19.4.24

Principios básicos de comunicación

 



En principio creo que hablo más que escribo, pero hay ocasiones en las que pienso en que debería escribir más de lo que hablo. En otras, a lo visto, más valdría no excederme ni en escribir ni en hablar y esmerarme en leer o en escuchar. Precisamente ayer escribí sobre el silencio. Pasa que cuanto más leo, por lo general, más ganas me dan de escribir y que, en la misma trama de afinidades, cuanto más escucho, más me animo a hablar. Puedo controlar tres de esas formas de entablar un diálogo con el mundo. Con la que no hay manera de rebelarme es la de escuchar. No sé cómo librarme de esa influencia. No vale el recluirme. Dentro de casa hay vías por las que se adquiere una noción bastante exacta (a veces atropellada y brutal) de lo que pasa afuera. No tengo ninguna convicción firme sobre lo que hacer. Si adiestrarme a tiempo completo en el oficio relatado (leer, escribir, hablar, escuchar) o declararme incompetente durante unos días y ver después en qué he ganado o qué he perdido durante la convalecencia mediática. A lo que me cuesta renunciar es a pensar. Juro que lo he intentado con ahínco. He probado a dejarme llevar. A no ahondar en las cosas. A verlas venir y a no interponer contra ellas ninguna declaración amistosa u hostil. Dejarse ir tiene su pequeña cuenta de daños. Todo a lo que uno renuncia regresa más tarde más fieramente. He comprobado que el azar no es azaroso completamente. Que te guarda las cosas. Las buenas y las malas. Quizá más de unas que de otras. No sé este quebranto mío de viernes a qué conduce. Puede que no sea su cometido el llevarme a ningún sitio. Se está bien aquí, a pie de teclado, mientras afuera el día está empezando a levantar pólenes y la radio, de fondo, ameniza con inclemencias la mañana, escuchando a Keith Jarrett en Colonia a un volumen muy discreto, a punto de salir al trabajo. Me escandaliza a veces mi promiscuidad verbal. De verdad que no lo hago por molestar. Es que hay veces en que me duele la realidad y no sé cómo atajar el dolor. No tengo otra cosa a mano. Tendré que ir pensando muy seriamente en el destino de mi escritura. De momento, la ejerzo a destajo. 

18.4.24

Del desorden y la herida / Una novela de nuestro tiempo

 



1

A la literatura hay que ponerle obstáculos, zancadillas sintácticas y morales , traiciones semánticas y anímicas. La literatura merece el menor y el mayor de los respetos. Caso de mirarla con la devoción y la obediencia debida, le hacemos un mal irreparable. La letra, si herida, fluye mejor. La trama, cuando es tangible y vive, exige un cuerpo y se deja morder y hasta sacrifica su parte más endeble, la primera en caer. La palabra, cuando enferma, explica mejor el mundo. Es suyo el destrozo, también la resurrección. La paradoja consiste en el hecho mismo de su fragilidad. No le conviene un status excesivamente firme, sólido, convincente. Le agradan los cambios, las mentiras, el pensamiento salvaje. Escribir es una patología, un tumor dulce, una entrada para asistir al espectáculo del mundo desde el balcón más privilegiado. Para que una novela dure más allá del tiempo que se encomienda a su lectura debe abastecerse de vida, de verdad, de esperanza. Del desorden y la herida (Talentura, 2024) la primera de Salva Robles, cuenta con ellas, sabe administrar lo hermoso y lo gris que cada una tutela en su acostumbrado interior. También es la novela del dolor. Se le oye respirar, se advierte su pulso enfermo, el vértigo de su metástasis. No hay que precaverse contra él: hará su trabajo de despiece con premiosa lentitud o preferirá herramientas más drásticas y nos romperá sin que apreciemos su presencia. Si leer es comprenderse a uno mismo y uno está hecho de dolor (de vida, de verdad, de esperanza), esta novela merece ser leída. Más que eso: lo que probablemente desea, si es que las novelas hablan con sus lectores como alguna vez todos los buenos lectores hemos pensado, es que la guardemos, que su historia nos cale y surja cuando se precise, que podamos contar con ella en la zozobra, en la deriva, en la alegría, en la rutina. Cualquier circunstancia valdría para que la hagamos emerger. Hay novelas que no acaban nunca. Siempre me gustó esa frase. Será de alguien. De tan buena que es, ni por mía la tengo. 


