25.7.24

La nieve en Lucena



No atino a encontrar razones, quizá la falta de tiempo o que no haya tenido quien me inicie, una mano precursora, un espíritu generoso, los suele haber en ocasiones, te abren puertas que en otro caso estarían cerradas o ni siquiera tendría forma de puerta, ni por asomo podríamos encontrarles la función de crasa y cabal puerta, pero hoy (tal vez mañana recule) no acaba de ponerme entrar en consideraciones sobre el tamaño que tendrá una supernova antes de que explote o la renovación del Poder Judicial o la marca de vaqueros que usa Karol G o la pertinencia de que me chiflen los helados con mayor base láctea pese a que tengan más azúcar y grasas saturadas o la salud financiera de las criptomonedas o el futuro de las energías renovables o la viabilidad de que en el futuro inmediato podamos prescindir de las monarquías o el hecho tangible de que la juventud de ahora se esté arrojando al abismo con alborozo en el alma y ciega fe en la caída. Sigo entusiasmado por asuntos que no despertarán el beneplácito de mucha de esa gente que se interesa por las supernovas, por los vaqueros de Karol G, por la inconveniencia de que no nos importe estar más gordos, por las criptomonedas, por las placas fotovoltaicas, por los reyes que adornan las revistas de papel cuché o por el mocerío que entra en trance sensorial cuando el reguetón extravía el sentido común de sus saltos sinápticos. Adoro las literaturas germánicas medievales, los prólogos de Borges, el Tubular Bells de Mike Oldfield, el nuevo libro de un amigo, el azul del cielo cuando los ojos se determinan a entender el azul del cielo, levantarme muy temprano, prepararme un café y escribir en el patio de mi casa sobre hoy me pone y sobre lo que no, ir esta tarde con mi hijo al cine, admirar el talento ajeno y agradecer que alguien que no conozco haya hecho por mí algo que a veces ni los más cercanos me procuran, leer hasta que me bailan las letras y tener que hacer descansar la cabeza. Va el verano comiendo de mi mano, lo tengo a raya, me duele sin embargo que haga su oficio con ese magisterio sublime,  aprecio que se interese en que no haya día en que algo prodigioso no me conmueva y concilie por la noche el bendito sueño sin haber comprendido algo que la noche anterior se escapa a mis alcances cortos, pero hoy echo de menos la nieve en Lucena. 

24.7.24

Fundación de la luz

 En este cielo lento y exacto 

abreva la luz lo celeste.

En el temblor puro que asiste al vuelo 

se escucha la respiración de las nubes. 

Contad que allí no estaba la sangre, 

ni el pulso feraz de la sombra. 

Mirad el jadear loco del aire 

al desquiciarse en viento. 

Tocad la rosa abajo, ella anhela 

la piedra, que extravía su candor antiguo 

cuando las manos la sostienen 

y consideran el peso de su heráldica. 

Está la cama sin hacer y unos pájaros 

extravían su danza si se saben mirados. 

Abre el día. Todo es sencillo y limpio. 

23.7.24

Para la paz en el mundo

 



A Miguel Cobo, porque también Gershwin pensó en él

Hay palabras contra las que se precave uno: las mira con solemnidad o con temor o no acaba de saber cómo mirarlas, no les asigna una rutina o un uso, y sencillamente las elude, no se da por enterado de que se han dicho o de que se nos ha impelido a que las entendamos y consideremos. Son huecos que no se rellenan, partes de la conversación que hacen enfermar la conversación entera. Siendo tan cruel, a pandemia le dimos carta de normalidad. Se incorporó con pasmosa naturalidad al acervo léxico de cada uno y la manejamos sin el pudor que su daño exigiría: es nuestra, no será fácil apartarla, reintegrarla al lugar lejano en el que estaba antes de que las circunstancias la impusieran a la realidad. Nos atiborran de escrutinios, algoritmos, curvas, estadísticas, ecuaciones y a esos conceptos brumosos fiamos la transcripción fiable del texto: cuando quizá deberíamos haber sido convenientemente ilustrados sobre la locuacidad o la intendencia de las matemáticas. Probablemente ellas solas logren lo que la literatura a veces no alcanza: dar un sentido, invocar un resultado. Hay palabras que se adhieren sin que se aprecie esa sutura. Ahí perduran. Avanzan con nosotros, las creemos familiares, pero no son en verdad propiedad nuestra: son de otros y el azar nos las calzó. Al final somos lo que decimos, lo que escuchamos sin que se nos encoja el alma. Hay palabras con su negro cáncer dentro. Maniobran con artero oficio, prosperan con pasmosa naturalidad. 

