25.5.11

No tengo instrucciones

Uno tarda a veces una vida en reponerse de lo malo que le sucede. Cree con ahínco en la injerencia del tiempo, en cómo las días y los trabajos, la rutina y la distancia que da el seguir viviendo, sin duda van a curar el extravío sentimental, el destrozo moral de vivir en tiempos que parecen no ser de uno, sino ajenos, fraguados por otro que no tuvo en consideración nada de lo que yo espero. Pero en ocasiones el tiempo lo único que produce es fatiga, fatiga a la hora de asimilar la imposibilidad de que algo bueno verdaderamente ocurra; produce hastío y hasta ira la constatación brutal del presente, como reza el título (formidable, por otra parte) de una novela que no he leído todavía.

Duele la facilidad extrema con la que nos vamos acostumbrando a vivir con ese dolor en el costado; duele saber sobrellevar la migraña del presente, el caos de lo por venir, toda esa urdimbre invisible de causas y azares que administran el camino por el que discurrimos, llevándonos a territorios fiables, confortables, hechos a nuestra medida, construídos a beneficio exclusivo de nuestro confort, pensados para que no distraigamos la vida sencilla que se nos está ofreciendo por el runrún metafísico, por la mala leche perpetua, por todo esa codicia de bienestar que parece estar escrita a fuego en el alma, que se nos debe por el manso hecho de ser ciudadanos de no sé qué mundo rutilante y hermoso.

Lo leí anoche en una entrevista a no sé quién. Quizá no recuerdo el nombre de quien lo manifestó porque era más importante el mensaje, el texto entresacado, que el nombre o la cara que podemos ponerle. Dijo que había sobrevivido cruzandose de hombros a todo. Dejándose vivir. Lo sostenía con fervor y se advertía una cierta militancia en ese pasotismo ardoroso. Borges, ferviente feligrés de digresiones teológicas, pero de escaso afecto por la divinidad y por la salvación del alma eterna, pedía al Señor cada mañana que le permitiese escalar la cumbre de ese día. Me imagino su voz un poco perruna, dejada y tristona, pidiendo en el zaguán de su finca que se le concediese la dicha de escalar la cumbre del día y de descansar al final de la jornada, feliz y cansado, consciente de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros.

Yo mismo, en fin, considerando la vida tan corta y los placeres tan faltos, he mirado al cielo al salir de mi casa y he creído escucharme entonar una especie de plegaria secreta en la que pido a mi manera, sin empeño casi, como sin prestar atención al vocabulario sino a la música interna del salmo, que el día sea bonancible y que acuda al sueño por la noche feliz y cansado, consciente también de haber asistido a otra jornada de penurias y de milagros. Será que, en el fondo, soy un feligrés más, uno de esos que no comulgan con la práctica, pero que se sienten como en casa manejando palabras como Dios si le borramos a Dios toda adherencia humana, todo vestigio de templo en donde adorarlo, toda evidencia de que aquí en la Tierra se matan los unos contra los otros por hacer valer el Dios que les mira. A mí no me cae ninguno cerca, a ninguno le debo el aire, de ninguno dependo para pertrechar la cumbre de los días, pero está bien la conjetura de uno exista, de que tutele la trama que levantó antaño, en la más remota antigüedad, en el comienzo convulso de los tiempos, en el instante primero cuando todo era inocente.





22.5.11

Una pedagogía del mal

 
Una de las primeras reglas de la política consiste en no dejar que la verdad eclipse una buena historia. Se lo dice un mafioso ya consolidado, con plaza y con mando en las turbias calles de Atlantic City en 1.920, en plena Ley Seca, a otro de más crédulos afectos, incapaz todavía de manejarse con soltura en la retórica y confiado, como joven, en la autoridad de las armas y del arrojo puro. La frase la pillo al vuelo en el capítulo que abre Boardwalk Empire, la serie televisiva urdida por Scorsese y que hoy, al fin, he comenzado a ver. Otra regla principal de la política, de la política ejercida como instrumento de poder y no como servicio, es la censura de todo aquello que se le opone y que aspira, en el fondo, a evidenciar los malos que fragua y el interés bastardo de esos males en su beneficio. Aquí es en donde empiezo a explicar qué entiendo por censura, cómo afectó esa censura mi crecimiento como persona y en qué punto andamos ahora en este mundo nuestro, globalizado, mercantilizado, convertido en un escaparate fantástico....
 
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21.5.11

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 I
Todas las revoluciones tienen un programa político, un slogan y un símbolo que las representa. Las revoluciones azuzan más revoluciones. El perfil del revolucionario casi siempre se aviene al joven desclasado, leído y sensible, amigo de pasquínes y conjurado a derribar las injusticias y sacrificarse sin  vacilación  por el bien mayor por el que lucha.  Lo equivocado de esta revolución del 15-M es que ha sido demasiado rápida. No ha habido un poso de tiempo que la asiente. Lo otro malo es que luego quedará (me temo) en símbolo de montones de cosas que pudieron ser y en símbolo de montones de cosas que lo fueron muy tímidamente, sin el afecto absoluto del pueblo llano, el espectador, el que no se decide a acampar en su barrio y lo observa todo por televisión, convenientemente desaliñado el mensaje, reducido al editorial del medio que la ha programado. Priman sobre los valores los intereses. Gana el beneficio en lugar de la pedagogía. Se instala en la sociedad la necesidad de un progreso económico ciego, pero no se produce un entendimiento de cómo administrar este beneficio. Lo que hacen estos revolucionarios y lo que van a seguir haciendo es hacer ver. Básicamente están enseñando las fracturas. Están diciendo: El sistema falla, hay que reconstruir el sistema. Por eso los partidos políticos se están frotando las manos. Porque, una vez heridos, no les están dando el tiro de gracia. No están siendo brutales en su mensaje. Están diciendo: Hace falta un cambio. Si no cambiamos, nos vamos a morir en un rincón asqueroso. Los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres. En ese plan miserabilista.

