en los festejos que organizamos en la Semana del Libro. No lo hice porque al final convino mejor que bajase a otro ciclo, en donde no me pareció oportuna la historia, ni la forma de contarla.

Los maestros somos cuentacuentos. Tenemos historias en la cabeza y pugnan por salir. En ocasiones salen sin que las autoricemos, se nos atropellan, las dejamos ir y nos sorprende que nos sigan causando el mismo asombro que cuando las escuchamos la primera vez. Lo mejor de este oficio nuestro es la inocencia de la audiencia que lo hace posible. Quien haya contado un cuento en una clase, sabe de qué hablo. Hay pocas experiencias más satisfactorias. Cuando las acometo yo, suelo improvisarlas. Dejo que ellos intervengan. Les pido que empiecen, yo sigo, ellos avanzan y terminamos todos juntos. El camino es compartido, aunque yo sea quien frene, atenúe o acelere los pasos. El final no siempre es lo más importante. Importa el trayecto, los gestos, la impresión de una frase o el tono de voz con que se dice, pero cuando hay un buen cierre, la satisfacción aumenta. Lo mejor no es que pasen un buen rato: es que el cuento dure, se impregne en sus cabecitas, les haga volver a él y sientan que les pertenecen. Algunas veces, no siempre, ustedes ya me entienden, se consigue que amen los libros. No tendrán mejor lugar en donde encontrar nuevas historias.

Todos los cuentos de miedo es un cuento sencillo, pensando para ser contado, no tanto para que se lea y se repose. Habrá ocasión en que lo cuente.




TODOS LOS CUENTOS DE MIEDO




Gracias por venir, distinguido público.

Gracias por escuchar las humildes palabras de este cuentacuentos. El que tengo hoy preparado es terrorífico. Por eso está todo oscuro. Por eso parece que estamos en la biblioteca de una casa encantada. Así que no pensad que estamos en un colegio, ni que afuera hace sol y que los pájaros cantan en los árboles y los perros ladran en los parques. Esto es una casa encantada. Detrás de esa puerta las maderas crujen si las pisáis. Los fantasmas aguardan a que se haga de noche para vagar por los pasillos. Las sombras están vivas y se retuercen en las cortinas y forman figuras tenebrosas. El mismísimo fuego de la chimenea es una bestia sedienta de sangre que está encerrada en las llamas e implora amargamente que alguien le libere. Así que cerrad los ojos, mis queridos amigos. Cerradlos bien. No dejéis que la luz os distraiga. Debéis concentraros en mis palabras. Os aseguro que la historia que estáis a punto de escuchar tendrá fantasmas, brujas, vampiros y quizá algún niño perdido en el bosque, llorando desconsoladamente, buscando a su mamá.

Empezamos:

Para contar bien mi historia debo decir mi nombre, pero es mejor que no lo sepáis. Sabed que fui enviado a casa de mis tíos y que mis padres eran pobres y no podían enviarme a la escuela. Sabed que mis tíos eran buenos de corazón y que no tenían hijos. Sabed que me amaban y que me cuidaban como si fuese el hijo que no tuvieron. No había nada que yo quisiese que ellos no me diesen. Me cuidaban como se cuida a un hijo de verdad. Juro que es verdad. Juro que fueron unos buenos padres para mí. Solo me prohibieron bajar al sótano.

-No se te ocurra bajar al sótano. Puedes hacer lo que quieras y te querremos siempre y serás nuestro hijo, pero el sótano está prohibido. Te lo diremos una sola vez y no volveremos a repetírtelo nunca. ¿Has oído lo que te hemos dicho?- dijo mi tío con voz ronca, levantando el dedo, encogiendo muchísimo los ojos.

Yo moví la cabeza arriba y abajo y abrí los ojos como nunca lo había hecho. Esas palabras me invitaron a sentir miedo. Por primera vez en mi vida, pensé en el infierno y en las almas malditas y en todas esas cosas que sólo había leído en los cuentos. El dedo de mi tío subía y bajaba, sus ojos se encogían, su voz retumbaba en mi cabeza y yo sentía el miedo. Y os aseguro que no era un miedo fácil de apartar. Duró unos días, lo recordé por la noche, pensé en el miedo al salir a jugar con amigos y lavándome los dientes. Fue un miedo duradero y frío. 

Las primeras noches soñé con el sótano. Imaginaba que me despertaba en mitad de la noche, me ponía mis zapatillas de paño, mi batín y cogía una vela. Recorría los pasillos de la segunda planta, que es donde estaban las habitaciones, bajaba con muchísimo cuidado a la primera, que es donde estaban los salones y la cocina y buscaba la entrada al sótano. Lo hacía con empeño. Era mucho el miedo que sentía, pero también mucho el interés en saber qué había allí. El final del sueño siempre era el mismo: mi tío me descubría yendo de acá para allá y me mandaba a mi habitación, enfadado, muy enfadado. El sueño se repetía una y otra vez sin que variase nada. Me despertaba en mitad de la noche. Me ponía las zapatillas y el batín. Encendía la vela. Bajaba las escaleras y recorría la planta baja, buscando el sótano.

El sueño, poco a poco, fue cambiando. En uno de esos sueños, encontraba la puerta que accedía al sótano y bajaba.

En ese momento me despertaba. 

Creo que soñé la misma historia días enteros o noches enteras, no sé ahora si también se puede soñar sin que se entornen los ojos y todo se haga repentinamente oscuro.

Disfrutaba tanto con esos sueños que les pedía a mis tíos ir antes a la cama y cerraba los ojos y pedía que el sueño llegase. Ven sueño, ven, decía en voz alta. Ven y enséñame los secretos que no conozco, pero el muy terco se negaba, me dejaba siempre en el último tramo de la escalera, con mis zapatillas de paño y mi batín, con mi vela y con mis ojos grandes como platos. Los ojos de un niño que está a punto de descubrir el más grande de los misterios o vivir la más terrorífica de las aventuras.