Hay hechos admirables que pasan desconcertantemente desapercibidos en el momento en que suceden y que concitan más tarde la unánime atención de los que lo desatendieron. Ganan en trascendencia, en peso en la conciencia, cuando el tiempo los ha hecho permanecer y no ha procedido como suele con las cosas inanes, con las que no tienen autoridad en la memoria. Habrá ocasión en el futuro para pensar en lo que está ocurriendo en estos momentos, sino a un cierto sentido de la autoridad y del equilibrio y de la mesura que se está perdiendo con celeridad y que no está convenientemente alertada por ningún observatorio social (aunque haya muchos que la aireen y den inequívocas señales de alarma) ni por el privado tamiz de cada uno (aunque haya quien razone el desquicio y se lamente por su causa). Me refiero al negacionismo, que viene a ser el constructo ideológico de cuantos sienten que hay maquinaciones por doquier, conspiraciones en cada departamento de cada ministerio y falsedades en las resoluciones que la ciencia o la historia aportan al acervo del progreso. Eligen la mentira, en lugar de confiar en que la verdad pueda ser confiable y responda a las grandes y a las pequeñas preguntas que se nos van ocurriendo conforme vivimos en sociedad y convivimos con nuestros congéneres. Eligen la hipótesis de que estamos siendo manejados, lo cual da a todo una pátina de incómoda inverosimilitud. Prefieren la controversia, abrazan (con fiereza muchas veces) un escepticismo que descree por norma, sin hacer intervenir ninguna operación empírica, tergiversando y manipulando, falsificando y deslegitimando. Desestiman la realidad porque no encuentran acomodo en ella, las más de las veces. Niegan lo evidente por pura falta de información o por escaso interés en dejarse convencer por la elocuencia de esa información. Negar es en determinados casos presumir de que la inteligencia ha fracasado. 

Prevalece la intolerancia, no la concordia. Impera la objeción hueca, no la sensata, que debe existir y hacer que la verdad prospere. A este delirio contribuyen los mismos instrumentos que tratan de desmontarlo: las redes sociales facilitan enormemente la desidia intelectual. Oigo lo que quiero escuchar, me adhiero a una teoría sin demostrar conocimiento alguno sobre la materia sobre la que versa, soy lo que más me conviene ser, lo que se me diga que pueda ser, cuanto no me lastime más de la cuenta ni me haga pensar en demasía, eso se podrá escuchar. Tal vez lo que se colige de todo este pandemónium es la pereza a la que peligrosamente nos estamos inclinando: no es que no haya cultura, es que no hay deseo de ella, ni agradecimiento hacia quienes la poseen y hacen que todo sea más placentero y vivir sea un festejo. Se niega el holocausto, la pandemia, la esfericidad de la Tierra, la locura de las guerras, la pujanza de algunos líderes infames de un mundo infame. Ayer de pronto me sentí esperanzado, no sé si duró mucho ese súbito destello de algo feliz. Vi a la sucesora del apartado Biden, su vicepresidenta, Kamala Harris, saliendo de lo que parecía una tienda de discos. El video no debe ser actual, pero convino que se rescatara tal vez. Enseñaba a la prensa apostada en la puerta sus adquisiciones: tenía unos vinilos (grandes y hermosos) de Charles Mingus, de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong... Estará todo perdido, pero alguien que podría gobernar el mundo escucha la misma música que yo, manejamos el mismo léxico, entendemos las mismas palabras. En ese disco está una de las canciones más hermosas que se han escrito. Lo hizo George Gershwin y yo la he escuchado las veces suficientes como para pensar que la escribió para mí y que todavía no he podido expresarle la gratitud por ese regalo. Tal vez Kalama piense lo mismo. Ojalá. Del otro ni me pringo a escribir. Hay nombres contra los que se precave uno. 

