Pessoa dijo nacer en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios por, curiosamente, la misma inargumentable razón que animó a sus mayores a abrazarla. No sabe creer, continúa Pessoa. Anoche, cuando el sueño me venció y dejé de escribir, noté que un ánimo renovado me impulsaba a no abandonar cierto estado de extraña creatividad que suele visitarme cuando no tengo ánimo de hospedarla. Hoy, tomando un café en una terraza, mientras observaba la gente ir de un sitio a otro, me sobrevinieron unas líneas de un poema, no más de dos, las que lo abrirían. Lo apunté en el móvil y apuré la taza en la certeza de que de ahí podría más tarde imponer a la realidad (eso decía Borges) mi ocurrencia. Me agrada usar ese sustantivo: ocurrencia. Es de una liviandad que deja claro su poca consistencia. El hecho de que salgan en tromba y las palabras se anuden unas a otras sin que yo pueda a veces darles asiento me parece todavía un milagro, una especie de don que todavía no me ha abandonado. Pensé en qué haría si un día cesara esa voluntad y no tuviera de qué escribir o, caso de que cundiera el empeño, no diese con el modo, con la costura de las palabras. No sé creer en mí, lo cual es una manera estupenda de continuar indagando. No sé si creo en Dios, pero estaría encantado de que su claridad me invadiera y colmara. Acaba el año sin que ninguna epifanía digna de crédito reformase mi incredulidad antigua, pero insisto. No es que desee, no es que haya un plan para acercarme a esa revelación, pero escribir me sirve para conformar la casa en la que ese prodigio (debe serlo) hará entrada y yo le rogaré que no me descuide. Ha sido un año duro. Me envalentoné a escribir una especie de diario y he cumplido a medias. No ha salido un texto al día, eso habría querido yo. No sé qué haré cuando el calendario me diga que ya es enero. Algo se me ocurrirá.
30.12.21
Ramón y Cajal, 63
29.12.21
Dietario 220
Qué delicia perderse en casa. No dar con los cubiertos, no saber dónde dejamos el ebook, si quedan licores en la despensa, si los cuentos de Cleever están en esa balda donde acabas de ver, en una distracción, el libro de haikus de un amigo. Esa fabulosa sensación de que nada nos pertenece y los objetos cumplen una secreta rebelión de la que tú eres el agasajado. La ocurrencia final, cuando el asombro ha dejado paso al pasmo, de que somos intrusos de nuestra propia vida. Que si hacemos escrutinio del corazón no sabremos reconocernos dentro. Que el mapa con el que a tientas avanzamos muta a cada travesía que emprendemos. Que todo es de una imprevisibilidad dulce y gozosa.
28.12.21
Los días de la inocencia
Hay días que gimen volutas de oro. Días con precipitada vocación de delirio. Días emboscados en júbilo. Días disciplinados que transcurren sin estrépito. Días de luz copiosa al borde exacto de un beso. Días de un vértigo caudaloso y de una fiebre dulcísima. Días felices sin efectos secundarios. Días de sangre contada y de sangre besada. Días de semen sinfónico con olor a almendras. Días con letras de bolero. Días para no pensarlos. Días de Let it be tocado con un laúd en un sueño del que no hay después registro alguno. Días de síncopa y clausura. Días que alientan insensatos desatinos. Días favorables para el recogimiento y la transustanciación. Días como una oda de Horacio o un solo de Wes Montgomery. Días a los que el amor ha mojado de saliva ancestral.
27.12.21
Cuerpos y ajedrez
1
Manet expuso El desayuno en la hierba en 1.863 en una sala subalterna, de rango menor en el galerismo parisino de entonces. La estricta moralidad de la época fue lo que animó al pintor a llevarla a cabo. El arte será convulso o no será, escribió en ese mismo París, mucho más tarde, Breton. La idea de que una mujer desnuda, despreocupada y liberal, compartiera una escena con unos señores trajeados no es indiferente a los tiempos en los que ahora vivimos. La militancia feminista, cierta parte de ella, en realidad, censura este tipo de uso del desnudo de la mujer en un mundo de hombres, como cantaba James Brown en sus tiempos.
Dietario 219
Ojalá no hubiese leído La isla del tesoro de Stevenson, escuchado Kind of blue de Miles Davis o visto Perdición de Billy Wilder y pudiera tener a alguien que, sabiendo de ellas, me las recomendase con fervor, como el que le va la vida en que accedas y dediques una parte de tu tiempo para que esa deuda con la belleza o con la inteligencia o con el amor se saldasen. Lo malo de haber leído, escuchado y visto esas tres obras mayores es que no podrás sentir la fascinación novicia, la que te encandiló y ocupó ya para siempre (con lo difícil que es eso) un lugar ahí adentro, donde quiera que las cosas hermosas, inteligentes o amorosas se afincan y permanecen. El hecho de contar a los demás todas esas cosas que nos deslumbraron obedece a un mandato interior del que a veces no es posible sustraerse. Necesitas contar que hay un documental sobre The Beatles que dirige Peter Jackson y ponen en Disney Plus y decir que te lo enchufaste entero y te acostaste a las tantas con una sensación de plenitud que no poseerías, no al menos la misma, si no hubieses tenido a alguien cercano que te inclinó a que le concedieras unas horas de tu vida. De acuerdo que hay que ser selectivo, pero ésas fueron perfectas. También fueron estupendas horas las dedicadas a un libro de Gustavo Martín Garzo llamado Elogio de la fragilidad, que es tan bueno que al acabarlo, movido por un resorte desconocido, volví a abrirlo por el principio. Hay discos que pones en bucle, como si no hubiese más a los que acogerse. Hay películas. Hay libros. Se puede inferir que hay personas que siempre te hacen desear que no se acaben nunca. Lo malo de haberlas conocido o tratado o amado es que no podrás sentir ese deslumbramiento bautismal, pero deja de tener importancia el protocolo de cuándo fue o de cómo sucedió y lo que de verdad se prestigia es que están a tu lado y te confortan y te hacen ser mejor persona. Creo que los buenos libros, los buenos discos, las buenas películas y las buenas personas consiguen precisamente eso: hacer a quien se deja cortejar por su presencia alguien más bueno. No sé bien qué es la bondad, pero no me imagino que tenga dentro nada que haga recelar de ella. Soy afortunado por tanto.
