31.1.20
Una fotografía antigua
De pronto ves en un archivo del ordenador una fotografía que tomaste hace mucho tiempo. Podrías encontrar la fecha, pero no es el tiempo que ha pasado el que ahora te importa. Piensas en qué impulsó a hacerla, qué vínculo hubo y también si ahora te subyuga y fascina igual que entonces. No encuentras una respuesta, no se precisa quizá. Concurren algunas, acuden por la inercia, pero ninguna satisface la resolución de esa tal vez irrelevante intriga. Como no aparecen personas, ninguna que te distraiga o haga que fantasees con la posibilidad de adjudicarle una biografía, te centras en el paisaje. Hay veces en que esas son las fotografías que más te agradan, las que burlan la necesidad de que haya gente dentro. Encuentras mucho más placer cuando enfocas una flor entre unas ramas o un cielo que amenaza con venirse abajo y vaciarse que en el registro de un rostro que se ensimisma o de una algarabía de personas en la boca de un metro. De algún modo caes en la cuenta de que existen para ti. El mar en su vastedad inasible, las manzanas ocupadas en no caerse de un frutero o una ventana de forja triste y herrumbrada en una casa son piezas de una trama enteramente tuya. Están cuando las abarcas con la cámara y desaparecen cuando las capturas y te alejas. Las dejas allí a sabiendas de que no volverán a exhibir la misma compostura. Serán otras cuando regreses. El mar estará brumoso, la casa habrá sido derribada y las manzanas se habrán convertido en naranjas. Es esa la paradoja: todo es frágil y todo es eventual. De ahí la importancia de levantar esa especie de noble acta gráfica que se levanta al accionar el clic. Da igual cuál fuese la fotografía que encontré. Si era una muñeca abandonada en el suelo (tendría los ojos salidos de sus cuencas y el pelo alborotado como si se hubiese zarandeado su cuerpecito desde él y luego alguien no la hubiera arrojado lejos) o un banco de un parque en el que alguien hubiera dejado un periódico al que nadie hizo más tarde aprecio. Los objetos también tienen su biografía. Solo hace falta estar alerta, abrirse ante ellos. Permitir que el objeto nos interrogue y haga aflorar su historia. La tenemos nosotros. En algún momento nos la confió y vuelve de vez en cuando a que se la contemos.
30.1.20
29.1.20
El cielo no es un cuento de hadas
“¿No basta con ver que un jardín es hermoso sin necesidad de creer que hay hadas entre el follaje?”
Douglas Adams
No basta con la belleza, con su halo de esplendor. Uno desearía contar con las hadas. La parte invisible, a pesar del materialismo (histórico o filosófico) y de la prospección científica y cartesiana, informa a veces más que el tinglado visible. Deben estar debajo las hadas. Hacen su oficio espiritual para quien disponga de sensibilidad para escucharlas. Toda la literatura, incluso la más vinculada a la realidad, depende de ellas. Dios depende de ellas. La idea de que no todo está a la vista conforta, aunque sea en un plano metafórico o simbólico, pero son las metáforas y los símbolos lo que nos alimenta y, en cierto modo, curte. Somos tristes pasajeros en una travesía ciega si cancelamos la credulidad. Tristes y ciegos también. Hay una porción de realidad que no es posible aprehender con los instrumentos de los sentidos. No la resuelve la vista, ni el oído. No es algo que veamos ni que se oiga. Tal vez ver u oír no alcance a descifrar lo visto ni tampoco lo oído. Son otras las herramientas del conocimiento; otras, las del escrutinio de la belleza. La misma poesía es un asunto mágico en el que pululan seres etéreos, que no pueden asignarse a ninguna disciplina de la ciencia. Toda ella anhela lo inefable.
Stephen Hawking dejó escrito que el cielo es un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte. La religión entera es un bálsamo. A lo que hace frente la religión, faliblemente, es a la oscuridad. A Hans Christian Andersen le parecía que la vida de cada hombre es un cuento de hadas escrito por Dios. En realidad somos las únicas criaturas que poseen el don de la narración. El problema fue (sigue siendo) qué contar. Si bastaba la transcripción de los hechos tal cual se expresan frente a nosotros o si, por el contrario, merecía la pena hurgar, conferirles un rango mágico y tratar de explicar a través de esa impostura (la de la magia, la de los mitos y las leyendas, la de la religión, la de Dios) el mundo en el que vivimos, la vida que se nos confió sin que sepamos su propósito ni tengamos (he ahí el verdadero trasunto de todo) gobierno sobre ella. No creo a Hawking, muy matemático. Ni a Andersen, poco o nada matemático. Ni lo sagrado, ni lo secular. Los dos tienen vocaciones distintas y su cometido es distinto también. El asiento moral podría ser la decantación pensada de ambas. Podemos creer en las hadas, aunque sepamos que ninguna vendrá a confirmarnos su alada existencia. Su roce, aun invisible, quema. El alma comparece después: se la reclama para que aspire el calor de las historias, las palabras del fuego.
Debajo de las palabras está el asombro, la bendita capacidad de dejarnos fascinar. No hay fascinación sin que intermedie el asombro. Hay prodigios velados al que no está atento; también prodigios forzados (y hasta patéticos y ridiculice) que entusiasman al observador poco preparado. Se aprecia más el embeleso de las historias cuanto más se aparta uno de ellas. No me creo que el mar se abriera en dos y cruzara el pueblo elegido, pero entiendo la función de esa ficción maravillosa y su verdad simbólica y pura. El asombro es saludable, sentenció Chesterton, muy de hadas también, muy cultivado en todas las literaturas heroicas de sus ancestros. Los cuentos (los infantiles con más hondura) colman y sacian, pero no todo lo contado debe ser aceptado. Hay reglas. No se esas reglas: estamos al tanto de ellas sin que se nos expliquen. Lo que no se sabe, se inventa, eso lo sabemos. La primera actividad poética proviene de la fantasía. Creamos para eludir la realidad (que no siempre dominamos) y para concebir una realidad terapéutica y crítica, nuestra, confeccionada con nuestros deseos, habilitada para resolver las incógnitas que no podemos despejar en la realidad constatable y pública (lo dijo Bettelheim en su todavía vigente Psicología de los cuentos de hadas). Así que hay árboles que hablan y seres diminutos que viven debajo de la cama. El niño, al jugar, es adulto. Hace cosas de adulto, pero expresadas con instrumentos adultos. Puestos a cruzar edades, el adulto que ha dejado de jugar necesita ese mismo alimento espiritual, ese despojarse de las trabas de lo real y adentrarse en la fantasía de lo fabulado. De ahí que prefiera creer en Dios y fundar religiones. Así se otorga la función del demiurgo y construye un credo y una trama celestial. El cielo es el que conmuta la presencia terrible del miedo. Al miedo se le levantan infinitos muros. Unos rudimentarios y débiles; otros, recios, capaces de frenar la brusca irrupción de lo desconocido; todos conjurados a hacer más llevadera la vida, en definitiva.
Richard Hawking, otro descreído, pedía que no se educara a los niños con dioses y cuentos de hadas. Razonaba que esa pedagogía los distraía de un cometido vital más limpio de engaños. Es posible que haya una maquinación cultural (histórica, social, uno de esos constructos intelectuales) y también que el creacionismo sea una teoría burda y falaz y hasta infantil, pero convendría aplacar cualquier exceso moral, sea laico o sacro. Los dioses de las mitologías nos narran verdades hermosas, con absoluta independencia de que puedan tasarse y adjudicarles un peso cartesiano. Las hadas son efluvios dulces de esa verdad metaforizada. Esa legitimidad de la verdad no hace que se tambalee el crecimiento sano de un niño, ni el lugar en el mundo de un adulto. En todo caso, contribuyen a que el tránsito por la vida no flaquee y se permita (déjenme el atrevimiento) creer en lo que no se puede registrar. Qué hermoso es lo invisible, cómo nos tutela y conforta y abraza, con qué sabiduría nos guía entre las llamas de la incertidumbre. Porque la incertidumbre está ahí, a poco que uno observa. No sabemos nada, no tenemos nada. Educar en la presencia de lo invisible es difícil. Podemos incurrir en errores. Incurrimos en ellos se plantee la educación desde donde se desee. Prefiero a Tolkien que a Darwin. El escritor ilumina los senderos; Darwin los explica. Quiero saber de qué están hechos, pero no me priven del placer de recorrerlos, aunque me guíe mi ignorancia. Luego está la superstición, el volcado en crudo, sin matizar, sin darle cuerpo ni pulirlo. El cerebro no es solo un maravilloso computadora con fecha de finiquito para sus componentes. Da lo mismo que ese aserto difundido por ateos insignes sea cierto en el fondo y no haya más allá ni derecha del Padre ni hadas en los jardines. Lo trascendente es que somos eternos mientras la maquinaria funcione. Que dependamos de dioses y de hadas no deja de ser una línea de texto en la brumosa trama que se nos entregó al ingresar en este mundo. En él estamos invariablemente todos. Los que creen, los que no. Se puede creer a ratos. Habrá veces en que la credulidad sea un cuerpo vivo y dulce y otras, las más, hablo en primera y dolorosa primera persona, sea un lastre o un obstáculo. La oscuridad se cierne de continuo. Es la luz a la que aspiramos. Ese es el anhelo irrenunciable.