22.7.24

Un sueño dentro de un sueño

 EL

Cuando despierta, ya no llueve. La envuelve el olor a tierra mojada y remolonea en la cama, tapada hasta la nariz, acomodando todavía el cuerpo al colchón un poco duro, a la espera de que el sueño regrese y pueda concluir lo que no recuerda. Del sueño, o de lo que se ha salvado del sueño, recuerda una puerta y también (brumosamente) un jardín detrás de esa puerta. Conversaban alrededor de una mesa unos cuantos amigos de cuando ella era más joven. Uno, que fue novio suyo entonces, hablaba de perros, de lo nobles que eran. Otro decía que el caballo era el animal noble de la creación. Un tercero, distraído, no se percató de que un perro se le venía encima, lo derribaba y lo mordía con saña en los brazos y en la cara. Solo ella se le acerca, aparta como puede al animal y le pregunta, preocupada, cómo está, si le duele algo. Ahí acaba bruscamente el sueño o la parte del sueño que milagrosamente ha recordado. Al despertarse oye unos ladridos. Vienen de afuera. Deja  la cama y se asoma a la ventana. No ve nada. Vuelve a refugiarse entre las sábanas y se lamenta de no saber cómo acaba la historia. Si su amigo se repone, si la conversación añade un animal de más nobleza que el caballo o que el perro. Entonces escucha un caballo relinchar afuera. No es un sonido que pueda confundirse con otro. Además parece que le estén incomodando. Como si pugnara por zafarse de un jinete indigno, uno que lo vejara o que lo lastimara. Nada, sin embargo, le concede la presencia de un caballo o de un perro. Así que se acuesta nuevamente. Antes de conciliar otra vez el sueño , el de los perros, el de los caballos o cualquier otro que la alivie del cansancio  que la embarga, coge un libro que tiene en la mesita de noche. Hace días que no lo lee. Lo abre con delicadeza, con amor, con respeto. Sabe qué le espera. A poco de que se le cierran los ojos, cree escuchar otra vez relinchos y ladridos. Decide no levantarse. Incluso el olor a animal impregnado en el aire no la fuerza a dejar la comodidad dulce del sueño. Al concluir ese limbo impreciso de caballos y de perros, se asea sin prisa, prepara un café reparador y enciende la televisión. Nunca lo hace, pero ese día piensa en qué pasó en el mundo mientras ella soñaba. El presentador refiere que un camión que transportaba caballos se había empotrado en un casa lindante con la carretera, una perrera, al parecer. Los perros muertos se cuentan por decenas, añade. Los  caballos galopan alocadamente por la calle. Los gerentes de la perrera lamentan lo ocurrido y piden a las autoridades que investigue si el conductor iba bebido o sólo fue un desgraciado despiste. Es entonces cuando decide acostarse por tercera vez. Cree que podrá deshacer la tragedia si la sueña. Quizá no escuche ladridos ni relinchos. Tan sólo desea enmendar la parte dolorosa de la realidad, los episodios trágicos de la trama.

21.7.24

En el corazón del aire

 Lo arrobado, lo que embelesa, fascina o arrebata no funciona sin que lo sosegado, reposado o aplacado ande cosido a su costado. Hay días de contemplación botánica (ves las rosas en el patio y descubres que puedes echar media mañana ocupado en descubrir cómo crecen) o de trajín inaplazable (ves la calle como un vértigo, miras dentro de tu cabeza y tu cabeza es una extensión de todas las calles posibles). Hay canciones que son la vida. Hay abrazos que sanan. Hay adjetivos que hasta tienen su contrapunto fonético. Como si el sentido de lo que expresan precisara una restitución con más empaque, que en el decir, su solo desempeño físico, contrajera ya un cierto compromiso con lo que significan. Las palabras funcionan como imanes. Hoy las tendré a mi cuidado. Es un trabajo metódico el que solicitan. Basta una que no case con la que la escolta hacia la siguiente o con la que la ensambla con la anterior para que todas las convocadas malogren su presencia. Alguna felizmente solicitada podrá justificar la compañía de las demás. Avanza lo escrito a ciegas a veces, pero con próspero afán de que la luz lo abrace. Sigo corrigiendo mi novela. 