26.12.21
Hawks
Escribió la frase más trascendente que yo haya leído a propósito del cine: «Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: No debes aburrir«. Aplíquese al cine y a cualquier otra manifestación narrativa o vital, que viene a ser lo mismo. Y no aburrió con sus películas. No le importaba el formato, el atrezzo, el modo en que la historia debía contarse. Era contar: arrimar todo el talento y todo el trabajo a la historia. Daba igual de qué fuese. Fue un maestro de la alta comedia, la fabulosa screwball americana, con La fiera de mi niña. Scarface es la piedra capital sobre la que construyó el cine negro. El sueño eterno, la joya de la corona: críptica, alambicada y preciosa, pero no aburre. A Howard Hawks le fascinaba la escritura cinematográfica, el cuento contado sin imágenes y el volcado posterior, apuntalándolo, enriqueciéndolo . Era un narrador, por encima de todo, y cuando terminaba de filmar solía abandonar los aspectos técnicos como el montaje definitivo a otros siempre que no hicieron tambalearse la claridad expositiva o el ritmo trepidante (no hay una sola película de Hawks que sea morosa y parezca enquistarse, encallarse). Gastó la independencia que no tuvieron otros: él se producía las películas. Así hizo Tierra de faraones a pesar de que el negocio del cine le confiaba, como en un cuchicheo, que el cine de época, de pirámides y áspides no era el favorito del público. Todas los géneros son buenos, solía decir. No hizo cine de ciencia-ficción, pero quizá porque los medios técnicos no estaban a la altura de las circunstancias. Murió en 1.977 cuando el género comenzó a tomar altura. Una de mis películas favoritas de Howard Hawks es Me siento rejuvenecer, apoteosis de la inteligencia arrodillada ante el humor. La he visto muchas veces. Y no me siento nunca con la pureza mental suficiente (hace falta eso) para escribir algo sobre ella. Hoy Cesar Rodriguez de Sepúlveda me ha hecho ver una fotografía suya. Y he pensado en Luna nueva y en Solo los ángeles tienen alas y en Río Bravo y en Tener y no tener y en su frase, la del aburrimiento. Nada de eso. Esta noche igual cae alguna.
Los novios ebrios
A la infancia, muchas veces niebla y paraíso, se le afinca sin pudor la adolescencia, que es un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento, con voracidad novicia, y también las del cuerpo, más exigente, incapaz de sobreponerse a la sangre y al tumulto de la carne. Hay en la foto de Carl de Keyzer un regusto maravilloso a felicidad absoluta, a infancia sin cerrar una adolescencia áspera y lírica, despreocupada todavía, traviesa y pura, que hace pensar en que en realidad la foto (falso ese razonamiento) sea un apaño digital, uno de esos trabajos de photoshop, o bien, puestos a hilar fino, una instalación artística. Los novios en una atracción de feria en un paraje desolado, comido por la miseria, escombrado y gris, como recién salido de una guerra, del que no hay nada, salvo ellos, que pueda ser extraíble, domesticado por la lujuria de la vista. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Tampoco hace falta.Está el corazón violentado por el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria. Debería existir una posibilidad de volver allá. No la hay. No porque lo real no llene lo bastante sino por contemplarnos entonces. Por dar un sentido al ahora. No busquen desolación. Es alegría y es esperanza. Los novios en un carrusel de locura. Ebrios de luz y de tiempo. Un pequeño principio de legítima añoranza.
25.12.21
Un escritor empieza de verdad a serlo cuando discute consigo mismo. Yo he llegado al alivio de no contrariarme más de la cuenta.
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Se aburre quien no se conoce.
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Escribo como si no supiese hacer otra cosa.
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Nada triste me es ajeno.
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Ya solo me alienta el desaliento.
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Al alma la sublima el poeta, el teólogo y el vendedor de humo.
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Dar por cerrado un aforismo. Por acabada una vida. Lo que falta es fe en lo que no se ve.
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Se vive mejor cuanto menos se piensa en si se podría vivir mejor.
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No hay aforismo que no contenga su contradicción.
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Hablo de mis éxitos porque aburro con mis fracasos.
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Para un caníbal, la filantropía es una frivolidad.
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El tonto esta infinitamente capacitado para medrar, pero hasta el tonto más ejemplar y carismático está facultado para incurrir en recesos.
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Errar con éxito es asegurar la mediocridad del triunfo.
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24.12.21
Dos cuentos y una canción de Navidad
Dos cuentos y una canción de Navidad
Cada año que pasa, al menos desde que hace casi ocho años mi vida cambió, me hago el firme propósito de resucitar este lugar que tanto significa para mí. Y un año tras otro, fracaso. Por eso necesito que el posteo navideño siga vertebrando lo que queda de este lugar con objeto de insuflarle nueva vida algún día. Cuando ese día llegue será otro es que escriba. Aquel Álex Herrera primigenio se marchó a las islas evanescentes. Pero los cuentos navideños siguen ahí y ahí seguirán mientras pueda teclear y no olvide la contraseña de este blog, como acaba de ocurrir hace unos minutos.
