31.12.23
Breviario de vidas excéntricas / 51 / Perro
30.12.23
Elogio de todos los que me leen
Del desorden qué más pensar, salvo obedecerlo, consentir sus bailes locos, escuchar el vértigo cuando hace que pese el aire y duela al aspirarlo, pero ese peso y ese dolor son nuestro peso y nuestro dolor. El vértigo de la sangre es desorden y también el latido que la percute. El aire, cuya arquitectura es intangible, es desorden. El mismo orden, si se contempla con quietud y oficio, es desorden. Obstinarse en remediarlo no conduce a nada. Él regresa, hace residencia en los primores de la geometría. Si hago balance del desorden, el que yo haya acarreado, el dictamen es positivo. El hecho de que escriba proviene de esa querencia a que lo imprevisto me conforte, a no saber de qué escribiré y confiar en que el texto, a pesar de todo, transcurra, incluso fluya. Todos estos textos míos breves serán una evidencia de que soy incapaz de acometer textos largos. El único que he hecho (Un árbol de niebla, una novela de apenas trescientas páginas) me ocupó mucho tiempo y me dio satisfacciones y quebrantos. Tendría que haber dispuesto de una vida paralela a la corriente en la que un yo paralelo al corriente se entregara con absoluta fruición y disponibilidad total para acometer su trabajo a plena satisfacción. Aún así, me siento orgulloso de ella. La necesidad de saber qué hacía y, sobre todo, la de disfrutarla mientras se escribía al modo en que disfruto de las novelas de los escritores que admiro, baldío afán, si se me permite la anotación, impuso un orden, un progreso de las circunstancias que transcurrían en ella, no pocas. Cuando concluyó, sentí una especie de liberación. La han leído tres personas. Por cercanas, por queridas, dijeron que bien, que les gustaba. No entraré en otras alabanzas que no cuadrarían aquí. Pensé en no escribir otra y hasta se me ocurrió dejar de escribir completamente. Ese deseo ronda de vez en cuando. Sería el orden el que me espantó. Esa inquietud duró poco. El lector que venga por aquí con frecuencia conoce mi absoluta dedicación a escribir. No sé qué pediría al año entrante, si es que algo le solicito. Probablemente dé por bueno que las cosas sucedan sin que yo tenga intendencia en ellas. Ese dejarse es propiciatorio a que cuanto llegue me agrade. El mismo orden podrá exhibirse, cortejarme, ofrecerse para que yo me incline y lo abrace. Nació del caos, es el caos cuando se decide a desdecirse. Cuatrocientos treinta un textos vertidos del caos al caos este año que mañana fenece. Creo que debo atemperar el pulso. No lo registro para que se me aplauda el ímpetu, todo ese temblor maravilloso de empezar a escribir. Mañana será otro día. El último de la semana, del mes, del año. Tiene pinta el lunes de no ser tan despiadado como suelen los lunes. Ya veremos. A todos los que habéis dejado un poco de vuestro tiempo en leerme en el blog o en el muro de Facebook os doy infinitas gracias. También hubo un libro, el séptimo que he publicado. Los mundos sutiles (100 apuntes sobre el arte de la escritura), editado amorosamente por Cypress, contó con una presentación maravillosa en mi pueblo (en el que ya no vivo). Vinieron los amigos. Algunos tomaron la palabra y leyeron. Todo fue hermoso. Cuando miro el libro en casa, ni mío me parece. Uno escribe para que se le lea. Ese escrutinio extenso de lecturas y de lectores me hace inmensamente feliz.
29.12.23
El síndrome Chencho
Un temor que tuve como padre era el de que alguno de mis hijos se perdiera en esos tumultos a los que inevitablemente uno acude. No sé si el síndrome Chencho está registrado como dolencia paternal, pero debiera. El cine ha dado buena cuenta de las distracciones que invitan a que se persone la tragedia. Imagino que esa inquietud la tuvieron mis padres conmigo, tan zangolotino que era, tan de improvisar y de no acatar las órdenes. Las multitudes son un monstruo insaciable. Las anima el azar y, en ocasiones, la mala intención ajena, aunque no se me ocurre qué razón habría para que alguien conviniera apartarme de mi familia y hacerme parte de la suya. Los niños de hoy no difieren de los de entonces y las masas se han multiplicado salvajemente. La televisión la ha explotado hasta la saciedad: era el Qué bello es vivir de los años en que George Bailey todavía no había conquistado el corazón de la ciudadanía y la Navidad era una herramienta invencible para consolidar el paradigma social de la época, fundamentado en los valores de la sacrosanta institución del matrimonio y de la progenie que los Alonso de turno puedan inargumentablemente traer al mundo. Creo que eran quince los vástagos, unos con más posibilidades de extraviarse que otros, pero todos susceptibles de arruinar una nochebuena feliz en una familia feliz. Hay una escena que vale por todas las sentimentales y enternecedoras que ocupan casi todo el metraje: la del funcionario de Hacienda que expone al pater familias su inquietud sobre el sostenimiento de las arcas del Estado si todo el mundo tuviera tantos hijos. "Y usted, ¿cuántos hijos tiene?!, le pregunta el padre interrogado. "Ninguno, preferí quedarme soltero", a lo que él, haciendo dramáticos aspavientos, responde que si todo el mundo siguiera su ejemplo "no quedarían ni contribuyentes, ni españoles, ni nada". Ahora todo es de otra manera. Se siguen perdiendo niños, eso es una desgracia de la que no hago chanza alguna, pero la demografía está en horas bajas. Se ha impuesto un modelo tan alejado de aquél que podría hasta cuestionarse que la drástica aseveración no tendría algo de razón. La especie no está en peligro. Ni la familia. Imperan otros modelos. No está uno facultado para juzgarlos. Nadie lo estará. Con que no se pierdan los chenchos del mundo se contenta uno. De verdad que se encoge el alma (porque el corazón ya ha caído) al imaginar al hijo perdido y al padre angustiado. Ahora voy a dar una cabezada. Dos, espero. No le extrañaría que el gran Pepe Isbert las ocupara.
