Hay quien descree de la felicidad y se obstina en ganarse a pulso la fama de escéptico. Alivia pensar que a escondidas, a cubierto de los que los miran y en la cerrada estancia de su intimidad, se entregan con júbilo a los mismos vicios que nos procuran felicidad a los que no descreemos de ella y, bien al contrario, nos obstinamos en hacer que todos los demás se enteren. Por eso salimos a la calle, visitamos a los amigos, quedamos en los bares, compramos libros, hacemos de la rutina de los días un festín en la mayor parte de los casos. En la otra parte, en los días en los que no hay festín, hay resignación, sabia resignación, diría yo. Días de no salir a la calle o de salir lo justo. Días sin amigos, sin bares, sin libros, días que no son festín casi de nada, salvo de la sensación de estar cumpliendo un peaje por todos los otros días, los luminosos, los arrimados a la alegría, los días con Coltrane, los días con Wilder, los días de sol, los días de lluvia, los días a los que bendicen los astros y los días que se ofrecen lúbricos, altos, nobles, limpios. Y uno vive en la confianza de que hay días de esa textura esperándonos, ahí afuera, en el territorio improbable del tiempo.
31.1.11
29.1.11
El riff de Proust
Un amigo me confesó que había oído Layla en una escena de Uno de los nuestros, la fabulosa película de Martin Scorsese sobre la mafia. En realidad lo que yo recuerdo es la inmortal coda de la pieza. Luego oyó la versión que Clapton hacía en Unplugged, el directo en la MTV que reflotó su alicaída carrera discográfica. La primera vez que yo la oí fue en el pub Tempo, en Priego de Córdoba. Era la típica época en la que uno buscaba el nombre de Dios en el fondo en el fondo del vaso. La época en que el mundo giraba con una precisión matemática y el aire olía a Borges y a besos y a whisky de doce años.
Antonio Linares me inició en un género que desconocía: el rock y el blues acodado en la barra de un bar con una cerveza en la mano y todo el tiempo del mundo para dirimir si un riff era bueno o si un solo de batería era mejor. Horas de libertinaje artístico, de completa fluidez del alma. Oigo Layla como antes. Sigo con el whisky doce años y a veces veo a Dios en Escocia, en el tintineo de los cubitos, en la noche acribillada a a preguntas, aunque esa visión (sentida en un arrebato etílico) dura un instante. Igual la mística funciona minúsculamente: uno oye a Dios en un instante, y de pronto deja de escucharlo. Y más tarde regresa, nítida, la percepción de la divinidad. Dios es un jinete pero no hay caballo. Dios es el gozo sublime que asiste al alma pero no hay alma. Cuando uno en este estado de cosas, en la retórica o en la mística, baratas y vanas las dos, torpes y prescindibles ambas, es mejor dejar de escribir, no contar con palabras el milagro de estar vivo y de esta exigencia de contarlo. Ya digo: se va en ocasiones la cabeza, se pierde, se enreda en hilos que no le incumben, a los que no alcanza.
Tener a mi lado a Layla esta noche, en Córdoba, en mi casa de la calle Utrera, es de algún modo regresar a todo aquello. Pensar en Antonio, en el Tempo, en el Boli, en la secreta posesión de la ebriedad, en el vértigo secreto de la vuelta a casa, en mi placita de Los Caballos, haciendo mentalmente el riff, desafiando el aire con un punteo imposible, pisando esas calles sagradas de la Villa, en 1.990, reconciliado con el júbilo, con la carne, con el intelecto (fue una época de lecturas voraces, fue el inicio de un maravilloso tiempo de unión con las letras) y también con uno mismo. Está bien sentirnos hospitalarios con nosotros mismos. Darnos, hacernos el bien a sabiendas, procurarnos placeres con total premeditación. Esta noche de enero, entrando en un domingo imagino que lluvioso, gris, de esos que tanto me gustan, pienso en Antonio, en lo absurdo de no plantarnos un día en Granada y acodarnos en una barra de bar (el suyo vale, El rincón de Federico, junto a la catedral) y escucharle despotricar contra los obispos y contra el Real Madrid.
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Antonio Linares me inició en un género que desconocía: el rock y el blues acodado en la barra de un bar con una cerveza en la mano y todo el tiempo del mundo para dirimir si un riff era bueno o si un solo de batería era mejor. Horas de libertinaje artístico, de completa fluidez del alma. Oigo Layla como antes. Sigo con el whisky doce años y a veces veo a Dios en Escocia, en el tintineo de los cubitos, en la noche acribillada a a preguntas, aunque esa visión (sentida en un arrebato etílico) dura un instante. Igual la mística funciona minúsculamente: uno oye a Dios en un instante, y de pronto deja de escucharlo. Y más tarde regresa, nítida, la percepción de la divinidad. Dios es un jinete pero no hay caballo. Dios es el gozo sublime que asiste al alma pero no hay alma. Cuando uno en este estado de cosas, en la retórica o en la mística, baratas y vanas las dos, torpes y prescindibles ambas, es mejor dejar de escribir, no contar con palabras el milagro de estar vivo y de esta exigencia de contarlo. Ya digo: se va en ocasiones la cabeza, se pierde, se enreda en hilos que no le incumben, a los que no alcanza.
Tener a mi lado a Layla esta noche, en Córdoba, en mi casa de la calle Utrera, es de algún modo regresar a todo aquello. Pensar en Antonio, en el Tempo, en el Boli, en la secreta posesión de la ebriedad, en el vértigo secreto de la vuelta a casa, en mi placita de Los Caballos, haciendo mentalmente el riff, desafiando el aire con un punteo imposible, pisando esas calles sagradas de la Villa, en 1.990, reconciliado con el júbilo, con la carne, con el intelecto (fue una época de lecturas voraces, fue el inicio de un maravilloso tiempo de unión con las letras) y también con uno mismo. Está bien sentirnos hospitalarios con nosotros mismos. Darnos, hacernos el bien a sabiendas, procurarnos placeres con total premeditación. Esta noche de enero, entrando en un domingo imagino que lluvioso, gris, de esos que tanto me gustan, pienso en Antonio, en lo absurdo de no plantarnos un día en Granada y acodarnos en una barra de bar (el suyo vale, El rincón de Federico, junto a la catedral) y escucharle despotricar contra los obispos y contra el Real Madrid.