En esta ocasión seremos Emilio y yo los que contemos cuentos al calor de la hoguera mientras apuramos nuestras tazas horteras de reno rellenas de café, cacao o aguardiente. Virtualmente nos miraremos y comenzaremos a leer nuestras historias que darán paso a otras que espero retomar con él en unos días vía telefónica.
Hay dos obras fundacionales que dan sentido a este posteo anual: «Canción de Navidad» de Dickens y «Qué bello es vivir»de Capra. Alrededor de ellas han crecido los casi cincuenta cuentos que hemos contado Mycroft, Emilio, Angèline y yo durante trece años. Para acompañarlos, en esta ocasión, he elegido la canción «Frosty the snowman» en la fabulosa voz de Ella Fitzgerald.
Disfruten de nuestros cuentos y olviden sus problemas durante la noche mágica.
3 VODKAS
UN CUENTO NAVIDEÑO
Por Emilio Calvo de Mora
A Miguel Monteaguado de la Dehesa se le apareció el diablo una noche de farra y le comunicó que le quedaban tres vodkas bien servidos con un par de aceitunas. Se lo tomó a broma, no hizo caso al augur maléfico y cayó de bruces en la barra del bar con un rictus de perplejidad y de arrobo en el rostro. Los amigos a los que les confió la revelación diabólica no daban crédito o lo daban enteramente. Te la estabas buscando, dijo uno. No escarmientas, se veía venir, mira que te cuesta dejarte ayudar, terció otro. Siempre hay dos bandos, uno que acepta y otro que deniega, uno que asiente y otro que rechaza, el mismo viejo juego de siempre, el de acatar o el de desobedecer. A Dios, que bosquejó el bien y vio al mal salir de su costado, le agradó la llegada de Miguel Monteagudo de la Dehesa. Aparte de la afición a cerrar los bares, no tenía nada que recriminársele. Fue un hombre bueno, fue un amigo leal y fue un hijo cariñoso y atento. A falta de encontrar mujer con la que fundar un hogar y una familia, se esmeró en hacer el bien, y en no incurrir en malandanzas, aunque alguna le agradó. Cumplió, a decir de quienes le conocieron, los mandamientos de la iglesia lo más atinadamente que pudo y tenía ganados el afecto y la amistad de sus convecinos, a los que sólo les importunaba que empinara el codo, no porque les molestara o hiciese algo inconveniente, sino por el temor a que una de esas borracheras lo retirara de este perro mundo y Dios, en su infinita paciencia, en su clarividencia cósmica, no le invitase a sentarse junto a Él y lo arrumbase al infierno. Como nadie que haya subido ahí arriba ha bajado después para confiarnos lo que ha visto, no sabemos si el buen hombre vio a Dios o al Diablo, si alguno de ellos lo abrazó con entusiasmo o fue expulsado y vaga en infinita errancia por el arcano éter. Su sacerdote de guardia, al que le abría el corazón en el confesionario y en las últimas horas de la noche, antes de cerrar la barra, en un descuido etílico, refirió que en el fondo Miguel Monteagudo de la Dehesa no era el creyente que todos imaginaban. Tampoco un incrédulo. Nunca en sus muchos años de amistad le escuchó nada que tuviera que ver con santos y con pecadores, con dioses o con demonios. Tuvo, más por la costumbre que otra cosa, la ilusión de que por Navidad su modesta casa de soltero humildísimo se engalanara con los festejos de las fiestas y gastaba con alegría sus buenos cuartos en adornos, en luces, en un árbol que rivalizaba con él en altura y en el que amorosamente arrimaba campanitas, estrellas, lazos, esferas, muérdago y, arriba, como una epifanía gloriosa, la estrella rutilante, a la que miraba con la fruición del incrédulo cuando consiente que la fe lo invada y perturbe. Se esmeraba en el portal de Belén. Compraba la mula más hermosa, el buey más robusto. Le traía al fresco que una tertulia de la radio le envenenara con la noticia de que hasta el Papa Benedicto XVI hubiese afirmado que durante el nacimiento del Niño Jesús no había animales. Ni bueyes, ni mulas. Lo que más le emocionaba era elegir los ángeles. Con qué extasiamiento los alojaba en el tejado, con qué ternura los sacaba de su caja y emplazaba en sus vivíficas alturas, qué blanca la aureola, qué rumor de belleza. Decenas de pastorcillos ocupaban el camino que moría en el pesebre. Cabras, ovejas, patos y hasta algún desgarbado cerdo alegremente arremolinados alrededor de un pozo pequeñito en cuyo brocal se enseñoreaban un par de lustrosas gallinas. Palmeras, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, piedras que parecían de verdad. Un papel de aluminio con su puente de madera arrugada y un papel satinado hacía de río y hasta parecía que fluyera agua. A la Virgen y a San José los miraba con distraído escepticismo y el Niño en el pesebre, la figura más tierna y también la más sencilla, semejaba sonreír, aunque no hubiera manera de que creyese que un pedazo de plástico (quién diría que fuese otra cosa) contuviese el milagro de la risa. De los Tres Reyes Magos en sus sacrificados camellos tenía la vaga sensación de que habían hecho eso antes, muchas veces, pero que aquella era la visita definitiva, la última. Esa idea lo dejaba fascinado. ¿Podría ser verdad? Hubiese jurado que las figuritas le hablaban. Le contaban la historia como de verdad pasó. Quizá no fuese el Diablo quien le visitó, al fin y al cabo.