Vuelvo a Borges, cuándo no: dijo que la religión es una rama de la literatura fantástica, tal vez la más distinguida. Leemos las palabras de Dios para entender las palabras del hombre. Que uno invierta los términos y sean las palabras humanas las que manuscriban las de Dios es el asunto de toda la filosofía, la intriga narrativa de todo el largo y tortuoso y hermoso periplo vital. No he visto gente de fe que no haya admirado, a la que no dispense sentida envidia. Que traspase y cuaje dentro no siempre cuenta con el concurso de la voluntad. También he visto creyentes con la peregrina convicción de que todos los que no creemos a ciegas estamos perdidos. No hay tal desvarío ni la flaqueza del espíritu malogra que seamos íntimamente felices. Al final es ese el verdadero asunto: la búsqueda afanosa de la felicidad. No es otra cosa la anhelada. Dejemos que Alicia abra la puerta.
Un sueño de anoche
Las máquinas de coser Sigma en las confusas horas de la hambruna con Franco presidían salones pobres y pulcros. Retrato del padre que murió en el frente. Una virgen cosida a rezos. Una radio Telefunken de cuplé, doctrina, rosario y goles que amenizaba las infinitas tardes de domingo en los inviernos.
26.1.20
25.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 19 / Gregor Samsa
Lo verdaderamente doloroso en la historia del oficinista Samsa no es tal vez que amanezca transformado en un bicho, no sabemos con seguridad si insecto u otra cosa, tampoco las causas de la metamorfosis, sino el hecho de que esa circunstancia trastoque su rutina y falte al trabajo. Hay una certeza imborrable: la de asistir a la claudicación de un individuo (ataviado con la misma humana fragilidad que detenta cualquier otro) y la construcción (brusca) de una criatura patética y repulsiva, con la que se presenta en la narración y que la condiciona enteramente. Borrados los rasgos humanos o arrumbados a un confinamiento remoto de su cabeza, el monstruoso Gregor Samsa reclama humanidad a los suyos, pero no la consigue, lo cual refuerza la suya propia, incluso vestida de horror, manifestada en la tristeza de los ojos, quizá no hubiese más indicios de que ahí adentro se afanara por aflorar. Kafka dejó instrucciones a su editor sobre la conveniencia de que ninguna ilustración acompañara al texto. No quería (se obstinó mucho a ese respecto, al parecer) que el lector manejara información añadida a la vertida por él, al texto brutal y sin concesiones. Todos somos Kafka a veces. Nos acostamos siendo una cosa y somos otra al levantarnos. Se tiene constancia de esa aberración, pero no nos parece diferente a la que sufren los demás, que exhiben el mismo desquicio físico. Todos somos Gregor Samsa. Estamos postrados en una cama, el vientre se abomba monstruosamente y al costado nos crecen alarmantes patas. Perpleja, la familia nos conmina a que nos recluyamos. Por el bien de todos, por el nuestro. No somos dignos, parecen decir. Damos miedo, somos el miedo. Kafka no bruñó a su criatura, la alumbró sin que ninguna de sus deformidades constituyeran amenaza, pero todo él era una amenaza. Igual que no sabemos las causas por las que Joseph K. fue condenado, tampoco sabemos las que llevan al postramiento (aunque tenga alas, eso es un detalle importante, el hecho de que no acabara volando Samsa) y a la humillación física y mental. Duele (al verlo) la humanidad que no acaba de aflorar e imponerse a la mutación que nos cuentan nada más empezar el relato: se queda abajo, no prospera, se da por hecho de que no habrá vuelta atrás. Es la evidencia de que no podemos confiar en que mañana no seamos nosotros los mutados.
23.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 18 / Ray Bradbury
Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina.
(Los teólogos, Jorge Luis Borges)
Temo cada vez con más convicción que acabaremos quemando libros. Será el último acto antes de que volvamos a caminar a cuatro patas y forniquemos en la calle, si es que hay calles, porque cuando hayamos quemado todos los libros será el bosque (si es que queda bosque, en fin) el que ocupe las ciudades, en el hipotético caso de que todavía tengamos ciudades. Una cosa lleva a la otra. Creemos que el pin parental es una cosa inocente o que no pasa de una ocurrencia de unos cuantos políticos, pero el pin lleva al pum y luego está el boom y en ese plan, el onomatopéyico, nos cargamos todo lo que hemos tardado tanto tiempo en construir. En realidad estamos a medio construir. Nunca se puede dar por hecho de que de verdad hemos acabado algo. Está todo a medio hacer. Siempre hay algo que corregir, un roto que zurcir, un fuego que apagar. Lo de las candelas es peligroso. El papel prende rápido. Como el asunto es libresco, no podemos dejar atrás a Borges. Está ahí a poco que hurgamos, el pesado Borges. Conmueve (a mí, al menos) que Borges declarara su admiración por el autor californiano. Es que los dos hablaban el mismo lenguaje: el de la supremacía absoluta de la cultura, el del imperio de los libros. No hay nada que rivalice con ellos en importancia. Ni siquiera las máquinas. Bradbury odiaba la tecnología. Quizá por eso soñaba (eran pesadillas) que uno de esos políticos infames que concurren de vez en cuando al atril público (se me ocurre Trump, pero hay decenas, todos igual de insensibles y torpes) tuviera la rocambolesca idea de que los libros son el germen del mal o incluso el mal mismo y hubiera que arrojarlos todos al fuego. El papel arde a 451 grados Farenheit. Ese dato es el principio del fin. Ese número (uno entre tantos) es el que precipita la demolición absoluta del bienestar. Porque a Bradbury y a Borges les encantaban los libros. Eran de esos que creen que los libros son objetos maravillosos. Ninguno tan maravilloso como ellos. Son una extensión de su cuerpo, son extensiones de su memoria y de su imaginación. Lo que se hace al quemar los libros es echar al fuego a todos los que vieron en ellos la magia de la belleza y de la inteligencia. El fuego es lo contrario a la luz, aunque la traiga consigo y la expanda y hasta la glorifique. La luz está en los libros. Los que los censuran son los que los temen. No hay arma que tenga más poder que la que esconde un libro. Algunos son incomprensibles. Quién sabe qué blasfemias encubrirán. Mejor que ardan. El humo se eleva mejor cuando huele a letras. La cultura es sospechosa. Saber más de la cuenta no trae nada más que quebrantos. Lo ideal es no llegar demasiado lejos. Tampoco demasiado alto. Por si no sabemos volver. Por si caemos desde muy arriba. Algo así deben pensar los previsores, todos los que prefieren ser ellos los que piensen por nosotros. Gente como los hunos del cuento de Borges, aunque los que profanaron la biblioteca eran soldados, gremio zafio y burdo, no confiado a pensar. Eso lo pueden hacer otros. Sucede siempre. Quizá siga sucediendo. Lo de los pines parentales es una cosa de hunos. Las escuelas son bibliotecas. Se me está ocurriendo que una escuela es una especie de biblioteca en la que las personas son libros. Los maestros son libros. Los alumnos, libros. Pronto nos arrojarán al fuego. Seremos pasto de las llamas. Las metáforas arden también. La poesía es un modo de salvarnos, pero quizá no convenga leer mucha poesía. Los poemas contienen blasfemias. Cosas que atentan contra alguien, seguro. Siempre hay alguien que temen que hablen de él o contra él en un libro.