Elogio del la literatura de fantasmas
“La emoción más antigua y más fuerte de la humanidad es el miedo, y el miedo más antiguo y más fuerte es el miedo a lo desconocido”
El horror sobrenatural, H.P. Lovecraft
Joyce hace preguntar al joven Stephen Dedalus de su Ulises qué es un fantasma. La bibliografía abunda en definiciones, pero ninguna del gusto de uno de ellos. El fantasma codicia que se le tema, confía en que esa autoridad tenebrosa debilite a los vivos, los deje a su merced. Sin embargo, se nos cuenta con oscuro interés que únicamente un fantasma puede ver a otro. No sé si ese vagar sin consuelo es meramente alegórico, ofreciendo una imagen de lo que no posee imagen alguna. Suspendidos en el tiempo, entre lo tangible y lo etéreo, los fantasmas aplauden la máxima de los cuentos que se nos enseña en la escuela, la del inicio, nudo y desenlace. Ellos perviven en un nudo continuo, anhelando a su modo un finiquito que concilie el descanso y los aparte de las moradas de las tinieblas. Los fantasmas no están en este tiempo ni en ninguno al que el hombre haya dado carta consistente: planean abolir el tiempo mismo, urdir una realidad alternativa a la cancelada. No sabiendo con certeza que existan, salvo que se descrea de todo y hasta pongamos en duda que hay una vida después de esta vida, se les trata a veces con mofa, se les viste con esa monótona sábana blanca o acarreando severas cadenas en los pies. Curiosamente, no se les da predicamento en los textos ecuménicos. Al no haber purgatorio, los protestantes también los ignoran. Todo vendrá a ser una conveniencia didáctica que unos y otros urdirían para asentar en el imaginario popular la idea de un refectorio donde las almas se acopian de merecimientos para merecer las estancias supremas de la divinidad. En la Antigua Roma los navegantes, temerosos de que la muerte les sobreviniera en alta mar, llevaban un pendiente de oro como pago diferido a quien recogiera sus cuerpos tras un naufragio y así tener las honras fúnebres precisas. La moneda en la boca del muerto que canta la épica grecolatina tenía la misma función. Caronte, el barquero del Aqueronte, el río del dolor, en su etimología, el de los muertos y el de los espíritus, el que linda con el infierno y cruzan el propio Virgilio y Dante en la Divina Comedia, es el cobrador del frac de la mitología: si pagas, te dejo en paz. La función de estos ritos es dar un lugar correcto a los muertos. Se teme a los que se invocan, por contrariar la paz a la que hayan llegado; más benévolos, así se infiere de la literatura, son los que de Quizá los fantasmas de la modernidad sean los que no saldaron alguna deuda que contrajeron y no pudieron sobornar a ningún diosecillo intermedio para que los manumitiera de la condena. Son las almas en pena, las ánimas errantes. Algunos de los mejores cuentos que he leído las contienen. No tienen que ser necesariamente románticos, perturbadores, precursores de la literatura gótica y la de terror. Pedro Páramo, la espléndida novela de Juan Rulfo, contiene el rumor de todos los muertos de Comala. No hay nadie en la historia del que tengamos la certeza de que no sea un fantasma. No son benévolos, ni buscan el reposo eterno o la cristiana sepultura que los redimiría: nada anhelan, salvo perseverar en su fantasmagoría. Anoche volví a leer el cuento de Navidad de Dickens, tan didáctico, tan entrañable. Sus fantasmas son familiares ya. Como al pobre Scrooge, me visitan y me dan un paseo por la vida. La literatura hace más soportable que no haya respuesta a la pregunta que formula Stephen. Al fantasma le incumben los sueños, que son la representación de toda su vigilia insoportable. A los vivos, tan ocupados en el oficio de no abandonar nuestro hilo del tiempo, a veces nos da por verlos como una parodia de la muerte, tomada jocosamente, convertida en chanza o en cuento de adolescentes; otras, más grave el gesto, con mayor respeto su atención, los miramos (es un decir) con pavor ancestral, con infinito asombro.
