12.11.25
Tres cielos
9.11.25
El sonido más hermoso después del silencio / Keith Jarrett en Colonia
Lo del concierto en Colonia de Keith Jarrett cuesta comprenderlo. Una hora en la que una melodía muy pequeña va hacia adelante y hacia atrás y se convierte en otras melodías muy pequeñas también que, a su vez, sin mediar plan que las tutele, se extienden confiadamente y vuelven sobre la melodía principal, que ya no es tan pequeña, pero ha crecido con antojadizo capricho, exigiendo que el que escucha se concentre en el alambique, en los trazos en apariencia descuidados, huidizos. Entra la posibilidad de que ni haya melodía. No sabemos con seguridad si podría prescindirse de ella y confiar al desplazamiento libre de la música la convocatoria misma de la creación. Era un hombre solo al piano, haciendo una gira de puro riesgo. Se trataba de prestigiar la improvisación, podría decirse. El músico se erige como demiurgo absoluto, como un dios precario e indeciso, completamente entregado a la labor de hacer crecer de la nada la entera catedral del sonido. En 1973, animado por Manfred Eicher, el dueño de la fonográfica alemana ECM, un tinglado experimental, menos interesado en la recaudación de beneficios que en la restitución de un catálogo musical honrado, Jarrett da casi veinte conciertos de audiencias menores con la encomienda de no saber qué hacer en ninguno de ellos. Apabulla su determinación, su voluntad lírica, su testimonio sobre lo que significa la libertad. Dos años después, la gira se repite y recala en Kölner Opernhaus, la Ópera de Colonia. La idea primeriza del concierto la tiene Vera Brandes, una promotora entusiasta de la escena musical de la ciudad. Tiene 17 años, 10000 marcos para alquilar la sala y buenos contactos para conseguir un aforo completo. La sala tiene 1400 butacas y posee un Bösendorf 290 imperial, el rey de los pianos. Todo parece prometedor, pero el piano no aparece. Hay un viejo piano en los almacenes de la sala. Se usa para ensayos. Se le podría dar una oportunidad. pero es de menor envergadura de lo deseable y está desafinado y con los pedales rotos. Nadie se percató de esa circunstancia. Eicher y Jarrett desaprueban que ese instrumento ocupe el escenario. El afinador de la Kólner Opernhaus no se responsabiliza de que el concierto salga bien. No hay tiempo para sanarlo. Faltan pocas horas para que el público abarrota la sala. Llueve en Colonia como si fuese la primera vez que llueve en el mundo. No encuentran un piano decente. El tiempo corre. Él no improvisa. Va a lo suyo. No cree en el arte o en el compromiso. La productora del evento decide cancelarlo. Un dolor en la espalda de Jarrett amenaza con malograrlo todo. Tiene sueño, además. Ha llegado a Colonia en el viejo Renault 4 de Manfred. La gira ha sido extenuante. La cena que ha tomado en un restaurante le ha sentado mal. La faja que se ha colocado en la cintura le oprime el alma. Finalmente se obra uno de los dos milagros que concurrirían ese 24 de enero de 1975: el Bösendorf aparece inesperadamente: estaba detrás de unas puertas contra incendios. Hay versiones contradictorias a este respecto, de todas formas. Alguna especula con la posibilidad de que la historia del piano sea esencialmente falsa o que contuviera una mínima parte de verdad. Que el piano pequeño que usó Jarrett fuese traído con urgencia minutos antes de comenzar el concierto y se pactara no dar mayor difusión de la chapuza. Todo contribuye a la leyenda de un disco mítico, el disco de piano más vendido de la historia de la música. No sabe uno si será verdad o no esa afirmación, pero está bien pensar que la improvisación acabe triunfando y que se haga cierto eso de que la necesidad crea virtudes asombrosas. Antes de que el pianista se siente en su banqueta, mire al público (o no lo mire en absoluto) y pulse las primeras notas, había intentado echar una siesta en el hotel, infructuosamente. Debía estar relajado, debía tener el cuerpo en armonía con su espíritu para que la música fluyese. Cuando lo hace, en ese primera pulsación, los técnicos comienzan la grabación del segundo milagro. Dura una hora. No saben si de esa captura sonora podrá salir un disco, pero lo tienen claro cuando la escuchan.
