9.12.23

La casa

 

Que la casa sería enorme para los dos lo supimos antes de entrar y verla en detalle. El agente inmobiliario se prodigó en atenciones, pero sobraron todas. Nos agradó esa ampulosidad, aunque por razones distintas. Ella tendría espacio para perderse. Yo para buscarla. No había que confiar en que un pasillo nos encontrara. La casa le dio a ella una felicidad nueva. Se entretenía en el oficio de mantenerla pulcra y presentable. Compartíamos una comida frugal a mediodía, antes de partir yo al trabajo. A la noche, en el regreso, la buscaba, sin éxito. La imaginaba en el sótano o en el ático. La veía en el salón haciendo punto, viendo revistas antiguas o una de esas películas románticas en blanco y negro. Fantaseaba con la posibilidad de que el azar aliviase la soledad en la que vivíamos. En ocasiones, aunque yo lo sospechaba, no cenaba. Nunca nos vinculó la cama, aunque alguna vez me confesó que yo era atento. El adjetivo no halagó mi hombría, pero tampoco necesitaba ese trato de la carne, ni me entusiasmaba conciliar el sueño a su vera. Acabamos durmiendo en habitaciones separadas. Uno tiene vicios en el sueño que no desea compartir, o eso he ido creyendo en estos años. La casa consentía que no tuviésemos que acatar las convenciones y los hábitos tan normales en otros matrimonios. Anoche quise encontrarla con más determinación que otras veces, pero, al poco rato, me rindo y dedico el tiempo encontrado en esa rendición a ver la televisión o a releer alguna novela. Una vez quise de tal modo encontrarla que abrí todas las puertas de la casa. No di con ella. Esta mañana la he visto en la planta baja. La atareaba la ropa recién cogida del patio.  La oigo ahora cerca. Canturrea. Limpiar la casa es hacerla todavía más grande. Ella no lo ignora. He querido ver en estos signos de distanciamiento una evidencia de que ya no nos amamos. O de que hemos muerto y en la muerte el amor no acepta las rutinas que antaño le eran tan gratas. Me da a veces, cuando me aburro, por componer la figura de esa muerte alegórica en la que los amantes, tocándose, se pierden y, en el abrazo encontrado, se hallan y reviven. Estamos destinados a querernos así de esta forma tan quebradiza y fugaz. No hay deseo en ninguno de que esto deba preocuparnos. Ninguna voluntad hará que anticipemos el final previsible, ningún desenlace improvisado nos inquieta. Ya nos ha pasado antes y hemos salido. Quizá hayamos muerto y nadie nos ha hecho ver ese luctuoso trance. Es hermosa la certeza de que duerme en esta casa y de que, si grita o llora o se ríe, yo la oigo. Ella, por su parte, me mira con el afecto de siempre, me sonríe, me toca a veces la cara sin que yo aprecie la yema de sus dedos y me susurra al oído palabras que no confío en que nadie entienda. 



8.12.23

Los pájaros de luz, la música del fuego

 



Llevaba media vida sin volver a la Mahavishnu Orchestra. Hoy me puse Birds of fire, el disco del 73. Lo tenía un amigo que iba de los boleros a la canción protesta, sin desatender el pop insulso de los ochenta (hubo, a pesar de la mitificación reciente) o la música de cámara de Brahms. Me parecía admirable que su abanico de géneros fuera tan amplio. Yo en esos años era de rock progresivo y algunas incursiones primerizas en el jazz. Era la edad más agradecida de todas de las que uno pueda disponer. Cualquier novedad era recibida con el entusiasmo propio de quien ha comprendido que sin abrir muchos los ojos y las orejas el mundo es un asunto gris al que no hay que prestar otra atención que la de la costumbre. La juventud, aparte de un divino tesoro, es un pozo sin fondo, una habitación vacía a la que se arriman muebles sin concierto. No cuenta ordenarlos, darles el sitio en el que permanecerán hasta que el operario inspirado decida retirarlos o darles otra residencia estable. Tantos años después, tantos discos de John McLaughlin escuchados, me entusiasma esa época novicia en la que el jazz y el rock se ensamblaron. No sé si crearon un monstruo o un ángel. Hay piezas de su repertorio que duelen: sientes que se te está violentando, obligándote a sufrir una especie de tortura sonora, pero una vez que has aceptado la aventura melódica ( a veces tan costosa), uno sale absolutamente reconfortado. La buena música no requiere adiestramiento, cumple su cometido a poco que quien la escucha encuentra un vínculo entre lo escuchado y lo anhelado, entre la nada y la luz. Hoy he celebrado la mañana del día de la Inmaculada Concepción con el señor McLaughlin y el señor Cobham (qué batería más cumplidor, qué prodigio). Debe ser una anomalía de mi ubicación en el mundo. Hay quien sale a pasear o va a misa o está de puente en alguna ciudad nórdica, pero este sensible y obsequiado obrero de sus vicios se ha dedicado a escribir (unos poemas, un cuento, un no sé qué es que me ha gustado muchísimo) mientras los pájaros de fuego han izado el vuelo y se han marcado una coreografía extraña en el aire. 

