"La construcción de muros y
fronteras se ha convertido en una especialidad arquitectónica –y en un
género literario- por sí mismo. La muralla es la exacerbación de la
frontera. Su objetivo es múltiple, no sólo impedir que los de afuera nos
vean –y nos deseen-, sino enturbiar el paisaje y quitarnos la tonta idea
de que quizás los bárbaros al otro lado de la verja no son tan
distintos a nosotros (…) En contra de lo que hubiésemos creído después
de 1989, los muros no han perdido su vigencia, sino que se han
multiplicado. (…) Estas barreras interiores ya no asilan a un país de
otro –tarea fútil-, sino señalan la única frontera que importa en
nuestros días: la que separa a pobres de ricos”
Jorge Volpi
I/ Paisaje
Nada de lo que se ve desde el espacio exterior induce a pensar que en el interior, a ras de tierra, seamos tan bárbaros. Al azul idílico lo violentan sus inquilinos. Lo malogra la creencia de que lo nuestro es apreciablemente mejor que lo ajeno. Que el dios al que nos arrodillamos es el único dios verdadero. Que la tierra que pisamos es nuestra por delegación cósmica o por herencia ancestral. Que la lengua en la que odio y en la que amo es la que me distingue de quienes no la conocen. Que mis inclinaciones deportivas están por encima de cualquiera otra consideración moral. Que mi color de piel me abre puertas cuando hay otros colores que las cierran. Que la cultura que manejo me hace un privilegiado. Que la visa con la que pago mis vicios es la única patria a la que no renunciaría. Encallados en esa rutina orgiástica de principios vitales, vivimos o malvivimos, compramos o vendemos, confortablemente insensibles (como decía la pieza de Roger Waters), levantando fronteras, izando banderas, construyendo búnkers, apilando barricadas, quemando libros, linchando hermanos, inventando guerras, envenenando las palabras. Todo así bien desmadejado, arrumbado, en la grisura de lo enfermo, contaminado, frágil. Al azul idílico lo perturban los mercados. Está el mercado ahí, viril y telúrico, escribiendo la Historia, levantando fronteras, izando banderas, construyendo búnkers. El sueño del Estado del Bienestar (una cosa vaporosa, inasible, quizá metafórica) yace en un código binario, en un línea de texto alojada en un servidor de un compañía de telecomunicaciones. Hemos sustituido los palimpsestos medievales por los discos duros encriptados. Los secretos se guardan en lugares cada vez menos hermosos. Yo, poco o nada inclinado a mirar las catedrales como santuarios ni como templos de verdad y de luz, admiro la belleza que tutelaban. Quizá por eso, por esa filiación estética, penetro en ellas con absoluto fervor, despojado de fe, pero investido de ese profundo amor que se le profesa al arte y al misterio, a la esencia de lo oscuro. Pura metáfora, no crean. El mundo entero, visto desde el limbo cósmico, es una línea de texto, una compleja y cruel, una escasamente defendible. Basta hurgar en las crónicas que la relatan. En las fronteras que la fragmentan. Pero nada (al cabo) más absurdo que los muros de los cementerios: los de afuera no desean entrar y los de adentro no pueden salir. He aquí la sustancia paradójica del alma humana.
II/ Retrato
Viva lo tribal, viva lo viral, viva lo feudal, viva el capital. Lo que ha traído la globalización es esa paradoja inédita. Que convivan (en régimen de conflicto las más de las veces) lo folclórico con lo supradigital, la cesta de mimbre con la onda expansiva de los blogs, la caligrafía esmerada del aprendíz con los barbarismos semióticos del usuario de smartphones, constituye el mérito de una sociedad abocada a corregirse o a mutilarse, a continuar avanzando (sin perder las señas de identidad sino incorporando señas nuevas) y creando, a medida de ese avance, evidencias fiables de que cualquier tiempo pasado fue peor. A pesar de las hambrunas y de las guerras, de los muros que continuamente levantamos para compartimentar nuestro establo, ningún mundo fue mejor que éste. Ninguno tan infame, en su bondad; ninguno al que se le puedan imputar tantos delitos (tantos pecados añadirá quien así lo estime, no yo) y sobre el que se puedan contar (orgullosamente) tantos prodigios. A lo mejor al palestino que se encarama al muro para plantar la bandera de su patria (volada, ninguneada, convertida en argumento de teletipos y en festín de morbosos) no opina de esta manera y cree (en su derecho, alguno habrá) que el mundo está mal hecho, que precisa una voladura controlada (de hecho, bárbaramente, sin mediar el concurso de la razón, la practican como arma) y que solo les queda, ay, la poesía, la metáfora, el dolor convertido en canción de campamento, en crónica gris de ese mapa gris en el que les ha tocado vivir. Malvivir, quise decir. Pero hay muchas palestinas, muchos hombres trepando a un muro, contando la pena que les traspasa. Mi amigo K. sostiene que el verdadero muro está en el interior. Lo levantamos a poco de nacer, sin que lo pensemos, un poco por voluntad del azar y otro poco para defendernos del dolor mismo de haber sido arrojados al mundo. Y no hay otro, le replico. No tenemos otro.
II/ Retrato
Viva lo tribal, viva lo viral, viva lo feudal, viva el capital. Lo que ha traído la globalización es esa paradoja inédita. Que convivan (en régimen de conflicto las más de las veces) lo folclórico con lo supradigital, la cesta de mimbre con la onda expansiva de los blogs, la caligrafía esmerada del aprendíz con los barbarismos semióticos del usuario de smartphones, constituye el mérito de una sociedad abocada a corregirse o a mutilarse, a continuar avanzando (sin perder las señas de identidad sino incorporando señas nuevas) y creando, a medida de ese avance, evidencias fiables de que cualquier tiempo pasado fue peor. A pesar de las hambrunas y de las guerras, de los muros que continuamente levantamos para compartimentar nuestro establo, ningún mundo fue mejor que éste. Ninguno tan infame, en su bondad; ninguno al que se le puedan imputar tantos delitos (tantos pecados añadirá quien así lo estime, no yo) y sobre el que se puedan contar (orgullosamente) tantos prodigios. A lo mejor al palestino que se encarama al muro para plantar la bandera de su patria (volada, ninguneada, convertida en argumento de teletipos y en festín de morbosos) no opina de esta manera y cree (en su derecho, alguno habrá) que el mundo está mal hecho, que precisa una voladura controlada (de hecho, bárbaramente, sin mediar el concurso de la razón, la practican como arma) y que solo les queda, ay, la poesía, la metáfora, el dolor convertido en canción de campamento, en crónica gris de ese mapa gris en el que les ha tocado vivir. Malvivir, quise decir. Pero hay muchas palestinas, muchos hombres trepando a un muro, contando la pena que les traspasa. Mi amigo K. sostiene que el verdadero muro está en el interior. Lo levantamos a poco de nacer, sin que lo pensemos, un poco por voluntad del azar y otro poco para defendernos del dolor mismo de haber sido arrojados al mundo. Y no hay otro, le replico. No tenemos otro.