Existe la creencia de que los libros que aborrecemos en la adolescencia son libros que amamos en la edad adulta. No ha sido así en mi caso. Lamento que La tía Tula, Ana Karerina o La regenta no engrandezcan con su noble literatura mi estatura como lector. Deshice mis reticencias y probé a descubrir el placer que manuales y profesores me vendían como si fuese oro. Sí que disfruté leyendo Moby Dick, la novela monumental de Herman Melville. Nadie me la recomendó. Llegué a ella gracias a Gregory Peck y a la película de John Huston. Fue una de esas noches épicas de la 2 en la que uno podía vencer al tiempo con sus mismas armas y salir de la batalla ennoblecido, jubilosamente triunfal y hasta mejor persona. Nadie me vendió Moby Dick, aunque recuerde todavía el instante preciso de la compra en una librería de Córdoba que ahora (signo de los tiempos) está ocupada por una enorme tienda de zapatos.
Bastó John Huston para enviarme al libro y quedé varado en la zozobra del agua encrespada
por las acometidas furiosas de la gran ballena blanca que perturbó ya
para siempre el alma del capitán Ahab. No siempre fue el bendito cine el
que me transportó a los libros en esa edad delicada en la que uno no
conoce todavía los placeres de las letras ni se esfuerza en allanar ese
obstáculo. Me encantaría recordar cómo fue la primera vez que reconocí
la voz de Jim Hawkins y de Long John Silver, esa primera y asombrosa ocasión en la que Robinson Crusoe medita sobre la fugacidad de la vida y sobre el abandono de todas las militancias y servidumbres que esa vida exige o cómo el Capitán Nemo negaba al hombre y se negaba a sí mismo con su Nautilus por las procelosas soledades del mar. La lista es inabarcable: Peter Pan, Dick Turpin, Willy Fogg, Ricardo Corazón de León, Hércules Poirot, Frodo, Sherlock Holmes. Temo, en cierto modo, volver a abrir La vuelta al mundo en 80 días o, mejor, dentro del maestro Verne, Viaje al centro de la Tierra
(mi favorito entre los favoritos). Cada libro es otro libro cada vez
que lo leemos. Cada lector es otro lector en cada lectura. Nadie vuelve
dos veces a las aguas del mismo río. Ni el río ni uno mismo somos los
mismos.
Lo sabía Heráclito. Y Borges, claro. No me imagino mi yo lector sin el concurso de Borges y La casa de Asterión o el poema del ajedrez o Las ruinas circulares,
y agradezco que el azar o la desgracia hubiesen puesto sobre mi mesita
de noche alguno de esos monumentos de la palabra como parte indisoluble
de alguna nota en alguna asignatura. Algo falla en el sistema educativo y
en el fomento de la lectura en el alumno. En mí el edificio de la
motivación se vino abajo con estrépito y me dejó afectado hasta que el
rumor de algunos nombres ya dichos (Stevenson, Lovecraft, Poe, Cortázar, Melville, Verne, Nabokov, García Márquez, Faulkner) me empujó a un laberinto en el que todavía, pasmado, asombrado, sobrecogido, iluminado, deambulo.
Quiero proteger el recuerdo de Jasón y los argonautas,
que me hizo amar el cine. Temo perder la fascinación del primer
western, pero ya he perdido irremisiblemente las caras, la aventura, la
épica de aquella novicia película de indios y de vaqueros que amenizó (y
cómo) tardes gigantescas de mesa camilla y brasero en casa de mis
padres. Tenía tal vez diez años. Algo más tal vez. El blanco y negro
puro de una televisión Telefunken (me acuerdo de su chasis, de
sus botones grandes y robustos) me regaló un ciclo de Buñuel mejicano en
la 2, un repaso al melodrama de Douglas Sirk y Mis Terrores Favoritos, una serie antológica, magistral del ínclito Narciso Ibáñez Serrador. Es cosa de ir a hemeroteca (google puro) y ver cuándo fueron programadas esas sesiones de alegría en forma de cine.