II
Es difícil compartimentar la ira. No se puede racionalizar el enfado y darle un texto con el que defenderlo en los foros del mundo. Los indigandos, los revolucionariios, los acampados, Izan al aire banderas bien visibles desde lejos, redactan manifiestos que a veces pasan a la Historia y hasta se agencian (a posta o sin voluntad) mártires que conciten después el espíritu de la rebeldía y representen lo que se hizo y cómo de lejos se llegó. Luego están las revoluciones huecas, las que se reproducen por inercia de otras, las que únicamente obedecen consignas muy modestas y las que jamás involucran del todo a quienes las conducen. En esto de ir en contra de algo lo que se ve primero es el entusiasmo. A partir de ahí, desde ese negociado irrenunciable, usted puede derrocar un gobierno o ni siquiera dejar entrever que desea hacerlo, pero se exige al menos ese punto de júbilo, de ilusión, de que algo grande se está forjando y anda uno debajo, a ras de soflama, en la militancia, en la trinchera.

II
Ahora tenemos trincheras en España. Trincheras semánticas o trincheras fonéticas. Trincheras con libros en la boca. Trincheras que resisten el paso invisible de un mal que sólo se ve desde la trinchera, tal vez, pero que nos están enseñando. Las veíamos afuera y parecían que no nos afectaban. El vecino puede hacer lo que le plazca porque es el otro. Bastante tengo yo con criar a mis hijos, procurarles un futuro digno y no malear mucho el mío propio, parece oírse en la calle. No sé yo bien eso del Estado del Bienestar si no es realmente esto que digo: una felicidad coherente, hueca, satisfecha del logro de unos cuantos derechos y consciente de que, en contrapartida, deben obrarse ciertas obligaciones. Lo que no aparece en ningún prontuario sobre libertad y justicia social, en esos panfletos de democracia moderna que los partidos airean ahora que están de campaña es la necesidad civil de que la población se guarde en la recámara un poco de ira, un poco de fe en la función cívica de la ira y de cómo esa ira, esa rebelión, ese conato de revolución o esa revolución ya sin ambages ni disimulos es capaz de reventar el Estado y reformarlo. Todos aceptamos que hay cosas reformables y que ese Estado, el que ahora se exhibe a pulmón pleno y bien está que al menos uno exista, no es un ente lírico ni completo. Este tipo de vida que llevamos puede ser muchas cosas, pero en modo alguno es un hecho inmutable ni está tutelada por la voluntad de unos pocos reacios a que desaparezca.

III
No creo que los indignados, éstos que se adueñan de las plazas y se mancomunan en pasquínes y en cánticos de salvación, alcancen a entender el precio de esta indigación y supone uno, que no está allí sentado ni ha emitido ningún signo de apoyo a los revolucionarios de forma fehaciente todavía, que volverán después a casa con muchas cosas ganadas. Ganarán pese a que al final terminen perdiendo. Ganan por el hecho de haber fundado un movimiento, uno que explica las cosas sin que en esa explicación medie la injerencia de los partidos políticos o del mercado, perdonen la redundancia. Harán que algunos extraigan consecuencias razonables y reconstruyan en su interior la idea de una democracia que consiente extravíos, desatinos y perversiones que no caben en un modelo civilizado de convivencia. Pero es que no convivimos: estamos en un ecosistema al que le extirparon hace tiempo el corazón y que se ha acostumbrando a funcionar sin que concurse la poesía o el amor al prójimo o la libertad pura y sin retórica. Como siga así voy a parecer un fan de Coelho y no hemos venido aquí a eso.

IV
Estos indignados o acampados o atrincherados,  por el hecho de serlo, de dejar que los medios los nombren así, empiezan perdiendo la batalla en el campo de la semántica. Muchos conflictos se pierden en los titulares de prensa. Viene el mensaje ya viciado por el concurso de las palabras que lo explicitan. Indignados, quizá, pero razonables. Nada de lo que ansían está vacío de sentido. Piden que no existan paraísos fiscales, que se prime el empleo juvenil antes que la vigencia de un mercado laboral ampliado hasta los setenta casi, que se modifique la ley electoral o haya democracia dentro de los partidos políticos, que se grave al que más tiene y no al desposeído, que se arbitren mecanismos éticos para conducir los mercados. Pero antes de todo esto, quizá antes de alzar un documento válido que dé cuentas de lo que realmente reclaman, quizá deberían controlar los movimientos peristálticos de la revuelta. De hecho no pueden impedir que algunos descerebrados campen a sus anchas por la acampada y se hagan el harakiri argumentístico y no sepan qué es la Junta Electoral, a qué bestia mitológica se enfrentan o a qué lugar conduce esta algarada pacífica, cómo no, voluntariosa y germinal como una canción de Dylan en Woodstock. Piden con la boca ancha y piden con el pecho limpioy se les llena la revuelta de espontáneos que no acaban de entender el hilo primero de la trama, el motivo prehistórico, la causa genética. Que es posible, al cabo, que no haya alternativa al capitalismo o que los bancos continúen su idilio con el mercado y sean los que verdaderamente gobiernan el cotarro.Que el jefe es el mercado, sí: un jefe autoritario, uno con una sola idea fija en la mente, vacío de ternura. Un jefe que provoca la crisis, asfixia al asalariado y luego, una vez amainado el temporal, vuelve a sus beneficios y prosigue su idilio salvaje con la pasta.