Mi suerte cambió cuando el sueño fue generoso conmigo y me enseñó lo que había detrás del último tramo de la escalera. Era la oscuridad absoluta. Era la oscuridad absoluta y el silencio absoluto. Era un sueño, pero hacía frío y escuchaba pequeños ruidos y notaba cómo se encabritaba mi corazón en mi pecho. Moví la vela, la hice avanzar hasta donde llegaron mis brazos y agucé la vista. La oscuridad era mi enemiga. No había nada. O todo estaba allí, invisible a mis ojos. Tampoco se escuchaba nada. Los ruidos de arriba (la planta noble de la casa, donde bullía la vida) se amortiguaban, perdían peso, se desvanecían con una rapidez asombrosa. A cada peldaño que bajaba, más se desmoronaban. Hasta que no se oyó nada.

Me desperté con el mayor entusiasmo que un niño puede tener. Esa noche aplazaría el sueño, haría como que dormía y  esperaría a que mis tíos lo hiciesen y bajaría con mi vela al sótano. No temí que nada malo me pasase. No me dejé intimidar por las sombras, ni por el negro perfecto de allá abajo, ni por el silencio.

Bajé, bajé, bajé hasta que mis pies dejaron el último escalón. Mi cabeza comenzó a dar vueltas. Mi pecho temblaba. Mi pulso se aceleraba. Tenía ganas de gritar, pero algo me susurraba que callara y avanzara, que abandonara el miedo y cruzara el umbral. Ahí acabó todo. Cuando desperté, estaba en la cama. Mi tía me miraba con ternura, mi tío me tocaba la mano.

Dijeron que había tenido un mal sueño, el peor de los sueños. Que llevaba un par de días con una fiebre muy alta y que desvariaba. Que hablaba de un sótano oscuro y silencioso.

- Pero es verdad - les dije -Es verdad, es verdad -

- Estás enfermo, no hablas con razón, no hay sótano en esta casa, nunca lo hubo, cuando estés mejor daremos un paseo y te darás cuenta por ti mismo - dijo mi tía cogiendo mi mano y apretándola con ternura.

- Pero, tío, usted me dijo que no me atreviese a bajar al sótano, usted me amenazó... - interrumpí con sobresalto, contrariado, convencido de que me estaban engañando.

Tardé un par de meses en volver a pensar en el sótano oscuro. No sé cómo van y cómo vienen las ideas en la cabeza. Crees que una vez que las has abandonado y piensas que están lejos, regresan, con más fuerza que antes. Sólo sé que me desperté en mitad de la noche, que bajé al sótano con mi vela y que descendí hasta el último escalón. Palpé la pared y volví a palparla de nuevo. Mi mano la recorrió hasta que se topó con un interruptor. Lo accioné.

Y la oscuridad dio paso a la luz. Era la biblioteca más grande que yo hubiera visto. Había miles de libros. Las estanterías se extendían hasta donde llegaban mis ojos. Libros de vampiros y de brujas, libros de hechizos y de encantamientos, libros de monstruos y de dioses tenebrosos. Había libros de magos, de brujos, de hadas y de fantasmas. Me tiré toda la noche abriendo sus páginas, mirando las portadas, frotándome los ojos para convencerme de aquello no era una fantasía. Ante mis ojos desfilaban los fantasmas de los cuentos de terror, con sus cadenas y sus voces solitarias, los hombres-lobo y el monstruo de Frankenstein, la ballena blanca de Moby Dick y la vuelta al mundo en ochenta días. Había historias de detectives y de ladrones, de piratas en busca de tesoros fabulosos en las islas del Caribe, de reyes y de reinas que organizaban guerras en las que ellos nunca participaban, de viajes al centro de la tierra y de náufragos que beben el agua de un coco en una isla perdida en los mares del sur. Allí estaban todos los miedos. No faltaba ninguno. Todos los miedos esperando a que yo los abriese y los mirase fijamente a la cara. 

Todo estaba allí, todo a mi disposición.

De pronto comprendí que había sido engañado. Me habían prohibido bajar al sótano para que yo desease con toda la fuerza del mundo bajar al sótano y descubriera por mí cuenta el más grande de los tesoros que se puede tener. Un libro en las manos, un libro escrito para que yo lo lea. Porque todos esos libros habían sido escritos para mí. Yo era el lector que los libros estaban esperando. Y los fui leyendo poco a poco, día a día, mes a mes, año a año. Calculé que tendría libros para ocupar dos vidas que yo viviese. Pensé que no me abandonarían nunca y que el miedo estaría siempre conmigo, pero no me haría daño. No de nuevo. También fui un niño feliz y salí con los amigos y jugué al fútbol y corrí por el campo, pero siempre que podía, en cuanto llegaba a casa, bajaba al sótano y escogía un libro y lo leía en el sillón y el tiempo se detenía. De verdad que las horas no se movían. O se movían muy rápido. No sé bien.



19.5.17

El porqué de Seúl



Itawon neighborhood in Seoul, Acrílico y tinta, Souvenir, Christoph Niemann


                                                          A mi amigo Alex Herrera, mi hermano norteño abandonado,  él sabe ver cosas escondidas, cosas que los demás, por más que miremos, no percibimos.



