30.6.23

Breviario de vidas excéntricas / 46 / Wendy II

 Wendy ya está madura. Un joven arponero de Vladivostok aficionado a la numismática magiar la lleva a congresos estivales y la corteja en todas las terrazas de los paseos marítimos. De lejos creen escuchar ballenas. 

Wendy ya está en edad de merecer. Un joven cartógrafo con un máster en criminología la instruye en la biografía de Ptolomeo mientras el mundo tangible colisiona con los mundos etéreos.

Wendy comprende el rumor oculto que se aboveda en las alturas catedralicias y anhela que un ángel la desflore en un altar de pétalos místicos.

Wendy se ha tendido en la hierba. Un ejército de avaras hormigas la olisquean, le hacen unas cosquillas que la turban y mueven a pronunciar, entre risas y gemidos, unos versos del surrealismo más canalla.

Wendy abre su pecho cada noche al claustro de los númenes. 

Wendy masca los cabellos de la nieve, es hija de la virtud de los primeros hombres, tiene el cereal novicio del mundo en la comisura de su alma.

Wendy cree vergel lo que los ojos rubrican como páramo, ve dioses en la voz andrajosa de los pobres, se desajusta el alma cada vez que la tormenta abate la terquedad del silencio.

Wendy ya está plena y rotunda. Un joven crooner de Las Vegas le canta Strangers in the night mientras el barman prepara una ambrosía de ginebra y zumo de cereza  y duele en el aire la noticia de la muerte de todos los pájaros del siglo XVIII.

Wendy ya es una señorita concupiscible. Un joven nigromante del Cáucaso le cuenta en el primor de una  lengua romance que su himen se deshará en una blonda de néctares cuando un mirlo cante al alba.

Wendy ya está encinta. Un joven clarinetista de una big band de Wichita Falls le ha dicho que el hijo que tengan se parecerá al Miles Davis de la portada de Tutu. 

Wendy se dejó largo el pelo en su verano en Marienbad. Un nocturno de Chopin al declinar el día amenizaba el hall del hotelito en donde estudiaba literaturas germánicas medievales.

Wendy ha leído mucho sobre la trashumancia, sobre el aroma de las avellanas, sobre columnas de alabastro, sobre insectos en ámbar, sobre triglicéridos, sobre aldeas perdidas en los Cárpatos, sobre las iglesias al borde de los acantilados, sobre la tectónica de placas, sobre los cinco hijos de Juan Jacobo Rosseau, sobre los efectos narcóticos de la poesía birmana, sobre los embajadores venezolanos que adoran el dixieland. Memoriza los capítulos más granados y los recita, desnuda y entusiasta, en la puerta de un destacamento de soldados de la Reina. 

Wendy 

29.6.23

Elogio de lo fútil

Por fortuna, nacen más palabras de las que mueren. Así se expande el idioma y se dispone de más instrumentos para explicar la realidad, pero no están las suficientes. No las hay para nombrar estados del alma muy sutiles o primores de la naturaleza a la que todavía no se le ha incorporado un significante, algo tangible a lo que acudir cuando sea aludido. Quizá no acabemos de entender el mundo ni a nosotros mismos por no tener todas las palabras. Es probable que nos pronunciemos más cuando eludimos elegir unas palabras y montarlas en unas frases y confiemos en el silencio o en un gesto. A mí se me ocurren cosas que no sé decir. Las formulo en mi cabeza y acabo por declinarlas. No me satisface la elección. Pienso en si habría otra que más enteramente cuadre, si convendría callar en vez de expresarme a sabiendas de que no me he esmerado lo bastante. Pero por otra parte, en ese hilo interrumpido de las palabras, todo puede dicho con mayor propiedad y diligencia, siempre puede uno rebajar la exigencia y decir sin más, decir sin escoger a fondo, no esperar que nuestra apatía privada sea percibida y se nos evidencie. Se habla adrede, se airea lo pensado, se cancela el pudor. Hace unos días, en una conversación casual, en un café de un gran centro comercial, escuché a alguien usar la palabra “fútil". Pronunciada incluso con su pompa fonética, la acentuación llana bien marcada, no pude por menos que prestar prudente atención. A salvo de delatarme, en la distancia, apunté “fútil” en las notas del móvil. Se acabará perdiendo. Engrosará la lista de palabras heridas, si no ya moribundas. Quedará para ser leída, no dicha. Lo hablado es lo que antes nace o muere. Se escribe con otro ritmo. Que recuerde, no he escrito nunca “fútil” hasta hoy. Tampoco la he dicho. No sé qué vocablo habré usado en su lugar. Carecerá de importancia. Todo muy fútil, ahora que lo pienso. 

27.6.23

Elogio de los ríos invisibles

 

Un río invisible es una tentativa de infinito. El agua desoye la terca gravedad de la tierra. El aire se embelesa en una danza feliz sobre el cauce. El tiempo es una respuesta cuya pregunta no existe. Las palabras no cuentan, aunque anhelen el bosquejo de una trama. No hay argumento, ni motivo. Somos la evidencia de lo etéreo. No hemos aprendido nada, no sabemos nada, no tenemos nada. Se nos ha concedido la contemplación de ese milagro, pero se emborrona más tarde su recuerdo, se pierde entre los demás recuerdos. En algún lugar tendremos la elocuencia, pero no damos con qué la extraiga y no entendemos lo que afanosamente dice. Cuenta el silencio. Él a veces escoge las palabras. Es invisible la nomenclatura. Cada uno la escucha a su antojadizo modo. 

26.6.23

Elogio de la evanescencia

 Animula, vagula, blandula. Hospes comesque corporis. Quae nunc abibis in loca. Pallidula, rigida, nudula,  Nec, ut soles, dabis iocos...

"Alma, vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿dónde vivirás? En lugares lívidos, severos y desnudos y jamás volverás a animarme como antes".
Adriano

No hay nada que no se difumine a poco que irrumpe. El mismo tiempo es de una inconsistencia paradójica y felizmente terca. Como un metrónomo que va y viene y escribe el término y su contradicción, el abrigo y la intemperie. Es la evanescencia, ese estado límbico, ese constructo de lo pasajero o de lo que no acaba de construir una permanencia y se diluye en el aire del pensamiento, pero en lo pasajero está lo eterno; en lo liviano, lo hondo. El alma, huésped del cuerpo; el cuerpo, accidente suyo, cárcel del tamaño del tiempo, tal vez única residencia de su esplendor y su tragedia. 

25.6.23

The Boss






 Birmigham, 16 de Junio 2023 / Fotografías: Rob DeMartin



Era una de esas canciones viriles y melancólicas de náufragos en la ciudad y novias de dieciocho años en asientos traseros de Cadillacs prestados. Olía a gasolina en el aire y Elvis era el único rey. El río, que siempre es de Heráclito, dejaba en las orillas su manso inventario de prodigios cotidianos, su temblor íntimo, su sangre novicia, su himno perfecto. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. A lo lejos parpadeaban las calles y Mary dijo que estaba embarazada. Lo siento, murmuró entre lágrimas. No hubo flores en la boda. Ni viaje a moteles junto al mar. Ni siquiera el novio llevó un buen traje. Le prestaron una chaqueta y puso una sonrisa de circunstancias,  pero el río siempre vuelve, los llama, les invita a que aparquen el Cadillac (que era de un hermano) y vean las estrellas de New Jersey por los cristales empañados de sudor. Roy Orbison estará cantando para los solitarios en el viaje de novios. Su voz tierna les hará llorar una vez más. Al volver, les pedirán un relato de las escaramuzas. Esqueletos de Chevrolets quemados devoran las calles. Muestra un poco de fe, hay magia en la noche.  Mary puede no ser una belleza, pero hay besos eternos.  La tierra prometida está al otro lado de la carretera.  La ciudad la pueblan perdedores esta noche, pero en mi corazón  siempre hay un estribillo con el que mecerte  hasta que la oscuridad te robe el miedo y caigas en mis brazos. Esa fue la declaración de amor. La luna asistió al cortejo. Mientras, estoy solo. Nunca he estado tan solo, nunca estaré tan solo. No tengo dónde ir. Los amantes desesperados bailan en las playas de Stockton's Wing. Se ven desde aquí. se les oye gemir de tristeza. Juramos que viviríamos siempre en estas calles.  Wendy, Mary, qué mas da. Os quise tanto. Os quise como si todo estuviese escrito en una canción de las que ponen en la radio. Sólo soy un jinete asustado, un perdedor más. Paseo las calles con mi cara de niño bonito al que no salen bien las cosas. Sólo soy descarriado. Uno que ha oído rechinar por el bulevar  los cascos oscuros de los caballos del rock and roll. El parque de atracciones se alza desafiante. Los chicos saben hacerse los duros y las chicas se acicalan con prisa y beben a morro. Hemos visto el pecado de cerca, lo hemos tuteado. Nos miró el diablo y nos echó el brazo por encima. Hemos caminado juntos un buen rato por el filo de la navaja. El cielo estaba a medio hacer y sonaban canciones de la Tamla Motown. Soy el hijo pródigo y estoy buscando el camino de vuelta a casa.  Ahora estos recuerdos vienen y me hieren. Los quiero apartar, pero escogen las palabras y hablan por mí cuando abro la boca. Ojalá despierte mañana en una ciudad de ángeles. Caminaré por la carretera del trueno. La pisaré con mi chupa nueva, tocaré una canción para ella.