De lo imposible y de lo necesario


Como si no se tuviese ya una idea clara de qué hacer mañana a pie de urna.

Spanish thing

20.5.11

Ghost in the machine

No sé si la realidad, a fuerza de mirarla muy de cerca, se pixela . Se lo pregunté al oráculo y me indexó un ciento largo de páginas en donde dar rienda suelta a todas mis fantasías cognitivas. He probado un par de ellas y he regresado a mi plácida oscuridad doméstica, desencantado. Un spam en mi correo me confirma la idea de que mi ip ha sido fiscalizada y no hay ahora blog que yo visite que no sea anillado, tabulado y considerado peligro potencial. Infiltrado en la realidad, uno tiene que guardar siempre las apariencias. El temor a ser descubierto. La creencia de que hacemos cosas terribles por las que tenemos que ser castigados. Así que cuando me obceco como sólo yo sé en mirar la realidad muy de cerca y descubrir si se pixela o no (macrobloques muy incómodos que perturban la visión nítida y pristina) procuro que nadie me observe. Anoche creí ver una niña con trenzas que me obsequiaba con una sonrisa, pero no es posible hacerse ilusiones. Hay niñas adoctrinadas que informan con prosa metódica y mucha mala leche de las actividades subversivas. La mía lo es en extremo. No se puede ir por ahí buscando el revés de las cosas, el lado oculto, los pliegues más retirados de la blonda. O se puede, pero bajo riesgo de que una niña con trenzas te sonría y archive en su memoria de delitos ajenos tu indiscreción. Entras en una página de filatelia y un anuncio de porno duro se cuela en tus cookies de modo que pareces un salido. Salidos andamos todos, le dije a mi amigo K. Salidos por interés. Entrado no me veo. Me siguen turbando las mismas viejas causas.

Hay niñas con trenzas por todas partes. Van solas y es casi imposible entablar un diálogo con ellas. No se dejan engolosinar con regalos ni se avienen a juegos ni a chanzas propias de la edad. K. ha observado que no hay vida en sus ojos. Yo no he visto ninguna tan de cerca. K. también se ha puesto tozudo en mirar la realidad muy de cerca. Caso de ver los píxels se confirmarían todas nuestras más terribles sospechas. Que el mundo tal y como lo conocemos ha sido suplantado por una creación infográfica. Hace un par de días encontré un recorte de periódico. Noticias de bolsa. Al cogerlo aprecié el mapa de bits. Códigos binarios como fantasmas agazapados en la máquina. K. me ha asegurado que en una ocasión le asaltó la imágen de un pixel muerto, uno sólido e incandescente, contagiando los píxels circundantes, invitándolos al sacrificio digital.
Desde que vi a la niña con trenzas duermo a saltos. Tampoco me ayuda la alergia, este muro que no permite el paso del aire de afuera. Reforzar la puerta y atrancar las ventanas no ha impedido que a veces imagine que los guardianes de la otra realidad (ignoro cómo llamarlos, espero no tener que averiguarlo, tampoco tengo a mano Walter Bishop) ya están en mi casa y cuidan que no alarme a la población con mis conjeturas. K. tiene desconectado el router. Apenas sale de casa. Atiborrado de libros, disfruta de una porción de realidad sin contaminar, pura como el sueño de los ángeles. No sabe qué cosa el tweeter. Qué el facebook. Vive bien sin la injerencia de la información. Dice que le aturde este abuso. Que le apesadumbra en extremo. Que nada de lo que afuera sucede posee un interés que le distraiga de sí mismo. Encapsulado, acapullado, desintoxicandose poco a poco de todo esa tralla de bits que ha ido acumulando hasta que un día comprendió lo inútil de la travesía. K., recapacita, le digo. Hazte una cuenta en facebook. Tendrás cien amigos en una tarde. Les contarás el ruido que hace tu cerebro cuando lees a Musil.

Yo ahora oigo constelaciones, percibo la trama secreta de Dios en el latido infinitesimal de cada píxel, escucho la música de todos los arcanos del mundo, advierto en la respiración de mi Heráclito, mi perro, levísimos ruidos que parecen engranajes de una maquinaria que no ha ensamblado como diseñaron. Ni ladra como hacía. Se me acerca y me olisquea, cercano, pero hemos perdido la ternura de antaño. Cuando termine de escribir este post, desconectaré mi router. Lo miraré como se miran los objetos vacíos. Pensaré que es un vestigio de un vicio vencido. Un vicio, al vencerse, se convierte en un dolor profundo en el costado. Un vicio, al superarse, desaloja el placer y crea una capa gris de rutina que sólo puede ser retirada con la instalación de un vicio nuevo. 

No seré capaz de apagar el router. Me embeleso viéndolo parpadear. Leds convulsos. La vida también discurre dentro de la máquina. Los fantasmas son familiares: no dan miedo, apenas perturban mi ocio doméstico. Incluso aletean, cómplices, cuando escribo. Me da la impresión de que todo ha sido una congestión digital. Me recupero. Insisto en los mismos precarios placeres. Todo se deja llevar por la misma enfermiza rutina de links. Hace diez años no tenía ni puñetera idea de lo que era un link o un blog o un post. Dentro de diez años no usaré el castellano, a este paso. Transcribiré mis emociones en base a algún código algebraico, ceros y unos. Algoritmos en vez de metáforas. El formato es lo de menos, dice K.Su oráculo es todavía una balda sobre la que descansan los títulos memorables de Castalia. Igual no se está perdiendo nada en ese dar la espalda suyo que a veces me irrita tanto.