Yo creo que Seúl es como lo dibuja Christoph Niemann en su libro Souvenir. No hace falta haber leído mucho anime para pensar que es una calle japonesa o coreana. Después se adhiere Rick Deckard. Da igual los años que pasen. Hay días en los que piensas en Blade Runner. Lo haces como si no fuese una película, sino algo real, sustanciado en una realidad que no es la nuestra, pero no por ello deja de ser algo tangible, a lo que puedes acudir, de lo que posees recuerdos igual que los tienes de un verano en Fuengirola o de tu casa cuando pequeño en la calle Jaén, en Córdoba. En nuestra memoria se matrimonia lo vivido y lo figurado, las cosas que hemos visto y las que nos ha impuesto la ficción, todos los libros, todos las películas, todos los sueños a los que nos hemos acercado. No importa no haber ido a Seúl. Quien lo ha hecho no tiene una impresión más fiable de la que yo poseo al ver la ciudad en acrílico y en tinta, en un dibujo de Niemann. Es en la cabeza en donde se ensamblan las piezas. Cada uno hace esa operación a su manera. Hay quien ve a Dios sin buscarlo y quien, fieramente yendo tras él, no lo ve nunca. A veces hay quien se las ingenia para que todo adquiera una presencia más hermosa. No es indispensable que las piezas sean originales, ni que hayan sido tomadas personalmente. Finalmente el arte consiste en crear una realidad que no depende de ésta. Una vez que el creador cierra su obra, cuando ha escrito un cuento o dibujado una calle o hecho una fotografía, el cuento, el dibujo y la fotografía se imponen a lo real, lo anulan, invariablemente adquieren una entidad extraordinaria, de la que no se puede extraer un principio regidor, una especie de algoritmo que conduzca a un resultado. El arte no tiene resultados o los tiene todos. Ahora saldré a pasear las calles de mi pueblo y no podré evitar (creo que no podré hacerlo, no es algo que pueda decirse tajantemente, como si supiera de qué hablo) fabular con la posibilidad de que todo sea una historia de anime o un fragmento no publicado de Blade Runner. La verdad es que no entiendo la razón por la que uno piensa en unas cosas en lugar de en otras, el porqué de Seúl o el porqué de los replicantes. Ha debido ser la siesta masiva de la que acabo de salir, a mi sorpresa, indemne y feliz. En el sueño, una voz me pedía escuchar a Wilco al despertar. He puesto Impossible Germany en el Spotify. Mucho más fácil que buscar el CD. Creo que alguien estará contento.


Casas vacías

18.5.17

El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices



El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices
Abel Dufresne

Se está siempre enfermo de algo. A la enfermedad le hemos atribuido los males más enormes, pero no deja de ser una extensión inevitable de la vida. No se puede vivir eternamente, ni tampoco sin que nos castigue la flaqueza o nos atropelle incluso. Hay enfermos convencidos de la inevitabilidad de su afección. A fuerza de repetir gestos y de convivir con los síntomas, han desarrollado una alegre relación con ella. La aceptan, la sobrellevan, hasta se atreven a no considerarla seriamente y, en ocasiones, desoyen las admoniciones, no caen en la sencilla cuenta de los consejos de los galenos y permiten que esa enfermedad se instale en ellos, como si no hubiese remedio o como si, de haberlo, no mereciera la pena en modo alguno su tratamiento. Hay también enfermos que se han acostumbrado tanto a su mal que no sabrían qué hacer si les faltara. Han hecho una literatura que lo explicita a los demás: cuentan si duermen bien o mal o no duermen en absoluto, narran con angustiosa vocación novelesca el sufrimiento que les postra en la cama o en un sillón, alejados de la vida de verdad, la de los seres sanos que pasean y acuden al trabajo y salen de cañas con los amigos. Cuando mejoran, pues casi todas las enfermedades tienen fases y ceses, ya no saben de qué hablar, con qué entretener el ocio de los otros.

Tuve un amigo, al que no veo hace tiempo, que no tenía iniciativa en las conversaciones. Se adhería con pudor a las que ideábamos nosotros. Era extraordinario el modo en que perdía la timidez cuando le aquejaba algún mal. Se explayaba admirablemente en el relato minucioso de su enfermedad. No sólo reportaba su dieta, insistiendo en si en ella abundaban las legumbres, que detestaba, o la fruta, de la que jamás emitía opinión favorable alguna, sino que nos confiaba la estadística de los kilos que ganaba o perdía. En otro orden de cosas, o en el mismo, extendido como una consecuencia natural del primero, profería ardorosas defensas de su adorable madre (a la que conocí), esmerándose en expresar el extremo cuidado que, cuando enfermaba o recaía, le dispensaba, mimándolo de un manera tan profesional que aplaudía cada pequeño síntoma que indujera a pensar en que la enfermedad le visitaba de nuevo. No disimulaba esta incompetencia sentimental; bien al contrario, la potenciaba. Admitir cuán débil es uno quizá sea un signo de madurez, no lo sé. De él me queda ese recuerdo narrativo, el de la enfermedad yendo y viniendo por su sintaxis. No creo que haya rebajado esa afición suya a encontrar vigor en la flaqueza. De hecho es un recurso admirable, un mecanismo de defensa magnífico. Ignoro si tendrá quien le mime, alguien con quien caer enfermo  a placer. Sé que cuando le vea, si sucede, le preguntaré cómo está y no tendremos prisa ninguno de los dos. Mientras nada nos perturbe, dejaremos que pase el tiempo. Seremos felices, nos consolará escuchar los avances del mal. Quizá eso nos haga bien. Qué raros somos.


16.5.17

Nietzsche es cosa de jóvenes




Siempre me pareció que pecar es cosa de pobres. Los ricos van a otra cosa, no caen en rendir cuentas de la moral, no les incomoda no cumplir los preceptos de la fe, no pierden el sueño si se percatan de que se han descarriado. Lo hermoso de descarriarse es la posilibilidad de que no se nos busque. Se deshace el placer cuando notamos cómo puja la voz de la conciencia.

Al pecado el buen rico lo llama delito. El pobre está doblemente preocupado: le duele haber pecado y le preocupa haber delinquido. Se tiene de la culpa esta visión rancia, mamada a conciencia en los años en que todavía no se ha pecado ni se ha delinquido, en el limbo en el que todavía no te han adoctrinado y no has visto la imagen del espíritu santo ni la de la derecha del padre.