20.7.24

Chet Baker habla con los ángeles

 La ocupación del ángel es la música de las catedrales. No podemos escuchar el arrullo de la piedra cuando la lame el tiempo. Nadie ha entendido esa destreza sutilísima con la que el cielo festeja sus esponsales con la tierra. Pertenece a la liturgia de su vuelo invisible. Solo nos acercamos a los ángeles por la fragilidad y por la ternura. Solo nos incumbe el fulgor de lo oculto. Un ángel es un ser puro que no conoce la sangre ni rubor de la muerte al derramarse en el corazón de los elegidos por la gracia infinita de la luz. Chet Baker fue un serafín, un querubín, un elegido por la divinidad para el coro de trompetas de las alturas, pero también fue un hombre, un ser frágil y tierno que veía ángeles cuando tocaba. Era uno de ellos. Debió retirarse cuando pudo, dejar los escenarios, recogerse en uno de esos apartamentos iguales a todos en los que haría una vida familiar y gris, pero ni se le ocurrió atenuar el don con el que fue bendecido. Tal vez hubiese sido lo mejor, desaparecer antes de que le partieran los dientes y peligrara el embocado en la trompeta o incluso antes de que la sangre fuese un vértigo y exigiera el tributo de todas esas moléculas negras que embotaban su cabeza y le hacían tocar como un ángel resucitado. Probablemente no recordaría cuando enloqueció toda esa sangre que lo hacía moverse y seducir a todos a los que lo trataban. Su vida fue un ejercicio de conquista y de desprecio de lo conquistado. Como la de cualquiera. Nadie que lo hubiese conocido diría de él que fue un buen tipo, pero ninguno renunciaría a extasiarse cuando contaba invocaba el triunfo del amor al hacer sonar las melodías. Lo que no estaba dispuesto a sacrificar era el hechizo de la música en su cabeza. Quizá fuesen las canciones las que lo mantuviesen en pie. Mientras tocaba era el joven lozano que encandiló a las niñas y a los grandes músicos negros del jazz que amaba casi por encima de todas las cosas. En sus últimos discos se aprecia el descenso a los infiernos. Hay piezas que duelen en el alma al escucharlas. Se entrevé el roto del hombre y el esplendor de su empeño (divino ese afán) en desoír las hormigas al mordisquearle la piel. Eran un ejército las hormigas. Él permitía que trepasen su cuerpo desmadejado, apenas las apartaba con la mano. Si uno escucha con la atención debida esas grabaciones últimas, se escucha a las hormigas avanzar por el metal de la trompeta. Yo fui el mismísimo Jesucristo, le dijo una vez a una de las mujeres a las que embelesó. Fueron muchas, no llevaba la cuenta, cualquiera era útil para cerrar los ojos y perderse en la carne o en la heroína. Era de embelesar todo su ser, su apostura de serafín tocado por la fortuna. No llegó a cumplir sesenta años, pero vivió tres siglos. Fue el niño bonito de los clubs. Charlie Parker se prendaba de su delicadeza. Cuando Down Beat, la biblia del jazz entonces, le votó como el mejor trompetista en 1953, Chesney Henry Baker Jr., el hijo de un guitarrista de segunda y una vendedora de perfumes, decidió ser Chet Baker. A partir de ese bautizo privado se fue diluyendo, convirtiéndose en un guiñapo, en un fantasma.

Se murió tarde. Podía haberlo hecho diez años antes, veinte. La teoría menos verosímil es la de que Chet cayó al vacío en un hotel de yonkis de Amsterdam mientras escalaba su fachada en busca de su trompeta. Lo urgió cierta dignidad. Se entiende que algo de ella quedara, a pesar de todo a lo que renunció para no parar de tocar y de meterse. La argucia circense (una osadía en un cuerpo tan roto como el suyo) era evitar pasar por recepción tras haber sido expulsado del establecimiento por no abonar la cuenta. Extensión de ella, hay otra teoría en la que, a Chet, por la traza ruinosa que exhibía, la cara devastada, la voz débil, le requirieron en la recepción que abonara la estancia por adelantado, lo cual lo irritó al punto de envalentonarse y encaramarse hasta su balcón para precipitarse desde la segunda planta. La versión más lógica, no la más apetecible, refiere que subió a su habitación a por tabaco y, al comprobar que no tenía la llave y estar abierta la pieza contigua, salió al balcón y trató de alcanzar el suyo. La que jalean los inclinados a alimentar la leyenda (somos muchos, todos tenemos una narrativa que glorifique su sacrificio) es que sencillamente se arrojó desde el balcón. Los negacionistas del suicidio anteponen que esos años por Europa fueron felices, qué dislate. Tocaba en la calle, anónimo y nuevamente agasajado por el entusiasmo. Grababa cuando podía. Se relacionaba con músicos jóvenes que adoraban al divo que vino de California con el bebop en la piel, el que había conocido a Gerry Mulligan, a Charlie Parker, al mismísimo Miles Davis. Volvía Chet a su repertorio clásico y se atrevía a cantar My funny Valentine o I fall in love too easily. Su voz, limitada, pero absolutamente deliciosa, seguía emocionando: acariciaba como siempre, sin afectación, apenas subiendo el tono, como si hablara. Hay cientos de ediciones de esas sesiones en vivo. Algunas rutinarias, mal registradas, con un sonido que abochorna, pero también sinceras, como si empezara otra vez y tuviese veinte años y tuviese la cara de un ángel recién descendido de la derecha del Padre.