22.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 17 / Picasso
Crear es no conformarse. También confirmarse en esa disidencia de la conformidad. Uno crea para centrarse y acaba descentrado. El arte es una indagación de la periferia de las cosas. Hay disciplinas visibles y las hay perseverantemente ocultas. Esas son las verdaderas, a poco que uno las indaga y comprende que cualquier objeto puede ser convertido en un objeto artístico. La posibilidad de que todo sea material de trabajo es el motor de quien crea. Picasso era un inconformista. Todo era susceptible de ser incorporado a su incansable hambre creativa. Era excesivo como autor y como persona. Una y otra consideración se entrelazan, conforman un ser indivisible: lo que uno urde se subordina a lo que el otro hace o a la reversa. Esculpir, tallar, pintar, decorar o escribir fueron las maneras de decir. Cualquiera compondría un elemento motivador. Porque por encima de todo (creo que ese era el espíritu, creo que en realidad todo venía a ser únicamente eso) Pablo (muchos más nombres detrás, como Neruda) Ruiz Picasso era un visionario. Lo son todos los que perciben lo que otros no alcanzamos ni siquiera a vislumbrar, escrutan lo invisible y ven, aman el riesgo (que no es tal cosa, sino una probatura novedosa) y hacen un escrutinio estajanovista de la realidad, de la que dependen de un modo tan absoluto que pareciera que hubiese varios picassos, no uno al uso, tangible y lineal, visto lo que hicieron, apreciando cómo cambiaron de patrón a cada instante, cómo abandonaron modos de hacer las cosas y abrazaron otros.
21.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 16 / Orson Welles
Orson Welles es el hombre que lo quería hacer todo. Su vida fue la de todos los hombres. Era un arquetipo del hombre que concibió su idolatrado Shakespeare. Nada humano le era ajeno, ninguna manifestación del alma escapaba de su escrutinio artístico. Era también un creador total, una especie de instrumentista múltiple que no permite que ningún músico colabore en su obra, un demiurgo voraz y perseverante. Como el cine es un oficio alambicado, tuvo que delegar en otros, pero el espíritu de su criterio resplandecía siempre. Esa circunstancia malogró sus planes. Muchas veces, además. El genio tuvo que condescender a la mediocridad, se rebajó a trabajos infames, rodó sin descanso, actuó sin desmayo, escribió sin flaqueza. Hizo obras absolutas, antológicas, expresión del arte que mejor cuadraba a su visión total del hecho estético: el cine. Arruinado y errático, dejó su país y emprendió aventuras en Europa de las que no siempre salió indemne. El problema no era hacer mal cine, sino no poder incurrir en el vicio de hacer mal cine, si eso le permitía la posibilidad de hacer una gran película.Hay, por el contrario, decenas de proyectos abandonados, fracasos de los que solía ser el casi único responsable. Había empresas que le acompañaron durante décadas (El Quijote) y pequeñas incursiones de carácter alimenticio en las que picoteaba para sacar dinero con el que financiar sus sueños. Es justa esa palabra: Welles fue un soñador. No dejó de fantasear con la idea de hacer películas perfectas. Le devoraba la ambición, le consumía la pretensión de convertir en imágenes lo que bosquejaba su inagotable y febril inteligencia.
19.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 15 / aÑoranza
No siempre es mala la melancolía, que ahora los modernos travisten de depresión. Tiene su regocijo moral o incluso intelectual. Uno echa en falta la tierra en la que creció o donde fue feliz o añora a alguien a quien se tuvo cerca y ahora no está. El melancólico es un ser privilegiado, en el fondo. Su alma está afectada (lacerada, iba a escribir) pero resuelve regocijarse en ese extravío, en esa especie de delirio del espíritu en el que no nos satisface lo que tenemos, sino lo que tuvimos, cuanto una vez fue propiedad nuestra (también esa palabra tiene en estos días un peso, una discusión y hasta un discurso, ideológico o no) y ahora no lo es. Es verdad que la añoranza es un asunto estrictamente privado. Cada uno la lleva como desea al igual que no hay dos personas que entiendan el amor o la amistad o la educación de los hijos en la escuela (vuelvo, no se me va de la cabeza el envenenado pin parental de marras) de la misma manera. Pero hay algo común en quienes hemos sentido la saudade, como hubiese escrito Pessoa, que ilustra esta reflexión de domingo. Es el hecho de que se vive bien en el anhelo, en el deseo no cumplido, en la inminencia que no cuaja enteramente o no se materializa del todo y tan sólo da avisos, pequeñas insistencias que no terminan por ser una presencia tangible, una manifestación auténtica del deseo que nos reconcome. Se echa tanto de menos las cosas que se las sublima, se las sacraliza, permitidme el verbo. Están ahí, a mano, nosotros las adornamos de llanto o de risa, a conveniencia. Es el deseo inefable, cierto. No hay manera de que podamos argumentarlo fiablemente, bajarlo con eficacia al terreno de las palabras y exhibirlo para que otro pueda entenderlo y, al compartirlo, nos consuele y reconforte, que no es exactamente lo mismo. El desánimo, al impregnarte, te hace más sensible. Los que añoramos algo o a alguien poseemos esa voluntad de no darlo todo por perdido y tener a la vez la sensación de que nunca podremos ver cumplida esa voluntad. En esa contradicción gozosa es en donde está el numen que hace que se escriba o se cante, da igual qué disciplina artística vuelque el dolor y no esté tan en lo adentro, no vaya a ser que de verdad acabe por dañarnos. Ya sabemos, por boca de Pessoa, que el poeta es un fingidor: finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente etc.
18.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 14 / Nina Simone
No sé cuándo a Nina Simone le importó más su activismo político que su carrera artística, concentrada las más de las veces en difundir su mensaje. Vi en cierta ocasión un concierto de Nina Simone en blanco y negro en el que parecía estar a punto de echarse a llorar canción a canción y recuerdo un público respetuoso hasta extremos dramáticos, confiado en que la dama del blues (también del jazz, del soul y del rhythm and blues) no decayera, prosiguiese su relato lento de las penurias de su raza. Los quiero noqueados cuando salgan de la sala, llegó a decir. Parecía entonar un rezo cuando cantaba. Era una sacerdotisa, una mujer por la que se expresaba Dios. Hay canciones suyas que parecen salmos. Será el góspel, que es en esencia la voz de la divinidad, su arrullo espiritual en quienes lo escuchan. Dios está en las barricadas, en el frente de derechos civiles, en su cabeza agitada por cien protestas. Sufrió un trastorno maníaco-depresivo y se le diagnosticó bipolaridad al final de su vida, en su retiro en un balneario al sur de Francia. Vivía de las rentas de una canción enorme que una marca de perfume reflotó para publicitarla (My baby just cares for me ).Hay que pagar las facturas, dijo en una entrevista.
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 13 / Metrópolis
Uno presiente la inminencia del caos en indicios levísimos a veces. Paradójicamente, a pesar de la constancia de esa perseverancia, la del mal haciendo acopio de mal, travestido en una apariencia escasamente sospechosa, no se le planta batalla, ni siquiera se consigna su presencia, ni se hace acta de su influencia y progreso. Metrópolis da un aviso de la infamia que habría de devastar el siglo XX, que acababa de zafarse de una gran guerra y tenía otra devastadora por venir. Lo hace con insolencia, con la brutalidad de la belleza también: recurre a una distopía con el convencimiento de que la ciencia-ficción (recién acuñada seriamente como género) podría trazar una narrativa elocuente, explícita en casi todos sus aspectos. Lang dibuja un paisaje desolador: la sociedad del bienestar vive hedonistamente arriba, en el esplendor de la superficie. Por el contrario, otra sociedad bulle en el subsuelo, sometida, insensible, ciega y sorda y muda, enfebrecida, salvajemente explotada, enferma e incapaz de exhibir una brizna de solivianto. Ahí están las masas de obreros alienados en la escena de cambio de turno. No se encrespan, no tienen aún ese recurso, admiten su función en la trama del capitalismo, ni siquiera comprenden esa función: la acatan.
Metrópolis es la declaración de principios de una sociedad arrojada al vacío o al fascismo, que es la sublimación de la élite y la consiguiente sumisión del proletariado. María, el robot, la máquina erigida como tótem de la divinizada tecnología, conduce a la masa trabajadora a su liberación. Es el Amor, su símbolo. No solo ese idílico mensaje prevalece: hay venganza, esa humana extensión de la decepción o de la justicia. Nada que no haya sucedido después, en otro orden de cosas, en la construcción de la civilización y en la inextinguible todavía lucha de clases. Hoy la lectura de Metrópolis es válida para comprender el hilo de la Historia y planear (con sacrificios, con cesiones, con consensos) la Torre de Babel del mundo. Estamos en ciernes. Está aún el caos al acecho.
