31.5.23

Elogio de la conmiseración

El mal que devasta al prójimo siempre es el nuestro. No hace falta que se viva en la a veces huidiza primera persona del singular. Los verbos, cuando se conjugan con la tristeza, al caer en su desgracia, pertenecen a quienes los pronuncian y a quienes los escuchan. Hay desgracias ajenas en la que no atisbamos propiedad alguna, pero basta arrimar un poco el corazón, sentir el latido roto del que solloza o gime para que se nos encoja el pecho. En esa sencilla transferencia de emociones, uno es otro, uno es todos. Lo dijo John Donne con más clásica relevancia en sus "Devociones para circunstancias inminentes": "Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio donde se hallara la casa de tu amigo o la tuya; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pides a alguien que pregunte por quién doblan las campanas: están doblando por ti ". La bondad, la filantropía, el afecto ciego: ese es el área en donde el hombre no ha cuajado un empeño noble todavía. Ese vínculo de vivir para los demás está en convalecencia, no ha dado de sí lo debido, se ha enfangado, se ha corrompido su esencia humanista, la de la terapéutica concepción de ser en los otros, de crecer en ellos. Y estos tiempos de zozobra y de desapego al distinto conducen a que esta reflexión deba pesar más que nunca, aunque las palabras de las autoridades casi nunca proclaman esta metafísica del corazón y acuden con mayor anhelo a la gestión de la propiedad o al ensalzamiento sin ambages de la primacía de la economía, asuntos de interés, quién lo duda, pero que no excluyen (no deberían excluir) la mirada limpia de la conmiseración, que es una virtud en desprestigio, cuando no un signo de debilidad o de sentimentalismo. 


30.5.23

Elogio de quien habla solo

 Finjo que converso conmigo mismo. Parrafadas insulsas, parlamentos huecos, historias que no terminan, pasajes irrelevantes, ideas que bullen y luego se difuminan. No hay día en que no desee hablar en voz alta en lugar de hablarme hacia adentro, pero no le doy altura a lo dicho, lo censuro, caigo en la cuenta de que no tiene interés para nadie, aunque a mí me agrade, hasta me conforta, y no siempre, si me lo tomo (en lo que puedo) en serio. Pensar es un hablarse sin ruido. Quien habla solo hablará con Dios un día, dijo el poeta. En ese sentido, estamos Dios y yo cerca. A veces me sorprendo requiriéndole algo, confiándole un rumor de una emoción. En ocasiones, el verbo se sabe impostado, como si hubiese un poco de teatro en el acto mismo de la conversación. Porque no hay respuesta y, sin embargo, no existe conversación donde haya atención más alta. 



29.5.23

Elogio del paraninfo

 De los significados adjudicados a paraninfo me quedo con los que no tienen predicamento actual, aunque el vigente, el del salón de actos universitario donde se celebran las investiduras, se abren cursos o se dan conferencias o lecciones magistrales, no me incomode y hasta provenga del término original. Me fascina precisamente el primitivo, el clásico, que despliega varias posibilidades semánticas, todas de más enjundia narrativa. Procede del vocablo latino paranimphus ‘padrino de bodas’, procedente del griego paránymphos, compuesto por para- ‘junto a’ y nýmphē ‘novia’, ‘mujer joven’, ‘divinidad de las fuentes’. La primera es la que, en la Grecia antigua, nombraba a quien ejercía la función de presidir las bodas y, una vez celebrado el connubio, hacer guardia del lecho nupcial hasta que acudieran los desposados, pudiendo rubricar más tarde la satisfactoria consumación carnal del matrimonio. Tenía también el paraninfo el perfil de notario de la integridad del himen de la mujer. En Roma el paraninfo acompañaba a la novia a casa de su pretendiente en calidad de mancebo portando una antorcha, mientras los otros dos actores sostenían a la novia en volandas sin que los pies tocasen el impuro suelo. Los hebreos usan paraninfo en un sentido parecido: es el amigo más cercano del esposo, el que se arroga el honor de conducir la logística de las nupcias y, continuando el modelo helénico y latino, llevar a la esposa al tálamo para que sea desflorada. Hoy desflorar es una antigualla semántica, no hay objeción moral a eso. Se trae el verbo para citar autores de léxico vetusto, a decir de las modernidades que se despachan en tiempos actuales. Hasta se me ocurre que alguien con poca mollera y autoridad censora (ambas cosas van casi siempre de la mano y abundan) saque las tijeras y sancione la imagen de la mujer que se describe en la restitución de paraninfo. Queda la metáfora de la flor a la que se le impone una especie de quebranto cuando se la violenta y parte. También eso será un acto lamentable para quien sólo ve monstruosidades en lo que, las más de las veces, es tan sólo poesía, acto natural o incluso signo de la preservación de la especie  



28.5.23

Elogio de la virgulilla

 Hay cosas que no podríamos hacer de no existir la virgulilla, que es palabra latina que proviene de "virga", que significa vara, tomada en modo diminutivo, como acariciada o revelada con afecto. Se la tiene como estandarte de nuestro bendito idioma y hasta el nombre del país que habitamos la exhibe con gozoso orgullo. En sentido estricto, el hecho de que esa línea se trace sobre la letra "n" no debería ocupar atenciones mayores, pero es su singularidad la que nos concierne más conmovedoramente. Es la "ñ" la decimoquinta letra del alfabeto y la duodécima consonante. La contienen más de 12.000 palabras y casi 400 comienzan con su fonética nasal palatal. Hace 200 años la RAE la reconoció en un diccionario, pero su origen es más antiguo. No hay tal restitución sonora en el latín materno, pero he aquí que los monjes, en la Edad Media, por necesidades logísticas, cuando ejercían de escribanos y consignaban el saber en sus pergaminos, decidieron obrar con sabiduría y se obligaron a abreviar algunas letras duplicadas para que el número de palabras de cada línea del texto se redujera sensiblemente y se ahorrara en tintas, en tiempo y en papel. Las dos "enes" consecutivas fueron zanjadas expeditivamente y convertidas en una sola a la que cabalgaba esa especie de serpiente nerviosa que la cubre. También otras parejas de consonantes que podían ser aminoradas con alguna solución creativa. 

El annus quedó en año, el pugnus en puño, el senior en señor y la donna en doña. Era cosa de que los fonemas abandonaran su grandilocuencia y se avinieran a una opción reduccionista, fijada más tarde como norma cuando Antonio de Nebrija la incluyó en la primera Gramática de la lengua española allá en el festejado 1492. Ha tenido la filial eñe sus controversias y hasta amenazas. La CEE trató de censurarla por exigencias tecnológicas. La propia nomenclatura digital la omite en la gestión de los correos electrónicos y de los dominios de internet. García Márquez puso el grito en el cielo. Clamó contra la arrogancia europea, sosteniendo que la eñe no era una "antigualla arqueológica" sino un avance lingüístico, una especie de evidencia de que la lengua prosperaba con los tiempos y dejaba atrás las cárceles de la lengua romance. Se destrabó el conflicto cuando el Gobierno protegió la letra eñe en los teclados, apelando a las conclusiones de excepcionalidad cultural del Tratado de Maastricht. 

No habría en nuestro boscoso y fértil idioma años que celebrar, aliños con los que aderezar las comida, dueños de propiedad alguna, añoranzas con las que consentir la melancolía, leña que avive el fuego, pañales que contengan las párvulas heces, compañía a la que acudir para trasegar los días, heridas que restañen, rebaños que pastorear, sueños que vivir, puños que cerrar, piñas que comer, preñadas que alumbrar, ceño que fruncir, hazaña con que bruñir la épica. No habría arañas, ni boñigas de vaca, ni cuñados, ni estreñimientos, ni morriña, ni roña, ni saña. Las campanas no tañerían, nadie sería hogareño, no escalaríamos montañas, no refunfuñaríamos, no haríamos poemas sobre el otoño, ni con risueño gesto saludaríamos al vecino. Montones de toponímicos tendrían que ser reemplazados. Un logroñés sería logronino o un panameño, panamero. Los de Madrid serían madritenses, que es posible que ya exista, pero tiene una resolución fonética incómoda. El mundo carecería de buñuelos, de albañiles, de bañistas, de desengañados, de enseñantes, de plañideros, de quien se desgañita y de quien va desaliñado. Las peñas de amigos del mus o de la pelota vasca, omitida la virgulilla, serían penas, induciendo al personal a no inscribirse. 

26.5.23

Elogio de las vidas ajenas

 Para quien, a ratos, sin propósito, frecuenta estaciones de tren o de autobús existe una costumbre que consiste en imaginar las vidas de quienes parten o de los que llegan, pero a mí me satisface más fabular en el hilo narrativo de quienes están, en las vidas de los que no se van ni tampoco vienen, las historias personales de los transeúntes. Nada absolutamente sabemos de ellas y en esa certeza es en donde consolamos nuestro tedio y quizá donde ellos, a pie de andén, consuelan el suyo fabulando sobre nosotros. Autor y actor al tiempo, dios y su criatura, figuras que ocupan un escenario al modo en que en la ciudad los edificios y los árboles y los jardines  ocupan cabalmente su lugar, aunque sepamos que el tiempo los retirará, arrumbándolos al olvido. Nuestra memoria está hecha de piezas canjeables. Somos también piezas en la memoria de los demás. Invisiblemente somos dispersos fragmentos de una realidad que no abarcamos, minuciosos objetos que se desplazan a diario por las mismas rigurosas avenidas y que de cuando en cuando extravían la rutina y entran en una estación de autobús o de tren para contemplar las vidas de los otros y fabular.

