Me encanta la palabra zafonazo: el lenguaje es una máquina implacable de fotografiar la realidad y exhibir fogonazos de vida, sutiles congruencias entre lo semántico y lo patético. Leí La sombra del viento antes de que las ventas la encumbraran al olimpo de los libros totémicos de esta sociedad ágrafa, pero consumista, que ve en la literatura comprada un objeto de normalización democrática. La leí en muy pocos días: nada sorprendente. La historia de Ruiz Zafón absorbe, conmueve, se afilia al género novelístico decimonónico en su más pura y quintaesenciada definición. La sombra del viento es, ante todo, una historia conveniente para estos tiempos de retórica y de deconstrucción, de instalaciones artísticas que sacuden la cordura del que observa y libros donde se privilegia el rupturismo o la fuga de la norma sobre la calidad de lo narrado. Por eso Ruiz Zafón está en ese estadio superior. O el inefable Ken Follett, que exprime Los pilares de la tierra (que también leí en pocos días, a pesar de la robusta contundencia de sus páginas) y se saca de la manga medieval Un mundo sin fin, que creo que no voy a leer, aunque todo depende de los voluntos a los que uno somete su ración de letras.
Vuelta al zafonazo: El juego del ángel es la jugada maestra absoluta de un creador en estado de gracia (sea esto lo que tenga que ser, y no me refiero a literatura) y de una editorial en permanente estado de shock, que ha visto en la historia de los libros perdidos y de los novelistas amateurs un filón potteriano de incalculables consecuencias pecuniarias. Ahí están las decenas de ediciones, los millones de volúmenes vendidos, los viajes de Ruiz Zafón por universidades de todo el mundo (según confiesa en alguna de las centenares de entrevistas que ha colado para promocionar el tocho) y la ubicuidad de la obra de marras, que está en todos sitios.
Mi conciencia, en materia de compra de libros, está tranquila: he acudido a un stand pequeñito que Pipo, el librero de Lucena por antonomasia, ha colocado en la Biblioteca Municipal y he gastado tres euros y pico en un librito formidable de José Antonio Marina. Se llama La inteligencia fracasada. Empiezo esta tarde a meterle mano. Los libros de Marina no se venden como los de Zafón, pero calan más hondo. Marina y María de la Válgoma ya contaron en La magia de leer que los libros presienten al lector y lo llaman de alguna secreta forma que no incomodaría a Borges. Los libros, sean de Harry Potter, de Stephen King o de Jorge Bucay (ay) ejercen su magia y el lector eventual, al que las enseñanzas regladas han disuadido de leer por arte y provecho de unos planes de estudio absurdos y criminales, acude a las páginas con fervor íntimo, consciente del placer que le espera.
Si el lector voraz consume literatura de segundo rango, serie B, pulp letters, nada hay con lo que estorbar su placer y nuestra extrañeza. Abruma que un escritor (Zafón) monte un tinglado tan pantagruélico para publicitar su último trabajo, pero ese aturdimiento es grato por tratarse de un libro y no de una película, que se aviene ya a rutinas cuando toca desplegar campañas publicitarias mastodónticas.
La zafonada es un hecho incuestionable: vi a un ama de casa con el libro bajo el brazo, junto a la talega del pan, cerca de mi casa. Ahí advertí el poder infinito de la persuasión del márketing. Importa escasamente que el ama de casa con la talega del pan lea o no la historia de El juego del ángel: de lo que se trata es de que el libro se convierta en un objeto de consumo igual que un coche, un perfume o una marca de móviles. Ese es el paso primero a partir del cual podremos disponer todos los demás. Al final del túnel de la analfebetización en materia literaria(se compra más que se lee, se escribe más que se lee) se verá la luz del prodigio, el milagro fortuito (qué va a ser, si no ) de que una historia bien contada (la de Zafón lo está) arrase en las estanterías de España. Y son letras: unas cosidas a otras. Absténgase el curioso lector de este blog pensar que dentro de esta clasificación generosa está Dan Brown, por favor. Ese nombre es una marca registrada, un procesador de texto diseñado para engolosinar a incautos.