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27.1.11
Sinde
Se legisla mal el limbo, se organiza mal su inventario: anda todo ahí adentro como en desaliño, en el umbral de dos mundos, en vértigo, en una vigilancia obscena, inasequible al desorden, enfebrecida. El limbo no es aquí el ardid cartográfico forjado en las Escrituras sino la Red, que es también una religión a la que confiamos la salvación de nuestras almas. La Red, ya saben, es el país global, pero no hay otro país debajo o los hay de un modo fragmentario y casi irrelevante. Al modo imperialista, pero sin sacar el sable ni poner el tanque en las avenidas, la Red ha invadido este mundo, lo ha colonizado, lo ha convertido en su súbdito manso, ha izado sin ruido una bandera molesta, una sin dueño. Aquí hay quien la quiera domesticar: darle letra a sus colores, ponerle música al viento que la agita. Pero este limbo no se deja gobernar, no hay quien lo legisle. Y la gente razonable pasea sus calles junto a pervertidos y los nobles de corazón comparten con los retorcidos youtube, facebook y twitter. En esa alegre comandita de zonas de recreo, conviven las metáforas de Lorca con las actas del Estado, los textos sagrados con los textos impíos, el coño de la Bernarda con el cerebro de Einstein. Está Sinde con la policía cibernética de escolta y están los internautas (oh qué legión de depravados, oh qué obscenos, oh qué ladrones). Y yo me acuerdo cuando en los alegres ochenta iba a casa de mi amigo Manolo y echábamos la tarde grabando en una espléndida platina Philips, que todavía recuerdo con emoción, discos de Queen y de Led Zeppelin, de Depeche Mode y de Yes. Eran las descargas de antes. Lo de ahora (muy reduccionistamente traído) es que no vamos a casa de Manolo a pillar unos discos en cintas de cassette TDK de 90 minutos (un disco por cara en el mejor de los casos) sino que entramos en el limbo y encuentramos mil manolos invisibles, generosos, anónimos y pulcros, que ofrecen el mundo sin objeciones. Y encima hasta se paga un canon por el disco duro en el que volcar toda esa música. Sí, ya sé que éstas son cosas serias y que parezco de chacota. Sí, lo sé. Y los que mandan, los que legislan, los que vigilan el orden y cuidan de que nadie lo malogre, no entienden (cómo van a entender) que en realidad lo que hay detrás de la pantalla, en ese cosmos invisible, son manolos a mansalva...Diremos sí a todo. Ganará la cultura. O al menos un tipo de cultura. Otra, según quién esgrima las razones y cómo las sostenga, perderá. Nada que me quite esta noche el sueño.
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23.1.11
El discurso del rey: La flema más pulcra
Admira uno la maestría británica a la hora de retratar su esencia patria. No conozco otro país que la exhiba de una manera más impecable. Son estos ingleses gente de artesanas maneras que pulen la fonética y oscilan entre el engolamiento teatral y el uso masivo de los adverbios en la pompa sintáctica que tanto aman. Yo mismo adoro el inglés y hasta me vale para pagar letras y vicios, pero acepto la existencia de un reverso tenebroso y es entonces cuando rescato de mi expediente emocional el amor por ese idioma y la necesidad (a veces intolerable) de meterme entre pecho y espalda dramas de Jane Austen y películas de James Ivory, ensayos de Chesterton y hasta películas del lumpenproletariado filmadas en los cuarenta y aireadas por la inefable Ealing. Partiendo de esta declaración de principios (dispersa y más voluntariosa que eficaz) supondrán el placer con el que voy al cine a ver películas como El discurso del rey. Luego sale uno decepcionado, aunque haya estado absorto, paladeando las palabras, discurriendo sobre lo contado, intentando descubrir la esencia ésa de la que antes hablaba. En El discurso del rey hay toneladas de convención y hay lagunas escandalosas. A veces vemos destellos de gran cine, aunque fijado casi exclusivamente en la demoledora exhibición del talento dramático de dos actores en estado de gracia, y en otras creemos estar asistiendo a un telefilm de altura, pero televisivo al cabo, aunque lo televisivo (en este arranque de siglo) esté ganando terreno, perdiendo su mala prensa y ganándose el corazón (el mío ya lo tienen merced a una decena de series antológicas) del otrora cinéfilo de butaca y fila siete.
La cinta de Tom Hopper (Elizabeth I y Damned United, que no he visto) carga su principal baza en lo teatral, en la más que digna batalla dialéctica entre dos personajes enfrentados por cuna y por atrezzo. El aspirante a rey, el príncipe fonéticamente tarado, está magistralmente representado por un Colin Firth que se afianza en papeles hondos (Tom Ford, Un hombre soltero) y el terapeuta amateur, el actor de segunda con un corazón muy grande, recae en un Geoffrey Rush ya habitualmente antológico, uno de esos actores que no ganan adeptos por papeles rutilantes, taquilleros al máximo, pero que labran una filmografía ejemplar.
La trama es previsible y la intriga es casi nula, pero la obra de Hopper engancha por sus maneras, por ser honesta hasta el desmayo óptico y no prometer nada que luego no entregue fielmente. Entrega limpieza: el film no se enreda en argumentos accesorios, no pierde el tiempo en lo que no es preciso para avanzar en la mínima trama que lo sustenta. Plana, austera, escasamente interesada en grandilocuencias narrativas, El discurso del rey no tiene apenas aristas, no posee nada que la aparte del logro al que aspira. Los hermanos Weinstein saben muy bien qué terreno pisan y cómo facturar una película perfecta. Ésta, sin serlo, lo es de un modo absoluto. Narra una amistad y lo hace apoyándose en una fricción, en la que se establece entre dos mundos en colisión: el de la realeza, que retrata de un modo muy realista, incisivo a veces, ácido también, y el del ciudadano de a pie, el afincado en su rutina, el que ve a la monarquía como alienígenas. De esa fricción nace una relación sólida, que se hace acompañar por una travesía histórica muy agradable de ver, componiendo un retablo doméstico, sin excesos intelectuales, de una parte de la Historia del siglo XX.