25.5.23

Un amor supremo

 





John Coltrane fue un músico con un don. Fue adiestrando su talento a la sublimación de ese don al servicio del mensaje de su música. A love supreme es una suite hecha de jazz que John Coltrane grabó en una formidable noche con el pianista McCoy Tyner, el bajista Jimmy Garrison y el batería Elvin Jones. A su conclusión, cuando estos cuatro músicos superdotados guardaron los instrumentos y salieron del estudio de grabación, Coltrane confesó a su mujer que había llegado a una especie de extraño cénit de plenitud y de dominio absoluto del lenguaje del jazz. Los exégetas de ese jazz, los críticos inflamados de palabras y los hippies intoxicados con esas complejas tramas de saxofón que Coltrane soplaba hicieron que A love supreme ascendiera a un status totémico que transpiraba, al tiempo, amor cósmico, conciencia de una espiritualidad global. Era lo inexpresable expresado, todo lo inaprehensible que de pronto alcanza una dimensión tangible, un punto de fricción con la realidad en la que el oyente, extasiado, contempla una versión mundana de la trascendencia a la que la música propende cuando los que la ejecutan o los que la componen acceden a cierto estado de gracia. Coltrane era un sacerdote de esa espiritualidad, un hombre con un propósito: escribir la fe que lo consumía.


Escuché A love supreme encima de un barco, el achacoso Castilla, gloria del Tercio de Armada de la Infantería de Marina. Mi amigo K. lo descubrió en un pub que amenizaba tardes de lluvia enormes con un fondo basado en el blues y en el jazz. Me dijo que le asombró la consistencia del saxo de Coltrane, me dijo que le condujo directamente al interior de la música. Yo no sé si logré ese acceso místico, si mi ingreso en el meollo de la cuestión, en la verdad de la música, en su belleza. La cubierta del Castilla no era un escenario especialmente cómplice con el jazz. Guardo, sin embargo, un entrañable recuerdo (por una vez dejen que entrañable y recuerdo se alíen para expresar justamente lo que pretenden) de esa primera vez en la que abordé consciente, deliberada y hasta gozosamente la escucha íntegra de las cuatro piezas del disco de Coltrane. Recuerdo con extraña claridad (hace casi más de treinta años) la urgencia de la música, toda esa mantra de sonidos que fluían con una magia que me parecía una revelación. Yo era el iniciado, Coltrane era el dios rudimentario de aquella religión improvisada. La precaria cinta de cassette (TDK o Basf o Sony, esas marcas compraba) no era el soporte idoneo y mi sensibilidad estaba amodorrada, anestesiada, contagiada de la funesta mecánica de la vida militar. Coltrane, en el Castilla, en alta mar, de noche, en la cubierta vacía y fría de una noche cercana a la Navidad fue uno de esos extraños prodigios que algunas veces recibimos y de los que no deberíamos desprendernos jamás. Luego he escuchado A love supreme en condiciones idílicas y he leído la información de la que antes no disponía. He descubierto el carácter religioso del autor, he entrado en esa feliz feligresía de amantes del jazz que necesitan un extra libresco, un texto al que agarrarse para sentirse aún más cómplice del prodigio que la música crea de la nada. Al contarle todo esto a K. me confesó una sana envidia (dejen que sana y envidia se alíen para expresar justamente lo que pretenden) y me pidió que le prestara la cinta de marras. Debió quedarse en el Castilla o en cuartel del TEAR en San Fernando o en algún bar a los que iba para perderme en las brumas de la birra y en la soledad perfecta de mi walkman Aiwa, siempre bien alimentado de buena música. Lo que sí debe andar todavía por el cuartel es el vinilo del que hice yo mi cinta. Bendito gasto del Ministerio de Defensa, absurdo, en su fondo: la libertad absoluta de un creador frente a la clausura gris de un recinto consagrado a cohibirla. 



A love supreme tiene dos años más que yo. Un amor supremo, un amor supremo, un amor supremo. Es el jazz seminal o, si se prefiere, por no ser tan taxativo, una de las semillas (da igual en qué tierra se vuelquen) sobre las que crece el género. Coltrane se rehizo como músico con este disco. Se postuló como evangelizador y sacó a la calle su libro de salmos. No era fácil el credo, eso lo sabía. Tampoco creía poder ganarse muchos nuevos adeptos a la causa: le bastaban con los fieles habituales y algún alucinado que, en la brutalidad espiritual del mensaje, captara la voz de adentro, la suya, la de Dios, ambas, y creyese en el mensaje y lo expandiese por el mundo. La fe religiosa, de la que carezco, debe ser eso, en esencia. Publicado dos años antes de que muriera, justo antes de otra maravilla conceptual, Ascension, Coltrane llegó a una cima absoluta en la creación. En palabras de Coltrane, A love supreme era su carta de amor a Dios, el agradecimiento por haber despertado a la espiritualidad, de la que no disfrutaría lamentablemente mucho tiempo. La adicción (enorme) al alcohol y a la heroína, que cesó en cuanto comprendió el poder de la fe, le hizo ver el mal del mundo (concedió en una entrevista) y agradecía que Dios le hubiese inclinado al mal para que luego (atravesado por su luz, confesaba) le concediese la gracia de la redención. Era un pastor el gran Coltrane. Tenía a sus fieles a pie de escenario. Los tiene hoy, cincuenta años más tarde. Estarán dentro de cincuenta años. Contarán la misma vieja historia. El jazz. El amor. La luz. La comprensión. La esperanza. No hay un Dios en el libro de salmos de Coltrane: no, al menos, uno reconocible, de fácil asiento en la cultura o en alguna cultura concreta. Es un amasijo formidable de creencias, una voluptuosa compilación de dioses, todos íntimos, cómplices, atentos al susurro de la música. No creo en ninguna religión, creo en todas. Coltrane era un experimentado comunicador de su nueva vida revelada. Entra el Coltrane predicador, al que se le encomendó salvar las almas, aunque él tenía bastante con salvar la suya. No sabremos nunca si lo consiguió. A los cuarenta años se fue definitivamente. Cáncer. La plegaria estaba servida. Dios estaba satisfecho.

23.5.23

Los mundos sutiles / 100 apuntes sobre el arte de la escritura



Hay pocas alegrías que rivalicen con la de ver un libro tuyo por primera vez, salvo (se me ocurre) la de contemplar por primera vez la cara de un hijo. Escribí eso cuando publiqué uno de mis últimos libros. Sigo sintiendo esa sensación de felicidad y de gratitud, me siento igual de feliz. Hoy me alegra muchísimo presentar "Los mundos sutiles. 100 apuntes sobre el arte de la escritura". Los cien textos que lo componen surgieron de un impulso feliz y se concluyeron con la satisfacción de un deber cumplido. Comenzó un primero de enero de 2022 y el propósito fue consignar uno al día hasta que se clausurara el año. Hubo días felices, de una plenitud encomiástica; también otros cosidos a la prisa, inhábiles para permitirme el esparcimiento de la literatura. No flaqueé, aunque se dieron circunstancias para que abandonara la empresa con la misma felicidad con la que la inaugurara. Se trataba de pensar en alguien a quien admirase o a quien tuviera que expresarle mi gratitud por su contribución a la construcción de mi entera persona. Los elegidos eran pintores, músicos, escritores, gente del cine o del cómic. La selección no obedecía a criterio alguno. La cribada posterior, la encomendada para que el libro pudiera tener unas dimensiones aceptables, se ciñó a la de la literatura. El único desempeño fiable era el de volcar una semblanza diaria y alojarla en mi blog y en su muro de Facebook. Tuve muchos lectores, amigos que leían a diario mis ocurrencias, mis evocaciones, mis pequeñas y grandes afinidades con los escritores a los que venero. No hubo un canon, un patrón que seguir. Todo estaba alentado por el antojadizo capricho del azar. Con pudor, envalentonado o desenfadado a veces, respetuoso siempre, acometí la bendita locura de evocar a todas esas personas que hacen mi vida más feliz, a los que vuelvo y en los que me siento como en casa. Un libro es una casa. Aquí muestro la mía. Estáis todos invitados a entrar en ella. Es humilde, es sentimental. Dentro esperan García Lorca, Petrarca, Anne Sexton, Oscar Wilde, Vladimir Nabokov, San Agustín, Mario Benedetti, Charles Dickens, Gloria Fuertes, Pablo Neruda, Edgar Allan Poe y así hasta cien escritores. En el link fijado abajo podéis adquirirlo. Será presentado el 7 de junio en mi pueblo, en Lucena. Estáis también invitados a esa puesta de largo de mis mundos sutiles. Cierro con mi gratitud a José Luis Trullo, generoso siempre, cercano y amigo.

Se puede comprar aquí

https://distriforma.es/Libro-LOS-MUNDOS-SUTILES-ISBN-978-84-124704-5-1


Elogio de la eutrapelia

    A Sergio Reyes, que me la regaló ayer en un momento de feliz algarabía. 

Eutrapelia

Del gr. ετραπελα eutrapelía 'broma amable'.


1. f. Virtud que modera el exceso de las diversiones o entretenimientos.

2. f. Donaire o jocosidad urbana e inofensiva.