28.12.23
Elogio de la navaja de Ockham
A vivir se le conceden a veces complicaciones con las que se hace farragoso trasegar. Lo sencillo suele ser poco prestigiado, si no abiertamente cancelado para acometer cualquiera de las circunstancias con las que nos desafía. La idea de que la solución más simple sea la más probable no es la favorita del arte, pero hace que sobreviva el artista. Si no lo hubiera pronunciado Ockhan, lo habría hecho cualquiera aquejado de cansancio, contrariado por los reveses con que la vida le hubiese sancionado. La misma naturaleza tiene esa vocación sencilla de izar la flor o de ahondar en la tierra las raíces. El cuerpo también obedece el apremio de lo fácil, aunque a veces se anhele lo que se teme, se da lo que no se tiene, se ama lo imposible. Del alma qué decir. Nunca le atrajo lo claro y limpio. Se enturbia sin que se la pueda convencer de lo desatinado del empeño. Barrunta en soledad sus vicios, se obstina en transitar el camino más largo cuando está franco el corto, ve en sus impedimentos la contienda a la que se inclina su naturaleza. Ahí surge (tal vez) su esplendor. Pero también lo que no afecta, lo transitoriamente acogido como bálsamo.
27.12.23
Elogio de la melancolía
Grabado: Melancolía I (Alberto Durero)
Un exceso de bilis negra induce a que se esté melancólico, esa añoranza de lo que fue y no continuó o de lo que no cuajó y dura su anhelo. La propia etimología de la palabra melancolía abre ese significado brumoso, un poco gris, un poco enfermizo. Lo registró Aristóteles en su Problema XXX. Daba al desarraigo la elocuencia de lo sutil lesivo, de todo lo que sin demasiado afán nos rebaja y conduce a un estado de decaimiento. Todos los grandes hombres la padecen, añadió el filósofo. Lo de la bilis nos queda un poco lejos, sin entrar en el cromatismo que la impregne. Ahora somos melancólicos por imperativo social, por cansancio o por mera convicción sentimental. Estos días de algarabía familiar son propicios para que la melancolía irrumpa y haga residencia entre los demás humores del espíritu. El melancólico, el solipsista, se evade con pronta naturalidad. No exhibe signo que anticipe una tristeza a la que se pueda dar consuelo. Su malestar es indistinguible de sus alegrías. Puede vérsele en alborozo y, al tiempo, no descartar que su interior sea un yermo páramo sobre el que vuelan todas los pájaros del abatimiento. Las más nobles disciplinas de la inteligencia la han estudiado, considerándola inherente a lo humano. Emparejada con la depresión, difiere de ella en cuanto no termina por alborotar del todo el sustrato anímico, permitiendo que éste fluya con natural afán y quien la padece no se tenga por enfermo. Se frecuenta la idea de que el melancólico no tiene apetencia por nada, pero hay un rescoldo en ese llama que la hace no extinguirse: el del placentero vicio de entenderla, el gusto por dejarse llevar por ella y sublimar cuanto nos procura. El mismo Arte tiene en la melancolía un asidero fiable, productivo, del que hay bibliografía abundante. El creador es, ante todo, un ser melancólico. Víctor Hugo nombraba "el placer de estar triste". El Romanticismo la tomó como oriflama en sus habituales batallas sentimentales. Baudelaire cinceló su "spleen", esa vaguedad del alma, ese desasimiento, esa euforia inversa. Keats se dolía del corazón: un pesado letargo afligía sus sentidos. Camilo Sesto se ponía loco cuando la pronunciaba al declarar su estado de desenamoramiento. Stendhal era un melancólico pragmático, un tipo de ensimismamiento productivo, casi como un ser programado para las visiones interiores y el dolor que causan. Por otra parte, no pequeña ni ajena esa parte, algunos dan a la fornicación el remedio de más contundente eficacia para apartar el humor de lo triste. La afectación melancólica se encomienda al furor de la carne para que mengüe, pero ese alivio es dulce tan sólo, no determinativo. Pavese, con didáctica triste, tenía "un libidinoso gusto por el abatimiento, por el abandono, por la enervante dulzura, y una despiadada voluntad de disparo, exclusiva y tiránica, es una promesa de perenne y fecunda vida interior". En el medievo, el melancólico era el laxo de espíritu, pero los tiempos modernos (desde el Romanticismo, sitúo una fecha) el melancólico es un adalid de la más rica vida interior, un preboste de sí mismo, un iluminado que está en posesión de las virtudes del pensamiento y crea un mundo maravilloso al que algunos no sabríamos dar cuerpo si se nos encomendara construirlo. Hay que prestigiar la melancolía, fundar una feligresía de sensibles a su influjo. No habría ni que verse mucho: los pocos encuentros nos hermanarían indeleblemente, se crearían lazos sólidos, pruebas constatables de que cuanto menos contacto haya, en ese desearse sin deseo, más alto y noble será el vínculo, mayor su peso. Con todo, la melancolía es un bien al que no se le da el afecto propicio: se la tiene por un indicio de desorden o por una evidencia de que la desesperación bulle adentro suya y el que la siente ha bajado los brazos y se ha entregado al silencio o al vacío. Todas las pasiones que no han prosperado se convierten en melancolía. Hay pasiones que nacen sin futuro, duran el breve tiempo en que nos sobrecogen; otras, sin embargo, permanecen, se hacen parte de uno, ni siquiera una parte consciente. Tal vez la melancolía sea lo que de nosotros no conocemos, cuanto nos acompaña, lo que de verdad somos.