"Para follar los puedo tener a todos, claro"


(Marta)


2

Se prefiere no saber del dolor, desoírlo, si nos afecta. El ajeno, el que no nos incumbe, lo observamos a distancia, nos sabemos a salvo, lo creemos un acto impostado. A lo que asistimos es a una representación suya. La buena literatura logra que todo lo humano nos concierna. Leemos como si fuese de nosotros de quienes se habla. La trama es nuestra trama. Hay lecturas de una intensidad a la que no alcanza la vida. Del desorden y la herida, la (lo registro ahora y lo haré más veces, las que se precisen) asombrosa novela de Salva Robles, es un espejo para quien desee mirarse adrede, con intención quirúrgica, con precisa vocación entomológica, como si se sintiera capaz de extirpar el tumor que lo rompe adentro y buscase con afán los rotos para aplicarles el remedio que los enmiende. No están al alcance, nunca lo están. Si cuesta dar con ellos, más válidos parecerán. Todo lo que exige sacrificio se aprecia más. La vida nos curte con insólita saña a veces. Las vidas que pueblan esta novela coral son tristes y pugnan por zafarse de esa tristeza, son solitarias y anhelan que se las busque para deshacer la soledad, están insatisfechas y se obcecan en procurarse la satisfacción que los ignora. Gema, Samuel, Luismi, Pedro y Marta, en lo que Salva Robles les hace decir, en lo que se calla para que el lector sea un observador afectado y se acerque a uno o a otro, son gente de nuestro tiempo, debemos conocer a muchos que se les parezcan, quizá nos sintamos tan concernidos en lo que viven que se crea estar leyendo algo propio, como si de nosotros mismos fuese el inventario de pesares y de deseos, de circunstancias terribles y de dolores hondos, que esos personajes padecen. Hay mucho padecimiento en Del desorden y la herida. También una honestidad tan sobrecogedora que cuesta pensar que la ha escrito un autor primerizo. Da al dolor una acepción terapéutica, hace que intimar con él sea un bálsamo, un refugio, un asidero, una brújula. Tan sólo por ese hallazgo estilístico, el de no caer en el tremendismo, el de contar sin prejuicios hacia lo contado, valdría la pena el elogio a la literatura contenida en el Del desorden y la herida, novela de verdades aplazadas y de mentiras que las reemplazan, de arrebatador sentido de la prudencia y, al tiempo, lúcida en su descenso al infierno de algunas vidas tan parecidas a las de cualquiera, tan lejanas y tan nuestras. Para construir con verosimilitud toda esa eclosión de emociones, Salva Robles se arroga la elocución de todos los personajes en la prodigiosa segunda parte de la historia, narrando en delicada tercera y omnímoda persona la primera y en la muy breve que cierra el libro. El autor, un demiurgo consciente de la responsabilidad de revelar la intimidad de sus criaturas, muta en ellas, revela cuanto de él se subsume en ellas, se da por concernido cuando esos personajes exhiben sus rotos, que serán previstos, a los que se mira con desde la confortabilidad que provee la ficción, pero a los que concedemos la atención más cercana, el puro asombro, toda la ternura y todo el miedo que nuestro espíritu sepa ofrecer. El resultado de ese procedimiento narrativo es admirable. Qué bien ensamblado está todo. No hay nada que invite a pensar en algún descuido narrativo. Lo que de verdad sucede en el relato es la vida. "Porque no existe esa vida mejor. Esta es la única vida posible", cita de Coetzee con la que Salva Robles abre su novela. 

"Hay días de propagación y en ellos no percibes que suceda nada o, al menos, nada relevante; y hay días descarrilamiento en los que todo se altera y hasta se para, igual que aquel día en el que empezó esto". 

(Samuel)