Elogio de las grandes masas orquestales

 Una orquesta es una catedral del aire, un ejercicio de juegos florales en el pecho de un alucinado, una sinfonía de pétalos o de metales pesados o de sutiles emanaciones de alguna divinidad súbitamente incorporada al pentagrama. Una masa orquestal llevada a su pico acústico es el latido de un corazón infinito. 

24.6.23

Elogio de la vita beata

 

«De vita beata»

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Jaime Gil de Biedma, Poemas póstumos


Con quietud, sin hacer intervenir en demasía la preocupación, apartado de la sobriedad con la que en ocasiones afrontamos las grandes preguntas, las de la muerte, las del destino del alma, el hombre se declara profano en cualquier metafísica que comprometa su bienestar en el mundo. Porque es feliz si no piensa más de la cuenta en la felicidad y se rompe cuando algún quebranto moral irrumpe en su plácida cabeza. Conozco gente que vive por el mero disfrute de la vida y ni se les ocurre arrebatar esa liviandad intelectual. Cuando se han envalentonado y entrado en faena, más que verse incómodos o inhábiles, han descubierto que no les ha llevado a ningún sitio al que querrían ir todos los pensamientos de los que afanosamente hicieron acopio para contestar algo que les preocupaba o para participar en alguna conversación de la que de pronto se sentían invitados. Qué dicha la de la mansedumbre, qué sentimiento puro, qué logro del alma el de no permitirnos pensar en ella, en si nos conviene su manejo o vale más apartarla, darla por poco útil y así vivir como todos esas criaturas que apenas hacen más de lo que se les asigna y dejan que transcurran los días y las noches con absoluto desparpajo, conscientes de que nada de lo que se les ocurra modificará el viaje que no pidieron y del que no conocen ni el itinerario ni el finiquito y así  trasegar la fragilidad de las horas, su asiento sin dueño. Algo así como aquello del poeta cuando anhelaba vivir en las ruinas de su inteligencia. 

23.6.23

Elogio del baile

 


Sombrero de copa (1935). Imagen: RKO Radio Pictures


Nunca tuve alas en los pies como Ginger Rogers y Fred Astaire. Pese a sentirla en plenitud, la música nunca me elevó ni me meció, no pudo hacer gráciles mis movimientos, construir una coreografía, responder al recado de bailarla. Tuve de ella el arrullo de lo sublime y la caricia de lo tierno, pero ningún ímpetu hizo que mi cuerpo se balanceara a su compás, ni se me ocurrió jamás considerar la posibilidad de que hacer que cimbre o se contonee o se sublime el cuerpo expresara algo del amor que yo profesara a la música que escucho. Todo sucede en mi cabeza. Bailo en lo invisible. Doy perfecta cuenta de la coreografía en esa ensoñación privada. Cuando bailo, si me envalentono, las veces justas en que esa cosa extraordinaria sucede, soy la criatura risible sujeta al escarnio popular. Mi sentido del ritmo no es que sea precario, ni que se aturulle con el ritmo: sencillamente se declara insolvente, no da pie con bola. Admiro a quien se expresa con su cuerpo. Poseen la elocuencia de lo orgánico, prescinden del lenguaje verbal y confían toda la gratitud de su espíritu a la intendencia de los músculos o a la plenitud de la sangre. Tal vez no se precise alcanzar algún tipo de brillantez y baste llevar el ritmo, subir o bajar las manos, entornar los ojos cuando la melodía nos conforta, balancearse sobre la cuerda de ese milagro sutilísimo que consiste en hacer que los sonidos nos empapen y transcriban sin palabras toda la verdad que recibieron.

22.6.23

Elogio del futuro

 El futuro es donde no hemos estado. No hay lugar al que debamos procurar más hondo afecto. Lo que no debe ser tenido en cuenta es el pasado, pero es al que acudimos, sobre el que edificamos el presente, que no es relevante en ninguna circunstancia o lo es de un modo pasajero y huidizo, volátil y frágil, pero al que le damos rango de mando en la plaza del tiempo. No somos del futuro porque no nos interesa especular. Preferimos tergiversar (reescribir el pasado a nuestro beneficio) o dejarnos llevar en el ahora, que es una estación propicia para la levedad. Somos así, leves y confiados, sin otra metafísica a la que confiarnos. En cierto modo la religión nació para responder a las preguntas trascendentales que formula el futuro. Está el dónde iremos y el qué será de nosotros cuando ya no haya cuerpo que nos sostenga, pero también están las otras cuestiones, las del origen y las del porvenir, las de saber si en verdad todo esta trama antigua responde a una trama mayor, si es un bosquejo rudimentario de una realidad a la que todavía no nos han conducido o si es una extensión del azar al modo en que lo es una manzana que cae de un árbol, cayendo ésa, precisamente, y no otra que pende a la vera. 


Somos teólogos sin que exista la necesidad de la divinidad, pero la buscamos afanosamente en la creencia de que si damos con ella, si de verdad construimos el concepto de Dios y lo acogemos pecho adentro, seremos más felices o nuestra vida realizará su trayecto con un reposo mayor, sin el miedo al vacío, sin la angustia de la idea del fin, que yo adoro, por otra parte. Duele pensar en aquel pasado que un día fue futuro, escribió Miguel Cobo, pero la realidad siempre nos desoye, no está al tanto de nuestros júbilos o de nuestros quebrantos. Digamos que va a lo suyo, sin caer en la cuenta del público que asista al desarrollo de la obra. No se nos permite entrar en escena, solo vemos cómo se van sucediendo los diálogos, cómo se cambian los decorados entre un acto y otro, y sabemos cuál va a ser el final, que suele coincidir con la caída más o menos dramática del telón. Es eso lo que nos zarandea, aunque nunca lo veamos de cerca o solo podamos verlo una vez, una póstuma vez: el telón. Cuando cae... Es de lo hondo de lo que hablamos, si es que alguna hondura puede haber en estas palabras, y de lo que lo hondo nos va diciendo, como un cante, de esos de la tierra, que son trascendentes, que hablan de lo insondable. 

21.6.23

Elogio de la insistencia de la memoria



Todavía no sabemos lo que es la memoria. Poseemos un sentido primario de su uso: nos enternecemos o nos apenamos cuando hace que aflore algo que no estaba presente, pero siempre está en un privilegiado espacio del que no tenemos propiedad alguna. Cosas que uno recuerda que no siempre son fieles a como acontecieron rivalizan con cosas que uno inventa que se ajustan de modo fidedigno. Es curiosa la idea de ficción. Igual vivir es una especie de palimpsesto del que sospechamos que hay algo debajo que rascar, una especie de voluntad imperfecta, de acto febril. Envidio a los que lo tienen todo claro. Yo me declaro frágil. Mi fragilidad consiste en no tener un asidero fiable. En parte es bueno ese conducirse con los mapas precisos, sin tener conciencia exacta (digo exacta) de qué nos va a sorprender en el camino o de cuánto va a durar la travesía. Ayer recordaba algo que me pareció ajeno y, sin embargo, nadie (salvo yo) podía narrarlo con cierta eficacia. Pensé en una playa en un verano y en unos primos jugando. Estaba mi abuela, estaba el runrún moroso de las olas. Lo maravilloso es que mi sueño incorporó escenas falsas, de las que ahora no sabría con seguridad decir si de verdad lo fueron o no Todo lo ha trucado el tiempo. No creo que algo de lo que vi fuese cierto. La literatura consiste en añadir líneas al texto de lo real, con todos sus primores, como quería Machado.

El acto de soñar es lo más parecido a escribir que posee quien no escribe. Si no fuese una actividad pública, no habría letra escrita, nos bastaría con soñar y después rememorar lo soñado. La memoria es barro. Hundimos los pies, nos desplazamos con dificultad, no sabemos si caeremos en un lodazal profundo o si la tierra firme nos hará más confiado el paso y podremos continuar. En verano se me ocurren estas cosas. Será el calor o será ese ocio pequeñito de las mañanas, antes de arrancar con el tráfago del día. Siempre hay cosas que hacer. Siempre está llenándose de líneas la memoria. No sabría explicar qué hace que unas cosas se pierdan y otras, felices o no, subsistan, se queden por razones que no alcanzamos a entender nunca. Cuenta, al final, el depósito que dejan, esa constancia un poco azarosa de que se ha vivido y de que uno pueda contar cómo fue el ingreso en la alegría o la excursión por la tristeza.

Elogio de las verdades rebatibles

 Debería haber verdades que no se emperren en perpetuarse y se conviden de caprichos hasta que se contradigan y despiecen. Una verdad irreprochable da poco juego verbal a quien la sostiene, no lo fuerza a que invente, ni siquiera le tienta a que piense en ella y descubra algún sector averiado, una zona en tiniebla, un trozo de pronto permeable, por el que se entrevé un roto o un desperfecto. Se les da predicamento a las verdades que no admiten discusión: hoy es martes, el cielo es azul, el agua alivia la sed. Las herramientas para rebatirlas son irrelevantes, no conducen a nada, hasta son risibles, cuando no ridículas, pero hay un placer extraordinario en subvertir el día de la semana en que se está, el azul del cielo o la incontrovertible experiencia de que la sed la borra el agua. Una verdad que no se puede refutar es un páramo yerto. Siempre quedará alguna a la que le neguemos la posibilidad de que se escabulla: te amo, quiero ser feliz, cuento con mis amigos. Pero basta indagar en su contenido para considerar que podemos impugnar su discurso sabido, al que apenas damos aprecio, al que podríamos introducir alguna variable lúdica para que se reafirme y puje con más consistencia en nuestras creencias. 