El discurso del rey es cine de calidad, de ese tipo de cine que en plan tsunami cultural sobreviene de cuando en cuando, una de esas cintas de factura irreprochable, de contenido familiar y hasta didáctico, tallada con mimo, majestuosa, precisa, limpia. Se las ve con complacencia, convencidos de estar asistiendo a una función modélica, pero se las recuerda después con tibieza, sintiendo adentro (y tal vez sin atinar muy bien a razonarlo) que todas las grandes virtudes advertidas en su proyección han adelgazado su grosor, se han resuelto ineficaces para hacer perdurar el asombro primigenio. Ganar lo va a ganar casi todo y va a hacer taquilla. La flema británica, la casa real y la reputación de los intérpretes asegura que haga caja y consiga alguna que otra mención honorífica. No es injusto. En el fondo, no es injusto.
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La cinta de Tom Hopper (Elizabeth I y Damned United, que no he visto) carga su principal baza en lo teatral, en la más que digna batalla dialéctica entre dos personajes enfrentados por cuna y por atrezzo. El aspirante a rey, el príncipe fonéticamente tarado, está magistralmente representado por un Colin Firth que se afianza en papeles hondos (Tom Ford, Un hombre soltero) y el terapeuta amateur, el actor de segunda con un corazón muy grande, recae en un Geoffrey Rush ya habitualmente antológico, uno de esos actores que no ganan adeptos por papeles rutilantes, taquilleros al máximo, pero que labran una filmografía ejemplar.
La trama es previsible y la intriga es casi nula, pero la obra de Hopper engancha por sus maneras, por ser honesta hasta el desmayo óptico y no prometer nada que luego no entregue fielmente. Entrega limpieza: el film no se enreda en argumentos accesorios, no pierde el tiempo en lo que no es preciso para avanzar en la mínima trama que lo sustenta. Plana, austera, escasamente interesada en grandilocuencias narrativas, El discurso del rey no tiene apenas aristas, no posee nada que la aparte del logro al que aspira. Los hermanos Weinstein saben muy bien qué terreno pisan y cómo facturar una película perfecta. Ésta, sin serlo, lo es de un modo absoluto. Narra una amistad y lo hace apoyándose en una fricción, en la que se establece entre dos mundos en colisión: el de la realeza, que retrata de un modo muy realista, incisivo a veces, ácido también, y el del ciudadano de a pie, el afincado en su rutina, el que ve a la monarquía como alienígenas. De esa fricción nace una relación sólida, que se hace acompañar por una travesía histórica muy agradable de ver, componiendo un retablo doméstico, sin excesos intelectuales, de una parte de la Historia del siglo XX.
El discurso del rey es cine de calidad, de ese tipo de cine que en plan tsunami cultural sobreviene de cuando en cuando, una de esas cintas de factura irreprochable, de contenido familiar y hasta didáctico, tallada con mimo, majestuosa, precisa, limpia. Se las ve con complacencia, convencidos de estar asistiendo a una función modélica, pero se las recuerda después con tibieza, sintiendo adentro (y tal vez sin atinar muy bien a razonarlo) que todas las grandes virtudes advertidas en su proyección han adelgazado su grosor, se han resuelto ineficaces para hacer perdurar el asombro primigenio. Ganar lo va a ganar casi todo y va a hacer taquilla. La flema británica, la casa real y la reputación de los intérpretes asegura que haga caja y consiga alguna que otra mención honorífica. No es injusto. En el fondo, no es injusto.
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Vértigo, fiebre y olvido
Vértigo. Vértigo y fiebre. Vértigo, fiebre y olvido. La cultura moderna se deja envolver de vértigo, se enmaraña de fiebre y se acuna en olvido. Consumimos más que otra cosa. El consumo es una palabra a la que han malogrado su supervivencia en el apartado noble del diccionario. Vivimos en una espiral alucinante de ofertas y nos aturde la posibilidad de poder exprimirlas todas. Es el aleph borgiano a precio de saldo en el Carrefour. La sociedad construye ciudadanos de una cultura mórbida: los alimentos del espíritu no han cuajado en el espíritu y se han derramado sin orden. El cerebro está intoxicado. El disco duro está lleno y no sabemos qué material borrar para disponer de más capacidad y seguir atiborrándonos de archivos. Luego nunca miramos esos archivos. Vemos una película, pero no la pensamos. Leemos libros, pero no los interiorizamos. Leemos prensa para estar al día, pero sólo rozamos la superficie de las noticias. Nos valen los titulares.
El malestar de la cultura está en las redes sociales, en cómo han configurado una sociedad hueca, falsamente engarzada por una invisible trama de afectos. Pero debajo del estado del bienestar en el que dicen que estamos hay un runrún de zombis. Igual ésa es la razón por la que ahora los no-muertos triunfan en las carteleras, en las series, en las novelas. Si hasta han hecho una novela en la que atrofian la prosa de Jane Austen y la convierten en un rap gótico, en una mixtura infame de vísceras y modos victorianos. En el vértigo se vive mejor. En la velocidad, en la fiebre, en el olvido. En el facebook ebrio. En el twitter ebrio. En todas esas cuentas a las que confiamos nuestra intimidad o en donde vertemos un yo escindido, un yo que no es el nuestro y que izamos en público en la creencia de que somos parte de algo importante. Lo que buscamos es amor, en el fondo. Pero nos damos de bruces con el vértigo, con la fiebre, con el olvido. El mundo es una superficie comercial que abre incluso los domingos por la mañana. Entra, coge, paga, consume, desecha, regresa. En sus pasillos se construyen liturgias que antes eran patrimonio de los sacerdotes y se oficiaban en un templo. Creemos en el dios de los objetos, en una deidad rudimentaria y caprichosa que atiende nuestras súplicas y nos ciega a conciencia. Cegados, convertidos en zombis, recorremos las estanterías, llenamos el carro, vaciamos la cuenta, vamos al trabajo, ejecutamos la ceremonia gris de una rutina formidable. Más vértigo, más fiebre, más olvido. Y cuando el Estado desatiende las estanterías y no nos da plata que gastar pensamos en lo equivocado que está el mundo, en la falsedad de los ídolos que hemos construído. En tiempo de crisis surge el individuo ético. Lo decía ayer El Roto en su tira genial de El País: un tipo pedía una revolución é-ti-ca. Pedía una moral. Pero la moral va en contra del mercado. Y quien manda es el dinero. Nunca más que ahora. Y en ese hilo de las cosas, en esa intoxicación espiritual, pedimos que se nos restituya el confort perdido. Queremos que la superficie comercial no cierre locales. Pedimos vértigo. En ese territorio qué felices somos. Ya habrá tiempo de pensar. Yo ya estoy empezando a flaquear y cada día me cuesta más hilvanar estas palabras en este hueco del espectáculo.