Puede decirse, dijo Julio Bocanegra, el párroco que lo invitaba sin éxito a que visitara la casa de Dios y se dejara ir, sin prisa que lo urgiera, sin compromiso que lo atara, que no le hizo falta esa debilidad o esa fortaleza humana, la de la fe, ya me entienden. Hasta que acabó con el vodka del pueblo, fue ejemplar su vida, sin que intermediara la voz de Cristo, ni escuchase su llamada. Así que no tengo ni idea de lo que sucede con esas almas sin preocupaciones espirituales que de vez en cuando uno encuentra en el camino. Pensad la cantidad de veces en que tuve ocasión de sonsacarle o la de ocasiones en que una conversación suya o una en la que entrase resuelta y abiertamente incluyera algún detalle religioso o, en muchos casos, muchos juntamente. Sólo ando dándole vueltas estos días a lo último que dijo. No entra en cabeza que de verdad pronunciase esas dos palabras, las últimas, con las que se despedía de su existencia terrena. «Perro mundo. Mira que si la palmo en Navidad». Yo creo que, en boca ajena, no escandaliza, pero el bueno de Miguel no terciaba por ahí, créanme. A ver si, en el fondo, expresó una queja, una debilísima queja. Igual, a su secreta manera, le estaba hablando a Dios, a quién si no, requiriéndole explicaciones, pidiéndole cuentas, qué sé yo. Como si su desafecto a las cosas del espíritu no fuese cosa sola suya, sino que hubiera un defecto afuera. Una especie de indolencia de orden divino. Como si en el momento último de su vida, en ese instante de absoluta sinceridad con uno mismo, quisiera intimar con Él, hacer que le confesara qué habría más adelante, si su apatía religiosa (dejadme que lo exprese así) fuese un obstáculo y no sólo tuviese cerradas las puertas de la vida en la tierra sino que también estuviesen cerradas las del cielo. A lo que yo, en una de esas pruebas de fe que hasta los pastores del Señor tenemos de cuando en cuando, me pregunté si no llevaría razón y todo lo que he ido predicando no será poesía para iniciados, y no Palabra del Señor. Si llevaría Miguel su razón y le bastara vestir su pisito con la providencia de ese fasto estético. Dios, en su infinita dulzura, en su Gracia dulcísima, podría haber preservado a los buenos de corazón, no dejarles que los humanos defectos de la carne los lacerasen con la misma saña que a otros. Cuando pensó Dios cómo sería el mundo y tuvo esos seis días para montarlo todo, debió crear una especie a salvo de las enfermedades, que muriera de pura vejez, pero no forzados por las calamidades, no por tres vodkas que sienten mal, coño, que ya no se frena uno y dice lo que nunca ha dicho, joder. Y prometedme que estas palabras mías no saldrán de aquí. No sé qué pensarían de mí todos esos feligreses que me aprecian y escuchan con atención mis homilías cuando vienen trajeados y bonitos al oficio si supieran que blasfemo en privado, sin orden ni mesura. En fin, dejadme solo, no me encuentro bien. Me voy a meter otro de esos vodkas, a ver si hablo con Miguel en sueños. Mañana tendré que ir a su casa otra vez. No tenía a nadie. La parroquia se hará cargo de todo. Lo dejó escrito, señor comisario. Tengo el papel. Su puño y su letra, se dice así. Perro mundo que le dejó morirse anoche. Tan solo. Tan perdido. ¿Sabe una cosa? Había montones de cajas de Amazon tiradas por el suelo. Un árbol, el pesebre, San José, el Niño… Se hace usted cuenta. Lo curioso es que no había ningún portal de Belén. Le doy vueltas y no me aclaro. Será el vodka. Llevo tres. Es buena esta marca. Tenía varias botellas. Creo que las vaciaré por el desagüe.
EBENEZER
Por Álex Herrera
“Necesitaba hablar con alguien, y todavía me parece increíble que durante una semana no pronunciara una palabra, ni siquiera cantada, ni siquiera a mí mismo”
W. J. Lewis
PRÓLOGO
Hubo un momento en el que sentí la necesidad de ser cruel con ella. Ni siquiera recuerdo qué lo motivó. Tal vez fuera una palabra, quizás un gesto. La cuestión es que comencé a verla como un ser vulgar, inane, prescindible. Mi desdén crecía cada vez que la humillaba en público y ella respondía aferrándose a mí, como un mastín apaleado por su dueño que busca cobijo en quien le ha desposeído de su dignidad. La situación se alargó durante tanto tiempo que tuve que ser yo quien pusiera fin a la relación ante su pasividad. Atrás dejé a una mujer que tal vez algún día amé y a nuestra hija de seis años. No los eché de menos. No sentía afinidad alguna por aquella fábrica de gritos y llantos descontrolados. Por entonces comenzó la época más feliz de mi vida. Felicidad efímera de la que apenas recuerdo nada.
Durante los siete años que siguieron a mi día de la liberación, me guié por instinto. Creé un pequeño negocio junto a un amigo publicista. Aunque no sabía nada sobre publicidad, aprendí deprisa. Poco a poco el negocio fue creciendo. Amparados en mi capacidad organizativa y en el encanto de mi socio, conseguimos atraer clientes que siempre se marchaban satisfechos aunque el servicio recibido fuese a menudo deficiente. De hecho, de todas aquellas campañas, de tantos artículos publicitarios escritos con desgana e insertados en diarios de considerable tirada, de aquellos redundantes anuncios televisivos que grabamos ninguno, absolutamente ninguno, valía el dinero que recibimos por ellos.
