7.6.23

Elogio de la desobediencia

 Se obedece porque conviene y se duda porque se piensa, escribe Ray Loriga en Rendición.. Obedecer siempre fue más cómodo que pensar, o más limpio. Al pensar se abren opciones y no es fácil escoger la adecuada. Por el contrario, cuando se obedece, no se hace otra cosa que incorporar una orden, sin entrar en discutir su procedencia. Sigue uno un camino y no precisa indagar en otros, tomar un atajo o estimar que haya otro que nos haga llegar antes o en mejores condiciones. España es un país de obedecer más que de pensar. No faltan grandes pensadores, gente que ha ido lejos en discurrir las maneras de hacer las cosas o de no hacerlas; incluso hay una tradición artística, civil o moral que los expone. Lo que no hay es literatura de los que acatan, de todos los que prefieren no tener que tomar mando alguno, ni pensar por el bien de los demás. Nadie cuenta con ellos, con los obreros, con los mansos, pero no habría nada hecho piedra sobre piedra sin ellos, aunque suenan siempre los de arriba, los que escriben los libros que leen los otros o los que idean las recetas que preparan los otros o los que se sientan detrás de una mesa en un despacho y organizan las leyes que cumplirán los otros. Al final todo cuenta igual, tanto si mandaste como si no, no importa si fuiste jefe o subordinado, porque todos somos jefes o subordinados según en qué o cómo. En el extremo, a veces se obedece porque así se zafa uno de la responsabilidad. No trasciende el nombre de los que hacen las cosas, sino de quienes tuvieron la responsabilidad de que se acometieran.

 En el verano interesa más ser del gremio de los que asienten. A todo se le da asiento en la cabeza. El calor achanta, hace que flaquee la voluntad, la convierte en otra cosa, pero se permite tal vez porque pensamos que regresará el frío y entonces tendremos algo que decir, ya sin que el calor achante, ni haga que merme la voluntad o que no exista, ya de un modo más dramático. A K. no le duele que se le lleve a un lado u a otro. Le parece bien una sopa cremosa de setas o un arroz caldoso o un sándwich frío de york con un par de lonchas de queso. No es cosa de que K. no prefiera un sabor a otro o que, al pasear, no le agrade un paisaje más que otro: lo que no desea es decantarse, evidenciar que algo le es agradable o no, contar a los demás lo que ni a él, en ese momento, le preocupa lo más mínimo. Dice que su opinión no cuenta o cuenta tan poco que no es relevante que se manifieste. Se deduce que tampoco a él le parezca bien o mal las opiniones de los demás. A K. no le parece que escribir valga para nada en absoluto. Aprecia que haya escritores; lo de menos es que haya lectores. El escritor, me dice, trabaja para él mismo, pero lo dice sin entusiasmo, como si estuviese dispuesto a decir lo contrario si se le convence con esmero, o incluso sin él.

Raymond Carver, en una especie de conferencia contada para sí mismo también, arguye que escribir es una especie de parto. No se sabe qué criatura será alumbrada, pero contiene nuestros trazos, se le aprecia rasgos de nuestra cara o gestos, pero luego ya no es pertenencia nuestra. Podemos corregirla las veces que deseemos, añadir párrafos o suprimirlos, cambiarle el final o consentir que arranque de cualquiera otra manera, pero será otra obra, no la previa, la que se urdió por primera vez. No se sabe bien a qué se obedece cuando se traman las cosas que pasan en la historia que estamos contando. Ni siquiera ahora sé bien a qué término acudiré con este escrito mío, un poco elogio y un poco no, de la obediencia o de la escritura o no sé de qué. Escribir es desobedecer, no acatar, dar mando a la imaginación, entender que no se precisa a veces entendimiento alguno, permítaseme la paradoja. La desobediencia es un acto supremo de creatividad. Se desoyen las admoniciones, se desentiende la razón de sí misma, se acoge el vuelo del corazón o el fluir antojadizo de las palabras. Hoy es el día en que celebraré las palabras. Hay días en que exigen su cuota de atención. Te miran, te dicen: cuenta con nosotras, haz que el aire nos mime cuando nos pronuncien, pero tampoco hay un rigor en eso. Al final, esa es su ley, harán lo que les plazca. 