A la Santa Madre Iglesia le encanta que el gobierno legisle con el evangelio en la mano. Los despachos de la administración del Estado conducían (con más o menos comodidad) a la sacristías de las parroquias. De la sacristía al dormitorio de los ciudadanos dista un trecho breve, eso lo sabemos. El pueblo se acuesta con Dios todas las noches. Le pide consuelo, se le entrega sin ambages. Luego hay creyentes de credo fiable, de los que delinquen o pecan sin que una cosa interfiera la otra. Creo que conozco algunos. Creen sin dejarse aturdir, creen con convicción. Otros escabullen el compromiso, no le dan asiento dentro. No creo que ninguno haga daño a nadie. Ni yo, descreído como soy. En todo caso no soy el descreído que fui. No es posible que uno vuelva a los veinte o a los treinta. Entonces las ideas bullían, se buscaba encontrar alguien con quién echarlas a correr, por ver cuáles se cansaban antes o si alguna, en el trayecto, desfallecía y caía, sin métodos que la animaran. Fueron los años de Nietzsche, fueron todos esos años en los que Zaratustra hablaba a mi oído.

Ayer releí (sin detenerme en demasía) algunas páginas de Nietzsche. Páginas sueltas de libritos de Alianza Editorial (portada de Alberto Corazón). Me embobé con Así habló Zaratustra, sobre todo, pero hubo tramos de El Anticristo o del Ecce Homo. Pensé en mis años de precocidad filosófica. Fue una época deliciosa en la que pequé a sabiendas y no delinquí a posta. Años entonces de cafés preñados de filosofía. Éramos jóvenes y éramos épicos. Nos importaba encontrar a Dios o demostrar que no había manera de encontrarlo. De ahí el apresto hermoso de Nietzsche. De ahí que todavía hoy (muchos años más tarde) sienta yo una quemazón cuando extraigo del anaquel todos esos libros de Alianza, los de las portadas de Alberto Corazón, los que leíamos en casa de Auxy cuando el mundo era un juego o cuando quisimos que lo fuese.

Los pobres leíamos a Nietzsche con más devoción. Creíamos que allí estaban las palabras con las que podríamos salvarnos. Las recitábamos, hacíamos que fuesen un himno por los bares que frecuentábamos. Después Nietzsche flaquea, no se le encuentra el fragmento grandilocuente, la frase que vibra en la cabeza días enteros. Creo que sería incapaz de volver a leer todo aquello. No hay lo que hubo entonces, no tengo el corazón revolucionario, no me parece correcto hablar de nihilismo los viernes cuando salimos de cañas con los amigos. Nietzsche es cosa de jóvenes. No sé qué convendrá para esta edad que detento, no tengo ni idea. Tengo que buscar mi filósofo de barra. Necesito uno, aunque sea al final, cuando esté achispado y no tenga gobierno de lo que hablo.