En el concierto en Colonia uno cree escuchar algo y no tener claro que lo escucha de verdad. Está mal vista a veces la improvisación. Se le atribuyen virtudes menores, no tiene el predicamento del trabajo o de la inteligencia, de la corrección y del talento aplicado a que el talento prospere más talentosamente (permitidme que me exprese así), pero hay quien alcanza el cenit de su expresión artística cuando improvisa, cuando no se amarra a un guion, cuando vuela sin saber. El conocimiento está sobrevalorado. Jarrett parte con ventaja: no sabe dónde va. O lo sabe y se desdice. A la dulce y estresada Alicia no le importa adónde ir por lo que no hace falta saber qué camino tomar. Si caminas lo suficiente, le decía el Gato de Cheshire, acabarás llegando a algún sitio. A Jarrett le pasa como al personaje de la trama fantástica de Lewis Carroll o como a quien interpela Kavafis en su poema Itaca y le hace pedir un camino largo. El de Jarrett no es que sea largo (no llegará a la hora contando los cuatro movimientos) pero es un prodigio de creatividad, un viaje fabuloso al interior de un músico en absoluto dominio de su oficio. Ustedes me dan un piano, me llenan las butacas de público educado y yo me encargo de lo demás, parece decir. Lo que hizo en esa noche mágica es una abrumadora obra de arte por muchas razones: parece un disco recitativo de piano clásico, pero hay desarrollos propios del jazz, digresiones más en consonancia con la esencia libertaria del género que adoraba, el que le hizo dejar la música clásica en la que se había formado. Hay también destellos que podrían pasar por diminutas (inapreciables casi) concesiones al pop, a la canción más rudimentaria, más festiva, al punch libertario del rock o a la música espiritual de los gospel, música menos preocupada de investigar, sino de festejar y hacer que el que el escuchante pueda más tarde tararear sin mucho esfuerzo, silbarla despreocupadamente. Incluso se escucha una melodía y el pianista tararea otra que se acomete a continuación, una vez finaliza la que reproducía el piano. Como si el artista tuviera dos cerebros. Quizá los genios tengan dos cerebros. Deseamos la vehemencia de lo cartesiano, no el apasionamiento de lo etéreo, pero es lo sutil y lo impreciso lo que determina la buena disposición de nuestro espíritu. El jazz, en el que respiraba Jarrett, es el arte supremo de la improvisación, de la elocuencia de la libertad más absoluta. El músico de jazz parece desentendido, convencido de que puede deshacerse de la costumbre del conocimiento y hasta discrepar de su necesidad. Mejor no saber, descarriarse, avanzar a ciegas, como Alicia. En el Concierto de Colonia podemos saber hacia qué lugar se dirigía la pobre y feliz niña. Supongo que escribir se asemeja a componer. Hay una santísima trinidad de personas en la escritura, y en el piano. Están el creador, el que ejecuta lo creado y el que escucha. Eso escribí una vez. A veces pienso que todo lo que escribo ya lo he escrito antes. Tal vez improvisar sea recordar. No hay novedad, sino memoria. El orden es irrelevante para quien ha sentido el placer de crear. Yo me imagino al corazón de Jarrett impidiendo que alguno de sus dos cerebros pensara. El error y la duda no caben en la sangre.
6.11.25
Un amor supremo
Bono (U2): "Estaba en lo alto del Grand Hotel de Chicago [de gira en 1987] escuchando A Love Supreme y aprendiendo la lección de toda una vida. Momentos antes había estado viendo cómo unos telepredicadores rehacían a Dios según su propia imagen: pequeños, insignificantes y codiciosos. La religión se ha vuelto el enemigo de Dios, pensé… la religión es lo que quedó cuando Dios, como Elvis, se fue de casa. Desde los primeros recuerdos que guardo de mi vida, siempre he sabido que el mundo está girando en la dirección contraria al amor y que yo también estoy atrapado en eso. Hay tanta maldad en este mundo… pero la belleza es nuestro premio de consolación… la belleza de la voz aflautada de Coltrane, sus susurros, su astucia, su sexualidad maliciosa, su alabanza a la creación. Y de esta manera empecé a entender a Coltrane. Pulsé el botón de repeat y me quedé despierto escuchando a un hombre enfrentándose a Dios con el don de su música"
Caso de que uno escuche A love supreme sin la interferencia de la cultura, sin haber leído que Dios estaba detrás del saxofonista, guiándole, apartando lo irrelevante y conduciendo la música hacia ese estado central del bienestar del espíritu en el que uno lo ve todo y lo ve con reverencia y pudor, con vehemencia y gratitud, el disco de John Coltrane es un amasijo hermoso de sonidos. Hay un caos en la plegaria ofrecida. La palabra amasijo está devaluada, pero conviene en ocasiones para evitar el merodeo semántico y definir qué es el jazz. A veces, el jazz es un ruido maravilloso. Se nos encomienda que extraigamos la armonía. La vida funciona también así: el desorden guarda dentro un sentido.