20.6.23

Elogio de los diques de la memoria

 Creo que toda la literatura es una indagación sobre la memoria. A ella confiamos nuestra entera existencia. La misma vida es un ejercicio de remembranza. Sabemos qué hicimos o a qué placer nos arrimamos, tenemos la voluntad de apartarnos de lo que nos hace daño, practicamos con desigual fortuna la repetición de cuanto nos reportó la alegría o insinuó el advenimiento de la felicidad. Ya somos el olvido que seremos, escribió Borges en Aquí, hoy. Somos lo que nos ignora, el principio y el término, añade. Dios salva en su profética memoria la lluvia y las estrellas, el rostro multiplicado en los espejos y el sueño frágil del porbenir, la diversa concurrencia de los días y la oscura sentencia de las noches. Al otro lado, el ocaso, donde todo está, donde refulge el universo, que es una extensión de nuestra memoria y un ciego y torpe aviso de que nos cerca el olvido. 

19.6.23

cortejo del rapsoda

 

besarte castamente el verbo lánguido, ah, bellísima pastora, con el que ocupas las horas en el campo , pero tú no estabas, no eras todavía amor, amor dulce que amor a la boca convida ni pétalo ni ola que no sabe que es el mar ni albacea de los sueños ni túnel ni vals en la punta de mis dedos ni fe en el advenimiento de todas las grandes palabras de los poetas, el poeta está en la terraza de un café en una ciudad sin pretensiones, una concurrencia de curiosos se le arrima por ver cómo escribe el poema, por ver la naturaleza mística, por ver el esplendor epifánico en su rostro, pero el poeta se levanta, paga la consumición, un té negro, huye por las aceras perseguido por una invisible turbamulta de alucinados, entra en un comercio de objetos de segunda mano y da con un reloj del siglo XIX puesto en hora, es la transcripción de la luz, es la virtud de lo etéreo, ah, bellísima pastora, esto te digo, en un día limpio surgió de improviso la palabra, no se tiene registro de cuál fue, no hay constancia, podría ser azul por la bóveda del cielo o la anchurosa línea del mar, pero también sangre o dolor, muerte en el far west  muchas veces, cien veces, Billy el niño, bautizado William Henry McCarthy, también llamado William H. Bonney, ya al final de su azarosa existencia, pidió clemencia, la que él no tuvo con todos los hombres a los que mató en los tumultos de taberna y en la comisión de los robos, antes de que dictaran sentencia y las fuerzas del orden lo cercaran, Billy el niño salió a un corral a por huevos y allí cayó al suelo por una bala del sheriff Pat Garrett, el alma humana propende al recogimiento cuando la asaetea la desgracia, el alma humana es un secreto, el alma humana es un torbellino de sorpresas, Garrett juró por la biblia que en sus últimos momentos Billy el niño citó un pasaje de la biblia, uno corto, añadió, incluso uno mal contado, Oscar Wilde  muere el mismo día que Friedrich Nietzsche, ninguno ve el siglo nuevo con sus alardes cinematográficos, con sus discos de pizarra, con su maquinaria placebo, con su telequinesia china, con su mecánica de fluidos, con su grunge, con su tiniebla sin pecado, la fatalidad danza ebria con el desquicio, la fatalidad sale los días de lluvia, fomenta las cáscaras de plátano en las aceras, ah, niña vértigo, ah mi pastora del quatroccento, huye del longánimo, el lónganimo ve pétalos, ve rocío puro, ve la piel misma de la divinidad, el longánimo te llevará a la ruina moral, te pondrá de los nervios, dicho más a la ligera, hará de ti una concubina del deseo voraz, una perdida, una casquivana, busca un poeta, él hará de ti una musa, las musas harán de ti una diosa

Elogio de la consternación

 Consternarse es sentirse humano. Hay quien no se consterna nunca, no consiente la fragilidad, todo lo que de la pena ajena nos concierne. Afligido, el corazón se sublima, da de sí lo que en la alharaca de la felicidad no alcanza. Tiene el dolor esa virtud, la de crecerse en el abatimiento, la de erguirse cuando se abate o se fractura. Toda esa pesadumbre a la que no se le ajusta casi nunca un lugar conviene a veces. Hoy mismo me ha perturbado el vuelo imposible de un pájaro pequeñito en la misma puerta de casa, apenas una criatura echada a la realidad, casi nacida horas antes de que mi atención la fijara y me produjera cierta tristeza. Tardé poco en hacer que se desvaneciera, quizá lo hice adrede, no deseé que la imagen me acompañara. Tal vez lo que de verdad me dolía era no saber si yo mismo estaré en alguna tentativa de vuelo que no se me ha concedido. Si alguien me mirara con la misma ternura y se consternará al verme desvalido. 

18.6.23

Elogio de las fosas abisales




A cuento de las fosas abisales escribí hace mucho tiempo un relato de ciencia-ficción en el que una diáspora de almas sensibles encontraba un refugio en ellas. Vivían en esa ciega felicidad de quien se precave de la luz y encuentra todo lo que anhela en la distancia de los otros. Lo he buscado hoy sin éxito. Guardo la idea de que el lector no aprobó al escritor o de que me quedaba ancho y grande esa inmersión oceánica, un poco forzada. Esta mañana de domingo probé a retomar el infeliz relato y lo abandoné casi de inmediato. No daba con el tono, se me aparecían monstruos del abismo, veía la cara de James Mason sin creérmela en ningún momento. También la de Omar Shariff, más emborronada, con menor afecto. Lo que ha cundido es la palabra Nautilus, que viene a significar "marinero" en griego clásico. También es un molusco cefalópodo del que hoy en día sobreviven tres especies. Es el amor a las palabras el que sobrevive al fracaso de su manejo. Al tiempo que Nautilus, en la misma consideración de amor léxico, pensé en Nemo, en ese nombre mitológico. Es Nadie su traducción desde el latín vernáculo. Llevo toda la mañana enredado en maquinar un argumento, pero es una empresa baldía. Avanzo y luego retrocedo, escribo y borro, no estoy acostumbrado a que el texto cueste, permítaseme ese exabrupto vanidoso. He decidido finalmente retirarme. No ha sido costoso, pero he sido un buen rato el capitán Nemo. He visto pulpos gigantes, al mismo Kraken, que me miraba desde un ojo anterior al tiempo y al espacio sin saber si abrazar la nave submarina y partirla en cien trozos o pasar de largo y dejar que su danza me inspirara definitivamente. 

La vida en el aire / Alfonso Brezmes, Renacimiento - Calle del aire, 2023






24 NOTAS 

I

(El que nombra) Al aire se le da el recado de que ocupe la convocatoria del misterio. Es una ocupación que acomete con oficio, sabe con qué urdir la trama, se reconoce en el trasiego de las palabras con las que nombrar lo que nadie, salvo el poeta, podría. Un poeta es un heraldo del aire. La vida se reconoce en los versos a los que ese poeta encomienda la restitución de un milagro. Ellos miden la fiebre y el vértigo de los días. La invisible cartografía de las horas la traza con el dedo sobre la hoja en blanco el poeta minucioso o desquiciado, consciente o ajeno al tumulto de las palabras, que son piedras que van llamándose, que arrastran "ese murmullo audible" de cosas que construyen el poema. 

II

Un corazón no tiene consuelo. Ningún tumulto de sangre alivia su sorda percusión en su clausura sin cielo. Busca el extravío, la evidencia de que la luz es posible. Hay una llena soledad adentro suya que no es el silencio (Lo que el corazón busca entre los bosques) y que socava al silencio con su lamento.

III

 (Lección de canto) Apenas el cuerpo se libera de su sombra, resuelve una contención en la que la luz escribe las palabras con las que declinar su progreso y todo queda en pasto del silencio, en eclosión mansa (dejadme disfrutar del oxímoron) de la verdadera voz del poeta.

IV

(Dame la mano) El amor es el acróbata ensimismado. "Porque tuvimos alas / y el instinto aún nos empuja". Está el placer del vuelo, que se festeja aun en la certeza de que acabará en renuncia, en la constatación cruel de que el aire no nos convidó a que se le cortejara más tiempo del preciso. Así también la vida, así la opulencia de la sangre cuando ha reconocido en su tumulto la peregrina creencia de saberse ala. 

V

(Teoría de la levedad) No tener quien nos zarandee cuando el peso de la vida nos desmadeja y clausura. No tener con qué precavernos de la constancia de los años. No tener modo de zafarnos de la raíz que nos recuerda que somos, más que pájaro, árbol. 

VI

(La palabra secreta) No hay poeta que no converse con la divinidad. Es de amor el diálogo. Es la palabra precursora, la secreta forma de la eternidad. "Ciegos y sordos, los amantes" se citan en pensiones. La piedra se vuelve canto, escribió el poeta. El tiempo adquiere la honda serenidad de lo que sólo se comprende una vez y se entrega al olvido. 

VII

(Ateología) Tomado como un mapa del caos, un diccionario, si se abre al azar, combate las sombras. El poeta escribe "como un monje". Es rezar su decir, el escrutinio voluble del léxico, la tentativa ciega de "acotar el infinito". Así "armisticio, clamor, constelación, delirio, fisura, fingimiento", así su voz hace que respire la sustancia del tiempo. 