26.12.23
El cine de 2023
Una de las buenas costumbres que heredé de mi padre es la de consignar en una libreta las películas que voy viendo. La tarea que me encomendé comenzó en junio de 1992. A día de hoy he visto tengo registradas más de 2500. Al acercarse el cierre del año es extendida otra costumbre, la de hacer un listado de las mejores que se hayan visto. No sabe uno qué criterio pone a unas antes que a otras. En ese escrutinio feliz cuenta el hecho de que hayan hecho a quien las vio más feliz y se empuje a publicar las razones de su alegría. Los sibaritas de estas cosas ofrecen el inventario de las películas aparecidas en el año a punto de cerrarse. Dichosos ellos, que ven mucho cine actual. Mi cinefilia (siempre fue así, imagino que no cambiaré) no observa el año en que la cinta vio la luz, sino la circunstancia de que yo la viera. Muchas de ellas, más que vistas, eran revistas, tomadas de nuevo, contempladas con la luz del tiempo, apreciadas o depreciadas así en el absoluto capricho de mi intendencia. Esa lista de películas reincidentes ocupa tres buenas cuartas partes del listado. No sé si el próximo año me dedicaré a novdades. Este año he visto menos cine. He ocupado el tiempo de ocio en leer, en escribir, en series. Las catalogo por estricto orden de visionado. Son estas:
Mis 50 películas de 2023Todos los caballos muertos
Librería del Congreso de los Estados Unidos, hacia 1890
Al crecer, al abandonar la niñez, se hace uno el huidizo por no comparecer o por hacer valer una ausencia y confiar en que ella nos haga protagonistas de la cita a la que no acudimos. No es siempre el carácter apocado o medroso el que causa que no nos prodiguemos, ni el temor a que algo imprevisto nos perturbe. Tampoco la apatía ni la aversión a las novedades. Se huye para negar la realidad al modo en que los niños muy pequeños cierran los ojos para cancelarla. Era la edad en la que se puede jugar cerca de un caballo muerto. Se integra el caballo al juego y el teatro recién montado es más eficiente. No hay circunstancia que no se pueda administrar lúdicamente. Lo malo es cómo manejamos después la memoria. Vas creciendo con la idea de que un caballo muerto fue compañero de tus juegos. Te haces adulto con el miedo de que aparezca. No es posible precaverse contra la aparición súbita del animal comido por las moscas. También ellas afantasmadas, revoloteando el cuerpo de niebla, zumbando con empeño en nuestros sueños, participan de la representación. No hay fuego fatuo, ni plañideras que ronden el altar de la muerte. Cuando niños, en los juegos, ella es un jugador más. Tiene su parte, se le encomienda un papel y lo representa con pasmosa eficacia. Es más tarde cuando atemoriza y arredra, cuando todos los caballos muertos escenifican el desvanecerse de uno mismo, la constatación de que ha finalizado el juego. Incluso hablarán de nosotros y hasta parecerá que, por huidizos, por no participar, hemos logrado que se nos mire y escuche más que nunca.
25.12.23
Aforismos en Navidad
50 aforistas y una cita de Borges para todos ellos. Acabo de llegar a casa. En el día de Navidad también llegan libros. Ahora, al tocarlo, al abrirlo, me siento nuevamente agradecido por estar entre todos ellos.
Un viejo tocadiscos en un día de Navidad
Hay partes de uno mismo que no están disponibles a voluntad, aparecen a su antojadizo capricho, las extrae de donde quiera que estén algo de lo que tampoco tenemos entera propiedad. Como un hilo invisible que tirara de otro anudado a algo que no vemos. De hecho, esas partes no lo están para nadie; ni siquiera para quien las posee, para el que las tiene a recaudo, en alguna inconcebible balda de la memoria, una oculta en exceso, a la que no se accede a posta. Solo podemos llegar si algo espolea el recuerdo, si una chispa prende el conducto que comunica la realidad, el hoy contundente, con el pasado, que es una niebla casi siempre. Los recuerdos, tan de intriga a veces, tan brumosos, nos cuentan el porvenir, dan del futuro lo que el presente, por ligero, por inaprehensible, no alcanza.
