Tengo una visión hedonista de la vida. No es una confesión hiriente hacia quien posea una visión distinta. Me inclino siempre a pensar que quien busca a cada instante la alegría la acaba encontrando y la incorpora a sus palabras y a sus gestos con la comodidad de quien sabe que hace algo bueno para él y para los demás. Porque la alegría, al compartirse, se expande y alcanza a quienes no la ejercen. La alegría, la que defendía enfáticamente Benedetti, no se parece a nada y es el motor que lo mueve todo. Está hecha de júbilos pequeños, irrelevantes, júbilos que al arrimarse unos a otros construyen la felicidad, que es lo que se esconde debajo del amor y que movía, en opinión del hadado Dante, el sol y también la estrellas. Se trata, en fin, de que el tiempo no nos hiera en exceso o nos dañe escoradamente.Se trate, en fin, de que ya que no es posible la felicidad absoluta (porque de entrada tal cosa no existe) sí que podamos granjearnos la amistad de la alegría. Verla acudir de vez en cuando, merodear nuestras cosas, arrimarse a lo más íntimo de uno y saberse privilegiado por esa visita. Una vez que se acepta la alegría y se mecanizan sus posturas lo demás viene por añadidura. Ninguna recomendación más higiénica que ésta: buscar la alegría, inclinar el cuerpo y el alma a su centro exacto y sorberla sin decoro, abrevar la testuz, libarla, perder en la libación todas las formas, caso de que tengamos alguna y haya sido útil en algo.
Un amigo me dijo hace poco que me notaba alegre últimamente, como achispado y ocurrente. Que te digan cosas así te hace pensar en el estado previo al cambio. Como si antes hubieses estado triste, huidizo, depresivo.. Hasta un anónimo lector dominicano me escribía ayer que nota el dolor en lo que escribo. Oscuro, apostillaba. Algo así como un bloguero de temperamento oscuro. No supo o no quise entenderlo. Que te digan oscuro me hizo pensar. La oscuridad es algo muy serio. Más si llevas adentro, como me indicó el amable (a pesar de la revelación) lector. Y ahora digo alegre sin poso de congoja, alegre sin semántica ni argumentos que estropeen la sencilla convocatoria de esa alegría. Luego asiste uno al espectáculo de la vida y la alegría se abruma de luto y cambia el júbilo por la pena, pero hoy estoy alegre y me explotan (como escribió un poeta) cien sonetos en el pecho. Mañana me escalarán cien lagartijas y me contarán al oído las miserias del mundo. Mañana volverán las (oscuras) golondrinas, en fin, será uno de esos días rutinarios, mercenarios del color gris, hecho para ser recorrido sin detenerse uno casi nada en sus bancos, en sus miradores. Los días tienen miradores desde donde es posible pensar en la belleza infinita de las horas que los surcan. No tenemos tiempo (ay paradoja) para detenernos y desplazar sin prisa, con arrobo, mimando la mirada, los ojos por el paisaje. El del alma está a veces inextricablemente zaherido. Sale uno a trompicones, si es que sale. Hoy, bien al contrario, pienso como Benedetti. Me parezco un poco a él, cuando miraba de frente la mañana y le levantaba, picarón, las faldas.