VIII

(Almost black) Siempre hay una parte nuestra que es cierta. Lo dice Chet Baker antes o después de que le partieran los dientes. El mar es un solo huidizo de trompeta. La eternidad es el agua que lame con constancia de sangre el cuerpo varado de la tierra. Recordamos la música de las olas, cerramos los ojos y escuchamos su melodía de metrónomo loco.  "Porque no perdemos la fe: / es ella quien nos pierde". 

IX

(Wild is the wind) Del amor se extrae su respiración invisible. Es aire, al cabo. El viento es una multiplicación del amor. El viento tiene una topografía afantasmada. "¿Ves esa roca inmensa suspendida / en el aire como un Magritte?", se pregunta el poeta o se pronuncia para que la amada no tenga con qué contestar. Porque es un dibujo la piedra, un hecho sobrenatural, una ficción que se confunde con lo real. Como un espejo que no tiene respuestas y únicamente escribe las preguntas. 

X

(La medida perfecta) (Visión) ¿Qué volumen tiene un poema? ¿El del estricto volcado de lo que anota? ¿El de la cadencia de una música? ¿El del tiempo que nos ocupa cuando se trae de nuevo y lo sentimos adentro? La medida perfecta de un poema es la del cuerpo que lo acoge. Hay algunos que cabrían en el intervalo entre una respiración y otra, pero en ese ejercicio mecánico lo que se aspira es la vida. La poesía es un ejercicio de volumétrica variable. Es la vida la que sucede mientras se abren y se cierran los ojos, un faro que anuncia un milagro con el tiempo dentro. 

XI

(El mundo al revés) Si cuentas los días es por la terca ignorancia del corazón. 

XII

(Dicen que dije) Uno es invariablemente cuantos ha sido. La memoria obra un prodigio del que tenemos mayor noticia que el esplendor que traza la voz cuando pronuncia el asombro, la del pecho cuando recoge el aire y ordena el caos. 

XIII

(Zubzwang) Te toca mover, debes elegir una pieza y hacer que intervenga en la derrota. Cuenta en la batalla que no se sepa nunca cuándo acaba. Ni siquiera el cese de la contienda informa de una clausura. La vida continúa, la partida no concluye. "Debería existir también una palabra / para nombrar esa afonía / que dejar lugar al silencio". Deberíamos disponer del lenguaje que cancela la misma verosimilitud del lenguaje. Que todo sea eco de un eco, un palimpsesto sublime; que no decir sea una elocuencia; que morir no decida el fin de la contienda. 

XIV

(Para contarlo) Vivir exige que lo extraordinario ocurra. Se anhela del futuro la terquedad del pasado. El poeta es un escriba de lo que está por suceder, un albacea de lo acabado, pero se pregunta si estará para contarlo, si tendrá ocasión de traducir ese milagro, si las palabras (que son fantasmas cuando a veces las atrapamos con las manos, con los dientes, con el alma entera) no flaquearán y nos dejarán en la muda ocupación de quien no entiende o de quien nada espera. 

XV

(El humo de los días) Uno cree estar en esas viejas fotografías que nos tomaron, en las que dimos la apostura no pensada o nos esmeramos en ofrecer la que se consideró idónea. Es el humo de los días, el tántalo fiero de los espejos, la niebla del porvenir y, sin embargo, qué promesa de amor, qué vaticinio o qué inminencia de gozo la de estar en la representación de esa evanescencia. 

XVI

(Poética) "Saber que podía volar / lo volvía inmune al seísmo". La poesía es la constatación del temblor. El poeta es el cantor de la sangre recién pulsada. 

XVII

(Felicidad) Somos lo que no decimos, somos el vago arrimo de una felicidad incesantemente frágil, somos la dura verdad en la que no existe lo que no se pronuncia. Así el poema transcribe el flujo entre el deseo y el desánimo. 

XVIII

(Nuevo final para Blade Runner) "Celébralo: que estemos aquí ahora / es puro azar...". A poco de saber qué somos, se entenebrecen las palabras, nos borra la lluvia como un cáncer. Alégrate: cuenta haber visto el delirio del aire cuando al saberse observado. 

XIX

(La vida en el aire) ¡Qué va a ser ciego el amor! En sostener lo que lo proclama empeñamos razón y fe, creemos mantener un discurso válido, aunque se tema "errar los nombres de las cosas". Lo oscuro, aún así, prevalece, marca la línea por la que hacer avanzar el paso, escribe con ciego embeleso para un lector sin ojos. 

XX

(Tiempo muerto) El pájaro no sabe que está festejando el vuelo. El tiempo ignora la cárcel feliz que entrega a cada latido de su corazón infinito. Es del reloj la melodía, es del hombre la cuenta avara de las horas." Como el cuco que sueña con el cielo" y entrevé el azul tras los barrotes de madera "y no tiene a quién cantarlo".

XXI

(La líquida frontera de tu cuerpo y el mío) La sustancia del amor es la del agua, que desoye la admonición de la tierra cuando progresa en su cauce. Es el río "que uniera dos ciudades / donde se hablan idiomas extranjeros". La sombra no cree en la virtud de la luz: desea la soberanía del aire. La vida es suya: del aire, del agua. No hay lógica, no se tiene un mapa, no alcanza la razón a componer un prontuario fiable, pero es dulce la Babel del cuerpo cuando encuentra a otro y funda un país para que lo habiten dos almas. 

XXII

(Inacabable) Hay que escribir un haiku que nos traiga el rumor de lo que no es posible oír o de cuanto fluye sin que las manos lo agarren. "La eternidad dura un segundo", hay tardes que no terminan "porque todavía es siempre en el poema / y ahora es toda su verdad". El poeta es un teólogo. El lector, un creyente. Dios observa sin que nadie concluya el poema. 

XXIII

(Repeticiones) Para leer a Borges hay que ser Borges. Una vez que hemos alcanzado esa cualidad sobrenatural, la de ser otro y la de saber que no volveremos a ser nosotros mismos, podremos mirar la luna duplicarse en el aljibe o ver al mar escribir nuestros nombres, los del amor, para que su terca mecánica sin corazón los borre más tarde o saber que "tras el sucio cristal de mis palabras" está el tiempo, el indescifrable, el oscuro, el que baila en un tango que nadie mira. 

XXIV

(Otros mundos) La memoria es un caja de resonancias, un temblor de un temblor, un eco de otro eco. También un palimpsesto, una de esas muñecas rusas que contienen los temblores y los ecos, las palabras y los gestos, un universo (podríamos decir) que trae "el choque de la tiza en la pizarra" o "los vencejos / rasgando con sus picos el verano". Escribimos porque la memoria dicta lo que antojadizamente decide. Si yo digo "tu respiración sosteniendo la noche" es porque te miro y veo pulsar el aire por los dedos de la eternidad. Y bastará recordar, volver a escuchar el temblor, sentir nuevamente el eco. "Hay otros mundos, sí / pero suenan en este". 


LA VIDA EN EL AIRE


Cuando clarea el día, la luz irrumpe a su antojo, toma la entera extensión del aire y todo es clamor y vértigo, todo está en orden, bulle la vida. La luz reclama más luz. Su entusiasmo es el de las cosas que se hacen o se observan por primera vez. Parece nuevo el aire. No sabemos a qué secreta ley obedece. El cielo es un mapa o es un libro. Hay mapas o hay libros que cuentan la historia del aire o del azul del cielo o de la velocidad del alma. Los poemas no nos dejan ver la poesía, escribió en Es tiempo el poeta Alfonso Brezmes. Pudiera pensarse que no hay poeta incluso. Como si la entera restitución de los versos fuera rendida por algún demiurgo o por la emanación sensible de alguna divinidad ociosa a la que se le ha ocurrido contar los milagros y registrar su esplendor o su decadencia. El que escribe desaparece cuando arrebata lo que escribe. Recordamos a veces los versos, su hondura, su permanencia, pero no damos con el autor, ni siquiera hacemos un esfuerzo en nombrarlo. Basta el oropel o la sustancia o la caricia del verso que de pronto nos ha dicho algo que se ha prendido y nos acompaña. Tampoco se precisa hablar de la poesía, si somos estrictos, pero no hay que precaverse contra el asombro y en ocasiones cuenta alertar del prodigio y convidar a los demás a que celebren la vacilación y la contundencia, la fragilidad y la robustez, la súbita fe en una religión hecha de palabras que se arriman unas a otras hasta que no parece que pudieran ensamblarse de otra manera, como si fuesen de mármol. El hombre se ha independizado de la piedra, creo recordar otros versos. Se prefiere cielo o niebla o cualquier sustancia huidiza antes que peso sin destino. Los poemas de La vida en el aire son una antología del funambulismo. No sabemos qué haremos cuando el pie no dé con el suelo firme. ¿Tendremos alas? Porque caer no es lo peor, sino perder la esperanza de que podamos echar el cuerpo al vuelo y no temer nunca más la derrota. Los mayores tesoros son también los miedos más hondos. Hay una metafísica en el botín de los versos. Lo que no hay son tinieblas. La vida en el aire es un cántico a la luz, una comunión del hombre con su imposible, con la certeza que se aleja conforme la vamos comprendiendo enteramente, con la religión pequeña de las alegrías que nos hacen humanos y humanos plenos de amor. Porque también es un libro de amor, la Babel de súbito derribada, el limpio espacio en el que dos cuerpos se ocupan en ser felices sin otro recado. El árbol sigue en pie después de que los soldados de la tempestad lo hieran y su fuego "ilumina la noche tras el rayo". Yo quiero leer con la novicia inocencia que he encontrado en este libro. Deseo que la poesía sea, más que nada, luz, don del fuego, aunque la ceniza acuda tras los fastos de las llamas y veamos la desolación con su secreto paisaje sin nombre. Detrás de cada palaba habita otra. Detrás de la ceniza habrá un poeta que la haga perderse en el aire y la tierra se recame de nuevo con la semilla de esa esperanza a veces perdida. Esa es la función del poeta, la de este estupendo poeta, la del lector también, que al hacer suyas las palabras escribe mientras lee. 