3. f. Discurso, juego u ocupación inocente, que se toma por vía de recreación honesta con templanza.


No soy de mucho llorar. Tampoco ver a los demás en llanto contagia el mío. No sé bien dónde se guardan las lágrimas que no vertemos, si se acumulan y duelen ahí adentro, si el llanto que no sale será incontenible cuando suceda. Lo que sí observo es que se me humedecen con frecuencia los ojos, no hay duda de eso. Cualquier cosa me enternece y es entonces cuando parece que voy a echarme a llorar, pero luego (sin que yo ponga trabas o censure ese llanto) no lo hago, me cohíbo de alguna manera. Hay cosas por las que deberíamos llorar y no lo hacemos. Después del llanto ya no hay nada más, es el estado de transparencia puro, como en otro orden de cosas lo es la carcajada. 


Siempre hubo ese pudor a exhibir lo que sentimos, el miedo a que sepan lo que nos cala y duele. En la escuela no hay una pedagogía del llanto. Tal vez porque los niños, por niños, por no haber madurado y no haber sentido la necesidad de esconderse de los otros, lloran mucho y lloran casi por todo. Conforme crecen, se piensan si llorar o no, pesan en una invisible balanza lo que perderán si se muestran tal cual son, si permiten que los demás asistan a la representación interior de sus sentimientos. Es más difícil hacer reír que hacer llorar. Eso tengo entendido, eso dicen los del cine o los novelistas a quien uno lee en entrevistas o en sueltos de prensa, cuando hablan de estas cosas.


La comedia habla de lo humano con la misma hondura que la tragedia. En lo personal, en el trato diario con los otros, siempre se prefiere inspirar pena que ser motivo de burla. La aflicción posee un efecto balsámico: cuando estamos tristes o apenados, agradecemos que se nos ayude, permitimos que nos abracen y consuelen. En ese sentido, la tragedia es más humana que la comedia, tiene más predicamento también. Quizá porque vivir es siempre un irse diluyendo, una travesía que tiene un destino y un cese. Pero también condiciona la burla, el sentido del humor, que es el sentido de la inteligencia. 


El reírse denota, más que nada, la propiedad de uno mismo, el saberse dueño de la realidad y la certeza de que se la domina. A esa habilidad en el trato con los otros, fomentando el buen rollo y las situaciones amables se le llama eutrapelia. Es virtud aristotélica que promueve lo jocoso, esa donosura aliñada de gracejo en el decir que no hiere nunca y alivia el pesar de las palabras o de los gestos. 


Hasta de la muerte nos reímos. Así, reduciéndola a motivo de chanza, le perdemos el respeto, no nos afecta como ella quisiera, no malogra la vida que no ha tocado. Leí una vez a Manuel Vicent que la sangre, el sudor y las lágrimas eran una especie de compuesto de sal y de agua que procede del mar que todavía llevamos dentro. No vemos la sangre, ni la sentimos, salvo contadas y a veces dolorosas circunstancias. pero el sudor y las lágrimas nos delatan, retratan la manera en que afrontamos la realidad o la manera en que la realidad nos intimida o nos sobrepasa. Sangramos, sudamos y lloramos para permitir que todo fluya nuevamente y nada quede dentro, gangrenando, como una metástasis invisible (todas lo son) o como una rendición secreta. Así que la risa nos salvará. Lo hará incluso cuando no creamos que debemos ser salvados. De ella proviene la alegría, que es la argamasa de la felicidad. Ella nos cogerá de la mano, aunque pensemos que caminamos solos. 


Ayer, en la feria de Córdoba, hubo sus risas y sus bailes. Cuando uno baila, sonríe. Hay una concurrencia visible entre esas dos manifestaciones de la intimidad de cada uno. Por fortuna, he visto más gente reír o bailar que llorar. Reímos y bailamos para celebrar cualquier cosa que tenga que ver con la creencia de que el mundo es un lugar agradable. La gente que se ocupa de que los demás rían merece la consideración más alta, la gratitud más honda. No es fácil, aun pareciéndolo. Tiene más asiento lo contrario: hacernos padecer, dar al ánimo el traje de tristeza o de enfado al que en ocasiones recurrimos para presentarnos en sociedad o para trasegar por ella. 

22.5.23

Elogio de la química

 Me soliviantó ayer la irrupción de una idea de la que no pude desembarazarme en todo el día. Se me ocurrió al ver un esplendor de flores en un balcón a las que bañaba un delicado sol de mediodía. Pensé en el magisterio de la naturaleza, en su incansable afán de belleza. Tras la contemplación botánica, caí en la cuenta de que al igual que a la flor la crea la conversación de unas moléculas también el mismo amor es un ciego arrebato de arbitrarios impulsos químicos. Son ellos los que nos hacen preferir el sabor de un buen vino o prendarnos del olor de la tierra cuando la colma de agua la lluvia. La voluntad no rivaliza con el baile loco de todas esas partículas invisibles con las que está escrito nuestro código genético. El argumento me entristeció un momento, aunque luego me envalentoné. Consideré que poco podría hacer para rebajar esa injerencia. Está en mi mapa genético. El universo tendrá milagrosamente el suyo. A su modo, la ciencia escribe poesía con tímida y, a la vez, estruendosa eficacia. Hay una geometría secreta, hay una confluencia de propósitos arcanos que configura un patrón. El hecho mismo de que nos besemos, a decir de expertos dermatólogos, rinde un estudio químico de quienes los practican: hay sustancias transferidas en la saliva que comunican un mensaje nítido, una especie de transvase exclusivo: se ha producido un vínculo que el cerebro guarda y, en determinadas circunstancias, si prosperan otras herramientas de la seducción, deriva en la irrupción genuina de sentimientos afectivos mayores. El amor es una reacción química, mal que le pese al Dante que escribía a su amada Beatriz o cualquier hijo de vecino que se cree único, dotado de una espiritualidad extraordinaria, cuando la flecha del amor lo traspasa y se le encabrita como una brújula loca el paciente corazón. La oxitocina es esa flecha, mal que nos pese. Nos enamoramos de alguien por una cabriola bioquímica en el cerebro. Unos neurotransmisores se arrugan nuestra voluntad: la hacen danzar a su caprichoso antojo, la aúpan al placer, la subliman. Queda uno a expensas de toda esa coreografía invisible de átomos que se buscan o que se rechazan. Somos obedientes funcionarios de esa administración ajena. 

20.5.23

Elogio del amor

 El amor tiene su emboque como la fe su verbo próspero que, grácilmente, aletea y medra en el aire como ala donada en júbilo por los dioses. El amor embocado se aviene al cauce y, no saliéndose nunca, concluye, finalmente muere, renace más tarde, es notorio, por cualquier meandro del río y retoma el curso. Amar es repoblar lo conminado a pudrirse. También permitir que el ala festeje el vuelo o que la jaula sea pájaro entera o que el pecho brinque cuando lo acaricia una brizna de aire de pronto limpio y puro. El amor es la pureza de las palabras antes de que se las ingenien para desdecirse o la pureza de los gestos antes de que los corrompa el uso. Se ama para que el amor persevere. Es al amor a lo que se viene al mundo. Todo lo demás es periferia y cobardía. El peso del mundo es amor, cantaba el poeta. Afuera suya no hay nada a lo que confiarse. Uno ama un cuerpo o un alma o juntamente ambas o ama un poema o un paisaje o un recuerdo de un cuerpo o de un alma o de un poema o de un paisaje. El amor es la celebración de la memoria. Se puede amar sin que se aprecie el trabajo que requiere. Hay quien ama inadvertidamente y transcurre con feliz ignorancia. Hay quien no se autoriza a dejarse amar. Hay quien prefiere abstenerse por precaverse contra el desamor. También ahí prevalece su hondo ímpetu. Tal vez con más ahínco, con mayor sentido. Anoche amé una blonda de pétalos en un verso que no acabé de cerrar. Me sentí súbitamente pleno en esa inminencia de esplendor. Casi agradecí que no diera con las palabras cabales. Ya vendrán, ya me buscarán. El verdadero amor nunca concurre cuando se le reclama. Como la fe. Como la muerte. Todo está hecho de la misma quebradiza y bendita sustancia. Todo se aprovisiona de infancia y de inocencia.

19.5.23

100 canciones / 25 / You Are The Sunshine Of My Life, Stevie Wonder, 1972

Una vez alguien me contó que esta canción de Stevie Wonder le abrió el corazón de la chica a la que amaba. Siempre sostuve que hay una canción a la que confiamos que exprese lo que nosotros no sabríamos. Se le encomienda el recado de que expliquen lo que las palabras no pueden. No siempre damos con ellas. Incluso cuando lo hacemos, en ese rutilante momento de elocuencia, precisarían un arrimo musical, una de esas melodías arrebatadoras que parecen haber sido escritas para que concursen en el acto supremo de granjearnos el amor de alguien. La de Stevie Wonder no es la voz primera, la hace Jim Gilstrap, un reputado músico de sesión que no tuvo carrera en solitario remarcable. Recuerdo que fue la primera canción que escuché de Stevie Wonder. Con entusiasmo infantil, no tendría más de doce años, recuerdo ir con mi padre a comprar el álbum. Fuimos y vinimos en autobús una mañana de sábado. Tantos años después, recuerdo a mi amigo haciéndole la corte a su amada y a mi padre llevando de la mano a su hijo hacia la felicidad. 