Después de haber escuchado miles de discos y de haber dedicado una parte sustancial de mi ocio al jazz, yo no sé qué es el jazz. Imagino que lo mueve la fe al igual que es también la fe la que conduce al feligrés a la parroquia. Por eso, por otras razones también, las que cada uno elija, Coltrane es un sacerdote, y Bono, en su sentida reflexión, lo sitúa justo en el altar, derramando sabiduría para quien quiera escuchar. Una vez que ahuyentamos la religión, queda Dios o queda el jazz contenido en un salmo.
En cierta ocasión se me pidió que hiciera un libro de jazz en aforismos. Envalentonado, amedrentado también, consciente de que podía disfrutarlo y, al tiempo, malograr la empresa, acabé feliz en su construcción. Siento orgullo de esa miniatura de libro. El otro día un buen amigo me pidió que le explicara alguna de las piezas que lo conforman. Rehusé, no hice aprecio a la petición, creo que le animé a que no buscara respuestas, sino que se quedase con la belleza de las preguntas.
5.11.25
Esta noche negra lo mismo que un pozo
La idea que se tiene de la memoria es siempre falible. Cree uno que existe una propiedad de lo registrado, pero todo se deja contaminar por la imprecisión, por el veneno del olvido, pero hay algo peor que olvidar: no haber sabido. Po eso leemos: por alimentar la memoria y hacerla creer que hemos estado en lugares fantásticos, algunos a los que ni siquiera nuestra imaginación alcanza. Por eso necesitamos la imaginación de los otros, la fantasía de los que escriben para que podamos vivir las vidas que no nos pertenecen.
La memoria también se construye leyendo. O viendo cine. Todo lo que la realidad no nos ofrece y está codificado en los libros, en las películas. No habiendo estado nunca en Nueva York, la siento mía. Conozco calles, plazas, miradores. Habrá quien haya venido a Córdoba y posea de la ciudad, la mía en este caso, una idea que no he adquirido jamás yo mismo. La lectura es una especie de viaje absoluto, uno que se emprende en soledad. El verdadero viaje debería ser siempre solitario. Uno viaja solo. Llega solo, camina solo y regresa solo. Como la vida misma.
Recuerdo un personaje de Updike, no sé de qué obra, que era capaz de vivir enteramente con sus recuerdos. No precisaba ninguno más. Le valía ese inventario. Venía a decir, de verdad que está esto en bruma, como si la misma memoria me estuviera poniendo a prueba al saber que escribo sobre ella, que incluso no se precisaban una cantidad enorme de recuerdos. Bastaba con unos pocos, bien escogidos. Si el memorista estaba instruido, haría por adornar lo que flaquease, dándole la veracidad que no poseían. Al final, no se trata de haber vivido algo, sino de que alguien te lo haya contado con la suficiente eficacia como para que parezca que en verdad lo has vivido. Todo eso lo sabían los novelistas decimonónicos. Toda la Gran Literatura juega con esta teoría, la hace suya, la consuma, la sublima.
Ayer, en la cocina, escuchando en la radio Ay pena, penita, pena, el clásico de la copla de Lola Flores, el que escuché cien veces de niño, quizá quedo corto en eso de cien, recordé cosas que andaban perdidas. Recordé a mi padre poniendo el disco en su Stibert, dejando caer con severo mimo la aguja. Recordé a mi tío Fernando haciendo de Príncipe Gitano y cantando con quejío solvente el Cortijo de los Mimbrales en el salón de mi casa. Juro que estaban perdidas. Bastó la magdalena de Quintero, León y Quiroga para que acudiese la vida que ya no está, la de los recuerdos. No hace falta que sean muchos. La memoria es una noche negra lo mismo que un pozo.