3

La literatura progresa en la misma medida en que se nubla. No avanza linealmente. A pesar de que las evidencias den idea de una sucesión o de un progreso, lo que hace es desdecirse, recular, volver antojadizamente atrás y luego plantarse en el presente o bosquejar, eso le agrada, el futuro, que es la verdadera zona de confort de cualquiera que se duela de vivir o de leer las vidas ajenas y confíe (ciegamente a veces) en la providencia, en la promiscua benevolencia de lo que está por ocurrir, de todo lo que se ignora y, en esa ignorancia bendita, adoramos. El de la literatura es un territorio muy poco traducible a la lógica del espacio o la del tiempo En cierto sentido (lo pienso todo ahora) las palabras adquieren trascendencia (vigor, pulso, futuro) cuando desobedecen las reglas del juego y formulan reglas nuevas o las censuran todas. Las mejores novelas son las que hacen peligrar la estabilidad mental de quien las lee. Las que malogran las previsiones. Las que duelen nada más abrirlas. Es el dolor el que lee, no nosotros. Es el estupor de sentirnos tiernos o de sentirnos débiles. Quién habrá por ahí que sabe tanto de mí, pensamos. El escritor es un francotirador amable, uno que no se para a pensar en el daño que hace sino en la felicidad que le produce disparar a ciegas. No es un abatir sin motivo. Ni siquiera las lesiones que causa son irreversibles. Leer a Salva Robles es exponernos a que se nos derribe. Se lo pasa uno tan bien siendo el blanco que hasta se envalentona y levanta la mano: aquí estoy, no te olvides de mí. Es ese lector valiente el que demanda al autor arriesgado. Del desorden y la herida es riesgo puro. Mucho de ella podría haber caído en desgracia si otra manera de sentir y de escribir las hubiesen acometido. Exhuma verdad la de Salva Robles. Sin ella, sin su comparecencia delicada, tendríamos un libro más, otra novela sobre la sociedad difícil que nos ha tocado vivir, algún documentado retrato sin hondura ni cercanía. 

"Todo interior merece un pozo"

(Pedro)

4

Son fantasmas Gema, Pedro, Luismi, Marta o Samuel. Fatigan la vigilia, pero están en un sueño. Caminan entre los que caminan, pero no avanzan. A tientas, con ciega obediencia, cumplen el recado de la realidad, pero no están en ella, la ocupan desde afuera. Como espectadores. Como autómatas. Cansados, perplejos, incapaces, los cinco son multitud, son legión, son el mundo. El miedo a la verdad los lastima más que el miedo mismo. "El presente es un auténtico festín de ese fracaso". Del futuro no saben nada, quién sabrá. El pasado es un fardo y tienen las espaldas frágiles. El desorden del título es una extensión de la herida que lo acompaña. Para que el orden suceda, se dicen las cosas con enternecedora o brusca o hueca sinceridad. Se les oye hablar sin que abran la boca. Cuanto piensan, a poco que se esmeran en dar con las palabras exactas, les hace obligarse a pensar más. De esa febril actividad, en ese monólogo interior, Salva Robles escoge las partes trascendentes (los vaivenes del corazón, el derrumbamiento del ánimo, la leve insistencia de la esperanza) y hace emerger sin que se descomponga el conjunto las en apariencia irrelevantes (llevo el mismo vestido que en nuestra segunda cita, unas referencias al Joker o al cierre de El guardián en el centeno o al Heisenberg que llevaba dentro Walter White, estados del Whatsapp), pero no deben contemplarse con ligereza: no hay nada que no converja hacia un punto de absoluta dureza, uno que parece guiar toda la novela: el de la incomunicación, el de las pérdidas irreparables, el de la voluntad herida y más tarde vencida por los rigores de la existencia. Y cómo se ensaña con todos ellos, con qué dureza los zarandea, qué artera y cumplidora es su cabeza mezquina y ciega. 


"Pues no, la soledad no la elegimos"

(Luismi)

5

Este lector agradecido quiere hacer valer un mérito en la confección de esta novela, uno enteramente atribuible al pulcro dominio de un estilo. Se aprecia de modo consistente en los diálogos, que ocupan un extenso territorio en la historia narrada. Quien se ha atrevido a formularlos sabe qué difíciles son y cómo su desatención o su fracaso pueden malograr las bondades del resto del paisaje. Es una novela dialogada, plural en todas las voces que la atraviesan, coherente y resistuosamente integrados. Del desorden y la herida habla de bullying, de infidelidades, de lejanías, de tristeza y de resurrecciones. Siendo una novela tan tangible, de peso narrativo limpio y honesto, es turbia, también necesaria. Su lugar es el del ahora; su porvenir, el de ciertos clásicos que resisten el tráfago de las épocas y se conminan a perdurar. Los personajes que la pueblan, no muchos, prodigiosamente volcados, tiemblan cuando la vida los conmueve o los hiere y nos hacen temblar por idénticas circunstancias. Se tiene de lo leído la idea de que nos va a acompañar, incorporado a nuestra identidad, concernidos como lectores a extraerlos de su letargo cuando la realidad los nombre. Y la novela no acaba nunca. Ni nosotros tendremos gobierno sobre cómo aparecerá tras haberla olvidado como se olvidan las cosas y unas reemplazan a otras hasta que algo extraordinario las hace regresar, hacernos pensar, hacernos aprender a vivir.