La mano de Miles

 


I

En la mano de Miles Davis están todas las manos del mundo. Todo lo que puede hacer una mano lo hace la de Miles Davis. Además es una mano negra. Todas las manos del mundo son, en el fondo, manos negras. Debajo de todos los demás colores está el negro. Adentro, donde la mano deja de serlo, si es que una mano pueda dejar de ser mano en alguna ocasión, está la memoria del tiempo y del espacio. Está el negro con el que el mundo se hizo mundo por primera vez. Era entonces un mundo sin manos todavía. Es posible que en el inicio, en aquellos tiempos de zozobra cósmica y de silencio infinito, la mano no cupiese en el diseño de todas las cosas que estaban por venir. Era más lógico que antes de las manos, mucho antes de que se adueñaran del mundo, existiesen las piedras. No se le ha dado el mérito que tienen. Están ahí desde el principio y siguen todavía. Yo creo que el mundo es una piedra enorme que sigue fragmentándose. Nosotros mismos somos extensiones anómalas de esa piedra primigenia. La primipiedra, podríamos decir. Lo que no sabemos es si hubo una primimano, una mano antológica desde la que se desgajaron todas las demás. Quizá no apreciamos la piedra al modo en que apreciamos la mano porque carece de la facultad de moverse. Ahora mismo, mientras tecleo, observo con detalle cómo funcionan las mías. LLevan años haciendo lo que hacen y siguen cumpliendo, aceptando lo que les ordeno, sin flaquear. Una mano, cuando flaquea, alerta sobre el fin de quien la posee. De la mano, de su oficio divino, provienen todos los demás oficios. Incluso el de escribir viene de ahí. A mis alumnos les digo que no escribo yo cuando lleno la pizarra de palabras y de dibujos y de números. Es mi mano la que escribe. Ella es la que decide qué palabra colocar. Lo que no tengo es una mano negra. Ni siquiera una mano trabajada como la que tuvo Miles Davis. Es la mano que hace que la música suena. No sonando, se escucha. Sólo debemos aplicar el oído. Acercarnos, advertir que los dedos, aunque no lo parezca, aceptando que no es posible tal cosa, se mueven. Lo están haciendo ahora. Se están moviendo. Suena un solo de trompeta fantástico. Se está expandiendo por el cosmos. Está barriendo el cosmos. No hay rincón del cosmos al que no alcance. Es un solo negro. Todos los solos, los buenos, son de una negritud que intimida. Debajo del negro, a modo de capas, están los demás colores. 


II

Está tocando So what la mano, la mejor pieza del jazz. So what es la oblea del feligrés del jazz. Miles Davis es el chamán ( sigo el hilo religioso/místico ) que oficia la liturgia, pero la cohorte de oficiantes es sencillamente extraordinaria. Un todavía no tocado por las drogas Bill Evans ( y cuando le tocaron continuó regalando música sublime ), un concentrado y honrado John Coltrane, que rebajó su caché de líder para ponerse a las órdenes de otro "jefe", un robusto Cannoball Adderley ( en las notas y en el físico ), un Paul Chambers impecable en el imprescindible trabajo de dar cuerpo a la música con el contrabajo y un meilimétrico y sensible Jimmy CobbWynton Kelly pone su piano en Freddy Freeloader. Todos arriman virtuosismo, lirismo, concentración y crean el monumento sonoro que Kind of blue es. Lo descubrí tardíamente, pero fue una revelación, una epifanía, que dicen los iluminados por el numen de la fe. Como no he sido obsequiado con ella, reconozco en los compases de So what mi fuente fundamental de alimento espiritual, mi particular altar, el dios pequeño de mis vicios más íntimos. Lo suelo poner con mucha frecuencia: puede ser el disco ( da igual el género ) que más veces he oído entero. Quincy Jones afirmó que "en un caso hipotético en el que desapareciera todo rastro de la música de jazz, bastaría con tener Kind of blue para poder explicar el género". El jazz está quintaesenciado como en pocos discos, eso es cierto. Fue grabado en un sola toma: tal era la afinidad de los música, así era el grado de complicidad de esos genios que ( hasta entonces ) nunca habían entrado juntos en un estudio.


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So what es mi pieza favorita. De este disco. De cualquiera. Hubo un tiempo en que la ponía todos los días. Al menos una vez. No me hartó, no la odié, no me contó nunca la misma historia. Cada audición me reportaba rincones nuevos. Eso es el jazz. Ahí está su imperecedero encanto. En esto reside su magnificencia. Flamenco sketches es otro momento inconmensurable, su melodía ( sencilla ) me acompaña justo en el momento en que escribo esto y salgo al viernes con la mano de Miles cogiendo la mía. 


18.5.23

Elogio de lo sublime


Al autor  o al intérprete de cualquier disciplina artística se le concede en ocasiones la contemplación pausada de su obra y, en ocasiones, la mira sin reconocerla suya, sólo comprende los rasgos, aprecia ciertos hallazgos, pero no siempre atisba su impronta, la huella perceptible. Entre el creador y lo creado hay páramos no recorridos todavía, una suerte de contradicciones y de paradojas que hacen más valorable el producto final. Es el numen, al que todavía no se le ha dado el predicamento debido. Se cita como una inspiración, una especie de emanación mística, un don. Hay quien tiene alguno y no le da valor y quien, careciendo de él, se cree portador de su llama, oficiante de alguno de sus prodigios. Se trae con frecuencia la frase atribuida a García Lorca en la que concedía que es en la comisión del trabajo en donde irrumpe ese numen, pero hay veces en que no sucede así, me permito contradecirle. Acude una melodía a la que más tarde se da el pulimiento que la hace brillar, surge una frase o un verso que requiere atenciones para que sea rotundo y emocione. La virtud del ocupado por estos milagros de la sensibilidad es la de no desoír las voces que lo tientan y registrar esa inminencia de milagro. Porque el numen es únicamente una semilla, una pulsión de luz, una brizna de la eternidad. Cualquier puede dar con uno de esos milagros, hay ejemplos suficientes, se observan a diario. Lo verdaderamente importante es la vehemencia, la perseverancia en el trabajo, aquí vuelvo más conciliadoramente a García Lorca. A la musa le agrada que se la corteje, es de recibir halagos, se pavonea cuando alcanza cierto grado de belleza. Kant llamaba a esa revelación "lo sublime". El alma, si así se la conforta, adquiere cotas de gozo inefables. No se precisa el concurso de una construcción humana (un poema, un cuadro, una pieza musical) para que ese estado de gracia exista: hay paisajes que nos conmocionan, hay catedrales a las que entramos con el corazón empequeñecido y el ánimo izado como una cometa feliz. Es entonces ella la que se arroga la facultad de restituir lo excelso, todo lo absolutamente extraordinario. Cuando esas circunstancias concurren, si la belleza ha sido ofrecida con todo sus oropeles y pompas, se alcanza el éxtasis. Hay una concordancia perfecta entre el sujeto que observa y su objeto observado. Uno es extensión del otro. La lengua de la luz lamiendo el pétalo de una flor era para Schopenhauer expresión total del sentimiento de lo bello. El cuerpo se agita, hasta se duele, en casos extremos. Creemos que la inmensidad de la creación ha sido depositada en esa visión, en la de la flor bañada por el sol, en la del poema en el que alguien hace que veamos la flor y la luz juntamente sin que ni una ni otra estén frente a nosotros. La espiritualidad es el camino por el que transitamos. Nos embarga un júbilo, nos traspasa una sensación sobrecogedora de plenitud. Por ese estremecimiento puro vale la pena vivir. 


17.5.23

Elogio de la evocación

 


                     
   

Recuerdo a mi abuela Luisa en la playa con todos sus nietos. Vestía de pulcro negro y dejaba asomar con blanca timidez brazos y rodillas. Le disgustaban los cambios y nadie quebró esa determinación antigua. Aquel día concedió aventurarse. Era de reír y allí ejerció esa licencia con colmo. Guardamos las fotos, no muchas, las que concedió. Se la ve triste en algunas. En las de la playa, parecía un general retirado que observa las alegres maniobras civiles de su ejército. Se fue sin ruido. Tampoco era ella de molestar y solía pedir, más que un apagarse pausado, un cierre brusco. Lo tuvo para su felicidad y para nuestra desdicha. No vio a sus nietos crecer y ocuparse en amar y en traer hijos al mundo. Los hubiera hecho reír y sus brazos viejos se habrían colmado de vida al achucharlos como a veces sólo saben hacer las abuelas. Evocarla no es únicamente traerla a la memoria y dejar que la pasee y nos conmueva. La recuerdo trajinando en casa, componiendo una pequeña sinfonía de rutinas que la ocupaban sin descanso, contando historias de la Extremadura que dejó por imperativos de la guerra, arrimada a la ventana para que la luz de la tarde la guiara al pespuntar los bordados. No hubo día en que se la viese flaquear, ninguno donde rebajara su alegría por vivir, ese deseo sencillo de no perderse nada y acudir con su modesta, limpia y planchada ropa de abuela para que le preguntaran y ella pudiera explayarse en chácharas. Tenía la voz como de niña y el alma como de ángel. En la trasera de la fotografía mi padre, el fotógrafo requerido, escribió "1971". Mi abuelo Emilio todavía vivía. No fue hombre de cariños, quién sabrá las razones. Era alto y enjuto, era áspero y huidizo. Murió no muchos años después. Fue una viuda entera y feliz. Se sabía querida, tenía la cabeza llena de recuerdos. Mi afán de escribir (lo pienso ahora, lo razono ahora) tal vez provenga de ese tumulto de evocaciones suyas. La vida, si no se cuenta, es de otros. 