17.6.23

La vigencia del mal

 


 «Cuando el Cordero rompió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los que habían sufrido el martirio por causa de la palabra de Dios y por mantenerse fieles en su testimonio. Gritaban a gran voz: «¿Hasta cuándo, Soberano Señor, santo y veraz, seguirás sin juzgar a los habitantes de la tierra y sin vengar nuestra muerte?» (Apocalipsis 6, 9-10).


Sólo se consigue ternera hoy en día de forma deshonesta. Lo dice un personaje de El quinto sello, la película de Zoltan Fábri de 1976 a la que volví anoche no sé cuántos años más tarde, por indirecta recomendación de alguien cercano y fiable o afín en gustos, también podemos decir vicios. Lo de la ternera, nada más abrir la trama de la película, me causó una impresión hondísima, de esas que no sabes razonar o que no debes razonar, pero te afectan, te hacen pensar en qué mundo vivimos y de qué mundo venimos, a pesar de las restricciones y de las injusticias, de las guerras invisibles y de la esclavitud de la redes sociales, con su penoso peaje moral, el que paga uno por estar en el baile y no perderse nada de lo que sucede, en fin, ustedes ya me entienden. Era una época terrible, imagino, la del final de la Segunda Guerra Mundial en la Budapest que traicionó a Hitler cuando comprobó en carnes propias (se dice así) que algunos países no eran buenos para continuar adelante y sacar cabeza. Luego las dictaduras satélites de Moscú aplicaron el rodillo con saña, cercenando las melodías de gramola en los bares, haciendo que comprar ternera sea un acto incivil, casi una obscenidad a ojos de a quien no se le ha ofrecido la posibilidad de adquirirlo. Ser un déspota o ser un esclavo, vendría a ser la trama de la obra, la que sirve de inicio y no resuelve enteramente, aunque veamos el pulso de los acontecimientos, la incontinencia del mal, que fluye y devasta, aderezada con otras tramas de narrativa menos trascendente en su segmento medio y abocada al terror de la política y de sus monstruos en el tercero, terrible y de una dureza sin consuelo. Creo que la vi cuando no debí, en el peor momento en que se puede ver una película difícil, tal vez el mejor, el menos trabado por la experiencia, pero la guardé hasta que (ah, grato azar) tuve la enorme alegría de recuperarla y disfrutarla mucho más que entonces. El cine oculto, el invisible a veces. No es, sin embargo, antiguo, en el sentido de gastado: se ve que está escrito con pulso actual. Desgraciadamente, nos sigue concerniendo, nos involucra en el dolor, nos transmite su gris sin matices. Tal vez no estemos sino repitiendo patrones, da igual cuánto tiempo pase, formulando en presente lo que ya fue contemplado en el pasado.

Cuento doble de gusanos


Cuento primero

Una vez metí un gusano y unas cuantas hojas tiernas de morera en una caja de zapatos. Al principio observaba sin afecto alguno las evoluciones de esa criatura aburrida. Disfrutaba con la idea de que yo no era un gusano y nadie abría la tapa de una hipotética caja de zapatos para contemplar mis evoluciones. Buscando a quién agradecer esa felicidad, pensé en Dios. Siendo como soy creyente y respetuoso con los preceptos de la confesión a la que pertenezco, no quise rebajar el nombre de Dios con la visión del gusano, por lo que me esforcé en no mirarlo como un ser superior sino como si ambos fuésemos iguales y yo hubiese tenido la suerte de estar fuera de la caja. Al principio, me conformaba con apreciar si las hojas iban a menos y, en consecuencia, si el gusano iba a más. Y así fue durante los primeros días. El asunto del tamaño no me importó al principio. Tampoco que yo tuviese la limpia facultad del pensamiento. Dicen que el cerdo o el delfín son animales inteligentes, pero igual no se han puesto a estudiar a fondo las meninges del gusano. Sería fascinante que el gusano, en adelante le llamaremos Jorge Alberto para ir progresivamente haciendo que surja el afecto y tal vez, en el término del relato, un verdadero amor, se devanase la mollera, una mollera pequeña sin forma especialmente de mollera, discurriendo en la naturaleza de su observador. Ya digo que tal vez lo haga y lo que no está a nuestro alcance es extraer esa información relevante. Hay más cosas que no sabemos que las que tenemos a recaudo. Con el tiempo advertí que el gusano se esmeraba en pasar desapercibido. Escondido debajo de alguna hoja grande o entre varias de tamaño menor, se quedaba quieto nada más percibir que yo abría la caja. Daba igual que yo lo hiciese con absoluto sigilo o violentamente, por sorprenderlo más bien. Nunca estaba a la vista. Me convencí de que era algo normal en los gusanos, pero pregunté y hasta me acerqué a casa de un amigo que tenía otra caja de zapatos y un par de decenas de gusanos alojados en ella. Me la abrió y vi con envidia que los gusanos iban y venían sin que nuestra presencia los alterase. El mío, mi Jorge Alberto, debía ser la clase de gusano retraído o esa otra sensible que no se inclina por exhibirse, ni siquiera por llevar un tipo de vida normal, a pesar de que se le recluya en una caja de zapatos. Quizá le conviniese la cercanía de sus semejantes, pero me incomodaba tener que repartir mi atención entre treinta gusanos. Como si eso perjudicara la visión perfecta de una solo. Zanjado el asunto de darle o no amistades a Jorge Alberto, decidí retirar las hojas de morera. Un poco sin interés y otro con perplejidad, lo hice una mañana. Sin hojas, la caja volvía a recuperar su rango de caja de zapatos. Dejé al gusano en una esquina, sin alcanzar a comprender todavía nada. No volví a abrir la tapa de la caja hasta bien entrada la tarde. No fue una decisión fácil. Temí que hubiese muerto, temí algo peor, que languideciera, que diera el estertor ante mis ojos. Alegremente observé que se movía. Ningún desplazamiento brusco. Muy poco perceptibles movimientos. Arqueos diminutos. La elocuencia de la lentitud. Es curioso advertir esa voluntad suya de supervivencia. La nuestra, a poco que se piensa, no difiere mucho. Nos abren o nos cierran la caja. Se nos concede la compañía de semejantes. Nos dejan solos, en ocasiones. Sólo por ver cómo evolucionamos. Si andamos o estamos quietos. Si miramos hacia arriba, en busca de una explicación, o anclamos la vista abajo y damos la impresión de que no somos importantes o de que nadie gana con vernos y apreciar lo que se nos va ocurriendo. No hay una hoja de morera bajo la que refugiarnos. Lo que hemos hecho es inventarnos una. Cerramos los ojos, fantaseamos, rezamos, especulamos la posibilidad de que no exista la caja y de que nadie la abra o la cierre. Hay quien no admite que una mano (qué mano habrá, cómo será esa mano) manipule la luz y arroje hojas o las retire a capricho de su voluntad arcana. Hay quien sólo piensa en esa mano, en cómo maneja la trama de la caja.


Cuento segundo

Aunque nadie lo ha escuchado, el niño gusano, en su caja de zapatos, ha pedido que un punzón agujeree la tapa. Es mejor tener dos agujeros a sólo disponer de uno, y tan pequeño. La caja es roma en las aristas. Por los golpes. Por el abandono también. Por el agujero el niño gusano se deja ver de cuando en cuando y de esa forma percibe el mundo. No hay vez en que, al asomarse, no sienta agradecimiento y comprenda, de un modo que no sabría explicar, su lugar exacto en ese mundo y festeje esa verdad y se esmere en recordarla. El amo es un amo gigantesco a los ojos del niño gusano. Es el amo mundo, el amo Dios y el Amo Carcelero también. Un amo todo ojos y boca. Un amo que mima al niño gusano con hojas limpias de lechuga y piensa que estaría bien cambiarle la caja. Ahora una más amplia que tenga vistas. El niño gusano respira ya penosamente. Hará falta otro agujero. O dos. O un ciento. Y si hacer agujeros no beneficia la respiración y el bienestar del niño gusano, hasta podría retirar la tapa. En un gesto rápido. Un manotazo. El niño gusano vería menos enorme al amo Mundo. Advertiría que también su amo tiene una tapa. Azul o gris o negra según se tercie. En la cautividad en la que siempre ha estado, el niño gusano no aprecia estas sutilezas del mundo.  Llegará el día, piensa el niño gusano, en que el amo olvide traer las hojas de lechuga o de morera, las que en su paciencia de gusano mordisquea en la oscuridad, ufano de su oficio y de su destino. O el día en que su trama sencilla de gusano flaquee y los ojos no se abran y las palabras, en la cabeza, no fluyan. El día en que no haya cielo que observar ni amo al que agradecer las atenciones. Se preguntará, de un modo que no sabría explicar, su lugar exacto en ese mundo y festejará que la fe, tan costosa, le ofrezca la eternidad, la salvación, la visión limpia del mundo desde una altura más feliz. La respiración se va haciendo costosa. Le produce dolor tragar el aire viciado. Siente que le queman los pulmones que no tiene. Que el amo mundo, allá arriba, dice algo que no entiende.