"Y entonces volar. Esto quiero"

(Gema)








17.4.24

5 aforismos



No tener vicios declarados es, más que sospechoso, lamentable. Quien no tiene un vicio por el que se le conozca a la luz de su vigilia, los tiene todos en la clausura de sus sueños. 

*

Escribir es una apnea. El aire son las palabras. La literatura es un estado anímico líquido.

*

Cuando escribo, tanteo lo que no soy. Al leer, sé lo que soy. 

*

Las puertas son, en el fondo, una anomalía de la cordura. Los espejos deberían ser las únicas puertas admisibles. 

*

Una lápida es un epitafio ágrafo.

Balada del limbo imperfecto

 La realidad consiste en pequeñas partículas en aparente caos que, al mancomunarse, conforman manzanas, destornilladores, dientes de hiena, párrocos de pueblo o albúmina de trigo, pero debajo de la realidad, justo donde las partículas se pierden en su vértigo, hay un inframundo en el que pasan cosas indescriptibles, indescriptibles, de escaso afecto a la bondad de las palabras, que no les dan la sustancia precisa, como un niño cuando se le habla de metafísica. Son estas escaramuzas verdaderas aventuras épicas que hacen risible la epopeya de Gilgamesh o las sagas nórdicas. Esa comparecencia de universos infinitesimales abastece de emociones puras a la imaginación de los escritores de ciencia-ficción y a la de los físicos cuánticos, que vienen a ser la misma asombrosa cosa a los ojos pedestres de quien carece de instrucción científica, pero está comprobado que el ciudadano normal, el que hace cola en la charcutería y se enoja cuando a su equipo le meten cuatro el domingo, termina por entusiasmarse por esta vida surreal que engolosina su prosaica actividad sensible y la hace vibrar y sentir puro gozo.

A pesar de todo, la realidad es un objeto de estudio inescrutable: siempre hubo ese afán por navegar las estrellas, empresa tan fascinante y, al tiempo, tan absurda, pero nada es susceptible de ser conocido enteramente. Las mismas palabras que usamos para transcribir lo que la intendencia de la ciencia nos provee malean la sustancia del hallazgo. Siempre me viene a la cabeza Heisenberg y su principio de incertidumbre, y me preocupa que no pueda conocerse simultáneamente y con precisión posición y momento temporal de un objeto. Que lo afectado por la indagación humana, por la mera circunstancia de que se manipule, termine por corromperse y no satisfaga el propósito de quien ufanamente se obstina en descifrarlo. Más que una disciplina física, la mecánica cuántica es un juguete intimidante, una religión para los llamados a comprenderla.

Ni siquiera el más sencillo de los objetos que nuestros sentidos nos ofrece se libra de la sospecha de que en sus adentros ocurra el milagro de los átomos, que danzan como planetas en el absoluto prodigio del espacio. Ir a ese espacio (convencerse de que algo de una sutilidad inefable nos reclama desde su negritud ancestral) y buscar conexiones cósmicas y túneles de luz no garantiza que en casa seamos más felices. Pero no estamos hablando de felicidad sino de viajes o de fantasía. Los chinos ya se han dado su garbeo cósmico. Lo que pasa es que fatigan las galaxias y hurgan en su oscura materia secretísima y desatienden asuntos más domésticos como la democratización de su aparato legislativo o la censura informativa. Quien haya leído China ha leído bien, pero puede el amable lector reemplazarla por el país que se le antoje. No entra en cabeza a la que llegue bien la sangre que andemos visitando el éter del insondable cosmos y no podamos tener la fiesta en paz en nuestra vieja casa, la que se ve azul desde la bóveda celeste. No conocemos el fondo de los mares y queremos conocer la altura de los cielos. En esa paradoja está la explicación a algunos de los males que nos malogran como proyecto de una civilización. No sé yo si los ciudadanos finlandeses se maravillarían si su gobierno se tirara al espacio y gastara en cohetes y en Cabos Cañaverales bálticos, pero me da que están más preocupados por otros asuntos y no permitirían que sus políticos perdieran la cordura de una manera tan absurda, y eso admitiendo que la renta per cápita de ese rincón nórdico no es escasa y da para esas y otras excentricidades.