15.5.23

Elogio de la cultura


En el imaginario colectivo se instalan percepciones que luego cuesta quitar. Tenemos la idea de que la política es el lugar natural de la corrupción o de que importa más quién baje a segunda división que una guerra feudal en Nigeria con cien muertos o de que lo árabe es por naturaleza sospechoso o de que lo que no sale en las redes sociales no existe. Se tienen esas percepciones (la política, el fútbol, lo extranjero, internet) y no interesa que se extirpen. Yo creo que se cuece más negocio si están que en su ausencia. Todo se observa con la lupa de las finanzas. Si hace que la caja suba, es válido. La misma forma en que se organiza la cultura evidencia esta aberración de la que hablo. La percepción de que la cultura es lo único que nos salvará no está instalada en el imaginario colectivo, en el pueblo llano, en las calles de los barrios y en las salas de estar de las casas. Creemos (porque así nos fuerzan a creer, porque es más sencillo o porque requiere un esfuerzo menor) que basta con que nos entretengan. Se programan actividades lúdicas, de funambulismo, de pandereta, de circo, de fútbol o de copla para que el pueblo no eche en falta a los poetas o a los filósofos. El pensar no está de moda: está el producir. Quizá convendría (no sé, no sabe uno mucho de casi nada) que se montara una manera de conciliar la cultura con el entretenimiento. Hacer que los libros o el cine o los discos tengan un iva reducido. Hacer que la televisión retire la bazofia que acostumbra (unos canales más que otro, alguno de forma escandalosa) o que la emita en horarios tardíos (muy tardíos, a las tres de la madrugada, por ejemplo). Hacer que los políticos caigan en la cuenta de que en campaña electoral nunca hacen mención a la cultura. Hacer que la escuela sea el corazón de toda la maquinaria de la sociedad. Hacer que la idea pública del maestro sea todo lo honorable que ahora no es. En los años que llevo trabajando en el oficio (va para treinta) es ahora cuando más en declive está esa percepción primaria, la de la escuela, la de los que entramos a diario a trabajar en ella. Lo malo de las percepciones es que luego cuesta quitarle del cuerpo al que se acoplan. La cultura más visible en los medios de comunicación la de Saber y Ganar, en la 2, a eso de las cuatro. No me creo que una feria del libro a rebosar sea un marcador de que se lee más. Se está allí como se podría estar en otro sitio. Leer, se lee poco. Esa es otra percepción bastarda, la de los libros. Los países con mejores bibliotecas son los más avanzados. No los que tienen más banda ancha, ni los que poseen una renta per cápita más alta. De verdad que todo pasa por aprender a leer. No leer de un modo fluido o comprensible. Leer de verdad, leer con apasionamiento, leer como si no hubiese otra cosa mejor que hacer. Eso no está en el ideario patrio. No lo ha estado nunca, no tiene pinta de que vaya a estarlo. Que un país tenga una sanidad y una educación espléndida hace que prospere. Habrá otras consideraciones fundamentales, las hay de un modo irrebatible, pero si respetamos la cultura, todo lo demás vendrá por añadidura. Es ella la que hace que germine el deseo de progreso. 

La cultura nunca es cara. Al final, siempre sale a cuenta. Se aprovecha hasta la última moneda que usaste en su adquisición. Incluso es barata, me atrevería a decir. A veces, cuando todo ensambla y hay decisiones felices de la parte de la autoridad, la cultura es gratis. No, no es cara, nunca es cara. Hay discos de Britten o de Duke Ellington despachados en diez euros. En un mercadillo de la periferia un hombre ofrecía películas a euro. Todas pulcramente precintadas. Había decenas de obras irrelevantes y decenas de obras maestras absolutas (Fritz Lang, Juan Antonio Bardem, William Wyler, que recuerde). El otro día vi también una caja de tres compactos de Bill Evans en Paris. Doce euros en una conocida gran superficie. Barato. Sale a 4 euros por compacto. Si cada disco tiene unos cuarenta minutos - las piezas de Evans son largas, vienen a ser cinco o seis cortes por álbum - el minuto de Evans está barato de verdad. Hagan ustedes la división. No sé a cuánto sale el minuto de Javier Marías de Así empezó lo malo, que no es tan voluminosa como El señor de los anillos, pero no es endeble en páginas. El no saber me hace conducir el argumento con ingenuidad, pero no viene mal: sale barata la ingenuidad, el desafecto por los quebrantos, esta apetencia por mirar el lado brillante de la vida, no el gris, ni el depreciado. Si a la cultura le ponemos un balance de cuentas sale cara, por supuesto. El cine es caro. Quizá sea el minuto en el que más apoquinas. Una película de 120 minutos, que es una duración generosa, puede salir a euro cada quince minutos. En ese plan contable, una película de 80 minutos encarece el minuto dolorosamente. Más caro sale no pagar ese minuto, no ver cómo corre George Kaplan por un maizal o cómo Travis Bickle, el taxista más desquiciado del cine, le habla al espejo y nos acongoja seriamente o cómo Joe Cocker le pide ayuda a sus amigos o cómo Charlie Parker busca pájaros en el techo de una habitación de hotel o cómo Roy Batty con una paloma en la mano explica lo que ha visto y lo que se perderá cuando cierre los ojos y se pierda el escrutinio de la memoria como lágrimas en la lluvia o cómo Atticus Finch hace que la bondad y la justicia nos parezcan tesoros en nuestras manos o cómo Darth Vader le confiesa a Luke Skywalker la paternidad que había ocultado o cómo George Bailey es salvado por un ángel o cómo Hal 9000 nos hace pensar en Dios metido en las tripas de una máquina o cómo Lolita Haze (se dice Lo-li-ta) enciende la luz de la perversión en la cabeza de Humbert Humbert o cómo Harry Powell se tatúa el amor y el odio en los dedos o cómo Louis Armstrong y Ella Fitzgerald ven marchar los santos por los algodonales o cómo Borges encuentra el paraíso bajo la especie de una biblioteca o cómo Sam la toca de nuevo o cómo Rufus T. Firefly seduce a las damas de la alta sociedad en los bailes de salón o cómo Vito Corleone exige respeto en una habitación oscura mientras una boda esconde el mal absoluto o cómo Freddie Mercury llama a Galileo en la parte operativa de la Rapsodia Bohemia o cómo Lorca busca querubines de plata bajo el cielo de Harlem. Britten no es caro a diez euros. No es caro en absoluto. Es una ganga. Tienes réquiem hasta que te duela el alma. No hay dinero en el mundo que pague la belleza y la inteligencia del arte. Son caras otras cosas, es caro no poder pagar el placer que proporciona atiborrarnos de cultura, sentir que estamos abastecidos. En estos tiempos precarios y grises, la cultura es un desahogo, un alivio, un consuelo, un refugio. Volvemos al argumento antiguo de pagar por las cosas buenas de la vida, pero es un asunto que no era el que animó este hilo. Lo malo es que pagues y no te guste Britten.

14.5.23

Elogio de los sustantivos monosílabos

 Las diez o quince o veinte primeras palabras que he pensado que tengan una sola sílaba me han parecido de más peso que las diez o quince o veinte primeras que pensé después que sobrepasaran ese cómputo. Lo del escrutinio silábico parece patrimonio exclusivo de la métrica, pero hay argumentos que desmienten esa primera conclusión. Las palabras poseen una red de conexiones a la que la neurolingüística no ha llegado y a la que sólo se accede por la vía de la emoción y de la sensibilidad. Piensen en la palabra "bar". Quédense ahí un rato, sientan los recuerdos acudir en tropel a su de pronto conmocionado cerebro. Es tan corto su trayecto, las tres letras que la conforman, que parece mentira su hondura semántica. Luego están "Dios" y "cruz": sobre ellas se ha levantado el entero paisaje de la civilización humana. Si a usted le apasiona el fútbol puede presumir de la metafísica de un vocablo sencillo, que al ser restituido, por mera pasión fonética o por brinco incontrolable del corazón, alarga hasta el paroxismo orgánico su vocal central, su "o" menudita. Hablo de "gol". ¿Qué decir de la "luz"? En un plano meramente biológico, es fuente de toda vida, no cabe argüir vida alguna sin que ella lo impregne todo con sus dones extraordinarios. Es el imperio del "sol". En el plano simbólico o metafórico o incluso religioso, su ausencia anuncia el advenimiento de las tinieblas. Una buena parte de la literatura universal (desde los griegos a los poetas barbilampiños de los escaparates de moda, pasando por Dante o por Santa Teresa de Jesús) recae en sus primores. La herramienta para alcanzar la armonía espiritual reside en la "fe". Con qué poco se construye algo tan grande, podríamos decir. No se tarda nada en decirlo, pero lo escuchado perdura, se renueva y hasta crece. El mismo "pan" es sustancia milagrosa, que representa la fecundidad y la gracia celestial.  Cuando Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso los conminó a que trabajarían y sudarían para llevarlo a su casa y procurarse alimento. Jesucristo partió el pan y lo dio a sus discípulos para que comieran de él y se produjera una especie de transverberación entre cuerpo y espíritu. A este cronista de sus vicios se le ocurrió que la música que más le fascina se persona con una escueta sílaba también: "jazz". De pequeños adorábamos el "flan" o la "miel". A los viejos les entusiasma el "mus". Que ahora yo escriba y me lea es cosa de un "chip". Hay palabras que se han ido perdiendo o han sido reemplazadas por otras, que tal vez no restituyan su significado con eficacia. Lo "chic" no está de moda: lo estuvo, molaba ese chasquido afrancesado. Tampoco se prestigian el "frac" o el "folk". Ahora todo muy "zen", todo muy de "pin" y "red". Cualquiera a quien se pregunte quiere ser "chef" o "fan". Las palabras largas pierden fuelle conforme se pronuncian; las cortas, en esa sobriedad que poseen, se recaman de esplendor, de apasionamiento, de sabiduría también. El mismo cese del comercio de las palabras, que concurre cuando inevitablemente el corazón se detiene y la sangre interrumpe su flujo milagroso y bendito, se rubrica con un escueto y testamentario “fin”. 