En mi casa, en los setenta, teníamos este modelo de tocadiscos: un Stibert 708. Creo que era el aparato favorito de la familia después de la televisión. Todos aceptamos que es muy difícil desbancar a la televisión como el centro absoluto de todas las actividades domésticas. Tal vez más ahora que entonces. El Stibert reproducía básicamente copla. Concha Piquer, Imperio Argentina, Marifé de Triana, Manolo Escobar o Carmen Sevilla, la música que escuchaban mis padres, gastaban la aguja de zafiro del Stibert. Recuerdo algo de zarzuela, boleros o hasta alguna cosa orquestal tipo Ray Conniff. Hoy, día de Navidad, mi padre elegía villancicos flamencos. Tenía muchos discos. Ese vicio me lo daría como bendita herencia. No creo que yo llegase a apreciar el Stibert como ahora lo hago, pero aprendí a poner los discos y a quitarlos, a sacarlos de su funda y a retornarlos a su casa limpia y accesible. A poco de que yo empezara a amar los discos, los vinilos rutilantes, las portadas esplendorosas, toda la documentación limpia que se tutelaba en su interior, comencé a mirar de otro modo el Stibert. Pensaba (razono ahora) que no era importante que su sonido no fuese idílico y yo, entonces, no era el exigente audiófilo que ahora soy. En cierto modo importaba la restitución de la música, con independencia de que sonase de manera brillante (no era así, por supuesto) o lamentable. Y Miles Davis, un disco comprado en el bendito mercado de discos de segunda mano de La Corredera, en Córdoba, me abrió un mundo en el que sigo viviendo.
Los tocadiscos han cambiado. Ahora parece que vuelven a estar de moda. Hay un revival de lo antiguo. Ayer vi en televisión (la poca que vi) una noticia sobre la implantación en el mercado de aquellos móviles primitivos, grandes como ladrillos, exentos de cualquier sofisticación, consagrados a hablar y a escuchar, lo cual debería ser su oficio principal. Todo se conduce ahora por otras vías, todo se deja querer por cachivaches muy modernos, que te permiten escuchar lo que te apetece allá donde te apetece, sin que intermedie un objeto físico que contenga las pistas. Todo está en la nube o en archivos rociados por un disco duro. Y sí, ahora todo suena increíblemente bien, pero hemos perdido mucho. El ahínco o la obstinación incluso con la que he ido montando mi equipo en casa (Marantz, Denon y Bowers and Wilkins para la alta fidelidad; Harman Kardon e Infinity para el Home Cinema) no le resta valor al pasado, que fue una evidencia necesaria de lo que estaba por venir. No sé qué disco de Davis sonaba a ratos en el Stibert. No era entonces el jazz el género al que dispenso hoy tantas atenciones y el que me procura tanto placer, pero empecé a sospechar que la trompeta ensordinada de aquel hombre negro de la portada de mirada muy hosca podía transportarme a un lugar distinto.
Sigo buscando ese lugar. Ahí ando. Varios miles de cedés después, habiendo probado tres o cuatro equipos distintos (Sony, Kenwood, Onkyo) hasta hacerme con el defintivo, recuerdo el sonido metálico, un poco sucio, de aquel aparato de mi padre. Al final, no cuenta la restitución audiófila, ese sublime volcado de la más sutil de las notas, sino la emoción, la certeza de que la música nos hace más felices, aunque se silbe. Hoy sonaría toda la mañana. Un disco tras otro. Mi abuela tararearía algunos de esos villancicos. Estaríamos en el trajín de la comida. Vendría toda la familia. Habría tíos y primos, los mayores se esmerarían en traer los chascarrillos de costumbre. La botella de anís iría menguando y la alegría, tan cara en ocasiones, ocupando el ánimo. Muchos ya no podrán venir hoy y, sin embargo, están como si el tiempo no se desplazara como una flecha hacia el terco vacío, pero todos esos villancicos traen a los que no están de vuelta. Recuerdo a mi tío Fernando cantándolos y a mi padre, feliz, escuchando a su querido cuñado. Recuerdo a la abuela Luisa mirándolos a los dos.
24.12.23
El cuento más hermoso del mundo
I
Habla el corazón
Víctor se levantó pensando que tenía que hacer feliz a alguien. No lo premeditó, no fue algo que rumiara muchas veces y que de pronto adquiriese consistencia en su cabeza, como una especie de revelación gloriosa. Fue una irrupción lenta, como fatigada. Cuando supo que estaba completa, sonrió, se vistió con esmero y salió a la calle como nunca antes lo había hecho. Celebró el vuelo de los pájaros, el color de las nubes y el ruido de los coches. No hubo nada que registrasen sus sentidos a lo que no pudiera conceder el beneficio de la alegría. Creyó ver y creyó escuchar por primera vez en su vida. Se sintió un intruso en mitad de ese festejo imprevisto. Se le ocurrió que no había ninguna señal que revelase toda la felicidad que le estallaba adentro. Imaginó que, en estados de gozo absoluto, su cara sería otra y su voz sonaría distinta; diría cosas que antes nunca habría pronunciado y el corazón, desbocado en el pecho, latiría con estruendo, haciéndose ver, solicitando audiencia con el mundo.