16.6.23

Elogio del chuletón de vaca vieja gallega

 Querría yo vindicar hoy la vaca vieja gallega. Más que su apostura en pastizal o su contundencia animal en la hondura del paisaje, aprecio la plenitud en plato, esa visión sublime del trozo grueso de carne exvota a la que se le ha dado su mes de maduración y unas manos artesanas han rendido a los primores del fuego o de la piedra. Es de una sencillez asombrosa mi elogio. En realidad de lo que hago encomio es de mi apetito cárnico. Lo he ido puliendo con mesura, no he incurrido a mi pesar en el exceso anhelado. Tenemos la vaca gallega y yo una relación problemática en la que ella sacrifica su entero ser de res vacuna para que yo sacie mi deseo. Sin saber un porqué, sin necesidad de que haya un motivo, se me viene a la cabeza a Barthes cuando se explayaba en las entrañas del placer, en el hedonismo, en la supresión del yo o en su emplazamiento como constructo meramente lingüístico. Ahí estamos los tres: la vaca, Barthes y un servidor. He pensado en si el filósofo (crítico, semiólogo, crítico y hombre sensible y apetente al tiempo) refutaría todo su discurso cuando le arrimáramos un escándalo de chuletón con su buena cobertura de patatas fritas en cubitos o de bastón con alguna salsa como aderezo. No he tardado en alcanzar una conclusión: el placer es el bien supremo, no hay otro que rivalice con él. Siguiendo sus divinas enseñanzas, me atrevo a reemplazar el haba en la que él, concentrado, creía poder ver la inmensidad del cosmos, toda la elocuencia de su vastedad sin límites, por una pieza de carne extraída del costillar de una vaca. Ahí está el placer de las afinidades selectivas, el antiguo argumento de la lujuria en combate con la sobriedad. No quiero ser lujurioso o sobrio sin interrupción. Qué delirio poder atemperarse uno o desmadrarse con la misma vocación de agotarse. La sublimación del placer, que puede ser intelectual o físico o moral y hasta es posible (no poseo con qué sostener mis opiniones) que esas tres cualidades estén hechas de la misma sustancia, sabrá a carne vieja de vaca gallega. Qué digna muerte la de la criatura, qué bien hecho está el mundo, cómo amo la bendita cadena trófica. 

15.6.23

Elogio de la disculpa

 A Clodo Cano, charlado bajo una sombra de patio escolar

Perdón se dice sin asumir su envergadura léxica. Cree quien lo pronuncia que ha hecho remiendo del yerro o que lo ha enmendado completamente. Se dan razones que motivan la pifia, se esmera uno en cuadrar una justificación plausible, en dar con las palabras de más conveniencia, las que cancelen la vigencia de las otras, las que dijimos sin pensar, todas esas palabras de las que nos arrepentimos a poco de airearlas. No se pide perdón, no se disculpa nadie. Quizá se desprenda que desear ser perdonado implique una disminución de nuestro prestigio, si es que alguno tenemos. A los niños, en los que veo a diario, también les cuesta admitir que han errado. Se retraen, parece que les duele admitir su falta, concederla públicamente. Será el signo de los tiempos, que es una expresión que siempre me ha encantado. Debemos ser los mejores en todo momento, no debemos dar muestras de flaqueza. Ese es el discurso reinante. La belleza de la disculpa tendría que ensayarse en cuanto surja la ocasión. Hacer ver que no hay nada malo en expresar lo equivocados que estábamos o lo que lamentamos haber hecho mal algo. No todo puede ser conducido a la escuela, tan frecuente ese recurso; no debe la escuela acoger la pedagogía de  todas estas desviaciones de la corrección, pero seguro que hay un lugar en el marasmo de las programaciones y de las competencias y de la burocracia tóxica que nos inunda a los maestros para enseñar la belleza de la derrota. Perder es ganar con antelación.  No sé qué dirían los padres. Si reprobarían esa licencia poética, la de prestigiar el reconocimiento de nuestros errores y no callarlos; mejor enmendarlos, hacer en lo posible que los más graves no ocurran, pero incluso la repetición en la equivocación cuenta (si no sucede adrede, si no se ha buscado con intención). No siempre puede salirse uno con la suya. No siempre podemos ser sublimes. Lo dijo un poeta y a mí me gusta repetirlo de vez en cuando. Incluso está bien que sea así. Perder es un asidero fiable, uno poco tóxico. El triunfo lastra la emoción pura de ganar, la hace vértice y no poso. La corrompe. Da de ella la imagen de un fin, cuando debería entregar la de un progreso. Produce una sustancia enfermiza que se apresta con rapidez a perpetuarse y a no sucumbir al gris de la derrota. Tan hermoso es errar que deberíamos considerar seriamente incluir el fracaso en la posible lista de habilidades emocionales y sociales. Se equivoca uno con oficio. Ganar es maravilloso, por supuesto. No ceder si uno está asistido por la razón. A veces conviene perder también, aunque sólo sea por trasegar en el camino que va hacia la victoria. El hecho mismo de ganar implica un cese abrupto, una especie de relajación de la épica del éxito. Lo dejó escrito Miguel D´Ors: "Fracasar es la única forma de ser decente". 



14.6.23

Tom Waits conduce un Cadillac Eldorado del 76 hacia lo absoluto y oye la voz de Leónidas Brezhnev



 





 Hay una hora desabrida en el día en la que todo se hace de un cuesta arriba dolorosísimo. Hasta las nubes en el alto cielo sucumben a nuestra pesadumbre y exhiben un gris desmayado. Luego comienza invariablemente el festejo de la rutina (con su afición a los principios meramente mecánicos) y se atisba una fortaleza en el ánimo. Hasta en ocasiones no se precisa nada relevante que ice el día y él sólo construye un palacio al que nos invita. Va uno aplazando así anhelos y triunfos del alma sensible e incluso la rutina entraña un esplendor tibio al principio, que más tarde cobra destellos de pura alegría. El tiempo se desmadeja con su mansa elocuencia, nos hace a veces cómplices; otras, creador de nuestra propia felicidad. Hoy es uno de esos días sin tacha ni roto: veré a mis amigos, los abrazaré uno a uno, cantaremos canciones de Woody Guthrie en una cochera de algún amigo muerto, dijo Tom Waits mientras miraba el azul roto del Cadillac. Lo acabó comprando cuando sacó Closing time. Era de segundo mano y en la guantera no había ninguna pistola. Había leído que en los coches de segunda mano puedes encontrar biblias y anillos de compromiso, pero no dar con el arma le pareció un augurio de que su vida iría por el camino recto. De haberla encontrado, la habría dejado allí. Nunca se sabe. No pensaba conducirlo hasta que librara su batalla con los demonios. Un demonio es un ángel que ha errado el camino. Todos los demonios tienen alguien a quien vigilan por si un descuido les franquea el acceso a su alma. Un alma es un desperfecto del cuerpo, una anomalía. La de Tom Waits está lacerada por mil dolores pequeños, pero es el cuerpo el que padece. El cuerpo es un estorbo. Si pudiera prescindir del cuerpo, dice Tom Waits, escucharía todos los sonidos del universo. Uno a uno. Todos a la vez. Como un palimpsesto cuántico. Pero el cuerpo es una pieza ineludible, por desgracia. El Plymouth pesa más de dos mil kilos. A Tom Waits le encantaba pensar que en un coche como el suyo Leónidas Brezhnev había bebido vodka mientras Richard Nixon apuraba botellitas de zumo de tomate y le ponía al día sobre la nueva vigilia nuclear. El secretario general del PCUS amaba los coches del enemigo. Su favorito era el Lincoln Continental. Nixon le regaló tres modelos de Cadillac entre 1972 y 1974, uno por cada visita que le hizo. Las dachas se pasean mejor en descapotables de lujo. Tom Waits nunca ha viajado a Rusia. Un Cadillac Eldorado no puede ser conducido sin que intervengan las manos y los pies. Una botella es la constatación de que el cuerpo tiene intendencia en el alma. Así que Tom Waits conduce el Cadillac hacia lo absoluto. El cielo de la boca huele a vodka de 1972. Ve a Leónidas hablándole entre las nubes. Es el tipo con las cejas imponentes. No hace entender ruso: le está diciendo que pise el acelerador y cierre los ojos. No tengas miedo, el miedo es una distracción de Dios. Le dice todo eso una vez, dos veces. No tengas miedo, el miedo es una distracción de Dios. A medida que Tom Waits acelera, comprende. Una vez alcanzada la comprensión, las palabras desaparecen. Todo es claridad y sobrecogimiento. La velocidad es un oráculo. Se ha llegado a la verdad. 