13.5.23

Elogio de la pedagogía

 



Al mundo quizá le falte pedagogía, ganas de convertir las artes más secretas en disciplinas asequibles. Incluso es posible manejar la posibilidad de que en ese volcado de buenas intenciones se entregue, sin quererlo, un modo nuevo de afrontar los abundantes pesares con los que el azar se distrae en contrariarnos y rebajarlos. Digo el azar por no entrar de lleno en las razones del mal que asola el mundo, pero detrás del azar hay raciones de mala leche a espuertas. Digo mala leche por no entrar más de lleno en esas razones y porque tal vez no sepa yo (en mis cortos alcances) cómo se gobierna y se desgobierna el alma, cómo el hombre se desentiende de la bondad y del amor al prójimo y se abraza sin ambages al medro sucio y a las limpias ganas de joder al prójimo. En la fotografía que ilustra este elogio de la pedagogía está el bueno de Dizzy Gillespie impartiendo alegría. La escuela debería incluír en sus muchos planes de estudio un protocolo que elevase la alegría al motor que lo mueve todo. Miren ustedes a estos niños arracimados sobre el embajador del jazz del siglo XX. Están aprendiendo a vivir. No se equivoquen: no es únicamente jazz lo que envuelve el ambiente fotografiado, es vida. Y a partir de ahí contamos de otra manera la convivencia entre los iguales, el procedimiento a partir del cual hacemos de este mundo un lugar menos terrible en el que vivir.

12.5.23

Elogio de la alegría

 



Creo firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la felicidad. A la felicidad le encomendamos excesivos oficios. En ocasiones malvivimos porque estamos empecinados en ser felices y, a la menor contrariedad, en cuanto se nos tuercen un poco las cosas, nos afiliamos a la tristeza, al desencanto, al gris como color favorito. Vivir, a pesar de algunos contratiempos, es maravilloso. Una vez que aceptamos la alegría y la buscamos con denuedo, lo demás viene por añadidura. Ninguna recomendación más higiénica, de más sano interés que ésta: buscar la alegría, inclinar el alma y el cuerpo a su centro exacto y sorberla sin decoro, abrevando la testuz, perdiendo las formas, caso de que tuviésemos y en alguna ocasión hubiesen sido útiles en algo.


Creo firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la felicidad. La alegría está ahí sin un motivo oculto: está para ensancharnos el pecho y hacernos creer que éste es el mejor de los mundos posibles. Alegres, somos invencibles. En la tristeza, en la pobreza del ánimo, somos frágiles. Las guerras las pierden los débiles en alegría: las ganan incluso cuando pierden. Sucede este contrasentido porque el derrotado, en su alegría, desestima la posibilidad de darle importancia a esa derrota. Será verdad eso de que toda pasa en el cerebro. Que fuera de lo que pensamos nada existe. Fuera de este texto el mundo es irrelevante. Me iré esta noche a la cama pensando, pasillo abajo, que soy el tipo más feliz del mundo. Y sonreiré  en mi engaño. Me acostaré  engañado y satisfecho. Como un tonto que ignora su condición y se emboba admirando la tontura del resto. Tengan ustedes un día bonito y sean felices en lo que puedan. O alegres.

10.5.23

Fantasma

 El mejor tiempo es el que no necesita ser contado. El mejor día es el que no delata su transcurso. El mejor sueño es el que no permite que se analice y se cuente. El mejor amor es del que no se alardea. Vivimos en la velocidad de las cosas, no en su esencia, no en su hondura. Un amigo me dijo que dedicaría el verano (entiendo que no todo, no puede ser todo) a ver pasar las cosas. No será fácil, ya me contará. Siempre está uno buscando razones a todo, hurgando, buscando palabras con las que explicar lo que sintió y lo bien o lo mal que lo pasó. Quiere, sobre todo, afianzar su opinión, convidar a los demás a que la rebatan o a que la refrenden. Se anhela no estar al margen, no pasar desapercibido, pero basta ocultarse, no exhibirse, ni ofrecerse, para que la realidad se apacigüe y cobren un nuevo peso las cosas que antes no apreciábamos. No creo que sea algo que se decida, no es un convicción de la que se parte para afrontar el día. Hay días en los que se prefiere no estar. Quizá sólo por el placer de volver. Deberíamos tener la facultad del fantasma, la de moverse sin ser percibido, la de observar a los otros sin que nadie se percate de nuestra presencia. Existe esa efusión inmediata de apasionamiento, existe el entusiasmo del regreso; tal vez por ver qué ha ocurrido en nuestra ausencia. Si todo sucede como solía o algo extraordinariamente sutil ha sucedido. En el fondo cuesta ser invisibles, por mucho que apetezca. La vida de los fantasmas debe ser de una tristeza inconsolable. No tienen relojes, no tienen con quién compartir la zozobra de las horas, el trémulo goteo de los días, el insostenible vértigo de las noches. Hay fantasmas a la luz del día: no se arrogan la invisibilidad, ni pasean su zozobra por galerías o por casas abandonadas. Se desea un receso, se reclama lentitud. Todo está manejado por las prisas. 

9.5.23

Elogio y refutación del fuego

 


No sé a qué velocidad morimos. Hay por quien no pasan los años y hay quien por quienes pasan sin pudor los de todos los demás. Quienes mueren habiendo aprovechado el tiempo y habiendo visto todo muchas veces, quienes han vivido todo una triste o festiva única vez y quienes no han vivido absolutamente nada. Se tiene una idea rudimentaria e imprecisa de cómo se va uno muriendo. La misma de la que disponemos para razonar la velocidad con la que vivimos. Algunos, atropelladamente, ya saben; otros, con morosidad. 


Hay hasta un inasible término medio, aséptico, neutro, gris, sin excesos ni atrevimientos. Son más las cosas que ignoro que las que tengo por ciertas. En esa certidumbre, sobre ese pequeño avituallamiento de verdades, se vive infinitamente mejor. Ardo, pero no conozco el fuego. Nos consumimos imperceptiblemente sin percatarnos de la voluntad de la ceniza. No hay indicios registrables a diario, transcurren los días con lenta exactitud. Apreciamos el desquicio de la piel o el atropello salvaje del olvido cuando vemos fotografías antiguas, advertimos las dentelladas del tiempo, pero son conceptos esquivos. El dolor del tiempo no es tangible, no se puede medir bajo los criterios con los que valoremos todos los demás. Estamos en un desamparo terrible, si se piense esto un poco a fondo. 


Del pasado se posee una impresión enteramente frágil y huidiza. Sabemos que hemos vivido porque la memoria nos restituye los datos cabales, las imágenes precisas, las emociones puntuales, pero del mismo modo aceptamos la ficción, que es una extensión de los deseos o del mismo futuro. Podríamos inferir que la vida que hemos dejado atrás es una ficción más. Que todo lo que no es ya visible ni se puede evaluar con el rigor de los sentidos no existe. Yo no fui a Galicia hace algunos veranos. Yo no jugué al fútbol, siendo niño, en la plaza de Zaragoza, en el Sector Sur de Córdoba. Yo no compraba discos de jazz de segunda mano en una tienda cerca de la Corredera. Yo no leí con fascinación los cómics de la Marvel. Yo no amé a una niña de ojos azules. Ninguna de esas cosas sucedieron verdaderamente. Algo me dice que sí, que ocurrieron, pero no debo fiarme de la memoria. La memoria, las más de las veces, es un juguete roto, el único del que tenemos una propiedad fiable. Es la misma memoria falible que altera a su antojo la vida. 


No sabemos nada. No tenemos registros de lo que ocupa los días y ocupa las noches de la existencia que atesoramos. Porque vivir, a pesar de todo, es un prodigio, es uno de esos tesoros inviolables, inargumentables, inasequibles al desencanto, inefables, por más que haya quebrantos que lo fracturen, por más que el olvido lo vacíe de nombres y de gestos, de lugares y de caricias.