El malestar de la cultura está en las redes sociales, en cómo han configurado una sociedad hueca, falsamente engarzada por una invisible trama de afectos. Pero debajo del estado del bienestar en el que dicen que estamos hay un runrún de zombis. Igual ésa es la razón por la que ahora los no-muertos triunfan en las carteleras, en las series, en las novelas. Si hasta han hecho una novela en la que atrofian la prosa de Jane Austen y la convierten en un rap gótico, en una mixtura infame de vísceras y modos victorianos. En el vértigo se vive mejor. En la velocidad, en la fiebre, en el olvido. En el facebook ebrio. En el twitter ebrio. En todas esas cuentas a las que confiamos nuestra intimidad o en donde vertemos un yo escindido, un yo que no es el nuestro y que izamos en público en la creencia de que somos parte de algo importante. Lo que buscamos es amor, en el fondo. Pero nos damos de bruces con el vértigo, con la fiebre, con el olvido. El mundo es una superficie comercial que abre incluso los domingos por la mañana. Entra, coge, paga, consume, desecha, regresa. En sus pasillos se construyen liturgias que antes eran patrimonio de los sacerdotes y se oficiaban en un templo. Creemos en el dios de los objetos, en una deidad rudimentaria y caprichosa que atiende nuestras súplicas y nos ciega a conciencia. Cegados, convertidos en zombis, recorremos las estanterías, llenamos el carro, vaciamos la cuenta, vamos al trabajo, ejecutamos la ceremonia gris de una rutina formidable. Más vértigo, más fiebre, más olvido. Y cuando el Estado desatiende las estanterías y no nos da plata que gastar pensamos en lo equivocado que está el mundo, en la falsedad de los ídolos que hemos construído. En tiempo de crisis surge el individuo ético. Lo decía ayer El Roto en su tira genial de El País: un tipo pedía una revolución é-ti-ca. Pedía una moral. Pero la moral va en contra del mercado. Y quien manda es el dinero. Nunca más que ahora. Y en ese hilo de las cosas, en esa intoxicación espiritual, pedimos que se nos restituya el confort perdido. Queremos que la superficie comercial no cierre locales. Pedimos vértigo. En ese territorio qué felices somos. Ya habrá tiempo de pensar. Yo ya estoy empezando a flaquear y cada día me cuesta más hilvanar estas palabras en este hueco del espectáculo.
21.1.11
Inmoral
I
Al pueblo se le conduce mal cuando lo aturden a leyes. El buen pastor cede con esa amplitud de miras de quien sabe que aprieta, pero prefiere no ahogar. Al pueblo llano, el que se junta en las barras de los bares o el que sale sencillamente a pasear, no le vienen bien trajes anchos ni tampoco prendas justas, de ésas que hacen peligrar la respiración y malogran sibilinamente la salud. El buen pastor condesciende, calcula los riesgos y legisla con prudencia, limpio de maniobras arteras, consciente de que su oficio (el pastoreo) depende del rebaño al que se conduce. O al menos así debe ser en una sociedad democrática. Ésta en la que vivimos lo es sobradamente o en esa ilusión vivimos los que disfrutamos de su existencia. Lo que pasa es que el pueblo está en hartazgo, vive en un cabreo casi continuo y el buen pastor no razona ni entra en diálogo con quienes oprime. Crispado, desocupado, indignado, el pueblo se enerva a la menor de las provocaciones.
II
La desafección del pueblo hacia sus gobernantes se muestra aquí muy a las claras en el uso del pinganillo en la Cámara Alta. Los plenarios no se entienden y ahora se van a entender menos. Esperpéntica, patética, kafkiana, grotesca, la historia del pinganillo evidencia el vacío absoluto de nuestra clase política. Estando el patio como está, viendo cómo crece el malestar y sospechando lo malo que es el hecho de que siga creciendo, se entretienen (los polìticos, digo) a entretenerse, en gastar lo que no se tiene (12.ooo euros por sesión) y en abastecer a la ciudadanía de razones para que se les mire con recelo, se les escuche con tedio y se les tenga un respeto cada vez más bajo, rayano en la falta casi absoluta de respeto. Y es malo que un ciudadano no crea en quien le gobierna. Está probado que las sociedades se atrofian cuando dan la espalda a sus gobernantes y se creen (con razón, sin ella) en dueños de su destino en lo universal, en lo doméstico, en todo pequeño rincón de la vasta geografía de sus deseos. Y lo del pinganillo (además) contradice, de entrada, el texto de nuestra Carta Magna. Lo hace en el momento en que traba la normal comunicación entre iguales. El artículo 3 de la Constitución de 1978 reconoce en su apartado primero la oficialidad del castellano en todo el territorio del Estado.