La
memoria tutela esos recuerdos y los aleja del ingrato vértigo de los
años. Mi infancia fue una suerte de viaje fantástico que me liberó del
aburrimiento. Como carezco de hermanos, mi ocio requería de estas
precisas compensaciones. Recuerdo fines de semana batallando con los
tigres de Mompracén o contemplando las excursiones a tierras infieles
del Capitán Trueno o de mi adorado Jabato. Esa
labor callada de la fantasía quizá modeló al inquieto lector de ahora.
Por eso no es recomendable, aunque sí posible, lamentablemente posible,
vender la isla del tesoro a quien no necesita comprarla. Ya la buscará.
Lo único ciertamente triste es que la encuentre tarde y no sepa cómo
latía el corazón de Jim cuando se escondía en el tonel de manzanas.
Hay
gente que no ha pisado esa senda en su vida. Ninguna buena historia les
atrapó cuando tenían diez años y el mundo era todavía una isla con un
tesoro dentro. El lado contrario a la imaginación es la ciencia, esa
búsqueda metódica de la verdad y de los mecanismos que sustancian el
modo en que la verdad o la certeza ordena el universo y gestiona el
natural periplo de sus criaturas.La ciencia
no indaga para engrosar el capítulo de preguntas que nos hacemos de
continuo: indaga para formular respuestas a unas pocas. La fantasía
fatiga ese mismo camino, pero desoye la razón y la cordura y prefiere la
incertidumbre, el asombro puro.
Lo que está
muy visto no asombra. El cuento mágico da una dimensión laica del mundo.
Blasfema. El cuento de naturaleza mágica informa de la tragedia de la
vida con artimañas hermosas. Sabemos que la princesa muere o descubrimos
la traición del héroe, pero ninguna de esos avatares escandalosos para
nuestra mente inocente nos traumatiza. Advertimos dentro de la trama las
razones de la barbarie y terminamos creyendo en ella y admitiendo su
concurso en el devenir de la historia. No ocurre así con la vida, a la
que no perdonamos que tenga caducidad y que aleje de nosotros a quienes
queremos.
La literatura o el cine o la música,
disciplinas de la misma categoría (¿La belleza, tal vez ?), contribuyen
a normalizar nuestra orfandad espiritual. Quienes encuentran respuestas
lo que de verdad van buscando son enigmas. La belleza es un añadido no
necesariamente relevante. El creador es un demiurgo, un dios pequeñito y
caprichoso, rudimentario y juguetón. La religión no deja de ser
literatura. La religión es otro formulario fantástico de asideros
espirituales para sobrellevar el absurdo de la muerte. A ese absurdo la
religión le coloca la chapita de la salvación y nos hace firmar un
contrato tácito con la esperanza, con la fe y con toda la maquinaria
fabulosa de la palabrería celestial, que acaba negando los horrores de
la vida y levantando un mullido edificio de mentiras o, al menos, de
verdades insostenibles. Las religiones reclutan su ejército fiel de
novelistas, que vienen a ser los prosistas del credo. Estos apóstoles no
hacen otra cosa distinta a la que hizo Julio Verne o Robert Louis
Stevenson o William Shakespeare: forjar héroes,
inventar mundos, contar gestas, izar la divisa de la palabra como único
instrumento de la verdad. Quien domestica el verbo, gobierna el mundo.
Eso lo sabían todos los profetas y apresuraron su paso por los caminos
para que todos escucharan la Voz y a ella entregasen su alma. Siendo muy
reduccionista, acudiendo a un pensamiento muy primario, se me ocurre
que a lo mejor debiéramos crear en los alumnos la necesidad del mito,
esa vocación insobornable por querer saber más y conocer más historias
al modo del peligroso sultán de Las mil y una noches y su imaginativa Sherezade.
Y puede ser que si cubrimos esa necesidad el mundo sea mejor, gire
mejor y termine siendo un lugar más agradable y la vida en sus dominios
una actividad menos fanática, pero esto lo digo a pie de teclado,
consciente de que soy, en el fondo, crédulo, bobo y un punto nostálgico y que me queda todo por leer todavía.