18.5.11

Los planes


El buen cine negro, incluso el más turbio, el que mejor se empapa de la mezquindad de lo humano, suele dejar caer pasajes melancólicos, restos de alguna historia de amor. Casi ninguna de esas historias están a la altura de la escritura melodramática de un Douglas Sirk o un William Wyler, pero Raoul Walsh o Howard Hawks registraban el mal puro y el amor puro con absoluta continuidad, sin que advirtiésemos la fractura entre esos dos mundos aparentemente enfrentados. No hay tal apariencia: están abrazados. Uno vive del otro. La hondura del buen cine negro (ahora que he empezado a leer America, la primera parte de la trilogía de Ellroy) está en el abrupto concurso de la pasión para justificar comportamientos crminales. Deme usted una pistola, una mujer y metros de celuloide y le hago una película. Alguien dejó escrito eso. Para amar en una buena historia de cine negro no hay que poner ni un solo gesto galante. Ni siquiera hablar al modo en que lo hacen los enamorados. Él le dice a ella que la ama sin perder de vista la carretera y sin dejar que su mente se ablande ante la evidencia de que ese amor puede estropearle los planes. Son los planes los que importan. Todo lo demás es literatura. Otra vez.

16.5.11

Yo tengo mis propios saltos sinápticos, sr. Hawking



Ojalá el cielo fuese un cuento de hadas. Sostiene Hawking, el eminente, que nada sucede una vez que el cerebro ha dejado de bombear saltos sinápticos. Como el mundo de las fluctuaciones cuánticas me viene ancho como el Kalahari, sólo me detengo a escuchar la música de las palabras. Ignoro si debajo hay un dulce trino de pájaros o notas desafinadas que chirrían alma adentro. Para que yo crea en el más allá o descrea, no preciso ninguna habitación llena de libros seminales, catálogos de ciencia pura como un puñetazo sobre una pompa de jabón. El mundo es frágil y es extraño. Prefiero la forma de entenderlo de David Lynch a la de este sabio absoluto sobre el que poseo un conocimiento demasiado rígido. Me está cansando el buen hombre y ese tintineo suyo de showman cuántico. Quiere poner las cartas sobre la mesa, pero no hay mesa ni hay cartas. Dios, al que busca, no está en una molécula. Tampoco fuera. Quizá está en una metáfora. En todo caso, la historia del tiempo, el Big Bang y los agujeros negros son amenidades de un cerebro con abundancia de saltos sinápticos, un cerebro (pongamos) demasiado irrigado. El mío, ay, está endeble. Se alimenta de frivolidades. Hoy, sin ir más lejos, caminaba por la noche escuchando Foxtrot, el formidable disco de Genesis, y pensé en eso, en las causas primeras del Universo. No sé razonar cómo fui del rock progresivo de una de mis bandas favoritas a los arcanos del cosmos. Ya digo. Saltos sinápticos. De golpe me llegó uno que me dejó a las puertas mismas de la percepción sublime de las cosas. Me duró un segundo. Lo juro. Un segundo.

Hacia otro lado



"Una velada en que todos los presentes estén absolutamente de acuerdo es una velada perdida"

Albert Einstein


15.5.11

El cielo cayó sobre nuestras cabezas


Hace unos días entramos en un vacío digital del que salimos indemnes. Observé mi ánimo con atención y no advertí quebranto relevante. Nada como el día en que perdí un cuadernito de anillas en el que había manuscrito unos sencillos trabajos de amor endecasílabos en la barra de un bar en Córdoba. Todavía hoy pienso en la identidad de quien lo abriese y qué turbación sentiría al atravesar una puerta que no le estaba esperando. Hay puertas siempre abiertas y algunas que no deben abrirse. Así que la repentina interrupción del servicio de la compañía Pyra Labs, la que ofrece a sus clientes la plataforma en la que alojo El espejo de los sueños, sólo me hizo pensar en la posibilidad de una mudanza o en la fragilidad de los soportes a los que confiamos lo que escribimos. Busqué un refugio nuevo y hasta abrí un universo alternativo. Una especie de espejo repetido en el que alojé un breve texto a modo de fundación. Golusmeé en el editor del bicho y vi que, en esencia, no dejaba de ser un hermano bastardo, quizá un poco más sofisticado, del que se ocupa de airear lo que pienso desde hace 1.760 días. Todos esos son los días con sus noches que llevo aquí refugiado. El hecho de hacer balance de ese tiempo me hizo entrar en un maravilloso estado de zozobra espiritual del que no sé si he salido todavía. Pensé en la negación del servicio por mi parte. Yo sería Pyra Labs hackeando mi propio interés estilístico. Yo sería el causante absoluto de que mi pequeño e inofensivo contrato con la compañía de California cesase de inmediato. Yo, al final, sería el dulce suicida, el letraherido que ha decidido, a la vista del descanso impuesto, la prudencia de habilitar un descanso de más hondura.