Elogio del aburrimiento

 Al aburrimiento no se le da aprecio casi nunca, hasta se lo combate, pero es la profundidad lo que se está subvirtiendo. No tenemos hondura, la estamos apartando, como si apestara o como si hiriera. Nuestra manifestación topográfica es la horizontalidad, cierta conveniencia en lo plano o en lo que no contiene posibilidad de extraviarse en la geometría de lo desconocido. Se contenta el ánimo cuando recaba distracciones que no le hacen pensar en ese ensimismamiento que el aburrimiento entraña. Toda la mecánica del ocio actual gira en torno a la idea de que no puede haber espacios vacíos, territorios estériles, zonas que la industria no puede colonizar. Probablemente todo cuando debamos conocer no esté fuera de uno mismo. La utopía consiste en que podemos procurarnos entretenimiento sin la injerencia de herramientas externas. A mayor propiedad de esa soberanía del pensamiento, menor dependencia de los oropeles de lo real. Los niños de hoy en día no saben aburrirse. La verdadera patria es la infancia, lo dijo Rilke, pero la repudiamos, creemos en que no tiene valor. Todo lo que nos enseñan es aprender a crecer, no hay ninguna pedagogía peterpanesca en la que se valore la continuidad de la ingenuidad, la prestancia de la fantasía, la opulencia del juego. El capitalismo es la bestia que se ha arrogado la misión de derrotar al aburrimiento. Alguien a quien no le importuna aburrirse o que, llegado el caso, hasta participa felizmente en ese estado de dulce quietud no es un cliente al que ofrecer una mercancía. Hay que aburrirse, les digo a mis alumnos. No saben estar solos, no soportan esa irrupción de la mansedumbre del tiempo. Si no eres productivo, no vales para el sistema, se puede escuchar, aunque no sean esas las palabras. Es el vacío lo que no soportamos, esa ciudad sin nadie, ese territorio en el que se oye el latido de tu corazón cuando caminas. La gente que se aburre es más creativa. Yo no creo haberme aburrido nunca, pero he creído comprender que el mismo aburrimiento era una pieza del ocio, un instrumento válido para ocupar el tiempo entre una actividad y otra. De hecho, el aburrimiento es una actividad. Pensar es una aventura. El arte de vivir con uno mismo exige la disciplina de estar feliz sin que nada nos ocupe, enteramente entregados al tumulto de las ideas, alegremente encomendado a la observación de la realidad o a la constatación de lo que quiera que sea la vida interior que cada uno haya ido construyéndose para cuando arrecie el aburrimiento y no sepamos cómo liberarnos de su amenaza. 



13.6.23

Elogio de lo macabro


 

Vi hace pocos días a un niño con una camiseta en la que se veía la cabeza de H.P. Lovecraft erizada de demonios. La del padre mostraba la portada del Wish you were here de Pink Floyd. Caminaban despacio, hablaban. A veces pienso en la posibilidad de que tener un hijo signifique verse en él, tratar de dar con el niño que dejamos cuando crecimos. Uno se cree a veces pequeño, 

No sé si sacrificar al Capitán Calzoncillos, a Harry Potter o a Greg por todos esos dioses primigenios producirá un mal irremediable en la cabeza de un infante o si la irrupción de esa imagen del mal en estado puro hará de quien la asuma una criatura deliciosamente macabra. No tuve yo noticia de lo macabro hasta que el cine y la literatura me empaparon. Es mejor que esa experiencia provenga de la ficción. La vida da después sus previsibles raciones de espanto. No tendrá un libro sobre los arcanos de los dioses primigenios ni habrá saberes ocultos sobre las leyes que rigen la narración de los muertos, pero ah, esa oscuridad, todo ese entenebrecida sustancia sin dulzura, con qué sobrecogimiento se percibe en la edad en la que todo es verosímil y la realidad no es todavía el verdadero libro de los horrores. Los mismos cuentos infantiles contienen monstruos, avisan de pozos y de venenos y abren la Pandora de lo macabro. 

12.6.23

Elogio de la tortilla de patatas deconstruida





A lo que mi limpia aspiración a entender las palabras no llega es a manejar todos los mecanismos de trenzado con el que elaboran su discurso. Me gustan más cuándo connotan: denotar aburre, no da juego, apenas permite hacer volar el espíritu. Prefiero el alambique al trayecto franco, el trazo curvo al volcado recto. Deconstructivamente, dejadme calzar el incómodo adverbio, pienso que nada puede ser interpretado cabalmente: se malogra ese empeño cuando aplicamos herramientas inadecuadas. Todo puede ser puesto en duda. La paradoja es que también la misma duda puede ser desmontada. Deconstruimos una tortilla para que no sepamos que tenemos en el plato una tortilla. Hay un respeto escrupuloso en no malograr las armonías y los sabores de los ingredientes (patatas medianas, huevos, harina, nata líquida, cebolla, sal, agua, aceite de oliva) y un afán por crear, por inventar texturas, formas, por jugar con las temperaturas. Para que el plato, que no es un plato, exista hay que usar un sifón de espuma o una batidora de varillas. La idea es que la tortilla de patatas pueda confundirse con un coctel. Al lenguaje también en ocasiones se le encomienda que no se entienda hasta que se le ha prestado la suficiente atención. Lo que pide la tortilla de patatas es que pienses en ella. Una tortilla de patatas de pronto envalentonada, que requiere su mimo, su sentimentalidad. El hecho de transformar la apariencia (ahí viene Derrida, ahí se nos empieza a ir un poco la cabeza) no implica que desestimemos su esencia. La patata y el huevo nos van a seguir deleitando en la boca, su significado hará que tengamos los pies en suelo. Tendremos los recuerdos de todas las tortillas de patatas que hemos comido desde que probamos la tortilla de patatas bautismal, la que no tenía ni nombre y tal vez miramos con reprobación, con cautela, con el asco de lo que creemos no va a satisfacernos en absoluto, tendremos la palabra tortilla en el lugar donde preservamos las palabras que entendemos, pero habrá una fractura en la parte real o en la parte léxica. Así la nueva cocina usa instrumentos de ciencia-ficción para que los platos sean, cuanto menos, una experiencia cuántica, un viaje iniciático, una decantación de sabores inefables. El lenguaje es a veces un juego floral en el éter cósmico. La vida misma  tiene la deconstrucción en su ser sin que tengamos noticia de su presencia. Las herramientas son variadas, extravagantes, incomprensibles, fácilmente repudiables, pero luego, una vez que han participado en la consecución de un propósito, en la restitución de un sabor o de una emoción, no recordamos que ellas fueron parte de ese sabor o de esa emoción. Así que celebramos que la deconstrucción nos guíe con su liderazgo invisible. Este texto estará deconstruido en su andamiaje interno. Habré decidido un modo de contar para que a lo contado no se le aprecie costuras, caminos trazados, negados, esa compostura de lo que está a la vista y creemos conocer, pero la tortilla continúa ocupando mi entera atención mientras el día clarea en su traje de lunes. 


11.6.23

Elogio del apostolado

En su acepción vernácula, un apóstol es un enviado, un mensajero, alguien al que se le encarga emitir un mensaje. No entra que se aplique a otra cosa que no sea la prédica que se le ha encomendado o que se ha arrogado voluntariamente, sin que se le reclute. Tiene el vocablo un poso religioso que podría no convenir siempre. Hay apóstoles incrédulos, sean laicos, agnóstico o ateos. Se puede revelar un propósito digno y elevado que carezca de cualquier consideración espiritual, pero es precisamente ese espíritu el que está en liza en este negociado de favores o de servicios. También la palabra alma, que adoro, posee su cárcel de fe, como si no pudiera existir sin los oropeles de una creencia o de una catequesis. La vocación apostólica tiene disciplinas bastardas. Yo mismo me considero apóstol del jazz o de la poesía o del aforismo. Hago esa misión con afán evangelizador. Entrego las virtudes, no cristianas en este caso, quién sabe si también lo serán, a entero beneficio de mi espíritu y, si eso fuera posible, al de quien consienta que se le sugiera la conveniencia de la doctrina. Si se tiene una llamada interior para pregonar las bondades de nuestros amores y afectos no hay que hacer menoscabo de cualquier manifestación que contribuya a democratizar ese afán privado que nos complace tanto. Ayer mismo recomendé a un amigo que leyera a John Connolly, un escritor de novela negra o de misterio, un poco sobrenatural a veces, pulcramente escrita y pletórica de interés narrativo. Ok, me dijo. Y me sentí súbitamente feliz por ejercer esa modestísima misión en el mundo. Hay que traer alguna, dar con ella para dar con uno mismo. 