Las sesiones de Estocolmo de 1961

  


Yo fui un polizón en el Mayflower.  Quise crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida. Tenía cien hijos en las manos. Era el heraldo de los ángeles más puros. Desde mí salían pájaros de oro. Yo con mi barba que olía a barro y a magnolias. Yo en los salmos del futuro. Yo Walt Whitman en la oficina de asuntos indios escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula. Soy el padre de todos los poetas de América. Estoy en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Fatigué los altos palacios de las nubes con mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre se recita en las catedrales. Podéis verme en la guerra primera del mundo. Soy el héroe, soy el traidor, soy el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas,  infinitas hormigas con hambre infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones de Cristo. Ahí el fulgor de todos los verbos que explican la fe en la sangre. Toda mi lujuria es un carro de heno en las montañas donde los pájaros escriben en ciego vuelo la última voluntad del aire. Mi amor de 1620 está esperándome. La oigo desde aquí. La siento permanecer en la sombra, aquietarse en la sombra, morir en la sombra. Lleva desde 1620 ocupada en esperarme. Me reprende a veces. Tardas, no sé esperar, no sabes venir. Esperar es confiar en que alguien venga. Hay quien espera sin motivo. Por atribuirse un oficio, por imponer a la realidad un gesto. Luego fui un niño en el Mekong cuando el coronel Kurtz nos desveló la metafísica de los árboles. Yo miraba su calva como el que descubre el cielo en las mismas honduras del corazón. Me tomaba de las manos y me hablaba con la armonía de un dios que condesciende a intimar con un hijo. La tierra era un vergel para lo sentidos. El ruido de las hojas al ser mecidas por el ligero viento, una delicia comparable a la de una nube cuando despeja la incógnita del sol y lo regala a la vista. Yo fui un alumno aventajado del coronel Kurtz. Me sumergió en el Mekong y habló desde el aire. Yo escuchaba un salmo, yo era un pez recién bendecido por los dioses. Cuando aspiré el aire sentí que entendía el aire. Cuando pisé la tierra sentí que entendía la tierra. Yo era Walt Whitman con la barba blanca de los años abstemios. Glauco, libre, eterno. Como un niño al que no se le ha explicado el tiempo. Como un poeta que se resuelve dios y prescinde del recado de las palabras. Como un ángel que restaña sus heridas con la lengua de otro ángel y calla el pecado con la boca del olvido. Yo fui un músico de sesión en las sesiones de Estocolmo de Eric Dolphy en 1961. Tocamos God bless the child a las ocho de la mañana en una sola toma. Nos dijeron que éramos realmente buenos. Los músicos locales dimos el alma en la grabación. Todas esas aventuras en el sonido abstracto. Los clásicos de Billie. Las lágrimas en nuestros ojos al cerrar una melodía. Dolphy nos invitó al mejor restaurante de la ciudad. Bebíamos vodka en las tabernas del puerto. Yo fui Eric Dolphy cuando Eric Dolphy volvió a Los Ángeles. Murió en Berlín tres años más tarde. Una diabetes no diagnosticada. Fue a un bolo, tocó, volvió al hotel. Cayó al suelo fulminado. En el hospital creyeron que había sido una sobredosis, pero Eric estaba limpio, siempre estuve limpio. A los músicos negros les inventan subidones de coca o de heroína a poco que pisan un hospital con los ojos en blanco y las pulsaciones a mil. El corazón tan frágil. Era tan joven. En la bodega del Mayflower toqué God bless the child, pero nadie hizo aprecio. En la nueva Jerusalén el jazz podría haber izado una bandera de armonía entre los hombres de buena voluntad. Luego el moho escribirá un epitafio lánguido. El río será vertical. La noche, una iglesia abandonada. Todos los espíritus puros de la gleba tendrán su corona y reinarán en las tierras promisorias. Soy el mesías de los enfermos de luz. Guardo las tablas de la salvación. Mi voz es el temblor del cosmos, mi voz pastorea la cúpula celeste. Empédocles me miro una vez a los ojos y vio los Tercios de Flandes. Vio el agua, el aire, la tierra, el fuego. Vio el fulgor primerizo del mundo cuando ocupó la tiniebla pura, el vacío colmado de más vacío hasta componer la nada sublime sobre la que acomodarían la luz precursora, la danza sin gobierno del caos, los astros siderales, las cuerdas secretas, los fastos del mar, la glauca humildad de la tierra, las manos del hombre, el silencio de los templos, la verdad de la música, la lujuria de los cuerpos, la grandeza de la lluvia, la intimidad de los relojes y la divinidad de Lis libros. Hoy viernes, ocho de noviembre del año dos mil veintitrés, a las diez y catorce de la mañana me he sentado a contemplar las nubes del cielo de Estocolmo. . 