6.6.23

Elogio de la barba

… si no tuviera tres pelos, ya no sería una barba 


Me gustó oírme decir que tenía la barba agreste. El entusiasmo se acrecentó cuando recurrí a fijar en montaraz el adjetivo que más cuadraba a su intrépido desorden. Quien me escuchó, alertado por saberme inclinado a esas extravagancias semánticas, esperó a que añadiera un término más excéntrico que no supe acuñar. Se deja uno crecer la barba para acomodarse a la naturaleza. En su mayor parte, tiene ya cuerpo de nieve, se ha emblanquecido y no da señales del decaimiento que prospera en la cabeza. Hay algo sobrenatural en el pelo creciendo desde dentro. En las uñas. Son símbolo de algo que ahora no alcanzo a entender.  Con el cuerpo uno debe envalentonarse a veces, darle una épica íntima, decirle quién manda, cómo debe obedecer, qué dislate, doblegar su inclinación a lo pedestre, pero hay ocasiones en donde lo que fascina, en lo que se encuentra un placer absoluto, es abandonándose a su voluntad, dejándolo tomar decisiones, contemplando cómo se encabrita, enerva, levanta, constata brutalmente, sin retórica ni protocolos, el pulso animal de la sangre. La barba es el símbolo de una metafísica.

5.6.23

Elogio de la vigencia de la novela

 

A veces me da por pensar en todos los personajes de novela que sabes que van a morir a poco de que las empiezas o en todos los que no encontrarán el amor o a los que no les sonreirá la fortuna o en esa legión de personajes que no encuentran su lugar en el mundo. Pienso también en el autor, en todos los autores de todas las novelas del mundo, en la responsabilidad que tienen cuando hacen avanzar las tramas y escogen un camino y desechan otro. Y luego entreveo mi propia trama y percibo todo lo que tengo de personaje, en los caminos que se escogen y en los que no, en la incertidumbre de fondo de no saber nunca si la novela es de amor sobre todo o la anima cierta intriga, no mucha, si se me permite opinar, la justa, sin la estridencia de otras que uno admira en la vida de los demás o en las vidas leídas, noveladas, echadas a andar a sabiendas de que acabarán en tragedia.

4.6.23

Elogio del ditirambo

 

Anoche escuché en la radio un programa que hablaba sobre diferentes hypes. Me perturbó el término, que conocía sin verdadera propiedad. Hype es acuñación de reciente curso referida a las expectativas generadas artificialmente para promocionar algo o a alguien en las que se sobredimensionan sus cualidades. Amplificadas, cuando se le ajustan los excesos adecuados, hype adquiere un peso extraño, como de hipido o voz entrecortada. Procede del vocablo inglés "hyperbole", que se restituye casi sin alterar en español. A la hipérbole se le ha dado un aprecio variable e interesado. Se ha preferido siempre ponderar lo sobrio, dar a la moderación o a la mera corrección mayor predicamento. Lo ampuloso, lo grandilocuente, lo rimbombante son registros de una inverosimilitud. Hasta el mismo lenguaje recurre a palabras largas que se pronuncian con cierta precaución para que no se despeñen en la fonética y malogren la intención que secundan. Una que me fascina es ditirambo, esa composición poética inflada de encomios arrebatados, laudatoria, enaltecedora. Se relaciona con el nacimiento del teatro y en estos tiempos de invasiones bárbaras padece el advenimiento de cierto olvido léxico. Aristóteles hace nacer a la tragedia del mismo ditirambo, por ese coro de cincuenta hombres o también niños, que invocaban con su lira (de ahí la lírica) la presencia de las divinidades. No hemos cambiado mucho. El teatro sigue siendo, por fortuna, un diálogo del hombre con los sueños del hombre. La modernidad suele recusar las palabras que huelen a antiguo y las reemplaza por olores nuevos. Todo es cosa de la sensibilidad fonética, ella gestiona la administración del léxico. 