10.6.23

Elogio de la memoria libresca








 

A mí el sonido que me de verdad me encantaba en las máquinas de escribir era el del timbre que avisaba de que habías llegado al borde del margen. También el ruido seco producido al golpear el espaciador, pero a mi padre le fascinaba meter el papel en el rodillo y ajustar la varilla para que la horizontalidad fuese perfecta. A pesar de tener una caligrafía pulcra, esmerada en las mayúsculas, exagerada en la restitución de las tildes o de la virgulilla, que recuerde, le gustaba coger la máquina de escribir para marcar la propiedad de los libros con pequeñas etiquetas. Al nombre, del que omitía siempre la composición completa del segundo apellido, pues lo dejaba en Muñoz siendo Muñoz-Redondo, le añadía la fecha y, en ocasiones, muy pocas, la librería en la que hizo la adquisición. Como muchos de esos libros provenían del Círculo de Lectores, que era un establecimiento fantasma, sin local ni escaparate, sin vendedor al que acudir ni volúmenes que ojear antes de llevarlos a casa, poco a poco fue abandonando esa costumbre hermosa de estampar los datos de fundamento. La heredé yo con variable constancia; me limito a manuscribir la fecha y, en ocasiones, ni mi nombre consigno. Cuando abro un libro, lamento no haber sido constante, echo invariablemente en falta que esa distinción ocupe la primera página y así mi memoria medre en recuerdos. El libro más antiguo que ocupa mi biblioteca es una Divina Comedia de 1935, publicada un año antes del nacimiento de mi padre. Él, con orgullo bibliófilo, sostenía que la trajo mi abuelo Emilio de su Cabeza de Buey natal cuando la guerra tiró de la familia a Córdoba. No hay escritura que lo confirme, pero me agrada esa nebulosa que lo acompaña desde hace casi noventa años. Hay libros que contienen una historia aparte de la historia previsible. Se les confía el recado de que nos aviven la memoria cuando flaquea. Son una especie de diario impostado y feliz en el que uno puede encontrarse, dar con la parte apartada, con la sustancia entregada al limbo o a la penumbra y que la marca manuscrita impone a la realidad con pasmosa verosimilitud. Ya no usamos máquinas de escribir y, si no lo enmienda el romanticismo, es posible que el mismo libro sea reemplazado por un archivo alojado en un disco duro, restituido a uno de esos (maravillosos también) artilugios en los que puedes almacenar las obras completas de Alejandro Dumas, que superan las 300 novelas, según leí ayer. En casa tengo El conde de Montecristo. Lo leí una sola vez, entusiasmado. Ahora se me ocurre que no estaría mal buscarlo y ver si hay una fecha que registre cuándo llegó a casa. 



9.6.23

Los mundos sublimes

 Los escritores acaban solos y acaban mal. Lo dejó escrito Vila-Matas. Lo que hago es rumiar la idea de la soledad y el abismo: por ver si cuadra con lo que me rodea y si la realidad se inclina a darle la razón a Vila-Matas o es una ocurrencia literaria más, una de esas cosas que no tienen por qué comprobarse. Hay una literatura de la propia literatura, un decir de lo dicho, un constatación (brutal a veces) de que en realidad el escritor sólo habla de la escritura, aunque lo enmascare y parezca que habla de amor o de odio o de las dos juntamente, que es lo acostumbrado y esperable.

Vuelta a Vila-Matas: bien mirado, todos acabamos solos y acabamos mal, seamos escritores o registradores de la propiedad o carpinteros. Escribir y vivir se hermanan. Al empezar también se empieza solo y mal, aunque después se vaya arrimando la vida y se descomponga esa llegada terrible, desconsolada, en la que lloramos y sentimos el primer dolor, el del aire haciendo presencia en los pulmones, tan delicados, tan pobres de espíritu aún. Que escribir ande por ahí de por medio no es un dato que haga esa aseveración más o menos estricta y fiable.
La escritura es una compañera de viaje, no siempre agradable ni mansa, con la que nos sentimos aliviados o confortados o incluso ni una cosa ni la otra, sino alarmados, asombrados, continua y manifiestamente zarandeados y disconformes. Entra en lo razonable que se zanje el acto de escribir o se reduzca o se postergue, pero no conozco a nadie que escriba y lo haga a ratos o cuando encuentre un hueco en el trasegar de sus asuntos o cuando le hierve la sangre (sólo entonces) y precisa airear el mal que le afecta, el daño que se le ha hecho.
Se escribe sin brida, se hace porque hace falta que esa claridad penetre o porque hay que arrojar lejos lo oscuro o porque no hay manera más pacífica, ni más honda, ni más clara tampoco, con la que mirarse uno adentro. Yo no sé cuánto me miro, si hay una cantidad, si existe una cifra, una evidencia mensurable. No sé eso, pero sé otras cosas. Quizá leer no hiera al modo en que escribir hiere. Es dulce la herida, no es ni siquiera una de esas heridas vistosas, que precisan atención y no se pueden tocar porque se reverdecen o se extienden. Es de otra naturaleza, no la naturaleza prevista, la que se espera y se conoce.
Después de treinta años largos de lidiar con las palabras escritas, no creo haber llegado a ningún sitio. En cierto modo, ningún escritor llega nunca a ningún sitio. En todo caso alcanza la intimidad de un lector, no la de un ciento, ni la de miles o la de cientos de miles. Hay un único lector. El que escribe lo hace para un lector que se prefigura en su cabeza. Uno mismo, así debe ser. Lo tiene ahí cautivo, sabe que va a censurarlo o a agasajarlo, sabe que nunca le va a fallar, estará ahí cada vez que salga un párrafo o un poema o un trozo de una novela.
En el fondo, el escritor es su propio censor, su lector privado, el que en más apuros lo pone, el que lo hace levantarse en mitad de la noche y escuchar el silencio, por ver qué dice. El de ahora no dice mucho, no sé qué dice, en realidad. En otras ocasiones, se le escucha. Da igual lo de la soledad de Vila-Matas, y eso que es un escritor con muchos lectores, yo uno de ellos y uno particularmente agradecido también. También se celebra la soledad. Este miércoles pasado se produjo la paradoja feliz de que los libros me hicieran ir en volandas con los amigos. Presentar un libro propio es un lenitivo contra la soledad. No se me ocurre festejo más hermoso.

7.6.23

Elogio de la desobediencia

 Se obedece porque conviene y se duda porque se piensa, escribe Ray Loriga en Rendición.. Obedecer siempre fue más cómodo que pensar, o más limpio. Al pensar se abren opciones y no es fácil escoger la adecuada. Por el contrario, cuando se obedece, no se hace otra cosa que incorporar una orden, sin entrar en discutir su procedencia. Sigue uno un camino y no precisa indagar en otros, tomar un atajo o estimar que haya otro que nos haga llegar antes o en mejores condiciones. España es un país de obedecer más que de pensar. No faltan grandes pensadores, gente que ha ido lejos en discurrir las maneras de hacer las cosas o de no hacerlas; incluso hay una tradición artística, civil o moral que los expone. Lo que no hay es literatura de los que acatan, de todos los que prefieren no tener que tomar mando alguno, ni pensar por el bien de los demás. Nadie cuenta con ellos, con los obreros, con los mansos, pero no habría nada hecho piedra sobre piedra sin ellos, aunque suenan siempre los de arriba, los que escriben los libros que leen los otros o los que idean las recetas que preparan los otros o los que se sientan detrás de una mesa en un despacho y organizan las leyes que cumplirán los otros. Al final todo cuenta igual, tanto si mandaste como si no, no importa si fuiste jefe o subordinado, porque todos somos jefes o subordinados según en qué o cómo. En el extremo, a veces se obedece porque así se zafa uno de la responsabilidad. No trasciende el nombre de los que hacen las cosas, sino de quienes tuvieron la responsabilidad de que se acometieran.

 En el verano interesa más ser del gremio de los que asienten. A todo se le da asiento en la cabeza. El calor achanta, hace que flaquee la voluntad, la convierte en otra cosa, pero se permite tal vez porque pensamos que regresará el frío y entonces tendremos algo que decir, ya sin que el calor achante, ni haga que merme la voluntad o que no exista, ya de un modo más dramático. A K. no le duele que se le lleve a un lado u a otro. Le parece bien una sopa cremosa de setas o un arroz caldoso o un sándwich frío de york con un par de lonchas de queso. No es cosa de que K. no prefiera un sabor a otro o que, al pasear, no le agrade un paisaje más que otro: lo que no desea es decantarse, evidenciar que algo le es agradable o no, contar a los demás lo que ni a él, en ese momento, le preocupa lo más mínimo. Dice que su opinión no cuenta o cuenta tan poco que no es relevante que se manifieste. Se deduce que tampoco a él le parezca bien o mal las opiniones de los demás. A K. no le parece que escribir valga para nada en absoluto. Aprecia que haya escritores; lo de menos es que haya lectores. El escritor, me dice, trabaja para él mismo, pero lo dice sin entusiasmo, como si estuviese dispuesto a decir lo contrario si se le convence con esmero, o incluso sin él.

Raymond Carver, en una especie de conferencia contada para sí mismo también, arguye que escribir es una especie de parto. No se sabe qué criatura será alumbrada, pero contiene nuestros trazos, se le aprecia rasgos de nuestra cara o gestos, pero luego ya no es pertenencia nuestra. Podemos corregirla las veces que deseemos, añadir párrafos o suprimirlos, cambiarle el final o consentir que arranque de cualquiera otra manera, pero será otra obra, no la previa, la que se urdió por primera vez. No se sabe bien a qué se obedece cuando se traman las cosas que pasan en la historia que estamos contando. Ni siquiera ahora sé bien a qué término acudiré con este escrito mío, un poco elogio y un poco no, de la obediencia o de la escritura o no sé de qué. Escribir es desobedecer, no acatar, dar mando a la imaginación, entender que no se precisa a veces entendimiento alguno, permítaseme la paradoja. La desobediencia es un acto supremo de creatividad. Se desoyen las admoniciones, se desentiende la razón de sí misma, se acoge el vuelo del corazón o el fluir antojadizo de las palabras. Hoy es el día en que celebraré las palabras. Hay días en que exigen su cuota de atención. Te miran, te dicen: cuenta con nosotras, haz que el aire nos mime cuando nos pronuncien, pero tampoco hay un rigor en eso. Al final, esa es su ley, harán lo que les plazca. 

Principios básicos de comunicación

  En principio creo que hablo más que escribo, pero hay ocasiones en las que pienso en que debería escribir más de lo que hablo. En otras, a...