Hoy escucharé a alguien desear felicidad a otro que pase cerca. Se lo dirá sin entusiasmo, como el que vaticina que habrá lluvia por la tarde o que pronto hará frío. No pillaré (no podré) el antes y el después de ese obsequio sintáctico: "Que seas feliz". Tal vez sea su cumpleaños o salga a un viaje maravilloso o acabe de casarse o de separarse. Quien lo pronuncie (que seas feliz) no tendrá mayor conocimiento de quien escucha. Será cualquiera. No se precisará otro requerimiento que la coincidencia en una acera o en un ascensor. Tan solo emitirá un deseo y esperará que otro se lo restituya a él para que claudique la tristeza en el mundo.
11.9.24
9.9.24
La abeja industriosa en el terrón de azúcar
8.9.24
El imperio Yegorov / La salvación por la literatura
Hay novelas que tienen muchas novelas dentro, matrioskas rotundas que inacabablemente codician que la mano que las hace surgir se engolosine con la endiablada empresa de agotarlas. También puede concederse la idea de que esas novelas no requieren un único lector, sino que favorecen la comparecencia de muchos. Al sobrecogido (privilegiado y eufórico también) depositario de esa encomienda, la de escindirse en otros y finalmente saberse obligado a regresar a ser nuevamente la unidad, esa condición aburrida de la existencia que la literatura, la buena literatura, mágicamente contradice, se le está entregando con esta novela un artefacto de meticuloso y certero alambicado: las circunstancias que se narran discurren con absoluta precisión, no hay nada dejado al azar, cada pieza ensambla con las que tiene a su vera y, milagrosamente, con todas las que se disponen en el tablero de la trama. Y qué trama la de "El imperio de Yegorov", la espléndida (lo diré más veces) novela de Manuel Moyano.
Lo más difícil de armar una novela y darle consistencia definitiva (en estos días sé bien de lo que hablo) no es tomar una frase desde donde arrancar, ni siquiera una historia, que no siempre tiene aire de novela, pero no es incumbencia del escritor, sino de quien lee, una historia a la que calzar unos personajes, un nudo fluido, el desenlace prescrito: es la elección de quién narra. Ahí podría residir la entera rendición de sus virtudes . El recurso de Manuel Moyano es uno de los más felices atrevimientos que este lector se ha encontrado: no propicia un único contador de esa precisada historia, no le arroga a ese fabulador omnisciente una intendencia, prefiere no atribuir a alguien la urdimbre del entramado estrictamente narrativo. Este novelista (prodigioso, lo diré más veces) se las ingenia para servirnos esa trama asépticamente, aunque luego esa limpieza no sea tal. No habrá nada que nos haga descubrir una injerencia del autor, una inclinación a que prospere algo suyo. Con todo, paradójicamente, habrá quien descubra la intimidad del que escribe, que recurre al humor, ocupado cuando se le precisa en aligerar la atrocidad de lo narrado. Así leemos fragmentos del diario de un antropólogo japonés, transcripciones de interrogatorios, informes de una agencia de detectives norteamericana, informes policiales, conversaciones telefónicas, correos electrónicos y postales, comentarios en un blog, obituarios, entrevistas, informes forenses, SMS, telegramas, noticias de prensa y hasta un prospecto farmacéutico. Todas esas piezas casan con maestría. Si de ese cuerpo de pruebas periciales se retirara un miembro (uno pequeño, no sé, uno de esos correos, una página de un diario) todo el organismo se desmoronaría, perdería ese sentido de presencia total, de minucioso puzle compuesto con asombrosa paciencia. Ese despliegue logístico se manifiesta con una claridad apabullante. Moyano hace de ventrílocuo: las voces que adopta modulan timbres tan diferentes que asombra pensar que una sola garganta los ha fabricado. Los personajes que ocupan todos esos fragmentos son reconocibles, tienen su hondura. Incluso a los (en apariencia) más irrelevantes se les ha entregado un propósito limpio y útil.
