Uno tarda a veces una vida en reponerse de lo malo que le sucede. Cree con ahínco en la injerencia del tiempo, en cómo las días y los trabajos, la rutina y la distancia que da el seguir viviendo, sin duda van a curar el extravío sentimental, el destrozo moral de vivir en tiempos que parecen no ser de uno, sino ajenos, fraguados por otro que no tuvo en consideración nada de lo que yo espero. Pero en ocasiones el tiempo lo único que produce es fatiga, fatiga a la hora de asimilar la imposibilidad de que algo bueno verdaderamente ocurra; produce hastío y hasta ira la constatación brutal del presente, como reza el título (formidable, por otra parte) de una novela que no he leído todavía.
Duele la facilidad extrema con la que nos vamos acostumbrando a vivir con ese dolor en el costado; duele saber sobrellevar la migraña del presente, el caos de lo por venir, toda esa urdimbre invisible de causas y azares que administran el camino por el que discurrimos, llevándonos a territorios fiables, confortables, hechos a nuestra medida, construídos a beneficio exclusivo de nuestro confort, pensados para que no distraigamos la vida sencilla que se nos está ofreciendo por el runrún metafísico, por la mala leche perpetua, por todo esa codicia de bienestar que parece estar escrita a fuego en el alma, que se nos debe por el manso hecho de ser ciudadanos de no sé qué mundo rutilante y hermoso.
Lo leí anoche en una entrevista a no sé quién. Quizá no recuerdo el nombre de quien lo manifestó porque era más importante el mensaje, el texto entresacado, que el nombre o la cara que podemos ponerle. Dijo que había sobrevivido cruzandose de hombros a todo. Dejándose vivir. Lo sostenía con fervor y se advertía una cierta militancia en ese pasotismo ardoroso. Borges, ferviente feligrés de digresiones teológicas, pero de escaso afecto por la divinidad y por la salvación del alma eterna, pedía al Señor cada mañana que le permitiese escalar la cumbre de ese día. Me imagino su voz un poco perruna, dejada y tristona, pidiendo en el zaguán de su finca que se le concediese la dicha de escalar la cumbre del día y de descansar al final de la jornada, feliz y cansado, consciente de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros.
Yo mismo, en fin, considerando la vida tan corta y los placeres tan faltos, he mirado al cielo al salir de mi casa y he creído escucharme entonar una especie de plegaria secreta en la que pido a mi manera, sin empeño casi, como sin prestar atención al vocabulario sino a la música interna del salmo, que el día sea bonancible y que acuda al sueño por la noche feliz y cansado, consciente también de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros. Será que, en el fondo, soy un feligrés más, uno de esos que no comulgan con la práctica, pero que se sienten como en casa manejando palabras como Dios si le borramos a Dios toda adherencia humana, todo vestigio de templo en donde adorarlo, toda evidencia de que aquí en la Tierra se matan los unos contra los otros por hacer valer el Dios que les mira. A mí no me cae ninguno cerca, a ninguno le debo el aire, de ninguno dependo para pertrechar la cumbre de los días, pero está bien la conjetura de uno exista, de que tutele la trama que levantó antaño, en la más remota antigüedad, en el comienzo convulso de los tiempos, en el instante primero cuando todo era inocente.
Duele la facilidad extrema con la que nos vamos acostumbrando a vivir con ese dolor en el costado; duele saber sobrellevar la migraña del presente, el caos de lo por venir, toda esa urdimbre invisible de causas y azares que administran el camino por el que discurrimos, llevándonos a territorios fiables, confortables, hechos a nuestra medida, construídos a beneficio exclusivo de nuestro confort, pensados para que no distraigamos la vida sencilla que se nos está ofreciendo por el runrún metafísico, por la mala leche perpetua, por todo esa codicia de bienestar que parece estar escrita a fuego en el alma, que se nos debe por el manso hecho de ser ciudadanos de no sé qué mundo rutilante y hermoso.
Lo leí anoche en una entrevista a no sé quién. Quizá no recuerdo el nombre de quien lo manifestó porque era más importante el mensaje, el texto entresacado, que el nombre o la cara que podemos ponerle. Dijo que había sobrevivido cruzandose de hombros a todo. Dejándose vivir. Lo sostenía con fervor y se advertía una cierta militancia en ese pasotismo ardoroso. Borges, ferviente feligrés de digresiones teológicas, pero de escaso afecto por la divinidad y por la salvación del alma eterna, pedía al Señor cada mañana que le permitiese escalar la cumbre de ese día. Me imagino su voz un poco perruna, dejada y tristona, pidiendo en el zaguán de su finca que se le concediese la dicha de escalar la cumbre del día y de descansar al final de la jornada, feliz y cansado, consciente de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros.
Yo mismo, en fin, considerando la vida tan corta y los placeres tan faltos, he mirado al cielo al salir de mi casa y he creído escucharme entonar una especie de plegaria secreta en la que pido a mi manera, sin empeño casi, como sin prestar atención al vocabulario sino a la música interna del salmo, que el día sea bonancible y que acuda al sueño por la noche feliz y cansado, consciente también de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros. Será que, en el fondo, soy un feligrés más, uno de esos que no comulgan con la práctica, pero que se sienten como en casa manejando palabras como Dios si le borramos a Dios toda adherencia humana, todo vestigio de templo en donde adorarlo, toda evidencia de que aquí en la Tierra se matan los unos contra los otros por hacer valer el Dios que les mira. A mí no me cae ninguno cerca, a ninguno le debo el aire, de ninguno dependo para pertrechar la cumbre de los días, pero está bien la conjetura de uno exista, de que tutele la trama que levantó antaño, en la más remota antigüedad, en el comienzo convulso de los tiempos, en el instante primero cuando todo era inocente.