II
La vida gris
Se acostó sin que nada maravilloso hubiese ocurrido. No hizo feliz a nadie, no encontró nada a lo que aplicarse con esmero y salvar de la tristeza o de la pobreza. El cielo era del azul de siempre. El aire pesaba como suele. El efecto de ser una especie de ángel salvador le encantó, sin embargo. Daba igual (pensó) que aquella primera acometida hubiese sido lamentable. Tendría mañana y tendría otros mañanas si la empresa flaqueaba, si no tenía a quien hacer mejor su vida. De la suya, de la que tenía, no imaginaba que pudiese ir mejor de lo que iba. Vivir solo era lo que había hecho desde que enviudara. Se deshizo del piso de casados y alquiló una pieza de una casa de huéspedes, una que daba a la avenida y tenía buena luz de día y bonitos luces parpadeantes de noche. El trabajo no le quitaba mucho tiempo. En realidad era un trabajo sencillo, que no le preocupó ni un solo día, al que llegaba con puntualidad y del que se iba sin demorarse. Hacía caja, guardaba los albaranes y llevaba el dinero, el poco o el mucho, según los días, al banco de la calle de más abajo. Nadie se fijó nunca en él, no tenía nada a lo que prestar atención. Vestía como si cada prenda hubiese sido elegida para que no se notase. Aunque le gustaba, no se calaba un sombrero. Era un hombre invisible, uno de esos hombres invisibles a los que se puede ver si se acerca uno a posta y repara en lo que tiene delante, uno de los que no se ve en absoluto si no matan a un perro a patadas o son atropellados frente a nosotros, en un descuido trágico. Se durmió en la errónea esperanza de que el día vendría impregnado de la fortuna con la que vino negada el recién cerrado. Hay sueños inverosímiles que son tolerables y sueños de una verosimilitud inaceptable. Los de Víctor iban de unos a otros sin que él pudiese recordar con cuáles fue más feliz. En uno reciente, uno que supo recordar, era un viajero en el tiempo y decidía ir al futuro y ver qué había allí, si habíamos condenado al planeta o si la raza humana estaba irremisiblemente perdida. En otro iba al pasado por ver si cualquier pasado fue mejor. En otro, afligido, fue rey y fue apresado y mandado a un calabozo, en donde murió. De los sueños, Víctor se quedaba con la impresión primera, con la imagen rescatada al abrir los ojos y ver la luz del día, que fue igual que el anterior y nada fue relevante, ni hubo nada que mereciera su aprobación como ángel salvador.
III
En el centro exacto del mundo
Quizá hacer feliz a alguien no fuese una empresa tan fácil y no bastase con desearlo. Su mente emergió a una suerte de realidad distópica en la que no poseía la certidumbre de que se tratase de un sueño o de que fuese una extensión extravagante de la vigilia. No tuvo interés en indagar en cuál de esos dos escenarios estaba, no se preocupó de que una de esas posibilidades no le conviniese y se vistió con inédita morosidad, eligiendo con muchísimo cuidado qué traje ponerse, si un sombrero antiguo, uno de ala ancha, muy historiado y, en su opinión, elegante, cuadraría con el color de la chaqueta. El estampado de la corbata fue discreto, pero emparejada con el resto del atuendo le pareció soberbio, una corbata perfecta para alguien que nunca se anudaba una. Dio un portazo enérgico a la puerta de su habitación, saludó a la portera, a la que no saludaba jamás, más por tímido que por hosco, y enfiló la avenida, silbando, determinado, pletórico, sintiendo nuevamente el cosquilleo en la boca del estómago, apreciando el intenso azul del cielo con una nitidez que no conocía, oliendo matices del aire que no había registrado jamás y observando el mundo como si lo hubiesen plantado allí únicamente para que él lo paseara, como si pudiese chasquear los dedos y hacer que desapareciese los objetos que lo ocupaban. Entró en el metro, sintió el zumbido del vagón, pensó que la oscuridad que lo absorbía era luz en su corazón. De hecho notó el corazón, lo percibió con absoluta precisión. Creyó saber el nombre de cada uno de los latidos que lo movían. Escuchó el caudal de la sangre. Se bajó cerca de Callao. La Gran Vía le pareció el centro exacto del mundo. Él era un dios caprichoso y rudimentario, un ser angelical, alguien que podría cambiar el argumento de la novela que estaba leyendo.
IV
Habla Víctor
Sentí que la avenida era anterior al mundo. Que yo recuerde, mi fascinación no decayó mientras la recorrí, sollozando por el placer de sentirme más vivo que nunca, entusiasmado por esa insensata porción de sabiduría absoluta. Hay quien anda para no pensar en que está andando, pero yo quise apreciar cada pequeño paso en la acera, notar el peso del pie, el recorrido involuntario, lento a veces, aligerado otras, con el que apuré el trayecto hasta que de pronto di con algo que no esperaba. Era una imagen en un televisor gigantesco. No entiendo de pulgadas, ni de televisores. No me pregunten de cine, no sé qué película era la que estaba siendo emitida. Era de un blanco y negro precioso. Me sedujo precisamente eso: la limpia bondad de blanco y negro. Quizá era una película que yo hubiese visto, pero no supe reconocerla. Ni el actor principal, parecido un poco a mí, debo reconocerlo. Hasta el sombrero era un poco como el mío. Y la chaqueta y la bufanda que le protegían de un frío atroz. Debía ser invierno. Creyó que podía ser Navidad. Hacía años que la detestaba, pero ahora no le incomodaba. Lejos de que le molestase, le pareció el escenario perfecto y sonrió y se quedó pegado a la pantalla enorme de ese escaparate de un gran almacén. Y el mundo se detuvo.