Quizá la Cámara Alta sea un territorio extranjero en el que pueden desoírse normas tan elementales de convivencia como la de usar un idioma común. Entiendo yo poco de modelos de Estado y, visto el panorama, menos quisiera uno entender. Entiendo de afectos, de palabras compartidas y de la música que acompaña esas palabras. Imagino que la distancia entre un parlamentario vasco y uno español, reducidos al campo acústico de un auricular en el oído, es enorme y amenaza con hacerse más enorme todavía. Hay algo de inmoral en poner trabas al sencillo acto de entendernos. Y esa inmoralidad alcanza al pueblo, que se asquea del extravío y pide sin idioma alguno que la razón, esté donde esté, sea liberada y vuelva a cubrir de serena inteligencia y de limpio respeto este país de siempre, el nuestro, el que se dice español a la vera de la bota de Iniesta y que no lo es, en modo alguno, en cientos de otros asuntos de mayor importancia. Oír catalán, gallego o vasco en el Senado es una anomalía fonética. Imagino que habrá catalanes, gallegos y vascos que aplaudan el gesto, pero en la calle, que es una tribuna pública inmejorable para catar el sentir de un país, no hay traductores. Se habla catalán o gallego o vasco porque el que está escuchando lo reclama, lo entiende y lo acepta. Si no miramos a quien tenemos enfrente, si nos importa bien poco con quién estamos hablando, cabe la posibilidad de que tiremos de un idioma imprudente y al vasco le hablemos en inglés y al que nació en Toledo le contemos nuestra vida en bable. Y costando un yescal. Inmoral.
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Al pueblo se le conduce mal cuando lo aturden a leyes. El buen pastor cede con esa amplitud de miras de quien sabe que aprieta, pero prefiere no ahogar. Al pueblo llano, el que se junta en las barras de los bares o el que sale sencillamente a pasear, no le vienen bien trajes anchos ni tampoco prendas justas, de ésas que hacen peligrar la respiración y malogran sibilinamente la salud. El buen pastor condesciende, calcula los riesgos y legisla con prudencia, limpio de maniobras arteras, consciente de que su oficio (el pastoreo) depende del rebaño al que se conduce. O al menos así debe ser en una sociedad democrática. Ésta en la que vivimos lo es sobradamente o en esa ilusión vivimos los que disfrutamos de su existencia. Lo que pasa es que el pueblo está en hartazgo, vive en un cabreo casi continuo y el buen pastor no razona ni entra en diálogo con quienes oprime. Crispado, desocupado, indignado, el pueblo se enerva a la menor de las provocaciones.
II
La desafección del pueblo hacia sus gobernantes se muestra aquí muy a las claras en el uso del pinganillo en la Cámara Alta. Los plenarios no se entienden y ahora se van a entender menos. Esperpéntica, patética, kafkiana, grotesca, la historia del pinganillo evidencia el vacío absoluto de nuestra clase política. Estando el patio como está, viendo cómo crece el malestar y sospechando lo malo que es el hecho de que siga creciendo, se entretienen (los polìticos, digo) a entretenerse, en gastar lo que no se tiene (12.ooo euros por sesión) y en abastecer a la ciudadanía de razones para que se les mire con recelo, se les escuche con tedio y se les tenga un respeto cada vez más bajo, rayano en la falta casi absoluta de respeto. Y es malo que un ciudadano no crea en quien le gobierna. Está probado que las sociedades se atrofian cuando dan la espalda a sus gobernantes y se creen (con razón, sin ella) en dueños de su destino en lo universal, en lo doméstico, en todo pequeño rincón de la vasta geografía de sus deseos. Y lo del pinganillo (además) contradice, de entrada, el texto de nuestra Carta Magna. Lo hace en el momento en que traba la normal comunicación entre iguales. El artículo 3 de la Constitución de 1978 reconoce en su apartado primero la oficialidad del castellano en todo el territorio del Estado.
Quizá la Cámara Alta sea un territorio extranjero en el que pueden desoírse normas tan elementales de convivencia como la de usar un idioma común. Entiendo yo poco de modelos de Estado y, visto el panorama, menos quisiera uno entender. Entiendo de afectos, de palabras compartidas y de la música que acompaña esas palabras. Imagino que la distancia entre un parlamentario vasco y uno español, reducidos al campo acústico de un auricular en el oído, es enorme y amenaza con hacerse más enorme todavía. Hay algo de inmoral en poner trabas al sencillo acto de entendernos. Y esa inmoralidad alcanza al pueblo, que se asquea del extravío y pide sin idioma alguno que la razón, esté donde esté, sea liberada y vuelva a cubrir de serena inteligencia y de limpio respeto este país de siempre, el nuestro, el que se dice español a la vera de la bota de Iniesta y que no lo es, en modo alguno, en cientos de otros asuntos de mayor importancia. Oír catalán, gallego o vasco en el Senado es una anomalía fonética. Imagino que habrá catalanes, gallegos y vascos que aplaudan el gesto, pero en la calle, que es una tribuna pública inmejorable para catar el sentir de un país, no hay traductores. Se habla catalán o gallego o vasco porque el que está escuchando lo reclama, lo entiende y lo acepta. Si no miramos a quien tenemos enfrente, si nos importa bien poco con quién estamos hablando, cabe la posibilidad de que tiremos de un idioma imprudente y al vasco le hablemos en inglés y al que nació en Toledo le contemos nuestra vida en bable. Y costando un yescal. Inmoral.
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18.1.11
Dennis Hopper, fotógrafo
Quizá este Dennis Hopper, el que fatigó los moteles de comarcales y los festivales de blues con su cámara en ristre, no sea el guardado en la memoria de la mayoría de los que alcanzaron a apreciar su trabajo, pero leí que era precisamente ése el que él deseaba que perdurase. Esta instantánea se llama Biker couple y era especialmente apreciada por Andy Warhol. Está fechada en 1.961, es decir, antes de Easy Rider y del boom del carisma atormentado del actor, mucho antes de Blue velvet y de su triste travesía por el cine de palomitas, que es en donde hizo la pasta que tanto le gustaba. Aun con todo no es Dennis Hopper el que importa. Imaginamos al fotógrafo detrás de la lente, desmenuzando lo real, vigilando la realidad, registrando el vértigo y la fiebre, considerando la posibilidad de estar contribuyendo a una especie de inventario del caos y también de la belleza. Amo la fotografía que cuenta historias, la que permite hurgar adentro y extraer un hilo, una trama, el discurso de lo posible perdiéndose en el discurso de lo que no lo es. Por eso esta fotografía de Hopper es tan hipnótica. Porque inventa donde no hay. Pura literatura. El amante de los Smiths (o cualquier atento y sensible memorialista de las portadas de los discos) recordará esta foto en un recopilatorio de la banda. Ahí es donde yo la vi por vez primera hace ya muchos años. No sabía que era de Hopper. Saberlo ha sido el regalo de hoy.