De "El imperio de Yegorov" he dicho que es una novela con muchas novelas dentro. También es una novela de género multidisciplinar. Caben en ella la distopía, la conspiración, el thriller, el terror, la aventura. Leer esa concatenación de registros (volcados con ardorosa voluntad compilatoria) no malogra el avance casi marcial de los acontecimientos que consignan. A modo de incitación al lector todavía desavisado, baste decir que el relato comienza con una aventura (la de una expedición en Papúa-Nueva Guinea) en 1967 y finaliza en Moscú en 2042 con un apocalíptico orden político manejado por un oligarca invisible, el tal Yegorov. Entre un hecho y otro sucede el advenimiento del caos, perezoso al principio, voraz más tarde. El interior de la panza de ese monstruo recién alumbrado es inconfundible, lo vemos a diario, se ofrece con candidez de rutina en los informativos y consiste en la normalización del mal, en la verosimilitud del mal. A fuerza de asistir a su desempeño cuesta ya reprobarlo, advertir que todo lo narrado en esta inquietante historia no es enteramente atribuible a un escritor talentoso, Moyano lo es con colmo, sino que parece consecuencia natural de estos tiempos de zozobra patológica. No hará falta que traigamos ahora el infierno al que se nos hizo bajar cuando irrumpió el covid-19 y la palabra pandemia se incorporó a nuestro lenguaje cotidiano. No es ajeno el mundo aquí representado, no es el futuro el tiempo en que sucede: es aquí, es ahora. La novela se antoja así una mordaz crítica del sistema capitalista o del totalitarismo que pugna por ocupar las bancadas de la democracia o un memorándum sobre las causas de la demolición del mundo tal y como lo conocemos o un panegírico sobre los motivos del lobo (hay tantos, tan bien ocultos). Una vez que hemos sentado a la bestia a la mesa no tendremos recursos para disuadirla de su oficio. No digamos más de lo que debemos, hágase el favor de descubrir la razón por la que este libro es tan bueno por su cuenta. Por eso (continuo con las emociones) da miedo llegar al final de esta rendición de horrores. También es ese género se aviene al repertorio de disciplinas narrativas de "El imperio de Yegorov", quizá trágicamente.
Es muy disfrutable la metaficción alojada en la novela. Las citas que la abren pertenecen a personajes. "El arte existe porque somos conscientes de que algún día vamos a morir. ¿Seguiría creando si dejase de tener la certeza de mi muerte?" (Leonard Schuwarge (1982-2041), compositor y cantante norteamericano). La propia dedicatoria ("A la memoria de Kenneth Graff") también remarca esa intención de verosimilitud, de reportaje periodístico. Todo ese escrupuloso afán de separar lo real de lo puramente ficticio funciona sin fracturas, pero es inevitable extraer una crítica despiadada hacia la condición humana y plantearse (bullen todavía en la cabeza como pequeñas hormigas que trasiegan con sus dientecitos en la blanda blonda de la conciencia) una metafísica, una prospección filosófica, un debate (no nuevo) sobre los asuntos capitales de nuestra estancia en el mundo y sobre, muy especialmente, sobre la propiedad de esa residencia. Otro mérito de Moyano es no caer en arduas digresiones: lo hace todo tan fácil, es tan elocuente la sencillez con la que nos sumerge en las vicisitudes de todos esos personajes estrafalarios, excéntricos, corruptos, vivos, al cabo. Porque es de la vida de lo que trata la novela. Su asunto es la inmortalidad, lo cual es una manera de decir que su asunto es el tiempo. Y todo está embadurnado de una inquietud que acongoja. Prevalece la idea de una industria farmacéutica que maneja el bienestar de la humanidad bajo la tutela de una élite política corrompida, uno de esos supragobiernos afincados en la sombra, afiliados al medro personal y también (más ansiosamente) a esa idea también antigua de poder omnímodo, de control total. El desenlace (no hará aquí destripe de su apoteósico, permitidme, cierre) es elusivo, deja a cada lector en la niebla a la que desee acogerse, nos faculta para discernir qué papel tomaríamos si alguien nos propusiese que vamos a vivir para siempre, aunque ese milagro requiera un tributo y nos haga, en el fondo, unos desalmados. También podría ser el alma, ya que se cita, otro de los temas intervinientes en la caleidoscópica trama.