16.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 12 / Federico García Lorca
No hay poeta que no sienta alguna fascinación por Lorca. Entra en lo posible que sea una de esas adhesiones estéticas eventuales de las que uno se zafa cuando irrumpen otras, una especie de deslumbramiento poético juvenil en el que el lenguaje nos engolosina de un modo absolutamente maravilloso. Lorca es el milagro de las palabras. De él decía Borges que era un andaluz (o un gitano) profesional. No entendía (allá él) que el poeta granadino desplegara una imaginería verbal tan exuberante, exenta (a decir suyo) de ninguna hondura, fraguada únicamente para ser cantada o recitada. Cuenta Borges que habló en cierta ocasión con Lorca en Buenos Aires y le pareció que estaba representando un papel y, en vista a esa irritable actuación, canceló toda posibilidad de empatía artística y lo desautorizó. El prodigioso argumentario metafórico de Lorca no siempre es entendido. Tiene en su contra una (en apariencia) sencillez estilística que no es del gusto de autores de menor calado popular. El problema de Lorca (su mérito, a decir mío) es su apego al pueblo, lo cual no siempre coincide con el gusto de la aristocracia literaria, todos esos autores que declinan la belleza de lo sencillo (no hace falta un alambique para hacer poesía)
Ahí está el Lorca dibujante. Líneas sencillas. Como si las trazara un niño. Es verdad que sus ilustraciones maridan con el contenido, con la forma y con la emoción de sus poemas. Es que Lorca, a pesar de Borges, era un profesional de sí mismo y no dejaba que nada suyo (por raso, por elemental, por infantil que fuese) quedara adentro, no aflorara. La estética surrealista lo ocupa casi todo. Es el triunfo del desatino. Hay una voluntad firme de distorsionar la realidad. Ridiculiza las manos, hace majestuoso el torso, empequeñece la cabeza (privándola de pupilas), robustece hasta extremos grotescos los brazos. Hay un sentido trágico de las cosas, una tristeza que excede la consideración pueril obsequiada a primera vista. También en sus poemas viene a suceder eso. Lo que no entraña un dramatismo acaba abocando en él, a veces dramáticamente, si se me permite la repetición. Lorca es un hombre atormentado (la política, la identidad, el amor) y el sesgo creativo de su obra es tormento. "Sólo el misterio nos hace vivir". Eso escribió a pie de dibujo. Misterio y símbolo. Dalí de fondo, si quiere buscar una influencia.
Ahí está el Lorca dibujante. Líneas sencillas. Como si las trazara un niño. Es verdad que sus ilustraciones maridan con el contenido, con la forma y con la emoción de sus poemas. Es que Lorca, a pesar de Borges, era un profesional de sí mismo y no dejaba que nada suyo (por raso, por elemental, por infantil que fuese) quedara adentro, no aflorara. La estética surrealista lo ocupa casi todo. Es el triunfo del desatino. Hay una voluntad firme de distorsionar la realidad. Ridiculiza las manos, hace majestuoso el torso, empequeñece la cabeza (privándola de pupilas), robustece hasta extremos grotescos los brazos. Hay un sentido trágico de las cosas, una tristeza que excede la consideración pueril obsequiada a primera vista. También en sus poemas viene a suceder eso. Lo que no entraña un dramatismo acaba abocando en él, a veces dramáticamente, si se me permite la repetición. Lorca es un hombre atormentado (la política, la identidad, el amor) y el sesgo creativo de su obra es tormento. "Sólo el misterio nos hace vivir". Eso escribió a pie de dibujo. Misterio y símbolo. Dalí de fondo, si quiere buscar una influencia.
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 11 / Rockwell Kent / Moby Dick
Hay libros que te vacían mientras los escribes o que te impiden continuar tu vida normal una vez los has acabado. Imagínese el lector que la Biblia hubiese sido escrito por un solo apóstol. Una de las circunstancias que provocan ese delirio es la presencia del monstruo al que se ha de dar caza. No es sólo la que acomete el capitán Ahab en la historia escrita por Melville sino la del propio Melville, enfebrecido por la constancia de que la ballena blanca (el monstruo, el leviatán) sigue viva, aunque tenga el tamaño de un gusano y vaya y venga a su antojadizo capricho por las estancias de su cabeza. Lo que arrancó como una novela de aventuras terminó como un libro de oraciones. Moby Dick es la respuesta a todos los salmos de la Biblia y es también una exégesis del héroe que busca en la gran ballena blanca la redención de su causa, que es (en el fondo) la de un ser humano asustado, cobarde, amendrentado por las hordas del mal y consciente de su ineficacia para combatirlas.
Moby Dick es una novela que produce náuseas. Parece, por tramos, que estés en cubierta del Pequod en mitad de una tormenta y te zarandease el mar sin compasión alguna. Sientes oprimido el corazón. Deseas que la novela acabe o deseas no haberla comenzado. En esa diatriba malsana estriba su fascinación. Cuando la lees, ves al monstruo, lo sientes cerca, sospechas que lo tendrás a la vista al doblar una esquina de camino al trabajo o al asomarte por la ventana y otear el horizonte moteado de tejados y antenas. Es un pájaro, uno enorme que tiene forma de ballena. Que sea blanca es una de las más pertubadoras evidencias de la naturaleza terrorífica del argumento: el hombre a la caza del Diablo, el hombre sustituyendo la cruz por un arpón y navegando, como un alucinado, los mares del Señor para destripar sus pecados y ofrecerlos en íntimo sacrificio. ¿Novela teológica cosida a un argumento de éxito entre adolescentes ávidos de peripecias épicas? Pues claro, he aquí el misterio supremo: que las vestiduras casi nunca informan sobre la carne que tapan y todos (según acudan) vayan siendo cumplidamente abastecidos de milagros. De eso, al final, se trata. El capitán Ahab acude a la trama como un loco erudito, una especie de talibán de los mares y termina comido de venganza, perdiendo la mesura. También (a decir de los suyos) Melville, el padre de la criatura, el hacedor de esta causa perdida.
Moby Dick, releído a trozos, por recuperar su pulso y escribir más tarde, fascina por su condición de entretenimiento puro, pero el desprevenido lector novicio, el que acude a la historia sin la contaminación enciclopédica, sin los lugares previsibles a los que le empuja el cine o las versiones en cómic o las adaptaciones hechas para el consumo y aprovechamiento escolar, se encuentra otra cosa. No es únicamente el odio de Ahab hacia la bestia que le mordió la pierna. Ahab reencarna el odio ciego, la naturaleza iracunda del ser humano, su terquedad en el mal, la tragedia como el único argumento posible. Incluso la tragedia por encima de la vida misma. Ismael, el narrador, en cambio, simboliza la ecuanimidad, el registro atropellado (sí) pero fiel de las causas y de los azares. Da, además, una clase magistral de zoología embutida en un divertimento narrativo, en un artefacto literario capaz de conducirnos (sin que sintamos la responsabilidad del contenido, sin aturdirnos en la densidad del trayecto) por los laberintos más sórdidos del alma humana. Como si fuese literatura rusa del diecinueve. Como si Chesterton mismo, aparcando al Padre Brown, sometiese a su criterio cristiano la fórmula mágica de la novela de aventuras total y nos contase, a pie de chimenea victoriana, calzado con unas pantuflas de pelo grueso y fumando una pipa colosal, fumando un puro gordo, por qué no, que la ballena, en realidad, era un fantasma. Que todo lo que Melville nos contó en su maravillosa novela era un episodio de fantasmas. Sin castillos. Sin voces.
Ahab, el colérico, el vengativo, Ahab el juramentado, es un fantasma también: no es de este mundo de vivos, está muerto, pasea su cojera difunta por la cubierta del barco y entra en las tabernas para contar su desgracia y perderse en la bruma de los otros, en el espejo ajeno, pero no posee vida dentro, está vacío, no tiene corazón ni esperanza de que se le otorgue graciosamente uno. Le corrompe la perversión porque su búsqueda de la ballena blanca tiene algo de retorcimiento, de saqueo de la razón a favor de la barbarie más elemental y, por tanto, primitiva. Moby Dick habla también de Dios y después de un par de lecturas (una inapropiada, adolescente, incompleta como otras precoces, y otra ya adulta y enriquecedora) todavía me pregunto cómo es posible que una novela de aventuras (así se vende, así se conoce) contenga un salmo como éste, ayunte la belleza con el desquicio e indague en el alma como otras que, en apariencia, exhiben un mayor fuste moral.