7.12.23

Elogio de la apnea

 Para Marina Perezagua

Los libros vienen del mar, que es el escenario puro de la aventura. Si se acerca uno lo suficiente a ellos, aprecia el olor a salitre, la impetuosa verdad de las mareas, el infierno de las profundidades, el Kraken malogrando la horizontalidad de los barcos, la huella del Nautilus en los fondos abisales, Jim Hawkins escondido en un barril de las tripas de La Hispaniola, Darwin oteando por primera vez las islas Galápagos, el viejo Santiago en la barca que Hemingway le escribió. El mar es algo irreal. Como los libros. No se sabe bien qué guardan, dónde está su secreto, si algo de lo que preservan cometerá la imprudencia de violentarnos o la bendita ocurrencia de halagarnos con alguna de sus hermosos misterios. El mar es el origen de la civilización, el de la misma vida, si nos ponemos científicos, pero a mí me fascina más la metáfora que el algoritmo, la versificación que la estadística.. El mar es un poema, una ola que no descansa, un argumento infinito, un paisaje sin acabar, un cielo húmedo, una tiniebla azul, un pedazo de la carne de los sueños. Cualquiera que lea, por adentrarse en la procelosa inmensidad de las palabras, es un navegante. Se le puede conceder la posibilidad de que naufrague o de que arribe a puerto, pero cualquiera de esas opciones hará que ame el mar de idéntica manera. De un libro se sale herido, aunque algunos no pasen de un leve mirar las olas desde el paseo marítimo, sin dejarse embaucar por las sirenas que tentaron a Ulises. Todos somos el hombre atado al mástil, pero no nos precavemos contra el canto: nos dejamos llevar por la melodía, esperamos que nos restituya el deseo por la aventura, por la inminencia del fracaso de todas las rutinas que erigimos para salvaguardarnos del miedo. Porque es el miedo primordial el que anhelamos: el miedo como primera medida del asombro, el miedo como motor de la sangre. Leer es un ejercicio similar al de nadar. Las brazadas nos dirigen a un punto indeterminado, pero no hay otro al que queramos ir. Las líneas del texto nos conducen también a ese lugar. La literatura es una tentativa de prospección marítima. Escribir, una apnea. 

6.12.23

El árbol nevado


                                                                Casiano López


Al árbol no se le ve morir, no hay un momento en que se aprecie su defunción, hay una constancia difusa, una especie de párvula evidencia en la que pueden registrarse las partes débiles, todo lo que flaquea, ese desvanecerse moroso que principia el fin. La nieve es un halago para el árbol: lo engrandece, hace que todo él cobre un vigor nuevo antes de que la savia deje de circular por los invisibles tubos leñosos para que cada minúsculo átomo de vida definitivamente emita un cese, dé con las palabras que finiquiten el glorioso flujo. Uno asiste impávido al regalo de la nieve, no tiene con qué expresar la gratitud por la imagen, por ese regalo sutil con el que la vida nos recuerda que tendremos la nieve propia, el manto póstumo con su intendencia de belleza postrera. 

La casa

  Que la casa sería enorme para los dos lo supimos antes de entrar y verla en detalle. El agente inmobiliario se prodigó en atenciones, pero...