Leí una vez que todo descubrimiento es una mera constatación. Todo está escrito, no hay nada nuevo. El anhelo de la inmortalidad está en los relatos fundacionales, toda esa salmodia perdida en el inicio de la civilización. Moyano cita el ejemplo de Gilgamesh, narración escrita más antigua que se conoce. En ella el hombre pierde su inocencia al saberse mortal. Esa revelación es con toda probabilidad el inicio de las religiones. Desde entonces, no ha cambiado mucho la cosa. Seguimos construyendo templos que nos educan en la omisión de la idea de que un día moriremos. No hay templos en "El imperio de Yegorov": han sido reemplazados por farmacias sofisticadas. La química hace las veces de Dios, que se ha difuminado, que ha perdido el interés (bien usado el sustantivo) que despertaba y queda como figuración mitológica. Como el mismo rey sumerio. En el inventario de la literatura que se ha aproximado al mito de la inmortalidad habrá que hacer un hueco a esta novela. Parece poco ser finalista del 32º Premio Herralde de Novela y ganador del Premio Celsius en la Semana Negra de Gijón, con todo el respeto al ganador del Herralde de ese año y a los dos certámenes (de prestigio) en sí.
De amar a los libros se acaba amando a las personas. Lo esperado hubiera sido cambiar el orden, pero hay libros que permanecen sin la mutabilidad que a veces esas personas muestran. Al leer damos con el que somos, encontramos esa pieza que no teníamos o acabamos por ensamblar (unos con más atino que otros) las piezas sueltas, las que no sabíamos qué hacer con ellas. Releer un libro es volver al que fuimos cuando lo abrimos por primera vez. Ni el libro es el mismo ni tampoco nosotros. Ya saben, lo del río de Heráclito y todo eso. La relectura de “El imperio de Yogorov”, algunos años después, ha sido clarificadora, pero, más que nada, ha sigo brutalmente actual el adjetivo está bien traído. Han pasado tantas cosas desde que se publicó (y pasan y no arresto un ápice de clarividencia al vaticinar que pasarán más elucidatoriamente) que la tragedia sospechada entonces (2015) se ha confirmado hoy. Perturba la anticipación, cualidad inherente a la ciencia-ficción, con la que el autor supo plasmar un futuro plausible, distópico, vertebrado sobre la tradición clásica (Conrad, Orwell, Atwood, Bradbury, Dick, cualquier autor conspiranoico) y arrojado a la actualidad ineludible (Trump, Musk, Putin, esa comandita de descerebrados con mando), tan devastadora a veces.
Leí la novela de Moyano poco después de que se publicara. Creo que aprecié casi tanto como ahora su soberbia literatura, aplaudí esa manera de contar las cosas, no conocida por mí: hay tanto que leer, nunca agradeceré lo suficiente mi impericia lectora, ese saber mucho, ese haber entrado y quedado a vivir en muchos libros y, al tiempo, reconocer que, por mucho que se haya leído, no se ha leído lo suficiente. La noticia de que el autor vaya a sacar un nuevo libro, "Las versiones de Judas" en la maravillosa Talentura hizo que regresara a Yule, a Osaka, a Pasadena, a toda esa escenografía en la que los inoculados, los aspirantes a la inmortalidad, se congracian con su condición de privilegio (gente con dinero, la cúspide de la pirámide social) y los parias (los pobres, los que carecen de posibles, eso decía mi abuela) sirven como cobayas para que el fármaco (la muchas veces citada "elatrina", la sustancia vivífica, procedente de la madre naturaleza, pero sintetizada por la ambición humana, hecha loca panacea de la vida eterna) se contraste y pueda expenderse para que el imperio (el de Yegorov o el de cualquiera con su perfil demoníaco) controle a la entera población humana. Esperemos que "la aurora del Zar" no amanezca sobre el mundo. En todo caso, esta pieza de motivación satírico-apocalíptica (déjenme que me extasíe con la acuñación) es un monumento a la literatura, que es la medida del hombre y, en este en particular, su tabla de feliz náufrago. Así que, háganse el enorme favor de agenciarse esta novela y devorarla con la fruición del hambriento, del que padece la sed y de pronto ha encontrado un vergel y una fuente.
