Es aparecer Yubarta y apartarse los demás de grande que es. Si hace las acrobacias recaba la atención de los eventuales y de los avisados de circenses que son. Yubarta se ha ganado a pulso (pirueta aquí, canto allá) un lugar de prestigio entre las criaturas del vasto océano. No es de presumir, por lo que una vez que ha finalizado sus cabriolas se hunde y no mira atrás. Ahí piensa en qué fue y en qué ha quedado. Yubarta es de un pensar profundo, no crean que es un juego de palabras. Cuando pequeña, fíjense qué equivocadas pueden llegar a estar las palabras, escuchaba historias de antaño. Una antepasada ilustre llegó a tener un tamaño tan descomunal que el descomunal tamaño que gastan ahora parecía ridículo. Sola como estaba, sin nadie que apreciara sus arabescos en el aire o su melifluo cántico, decidió desaparecer en los abismos y no regresar jamás. Yubarta, en las ocasiones en que decide retirarse de la actividad pública y se confina en esas profundidades, ha creído verla en alguna ocasión, pero no la ha agraciado la fortuna. Si emergiera arrasaría costas y reinos. El agua ocuparía la tierra y el cielo se entenebrecería como si fuese el último de los días azules y de las noches negras. Como Yubarta es de buen corazón, reza para que ese antepasado monstruoso no despierte de su soledad prehistórica. Eso de ser una criatura de pensar hondo tiene sus inconvenientes. Querría (sin que ese deseo tenga más tarde consecuencia alguna en la realidad) no haber sido bendecida con los dones de la desmesura. Porque da gusto contemplar su opulenta (majestuosa a veces) elocuencia cetácea: ese brincar grácil, a pesar de lo descomedido de su apariencia: ese armonioso tremolar de la voz como una bandera de agua, sin que canse la melodía o abrume la contundencia de la salmodia. Oh, Yubarta, qué peso terrible a tus espaldas, canta una canción de los mares que los marineros a veces entonan en cubierta al divisar una joroba que corona un risco de agua. Oh, Yubarta, contén la locura de ahí abajo, no dejes que despierte la bestia. En algunos pueblos costeros de Japón, las muchachas casaderas y virgo intacto ruegan en las noches previas al connubio que la bestia siga durmiendo y les permita ser desfloradas en el tálamo nupcial y puedan conocer la ventura de la carne antes de que el mar devaste su casa.
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