4.11.25
felicidad negro tres quince
Bellísima pastora, en un día limpio como el de hoy, un día igual que los demás días, sin evidencias de que algo milagroso suceda, sin la inminencia de algún prodigio que lo fije en la memoria y en los salmos de los hombres, martes, cuatro de septiembre de dos mil quince, sobre las ocho y media de la mañana, surgió de improviso la palabra, no se tiene registro de cuál fue, ni tampoco con las palabras con las que se afincó en la primera frase del mundo, no hay constancia, podría ser vi pétalos por la bóveda del cielo o tienes la espalda arrasada por el viento o la anchurosa línea del mar me llama con voz de crisálida o catorce mujeres de Salt Lake City o de Brindisi escriben en un jardín al alba o pudor vértigo gragea uno o falta mucho para que trébol, pero también sangre hospedada en el limbo o la constancia incómoda de la muerte o ven, hija mía, no temas al lobo o o felicidad negro tres quince. Las palabras concurren con antojadiza alharaca y no tienen pudor ni memoria. Saben de ti lo que ni tú sospechas, concurren sin que las reclames, expresan lo indecible, pero no das con el timón, estás en el mar sin que nada más exista, salvo el mar, el anchuroso, el hondo como un pozo negro. Eres el pecio fiable de todos los huesos del mundo. Con la tormenta, el mar se ha vaciado de muertos. Están en el fondo inasible, son pasto del frío infinito que no escucha a nadie. A veces no se entiende lo que dicen los muertos. Se expresan con un lenguaje ancestral. Unas palabras se arriman a otras por estrictas razones magnéticas o tan sólo prevalecen las más inverosímiles. Tú persevera en ellas, concédeles el corazón del que todavía no sabes nada, la verdad tan frágil, el dolor sin que te rompa, la luz sin gobierno para que el día te colme.
3.11.25
Brújulas ciegas
Ella entra en la habitación de hotel. Deja una maleta de mano en la cama. La abre, coge algo. Está en el cuarto de baño, aseando. Se oye el agua de la ducha. No tarda mucho. Sale con ropa cómoda, como de andar por casa. Abre el cajón de la mesita de noche y saca una biblia pequeñita con unas letras doradas. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Más tarde abre la ventana y arroja la biblia a la calle con aprendida brusquedad. No se queda a ver dónde cae. Luego llama al servicio de habitaciones y se queja de que no hay biblia en el cajón de la mesita de noche. Le suben una y hace exactamente lo mismo. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Abre la ventana. La arroja. Llama al servicio de habitaciones. Cuando la situación se hace insostenible y el gerente la reprende por el teléfono, determina vestirse, coge su maleta y baja a recepción para abonar el día o la parte del día en la que ha tenido uso de la habitación. Coge un taxi. Le dice al taxista que se detenga en el hotel más cercano. Da igual cuál. Que se dé prisa. Ocupar la habitación. La maleta. La ducha rápida. La biblia. La ventana. Él no volverá. La condición del fantasma es la ausencia. También la De Dios. Todos los hoteles son el mismo hotel. Una vez que has dormido en uno, puedes decir que has recorrido el mundo. Todos las biblias son mapas de la esperanza. Estará escrito en algún sitio. Alguien sabrá los motivos. Hay personas cuya fe hace que la ajena exista, brújulas ciegas.
