No me cabe duda de que algunas personas nacieron para creer las mentiras que cuentan otras. Se nace limpio, sin contaminar, puro al modo en que lo es un ojo al abrirse por primera vez, pero la mentira hace su colecta de acólitos y recluta un entusiasta ejército de embusteros. Se miente para no contar la verdad o se miente porque la mentira, bien contada, hilada con esmero, funciona en el texto (hablado o escrito) mejor que las más redonda de las verdades. Sobre este pilar se ha levantado la historia de la Literatura, en este insobornable afecto por la impostura reside la vigencia de esa Literatura, que es una ficción estabulada, un poco orgullosa de su condición de engaño y otro poco ocupada en disculparse.
En lo político, en la administración de la cosa pública, la ficción deberia prohibirse por ley. Tendría que escrutarse con mimo quirúrgico las palabras que se vuelcan en los discursos, las frases que se van ensamblando unas a otras hasta formar un grumo verbal compacto, sin aparente vínculo con lo real, desgajado de la realidad. Escucha uno las grandilocuencias de los que se intuyen como destacados en la carrera monclovita y se envenena. Lo digo muy sinceramente. No es un envenenamiento letal, téngase esto claro. Lo que aturde los sentidos y los emborrona, lo que en todo esto hiere más que otra cosa es la previsiblidad de lo contado. Está la política tan hueca que cuesta imaginar cómo rellenar los vacíos. No deben ser palabras, imagino, las que colmen los espacios sin ocupar. Quizá las palabras (las que ayer se izaron como armas de convencimiento masivo en el debate que sostenido por
Rajoy y
Rubalcaba) empujan los gestos, pero uno sospecha que también se puede dejar a las palabras solas, sin mano que las guíe, incapaces de ir más allá de la sencilla fonética, inútiles a la hora de crear algo nuevo que alivie o sane los males que esos políticos se esfuerzan por borrar. Desafección absoluta, escribe
alguien a quien acudo de cuando en cuando como el que se aplica un tónico o un ungüento literario o incluso estético. La creencia de que hay quien nace para convencer o otros que están ahí para ser convencido; la firme creencia de que no se puede hacer caer en la corbata, ay la corbata azul bien planchada, el azul como centro absoluto del cosmos, el peso de un país.
Y en cierto modo, a pesar de la contundencia de los argumentos esgrimidos, del interés que se les sospecha en hacer su oficio como deben, los candidatos claudicaron ante la vampírica telegenia y midieron la altura de las sillas, la temperatura del salón y hasta la conveniencia o no de que un público (no hubo ninguno) jaleara, interrumpiera o chiflara las interpelaciones, los comunicados breves, esas frases antológicas con las que vender la salvación de la patria. Y no hay quien la salve. Al menos no en un breve plazo. Lo de ayer no fue un volcado de ideas sino una puesta a punto emocional, un enseñarse, un pavonearse entre sus acólitos, un querer que el voto vacilante acabe por escorarse a su baraja ya de una forma definitiva. Por eso, contrariamente a lo que me pedía la razón, vi anoche el debate como si fuese una ficción y lo tratado no pasase de ser una cosa novelesca. Vi a dos autores esgrimiendo su estilo. Dos actores (uno con más raza y otro con más oficio) que buscaban la empatía de un público quemado, al que le interesa a dia de hoy cada vez menos los driblings dialécticos y que no consiente más dilaciones en la acometida del rescate. Mentir, lo que se dice mentir, no sé si mintieron mucho o poco. Verdades las hubo escasas. Cosas de políticos.