Indicio de una manera de vivir a la que nos hemos arrojado con quizá excesiva presteza, el cierre inesperado de la rutina de escribir y de poseer un espacio en donde alojar lo escrito hace pensar en la fragilidad del envoltorio, en la importancia que le damos al lugar en donde colgamos (nunca mejor dicho) la ropa que nos ponemos y la escasa relevancia que se le da a la ropa en sí. De mí recuerdo la imagen de escribir en cuadernos de anillas, de los gruesos, en folios blancos que luego metía en carpetas grises o en servilletas de papel en los bares (ay qué placer más clandestino y maravilloso manuscribir en una barra de un bar mientras esperas que el camarero te sirva un café) y guardar con mimo esos papeles. La criba la realizaba muy de tarde en tarde y de ella salía algo que pasaba a máquina. Mi Olivetti Lettera 32 no se fugaba jamás. No le daba por ausentarse por motivos técnicos. Jamás me fallaba. Sé que todo es la manifestación del enfado por lo que sucedió en la Red, pero me sé también asistido por una razón íntima, tal vez no exportable en demasía ni sólida si se la enfrenta con los argumentos de los que defienden (yo me incluyo en ese defensa, sin duda) los alcances de las bitácoras, la certeza de que hay una disciplina tecnológica a nuestro servicio que se ocupa de hacer volar la palabra y que, en el vuelo, no se pierda. Pero el caso es que no hubo vuelo. A pesar del fantástico cielo izado para que el vuelo existiera y festejáramos la noticia del aire.



11.5.11

"Un ovni persigue a un maestro de escuela"


Mal lo del león porque la gente desconfía de los animales en las historias sobrenaturales. La culpa es de los cuentos de Perrault y de los hermanos Grimm. Mal también porque lo vocee un maestro. Está el oficio muy tocado por dentro y por fuera como para que uno del gremio se tire de cabeza a la boca de Iker Jiménez. Mal que no lo registrase. En este mundo de descreídos sólo nos conforta lo que puede volcarse al youtube a beneficio de pánfilos de la metafísica y de frikis de la ufología rústica. Mal al final por la ocurrencia del maestro en acudir a un bar en busca de testigos del prodigio. En los bares casi nunca se concita un universo de espectadores a los que confiar las evidencias más sutiles. Ni siquiera las más burdas. Baste insistir en el hecho de que fue un bar en donde se produjo el avistamiento masivo para que el que escucha eche la atención a otro lado y confirme a sus adentros la naturaleza fantasiosa del relato. Pero la noticia está ahí, en las hemerotecas, y exhibe el protocolo habitual. Hay un lugar de los hechos (Fregenal de la Sierra, provincia de Badajoz), una cronología (junio de 1.976), un primer testigo (el maestro) seguido de otros varios (los clientes del bar), una observación (el platillo parece un león, brama una llamarada fulgurante y se va después de treinta minutos - muchos, a mi parecer - de hipnótica contemplación) y una reacción popular (los integrantes de la corte del milagro explican a los propios y a los ajenos el hecho singular y comienza la comitiva periodística, los sueltos en la prensa y las comidillas en las calles del pueblo). Jiménez del Oso seguro que indagó en el asunto.
Ignoro qué fue del maestro al que un ovni persiguió por los campos. Ni sé si esa circunstancia extraordinaria redujo su prestigio como educador entre la chiquillería del pueblo. Si fue objeto de chanza en los corrillos del patio o si, en la plaza del pueblo, se explayaban las mujeres relatando el avistamiento, inclinando hacia la desmesura y el barroquismo la noticia en sí. No sabemos nada de estas cosas y hasta es posible que nada relevante ocurriese después de la revelación cósmica. Imagino que el maestro saldría con más reparo a los campos y se guardaría de contar avistamientos futuros en prevención de que se le atribuyera alguna sensibilidad de la que carecía o su imagen en la localidad cayese en picado, víctima de la ufología. En veinte minutos salgo a la calle. Iré a mi escuela con el entusiasmo que las mañanas de primavera (alfombradas de pólenes homicidas) suelen, pero evitaré en lo posible mirar al cielo, dejarme sorprender por manchas en las nubes. Y si tal posibilidad acaece, si en un descuido levanto la barbilla y me topo con una nave interestelar acudiré a un notario. El que pille más cerca. Luego que venga Iker Jiménez y alguna marca de postín que desee patrocinar mi hallazgo. No está la cosa para hacer ascos a un extra. Abrimos el miércoles.
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8.5.11

Quiero un flexo manchego



No soy un lector infatigable. Lo primero en que pienso cuando últimamente compro un libro es si excede las quinientas páginas, digamos. Quinientas es un número de páginas considerable. Luego observo sin prisa la letra. Si no está arracimada y embebecida  y  va de la hoja a mi ojo en un plisplás o si, oh cielos con albornoz, oh gran secreto de las dulces nínfas, la letra se ofrece escuálida, poco ampulosa, jibarizada y pobre. Tiene ya uno sus años y el asunto óptico no es el que era, y hasta ahí puedo contar.

Me emperro con frecuencia con un género y me siento como en casa. Soy capaz de hacer de la tundra ártica un refugio cálido para las noches de invierno, bien arropado en la cama, a la luz cómplice de un flexo estupendo que me agencié hace poco en Ikea. Es más: leyendo esas tramas de Mankell o de Nesbo especulo con la posibilidad de que haya una conexión entre el flexo, inadvertido artilugio que hace su trabajo con esmero y no me falla en mitad de un capítulo, y la propia esencia del relato. Si el hecho incontrovertible de que lo sueco, es decir, algún tipo de contenido molecular impepinablemente sueco, tutele mi ingreso en el sueño noche a noche podría crear en mi alma una especial simpatía hacia el país nórdico al modo en que, después de leer a Dickens o a Austen, dos de mis favoritos, en un sillón de orejas, cerca de una chimenea, uno cree que lo inglés, lo más acendradamente anglófilo, se las ha apañado para penetrar en la corriente sanguínea, accedido al pasmado cerebro e instalado allí, a sus anchas, entre saltos sinápticos y neuronas torpedeadas por imágenes de Bin Laden, de la señora que compra el pan en bata todas las mañanas en mi calle y la beatificación, oh ríos hechos de horas, oh dardos con los que el tiempo nos derriba, del prelado polaco.