Una vez que un hype alcanza cierta cota de relevancia no hay vuelta atrás. Un hype, una vez viral, es un big bang, una epifanía. Guardo en mi disco duro (en mi cabeza, en algún sector de mi cabeza) algunos hypes que me han desvelado. Y yo ajeno o distraído. Noches enteras considerando la posibilidad de dedicarme enteramente a ellos o renunciar a su influjo y seguir practicando la vida rutinaria que solía. Un hype, si se trabaja bien, puede ocupar un sector virgen de tu cabeza. La mía, talludita ya, hecha a ir y a volver y a disfrutar del trayecto de ida y del de vuelta, necesita un reboot. Manejo estas palabras de poco asiento clásico porque no tengo otras más a mano o por mera distracción semántica. Esta noche he soñado que un hype se asentaba en lo real, mezclándose en mis conversaciones de taberna (hace un rato que vengo de una bien abastecido de viandas y licores) y adquiriendo el rango de verosimilitud con el que ya soy capaz de entablar un diálogo de tú a tú. Es como si la iniciativa Dharma, la de Abrams en Perdidos, se apostara enfrente de casa y a diario viese cómo se mueve la calle. Quien haya visto la serie sabe de qué hablo. Si la ficción se acuartela en la realidad estás en manos del caos. Ya he hablado del caos, pero nunca se habla lo suficiente. Estoy por abandonar el estado armonioso en el que me encuentro y librar la batalla definitiva con el reverso de la fuerza. El lado oscuro me llama. De verdad que hay días en los que uno no sabe a qué aferrarse. Lo peor, no lo malo, lo peor, es que un hype se te cruce por el camino, te mire a la cara, te mire fijamente encima, y discurras con él, lo integres en tus emociones y te pongas a almorzar pensando que en la siesta vas a flipar con todos los spoilers que te cuenten. Debería haber un mecanismo que prohíba que los spoilers invadan tu sueño. Luego buscaré una aplicación que maneje estas reflexiones y las tenga bien integradas en su cadena de ceros y de unos. La AI tendrá algo que decir, pero todavía no la he incorporado a mis dispositivos. 

3.6.23

Elogio de los caballos del cielo

 Piensa uno en cómo ha ido el día, en si ha tenido algo por lo que recordarlo o no ha habido asunto de enjundia ni de alborozo, Piensa en instantes, en lugares, en las conversaciones, en los gestos; piensa en lo que hizo que sonriéramos o que nos achantáramos, en lo hermoso, en lo feo, y es a veces la fealdad la que triunfa, y lo hace de un modo grosero, acallando a la belleza, sometiéndola. Y el bien también se cohíbe en cuanto el mal aparece. Es el mal el ídolo de las mitologías. Las religiones, tan épicas ellas, tan enfebrecidas de metáforas, acuden al concurso del mal para justificar sus discursos. El diablo es el que se construye la narrativa del bien. A Dios, al buen Dios, el fabulado, el creído, el hacedor, el indispensable y el ausente, se le entiende por la cercanía misma del Diablo. Todo a lo que nos acercamos, movidos por ese afán de traducirlo todo a la luz o a las sombras, termina sacudido por esta idea, zarandeado a veces. Por eso el día ha sido bueno o ha sido malo, sin que se pueda introducir en la ecuación un término intermedio, una especie de incógnita voluble, algo a lo que agarrarse cuando acabe la jornada y piensa uno en cómo fue, en si estuvo Dios de nuestra parte, si es que está en alguna, o fue el diablo quien lo manejó todo a nuestra dolorosa contra. No valen, no se registran los términos medios, esa rutina maravillosa que a mi amigo Rafa Padillo le parece una bendición del mismísimo cielo. Tal vez por eso la fe enciende el pecho y agita de gozo puro el corazón, por espantar la rutina, por sugerir una ampliación de contrato, por desbocar los caballos de la muerte y permitir que troten por las nubes. 

Elogio de la desobediencia

  Se obedece porque conviene y se duda porque se piensa , escribe Ray Loriga en Rendición.. Obedecer siempre fue más cómodo que pensar, o má...