Yo

yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible, 
yo solo, fractura de aire en el aire,
 mordida evidencia de la tarde abismando su cansancio sin abandono en la página, 
en los gestos, 
en mil novecientos ochenta,
leyendo Stan Lee, 
tal que un dios abismado en el vértigo de su obra,
tan mío ya sin signos de destrozo, 
pensando en Kant, pensando en la novia de los quince años, 
en el almíbar poderoso de los ojos y en la carne alborotando la semilla perdida en el fondo del alma, 
por el fuego siempre indeciso, 
abrevando en la llama, 
luz que agoniza, 
de pronto con la voz de Joe Cocker en el blues del caballo ahogado por el vértigo, 
en el eterno blues enfermizo, 
en la noche improvisada, 
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes, 
gente de azafrán y gente de clausura perfecta, 
gente donde antes una acera oscura y un dibujo de lluvia,
gente que me confía el dolor de las horas, 
el terrible dolor de las horas, 
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo, 
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras,
el vértigo en un viernes sin sacerdotes, 
en un viernes limpio de ceniza y de llanto, 
en un cielo de alacranes, 
en una turbamulta de alucinados, 
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso,
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento, 
elevado a todas las máximas potencias, 
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras, 
gozosamente mercenario del júbilo de la carne, 
con jadeos y yo gimiendo, 
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria, 
en jueves de lluvia antes de abrir el día y antes de entrar en las horas, 
como pregunta porque no sé manejarme bien en ser respuesta, 
ataviado de mí mismo a salvo de los disfraces que se van apareciendo y me miran, 
en la piel del aire, ardido, precario, proletario, 
varado en mi ser, 
sin salir a la calle, 
sin contemplar el vértigo y la fiebre, 
sin registrar la travesía que va de lo muerto a lo muerto, 
sin futuro, 
con rimel de fonemas, 
con cuerda de preso íntimo, 
con vara de mando de yo, 
aliviado y ofrecido, 
con toda esa complexión infame de vecino ordinario que sale por las mañanas y compra el pan y recita buenos días mientras va pensando en los avatares y en los calambres, 
en Chet Baker en Holanda ya muy al final de su vida, cuando le partieron los dientes,
y en Hemingway en Madrid,
escribiendo en un hotel, sintiendo la punzada del toro del caos al borde mismo de la vieja máquina, 
a mi modo muchas veces yo, 
el yo que únicamente ama dixieland,
el yo consentido,
el yo consecutivo, 
el yo convexo,
el que se desvanece y se iza, 
el que se deja invadir el corazón por algas,
algas minuciosas,
algas antiguas,
goloso de aire, idílico y nítido, 
catedralicio, espiritual, 
fingido eco de una voluta de amor muy puro súbitamente abandonado en un sueño, 
inmarcesible, 
yo el impuro, yo el pagano, yo el solo, 
en mi centro exacto, 
en mi sombra cabal, 
en mi afecto antiguo, 
en mi voz sin dios, 
en mi pecho mío, 
cuando la vida iba en serio y también ahora,
conjugado en todas las formas del verbo, 
abierto en canal, expuesto, 
domesticado, yo contrariándome, 
fugándome, explayándome, inventariándome, negándome, vibrándome, 
con Mishima, con su cabeza cortada, con su ojo nipón y kamikaze, 
zombi en La Habana anoche, 
multicanal, dolby surround pro-logic, 
en mil novecientos ochenta sin Jorge Luis Borges, 
aquí enfermizo y prerafaelista, 
ubicuo y perverso, sentimental y hueco, 
yo al borde de mis palabras como una mariposa temblona que olisquea un pétalo y vence la timidez y se zambulle en la esencia panteísta del polen y renace, 
en mi verdadero flujo cósmico, 
izado, vertido, reducido a polvo,
con toda la evidencia gris de mi palabra,
tensando el plectro del alma,
desertando, desertado,
como un pájaro demorado en el alambre, 
astilla de una luz de un millón de años, 
yo el improbable, el fingido a diario, 
convocado por el numen y rechazado por el numen, 
el que resiste y proclama 
oh la dulzura, ah la dulzura, 
pero nada es del todo dulce o nada se endulza, 
en todo hay que abonar un peaje, un diezmo, la contribución al sostenimiento de los valores eternos con los que uno sortea el vivir, 
el saberse muriendo, el atisbar en las distancias avisos de ceniza, 
yo sobrio esta noche, ya nunca hijo de jack daniel's, 
huyendo del libro de las horas, dejando atrás el verde, 
los húmedos verdes de los primeros poemas, 
los poemas sin asunto, huecos por dentro, de una oquedad vistosa, pero sin semilla, 
incapaces de alcanzar la plenitud, 
el holograma de una plenitud, 
yo adán, elegido, creado de un soplo, borrado de otro, 
yo en mudanza continua,
abatido por las circunstancias, cercado por los números y por el frío, 
hurgando en la tiniebla, 
feliz sin saberlo, 
escribiendo, 
yo el festivo, 
yo el inverosímil, 
yo el aterrado, 
con la esperanza de que todo haya valido la pena,
yo el cronista doméstico, el demiurgo delincuente, 
el que piensa en la sangre de pato del poeta en Nueva York, 
en evidencia, yo en conciencia, yo en mi algoritmo secreto, 
en mi pulso hondísimo, 
en lo que más acendradamente soy y por lo que seré en el futuro considerado, 
multiplicado, crecido, superado, 
yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible, 
yo solo, asombrado y entero,
manuscribiendo el alma en una pantalla philips de 22 pulgadas, 
abrevando en la llama, 
luz que agoniza, 
de pronto con la voz de Joe Cocker en Woodstock en el blues del caballo ahogado por el vértigo, en el eterno blues enfermizo, 
en todos los blues de cruce de caminos, 
en la noche improvisada como un muelle,
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes, 
gente de azafrán y gente de clausura perfecta, gente que me confía el dolor de las horas, el terrible dolor de las horas, 
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo, 
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras, 
el vértigo en un viernes sin sacerdotes, 
en un viernes limpio de ceniza y de llanto, 
en un cielo de alacranes,  
en una turbamulta de alucinados,
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso, 
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento, 
elevado a todas las máximas potencias, 
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras, 
gozosamente mercenario del júbilo de la carne, 
con jadeos y yo gimiendo, 
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria, 
en ciernes, en un limbo invisible, 
en toda la extensión fiable de mi asombro recorriendo las avenidas en la noche, 
medrando en júbilo, a salvo de la rutina,
en la fiebre, 
en la creencia de que está dios vigilando los pasos y mirando con celo,
yo, en fin, a pesar de todo, tan previsible

15.5.17

El cuento del fin / Un cuento de ciencia-ficción / Redux

Nos fuimos apretando el cinturón hasta que respirar se convirtió en un lujo al alcance únicamente de gente muy experta que había estado durante años ensayando a escondidas. Las malas lenguas sostenían que estaban avisados y que por eso respiraban con desparpajo y apenas descomponían el gesto cuando el aire travieso les ocupaba el pecho. El tiempo les dio la razón a los agoreros y hubo bajas civiles a pie de calle. El primer caído fue un señor muy enclenque, enfermizo a distancia, que no pudo soportar que todos esos años de despilfarro le estuviesen pasando factura. La autopsia confirmó que el cinturón había reventado algunas vísceras, pero murió en vida (a juicio de su señora esposa) porque desde que la crisis se instaló en la cesta de la compra arrugó el ceño, encabronó el carácter y dejó de disfrutar de las cosas sencillas que antes entusiasmaban su rutina. La viuda de este mártir (al que algunas asociaciones de damnificados de la crisis elevaron al paroxismo de la santidad) se suicidó al poco tiempo, aburrida, convertida en una malhumorada (casi siempre) ama de casa ociosa sin recursos para abastecer de frivolidades la alacena y carente (por supuesto) de imaginación para domesticar la penuria y esperar, en casa, aburrida y malhumorada, el regreso triunfal del capitalismo salvaje, de la bonanza bursátil y de la vida como una vez había imaginado. 

Los suicidios por puro desencanto rivalizaron con los suicidios por pura desesperación. La Santa Iglesia Católica pidió a los cielos celestiales un milagro, pero la cosa estaba tan negra que hasta la propia Santa Iglesia Católica, tan eficiente en el manejo de inconvenientes, sabía que un solo milagro no podría (en modo alguno) enmendar el roto. Como los milagros son escasos y sólo los convoca el numen luminoso de la fe a desvalidos, ancianos y niñas provincianas con ojos abiertos como platos de hambre, los que pedían milagros acabaron pidiendo subvenciones, arrimando el hombro en pequeños trabajos sin entusiasmo y soñando con tiempos mejores. En un alarde de metafísica, el Ministerio de Educación hizo que la fe entrara en los planes de Estudio, pero el pueblo siguió descarriado, ignorando la Palabra de Dios, desoyendo la admonición de los próceres de la Iglesia y, en último término, condenándose.