Al ciudadano chino encantado con las proezas astronáuticas de sus compatriotas, abrumado por la dimensión histórica del asunto, ni se le pasa por la cabeza pensar en la precariedad que padecen en otros órdenes de la vida. Hay distracciones que amenizan la ocupación de las horas. Podemos considerar la carrera espacial como una especie de distracción de masas. No tenemos una liga de fútbol a la altura de las grandes y festejadas, podrían decir, pero he aquí nuestro orgullo, estos son nuestros héroes. La ficción rivaliza con lo real para que vivir no sea una carga demasiada pesada sobre nuestros hombros. La realidad micro o macroscópica niega la realidad tangible, la descifrada por los sentidos, la mesurable sin fatiga de la razón, la ningunea, la incapacita para ser referente de ningún estudio sociológico. En lo infinitamente pequeño está lo infinitamente grande. También puede decirse a la inversa.

Por fortuna, en España estamos lejos de crear un Ministerio Galáctico, aunque hagamos nuestros pinitos y seamos una pieza de un puzle ajeno. Nos preocupan asuntos más terrenos (y ni estoy seguro de eso) y el espacio exterior importa escasamente cuando el interior todavía no está reglado como debe. A poco que se le observe se aprecia que está cuarteado, encolerizado, entristecido, abrumado, desencantado. No cabe en cabeza que el gobierno (este, otro, el que venga, el que regrese) invierta en lo que, por tradición histórica, por idiosincrasia, no nos incumbe en demasía. Pero igual estoy equivocado y el poderío de un país se mide en estos términos. Mis conocimientos no pasan de la lectura rápida por los titulares de la prensa y la escucha (más o menos pausada) de algunas tertulias radiofónicas. Y ahí todavía no he percibido yo signos de que la realidad española baje o suba, se obceque en buscar el universo más alto o se empecine en escudriñar el universo más bajo. Soy un ignorante. Ojalá quienes gobiernan mi ignorancia no lo sean.

Cibertríptico emboscado. Ilustración de Eugenio Rivera. Primera mitad del s. XXI

Yo soy de un pensar más regionalista. Mi provincialismo es palpable. Nada más abrir la boca se me nota la ingenuidad de mis palabras. Me suelo fijar más en los asuntos del corazón y advierto que al músculo lo estamos atrofiando con el gris paisaje de amores vacuos con el que lo entretenemos. Le damos pasiones digitales, le ofrecemos pastelitos cibernéticos y le contentamos con mínimos hallazgos emocionales que, en muchas ocasiones, provienen de un nuevo amigo en el Facebook o de una búsqueda satisfactoria en el espacio binario del Google. Si al corazón del siglo XXI le ponemos enfrente un tocho de Balzac se viene abajo, se atora, infarta. No entenderá, por falta de motivación, por pereza pura, por tener en desuso el mecanismo del asombro o por una instrucción mediocre o nula, la empatía con el dolor ajeno, con las pasiones de los otros, todo eso que la literatura se ha encargado de transmitir durante siglos. Vamos a hacer justamente eso: hacer que Balzac sea vigorizado y puesto al día (repensado, dicen ahora) y lo vendan a tutiplén en las grandes superficies y en los negocios menos salvajes, los de barrio de toda la vida. Que sea portada de los suplementos de cultura. Que el gobierno insista en el hecho de que la literatura (la de Balzac en concreto, pero podría ser la de Proust o la de Mann o la de Pérez Galdós) puede crear ciudadanos más sensibles. Una vez que la sensibilidad se ha instalado por ahí adentro, el que la posee difícilmente podrá dejar de valorar el tesoro que ha recibido y no se verá tentado de engolfarse con mediocridades, con toda esa chapucería cultural que con obstinada frecuencia nos arrojan. No verá culebrones turcos y se legislará que el reguetón pueda ser escuchado cuando el oyente obtenga mayoría de edad, y eso con cierta prudencia también, tal vez tutorizado por alguna autoridad que influencie o incluso sancione si la ingesta de morralla es considerable. No verá cine ínfimo y tendrá un criterio poético a la hora de comprar una corbata o un kilo de manzanas.