Hace tiempo ya, bien acodados en la barra de un bar, le recomendaba yo a un buen amigo que no viese la película de John Huston, la protagonizada por Gregory Peck, sin antes haber pasado por el libro. Adujo que las novelas le daban pánico. Que hacía años que no disfrutaba leía ninguna, que no recordaba placer alguno en el acto íntimo de leer. Entendí que no podía retirar de su pensamiento esa idea sostenida durante años del libro como un objeto hostil. No sé cómo podríamos vender Moby Dick a quien todavía no ha leído, ese libro o daria igusl otro, con qué argucias inocular el veneno de la lectura. Hay demasiados obstáculos que malogran esa voluntad de los que leemos para que lo hagan quienes no lo hacen. Tampoco sé si ese empeño, a estas alturas del vértigo que nos devasta, es legítimo. En las escuelas sí, al menos. No pondré yo una edición de Moby Dick en la biblioteca de mi aula, pero es posible que imprima la ilustración que preside este escrito reelaborado y la cuelgue de alguna pared, junto a las láminas que acompañan al temario de Lengua o de Conocimiento del Medio. Verán a Ahab a diario enfrentarse a su ballena blanca. Tendrán la sensación de que la intriga y la aventura y el temblor (incluso cierto temblor de naturaleza religiosa) están ahí, exhibidos como si fuese un anuncio de una película. Y caerán con los años y se irán con el capitán por los mares del alma. Es fantástica la versión de Rockwell Kent y fantástica la interpretación de Ramón Besonías.
Adenda sentimental
El Pequod sigue navegando cerca de las costas del Japón o está zarpando de Nantucket. Y Ahab, el inrmotal Ahab, el fantasma Ahab, en la proa, desafiando a Dios. Porque todo la historia de Moby Dick es justamente eso: la violencia del hombre contra su creador, la dureza de vivir sin algunas de las certidumbres que da saberse salvado y esperar un cielo o un infierno, todo se acaba asemejando. El capitán Ahab es uno de los personajes fundamentales de la literatura universal. No creo que haya sido lo suficientemente valorado. El Pequod me hace pensar en el Nostromo. Melville y Conrad. El corazón de las tinieblas partido en dos historias antológicas.
15.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 10 / Jazz
El jazz es un trozo del corazón de quien lo escucha.
También una parte de su memoria, una en la que algunos de los recuerdos que atesora tienen jazz de fondo.
El jazz tiene el don de la fiebre y también la esencia de su bálsamo.
A veces el jazz es un tren a pique de descarrilar que logra enderezar su vigor centrífugo y retoma con dulzura la senda o un martillo sublime, inspirado y elocuente, que golpea una tela de seda hasta que el metal muta en seda y se produce la transubstanciación de los cuerpos y son uno.
A veces un refugio o una caricia o un templo.
Al jazz se le encomienda esa alquimia, esa liturgia.
Nunca se arredra, no tiene flaqueza en el ánimo, restituye con el arresto exacto lo que se le exige, no duda, ni se esconde, abandona el trayecto que se le asigna, parece perderse en digresiones y en atajos y regresa a la columna melódica sobre la que se iza y brilla.
Se ama el jazz por lo que no cuenta.
A diferencia de otros registros, el jazz circunvala la información: la esquiva, la retuerce, la esconde, la elimina, la rescata y, al final, rinde cuentas de su esplendor.
Importa el merodeo, la comisión de ese impulso puro de belleza.
El músico regala la melodía principal, nos declara solventes para retener, al menos, unas líneas tarareables, un asidero fiable, pero después renuncia a la formalidad, se declara libre y avanza (a trompicones, a capricho de su genio, sin vacilaciones) sobre una mullida alfombra.
Los músicos de jazz, incluso los que han logrado un óptimo estado de ensamblaje sonoro, van siempre por libre: realizan piruetas melódicas que amenazan el derribo absoluto de la pieza, crean ilusiones mentales en las que uno sabe con más o menos certeza de qué lugar partió pero desconoce enteramente al lugar al que le dirigen.
No es importante ese matiz, no del todo, al memos.
En algunos casos hasta podemos encontrar piezas sin nexo con la realidad: limbos, estadios intermedios entre dos diferentes grados de belleza, el dominio de la creatividad sobre la rutina, la evidencia de que la música es infinita y nuestra capacidad de asombro inasequible.
Un disco de jazz, bien escuchado, atendiendo a todas las capas de sonidos que ofrece, puede ser inagotable.
Al modo en que el feligrés se ofrece al dios que lo observa en la homilía, la escucha del jazz es también una comunión, una a la que la razón no puede rebajarla al lenguaje que le es propio, una religión con todas las instrucciones de uso, incluso las paganas.
El jazz es una ventana que invita a todos los paisajes.
El jazz es el triunfo del espíritu, la gloria del corazón cuando tiene conciencia de sí mismo
También una parte de su memoria, una en la que algunos de los recuerdos que atesora tienen jazz de fondo.
El jazz tiene el don de la fiebre y también la esencia de su bálsamo.
A veces el jazz es un tren a pique de descarrilar que logra enderezar su vigor centrífugo y retoma con dulzura la senda o un martillo sublime, inspirado y elocuente, que golpea una tela de seda hasta que el metal muta en seda y se produce la transubstanciación de los cuerpos y son uno.
A veces un refugio o una caricia o un templo.
Al jazz se le encomienda esa alquimia, esa liturgia.
Nunca se arredra, no tiene flaqueza en el ánimo, restituye con el arresto exacto lo que se le exige, no duda, ni se esconde, abandona el trayecto que se le asigna, parece perderse en digresiones y en atajos y regresa a la columna melódica sobre la que se iza y brilla.
Se ama el jazz por lo que no cuenta.
A diferencia de otros registros, el jazz circunvala la información: la esquiva, la retuerce, la esconde, la elimina, la rescata y, al final, rinde cuentas de su esplendor.
Importa el merodeo, la comisión de ese impulso puro de belleza.
El músico regala la melodía principal, nos declara solventes para retener, al menos, unas líneas tarareables, un asidero fiable, pero después renuncia a la formalidad, se declara libre y avanza (a trompicones, a capricho de su genio, sin vacilaciones) sobre una mullida alfombra.
Los músicos de jazz, incluso los que han logrado un óptimo estado de ensamblaje sonoro, van siempre por libre: realizan piruetas melódicas que amenazan el derribo absoluto de la pieza, crean ilusiones mentales en las que uno sabe con más o menos certeza de qué lugar partió pero desconoce enteramente al lugar al que le dirigen.
No es importante ese matiz, no del todo, al memos.
En algunos casos hasta podemos encontrar piezas sin nexo con la realidad: limbos, estadios intermedios entre dos diferentes grados de belleza, el dominio de la creatividad sobre la rutina, la evidencia de que la música es infinita y nuestra capacidad de asombro inasequible.
Un disco de jazz, bien escuchado, atendiendo a todas las capas de sonidos que ofrece, puede ser inagotable.
Al modo en que el feligrés se ofrece al dios que lo observa en la homilía, la escucha del jazz es también una comunión, una a la que la razón no puede rebajarla al lenguaje que le es propio, una religión con todas las instrucciones de uso, incluso las paganas.
El jazz es una ventana que invita a todos los paisajes.
El jazz es el triunfo del espíritu, la gloria del corazón cuando tiene conciencia de sí mismo
14.1.20
Frío IV
No como los ríos van a parar a la mar que es el morir, el frío carece de trayectoria, el frío prescinde del volumen. El frío es un invento de los poetas románticos o un capricho de algún dios caprichoso y rudimentario, confinado a su retiro maximalista, impartiendo su cátedra homicida, su cuchillo de palabra. El frío es un recurso literario.
El frío sucede siempre en el interior. Existe porque desciendo a mi adentro y me encuentro solo. El frío es una república de lobos. Mi palabra es una bandera sin público. Soy un espectador de mi propio delirio.