Las personas felices carecen de biografía, escribió Simone de Beauvoir. Chet Baker fue un infeliz. Tocaba para arrimarse un poco de la felicidad de los demás. Soy feliz si os veo felices, parecía decir. Esperaba que algo lo deslumbrara para comenzar a desvanecerse en el escenario, de ahí que al final siempre pidiera una silla. Ninguna en particular, cualquiera en la que pudiera mantener el equilibrio, pensar que no estaba allí en pie, conversando con los demás, ofreciéndose. El cuerpo era cada vez cualquiera cosa menos un cuerpo. Se caía a pedazos, se advertía la enfermedad devorándole los órganos. Difuminarse quiso, como quien se embravece y fulgura, como el que se sabe perecedero y decide consagrar su estancia en la tierra al ejercicio de sus vicios. Era la dignidad de un hombre íntegro, aunque roto. El hecho de sentarse en sus últimos conciertos le daba la serenidad precisa para no caer de bruces en mitad de una pieza o reprender a los músicos por no seguir la melodía o perder la cabeza y abandonar el escenario para meterse una raya en el camerino o todo eso juntamente muchas veces. Pienso que cada vez que tocaba se moría un poco, adquiría la condición de fantasma, su bruma sin brújula, su etérea vocación de susurro. Ahí le vemos en esa especie de contemplación de sí mismo, hospitalario con sus debilidades, en la etérea asunción de un destino al que gozosamente se arrojaba. Daba igual qué canción tocase. Todas eran la misma. Más que el desenlace, conmueve la ridícula manera de clausurar una vida sublime, entregada a la restitución de un don, y, al tiempo, trágica, triste, inconcebiblemente penosa.

Chet Baker entró en un delirio del que ya no salió. El jazz cobra esos peajes. Todo el arte podría reclamarlos. A veces no exige ninguno, solo hay que pensar en músicos como Dizzy Gillespie, que fue un profesional sin vida privada sobre la que edificar una religión blasfema, pero quizá no estemos hablando de jazz. Los músicos, cuando tocan, dan cuerda al mundo. Chet también hizo que girara el mundo al cantar. Nadie ha cantado como Chet Baker. Quebradiza, angelical, volvemos a la sustancia arcangélica, su voz preludiaba el destrozo que llevaba dentro. Cayó de un cuarto piso. Habrá un momento en que no quepa más veneno en el cuerpo y el aire convide al genio a clausurar su trasiego y cerrar definitivamente los ojos. Antes de precipitarse, unos traficantes le habían roto los dientes. Se ha escrito mucho sobre los dientes de Chet Baker. Antes de perderlos, fue uno de esos poetas sublimes del jazz —con Bill Evans, con Charlie Parker, con Lester Young— que hacían bailar el alma o la prendían de amor. Como si tuviera alas: así tituló su autobiografía. Hoy, escuchando My funny Valentine, he tenido alas yo mismo. Qué preciosa melodía, qué adentro llega. No es nada que requiera disciplina. Se siente que vivir vale la pena cuando uno aplica con esmero el corazón. Porque a Chet Baker se le escucha con el corazón. No basta el oído. Querría uno pensar que ahora estará hablando con los ángeles. Les tocará algo de los años dorados. Nunca dejaron de serlo.