Con aquellos ingresos pagaba la manutención de una hija a la que nunca veía. Y no fue porque no intentase entablar relaciones con ella, pero fue imposible. La mirada inquisitiva de mi hija cada vez que nos veíamos amenazaba con desvelar quién era yo realmente. No lo podía permitir, por eso las visitas se fueron espaciando hasta desaparecer. El tiempo extra que aquella decisión me proporcionó lo empleé en disfrutar aún más de mis posibilidades recién adquiridas. Conocí a algunas mujeres. No tantas en realidad. Solo con una llegué a convivir durante dos años. En cuanto sentí que el aire me faltaba, repetí la operación que puse en marcha con mi ex mujer. Para mi sorpresa, esta vez sí recibí insultos e incluso algún bofetón. Lo consideré un error de cálculo y seguí adelante, aunque no sabía hacia dónde ir.
Pasados tres años más vendí mi parte de la empresa. Había conseguido reunir dinero suficiente para tomarme varios años sabáticos. Ya enfrentaría lo que viniese después. Mi socio quedó desolado cuando le comuniqué mi decisión. Esperaba recibir una batería de reproches por mi inmadurez que nunca llegaron. Primero, me aseguró que la empresa se iría a pique sin mí. Después, una vez asimilado que mi decisión era irreversible, tan solo se limitó a desearme suerte con un tono de voz lastimero. Eso fue todo. En cierto modo me sentí decepcionado.
Tres años más tarde volví a ver a mi ex socio y, supongo, ya ex amigo. Recibí su llamada a las cuatro de la madrugada de un miércoles. En un tono sosegado me citó para tomar un café a las diez de la mañana en el bar situado frente a nuestra antigua oficina. Acepté, claro. Ni siquiera me molestó la intempestiva llamada. Tampoco me intrigó. Hacía tiempo que mi ánimo caminaba parejo a mi ahora exhausta cuenta bancaria. Había cometido demasiados excesos no calculados desde que abandoné la empresa. Demasiados viajes, demasiados artilugios electrónicos que amontonaba en una habitación vacía. El dinero comenzó a menguar con tal rapidez que decidí no hacer nada por no agobiarme. Ya me ocuparía de ello más tarde.
Cuando le vi fue como ser testigo del paso de la santa compaña. Caminaba lentamente, como si flotase en el aire. Su pelo estaba descuidado, como lo estaban sus ropas. Su gesto, tan cansado como los días de invierno. Se sentó frente a mí tras mostrarme su mano derecha sin llegar a estrechar la mía.
“Cómo te va”, le pregunté. Esta vez sí me guiaba la curiosidad.
“¿Cómo crees que me va?”
“Supongo que no muy bien”
“Supones bien”
La llegada del camarero disolvió la escarcha que su llegada había disuelto en el ambiente. Pidió un café solo. Secundé su petición.
“¿Ahora te gusta el café”, pregunté.
“Sigue sin gustarme. Solo quiero ponerme a prueba”
No entendí sus palabras, pero no insistí. Hay ocasiones en las que es mejor dejar pasar las cosas. Le contemplé durante unos segundos mientras él trataba de sonreírme sin llegar a conseguirlo.
“¿Y bien, qué querías de mí?”
Tomó un sorbo de su café. Al hacerlo reparé en que de su taza no manaba humo.
“Solo quería verte”, contestó sin levantar la mirada de su café.
“Ya me has visto. Ojalá yo no te hubiese visto en este estado. ¿Qué te ha ocurrido?”
Al decirle esto último me miró fijamente como clavándome en el aire. Una mirada entre la furia y la lástima.
“Tú ex mujer quiere verte, pero no tenía tu nuevo número. Llámala, ella conserva el suyo”
“¿Ya está? ¿Eso es todo? Eres su mensajero”
Al escuchar ésto, se levantó con una velocidad felina que no le suponía en su estado. Volvió a intentar sonreírme, sin conseguirlo nuevamente, y finalizó con una frase hermética: “Ya se verá”.
Enfilo el camino a la salida con un su paso agónico. Al tomar el pomo de la puerta se giró hacia mí y pronunció en un tono patético: “Feliz Navidad”. No contesté.
Decidí quedarme en la mesa un rato más. Mi café también estaba frío. Estuve tentado de llamar al camarero para advertírselo, pero ni siquiera alcé la mano cuando le tuve a dos palmos. En su lugar saqué el teléfono de mi bolsillo y pulsé sobre su nombre.
EL PASADO
Como hago siempre, llegué demasiado pronto a la cita con mi ex mujer. Quedamos en el bar en el que hacíamos planes antes de cometer el error de casarnos. El bar había cambiado de propietario y de decoración. La antigua barra de acero inoxidable, tan incómoda, había sido intercambiada por una elegante barra de madera con las medidas tan proporcionadas que fuese cual fuese la estatura del cliente, siempre resultaba confortable. Las viejas mesas, siempre renqueantes de alguna de sus patas, eran ahora estilosas mesas color caoba con embellecedores de plata mate en sus bordes. Las paredes, antes desnudas, estaban ahora recubiertas de tablones de madera que a su vez mostraban mapas de islas evanescentes. Me sentía tan bien que, pese a lo temprano de la hora, pedí una ginebra con ralladura de limón y un golpe de angostura.