La minoría de libros que últimamente me atrae suelen ser prontuarios de moral, recopilaciones de aforismos, toda esa literatura de consumo instantáneo que termina en un anaquel muy alto y a la que se vuelve muy de tarde en tarde o en la casi siempre desagradable tarea de meter libros en una caja, cerrarla con un buen rollo y subirla al trastero. A la penosa circunstancia de que me esté alejando del noble placer de la lectura se añade una de orden logístico: no cabe un libro más en casa. Se acumulan todavía con cierto orden, pero amenazan con desbordar la rutina cartesiana en la que reposan y caer de bruces al suelo o comerle sitio al mobiliario. Leí una vez que un escritor (Javier Marías quizá) poseía un piso que hacía las veces de picadero culto. Allí atesoraba montañas de libros. Habitaciones repletas de muebles con lustrosas baldas. Libros apilados en el suelo, atados con cuerdas, expuestos y vivos, convertidos en emperadores domésticos. Como mis finanzas no permiten que posea más piso del que tengo, contemplo ese alarde libresco como una excentricidad para amenizar la charla en un bar de copas con amigos cofrades de este vicio mío.

Alguien me dijo el otro día: Emilio, tienes que leer La catedral del mar. Consentí dar por buena la recomendación, pero no exhibí el entusiasmo que suelo. Pensé, al hilo del exitoso tocho, todo lo que no he leído todavía y debiera. Pensé en Pynchon, que ayer mismo volvió a lanzarme una mirada lastimosa desde la mesa de novedades de la librería de El Corte Inglés. Ven, cómprame, dame una oportunidad. Pensé en Ian McEwan (mi amigo Miguel me cambió su McEwan por mi McCarthy: todo muy escocés) y en Martin Amis, en la última novela de Rafael Reig y en El Quijote. Y entonces se reveló la verdad. Supongo que las ideas importantes, las que uno cree válidas y de las que se vale para comportarse con los otros y ser bueno y noble y digno en este mundo, se producen a modo de chispazos. No se elaboran metódicamente. Yo, que soy caótico en casi todo y no puedo estar quieto más de horas en un sitio, me debo a esos voluntos del alma y en base a esas revelaciones actúo. Como si fuese la magdalena de Proust, pensar en La catedral del mar y en mi aversión a leerlo (sin base teórica fiable, no tengo interés alguno en meterle mano) me condujo a Alonso Quijano y a su Sancho. ¿Cómo voy a leer una intriga catedralicia, un best seller absoluto, uno de esos libros que regalan en el BBVA cuando dejas treinta mil euros a plazo fijo o domicilias allí la nómina, cuando todavía no he leído de cabo a rabo, voluntaria y gozosamente el libro de los libros, el sublime Quijote de Miguel de Cervantes?

Y llevo desde anoche con el libro en la cabeza. Instalado en la fibra más oculta. Anulando de cuajo otras inclinaciones de mi yo ocioso. Estaré esta tarde viendo a Fernando Alonso, quinto en Turquía, qué rutina,  y una parte de mi cabeza estará pensando en Cervantes, en los libros de caballerías, en Dulcinea y en los molinos que no eran gigantes. Veré después a Nadal medirse con Djokovic (una tarde deportiva a lo visto) y esa misma parte de la cabeza continuará sintiendo con dureza la falta grave de mi apetito lector, la mancha de mi cultura clásica, el pecado impronunciable, el delito mayor de quien se jacta de haber sido lector voraz, bulímico y pantagruélico hasta el desmayo óptico. Sí, el hombre con su flexo de Ikea a la vera de la cama. El que ha dedicado más horas a leer y releer a Borges, a Poe y a Cortázar que a hacer footing por la periferia de las ciudades en las que ha vivido o a hacer de manitas en un sótano, haciendo bricolage amateur para que mi señora presuma de marido.Tendré que comprar un flexo manchego a ver si me inocula el amor al Quijote.  (Conste que he escrito flexo. El queso ya está endiosado en mi memoria gustativa.) Estará ahí, en ese fluído místico de luz, en esa extensión voltaica, el hechizo, el ardor repentino, el deslumbramiento que preciso para dejar de buscar cadáveres en la tundra nórdica y perderme con el caballero de la triste figura por los campos de Criptana.

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4.5.11

De qué hablo cuando hablo de Murakami (Primera entrega)