6.9.24
Epopeya del Mayflower en los ríos del tiempo
Yo fui uno de los 102 peregrinos que el seis de septiembre de 1620 partieron del puerto de Plymouth en la vieja Inglaterra, yo escuché el crujir del océano y la respiración costosa de los gusanos al morder la madera durante la vigilia de 66 días, yo quise crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida. Tenía cien hijos en las manos. Era el heraldo de los ángeles más puros. Desde mí salían pájaros de oro. Olía a savia. En mis pulmones los demonios de la carne masticaban hambre. Mi barba olía a herrumbre y a escorbuto. Yo en los salmos del futuro. Yo escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula. Yo seré todos los poetas de América. Estaré en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Fatigaré los altos palacios de las nubes con mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre se recitará en las templos de la tierra. Podréis verme en la guerra primera del nuevo mundo con el lábaro de la sangre de Cristo. Yo el héroe, el traidor, el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas, infinitas hormigas con lujuria infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones del cosmos. Ahí el fulgor de todos los verbos que explican la fe en el aire. Veo un carro de heno en las montañas donde los pájaros escriben en ciego vuelo la última voluntad de los profetas. Mi amor de 1620 está esperándome. La oigo desde aquí. La siento permanecer en la sombra, aquietarse en la sombra, morir en la sombra. Lleva desde 1620 ocupada en esperarme. Me reprende a veces. Tardas, no sé esperar, no sabes venir. Esperar es confiar en que alguien venga. Hay quien espera sin motivo. Por atribuirse un oficio, por imponer a la realidad un gesto.
Yo fui un músico de sesión en las sesiones de Estocolmo de Eric Dolphy en 1961. Tocamos God bless the child a las ocho de la mañana en una sola toma. Tocamos con los ojos cerrados. Nos dijeron que éramos realmente buenos. Los músicos locales dimos el alma en la grabación. Los clásicos de Billie. Las lágrimas en nuestros ojos cerrados al cerrar una melodía. Ahí el mar mismo, ahí su oleaje profano
El productor nos invitó al mejor restaurante de la ciudad. Bebíamos vodka en las tabernas del puerto. Yo fui Eric Dolphy cuando Eric Dolphy volvió a Los Ángeles. Murió en Berlín tres años más tarde. Una diabetes no diagnosticada. Fue a un bolo, tocó, volvió al hotel. Cayó al suelo fulminado. En el hospital creyeron que había sido una sobredosis, pero Eric estaba limpio, siempre estuve limpio. A los músicos negros les inventan subidones de coca o de heroína a poco que pisan un hospital con los ojos en blanco o cerrados y anegados en llanto y las pulsaciones desbocadas como un caballo perdido en una tormenta. El corazón tan frágil. Era tan joven. En la bodega del Mayflower toqué God bless the child, pero nadie hizo aprecio. En la nueva Jerusalén el jazz podría haber izado una bandera de armonía entre los hombres de buena voluntad. Luego el moho escribirá un epitafio lánguido. El río será vertical. La noche, una iglesia abandonada. Todos los espíritus puros de la gleba tendrán su corona y reinarán en las tierras promisorias. Soy el mesías de los enfermos de luz. Guardo las tablas de la salvación. Mi voz es el temblor del cosmos, mi voz pastorea la cúpula celeste. Empédocles me miro una vez a los ojos y vio los Tercios de Flandes. Vio el agua, el aire, la tierra, el fuego. Vio el fulgor primerizo del mundo cuando ocupó la tiniebla pura, el vacío colmado de más vacío hasta componer la nada sublime sobre la que acomodarían la luz precursora, la danza sin gobierno del caos, los astros siderales, las cuerdas secretas, los fastos del mar, la glauca humildad de la tierra, las manos del hombre, el silencio de los templos, la verdad de la música, la lujuria de los cuerpos, la grandeza de la lluvia, la intimidad de los relojes y la divinidad de los libros. Hoy viernes, ocho de diciembre del año dos mil veintitrés, a las diez y catorce de la mañana me he sentado a contemplar las nubes del cielo de Estocolmo.