El Estado, que era un manirroto y no tenía expertos que lidiaran con estos desastres pecuniarios, acabó vaciando las arcas públicas. El primer político que se suicidó ocupó todas las portadas de todos los periódicos y él solito desbancó en interés a problemas antiguos (pandemias casi) como el terrorismo, la eutanasia democrática y hasta las descaras ilegales en la red, pero cuando se registró el quinto suicidio de un político (íntimamente dolido por su mala gestión, convencido de que nada pudo hacer) el pueblo llano dejó de prestar atención y regresó a los vicios de antaño.

Un iluminado vendió la idea de que la falta de confianza en el mercado financiero se solventaba renunciando a todo lo superfluo. Lejos de que esa peregrina llamada al ascetismo causara pánico, el iluminado comprobó que le pedían consejo en televisiones y en tribunas públicas, que su convencimiento de que la austeridad haría que todo volviera a su ampuloso cauce triunfaba. Primero comenzaron a cerrar las tiendas de lencería. Luego las librerías. Las medias, las braguitas de diseño, los sujetadores de alta costura y los camisones de seda importada del Nepal se convirtieron en objetos prescindibles. Vicios privados, dijo alguien.

Algunos iluminados ganaron en prestigio y recorrieron la bendita y jodida Tierra con sus incontrovertibles teorías sobre la bondad de la tacañería. La palabra favorita era recorte. Cuando otros iluminados le descerrajaron un tiro en la cabeza, el mundo creyó que la solución a la hecatombe se alejaba ya definitivamente. Nada más lejos de la realidad. Legiones de adeptos tomaron las riendas de la cruzada. No hubo perturbados suficientes como para acallar aquella marea de gurús enfebrecidos por la cura total. Salieron y llenaron las plazas.

Con el tiempo, después de cerrar tiendas de lencería y librerías, le tocó el turno a las escuelas. Se temía que el cuerpo de profesores malentendiera el discurso consensuado por todas las potencias mundiales y colara en la limpia conciencia de los niños elementos discordantes, notas disonantes, la justa medida de disidencia. También fueron perseguidos los brokers y los desalmados que se lucraban con la penuria ajena. Ya se sabe que en tiempos de miseria, siempre salen ganando los mismos.

Cuando se tuvo la certeza de que la vida tal como la conocíamos había dado pasado a algún tipo de vida completamente nueva, hubo una extraña sensación de calma. En ese limbo perfecto se vivieron años felices. Sin libros. Sin bragas de colores. Sin asignaturas tan incómodas y peligrosas como Educación para la Ciudadanía. La gente deambulaba por las calles con un entusiasmo inédito. Los niños inventaban juegos. Los enamorados olisqueaban los jazmines en los parques y la palabra sms desapareció del vocabulario de todos los adolescentes del mundo. Dejó de haber crisis de valores y la polémica sobre si Dios existía o no fue sustituida por una manso convencimiento de que esas frivolidades teológicas sólo importaban a gente con la panza muy llena o con la panza muy vacía. Tampoco había clérigos de alto rango con inclinaciones verbales perversas, de ésos que se les llenan la boca con el fornicio y malogran mentes sanas con pecados invisibles.

Siglos de pacífica convivencia no silenciaron voces altisonantes que echaban de menos la hamburguesa doble con queso y los partidos de la Champions League de los miércoles. Como no había libros de Historia, las generaciones venideras ignoraban el origen de su mediocre felicidad. Libres de las ataduras del dinero, vivían al día. Sin usura, limpios de corazón. Festines de pobreza. Sin huelgas ni piquetes. Sin agencias de viajes. Sin banda ancha. Sin monedas que validen los deseos. Sin que nadie se lucrara a coste de nadie y sin que nadie fuese atropellado por la avaricia de otro. Sin que la prima de riesgo se colara en los telediarios. Sin que ciberataques demolieran el Estado del Bienestar y se tuviera que escribir a mano el parte médico en los hospitales. De hecho no había telediarios. Las noticias habían desparecido. El interés más alto de alguien sobre un asunto consistía en la salud de los suyos o en algún pequeño delirio morboso alrededor de la vida conyugal de los vecinos.

Y entonces este cronista de sus vicios se despierta, enciende la radio y escucha el parte y se alivia con la crónica de los desmanes que devastan el país y piensa que toda la enfermedad que degenera, gangrena y finalmente colapsa hasta la muerte al sistema financiero no debe ser otra cosa que un reajuste planeado por alguien más listo que uno cuyo fin (aunque no lo veamos, nosotros, los ignorantes) será sin duda poner al pueblo en aviso antes de que la adversidad se torne muy puta y entonces no haya remedio y un día un iluminado saque de la chistera de las ocurrencias (todas místicas, todas hippies) el milagro total y nos vayan cerrando lencerías y librerías. Desmantelar el estado del bienestar solo interesa a los que poseen un estado del bienestar alternativo. En ese grupo de llegadores natos está la nobleza antigua, devenida ahora en otra cosa, pero igualmente saneada en las cuentas o está el congraciado con el poder, arribista sin más credencial, que lampa por escalafonar a base de lametón y arrullo a pie de congreso del partido. Nunca sabe uno bien estas cosas, pero las intuye de un modo asombrosamene creíble. Algunos de esos habrá en la recámara de las grandes ideologías y de los sacerdotes de los mercados. Dejamos de ser individuos para ser consumidores y ahí se produjo el crack, la rotura interna, la fractura que abrió todas las demás fracturas. Y se fueron calando los huesos en la tierra. Fin.