La canción de Annie

 


Tuve un profesor de inglés en el instituto que venía de vez en cuando con una canción bajo el brazo. Repartía las fotocopias y la escuchábamos hasta que la letra nos salía por las mismas orejas. Curiosamente ése es el recuerdo que tengo de él. El de atinar en la canción, en hacer que algunas de ellas se guardaran y todavía me emocionen y hagan que aquellos años regresen con una claridad pasmosa. Recuerdo Message in a bottle de The Police, Bridge over troubled waters de Simon and Garfunkel, The partisan de Leonard Cohen, We've only just begun de The Carpenters y esta maravilla de John Denver. Hoy soy yo el que reparte las fotocopias. Son The Rolling Stones (Angie), Phil Collins (Yoy can´t hurry love), Elton John (Your song), Bob Dylan (Man gave name to all the animals), The Beatles (Yesterday) o incluso (a petición popular, no mía) Katy Perry (Rour). En cierta ocasión, un alumno (ya metido en doctorados y en cosas que no sé ni nombrar) me dijo que fui yo el que le enseñó quiénes fueron los Rolling. Hasta les puse un video de sus satánicas majestades en Hyde Park. No eran tiempos de banda ancha ni de youtube así que tiré del VHS que tenía en casa y de la tele gigantesca que iba de clase en clase en una mesa con ruedas que chirriaba pasillo abajo como si la estuviesen matando. Una vez, en una barra de un bar, algunos años después, hablamos de este bucle. Le dije que el círculo se había cerrado. En lo demás, Pepe (nunca fue Don José), el maestro del Instituto, en Córdoba, se ha difuminado. Quizá otros maestros permanecen con más afecto o hicieron que yo fuese mejor alumno o mejor persona.  Lo que no se han borrado son esas diez o quince canciones, no debieron ser más. Ojalá un día él pueda cerrar el círculo conmigo en alguna ocasión en que me encuentre. Le diría que una parte de la razón por la que yo haya sido maestro vendría de esta canción de John Denver, que el buen hombre (le recuerdo grande y de una paciencia sobrehumana) escogió para que nos animáramos en el aprendizaje del idioma. No sé si lo reconocería. Hasta he perdido el recuerdo de su voz. La memoria es un artefacto antojadizo, pero en ocasiones comparece limpia y nos hace sentir gratitud. Esta mañana, bien temprano, he buscado el disco de John Denver y he viajado a 1980. 

19.7.24

Espiritual décimo de los lamelibranquios

 


En el momento en que la luz fue un zapato que me apretaba insoportablemente el pie decidí que cerraría  los ojos. Así me manejo a veces cuando algún dolor del que desconozco el origen y su remedio decide contrariarme. Tienen vida propia los dolores. Una vez que han dado con una casa acogedora, los hay con ciega propensión a no moverse. Medran a conciencia, se vienen arriba con entusiasmo, perpetran un saqueo severo, se jalean entre ellos cuando uno se embravece y corona alguna cima heroica. Así actúan, a lo que he visto: encuentran un cuerpo, les da igual que sea viejo y esté abatido o lozano y todavía sin fatiga, lo colonizan, perpetran escaramuzas imperceptibles por toda su red de músculos, de arterias, de vasos que se comunican y de órganos que huelen a escombro o a niebla. Primero el escombro; después ella, la niebla. Conforme avanza, el aire es agua o es fango. Cualquier cosa que impida las normales maniobras respiratorias. Su prosperidad es mi derrumbamiento. Toda mi vida tomé precauciones contra el dolor. Me animé a desoírlo, hasta pagué unas sesiones de control mental de las que solo recuerdo el amarillo suicida del diván en el que me arrojaban. Cegarme fue una medida extrema, un desvanecer la luz, un túnel dentro de un túnel, pero las grandes aventuras del espíritu humano precisan intervenciones drásticas y admito que en ese momento no se me ocurrió ninguna que la reemplazara. Tampoco ahora, aunque sea tarde. De resultas de esa pesquisa moral que ocupaba toda mi cabeza de la mañana a la noche y que ni siquiera los sueños lograban interrumpir, decidí no levantarme de la cama hasta que el dolor en los pies remitiese y mis ojos pudiesen abrirse sin que la entereza promiscua de la luz los lastimase. La vigilia se ha convertido en un jardín negro, el sol es una máquina rota en el impensable cielo. Vivo en las ruinas de mi pereza. El cuerpo humano es una construcción arcana y compleja de la que apenas sabemos nada. Se le hace poco aprecio, lo ponemos insensatamente a prueba y él recuerda, él urde su venganza, va tomando nota de los atropellos y llega el día en que abdica, se retira: ya he hecho mi trabajo, no doy para más, ha sido hermoso, haré amena la noche de los gusanos, parece decir. Yo he descubierto conexiones entre mi pie derecho y mis ojos que no son las comunes, por lo que he podido indagar. También es posible que mi oreja izquierda comunique con el dedo pulgar de mi mano derecha, pero esa manifestación sensible duró poco y apenas pude recrearme en su recuerdo y hasta es posible que la haya fabulado o pertenezca a la trama de uno de esos sueños que con frecuencia suceden en mi cabeza sin que yo pueda manejarlos. Son de pura luz los sueños, son la memoria de la luz, son el depósito de la arcilla primaria del principio del caos, cuando el mundo se desdecía y mi corazón era un caballo loco en una tormenta futura. Mi vigilia es un sofisticado entramado de repositorios metafísicos. Investigo las taxonomías de los lamelibranquios, anhelo dar con la especie única en la que se proclama la permanencia de los primeros átomos del cosmos. Ahora me duele el dedo meñique, ahora el sol que me observa. 