Una vez letraheridos (me encanta la imagen de que las palabras hieren y sanan y vuelven a herir otra vez), no hay vuelta atrás. Nos da igual conocer el espacio exterior porque el interior es abismal, no es navegable en cien vidas y cambia a diario, abriendo galaxias de asombro y de apasionamiento nuevas. Vamos a leer a Nabokov esta noche. A Proust. A Verlaine. Vamos a dormirnos con Poeta en Nueva York abierto por ese poema en el que la niñez era fábula de fuentes y un Cristito de barro se ha partido los dedos / en los tilos eternos de la madera rota. Qué hondura. Qué felicidad más inextinguible. Y da lo mismo que tiemble el Facebook y tengas once solicitudes de amistad en espera y tu muro arda por tener 23 notificaciones nuevas. Que lo único que arda sea el amor y esté letraherido. A la red, ese limbo entre lo metafísico y lo cochambroso, le está pasando como al planeta Tierra: que se está quedando pequeña. Internet es una república de lobos y los republicanos crecen una barbaridad. El ciberespacio está enfermo: le ha dado un ataque demográfico. Dicen los expertos que la red se colapsará en poco menos de un año si no hacemos algo. Eso de no hacer algo es una forma de hablar porque los que tienen que ponerse manos a la obra son ellos: el público está hechizado con el YouTube, el Facebook y las descargas masivas para no abonar una cuota o comprar películas, discos o libros. Si a la red le da una embolia, apañados estamos. Y mientras reviven al fallecido, qué hacemos. En dónde escribo, para empezar. Porque el mundo está colgado de servidores, a expensas de que el hilo de cobre no se queme, rezando (si es que hay dioses por ahí adentro) para que todo vuelva a su sitio o vuelva, ya puestos, mejor.

Al final resulta que el paraíso de la tecnología es también un paraíso mortal hecho a imagen y semejanza de quien lo creó, que es una máquina sublime a la que, agotado el plazo de estancia en este mundo, le sobreviene también una sobredosis de experiencias, una metástasis de dolores varios, un guirigay de tormentos que lo devastan y lo reducen, como decía el poeta, a polvo. Y si, por obra de la inverosímil velocidad de los inventos, a la Red se le amplía el feudo y se pueden soltar más bestias a pastar la glauca extensión de la existencia (todos entramos con el cuchillo en los dientes, nadie mira a nadie, es la guerra), no pasará mucho tiempo hasta que ese espacio extra quede también chico y haga falta (ay) otro puñado de genios que se estrujen la mollera y den con la piedra filosofal y nos permitan navegar las estrellas o bucear dentro de un átomo. Las nuevas guerras no serán las del agua ni las de la religión, tan antiguas y vistas ya, sino las de la tecnología. Igual en el futuro seremos inmortales o seremos hologramas vertidos por un complejo programa que emulará a la anticuada alma y la Red será una reliquia del pasado, un souvenir, una pieza vintage que las generaciones del futuro enseñarán en las escuelas en las clases de Historia. ¿Habrá escuelas? ¿Quiénes leerán la Historia?


16.4.24

Una educación de la mirada

 La derrota es siempre más hermosa

De poco prestigio lingüístico, le tengo yo al anacoluto un aprecio que no dispenso a otras figuras retóricas, todas tan encomendadas a añadir un énfasis, a dar una intención al mensaje. He pensado alguna vez que se comete esa infracción a la norma sintáctica por el entusiasmo en la elocución del lenguaje, por el deseo de decir o por el de que apremie que se nos escuche. Por fortuna o por desgracia, depende de en qué momento irrumpan y si cuentan o se desvanecen, son muchas las ideas que ocupan la cabeza y unas pugnan por anteponerse a otras de modo que el conjunto se tambalea, da señales de colapsarse, se le ve el padecimiento y sufre una especie de precipitación semántica o una conmoción diríase que casi moral que, a la larga, desbarata una construcción correcta. El hecho de que el anacoluto aparezca en el discurso y cunda con brusquedad la incoherencia es el indicativo más sólido de que se está disfrutando lo que se está diciendo. La algarabía sintáctica (ese tropel festivo, ese festín de caminos) invita a que participen intervinientes inesperados. Qué felicidad entonces la de rescindir la observancia de todas esas reglas, la de no convenir en el acatamiento del consenso y, más que con las palabras, jugar con el modo en que engarzan, arruinando toda esa coreografía pulcra que, la mayoría de las veces, no debería contravenirse pero que, de cuando en cuando, no al empeño de quien la solicita, pareciera que fuesen las mismas palabras las que solicitan que se las libere y campen con más roto empeño. En su derrota podría estar la semilla de cualquier victoria ulterior.