14.5.17

El cordero en casa del lobo


Ayer por la noche se obró un milagro pequeñito: consistió en que el poeta venció al funcionario o en que la luz hizo valer su belleza y derrotó a la sombra o en que por fin las buenas canciones, las que nacen del alma, vencen a las otras, a todas las que nacen de una máquina registradora. No sabía quién era Salvador Sobral ni me ha interesado jamás Eurovisión más allá del pintoresquismo o de la representación grandilocuente y hueca del esplendor de una Europa que hace aguas en las fronteras y se crece en estos eventos circenses. Lo de anoche (insisto) me pareció una especie de revelación: creí que a partir de ahora no habría más luces de colores y que bastaría una voz y una melodía. En definitiva, ésa debiera ser la consigna: voces y notas. Anoche venció la tristeza, que es un recurso de la poesía. Venció la sensibilidad, que es un recurso del corazón. Venció el débil, que fue a casa del poderoso y le convenció. En el fondo, todo estaba pensado: se dejaba que ganara justamente a quien no representa los ideales del festival, al que no los refrenda ni con su imagen, ni con su música, ni tampoco con su parlamento. Fue la fiesta del cordero en casa del lobo, pero este lobo es muy listo. Lo son todos los lobos: se trata de que la caja siga haciendo ruido y de que el negocio no flaquee y algunos digan (sabiendo lo que dicen o sin saberlo) que las cosas están cambiando y que en el futuro todos serán como Salvador Sobral, un tipo iluminado, un intruso, un infiltrado. Anoche ganó el alma cuando antes había ganado la cabeza. Siempre es el mismo debate, nunca fue otro: se trata de que triunfe el bien o de que el mal entretenga. Anoche (ya acabo) ganó la anomalía, que es un defecto del capitalismo. Luego viene la historia interior: la enfermedad de Sobral, su declarado amor al jazz, su voluntad de no entrar en las tripas de la máquina. Ah Sobral, escucha, mi querido amigo: puede que no entres, pero la máquina es terrible, el lobo es terrible, tú eres un cordero, pero anoche triunfaste y obraste un milagro, uno pequeñito, compañero.

10.5.17

El aire es un blues sucio


Uno no piensa en sus pulmones hasta que le duelen. Ni en el aire hasta que falta. Ni en el amor mientras se tiene. Ni en si anda sobrado o suelto de dinero en el bolsillo. Andamos así, sin apreciar las propiedades, sin darles nunca el afecto y el cuidado que exigen. Basta que el aire vuelva y ventile de nuevo el pecho para que retomemos los vicios. Son algo curioso los vicios. No se piensa en ellos mientras que se practican. sólo caemos en la cuenta de que nos pertenecen o de que les pertenecemos cuando flaquean o cuando no podemos encomendarnos a ellos y dejar que obren a su capricho y nos restituyan lo que quiera que les pedimos cuando les llamamos. Si yo careciese de vicios, no tendría nada. Viviría en una asepsia confortable, tendría una casa limpia en la que recogerme, una a la que le retiraron los muebles y que dispusieron como si no fuese nuestra, aunque nos despertemos cada mañana en ella y ahí pasemos una parte de nuestra vida. Duele la convicción de que cuando el dolor mengüe, volverán las carreras, ese vértigo que ahora no siento en absoluto, porque estoy en una especie de postración acccidental y momentánea, de la que saldré en horas o en días y a la que esperaré nuevamente el año próximo, cuando florezcan dentro de mis pulmones las partículas diabólicas que entreveo en el aire cuando camino. Polen le llaman. Tendrá otros nombres. Ahora me dedico a toser de un modo casi profesional. Como si a cada congestión le sobreviniera otra que compitiera en rudeza y en duración con ella. Al final se aplaca todo, se atenúa la velocidad del corazón en el pecho. Esta noche daré gracias a la farmacopea. Agradeceré que otros estudiaran los bálsamos con los que ahora cuento para que mi convalecencia no sea terrible, sino sólo molesta, como hecha para importunarme unos días y luego devolverme a mi rutina. La echo de menos. La he dejado unas horas (de anoche a ahora) y ya siento que me llama. Me pide que la asista. Dice que me echa en falta. Solicita que la saque y la pasee y le dé las atenciones de siempre. Mientras tanto, permanezco sentado. Toso menos si no me tumbo. Me convenzo de que la enfermedad (este delirio o amago de enfermedad, de fastidio eventual) a veces nos hace reflexionar sobre la salud. Si de verdad nos preocupa o vivimos a cien o a mil, sin atender en demasía a los avisos que el cuerpo expone para que no le desatendamos tanto. Es cierto que no tenemos otro. Es la cabeza la jodida, la que escribe la trama o la que la borre, la que se ocupa de aliviarnos o de hacer que prosigamos en esa tristeza de desahuciado del bienestar. Volverá todo a su cauce. El río fluirá con su mansedumbre prevista. Tampoco éramos tan salvajes ayer, ni hace una semana. La vida se porta bien. Me deja escribir sobre ella, no me censura, ni me confunde. Toso con reciedumbre, como si estrenara ese ruido primitivo, pero luego se desarma los instrumentos y la orquesta (un poco violenta cuando quiere) se despide tímidamente. No es un espectáculo que concite un público sibarita. Asisto yo y yo mismo me aplaudo o me jaleo. En estos días, antes de que el aire se limpie y me sane lo que me recetó el buen galeno, me conformo con lo que buenamente me tocó en suerte. Ya mismo me moveré a velocidad normal y hablaré roncamente, pero sin que me interrumpa la sinfonía de los pulmones. No sabemos lo que tenemos hasta que se airadamente se sublevan y nos convida a que les miremos.

En la retirada, leo apasionadamente (con interrupciones, con fatiga también) Sapiens, de animales a dioses, regalo de mis padres, un estupendo libro sobre nosotros mismos, sobre el hombre, sobre su camino y su importancia. Yuval Noah Harari es un historiador israelí que explica todo eso del dónde vamos (que es baladí al fin y al cabo) y del de dónde venimos (que en el ahora a veces no tiene notoriedad alguna). No es que ande pesimista. Es la sombra infame de la tos, que me tiene raro.


