Hay cosas que ocurren que desalojan la posibilidad de análisis. Bush no va al congreso republicano porque el huracán que asoma por el Caribe y que amenaza New Orleans puede aupársele a las barbas y desmontar el tinglado electoral. Estas cosas pasan en las convenciones yankis. Ahora los candidatos olvidan la trifulca de los votos y arriman el hombro en las calles. No conozco político que no se pringue en el trato humano. Da rubor ver a algunos enmarañados de gente, repartiendo sonrisas y exhibiendo el buenrollismo ideal para que, al menos, a ese público no se le crucen los cables y les enfanguen las perspectivas de voto. Sin rebajarnos a los tejemanejes de la política americana, de la que soy un absoluto ignorante, la impertinencia de los huracanes puede hasta volcar una campaña. Es la hora de los equipos de márketing. La contrafigura de la felicidad en términos de democracia viene en forma de incontigencia atmosférica. Parece, en el fondo, el argumento de cualquier película. El cine rastrea la realidad hasta encontrar el filón cómplice, el que lo eleva a la dimensión del arte o lo entrega (no digamos rebaja) a la condición de negocio, pero en ocasiones es la realidad la que parece una ficción cinematográfica. Ya que a todo le saca Hollywood beneficio narrativo, habrá en este cataclismo vaticinado (esperemos que algún dios caprichoso y rudimentario sople y lo devuelva al mar, en fin, quede aquí mi inocencia bien plasmada) suficiente material como para montar un blockbuster al uso o un docudrama, una de esas historias de fuste en las que el espíritu filantrópico, a lo Capra, aborda la miseria humana y la inviste de dignidad de modo que el espectador, que es la quintaesencia del votante, sale robustecido de moral, inflamado de patria, íntimamente convencido de la bondad de la naturaleza humana.
Obama y McCain, o al revés, si el amable lector así lo considera, están reescribiendo los discursos, la galerada de sentencias. Idílicamente, claro. Lo normal es que algún gabinete de prensa, algún caterva de genios de la prosa incendiaria, se los preparen para que ellos, actores portentosos, declamen y levantan las pasiones que suelen. Sólo hay que ver la convención demócrata, la que ha corroborado el nombramiento de Obama como presidenciable. Es un espectáculo de una sofisticación tan inmensa que las citas de ZP y de Rajoy con sus fieles en plazas de toros y en pabellones deportivos son algaradas infantiles, reuniones de amigos alrededor del líder que los conduce al maná y a la suprema dicha del voto. La oratoria de estos días se contagiará de humanismo, rebajará la acritud habitual y orillará la sentimentalidad, el flanco emocional, que es al que se apela cuando un político desbroza su arenga desde el púlpito que le han edificado. Hasta es posible que la inclemencia de Gustav, el huracán que ahora remueve la dictadura de Castro y su ya fragilísima población, saque de los contendientes su más eficiente perfil, el más poético tal vez. Estas cosas sólo pasan en los Estados Unidos. Y en dos años, en tres, a lo sumo, película para Navidades. Calidad en el elenco hay como para bordar la fábula. Mientras no dirija Michael Bay, yo me pensaría pagar el peaje cultural de la entrada.