En 1969 yo era un niño en el Mekong cuando el coronel Kurtz nos desveló la metafísica de los árboles. Yo miraba su calva como el que descubre el cielo en las mismas honduras del corazón. Me tomaba de las manos y me hablaba con la armonía de un dios que condesciende a intimar con un hijo. La tierra era un vergel para lo sentidos. La nueva Jerusalén. El ruido de las hojas al ser mecidas por el ligero viento, una delicia comparable a la de una nube cuando despeja la incógnita del sol y lo regala a la vista. Yo fui un alumno aventajado del coronel Kurtz. Me sumergió en el río de las tinieblas y habló desde el aire. Su voz era una algarabía de milagros. Yo escuchaba un salmo, yo era un pez recién bendecido por los dioses. Cuando aspiré el aire sentí que entendía el aire. Cuando pisé la tierra sentí que entendía la tierra. Yo era Jim Morrison con la barba trémula de los años abstemios. Glauco, libre, eterno. Como un niño al que no se le ha explicado el tiempo. Como un poeta que se resuelve dios y prescinde del recado de las palabras. Como un ángel que restaña sus heridas con la lengua de otro ángel y calla el pecado con la boca del olvido. El Mayflower atraca en las comisuras de un sueño.
5.9.24
Intendencia de un soldado
Se tiene una idea equivocada sobre la intendencia del soldado, se cree que es fácil cumplir lo ordenado, no salirse del plan que otros urden y él acata, adentrarse en la ceguera de la obediencia, no discrepar, no pensar en si lo encomendado no tiene ni pies ni cabeza o si, bien al contrario, es un prodigio maquinado por una inteligencia mayor que la propia, lo cual no deberá producir que lo ejecute con mayor denuedo. Lo malo en el sacrificado gremio de la soldadesca es que te aposten en una garita en la que no puedes pestañear o rascarte la oreja o abortar con el alma misma una tos sobrevenida o un estornudo imposible de interrumpir. Esa disciplina severísima cuartea el ánimo, lo estraga, lo entrega a los buitres casuales. Lo malo de que se te confíe esa vigilancia (más protocolaria que operativa) es la completa toma de conciencia contigo mismo. De pronto, en la luz de la vigilia o en la oscuridad de la noche, adquieres nociones de tu circunstancia personal que antes ni siquiera vislumbrabas. Eres tú con más hondura que nunca. No mover un músculo, ninguno de los visibles, facilita mover los músculos que no se ven. Tal vez el soldado de esta garita de un edificio administrativo (lindante a un castillo en cuyo dominio se erige una imponente catedral) piense (pensar es una actividad muscular también ) en dejar la milicia (es un honor hacer esa guardia, nos dijeron) o en ver la manera de escalafonar y conseguir un puesto de verdadero mando, no sé ahora exactamente cuál, hace mucho que hice el servicio militar y uno va perdiendo a conveniencia la memoria. Fascina su pose estatuaria, su absoluta entrega al papel que se le ha otorgado. Conforme el mundo avanza y se desquicia, más fascina aún la permanencia de todas estas representaciones de la compostura marcial, podemos llamarla así. No sé si es cosa de otros tiempos lo de las guardias o los habrá hasta que el hombre dé por clausurada su estancia en la bendita tierra. Su fin, avisar sobre la inminencia de un ataque, ha dejado de tener sentido. El enemigo está en casa a veces, a espaldas del buen soldado. El enemigo, cuando se pone grosero y le da por atacar, no lo hace a pecho descubierto, siendo visto, sino con ladino y subrepticio ahínco. Tampoco podría nuestro servicial hombre hacer mucho si el ataque es masivo y las hordas bárbaras (el enemigo siempre es el bárbaro) asedian a cara de perro el edificio que simbólicamente custodia. Queda el soldado, en fin, en artículo de encomienda turística, en recuerdo de una época, en souvenir. Sigo insistiendo en la dificultad del desempeño de este oficio. Estar ahí solo contigo mismo, qué difícil debe ser. Ese ensimismarse que oscila entre lo castrense y lo metafísico. Este soldado magiar mantuvo el porte. Recuerdo que hubo quien le importunaba. Chiquillos merodeándole. El turista lo cree todo suyo.