Ella tardó casi media hora en llegar, y cuando lo hizo el local se marchitó a su paso. Esperaba encontrarme con un enigma por descifrar; orgulloso de su misterio, esplendoroso en su complejidad. A cambio, compareció ante mí una mujer amortizada por la vida. Al contrario que mi ex socio, vestía bien. Era su rostro, cansado, las grandes bolsas bajo sus ojos, las arrugas que serpenteaban su frente, la atmósfera de derrota que acompañaba a sus pasos. Al verla me sentí bien. No era la mujer que buscara resarcirse de una humillación mostrando su triunfo ante el tiempo y los obstáculos que aparecieron en su camino. Más bien era la consecuencia del sufrimiento que le infringieron una vez. Me apunté el tanto como una pequeña victoria.
“Hola”, le dije con frialdad calculada.
No respondió.
Ni siquiera me levanté cuando ella llegó. Pensé que el espectáculo que se me ofrecía no merecía el gesto.
“Siento no haberte esperado. Ya he pedido”.
Hice un gesto al camarero que rápidamente se presentó en la mesa. Ella lo alejó con un gesto de sus manos antes de darle tiempo a abrir la boca.
“¿Qué quieres de mí?”, me preguntó.
Ya no recordaba su voz. La misma que una vez me hizo sentir algo que ya había olvidado.
“Me dijeron que me estabas buscando”
“¿Quién?”
“Mi ex socio”
“Tu sentido del humor sigue siendo tan negro como tu alma”
Me sentí confundido ante su respuesta. Víctima de alguna broma absurda.
“¿Eso es todo?”, repliqué. “¿Para eso querías verme?”
“¿Quién quería verte, cabrón? Yo, no”
Me levanté. No tenia porqué aguantar los reproches de una amargada.
“¿No preguntas por nuestra hija?”, me dijo casi con ira.
“Quedamos en que yo te enviaba dinero y tú te encargabas de ese tema”.
“¿Tu hija es un tema? ¡Qué hijo de puta!”
“¿Quieres que me la lleve unos días por Navidad?”, contesté en tono entre ofendido y resignado.
Encaró la puerta del local al escucharme.
“No quiero que te acerques a nosotras, no quiero que me llames y no quiero tu dinero, que por cierto, hace meses que no llega. ¿Sabes cuál sería el regalo perfecto de Navidad para mí? No volver a saber de ti. Te regalaría un billete para Australia si pudiera permitírmelo. Siempre quisiste vivir allí, ¿lo recuerdas?”
Después se marchó. Pagué una ginebra que no llegué a beber y salí afuera para respirar cristales de hielo. Aquella mañana, nevaba.
EL PRESENTE
Aquella noche tuve una pesadilla. Me desperté entre alterado y sorprendido. Hacía años que no tenía ninguna. En realidad, hacia años que no soñaba. Hice un esfuerzo por reunir mentalmente cada fragmento de la pesadilla que pude recordar. Fue un esfuerzo vano. Mi único recuerdo nítido era la imagen fantasmagórica de mi ex socio mirándome a través de una ventana. Su mirada cansada era como la de un padre superado por las travesuras de su hijo.
El ritual de mi desayuno era simple e inalterable. Preparaba una taza de café soluble, me sentaba junto a la ventana y observaba el devenir de la gente circulando por las aceras. No imaginaba sus probables historias ni suponía los motivos por los que caminaban despacio o aprisa. Simplemente los observaba. Solo he convivido con tres mujeres en mi vida, y a las tres les pareció irritante mi costumbre de desayunar solo, mirando a través de una ventana. Tampoco yo sé los motivos que me impulsan a hacerlo. Necesito hacerlo para vertebrar mis días, nada más. Aquella mañana el ritual se rompió. Unos nudillos golpearon la puerta de mi casa. Pensé que se trataría de un error. Al fin y al cabo nadie llama a tu puerta con los nudillos. Al menos nadie lo hace desde que existen los timbres. Los nudillos se estrellaron contra mi puerta una vez más.
Sin abrir, pregunté: ¿Quién es? ¿Qué desea?
Silencio.
Volví a preguntar de modo imperativo: ¿Quién es? ¿Por qué golpea mi puerta?
Una voz tenue, como una trémula flor que abandona la tierra antes de la primavera, contestó:
“Debe abrir la puerta”
“¿Por qué debo hacerlo?”
“No tiene por qué abrirme a mí, pero sí a mi identificación”.
Abrí la puerta con la cadena puesta. Al verme, un tipo alto y grueso, vestido con un abrigo marrón que parecía gris, se encogió de hombros mientras me sonreía mostrándome un carnet blanco en el que destacaba la palabra: Hacienda.
“Qué es lo que quiere”, fue mi pregunta.
“¿Es usted el propietario de este local?”
Me mostró un documento en cuyo encabezado aparecía el nombre de mi antigua agencia.
“Lo fui. ¿Hay algún problema?”
“Ya lo creo que lo hay. ¿Me permite pasar?”
Le franqueé el paso con desgana. Una vez en el salón le contemplé en todo su esplendor. Alto, más gordo que grueso, mal vestido. A pesar de ello transmitía una cierta gracia innata al caminar. Era grácil a pesar de su tamaño. No esperó a que le invitarse a tomar asiento. Lo hizo sin quitarse siquiera el abrigo. Al instante, comenzó a desplegar una batería de papeles sobre la mesa. Después, me hizo un gesto con la cabeza para que me sentase frente a él, como si la casa fuese una de sus posesiones. Obedecí.
“Empecemos”, me sonrió de modo burlón.
“¿Quiere un café?”, le pregunté impelido por las normas básicas de la cortesía.