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16.1.11
Otra vez Rayuela
Leí Rayuela a trompicones, sospechando que le sobraban páginas o a mí me faltaba talento. Leí Rayuela por estricta recomendación académica. O la leí porque no podía seguir viviendo sin haberlo hecho. En esa edad los riesgos se miden en términos heróicos. El mío fue la monumental historia de Cortázar y todavía hoy me siento en deuda con aquel arrebato épico que me procuró placer como pocos libros han hecho en mi vida lectora. Recuerdo sentirme reconciliado con las letras y también con el mundo, recuerdo (esas cosas ya no me pasan) sentirme un poco mejor persona, más hospitalario, más sensible, más en sintonía con la bondad cósmica, cuando cerré el libro, aspiré aire y miré al infinito por la ventana, turbado todavía por la magia de Cortázar, hechizado, vencido, ganado a la causa del amor a la literatura. Confieso que la volví a leer años después y no sentí ninguna de esas íntimas revelaciones. Pero un secreto y eficaz mecanismo de defensa me impidió razonar las causas de ese déficit de entusiasmo y pasé página.
Esa primera vez la leí de corrido, a la manera clásica: empezar desde el principio y terminar en el famoso capítulo 56. El tablero de dirección ofrece una lectura más lúdica que entonces me pareció fascinante y ahora (veinte años después) me parece un laberinto. Hace mucho tiempo que he negado a mi ocio la lectura de novelas gruesas, espesas: prefiero perderme en breviarios. Será que no tengo el tiempo que tenía antes o será que mis vicios son ahora otros y me cuesta (segundo juramento) afrontar la lectura de mamotretos faraónicos. Ahora ando con Canetti y sus aforismos y estoy disfrutando una enormidad. Asuntos profundos pero embutidos en un formato leve.
Esa primera vez la leí de corrido, a la manera clásica: empezar desde el principio y terminar en el famoso capítulo 56. El tablero de dirección ofrece una lectura más lúdica que entonces me pareció fascinante y ahora (veinte años después) me parece un laberinto. Hace mucho tiempo que he negado a mi ocio la lectura de novelas gruesas, espesas: prefiero perderme en breviarios. Será que no tengo el tiempo que tenía antes o será que mis vicios son ahora otros y me cuesta (segundo juramento) afrontar la lectura de mamotretos faraónicos. Ahora ando con Canetti y sus aforismos y estoy disfrutando una enormidad. Asuntos profundos pero embutidos en un formato leve.
Son ganas de hablar o son ganas de escribir, pero ahora son ganas de leer y acometo (tercera vez) la lectura de Rayuela. Iré a saltos, como quería Don Julio. Iré con la conciencia quemada por las lecturas anteriores: nadie baja dos veces al agua del mismo río, sentenció Heráclito. Ningún libro es el mismo nunca. Ningún verso. Ni siquiera uno lo es. Yo no soy el que era. Ni de cerca. El nuevo lector de esta Rayuela de 2.008 ha visto el 11-S, las tecnologías p2p, la victoria de España en un Mundial, la consagración urbi et orbi de David Bisbal, el abandono de todo tipo de fe en la bondad de las religiones y posee también convicciones de la que antes carecía: ser padre es un acto de responsabilidad fantástico, la educación de los jóvenes es clave en la acometida de una sociedad más justa y ecuánime, menos fanatizada por los idealismos totalitarios, más apasionada por las artes y por la belleza y por todo lo que conlleve algún tipo de apropiamiento cultural. Ser maestro tal vez condicione más cosas de las que uno sospecha en un principio. Supongo que todo eso tendrá alguna influencia en la nueva fascinación. Inevitablemente me acordaré de Rafael Roldán y de Auxiliadora Salido, de Luis Sánchez Corral, que nunca leyó mi página, y de Juan Luengo, de mis años en la Escuela de Magisterio en Córdoba y de los bares en donde, jubiloso, abría mi libro y devoraba peldaños de esa escalera formidable.Ahora no lo leeré en una mesa apartada, frente a algún ventanal, bebiendo café, escribiendo notas en una libretita, fumando distraídamente Chester. Leeré el tocho siendo otro. Siempre se es otro. Diariamente. Guardamos rasgos de lo que fuimos. Nos reservamos la facultad de ser un yo del ayer, uno fiable, reconocible por los demás, pero es falso.
13.1.11
Yo no ardo
El Papa afirma que el purgatorio es un fuego interior. Cauto, sabedor de que un exceso de información aturde a la plebe, no ha añadido que el cielo también lo es. O el infierno. Quizá más extremosamente. El cielo y el infierno son territorios del alma. Uno los va moldeando en vida antes que no corra la sangre por las venas y el corazón deje de latir. El que cree se avitualla de mística y de esperanza y exhibe su convicción de que después de esta vida hay otra. Arguiñano, que es la antítesis gestual del Papa, entre fogones, cortando esto y lo otro, derramando aceites en sartenes y canturreando boleros, dijo que no le apetecía en absoluto pasar la eternidad en el cielo. Lo dijo en boca de un personaje de uno de sus chistes al que de pronto descubrimos entre nubes de algodón, limpio de culpa, liberado de la carga del pecado, brincando entre iguales, saludando con júbilo infantil. El infierno, en cambio, era áspero y era deliciosamente peligroso. Reclamaba el socarrón cocinero vasco (lo de cocinero es un añadido: Arguiñano es un showman total) la bondad de la intriga, la porción de desorden que todos en el fondo del alma deseamos para no aburrirnos en demasía. El cielo tiene que ser soso. La teología, a lo visto en estos arrebatos cartográficos de Su Santidad, está convirtiéndose en una materia de naturaleza voluble, que se acomoda con pasmosa facilidad a lo que los tiempos van exigiendo. Éstos son de relativismo, de confusión, de quebranto moral. Y en ese guiragay blasfemo y nihilista conviene de cuando en cuando sacar a la palestra pública estas topografías del pecado.