4.9.24
Breviario de vidas excéntricas / 52 / Juan Alberto Crisóstomo Arteaga
Aquejado de terribles jaquecas, un galeno de reconocidas inclinaciones poéticas prescribió a Juan Alberto Crisóstomo Arteaga fajarse en poemas con versos alejandrinos para adquirir más cuajado oficio lírico o para malograr definitivamente su desempeño y así ocuparse sin la maledicencia del fracaso en asuntos de más pedestre fuste. Poco o nada preparado al rigor de la métrica, el paciente Arteaga pidió verso libre, haikus o, en el peor de los casos, pareados de sencilla factura, pero fue en balde. Empezaremos con alejandrinos, si no hay mejoría, pasaremos al soneto, sentenció con contundencia el doctor. Al principio le costó armar las catorce sílabas, gobernar el lugar exacto del hemistiquio y repartir siete exactas a izquierda y derecha de la cesura con su acento en tercera y en decimotercera. Cuando se familiarizó con esa métrica diabólica, le salían alejandrinos como churros.
Con las prendas de sus logros bajo el brazo, alegre como un adjetivo cincelado por el numen mismo, Arteaga se arrogó el inverosímil propósito de que cuanto hablara respetaría la disposición silábica alejandrina. El fracaso de la empresa lo sumió en la tristeza. Dejó de acudir a los juegos florales a los que vanidosamente solía, no respondía al correo ni aceptaba que los allegados le visitasen. Ese decaimiento le hizo enfermar. Las jaquecas repuntaron. En un arrebato de lucidez, consintió confiarse a la intendencia de otro facultativo. Con pudor, con dificultad, le rindió la causa de sus males. Determinativo, el médico le conminó: “En adelante, cuando se dirija usted a mí, lo hace en alejandrinos, ya sea aquí en la consulta o por el conducto que más le plazca. Los poetas sois la salvación del mundo. No hay nada que la medicina pueda hacer. Debe perseverar, debe encomendarse a la gracia de la inspiración”. Regresó Arteaga a su mesa de trabajo y ocupó días enteros en forjar las palabras viejas y las convocadas primerizamente, hasta que el mundo entero, el mundo con su cielo azul y sus altos árboles, el mundo alegre y el triste, se le presentara en sólidos bloques heptasílabos.
En una de esas mañanas de fluida producción poética el amor sorprendió a Arteaga en la cola de la charcutería. Sus ojos se prendaron de los ojos de una muchacha de una dulzura absoluta que pedía mortadela siciliana. Era una ninfa, era una bendición que el bendito azar le había puesto en su camino. La abordó con las esmeradas maneras a las que acostumbraba. Montó los versos en la cabeza y los volvió a montar. No satisfecho, requeridos los más dulces y bruñidos, sacó su móvil y le pidió al chat GPT que se apresurara en escribirle algunos. El algoritmo tardó menos de lo que se tarda en lonchear medio kilo de mortadela siciliana. Cuando los tuvo, eufórico, transido en gozo, los declamó con arrobado entusiasmo.
“Tu amor es un banquete que sacia mi alegría,
un festín de caricias que endulzan mi tristeza.
Como pan y mortadela, sencillo pero eterno,
en tus brazos encuentro la paz que siempre busco.
Tus besos delicados me saben a poema.
Eres mi complemento, mi musa y mi quimera.