En ocasiones la vida parece una vida de encargo. Obra en silencio la trama o debo decir la convicción de que una trama exista, pero a la vida la gobierna el azar, la administra el azar, la convierte el azar en esto trágico con lo que nos levantamos a diario y en lo que abrimos pecho como si nada pasase, como si fuese en verdad la vida un encargo de otro, una novela. Caso de que la vida sea una novela sería una de Proust o de Faulkner. No sería jamás una novela de Murakami. Tampoco me hace feliz la idea de que la vida sea una novela si se arrima a la idea de novela de Ken Follett o de John Le Carré. Confieso haber leído sus argumentos adictivos, haber entrado y salido de los personajes, sentido el suspense de la historia, pero no miman la palabra. La abandonan, la subordinan al concurso de los acontecimientos. Prefieren el lustre de la intriga, saben los dos que el que lee es un devorador de tramas, una de esas almas descarriadas a las que la vida no les abastece de ardor ni de belleza y terminan (ay) cayendo (yo he caído, yo he sido un devorador de tramas, yo he robado horas al sueño por Follett y Le Carré) en best sellers. Pero sobre todo temo a que la vida termine pareciéndose en demasía a una novela de Murakami. De hecho es de Murakami de quien he venido hoy a escribir. De cómo aburre su escritura y de cómo, aburriendo, no conduce a ningún sitio ni te hace sentir feliz o perplejo o emocionado durante la travesía. Aparte de lento, lo que cuenta Murakami es irrelevante. La vida (razono) no debe ser aburrida y debe conducir diariamente a algo. Debe (además) hacernos sentir felices de vez en cuando, perplejos (eso lo consigue sin esfuerzo) y hasta dejarse llevar por la emoción y ponernos tiernos, sentimentales, frágiles como un haiku de petaĺos. He leído los cuentos del sauce, Tokyo blues, el de Kafka y la del pájaro que da cuerda al mundo y con eso (creo) he tenido bastante. Lo que no comprendo (una de las tantas cosas que no acabo de entender) es la razón por la que existe esa querencia hacia los libros de Murakami. Cómo vende lo que vende. En qué hechizo cayeron los que, abriendo sus novelas, creen estar penetrando en un mundo fantástico, en un país asombroso al modo en que solo la buena literatura es capaz de abastecer a quien lo solicita. Los hechizos son inaprehensibles, no se dejan capturar por lo cartesiano, jamás se aleja del confort del corazón, ahí en donde bombea sus jugos más amorosos. Peor sería, tú lo sabes, oh Miguel, testigo de mi vicio, beber los vientos por Bucay, creer que a la vida podemos curarla con grageas espirituales de saldo, con pastillitas de alegría express, pero eso entra en un post que espera su turno en el editor de mi blog.



3.5.11

Apocalípticos e integrados




 I
Está siendo un mes intenso para los apocalípticos. Los integrados, en cambio, vivimos la mar de felices. A los que custodiamos el bienestar público nos corteja la suerte. No hemos salido todavía de un proceso de beatificación de un Papa cuando se nos casan dos pimpollos británicos a mayor gloria de la música acuática de Handel. O primero fue la boda y luego la cosa pía. No puedo tenerlo claro porque vivo en un alborozo continuo. Me despierto sintonizando el mal en la radio y termino escuchando el último disco de Enrique Iglesias, lo cual demuestra que Dios existe y está al tanto de los quebrantos morales de sus hijos y los mima y les cubre de carantoñas espirituales. El apocalíptico, sin embargo, sintoniza un dial, oye rumbas catalanas y copla, pero en realidad él cree estar escuchando voces del más allá que le confían al oído los términos narrativos del fin del mundo.

II
Hay quien festeja lo que no entiende y duerme sin quebrantos ni fracturas. Quien sencillamente colecciona alegrías y dispone que la suya propia depende de lo intensas y abundantes que sean las ajenas. Quien maneja sin alboroto el drama y escurre la metafísica. Quien se deja vivir y deja que los demás vivan a su antojo. Quien no se solivianta porque Messi esta noche le haga cinco a Casillas ni se inmuta porque Bildu no haya sido bendecida por los jueces o a Bin Laden le hayan borrado de cuajo, en plan comando de play, la condición de fantasma. Quien no ha visto replicantes en una sala oscura ni ha leído versos de Góngora en un risco en el campo. Quien no ha escuchado a Ella Fitzgerald cantar por Porter. Quien ve a Obama y cree estar viendo a un pastor de almas. La mía se descarrió en un verso de Bukowski o en un pub inglés descubriendo a Dios en el fondo de un whisky. Se descarrían las almas como se despeñan los cuerpos. Se cree uno que todo es para siempre, pero llegan los soldados americanos y filman en alta definición la batalla de las batallas, el roto en el corazón de las tinieblas. Sospecho (finalmente) que soy un apocalíptico amateur. Que en cierto modo lo somos todos. Me veo a veces integrado. Pagando facturas. Yendo a la Oficina Tributaria a hacer números. Escuchando las ofertas de ADSL por teléfono hace escasa media hora. Pienso que está bien la incertidumbre. No saber si esta noche será Canaletas o las Cibeles el lugar en donde el pueblo no precisará de un pastor que lo conduzca y abrevará en el agua de la vida por obra de una pelota de cuero que se aloja (a veces absurdamente) en una portería de fútbol.

2.5.11

Descabezando el mal


Hoy apiolaron al que lo arrojó. Poética o no, hubo justicia.

Fergus / Tomado de Doce



¿Quién irá desde ahora en el carro de Fergus
a rasgar la penumbra del recóndito bosque
y bailar en la orilla de las aguas en calma?
Alza, joven, tu frente pelirroja,
y alza, niña, tus párpados serenos,
y no penséis ya más en miedos y esperanzas.

Y no penséis ya más con esquiva mirada
en el misterio amargo del amor;
pues que Fergus gobierna las livianas carretas
y gobierna las sombras de los bosques,
y el blanco pecho del sombrío mar
y todas las errantes estrellas despeinadas.

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1.5.11

Sabato está con Borges


La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse.
                       E.S.



Incluso Sabato precisó de Borges para que yo lo leyera, pero disfruté de ese escritura precisa, rica como pocas, que indagaba en lo existencial, en lo espiritual, en la vida contemplada como lo haría un científico, pero expresada en boca de un obrero de la palabra, uno que la mimó y le dio calidez y un humanismo muy provinciano, como de andar por casa. Se ha ido a los noventa y cuatro años y no parece que en un día en el que el Papa Wojtyla, Mourinho y los Duques de Cambridge copan los noticiarios su muerte vaya a adquirir alguna relevancia. No vende Sabato como no venden los libros. O lo hacen si no hay noticias de más alcance que ofrecer. Es un domingo gris, llovizna, me siento un poco triste por el hecho de que ya no está entre nosotros. En realidad, pasa siempre igual con los muertos ilustres que no conocemos, nunca estuvo. Está El túnel y Sobre héroes y tumbas aquí detrás mía, en un anaquel. Quizá (ahora lo compruebo) cerca de Ficciones, de El aleph. No sé si Ernesto y Jorge Luis se encontrarán en la eternidad y discutirán sin estorbo (como si se hubieran suicidado para comprobar si hay vida más allá de la semiótica) sobre Heráclito o sobre el eterno retorno. Sus cosas, vamos.