9.5.17

La inteligencia y Charles Laughton en un sueño


Fotografía: Josef Koudelka

I
Leí que Proust le daba poca importancia a la inteligencia. No creía que fuese útil para otra cosa que el medro social o económico, pero no en la gestión de las emociones, en la manera en que cada uno maneja el trasegar diario y lo que se lleva a la cama cuando cierra el día. Las mentes poco exigentes, todas las que no fueron bendecidas con el lustre inquisitivo de la inteligencia,  no sienten que se les tambalee ninguna de las certezas con las que combaten los reveses de la vida por la sencilla razón de que no las poseen o, en cierto modo, las tienen precariamente, sin que en ningún momento se les envalentonen y les arruinen la felicidad de la que puedan disponer. No sabemos qué es mejor. Tal vez esa indolencia o esa pereza de no desear saber más de lo estrictamente preciso sirvan para la épica diaria. Es mejor, me comenta K., dejarse ir, no pensar, no permitir que la realidad incomode. No estoy del todo de acuerdo con Proust, ni con K., aunque qué importancia tendrá eso. La pedagogía de la felicidad precisa de instrumentos cognitivos, dicho de un modo clínico. Hay veces en que es la cultura la que te salva. Otras, en cambio, es un lastre, un peso excesivo que se lleva con cansancio. Cuando me sobreviene un acceso de melancolía, leo a Gerald Durrell o a Saki. O escucho ska o valses vieneses. Lo curioso de esa inteligencia (de acuerdo que hay muchas bajo la apariencia de una) es que a veces le da por ensañarse con su propietario y busca dolor cuando es dolor lo que siente. A K. le gusta (me confiesa) escuchar música de cámara o algunos de los discos más crípticos de Frank Zappa o de John Zorn (como me apunta Alfonso García en un asunto anterior). Preferiría no entender, dijo un bartleby ocasional. No hay manera de entendernos, sentencia K. Sigue uno pensando que la constancia en las costumbres son un factor de bienestar, pero de pronto se le ocurre que sólo convienen las novedades, practicar deportes que no son los usuales, visitar lugares que no se conocen, leer libros de autores de los que no hemos escuchado nada o frecuentar a los amigos a los que hace tiempo que dejamos de ver. Al final todo es un camino por recorrer, un punto de salida y uno de llegada y, por más vericuetos y extravagancias topográficas que exhiban, todos son condenadamente rectos. Se sale, transcurre el trayecto y de pronto (o a veces sin que exista una noticia) se acaba o, por usar una forma verbal más a tono, mejor hilada al conjunto, acabamos.

II
Esta noche tuve un sueño de lo más extraño. Me hablaba un familiar de Charles Laughton. Él, con su oronda complexión, hablando un inglés críptico en mi sueño, corría zangolotinamente por ahí, como si tuviera seis u ocho años. Cuando pensé en él, en Charles Laughton, se me ocurrió que debe ser un señal de algo. No sé qué me deparará el día. Insistiré en esa imagen sofisticada, estaré pendiente. Por si aparece, por si el sueño contenía un fotograma de lo real.

4.5.17

Perros



Fotografía: Kurt Hutton

De todas las criaturas que pueblan el anchuroso mundo es el perro a la que más admiro. Convencido de que no tengo uno porque terminaría descuidándolo, aprecio que haya quien se esmere en esos cuidados y tenga uno o tenga un par. No hay vez en que no los mire con verdadero afecto y ninguna en la que no me sienta reafirmado en el deseo de que no los deseo cerca. Como todo el mundo, admiro también su inteligencia. En cierto modo es el perro el que sabe siempre qué pasará después. Si al final de la calle hay más perros o si la niebla se levantará pronto o tardará. Nada de lo que barrunta el perro lo conoce su dueño. No basta que ladre de una manera o que haga que el rabo oscile con más o menos entusiasmo. No sabemos qué le está diciendo el perro al fotógrafo. Probablemente sospeche que se cierne un peligro. A los perros no les cuesta trabajo especular. Su carencia de raciocinio está ampliamente cubierta por un extraordinario instinto. Yo mismo, agasajado por algún secreto plan cósmico con una porción de inteligencia, desearía renunciar a una parte de ella si gano en instinto, si se me permite reconocer el peligro, olisquear cómo se acerca, con qué artera maña se planta frente a mí y me embauca. No entra en ningún cálculo razonable mutar a perro, no es un argumento convincente, sólo despertaría la chanza ajena, pero qué aventura sería la de ser perro un tiempo. No de modo continuo, no sé si un perro se conmovería escuchando un aria de ópera o un poema romántico. Ser un perro a media jornada o un par de horas sueltas al día o incluso unos minutos; los suficientes para adquirir una visión realmente canina. Ahí entendería algunas de las cosas que admiro cuando las observo desde afuera. Comprendería la que más me emociona: la fidelidad. Hay perros que parecen una extensión física de su dueño. No hay forma de amor mejor expresada. Vendría a ser algo parecido a lo siguiente: yo existo más allá de mi propiedad corporal, yo vivo en el cuerpo de quien amo, yo soy ese cuerpo. Conforme maduro la idea de transformarme en perro me viene a la cabeza Gregor Samsa, a quien Kafka hizo cucaracha, y la desecho casi con desprecio. Proseguiré en mi rutina humana. Pasearé los parques y recaeré en la visión limpia de los perros. Si alguno particularmente afectuoso se me ofrece, le tocaré la cabeza y el lomo. Creeré falsamente que si toco la cabeza del perro podré entrar en ella o él, por yo acariciársela, podría mano arriba, por el brazo, llegar a la mía. Le diré Argos y el sabrá que soy Odiseo.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...