“Por favor, no perdamos tiempo. Tengo una mañana muy atareada. Su empresa lleva sin declarar ningún tipo de impuesto desde hace once años”.
Escenificó un enfado propio del director de un colegio privado.
“Mal. Muy mal”
“Creo que se trata de un error. Debe hacer once años que abandoné la empresa. Busque a mi ex socio. Él sabrá contestarle”.
“¿Cree que no lo estamos buscando? Lo crea o no somos muy eficientes, pero, de momento, se esconde bien.”
Hizo un chasquido con la lengua y me guiñó un ojo.
“No se preocupe, lo cogeremos. Con un poco de suerte serán compañeros en el mismo penal. Puede que en la misma celda”. Soltó una carcajada idiota.
No entendía nada. Cinco minutos antes tomaba mi café mientras miraba por la ventana a una madre arrastrando de la mano a dos niños.
“No lo entiende, yo no soy el propietario de la agencia. Renuncié a ella hace años.”
“¿Se dio de baja? ¿Cumplimentó el modelo 036?
Hice un gesto de negación con la cabeza.
“No sé qué es eso”
Soltó una breve carcajada forzada.
“Entonces ni hablemos del TA 0521. ¿No es cierto? Su empresa sigue en activo, señor, y usted es responsable del pago de los impuestos que genera.”
“No sé de qué me habla”.
Sacó un papel más de su ajada cartera, escribió algo en un borde y me lo extendió.
“Hablo de que debe pagar una cifra aproximada a la que está leyendo en un plazo inferior o igual a treinta días desde hoy. De lo contrario, tendremos que ser malos”. Volvió a sonreír. Odié esa sonrisa.
Al ver la cifra garabateada en el papel sentí un pequeño mareo. Todo se tambaleaba a mi alrededor a excepción del tipo grande y gordo que me miraba como un cazador satisfecho tras cobrar una pieza.
“No puedo reunir este dinero en treinta días. Necesitaría veinte años”.
Guardo con asombrosa rapidez la batería de papeles que había desplegado sobre la mesa y echó un vistazo a su alrededor.
“Viendo cómo vive necesitaría mucho más que eso”.
Me encontraba aturdido. Busqué una réplica adecuada para aliviar mi situación antes de que aquel tipo se marchara.
“¿Por qué no se pusieron en contacto conmigo antes?”
“Hasta ayer, su delito era fiscal. Le enviamos docenas de cartas que probablemente nunca abrió. Desde hace unas semanas, su delito es penal. Le hubiésemos visitado antes, pero se hubiese perdido el efecto dramático, ¿no cree?” . Hizo una serie de gestos mientras hablaba que a mi ojos le hicieron parecer aún más estúpido.
“No, bromeo. Había otros muchos que visitar antes. Esta ciudad está llena de morosos irresponsables… como usted”. Volvió a guiñarme un ojo.
Al marcharse, cerró la puerta con tal delicadeza que pareció haberla dejado abierta. Me asomé a la ventana para ver cómo se marchaba acera arriba. A su paso los árboles se volvían del mismo color que su traje. Cogí mi taza y continué bebiendo mi café que ahora estaba frío.
EL FUTURO
“Si hay algo peor que el que te traten como una mierda es que, el que lo hace, sienta que es justo tratarte así”.
Escuché esa frase en boca de mi ex socio durante un sueño. Nunca echo siestas, y hubiese sido mejor que no rompiera mi costumbre aquella tarde. Pensándolo bien, ni siquiera tenía sueño. Lo hice porque algo había que hacer.
Era el segundo sueño consecutivo en el que aparecía mi ex socio. No recuerdo el sueño con nitidez. Solo que me decía esa frase sin venir a cuento.
Tenía otras cosas en las que pensar. Por ejemplo, cómo reunir tan fabulosa cantidad de dinero en treinta días. No me llevó más que unos minutos resolver que era imposible hacerlo. Y si existía el modo, ya lo pensaría mañana. Aún tenía treinta días a mi disposición.
Al salir de casa, un tipo vestido de Santa Claus agitaba una campana con poco poder de convocatoria. Los niños lo miraban mientras los padres apretaban el paso arrastrando a sus hijos como fardos. Me situé frente a él y deposité en su plato de metal dorado los primeros cincuenta céntimos que recibía aquel día.
“No es mucho lo que me das”, me dijo.
Aquello me confundió. No solo no era agradecido, además, para cualquier otra persona, hubiese resultado insolente.
“Estoy arruinado. Con esa moneda pierdo una quinta parte de mi presupuesto para hoy. Deberías estar agradecido”.
Se carcajeó sonoramente.
“Gracias, gracias, gracias por esta miserable moneda, señor.”
Su ironía no me hirió. Miré con lástima a alguien que seguramente se encontraba peor que yo, con el agravante de tener que vestir de mamarracho para salvar un día más.
“Y feliz Navidad… señor”
“¿Ya es Navidad?”, le pregunté.
“Esta noche celebraremos el advenimiento de nuestro señor. Un día importante para muchos. Pero intuyo que no para usted”, contestó con solemnidad.
Después se carcajeó de nuevo. Y esta vez, no sé por qué, sí que fue hiriente.
Anocheció con tanta rapidez que algunas luces no tuvieron tiempo de encenderse. Antes de volver a casa decidí pasar por el local donde se situó mi agencia. Sentía curiosidad por saber qué sería ahora. ¿Un MacDonalds? ¿Una cafetería con ínfulas? ¿Una tienda de disfraces? Resultó que seguía siendo mi agencia, ahora adornada con grandes carteles que proclamaban su alquiler o venta disponible. Un local de grandes ventanales de alma gris. Uno de esos lugares que no invitan a franquear su puerta. Miraba mi imagen reflejada en sus cristales de modo autista cuando sonó mi teléfono.