Eres todo en mi mundo, eres mi mortadela"
No hubo consuelo cuando la joven rompió en risas; no las prudentes, como temerosas de importunar a quien las escucha, sino las risas barítonas, las ampulosas, las risas con las que el alma se derrama en la más absoluta de las desvergüenzas. Se determinó entonces a visitar a un tercer médico que por fin atinara a dar con el origen de sus males y, con suerte, enderezara su zozobra lírica. Al que acudió, nada más escuchar el relato de sus penurias, le pidió encarecidamente, con colmo de convicción, que se apañara un buen saxo tenor y escuchara toda la obra tardía de John Coltrane. “Debes aplicarte en la improvisación pura, pero respeta la alternancia de los ritmos. Construye las armonías sobre intervalos de tercera y cuarta. Haz frases largas, vigila la progresión de los acordes. Si es preciso, busca a Dios cuando emboques el saxo. Cierra los ojos. Déjate acariciar por la sublime coherencia del caos". Arteaga salió más que preocupado de la consulta. Compró un instrumento caro. Lo tuvo encima de la cama durante días. Se acostumbró a dormir en el sillón. Por no cortejarlo con los dedos precipitadamente. Por pensar cómo le contaría a los pulmones el trabajo exquisito que se les requería. Eso le contó al doctor. "Ya no tengo jaquecas", añadió. "Tengo unas contracturas enormes en la espalda. Me duele el cuello. Creo que iré al fisio. Hay uno aquí cerca”
2.9.24
El final del verano
Palacio de Schönbrunn, Viena, verano 2018
No sé cuántos veranos tengo, aunque sepa mi edad. El verano tiene muchos veranos dentro. Hay algunos que duran más de lo que uno comprende y se extienden durante los días enormes, comidos de sol y de pereza. Otros, sin que existan razones, se entretienen en la cal de las paredes, en la almohada de las siestas, en el cloro de las piscinas o en la canción de los grillos en la noche. Es la estación más elástica. También hay días que parecen muchos o que no llegan al volumen de uno solo.. Si tuviera valor saldría al campo. Hoy es uno de esos días en los que me encantaría caminar por el campo, pero me arredra el calor, me postra, me convence de que no haga nada de lo que después pueda arrepentirme. En la radio hablan de Venezuela y de los inmigrantes en Ceuta y en Canarias (hay sirios, dicen) y después de un libro de poemas de no sé quién. Se mezclan las cosas en la cabeza, se podría pasar uno el día entero en ordenar lo que va entrando o seleccionar qué debe ser retirado. Puestos a que nada salga, deberíamos entrenarnos para que convivan todos los recuerdos. Ahora me acuerdo de un señor con traje de época paseando un carrito de bebé por los jardines de un palacio de Sisí en Viena y de un verano de hace muchos años en el que todos los primos estábamos en la playa en Fuengirola. La abuela nos vigilaba. Tendré una fotografía que haría mi padre. No tengo ni idea el porqué de esa imagen, si hubo algo que le hiciera fijar ese momento y censurara otras. Tampoco si dentro de una hora seguiré ahí firme, en la cabeza, pormenorizada, matizada, o la borraré para que ingrese una imagen que todavía no ha llegado. La memoria es un ejercicio de física cuántica. El verano es física cuántica pura. Hay evidencias suyas que escapan al rigor de la mecánica popular. Son espontáneas manifestaciones de algo inasible. Ahora salgo a trabajar. El otoño ha entrado, aunque no haya nada que lo anuncie. Ni una sola hoja en el suelo. Ni siquiera el frío cortejando al aire con su cuchillo en la boca.
1.9.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La duración de la alegría
No estar contento nunca con nada, leer en el dorso la fecha de caducidad de lo que nos esté haciendo felices y contener el entusiasmo, añorar el calor cuando arrecie el frío, preferir no apegarse demasiado a las cosas para que su ausencia no nos lastime en demasía, ser como Mochuelo, que ha alcanzado la sobriedad absoluta y a todo le aplica la mirada que menos le dañe y se gusta en esa distancia en la que ejerce de espectador atentísimo de las pequeñas y de las grandes peripecias del alma humana. Se puede querer actuar como Sócrates y no arredrarse cuando algo le urge a reír o a llorar o a hacer ver que está feliz hasta las trancas o que todos los dolores del mundo son también los suyos. La pena que sufre es la de todos. También la euforia ajena es la propia. No hace nada por ser como es. Tampoco Mochuelo. Uno ve el mundo como querría verlo y el otro como posiblemente sea de verdad.