2.11.25
Una moneda
Cara
De viajar lo que me sigue fascinando es la posibilidad de que pasees calles que no conoces sin que nadie te conozca o sin conocer a nadie. El verbo repetido es lícito: el conocimiento es un lastre, un yunque entre los brazos. Esa sensación de anonimato absoluto es impagable. Te hace sentir que asistes a una especie de representación extraordinaria de la realidad, que ha devenido en novedad o que ha sido cancelada al modo en que sucede en la literatura al sentir que nada de lo que se está leyendo nos concierne y, sin embargo, no hay nada que pueda comprenderse mejor, amarse más. También el atrezo (todo lo que te circunda, cada pequeña cosa que existe y puedes percibir) subscribe ese deseo. Como no puede uno salirse de lo que es, ni quizá convenga, no sé, se refugia en esa ficción, en la aventura de entrar en lo que no nos pertenece. Sirve viajar para que suceda una purga. La idea de salir de casa procede precisamente de esa disposición anímica. Lo de cerrar los ojos a lo real y abrirlos a lo fabulado no funciona a satisfacción plena. Se cierran un rato, se tiene la certidumbre de que no ven, pero no es un acto natural. Luego se abren a espuertas, con loca ansia, y, una vez abiertos, la realidad prorrumpe en tropel, como si deseara ponerte al día de todo cuanto has decidido pausar. Te atiborras de información, te saturas. En todo caso, la vida sigue siempre y el asombro (el bendito asombro) la lleva de la mano. Ahora vamos al domingo, a ver qué dice. De estar hoy inspirado, que no es el caso, dedicaría la mañana a escribir. Pondría a Bill Evans, abriría la ventana y dejaría que el sol acabara por importunarme. Me recrearía viendo crecer las flores del patio o las del balcón. Hace calor todavía, no el calor que hace pensar en el calor, pero queda una rémora, una especie de epílogo. Ni ha venido el frío habitual de noviembre. No hay matrimonio entre la creatividad y el calor. Soy de frío, me siento bien en el frío, hago mejor las cosas si me rodea el frío. Las que haga bien. Algunas. En verano, paseo con absoluta destreza. Pasear es viajar en pequeñito. Hay paseos que contienen la misma robusta perplejidad que la suscitada por viajes a países lejanos. En mis mejores paseos, no me refiero a darle la vuelta al pueblo o a ir al supermercado más alejada de casa, por hacer piernas, parezco un personaje de una novela de esas en donde no pasa nada. Cientos de páginas en donde no ocurre nada relevante, sólo el tráfago limpio de las horas, la constatación de que el tiempo es el que escribe las cosas que más importan. Me encanta pasear y luego volver a casa. Si no tuviera casa, no pondría un pie en la calle, creo que me entienden.
Cruz
Los días en la casa son de una convalecencia sublime. Me repongo del exterior, que suele contrariarme, dejarme exhausto o decepcionado. Aquí tengo lo que mi anhelo fragua para que el tiempo no duela. Y, sin embargo, echo de menos dejar mi casa unos días y probar a creer que volveré más feliz y me diré: «Has salido para poder volver, te has ido para que tenga sentido el regreso». En lo que a mí respecta, no pienso viajar nunca más. Se está bien en casa. Hay una maceta en la terraza que riego a diario, me gustan las flores del patio. Les pongo un sexteto de cuerda de Brahms o piezas del trío de Bill Evans. Ellas crecen alegremente. Me gusta pensar que a las flores les encanta Brahms y Evans. En algún país lejano habrá alguien que viaje continuamente y no tenga macetas en el patio, en el balcón, a las que les arrime música de cámara y piezas de cinco minutos de jazz. Es un mecanismo de compensación.
1.11.25
Todos los santos
Hemos ido al supermercado esta tarde a comprar leche, galletas, lejía, pan, cerveza roja, servilletas y merluza para la cena. Al volver, un perro se ha cruzado en la carretera. Al atropellarlo, dijiste: "No querrás que tenga apetito esta noche. Me daré una ducha y me acostaré a leer un poco". Por la mañana he visto un papel sobre la mesa de la cocina. "He vuelto a ver al perro muerto. Le he hablado de ti. Le he dicho que tampoco has cenado".
30.10.25
Un caballo de madera
Fotografía / Robert Doisneau
Hoy en día tenemos todo tan al alcance de la mano que hemos perdido el placer de mirar, de contemplar cosas que no podemos poseer, de sentir el hechizo del anhelo, no la inminencia de la propiedad. Los escaparates son otra cosa distinta a lo que fueron. Recuerdo haberme quedado prendado contemplando juguetes cuando un juguete era el centro del mundo y yo estaba absolutamente entusiasmado por la elocuencia limpia del juego. Los niños de ahora, cierto tipo de niños de ahora, no pondrán jamás esta cara delante de unos caballos de madera o unos sencillísimos adornos navideños. Hemos perdido el amor a los caballos de madera, hemos olvidado el deseo. Ahora todo se gobierna por la inmediatez, por el tener sin saber qué se tiene. Estamos instalados en la velocidad. La muerte nos sorprenderá entre una pantalla y otra. Se nos caerá el móvil de las manos. Él dirá a qué jugábamos.