13.1.20
Fragmentaria
1
Mirar atrás y convenir que nunca alentamos otros prodigios sino los más sencillos. En estas libaciones frívolas de la razón, en este herida pura, encontrar el silencio dulce como labio, como galope; dejar que escarbe y fecunde todo este júbilo y asistir con medido entusiasmo a la épica de las tardes mientras nos asedian todos los venenos del mundo.
2
Tienta el azar duras comisiones de sangre; descienden muy secretas al centro de la palabra y rescatan la semilla, el fugaz numen de todas las cosas.
3
Escribir es rellenar los huecos que otorga el silencio.
4
La luz fluye desde la respiración primera. Leve pulso, signo animal, único testigo fiable del tiempo.
5
Yo tensaba el plectro del alma. Tú observabas el declinar torpe de la tarde demorarse en las cuerdas como si fuese un pájaro.
6
Y todo - el café, la música en el cenador, las palabras con sus gestos - para jadear la noche en tus caderas.
7
Descender nuevamente a la raíz, longitud cartesiana del misterio.
11.1.20
Joder
Al buen decir de algo o al elogio vertido sobre alguien se opone muchas veces la maledicencia. Calumniar, difamar o denigrar carecen de antónimo en nuestro fértil y boscoso idioma. El lenguaje exhibe el grosero alarde de gustarse en lo negativo, sin hacer convocatoria semántica del vocablo laudatorio, poco agraciado en este festín. Parece reacio a que abunde la loa y se esmera sin pudor en fomentar la mala palabra, la que insulta, la bélica incluso. No habrá buenadicencia, supongo. No es vocablo al que acudir, no está reverenciado ni se prevé que asista a la conversación diaria y así la jerifaltía de insignes de la RAE la incluya en sus caros (y utilísimos) tochos normativos. Una pena, en efecto. Lo que rebaja no posee su término positivo. No con abundancia, al menos. No con pompa y afecto hacia el halago. Hay poco halago. Debiera instruirse como disciplina académica. Igual los nuevos planes educativos la implementan y prestigian. No sabe uno. Qué va a saber. La semántica se recrea más en lo malo, elude si puede la bonanza, no está tan extendida. Somos así los hablantes: maledicentes, joder.
10.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías / 2020 / 9 / Ibsen
Antes de romper la casa de muñecas, Nora no era exactamente Nora. Tendría sus rasgos y la reciedumbre o la debilidad moral de Nora, su inventario de afectos o de inquinas, pero no era Nora. Un buen día decidió romper la casa de muñecas. No era demasiado lujosa, ni quizá la mejor de cuantas pudieran vender, pero era suya. En cuento la hizo añicos (entiéndase figuradamente la fiereza física de ese acto liberador) es cuando asomó la mujer que andaba por ahí debajo, llevada de la mano por unos y por otros. El padre al principio; el marido más tarde, como una extensión suya. Uno la entrega al otro en la confianza de que acabe el trabajo. En esa consideración paternalista, la hija es una propiedad, también la esposa. No tomará decisiones propias, no tendrá voluntad, procederá como corresponde a su lugar en la sociedad, obedecerá sin cuestionar, alguien moverá las cuerdas y no podrá ni siquiera marcar la danza. Será de otro el ritmo y ha de suponerse que la letra de la melodía tampoco es pertenencia ni obra suya. Así Nora (todas ellas, cuántas habrá aún) se arrogará por fin el amor a sí misma y se cumplirá (para bien o para mal) su destino. El de Nora, quién podría contradecirme, podría haber sido escritora feminista. Los mejores escritores no sólo son los que respetan y aman las palabras, sino los que crean un compromiso y hacen que la sociedad (la que los leen y no solo esa) prospere. También los que cuestionan las convenciones y crean expectativas. Ibsen dejó a Nora tras las puerta que terminó por cerrar y abandonar (literalmente) el baile que no había elegido.
Tal vez lo difícil para Nora sea amarse a sí misma, no considerar amar a nadie más antes de haber encontrado el fogonazo de la pasión doméstica, la privada, la que antepone la propia antes que acometer la ajena. Hay quien no ha prendido nunca esa llama, la cree ajena, no entra en valorar la pertinencia de que no se podrá ser feliz afuera si no se es feliz dentro, pero hay quien no discute la rutina que se le ha hecho desempeñar, no elude la obediencia al padre o al marido y se desenvuelve con maravillosa naturalidad en esa trama en la que cumple un rol, quién no lo hace, al fin y al cabo.
9.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 8 / Edward Hopper
Consuela pensar que no lo sabemos todo. La sola mención a que podamos apropiarnos de cuanto tenemos a nuestro alcance desalienta, aturde, hace (en general) que nada de lo observado nos complazca, tal vez por accesible. Sigue fascinando lo clandestino, lo que no se ve a simple vista, lo que algunos se obstinan en esconder, cuanto no se comprende enteramente. Produce (también) la impresión de que no precisamos saber el final de las historias que nos cuentan, fiar al desenlace la utilidad de toda esa literatura. De hecho la vida se construye obstinadamente en base a historias de las que casi nunca conocemos cómo finalizan. Se prestigia en los manuales académicos la sobada trinidad del inicio, del nudo y desenlace, pero es un reclamo torpe. Hay historias que no acaban. Las hay que tampoco tienen un comienzo. El hecho de que empecemos a seguirlas a partir de un punto no quiere decir que no posean un pasado, un trozo significativo de realidad que nos ha sido arrebatada, no confiada. Cuando todas esas historias acaban, siguen maniobrando, avanzan en un plano narrativo ajeno a quien lee o a quien observa.
Hopper es nudo. No sabemos de dónde proceden sus personajes, tampoco (tal vez con más intensidad) el lugar al que se dirigen una vez que han abandonado la escena que admiramos. Ni siquiera facilita una senda desde donde ver con más nitidez. Por más que la luz lo ocupe todo, Hopper es un pintor oscuro.Todos los pintores lo son de alguna manera: invitan a que traigamos la luz, no hay sombra a la que no podamos atribuir alguna especie de significado. La pareja de Nighthawks, el cuadro de Hopper en el que aparecen, no dice mucho y, a su manera, no hay nada que no digan. Elucubramos ese nudo, le damos cuerpo, le insuflamos sustancia, hacemos como que de pronto estamos informados de lo que han hecho antes de sentarse y pedir ese café y de lo que harán cuanto lo acaben y paguen. Si cada uno irá por su lado y se despedirán amigablemente o si la conversación que han tenido (no es descabellado pensar que si uno afina la escucha) hará que no vuelvan a verse o los concilie (habrían resuelto en darse una oportunidad y probar por ver si el amor regresa o no volverán a tenerlo en casa). Que no acaben por entrelazar sus manos informa de un hecho incontrovertible: se han amado. Hubo amor y entra en lo razonable que alguno de los dos (o ambos) se resista a que lo haya de nuevo. Hasta se podría colegir que no se conocen y en el momento en que se registró esa escena estaban unidos por el azar, por la soledad que cada uno lleva a cuestas y de la que no se desembaraza por más que esté junto a otros, compartiendo un café, fumando, representando una escena en un cuadro.
7.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 7 / George Orwell
No hace mucho, a principios de verano, vi a alguien con una camiseta en la que se veía la cara de Orwell y un texto en letras bien visibles, en inglés: “All animals are equal, but some animals are more equal than others.” Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros).Había otra camiseta, en este caso no vista por mí, sino referida por mi hija, que decía: "Make Orwell Fiction again", (Haz que Orwell sea ficción de nuevo) parafraseando a Trump y su destinado deseo de hacer América más grande, como si hiciese falta o como si no lo fuese ya. Así que Orwell ha vuelvo. Está en primera página casi a diario su batalla contra el totalitarismo, contra la opresión de los pocos sobre los muchos. Si fuese ficción, el mundo iría mejor, parece decir el eslogan. Es que Orwell fue ante todo periodista y no se limitó a escribir, aunque dejase distopías infelices en su trama, pero clarificadoras en su mensaje. Una de las más memorables es Rebelión en la granja. Al menos lo es para mí.