18.7.24

Una vida lenta


 



Nunca he estado en una quinta porteña leyendo los poemas vanguardistas del primer Borges, ni en la cubierta de un barco que atraviese el Bósforo en las postrimerías de la primera gran guerra, ni escuchado a Horowitz ejecutar una mazurca de Chopin en el Carnegie Hall. Tampoco me agasajó la vida con ver la luna sobre la calle Bourbon, pero he visto al ángel de la dicha al acomodar mi cuerpo al sofá y entender la absoluta bondad del descanso. Tengo toda mi esperanza en su plenitud. Una vida lenta es lo que uno quiere. A veces cuenta la lentitud, ese dejarse llevar, ese no estar, ni siquiera parecer que se está. La posibilidad de que pueda uno detenerse, pensar sin tener que nada de lo pensado exija revisarse o convenirlo una corrección o un añadido. Solo obedecer al cuerpo, que a veces pide un receso, una especie de intimidad que no le concedemos casi nunca. Después volver, acudir a donde se solía, saludar como entonces, beber en la barra del bar, mientras los cercanos despachan las razones de sus cosas. Se tira uno la vida entera, la vida lenta y la acelerada, buscando razones a las cosas. La velocidad es el ánimo envenenado, la condonación de lo adeudado a uno mismo, la revelación de un deseo ajeno, la imposibilidad de ser hospitalario con el tiempo y tomar de él su sustancia más dulce. 

16.7.24

Una tregua


 


Del que tenemos al otro lado del espejo sabemos poco porque no le permitimos entrar. Igual es él quien nos censura, el que no se atreve a dar el paso, el retraído, temeroso de que lo importunemos. A veces, en un gesto fugaz, miramos el espejo y advertimos que está ahí detrás, perplejo. La suya, su perplejidad, no difiere de la nuestra. O eso es lo que predecimos, a cuanto alcanzamos, todo lo que se nos ocurre idear para entablar un pequeño diálogo. Es la sombra, es la conciencia, es el que en los sueños hace lo que anhelamos. Incluso lo que ni nos atrevemos a anhelar. Es bueno pensar en los espejos, en los sueños, en lo que, a fuerza de oculto, parece que no existe. Esa es la verdadera línea roja. Toda la literatura es una tentativa de acceso a ese paraje oscuro, luminoso cuando irrumpe. Tampoco hay que desoír al que lo mira, el que afronta la verdad del espejo o su verosímil trama de engaño. Hasta dudo de que yo ahora esté escribiendo y no sea el otro quien hace escrutinio de lo que sabe y vuelva lo que más eficazmente me confunda. Le pediré hoy al espejo una tregua. Por ausentarme hasta que eche de menos al que desde su elocuencia limpia me cuestiona. Poco más que considerar: la perseverancia de la mirada, esa promesa de precursor futuro. 

La nieve en Lucena

No atino a encontrar razones, quizá la falta de tiempo o que no haya tenido quien me inicie, una mano precursora, un espíritu generoso, los ...