8.5.23

Una conversación

  Leer es un camino de ida y vuelta. Como la vida. Leemos para aligerar el trajín de la realidad o para acrecentarlo, según convenga, a expensas del estado de ánimo que nos ocupe. Saber que tienes libros a los que acudir para cada tumulto del alma es, en esencia, un salvoconducto hacia la felicidad, que nunca llega, pero está más a mano con los libros. En ocasiones, cuando entro en la biblioteca de casa, comprendo que mi vida es un festejo. También irrumpe esa epifanía cuando entro en una librería o en una biblioteca. Somos viajeros de curiosidades, como escribió el grandísimo Rafael Pérez Estrada. Vamos de un confín a otro de nosotros mismos. Visitamos parajes que, por más que nos pertenezcan, quedan excluidos de algún acta de propiedad. También uno es una biblioteca. Los libros nos conforman, nos componen, hacen que tengamos en ellos órganos periféricos, corazones disponibles ajenos al corazón principal, pulmones que dan un suplemento de aire al que ya aspiramos. Ojalá también cordura más allá de la cordura prevista. 


Leer es un acto de riesgo, también es cierto. Algunos leen mal y creen acertados sus desquicios. Gente que se satisface con una visión de las cosas, sin contrastar, ni pretender la modesta operación de poner en duda sus pesquisas y, caso de que no prosperen, eliminarlas. Hay quien no sale de esa estancia feliz en sus conclusiones: leen los periódicos que van a confirmar sus teorías y se rodean de quienes van a aplaudir sus argumentos. Un poco como todos, claro está, pero a veces hay más énfasis del debido, una especie de devoción ciega a una causa inalterable. Como una religión sin fe, como una habitación que palpamos a oscuras. Leer es traducir lo que otros pensaron, entablar un diálogo con alguien a quien nunca veremos. Decir es un festejo, pero la lectura permite un diálogo fastuoso e infinito. Hay conversaciones que he entablado con Borges o con Machado o con Cernuda que únicamente podrían haber ocurrido en las páginas de un libro. Yo estoy ahora hablando contigo. Eres tú con quien converso. Quien escribe no está solo. Al final, cuando todos los argumentos han sido contados, es ése el que prevalece.

7.5.23

100 canciones / 24 / You are so beautiful, 1974,

Para Ana María Díaz, que me la recordó 

En lo que está a punto de romperse hay una belleza que no poseen ni la firmeza ni la templanza. Cada error es un anticipo de un milagro. A algunas baladas les ocurre que amenazan con venirse abajo y malograr toda su elocuencia o su ternura. Tienen precisamente en esa anomalía lo que las hace aventajar en emoción a las todas las demás, las previsibles y perfectas, las que parecen orquestadas por la pureza o por la más inefable armonía. You are so beautiful es la constatación de que la imperfección es lo verdaderamente humano. Lo quebradizo como columna. La voz de Joe Cocker contiene la cantidad exacta de quiebra y, al tiempo, no hay nada que la iguale en recogimiento, en desmadejamiento, como si a cada momento anunciara un accidente melódico o vocal o una rotura absoluta que la arruinara. El accidente es precisamente su verdadera condición de obra de arte. No entiendo esta canción en otra garganta que no sea la de este señor. No hubo, a poco que se piense, otra como la suya. Van por el mismo hilo de negritud descompuesta la de Eric Burdon o la de Van Morrison, pero el castigo que Cocker infligió a la suya la hace única. Se aman canciones por lo que mismo que se tiene fe en el aire o en flujo loco del corazón cuando lo arrullan. 


El vampiro plateado

 


En cuanto me desprenda del quebranto místico al que he confiado el ocio de mis noches, vuelvo a las novelas de Curtís Garlando, vuelvo a todas esas novelas pulp de intenso aroma lúbrico, impregnadas de dulces peligros, que salvaban el alma del peso de la responsabilidad de saberse elegida por los dioses. Ah la feliz travesía de la ignorancia, ah el vértigo sin dueño, ah la fiebre invisible. No saber ya perderse en la serie B en las enormes tardes de verano. Mirar siempre con lupa nihilista la coraza de las cosas, indagar en su corazón sin motivo. Despertarse todas las mañanas con la secreta esperanza de que se obre el milagro y regrese el vampiro plateado. Me confortará cuando flaquee. Yo con mis ojos entornados, yo con mi pecho balbuciente. Yo ya ágrafo y feliz. 

5.5.23

Elogio del pregón

 El pregón es una promulgación iniciática que tuvo su predicamento más alto a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Declinó su carácter callejero para confinarse a los templos. Su aparato solemne se mantuvo, pese a todo. El pregonero, ocupado en divulgar las bondades de su credo, desempeñaba el oficio del barro cuando se arroga la consolidación de una construcción y contribuye a que no se venga abajo ni la cuarteen los rigores de los elementos. Es esa cualidad la que más admiro en todos los pregoneros convencidos de la naturaleza espiritual de su trabajo. Al pregón lo atraviesa de parte a parte la poesía, que es una emanación de la belleza. Se recurre a ella para que las metáforas expliquen lo que la razón no podría. Su cometido es exaltar la naturaleza proteica de lo divino, pero también acude lo humano, nuestra gratitud hacia lo que no conocemos y, sin embargo, amamos. Está el espíritu en horas bajas en estos tiempos. A todo se le procura una tasa práctica, en todo luce un apresto orgánico, de cosa grata a los sentidos. La fe es una invención maravillosa. Ha sostenido imperios, ha hermanado pueblos, ha erigido catedrales. La poca o la mucha que cada cual tenga no afecta al hecho capital de que la sociedad, la europea en particular, ha crecido en el ejercicio de esa fe y, en cierto modo, ha padecido también a cuenta suya. El hombre es un animal espiritual. Hoy mi amigo Pedro del Espino dará un pregón en su casa, en la iglesia que ama. Aun no siendo yo creyente al uso, lamentaré no poder escucharle, acompañarle, sentir el oropel de su fe, por si hace llama en el corazón de quien escucha. Hará ejercicio de encomio y de contención, de metáfora y de vida. El único pregón que le escuché fue una manifestación sensorial de esa belleza a la que uno, en ocasiones, se acerca y de la que, en ocasiones, quién sabrá las razones, se aleja. Hará que su voz trence arabescos en el templo, permitidme el vuelo de la palabra. Templará las herramientas de las palabras, convocará en ellas la convicción y el respeto, la emoción y también la gratitud. Su Virgen le escuchará, quién podría dudar de eso. Lo mirará con arrobo, le guiará para que todo resplandezca y la alegría, la suya, la de los que lo tienen entre los suyos, ocupe un lugar en esta noche de viernes. 

Nuevo elogio encendido de la lectura

 Se me ha conferido la virtud de la bilocación y ocupo la paradoja de la ubicuidad. Una de las ventajas es la de poder compaginar una vida principal con otra de rango alternativo sin que el desempeño de una malogre el de la otra. Hay situaciones delirantes que he incorporado a mi rutina y a los que ya no concedo ninguna consideración extraordinaria, pero es pensar en ellas para que de pronto sienta una especie de punzada en el pecho y se me desboque el alma, que sale de mi entidad corpórea y adquiere la facultad del vuelo. Ver el alma propia izarse sobre el propio cuerpo es una actividad altamente recomendable, Sin ser una entidad enteramente volátil, se desplaza con convicción en el aire, hace sus cabriolas, se esmera incluso en trenzar unos arabescos que, a poco de exhibirse y convocar el asombro de quienes lo observan, declinan toda inclinación artística y desaparecen sin estruendo. Quien no ha sentido esa epifanía es porque no ha leído. 




4.5.23

100 canciones / 23 / Tubular bells, Mike Oldfield, 1973

 



Hay canciones que no son canciones, piezas sujetas a un minutaje discreto, sino que se extienden y ocho o diez o treinta melodías las atraviesan. Más que canciones, son sinfonías: las ejecutan una cantidad discreta de instrumentos, se construyen en torno a melodías que se van anudando y desanudando, adquiriendo una consistencia apreciable, sujeta a un sentido, pero desprejuiciadamente anulado, convertido en herramienta, más que en producto. Uno de esos discos que desatienden las canciones y se extienden en una sola, que las contiene todas, es el Tubular bells de Mike Oldfield. 


Tramado en la cabeza de Oldfield cuando era un adolescente, la obra no tenía manera de abrirse paso entre las discográficas de la época (principio los setenta). Era sistemáticamente rechazada. Se argüían motivos comerciales, casi nunca creativos. No tenía letra, una sola pieza ocupaba las dos caras del disco, su viabilidad económica era ruinosa. Los instrumentos suenan unos encima de otros, se desplazan para regresar al lugar del que partieron, enhebran una melodía que se abraza paulatinamente a otra que transcurre a la par suya, sin que se atropellen. Lo fascinante es que el propio músico toca casi todos esos instrumentos. Lo milagroso es que dieran con el modo de grabar aquellas revolucionarias ideas musicales sin que intermediara la computación. Lo apadrina un joven Richard Branson, que dispone de la fortuna que comprometer en aventuras financieras de improbable éxito. Le entrega a Oldfield una mansión que es un estudio (The Manor, la primera de muchas para que posteriormente graben Queen o Peter Gabriel o Emerson, Lake and Palmer, que recuerde) para que el músico trastee con las máquinas y dé con el sentido exacto del disco. Ya no está únicamente en su cabeza: puede restituirse con más o menos verosimilitud. Tubular Bells es el primer producto comercial de la discográfica Virgin. Un afamado DJ de la época (John Peel) se hizo entusiasta del disco y se atrevió a reproducir toda la cara A en su programa de radio: nunca una pieza de más de veinte minutos había ocupado tanto tiempo en una sesión de radio comercial. William Friedkin hizo el resto: acogió la reconocible melodía de inicio para su película "El exorcista". 