V
Habla el ángel de segunda mano
– Se ha tirado al río, se ha tirado para salvarlo – le dijo un hombre, a su lado, frente al escaparate.
– Ya no hay nadie que se tire por nadie. Es un milagro.- contestó Víctor, con la mirada fija en la pantalla, sin dejar de prestar atención.
– ¿No cree usted en los milagros? ¿No cree que hay gente dispuesta a sacrificarse para salvar a los demás? – le preguntó el hombre, uno cualquiera, no especialmente atractivo, vestido sin especial esmero.
– No estamos muy acostumbrados a eso- respondió lacónicamente, apenas interesado en continuar una conversación que no había empezado.
– Le voy a contar una historia. Espero que me escuche con atención. Trata de gente como usted y como yo, Víctor, gente sencilla que de pronto un día cree que no son tan sencillos, que poseen un corazón enorme y que el mundo puede girar mejor si ellos echan el hombro y empujan… ¿Usted ha empujado alguna vez? ¿No era hoy el día en que iba a salir a la calle y hacer que se produjera el milagro? ¿No ha pensado que es un milagro que yo sepa cómo se llama?
Víctor dejó de mirar la pantalla y miró a aquel hombre. No lo hizo con asombro. De algún modo que entonces no comprendió, supo que había salido a la calle para llegar a ese escaparate y que ese hombre, fuese quien fuese, le estaba esperando para contarle esa historia.
VI
La verdadera historia de George Bailey
En realidad todos deberíamos ser George Bailey en alguna ocasión, rebajarnos a perderlo todo e implorar después para que todo regrese, restituido de forma íntegra, impuesto a la realidad de modo que no haya indicio alguno de que todo desapareció. En algún momento de nuestra vida lo mejor que puede pasarnos es perderlo todo, Víctor. Perder a los hijos, perder la mujer, perder el amor. Si uno sabe perder, entiende de qué estoy hablando, pero hay quienes no saben encajar las pérdidas, viven después una interminable trama, un melodrama antiguo, austero, aburrido, sombrío. Por eso hay que entrar dentro de la cabeza de George Bailey, dejar que caiga la nieve y sollozar en el puente, pedir que vuelvan a vivir todos los que no están. Da igual que ya no tengas a nadie, Víctor. Marta se fue hace cuánto, ¿diez años? No has hecho nada en ese tiempo, no has avanzado nada en diez años. Has ido de la oficina a tu habitación y has dejado que los días corran sin que te salpiquen. No fuiste valiente, Víctor. A George Bailey, al verdadero George Bailey, se le ocurrió tirarse al río para salvar a otro y acabó comprendiendo que fue él quien acabó salvado. ¿Tú estás salvado, Víctor? ¿Tienes algún plan para salvarte? No hace falta que busques un puente, y además hoy no nieva. En Madrid la gente no cae al Manzanares fácilmente. Y no estemos en Bedford Falls, claro. Bedford Falls no existe. Mira lo que me duele aceptar eso de que Bedford Falls no exista, pero es cierto. Está en una película, sí, hombre, la que está en la pantalla. Ahora el policía le está diciendo que lleva todo el día buscándole, que vio su coche incrustado en un árbol…Y George corre por las calles de blanco. Mira cómo corre. Le va diciendo a todo el mundo «Felices Pascuas». No hay nada ni nadie que se libre de esa felicidad grandísima que lleva dentro, Víctor. Es que se siente vivo. Ha sentido que la vida, la que le abandonó, ha vuelto para quedarse. Felicita incluso al señor Potter, que desea que vaya a la cárcel, pero ya tendrás tiempo de ver la película entera, Víctor. La hicieron para ti. Todas las cosas hermosas están hechas para un único espectador. George Bailey corre para que tú le veas correr. Lleva corriendo casi ochenta años. ¿Te imaginas una carrera tan larga? En mi cabeza no ha dejado de correr. Yo sé de lo que hablo. No sabes lo que me costó tirarme al río, lo fría que estaba el agua, pero George se tiró, se arrojó sin miedo a matarse y nos salvamos los dos. Bueno, yo no estaba en peligro, si he de confesarlo. Luego está toda esa gente, los buenos de corazón, llegando a casa de George con los 8000 dólares que evitarán que se lo lleven preso. Sí, ya sé, no pillas del todo la historia, pero hay tiempo. Seguro que esta noche, cuando vuelvas a casa, la ves entera. Hoy es Nochebuena. Es una noche estupenda para ver Qué bello es vivir. Es una vida maravillosa. Hay gente que lo hace en todo el mundo. No la ven en agosto ni cuando acaba la primavera. Es una historia navideña. Yo no sé muy bien qué es la Navidad, o lo sé a mi manera. Yo creo que es navidad cada vez que alguien nos salva o cada vez en que nosotros salvamos a alguien. Hay oportunidades para que eso suceda a diario. No es tan difícil sentir que nos