Beato, santo



Alcanzo a comprender las razones de quien cree en algo: se cree sin argumentos, se obedece la ciega razón del corazón que recibe el asombro inexplicable de un misterio. Entiendo que la fe mueva montañas y que esta mañana de domingo a la plaza de San Pedro la alfombren miles de creyentes que comparten un credo, un catecismo y se emocionan por la beatificación de uno de los suyos. Creo que a nadie dañan haciendo lo que hacen porque todos, en el fondo, en un ámbito u otro de la vida, practicamos la espiritualidad, la concentramos en un punto y luego la hacemos estallar en una festividad absoluta de los sentidos. Hay en la fe un hilo metafórico admirable que incluso el ateo radical, ese fanático que levanta otra religión al margen de la que critica, aprecia si tiene sensibilidad hacia la poesía o hacia la belleza. Quizá haber leído poesía haga que yo no me haya convertido en un extremista en cuestiones religiosas y exhiba sin pudor mi desconfianza en los mandos eclesiásticos, en los festejos que organizan y en toda la (a mi entender) mecánica puesta en escena de amor a la cruz y al mensaje que inspira. Una cosa es respetar sin doblez a quien verdaderamente profesa la religión que le plazca y otra bien distinta la milicia humana que organiza y distribuye, a placer, considerando los beneficios del reparto, ese bien mayor y abstracto, metafísico y absolutamente legítima que es la fe en la existencia de un Dios allá arriba en el arcano cielo.
Por eso no advierto nada que me emocione en la beatificación de uno de sus próceres en la tierra. Entiendo una vez más (porque soy en mi natural abierto un hombre educado y de escaso afecto por los extremos de las cosas) que hacen bien lo que hoy se congregan en Roma para vivir ese festín cristiano, pero no deja de parecerme un reclamo mediático para izar la derribada imagen de la Iglesia en lo social, en la vida del pueblo, que se aleja de los credos íntimos de su discuro y se acerca (paganamente) a lo meramente folclórico, al devocionario plástico, a las Vírgenes inundando las iglesias y a la subida a los altares del cielo a los Papas bienhechores que ellos mismos patrocinan.




El fuego místico no tiene nada que ver con esta entronización a medio camino entre el show burdo de un concierto de los Jonas Brothers y ese inagotable gentío que se encapsula en un slogan contra el aborto y ocupa las calles. En mi ignorancia teológica (en mi falta de hondura catecumenal, digamos) no sé con certeza los méritos del Papa beatificado, si se ha excluído de ese listado de honores la protección a Maciel a sabiendas de que entre oración y penitencia se beneficiaba carnalmente criaturas prepúberes y amasaba una fortuna enorme encauzada a pagar silencios y a ganar sicarios. Quizá han leído por alto esa parte de la biografía o ésa otra en la que el Papa polaco confraternizaba alegremente con dictadores urbi et orbi. De Videla a Pinochet sin olvidar a Stroessner. Hasta el sanguinario Mugabe está hoy en Roma para el asunto beatífico. A Holanda o a Alemania o a España no puede entrar, pero el Vaticano es un punto singular en los mapas, una cápsula extraña, un reino sin mujeres, un merchandising que ya quisiera Coca-Cola o McDonald's.



Wojtyla fue el Papa Bueno, a decir de quienes lo siguieron, pero hoy no se trata de que sea él mismo el objeto de este acto de masas sino el hecho de que lo sea cualquier otro. En mi ignorancia, en este estado mío de suspensión de la incredulidad, no sé qué es eso de que alguien sea, en estos tiempos de relativismo, de moral disoluta y de capitalismo asalvajado, que hasta las Cajas de Ahorros Episcopales se abisman en fondos de inversión temerarios y en otros agujeros crediticios, digno de ser llamado Santo. No hay ya santidad ni hay beatitud en este mundo: nadie está libre de culpa, nadie escapa al invento cristiano del pecado, nadie puede arrogarse la condición de pío y manso y prócer magnánimo de todas las buenas causas. Siempre hay un desliz ético, un indicio de que se obró egoístamente, de que se dio la espalda a la palabra de Dios o la Constitución, que es un libro más afín a mis cuitas morales que el libro de los libros, con todas sus metáforas, sus historias milagrosas y su sanguinarias y cruentas parábolas. 


«Se han reconocido en él una simpatía arrolladora y una capacidad singular para el acercamiento cálido a los más débiles y a los más desheredados de este mundo. Sabía identificarse con su suerte y convertirse en el defensor indomable de sus derechos»

Monseñor Rouco Varela, hoy en la Tercera de ABC


posdata:

Sí, Rouco, simpatía y capacidad reconocidas, pero no entra en esa reducida pancarta de elogios el silencio hacia el desmán del SIDA, la obstinada, cerril y criminal censura al uso del condón en la suerte de todos esos débiles y desheredados, iletrados y cómplices de cualquier palabra mágica que les extraiga de la pobreza y les prometa (ay, qué chantaje) el inasible cielo, que caen como moscas en las tinieblas de la enfermedad porque su pastor, el que les guía el alma, no condesciende a que sus súbditos morales los usen sin temor a que pierdan el paraíso. 


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El corazón y el pulmón

   No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...