A la segunda vez que la leí supe que Orwell había escrito una especie de demolición personal del estalinismo. Ya estaba advertido, no fue un hallazgo personal, no tuve esos alcances. Un amigo me dijo que se puede leer un libro sin hacer otra cosa que haberlo leído, pero que a veces conviene haber leído antes otros y, en base a esas lecturas, instigado por ellas, espoleado por ellas, poder leer entre líneas, descubrir los trazos no visibles, que podrían ser los más relevantes. Siendo yo joven y por formar, ahora solo una de esas dos consideraciones sigue vigente, volver a leer la obra de Orwell me pareció una pérdida de tiempo. Tanto que leer, tantas cosas por hacer. Debí pensar que acabaría aborreciéndola o que, sabiendo de antemano lo que les sucede a los personajes, no me atraería como la primera vez. Temo que yo ya sabía qué le ocurría al señor Jones (expulsado, condenado, alcohólico) o si Napoleón, más adelante cerdo trasunto del Secretario del Comité Central del Partido Comunista y, por añadidura, líder, dictador, etc, se arrepentiría de haber matado a otros animales, contraviniendo una de las reglas primordiales de la granja. Podría haber sucedido que entendiese el significado de la novela (breve novela, cuento largo para algunos) y no me quedase en la periferia, en la historia, en la rutina narrativa de la acción. Creo que no llegué a eso, no al menos como a Orwell le hubiese gustado, al modo en que él planeó hacer que su denuncia discurriese y calase. No fui calado, no entonces. La última vez que la leí me pareció una novela admirable, un manifiesto sobre la justicia o sobre la dignidad o ambas juntamente. También una dura rendición de intenciones para que la segunda mitad del siglo (acababa la Segunda Guerra Mundial cuando Orwell la escribió) no fuese tan cruenta como la primera.
Pero Rebelión en la granja es más cosas, las cosas entre líneas, lo que se extrae si se mira debajo de la historia o se hace aprecio a lo que no se acaba de decir del todo, aunque se insinúa extraordinariamente claro: la facultad del hombre para manipular al hombre o la propiedad moral por la cual alguien hace que otro le obedezca tras haber distorsionado, amañado, tergiversado o trucado la realidad con objeto de que le sea favorable. No hay guerra que no tenga su discurso manipulador. Ni siquiera ahora podemos considerar que la ciudadanía (los cerdos, los patos, las ovejas) posea instrumentos para reconocer cuándo se la está mangoneando (ese verbo me encanta) y con qué artero fin. Sólo hay que ver el debate de investidura de estos días. Está resultando muy orwelliano. Lo que tiene de fábula la narración decae cuando la verdad se expone con su crudeza habitual. Es cuando vence el capitalismo y los rebeldes juran que no era su intención o que no creían que la cosa iba a llegar tan lejos. Leer es la vía por la cual se hace más cuesta arriba que nos sancionen con el engaño. El analfabeto (los cerdos no lo eran, de ahí su liderazgo y su revolución) es el que no sabe por dónde le vienen los palos. Porque no siempre son físicos, mensurables y razonablemente inductores de heridas, unas más terribles que otras, sino que suelen también presentarse bajo el formato de las palabras. Toda la obra de Orwell, no solo Rebelión en la granja, es una defensa de la validez de la palabra como trinchera y como baluarte y como bandera. Me pregunto ahora cuántos libros que uno habrá leído no han sido entendidos, si no le hemos concedido una segunda oportunidad o si no hubiese sido mejor llegar a ellos con otra edad o con otra idea de la realidad, no la insuficiente con la que se abordó la lectura primeriza. Hay libros que deberían recetarse, no obstante. Da igual que no se extraiga su mensaje de un modo nítido. Siempre queda algo. El anhelo más loable es el de no ser conducido a donde no se desea ir o, expresado de otra manera, saber siempre a dónde va uno. Orwell es una buen guía.
6.1.20
Dibucedario de Ramón Besonias 2020 / 6 / Lucian Freud
Hay quien viene al mundo ungido por una fatalidad irreemplazable. No es que la aparte o la deteste o tenga hacia ella una voluntad censora, sino que crea un personaje en torno suya, eludiendo los compromisos con la realidad y volcándose con vehemencia en el demacrado (y devastador y tóxico) espejo que la refleja. El de Lucian Freud fue un espejo hecho añicos y compuso una imagen conforme a ese reflejo, que no era lúcido ni creado para refulgir y hacer que la luz incidiese en él con toda su aureola de vida. Eran sombras las que irradiaba, sombras hermosas, según quien las mire, si obramos en nuestro interior el prodigio excéntrico de la belleza. La suya fue críptica, un poco escorada a la deformidad y a una insuperable conciencia de sí mismo. No hay autor que no se mire con destreza, con la disciplina del que sabe que en sus adentros está la razón fundamental de su existencia, muy a pesar de todos los que lo rodean: Lucian tuvo catorce hijos, no sabemos si atendidos como tales o convocados a ciegas y desestimados en beneficio del arte, sea eso lo que tenga que ser. En todo caso nos queda el pintor convulso, convulso en ese rango de estrago que exhibía Bacon, con quien lo comparo siempre. Ser nieto del insigne Sigmund (déjenme el juego fonético) debió ser más fácil que ser hijo o esposa, pongo por caso, pero algún desvarío debió anclarse en la mente febril de este artista. No hay arte que no entrañe un delirio, una especie de roto que va adquiriendo su propia metástasis y se expande como una brújula loca que anhela abarcar todos los puntos cardinales. Turbado, extraordinariamente convencido de que debía consagrarse a la restitución plástica de su persona, Freud fue un preconizador salvaje del más tarde icónico selfie. Al final se convenció de que debía pintar desnudo. La idea era experimentar cuanto pudiera extremar su apocalíptica obra. En ella no hacía alarde de improvisación alguna: sus modelos (él era el más a mano y fiable) provenían de entornos familiares o cercanos. Su soledad, la requerida para no apartarse del cometido de su existencia, no le impedía salir al Soho londinense y beber ginebra en tabernas en las que no era casi nunca reconocido. Rico por ascendencia familiar y por usufructo de su trabajo, desatendió el dinero, no era algo que le importara más de la cuenta, así que se dedicó por completo a ejercer su oficio. Da envidia esa entrega, pero se pregunta uno, en su cortedad, si merece la pena rescindir casi todo vínculo con lo real y abismarse (ese es el verbo que mejor fija un significado válido para su vida) en las tinieblas de su tormento. Porque Freud fue atormentado feliz, quién va a dudar eso. Plasmó la carnalidad del patetismo o se puede decir a la reversa. La belleza, volvemos con repetida frecuencia a ella, nunca es una, ni responde nunca a un patrón. Está fluyendo a su antojadizo capricho y no podemos estabularla, darle una definición, acortar el vuelo bastardo de su espíritu.
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 5 / Edgar Allan Poe
No cuento con absenta para escribir con más desparpajo, sin la traba de la corrección, dejado llevar por la bruma del alcohol. No soy Poe, no podrá haber otro Poe, no se darán nunca las mismas circunstancias para que el azar alumbre un clon o una extensión del Poe favorablemente signado por los astros para ser un perfecto desgraciado dotado de una sensiblidad asombrosa. Baudelaire decía que tenía cara de cenizo, aunque tampoco la suya era la alegría de la huerta al clarear el día, pero sin Poe no tendríamos Baudelaire, ni por supuesto Mallarmé, ni tampoco Lovecraft, que era otro que baila la misma danza, pero en una clave más literaria, sin la injerencia del fatalismo, sin el empujón creativo del alcohol. No piensen en King, no habría un Stephen King si no hubiese deambulado por la tierra un Poe. Es el triste Poe el que te busca a ti a pesar de que seas tú el que repasa la balda de los libros de casa y escoge uno en la creencia de que se ha ejercido alguna especie de libre albedrío. De vez en cuando uno necesita volver a leer esos prodigios narrativos. Si se me preguntara qué autor es irrenunciable diría que Poe o Borges. Ahí están sus atroces maravillas (cito a Borges nuevamente), el triunfo de la muerte, el mármol de los sepulcros, el cuervo con una sola frase, todos los elementos que un dramaturgo escogería para representar un descenso a la locura del alma. La de Poe fue inextricablemente zarandeada por los rigores más extremos de la realidad. Fue despojado del amor y arrojado a la escritura desesperanzada de esa orfandad dolorosísima. Bloom, ese gordo con ganas de incordiar a cualquiera que no cuadre con su canon, vaya usted a saber qué cosa es esa del canon, dijo de Poe que era tan mal escritor que cualquier traducción lo mejoraría. Borges, que lo amaba, también hizo leña de ese árbol en la inercia ya irreparable de caerse y sostuvo en alguna entrevista (una en particular, que yo recuerde) que los traductores de Poe (Cortázar fue uno espléndido, a él le debo mi primera lectura de su obra) siempre le favorecían. Son maldades de escritores, asuntos que no merecen una atención más detenida. Poe fue un fabulador portentoso, hizo la mejor literatura posible, creó un universo único. Caso de que el amable lector decida buscar fracturas en su escritura, abandone el empeño. Anoche (animado a leerlo de nuevo) no encontré ninguna palabra que sobrase o que faltase. Fíjense lo que digo. Ninguna.