El cielo, el infierno y el purgatorio está en el corazón humano. El mío confiesa su absoluta falta de confianza en la necesidad de ser salvado. El infierno en la tierra no es el laicismo salvaje ni el espíritu descreído que parece amenazar los sólidos pilares de la Santa Iglesia. El infierno está en los teletipos de las agencias, en tres encapuchados berreando la paz, en el paro brutal, en la violencia doméstica, en la infracultura que galopa la tdt, en todas esas cosas que se alejan del sentido común, de la inteligencia, de la tolerancia, de un ideal universal de justicia que no tiene nada que ver con creer en un dios o en cinco al tiempo. No está el mundo para creer en el más allá: este acá está huérfano de optimismo. Pero claro, siempre habrá quien sostenga que está mal precisamente porque no se cree en que hay algo más. O que el quebranto extrae del hombre su más íntimo ser religioso. El purgatorio, de momento, a lo dicho por el Papa, no es un lugar: está dentro, es un fuego interior. Yo no ardo. Me consumo aquí en vida, ajeno al fuego interior salvo que esa llama invisible lo sea en un grado tan sutil y exquisito que mi sensibilidad (acunada en otros vicios, sembrada con otros abonos) no la ha traspasado. No me cierro, no me pongo terco en estos asuntos. Si el cielo, al menos, tuviese su intriga, su trama azarosa, pero me temo (hay indicios en los créditos del discurso evangélico) que en ese limpio paraíso sin aristas la vida (la no vida, en fin, como se llame) revestiria pocos encantos. Basta que una cortina de trompetas celestiales me invite con hipnótico ardor al festín de las almas más puras. Yo me dejo convencer con una facilidad pasmosa. En lo que es la metafísica no tengo todavía certidumbres durables.
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7.1.11
Banal, tosco, hueco
El esfuerzo de pensar murió un poco a final del año pasado cuando los tiburones de las compañías se zamparon una pieza pequeña y poco rentable llamada CNN+. La engulleron sin pudor a sabiendas del agujero que iban a dejar en la fauna de un mar proceloso y a veces cainita llamado periodismo. El periodismo televisivo se llama también La Noria. Lo emite el tiburón que se ha zampado al pez y exhibe la distracción zafia de unos cuantos contertulios que se visten de serios y de entendidos y se limitan únicamente a ofrecer banalidad, carnaza visual, toda esa subcultura del esparcimiento que es, a lo que que parece, la que la sociedad requiere y la que santifica los estudios generales de medios. Burda, tosca, la televisión ha representado con absoluto desparpajo algo que sucede a diario en la calle: gana la diversión, pierde la instrucción. Y no es que uno deba sustituir al otro: basta con que convivan y haya en el espacio público (la televisión en cuestión) zonas en donde ambos alimenten a quien quiera hocicar en ellos. A mí en particular me ha dolido que la CNN ya no exista. No porque pasara horas delante de su bucle infinito: lo que verdaderamente lamento es la defunción de las tribunas. Que los oradores (esperemos que no sean charlatanes de feria, embaucadores, agresivos tahúres de barcaza) pierdan la batalla contra los bufones.
La sensibilidad queda un poco herida. Asuntos como este dan cuartel al morbo, alientan la mediocridad, reflejan el sesgo cínico de un mundo irremediablemente abocado a trivializarse sin freno. Una vez que hayamos instaurado del todo el imperio de lo trivial no hay vuelta atrás. No sabremos entender los mensajes elaborados, querremos pan y circo a tutiplén, exigiremos de nuestros gobernantes raciones masivas de cultura de bajo calado. La otra, la cultura de la razón, la del titánico esfuerzo por crear un mundo de ciudadanos libres, capaces, difícilmente manipulables, habrá muerto. Las escuelas no podrán combatir este veneno dulcísimo y gastarán el entusiasmo de los docentes en agotadoras jornadas pedagógicas que tendrán casi un único punto: la creación de una inquietud, la de pensar en libertad, la de buscar la distracción sin renunciar a la reflexión. ¿Para qué queremos ciudadanos reflexivos? Posiblemente para hacer de este mundo un lugar más feliz. Lo que ahora nos venden como bienestar, es decir, ese tropel de canales en la TDT y el universo inagotable de las redes sociales y de la web 2.0, no es nada más que relleno mediático. Hay tanto que no hay matices en lo que se ofrece.
Después de la muerte navideña de la CNN vendrán otras. No se trata de que la televisión llene de sesudos programas de debate en los que intelectuales muy amenos sean contratados para educar al vulgo. Tampoco de renunciar a una cuota razonable de mediocridad o de trivialidad. En lo trivial, en la expresión sencilla de lo más acendradamente popular, también hay dignidad y se puede hacer televisión popular sin caer en la vulgaridad y el impudor. Se trata de que no primen los otros, los banales, los huecos, los que no duran después en la memoria ni forman a quienes los ven. Eso de la formación intelectual no depende sólo de la familia (ay la familia) ni por supuesto de la escuela. Forman los medios. Se desatienden los problemas porque no poseemos el bagaje intelectual para discutirlos o se atienden mal porque hay asuntos que nos exceden y a los que no sabemos poner la semántica precisa, la que explique lo que pensamos y no lo que hemos escuchado en un debate y de pronto parece que es nuestro, que lo hemos pensado y verbalizado nosotros mismos. Así andamos. Confiando en que la televisión eduque y dando al futuro una población alfabetizada, pero carente de perspectiva, interesadamente arrojada a una vía estrecha, muy iluminada, ricamente adornada con golosinas visuales y hueca al final. De una oquedad peligrosa. Y puede que hasta los barómetros ésos de audiencia les den la razón a los tiburones y GH24, el subproducto destinado a cubrir el dial de la CNN, sea rentable. No lo dudo.