31.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La sangre loca cuando danza
Ayer di con una palabra (en realidad eran dos, intercambiables) que me fascinó y a la que repentinamente concedí la atención que me haría no separarme de ella durante buena parte del día. No sabiendo donde calzarla, la rumié en privado en la idea de que habría un momento en que podría pensarla sin distracciones. Imposible de verter en la conversación, sospeché que su destino debía ser unas de estas ocurrencias que tienen Sócrates y Mochuelo, y hete aquí que esta mañana mi desazón ha encontrado bálsamo. Ha sido ver bailar despreocupadamente al bueno de nuestro filósofo y a la criatura hacer sólidas sus sospechas y la palabra se ha puesto a bailar también. Se aprecia que es en esa danza donde manifiesta con mayor ahínco su naturaleza a veces huidiza, como de cosa de difícil asiento o como pájaro de resuelto vuelo que deja al capricho del aire la composición de su coreografía. La entenderá cualquiera que se haya sentido alguna vez feliz por la irrupción de una idea por encima de las demás, un pensamiento sin tacha, una especie de epifanía en la que sintaxis y semántica casan como agua que se arrima al suelo por el que fluye y toma de él la forma y la dirección de su cauce. Porque los pensamientos, los buenos, los que prenden y perduran, tardan con frecuencia en cuajar, se diluyen a poco que se empieza a creer que se los tiene domeñados, brincan, se ríen (de nosotros, arguyo) y desaparecen. Su costumbre es la de errar y no elegir residencia, pero ah, amigos, cuando logramos dársela, qué armonía de pronto conquista, qué sensación de ligereza en los pies, qué música invisible se escucha, con qué ardorosa entrega nos declaramos danzantes. La palabra es "cogitabundia", que es fea en su restitución de sílabas, pero conviene maravillosamente para el propósito que nos ocupa. Sócrates la sabe pronunciar con absoluto desparpajo, ve la melodía que contiene. Mochuelo descree de que pensar mucho pueda llevar a algún lugar más bonancible que el de la observación pausada que él practica con solitario empeño. La otra palabra que me deparó aquel momento de alegría es "meditabundia". La rendición silábica y el orden que exhibe es más llevadera. Hasta los labios parecen entusiasmarse cuando se disponen a ir juntándose para que ella, al reproducirse, exista. También habrá que convenir un receso después de todas esas cogitaciones excesivas, dar rienda suelta a que el cuerpo se arrogue la vocalía de la cabeza, tan ocupada en ocasiones por la fatiga, tan urgida a que esté siempre en forma. Sostendrá Mochuelo que el mucho bailar afectará a quien baila, que se acabará acostumbrando a la barahúnda, a la impredecible elocuencia de las manos y de los pies al seguir el ritmo, a todo ese escándalo de la sangre cuando enloquece y vanidosamente se gusta y luego, ay, no sabrá regresar al tajo, al severo ritmo de las palabras, al trabajo exigente de las ideas. Eso dirá.
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La trama infinita
A la Inteligencia Artificial no se le concede el manejo del sarcasmo o de la ironía, formas refinadas del discurrir humano que simula. Ni siquiera el humor, que es un atributo saludable de la inteligencia. Todas esas construcciones del pensamiento le son ajenas, no hay manera de que su intendencia las comprenda. Podrá formular remedos aceptables, incluso dignos de asombro, pero le queda lejos todavía (ay, con qué temor calzo el adverbio) la escritura de lo sutil, toda esa elocuencia de lo maravilloso y trascendente. Su desempeño no se convida de lo mágico, apela al frío rigor de lo fijado y gris. Todo lo que el hombre urde para su recreo y consuelo más íntimos proviene de la creencia de que hay algo superior a él, que lo concierne y de lo que tal vez arcana y antojadizamente procede. El mismo arte apela a lo más humano, no intima con el promiscuo algoritmo. No debe, al menos. Ya se verá todo. Tendremos los ojos abiertos, queramos o no. Mochuelo no condesciende a la metafísica con la facilidad con que Sócrates se deja acariciar por ella. La mira de reojo y sigue a lo suyo. No se engolosinará pensando en el Dios detrás de Dios y en su mano al mover las piezas del tablero de las negras noches y de los blancos días.
Que seas feliz
Hoy escucharé a alguien desear felicidad a otro que pase cerca. Se lo dirá sin entusiasmo, como el que vaticina que habrá lluvia por la ta...
-
A elegir, si hubiera que tomar uno, mi color sería el rojo, no habría manera de explicar por qué se descartó el azul o el negro o el r...
-
Almodóvar c arece de pudor. Hitchcock tampoco era amigo de la contención. Cronemberg ignora la mesura y se arriesga continuamen...
-
E n ocasiones, cuando se ponía sentimental, mi padre me concedía una parte suya que no era la acostumbrada. Abría el corazón, mostrab...