Era mi ex socio.
“Solo te queda una estación”, me dijo sombríamente.
Como no le entendí decidí guardar silencio.
“De veras que lo siento por ti”, finalizó.
Me senté en un banco helado para devolver la llamada. Fue inútil. El teléfono estaba fuera de servicio. No tenía a quién llamar ni nada que hacer. Salvo mi hija, tal vez. Llamé a mi ex mujer con el mismo resultado: fuera de servicio. Comencé a caminar por las calles de modo cada vez más apresurado en dirección a la casa de mi ex mujer. Calles extrañamente vacías. El ambiente navideño, tan bullicioso, se había amortiguado hasta ser devorado por una neblina que se había levantado súbitamente. Tardé cuarenta minutos en llegar a su casa. El portal del edificio resaltaba como si hubiese sido cincelado en la niebla. Pulsé el timbre de portero automático sin obtener respuesta. Retrocedí para observar si su ventana estaba iluminada. Lo estaba, de modo que volví a llamar. Media docena de timbrazos después, me rendí.
Emprendí el retorno a casa por las calles de niebla como un explorador polar se enfrentaría al infinito de nieve. Apenas había comenzado a caminar cuando un taxi, que transitaba cansinamente, paso a mi lado. Alcé la mano. Un minuto más tarde estaba sentado frente a una mampara de plástico endurecido cubierta de pegatinas. Se puso en marcha sin preguntarme dónde quería ir.
“¿Una mala noche?”, me preguntó el taxista.
No contesté.
“Estos días deben vivirse en familia. Y si es con niños, mucho mejor. ¿No cree?”
Mantuve mi silencio.
“¿Tiene hijos?”
“Tengo una hija”, al fin decidí hablar. Aún no sé por qué lo hice.
“¿Es un buen padre?”
“No muy bueno”
“Eso no está bien”, aseveró el taxista mientras gesticulaba ostentosamente con la cabeza.
“¿Sabe que una vez tuve un millón de euros en el banco?”
No sé por qué dije eso. Posiblemente buscaba eludir el tema de mi funesta paternidad. El taxista, sin embargo, lo retomó.
“El dinero no es lo que su hija quiere. Ella necesita su tiempo. Olvídese de juguetes caros. Usted es el mejor regalo de Navidad para ella”.
“Mi ex mujer no piensa igual. Ya es demasiado tarde”, repliqué.
“No lo creo. También tengo hijos a los que no veo todo lo que yo quisiera. Mi ex mujer es dominicana, ¿sabe? Nos separamos hace dos años. Cuando lo hicimos se llevó a mis tres hijos a su país. No fue algo ilegal. Yo lo permití. A cambio, los niños pasan el verano conmigo. Cuando llegan, durante tres meses, aparco el taxi y les dedico cada minuto de mi tiempo. Estoy presente. Entiende, ¿verdad?”
Supongo que su parrafada buscaba conmoverme, pero no lo consiguió. Incluso bostecé con cierto desprecio. Aquel gesto pareció molestarle. Tal vez pensó que había desnudado su alma para un público que prefería mirar a través de la ventanilla cómo la niebla devoraba el mobiliario urbano. El auto se detuvo.
“Aún no le he dicho dónde voy”, dije.
“¡No me importa dónde vaya. Bájese!”, contestó de modo vehemente.
“Siento si le he molestado de algún modo”
“¡Bájese!”, insistió.
Con un gesto de su cabeza señaló hacia su guantera insinuando que extraer su contenido no me convendría. No me resistí y bajé. De nada servía negarse a hacerlo. Cuando el taxi se marchó a toda prisa me detuve a observar dónde estaba, pero no pude localizarme. De modo que comencé a caminar en busca de un punto de referencia que me devolviese a un camino conocido. Caminé durante horas en medio de una noche que parecía no tener fin. Cerca de mi casa, en un contenedor de basura, un desvencijado abeto de plástico compartía espacio con cáscaras de plátano y latas de atún vaciadas. Me detuve para contemplarlo mejor. Le faltaban varias ramas. Las que aún conservaba parecían haber sido limadas para eliminar de ellas cualquier rastro navideño. De las cuatro patas de plástico que le servían como sujeción al desgraciado abeto faltaban dos, con la mala suerte añadida de que eran contiguas de modo que el abeto caía irremediablemente hacia un lado si se erguía y se le negaba un apoyo. Para completar el crimen, su asesino había arrancado el cable de alimentación eléctrica que podría haberle insuflado un hálito de vida. Lo cargué al hombro y le llevé a casa, no sé por qué. Cuando llegué, aún no había amanecido.
Sentado en el sofá, embadurnado aun por el frío de niebla, me negué a pensar en mi situación. No había solución, de modo que no servía de nada preocuparse por lo que ocurriría mañana. Agarré con fuerza la lata de cerveza que acababa de abrir con la intención de que me proporcionase la somnolencia que necesitaba para dormir. Pasaron las horas mientras se amontaban las latas de cerveza frente a mí. A la luz del día, el abeto parecía aún más desposeído de dignidad. Tras un nuevo sorbo me giré para ver cómo la luz trataba de penetrar los cristales de mi ventana. Al fondo, en la calle, los primeros murmullos de niños jugando con sus juguetes nuevos disiparon los últimos restos de niebla.
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