El cortejo de las palabras

Sabemos que la lengua crece al desdecirse, al poner en liza sus herramientas y permitir que se las zahiera y, en última instancia, sucumban y nazcan otras. Imagino a las palabras hastiadas de su señalada residencia, locas por intimar con algunas con las que jamás tuvieron comercio carnal. Porque las palabras son cuerpos y hasta maliciosamente se codician. Se las vería en festiva coyunda y gozo limpio y alegre al bregar sin brida en el zafarrancho nuevo. A las palabras se les tiene el respeto que no demandan. Son de dejarse cortejar las palabras. Como flor que anhela que se la libe. Como agua que medra en el abrazo horizontal del cauce. Habrá un territorio inédito, no frecuentado ni mucho menos deseado. Fascinará (es la primera vez que cuento con ese maravilloso verbo) la melodía novicia, su arrullo virginal. Seducirá el apresto loco de las construcciones urdidas. Era del año la estación florida, verso que inicia la “Soledad” primera de Luis de Góngora, es música para quien ama la danza del verbo y, sin temblor en la afirmación, es también una belleza de anacoluto, si se me permite. Salida de guion: Quevedo le diría a Góngora que era un anacoluto. O tal vez fuese al revés. Imagino al capitán Archibaldo Haddock, al que tengo por fiable constructor de asombros, profiriéndolo fieramente como insulto: «Anacoluto, jugo de regaliz, logaritmo neperiano». Gloria para los oídos sensibles. Cierre del excurso.

Una máquina infinita

A decir de los exégetas de la cosa, el anacoluto es un error de sintaxis, una inconsecuencia que aplaza o cancela el entendimiento, pero quién desea entenderse a tiempo completo, me pregunto, a quién no le agrada salirse de madre, eso se dice, tomar el camino no recomendado, incurrir en una falta y hasta envanecerse en ella. Hay una inclinación natural a que todos los elementos de un todo contribuyan a que se fije su significado, de modo que la sustracción de uno de ellos afecte a los demás y, en consecuencia, al mensaje completo que se desea transmitir, pero es el elemento discordante el que reclama toda la atención. También el que se postula como único elemento de fundamento a veces. La no vinculación de alguna de esos trozos a los demás malograría el conjunto. Si digo: «La mujer que me saludó en la calle, su aspecto era ridículo», obligo al que escucha a que complete los huecos libres, toda esa información birlada, arrebatada a la lógica. Los cabos sueltos de pronto adquieren la fuerza de los amarrados. Lo vago cobra la pujanza de lo firme. El lenguaje es en sí mismo un enorme anacoluto que de continuo se obliga a corregirse, un abnegado perpetuum mobile, aquella maravillosa máquina que hipotéticamente podría funcionar sin descanso ni combustible que la anime eternamente. Menos dañada, la literatura maniobra en la trinchera, se precave ante el advenimiento de cualquier fractura que la hiera, concita la observancia de un protocolo más severo, poco inclinado a que se permitan esas inconsistencias gruesas que afean el producto.

Ilustración de Eugenio Rivera

El error como una de las más bellas artes

Te puedes equivocar hablando, pero no lo hagas escribiendo, creo recordar a un viejo profesor del instituto. La inmadurez estilística quizá se deba entender como urgencia en la rendición de lo oral, que desobedece las prescripciones y campa con mayor entereza al desatenderlas, buscando caprichosamente la restitución del mensaje, no su pulido o fiable ornato. Rigen parámetros distintos en lo oral y en lo escrito, pero ambos modos de expresión se construyen con la misma argamasa. Con todo, dando por buenos esos desvelos, la literatura progresa desde el error, que es una manifestación creativa de primer orden. El surrealismo es la formulación de las tentativas suicidas, la cabeza de un cuerpo al que urge desdecirse como cuerpo y que ansía expresarse como espíritu. Entonces irrumpirá el extrañamiento, se emborronará el recto proceder y todas las palabras solicitarán festejar la noticia del aire e izar juguetonamente el vuelo. Quien acude al anacoluto en su discurso oral busca, sin que tenga noticia, más que otra cosa, imponer al mensaje una subjetividad práctica, predisponer al interlocutor a que se sustancie su persona, a que se le otorgue una atención o a que ese error (que no tiene que darse adrede) sea apreciado y contribuya a una lingüística plena. Es la sublimación del error, la legitimidad de lo marrado.