5.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 4 / Domenico Ghirlandaio
Si tuviese que elegir una palabra de algún diccionario que compilara términos de la Historia del Arte probablemente me quedaría con refinamiento. A la acepción culta, la que puede aplicarse a cualquier obra en la que el esmero ha sido abundante y no se ha distraído la sensibilidad con la irrupción de ingredientes de poco o ningún engarce con el conjunto, se puede añadir otra que no va a la zaga en sofisticación semántica, la de refinamiento como dureza o crueldad sublimada. No hay belleza que no contenga una brizna de dolor por lo que no es desatinada esa dualidad. Lo refinado es hermoso y es cruel. El retrato de Giovanna Tuornabuoni, solicitud póstuma de su viudo a Domenico Ghirlandaio, entraña una dificultad narrativa: no saber qué mira, según la costumbre de la época de asemejar los retratos a las monedas de timbre romano. La pintura es una invitación a pensar, no sólo al disfrute sensible. Si conoces una parte de la historia del cuadro, las posibilidades se expanden. En la tabla de Ghirlandaio hay refinamiento estético, cuidado en exaltar las virtudes de la dama retratada y componer un fondo que, no distrayendo el motivo fundamental de la obra, pueda informar al observador sobre la época y la alcurnia del protagonista. Lo terrible de este cuadro es que la dama no posase jamás, no escuchase los consejos del pintor. Murió en el parto de su segundo hijo a poco de cumplir veinte años. Ignoramos si Lorenzo Tuornabuoni le suplicó al retratista:"Píntela de perfil, que vista encajes, hágale un moño del que caigan rizos. Que la joyería que cuelgue de su cuello no permita apartar la mirada de su rostro. Era hermoso y debe continuar siendo hermoso". A Ghilandaio le cuadraría el encargo, pero tendría que pintar de memoria, usar algún cuadro menor, si es que lo hubiera, probablemente no habría; tirar de las imagenes borrosas de su breve relación con ella. Que la pintase con esa melancolía asombrosa debió ser decisión del autor, no del viudo. Serenidad y tristeza juntamente. La muerte planeando los colores limpios y elocuentes. La muerte como un fantasma que inspecciona la materia de su trabajo y la invita a que se aligere de alegría y se renuncie a la pompa de la vida y al festín de sus risas. Siempre me fascinó la seriedad de los modelos clásicos. Parecería que no deseasen pasar a la posteridad exhibiendo alguna brizna de festejo en el gesto. Ni siquiera en estos retratos se puede admira la franqueza de un rostro completo.
4.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 3/ Con la muerte en los talones
Hay días en los que te vas a la cama o te levantas o pides un taxi o te afeitas pensando en si no serás en realidad George Kaplan y, aunque no manejes ninguna certeza, quién hace eso, estás a punto de coger un Greyhound plateado y componértelas para que el traje de quinientos dólares no se estropee mucho y te haga perder la buena percha. Es lo que suele suceder si una avioneta te persigue por un maizal en mitad de la nada. Si te sobrecoge de repente la idea fiable de que eres tú, no el tal Kaplan o Thornhill, qué más da, respiras aliviado, notas el pecho subir y bajar y no escuchas el motor encima tuya ni la dura tierra del sembrado abajo, pero echas algo en falta. Añoras el vértigo, el dulce peso del riesgo sobre tu cabeza. La luz cegadora. La incredulidad y el asombro. Crees (además) que cuando concilies de nuevo el sueño volverás a correr y a sentir que peligra tu vida. Lo bueno, siendo George Kaplan, es que no se te descompone el traje de quinientos dólares ni se te deshace el peinado mientras huyes. Porque estás huyendo. La realidad es más estricta, menos inclinada a inducirnos el delirio de ser otro. Tal vez sea mejor así. Estás a salvo.
3.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 2 / El Bosco
El Bosco fue un visionario al modo en que lo fue William Blake. De ambos tengo la certeza de que la narrativa que ofrecen entraña un peligro, una especie de ascensión al cielo y de descenso al infierno. Se nos invita a asomarnos al abismo y no siempre sale uno indemne de ese paseo. Lo terrible de ese prendimiento espiritual es la resaca que produce. El padecimiento no es ligero, por más que sepamos cuál es nuestro sitio, el de observadores anestesiados. El mal es un asunto tan rutinario que estamos inmunes a su contagio. Creemos que todas las bestias con las que trabamos conocimiento son materia de la ficción, no extensión de la realidad, aunque a veces lo real, aunque adolezca de esa iconografía tan atroz, tenga mayor mal en sus adentros, agazapado, no expuesto, sibilinamente oculto, vestido de normalidad, obstinado en no delatarse en demasía. No es que carezcamos de monstruos, es que no lo parecen, no exhiben dientes podridos, manos retorcidas, rostros enfermos, ojos turbios, toda esa imaginería grotesca con la que el arte ha exhibido la presencia del mal entre nosotros. Tal vez el ánimo de Hyeronimus Bosch, El inmortal Bosco, no fuese el de amedrentar a las almas débiles, sino la de exponer un deseo, el de regenerar el espíritu humano, bosquejando un paraíso inverso, un edén corrupto, que escenifica el pecado y la ausencia absoluta de luz. El Bosco nos dice: "Un ejército de demonios ha ocupado la tierra, Dios está bajo su asedio, debemos regresar al origen" o quién sabe, tal vez su cometido fuese alentar el caos, sembrar el vértigo entre los falsos cristianos, los inclinados a pecar y a desoír las admoniciones de los sacerdotes. Por eso tenemos un cerdo con casulla, un puerco alucinado y culto, trasunto de la herejía, tan en boga entonces, cuándo no. Hay lujuria y hay fiebre. El Bosco fue un surrealista. Su procedimiento creador no difiere del perpetrado muchos siglos después. Al alma no se la puede cartografiar, pero nadie como él anduvo más cerca.
2.1.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 1 / Annie Hall
Uno viste a veces sin esmero, ocupa el cuerpo con la ropa que lo cubre, no privilegia una sobre otra; en todo caso, desestima más que elige. Triunfa la impertinencia de un abrigo y le concede a otro la representación de una estética. Hay quien se desmadra y quien se ajusta a un canon. También quien le atribuye a su vestimenta la consideración que no se asigna a sí mismo. Se cuida más la apariencia que el interior, podríamos decir. Annie Hall, una Diane Keaton en absoluto estado de gracia, es muchas cosas todavía, pero sin entrar en materia narrativa, en los conflictos de la más que original pareja protagonista, una que perdura es el vestuario de la actriz, que no fue impuesto, sino sacado del propio armario, como si no hubiese actuación y Annie Hall, el papel escrito por Woody Allen, fuese la propia Keaton. De hecho la realidad es una trama no registrada, confiada al azar, en la que la ropa, la verosímil y la excéntrica, la medida y sopesada, contribuye como un ingrediente más.
1.1.20
Frío
Adoro el frío victoriano, su planta alta de anaqueles invadidos de tragedias griegas y de retórica frívola. Su fuego degollando el aire. Un hombre mira a través de la ventana. Su whisky de malta historiado en la mano izquierda mientras la derecha acaricia el pelo dócil de un golden retriever. Afuera la vida es un enigma dulce y yo desmadejo alejandrinos (es un decir) mientras la filarmónica de Berlín ataca el scherzo del tercer movimiento de la sinfonía número cinco en do sostenido de Gustav Mahler, pero no hace frío. Está el día caldeado y vibrante. Es un temblor antiguo al que se le deshilacha un gesto por el que penetra la luz. Anhelo el frío. Es un vicio como otro, contiene idéntica cantidad de materia oscura. Lo que no se tiene es a lo que se aplica más. Hoy echo en falta el frío. Mahler en el primer paseo del año me hace sentirlo cerca. Nada que pueda uno evitar. Mucho menos explicar.
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