29.10.25
Travis Bickle en la Plaza de los Caballos, Priego de Córdoba, hacia 1990
Uno exhibe sus vicios a la espera de que alguien los comparta, por considerar que no son exclusivos o por entender que no difieren mucho de los ajenos, a poco que se fije en ellos. Estamos muy solos y la vida es muy corta. Mi amigo A. decía que más valía borracho público que alcohólico anónimo, ocurrencia que podría rebatirse fácilmente, pero tiene su pequeño fundamento narrativo, su legítima vocación revolucionaria. Recuerdo haber colgado en un piso en donde viví solo algunos meses esta fotografía de Taxi Driver. En realidad, hubo dos. No guardo memoria exacta de cuál era la otra, ya se va perdiendo un poco la memoria. La recorté de una revista de cine y la fijé a la pared con cuatro chinchetas. Estaba junto a una cara enorme de Jimi Hendrix y la icónica portada de Wish you were here de Pink Floyd. Ahora que no tengo paredes en donde colgar fotografías (entiéndase: no tengo veinte años y vivo en familia por lo que uno se frena en lo que puede, aunque cuadraría Inocencio X pintado por Bacon o la lengua de los Rolling en mitad del pasillo) cuelgo las fotos que me fascinan en este blog. La cosa es rodearse de imágenes. Hacen tanto bien, son tan nutritivas. De hecho, me encanta ir quitando y poniendo. Mientras escribo esto, ando eligiendo cuál sustituirá a la de Fan-Ho, el fotógrafo que ilustra la cabecera de mi Facebook. El blog no sufre variación en los últimos casi veinte años. Comparecen siempre Isaac y Mary, sentados en un banco junto al puente de Brooklyn.
En donde escribo, en esta habitación que parece un hangar, llena de libros y de discos, donde ahora suena Stan Getz, hay una pared un poco menos atestada en donde he ido colocando iconos, fotografías irrenunciables, cuadros de todas esas cosas sin las que no sabría vivir. Es una forma de hablar, ya me entienden: uno es capaz de vivir sin ver una sola película de Woody Allen o sin escuchar Kind of blue de Miles Davis, pero malviviría, me sentiría un poco perdido, sin nada a lo que agarrarse cuando la realidad aturde, y bien sabemos que lo hace. Lo real se obstina en contradecirnos, se empecina en poner obstáculos al logro de nuestra alegría. Por eso necesitamos refugios. Los míos son los de casi todo el mundo. No soy particularmente exigente: digamos que me conformo con mi película de Alfred Hitchcock de vez en cuando, mi libro de la Highsmith o mi disco de la primera etapa de Yes o de Gentle Giant, sí, esa etapa barroca y sublime en la que las piezas eran catedrales y Dios vibraba como un corazón al que acaban de concederle un latido extra. En eso, en esas aspirinas para el desencanto emocional, soy normal hasta el desmayo. No veo cine iraní con subtítulos (aunque me deslumbrara el Kiarostami de El sabor de las cerezas) y jamás he leído a Flaubert en francés (aunque me encantara Madame Bovary vertida al español). He renunciado a entender el mundo y me doy por satisfecho con irme entendiendo yo mismo y sacar en claro algo para no molestar en exceso a los demás y, si puede ser, procurarles alguna alegría si estoy cerca. Ha sido ver la fotografía de Bickle y pensar en todo eso, en los años en los que tenía una pared en donde exhibía mi manera de ver el mundo, en los años de la disipación y del descubrimiento, todos esos años en los que éramos capaces de todo y vivir solo (lo hice un bendito año) era la máxima expresión de la felicidad. La memoria es un libro que se abre solo y nos invita a que hagamos aprecio a ciertos pasajes.
Tres cielos
No haber un biógrafo fiable del cielo, no de la ciencia que lo escudriña y tasa, sino de su paisaje y de su historia. Alguien que anote el p...
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Con suerte habré muerto cuando el formato digital reemplace al tradicional de forma absoluta. Si en otros asuntos la tecnología abre caminos...
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Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...
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Tinto Brass , en cierto modo, es un viejo verde con una cámara: uno del tipo que cambia los Anales de Tácito o las Obras Completas de Giaco...