Imágenes sin acabar

Hay también fracturas en lo observado. Un anacoluto visual es la representación de una imagen que no es real o que es imposible que la realidad produzca. Alterar la presentación de los objetos para que desafíen la restitución cartesiana de lo sensible ambiciona que el observador no sepa cómo mirarla y, en esa perplejidad, dé con significados que la rutina visual (ver sin extrañarse de lo visto) no siempre entrega. Está la imagen desquiciada, se percibe su anhelo de probarse y confinar el cuerpo antiguo. La falta de una coherencia plástica da un realce a lo que se omite. Si calzamos al sustantivo tomate el adjetivo épico aseguramos un cuento infantil para adultos o un cuento adulto para niños. Un tomate épico es un hallazgo que rivaliza con las manos precursoras que el ciego Borges rubricó en un inmortal verso. Unas zapatillas de deporte de marca no casan con un vestir elegante, pero he ahí el desacato resaltado, ese punctum que exige reformular la semiótica de la moda. En el discurso de la fotografía, Barthes otorga al punctum la cualidad del pinchazo, la de sentirse irremediablemente punzado por algo sobre lo que no se asienta el objeto contemplado pero que lo reemplaza y en el que fijamos nuestra entera atención. Miramos las zapatillas y no el resto de la indumentaria. Habrá quien no repare en ellas y privilegie esa atención a una corbata inverosímil o a un color de camisa que irrite la armonía cromática del conjunto. El anacoluto aparece antojadizamente y posee la facultad de hacernos despreciar su periferia, esto es, el texto al que se le ha intentado dar un acabado pulcro, avenido al canon. Cualquier disciplina tendrá sus anacolutos. Pienso en edificios, en canciones, en platos de alta cocina, en deportes de élite. Uno mismo será un anacoluto grande y ajeno al roto que lo merma y, al tiempo, lo ennoblece, lo hace distinto, lo hace vivo.

El sueño de Coleridge

La fascinación nos hace no saber apartar la mirada del objeto al que hemos prestado atención. Está la mirada comprometida con lo que mira, no hay con qué apartarla. Incluso persiste lo mirado una vez que se han cerrado los ojos o el objeto no se nos muestra. También el lenguaje efectúa esa captura milagrosa y su eco perdura una vez que las palabras han sido canjeadas por otras o su esplendor ha flaqueado. Es mayor esa especie de encantamiento o de embeleso a medida que la imagen o que las palabras progresan y parecen no haber cumplido su cometido semiótico. Segunda salida de guion: a Coleridge, en un sueño inducido por el opio, le fue revelado un poema que no logró transcribir íntegramente al despertar. Una visita inesperada interrumpió la restitución de los versos. Lo cita Borges en “El sueño de Coleridge”, un texto de Otras inquisiciones. Deslumbrado, agradecido, también apenado, el poeta inglés recoge esos versos salvados, los impone a la realidad, como le agradaría expresar al poeta argentino. Los trescientos que irrumpieron en el sueño quedaron lamentablemente mermados, pero eso no le arredró, y el poema, un fragmento en realidad, fue publicado. Lo maravilloso de la experiencia onírica de Coleridge es la entrega de una obra no acabada, la rotunda aceptación de que la parte ausente no afectaría a la transcrita. Debió fascinarle el misterio puro, que es indistinguible de la razón pura. Lo arrebatado flota en lo transferido. Borges dice que el poema de Coleridge no ha acabado todavía. Esa conjetura inverosímil es, en esencia, el trasunto verdadero de toda literatura. Fin del excurso. El anacoluto es de naturaleza mística en este caso. La interrupción de un milagro no lo cancela. La fe es un artefacto ajeno al tráfago del tiempo. Ni las palabras la salvan o la condenan. Será un poema invisible, un vertido mistérico al que no se le puede buscar un roto. Es posible que cualquier manifestación literaria provenga de una iluminación súbitamente cercenada: se consignan las partes que el fuego del olvido no devastó, se escribe en la idea de que todo quedará vertido en el texto, pero hay un texto elidido, uno que no ha prosperado y será perdido irremediablemente, a no ser que el lector dé con los fragmentos y los recomponga. La responsabilidad del texto, incluso sus omisiones o sus inconsistencias, no es únicamente atribuible a quien lo crea sino también a aquel a quien se destina. Leer es un ejercicio de escritura diferida. Al leer, escribo. Se puede decir a la reversa. Que se cometan incorrecciones en ambas disciplinas no debería causar mayor asombro. Leemos mal lo que ha sido inmejorablemente escrito y escribimos mal lo que alguien va a leer con posterioridad con convencida conciencia. Lees y el texto que lees es tuyo. Este que principia aquí su fin no me pertenece. Seguirá leyéndose y escribiéndose y su imperfección no cancelará su vuelo. Digo yo que es volar lo que cualquiera anhela. La cacofonía está servida para confirmar la incontinencia. Les pido que me disculpen.

Principios básicos de comunicación

  En principio creo que hablo más que escribo, pero hay ocasiones en las que pienso en que debería escribir más de lo que hablo. En otras, a...