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6.1.11
La mitad que falta
La maison en petits cubes, Kunio Kato, 2.008
No sabemos qué va a pasar, pero tampoco sabemos que pasó. Se te cae una pipa al fondo de la memoria y cuando bajas a recuperarla te encuentras contigo mismo. Está también la posibilidad de que uno sea una mitad y al fondo de esa memoria, en el sótano, donde el agua ha invadido los muebles, esté la mitad que falta. Hace tiempo que no veo en doce minutos (ni en cien) una historia de tanta belleza y contada con tanta emoción. O al revés. Que la emoción guía la travesía y se llega a la belleza. Es un regalo de Reyes que no ha pasado por caja. Son los mejores. Busquen el código del youtube y manden el vídeo a sus amigos. Le querrán más. Yo lo encontré aquí, y soy feliz por eso. Ojalá nos regalen belleza siempre.
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3.1.11
Hemos visto mucha televisión
No será, pobres poetas, pésimos inventores, un Apocalipsis espectacular, una gran fiesta con fuegos artificiales místicos y revelaciones trascendentales, en un cielo digitalizado, sino una caída completa en la banalidad, un ocaso de la grandeza, un hundimiento total de la vida en su sentido moral y un eclipse de la inteligencia en las simas de la trivilialidad más absoluta y absorbente, como un programa de televisión eterno.
Juan Francisco Ferré, Providence
Coincido en que el fin del mundo tal y como lo conocemos (oh adorados REM, cómo echo en falta un disco de verdad) será como el que programa Ferré en su novela Providence. Un vaciado de lo que una vez fue noble y hermoso y culto en tarros vulgares en donde merodean las moscas. La forma en que el mundo hará clic y se cerrará en un espasmo cósmico no tiene nada que ver con el cine de Michael Bay: está más en sintonía con los reality show, con Belén Estebán ocupando la portada del suplemento dominical de El País, con el afecto que el capital le tiene a la mediocridad, con el abrazo pervertido con el que algunos medios sellan la fidelidad de los adolescentes y frenan la invasión de abrazos más limpios, con toda esa penosa evidencia de que están vendiendo mierda pero la visten con oropeles, le dan formato digital, la codifican con un carrusel hipnótico de golosinas que, una vez desencriptadas, saboreadas, masticadas y digeradas, son evacuadas con unánime ardor por todos los poros del cuerpo.
El hambre, la guerra, la sed y la peste, los cuatro jinetes del apocalipsis clásico, están al alcance: basta coger el mando a distancia. Hambre de arte, guerra contra la belleza, sed de metáforas (ay qué quemazón dejan dentro) y peste catódica atufando la sala de estar familia, en donde se reune la familia y subscribe el pacto tácito de silencio frente a la pantalla, consumiendo bazofia, dejándo que la intuición y la inteligencia y el asombro se atrofien, entren en un estado entre la catatonia y la estulticia pura y dura. Porque hay que dejar esto claro: la imagen inocula su toxina con pasmosa rapidez, se aloja en el córtex e invade la personalidad entera, dejando a observadores poco combativos, vaciados, complacientes. Y hasta la muerte en los telediarios la patrocina un sponsor. Lo decían Cadillac, un grupo de pop formidable, de los que ya no hacen, en los llorados (ay) ochenta: hemos visto mucha televisión.
1.1.11
Día primero
Comencemos este nuevo año en plan trotskista: la felicidad es un invento comercial. Quizá hace unas decadas, antes de la Segunda Guerra Mundial, fuera simplemente una emoción, un subidón de armonía vital y buen rollo, pero hoy es un placebo publicitario. Se me ocurre que comencemos el año reivindicando la tristeza y el desasosiego como amigos íntimos de la felicidad (precapitalista). La amargura de la lucidez como única compensación de quien desea ser feliz sin mediación del merchandising. Amen.
Ramón Besonías
Ramón Besonías
Yo no he comenzado el año en plan trotskista. Ni siquiera he sentido un subidón distinto al que sentí hace una semana o en pleno agosto. El buen rollo no se si lo practico a entera satisfacción de quien me rodea. Procedo, no obstante, con cautela, con armonía, en la creencia de que vivimos en un mundo complicado y no conviene bajar las armas. Las mías son débiles, las mías son frágiles. Lo que uso para descerrajar todos esos obstáculos provienen casi siempre de los vicios privados a los que encomiendo la felicidad que deseo. La felicidad es un invento comercial: es posible. En este primera mañana de este enero gris en Córdoba, lluvioso, he salido a dar un pequeño paseo y he visto un chino abierto. No celebran año nuevo así que despachan ositos de peluche y pilas alcalinas con el entusiasmo íntegro, con los ojos despejados de sueño, sintiéndose los primeros en la línea de salida del mercado.
La tristeza, el desencanto: quizá valgan esos asideros para arrancar el año con un temple exótico. No tengo resaca: no bebí, no dancé, no hablé hasta por los codos, no fumé por todo lo que no lo haré en días venideros. Triste, desencantado: mirando el futuro como una fuente inmensa de inspiración, quizá. Triste y desencantado se crea mejor, eso lo tengo muy claro. En la alegría, en esa alegría que reclamaba anoche en el vértigo de las felicitaciones a los amigos, el numen está incapacitado. Le llamaré con frecuencia, le pediré instrucciones para escribir. Sé que no voy a dejar de hacerlo. Es la única patria en la que creo, es el único lugar en donde me siento a salvo de las inclemencias del corazón. Sí, el mío late y late con entusiasmo, pero lo acechan lobos. Escribir en este año recién despejado. Escribir como si no lo hubiese hecho jamás antes. El trotskismo de mi amigo Ramón lo dejó para el decenio que viene.
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