Se le tiene a Mike Oldfield el afecto suficiente como para que no se vea comprometido por ninguna de las flojedades que ahora despacha y sigamos adorando sin retraimiento los discos primeros. En mi caso, se lo perdono todo. Da igual que haga un disco de cumbias o uno de tradicionales irlandeses tocados con ukelele o que se autoplagie sin que exhiba una brizna de rubor y haga campanas trapezoidales o en forma de dodecaedro. De hecho, no hay ningún disco suyo que no haya escuchado con reverencia, apreciando los destellos de genio y, en la misma medida, repudiando las partes blandas, las blasfemas, todo lo que nunca debería haber hecho. En lo personal, sigo en ese hilo de las cosas, Mike Oldfield fue una especie de sacerdote en esa religión primitiva y sensorial en la que uno entra cuando deja la adolescencia y acomete la edad adulta. Hubo una época en que existía este disco en un lado de la balanza y todos los demás, por buenos que fuesen, en el otro. 


Creo haber escuchado cien veces (cien son pocas) Tubular Bells. Cuando joven, teníamos los feligreses nuestra liturgia. Cara A cara B. Respiración honda al levantarse el brazo del disco y volver a su quietud. Nos sentábamos en la mesa camilla de mi dormitorio (era amplio, tenía sitio para ese esparcimiento) y poníamos el disco. Mi amigo R, dijo en cierta ocasión que el final de la parte primera debía haber sido colocado al final de la segunda, asunto de la mayor importancia al que yo asentí sin que me temblara la devoción ni flaqueara mi adoración absoluta. A mí incluso se me ocurrió promover la idea de que la parte 1 fuese la única disponible. La segunda es un descenso a la calma que dura lo mismo que el ascenso. La densidad melódica e instrumental aminora hasta que el folk británico tradicional irrumpe con el final vertiginoso; en realidad, la única parte que no es compuesta por el propio Oldfield. 


Se adoraba (se adora, iba a escribir) a Mike Oldfield por razones que no pueden explicarse. Fue la primera obra completamente instrumental (hay graznidos y grullidos, hay carraspeos y sorbidos pero eso no entra en el capítulo vocal, con letra y peso lírico) que yo escuché fuera de la música clásica. Todavía no conocía a Stravinski ni a Mozart. No tenía ni idea de que existía Beethoven, salvo las obligadas escuchas en el instituto, cuando la profesora de Música nos ponía fragmentos de la novena y se exponía en el entarimado, entre arrebatado de éxtasis puro y comprometida con el orden de la clase, que no comprendía los fulgores del discurso sinfónico, ni falta que hacía en aquella edad dorada, tan revolucionaria e ignorante. Mike Oldfield fue el primer Mozart o el primer Shostakovich. Todavía hoy pienso en esa idea cuando se me ocurre escuchar Tubular Bells. Lo hice con frecuencia durante un tiempo, no dejaba mucho tiempo entre una escucha y otra, y en todas se producía esa anuencia agradecida, la de la pedagogía, como si Mike Oldfield hubiese sido la puerta que me hiciese acceder a otras muchas. como si Tubular Bells hubiese sido el principio del amor a la música. 


El disco era inagotable, no se cerraba por más que se lo obligara; no cansaba, por más que se forzara. Hay veces en que uno entra en un disco o en un libro como el que entra en una catedral o en otro cuerpo y se deja abrumar por la piedra o por la altura incontestable de las bóvedas o por la calidez entusiasmada de la carne. Tubular Bells es una catedral del siglo XX. Una a la que se accede con la reverencia de lo sagrado. No hay año en donde yo no peregrine a su interior y me postre al modo en que el creyente lo hace ante la cercanía prístina de sus dioses. La liturgia no precisa una disciplina excesiva. Ninguna que provenga del corazón la precisa. A mí, en los cuarenta que llevo escuchándolo con absoluta devoción, no se me ha presentado jamás esa necesidad. El disco, a diferencia de tantos que se ajan con el tiempo y exhiben sus malas costuras, a pesar de lo buenos que nos parecieron de primeras, se ha mantenido maravillosamente íntegro en estas convulsas décadas. No me interesan (o lo hacen a título de curiosidad) las campanas posteriores, todos los discos que el zorro de Mike Oldfield hizo para que las monedas siguiesen tintineando en el fondo del cuenco. No me interesan más allá de la memorabilia a capricho de coleccionismo. Ninguna de las razones con las que se pueden componer el elogio perfecto entran en las que convoco para justificar mi amor por las dos caras de este disco pletórico, inmarcesible, catedralicio, celestial y eterno. Amor puro al que no se puede sobornar. Gloria al órgano Farfisa, a la mandolina, al honky tonk, al bendito glockenspiel.

3.5.23

100 canciones / 22 / Space oddity, David Bowie, 1969

 Planet Earth is blue and there’s nothing I can do

(Space Oddity, David Bowie)

Los astronautas deben sentir una ternura infinita cuando están en órbita y ven la Tierra a lo lejos. Comentarán cuando bajen que lo que da a esa altura es una gana enorme de cuidarla. Como a un hijo al que observaras con la ternura de quien sabe qué es, en parte, una extensión nuestra. Parece ser que la conciencia adquiere una dimensión cognitiva o emocional (irán saber y sentir juntos) superior que hace irrelevantes las rencillas de los gobiernos o los conflictos fronterizos o las injusticias o el odio o la dureza de los días cuando se levantan hoscos y todo se deshace y se pierde. A riesgo de citar o de parecer al mismísimo Paulo Coelho, Dios misericordioso lo impida, uno imagina que el cosmos habla con nosotros y nos muestra lo que tenemos de pequeño y lo insignificantes que son nuestros problemas o incluso nuestras humanas felicidades. Viene a ocurrir un poco como sucede con las catedrales: el hombre se rebaja al tamaño menor del que dispone (el que cada uno disponga) ante la grandeza de sus arcos y la altura de sus columnas. El universo es una catedral, podríamos decir, concebida para que sus moradores precisen por fuerza la injerencia constructora de una divinidad. Cómo podrían si no, nos preguntamos en mitad de la noche, existir el agua o las criaturas o los árboles o los sonetos de Shakespeare. 


El astronauta, allá en esa privilegiada atalaya, toma consciencia de la parte que le tocó en la trama con mayor claridad que si se desplazara a ras de suelo. Todos, una vez izados, si observamos la Tierra desde la distancia, somos un poco teólogos. La contemplación de la realidad es más limpia y es más hermosa cuanto más nos alejamos de ella. A las personas nos sucede lo contrario: la ternura y las ganas de cuidarnos sobrevienen cuanto más cerca estamos. La distancia reduce el interés, incluso lo cancela en ocasiones. Debe ser así, no hay otra manera de entender ese desquiciamiento que tenemos  y que nos impulsa a lastimar al semejante o en herirlo o en borrarlo del mapa, en última instancia. Lo tenemos tan a mano que no nos fijamos en él: quizá haga falta el concurso de la distancia, la posibilidad de verlo evolucionar a sus anchas, sin que se note que estamos observándolo, apreciando lo que hace, entendiendo el porqué de su rutina. No sé yo, pero igual daban ganas de cuidarlo y nuestra dimensión cognitiva (o sentimental o moral) puede así entrar en un rango superior en el que no sería posible hacer daño a los de nuestra propia especie, al modo en que esos robots de las historias de ciencia-ficción tienen programado en su libro interno de algoritmos y no pueden perjudicar a su dueño o a su creador.


Se cree en la astronomía porque lo explica todo. También porque es la suma de todas las incógnitas o porque es un secreto al que se le ha dado consideración de ciencia. Hace de oráculo de lo invisible o de indicador topográfico: usted está aquí, esta es su casa, el resto es lo insondable, no le dé más vueltas, no somos el centro de la creación, nuestra residencia es la más pequeña de todas las residencias, nuestra presencia en el universo es anecdótica, ridícula. No importa que a la ciencia no le afecte que se cree o no en ella: conviene de vez en cuando tomarla como si fuese una religión y obrar a su beneficio a la manera en que lo hacemos con la fe, que no es cuestionada nunca y sale airosa de todos los obstáculos que se le presentan cuando es sincera y nace de adentro. 


No teniendo yo las inclinaciones científicas que tuve antaño, ni teniendo las religiosas ahora, ninguna de esas aseveraciones son fijas, recurrentes. Quizá tenga poco que decir en los asuntos de la teología y de la astrofísica, pero entrevé uno la rendija por donde discurre la luz entre ambas disciplinas, como si tuviesen un hilo que las arrimase, un territorio compartido en el que de cuando en cuando entablan un diálogo. Falta conocer el lenguaje que usan, esmerarnos en entender qué dicen, si algo de lo que se cuentan nos concierne con más hondura y secreto predicamento , si al final va a ser que las dos cosas son la misma cosa y sólo se diferencian en la melodía que las hace sonar, pero usan el mismo y delicado instrumento. Tenemos las manos precursoras y los oídos abiertos, tenemos el alma ofrecida o por ofrecer, tenemos la ciega esperanza de que no todo acabe cuando la trama primera, la de los árboles y la del azul del cielo, concluyan. Nos forzamos a creer en que allá arriba, en el éter cósmico, habrá lluvia, habrá amaneceres, habrá música. Can you hear me, Major Tom?






Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...