han salvado. Esos pequeños milagros se producen sin que suenan las trompetas y los cronistas registren el prodigio en su memoria y luego poder transcribirlo todo, para que conste y los que no pudieron asistir, los desavisados, lo sepan. Ahora hay un milagro, Víctor. Tú y yo, aquí viendo a George abrazando a sus cuatro hijos, qué buen padre. Todas esas cosas nos hacen los hombres más ricos de la ciudad. George fue el hombre más rico de la ciudad en el instante en que saldó su deuda, pero ya lo fue antes. ¿Tú te has sentido así en los últimos diez años, querido amigo? ¿Crees que estás a tiempo de salvar a alguien o prefieres que te salven? Habrá ocasión para que pruebes esos dos lados. Ninguno existiría sin el otro, ninguno valdría la pena sin el otro. A mí me toca irme ya, hombre. No sé qué harás. No sé tantas cosas…
VII
Habla Víctor
Volver a casa despacio. Con el silencio dentro. Como una música. Sentir una paz como nunca había sentido. No volví corriendo, como George Bailey. No se puede ir a trompicones por la Gran Vía. Me bastó caminar la avenida y respirar el aire frío de diciembre. No hizo falta que nevase. Tampoco que en casa estuvieran esperándome. Antes de subir a mi habitación entré en unos grandes almacenes. Había alguno abierto, incomprensiblemente. No entiendo a qué esa voracidad en vender, en no dejar que el mundo descanse. No tardé en encontrar lo que andaba buscando. Era una caja de cartón. Dentro estaba George Bailey y estaba Clarence. En cierto modo estábamos todos. También la muchacha poco dulce (en realidad bastante adusta) que me cobró y el niño que corría por la calle y casi me hizo caer, y juro que me divirtió sentirme parte de su juego y recuperar el equilibrio. Le extrañó que sonriese. No sé qué esperaba. Quizá que le reprendiese. Ayer lo hubiese hecho. Quizá ya haya hecho una buena obra. Bien pensado, quizá sea esa la buena obra a la que llevo días acercándome y de la que no sabía nada. Un milagro sin trompetas, me dijo Clarence. No escuché ninguna, pero no dudo que alguna estaba sonando.
VIII
Un sueño
Víctor durmió en paz consigo y con el mundo. Se acostó nada más acabar de ver Qué bello es vivir. No dejó que la realidad le robase la emoción que lo traspasaba. El empeño de imponer la realidad a un sueño no es menos arduo que el de recordar en la vigilia lo que ha visto mientras dormía. Creyó que podría volver a Bedford Falls, entrar en casa de George y hacer que le presentaran a sus hijos. Le diría que fue un hombre gris y que también a los hombres grises les visitan los ángeles. Le confesaría que no hay nadie en el mundo que comprenda mejor que él lo que sintió cuando salió del puente, calle abajo, buscando a quién saludar y felicitar las Pascuas, renovando su pacto con la vida, a la que había olvidado. Qué fácil es olvidar el placer de vivir, George. Le abrazaría con fuerza. George aceptaría esa intimidad imprevista. Después de haber salvado a alguien, de haberlo hecho de verdad, aceptas todos los abrazos, los entiendes todos, sabes qué cuentan. Todos los abrazos cuentan algo y nos morimos sin saber entenderlos.
23.12.23
Elogio de la consolación por la fe
Aunque contribuya vivamente, así he constatado en quienes vivamente lo declaran, lo espiritual no siempre precisa del ingrediente religioso. Concurre con su afán privado, acude sin que se precise la liturgia canónica. Lo habré dicho o lo habré escrito cien veces, pero cada vez que lo pienso, en cuanto caigo en ese detalle paradójico mío de descreimiento y de plenitud, de desasosiego y de armonía, me parece que lo pienso por primera vez. Tal vez, qué voy yo a saber, ame la metafísica. Seré una criatura muy metafísica, tendré esa inclinación hacia lo trascendente, con su pompa del pensamiento, con su blonda del alma. Quién no la tiene, quién no se preocupa de esas cosas. Querría que mi incertidumbre se ocupara de todo lo que con extrema (y dulce también) insistencia me tiene contemplativamente abierto, ofrecido a cualquier arrimo de fe que sobrevenga. Y, aun así, qué delirio el abrigarme de perpleja convalecencia, de puro escrutinio de mi voz anhelando las voces, de claridad en la estancia de lo oscuro. Hasta de distancia cuando lo que se impone es la lejanía. Se está bien en la duda. Hace que todo fluya con más alegre ánimo. Consuela la fe (eso dicen los creyentes) y también (así será) su hermoso anhelo. Fe será de igual modo, tentativas de creer, goce en lo ignoto. Aún así, no es el solsticio de invierno lo que celebramos estos días sino la Navidad. Eso quiere declarar yo ahora.
22.12.23
Elogio de uno mismo
20.12.23
Una oración
Era entonces Dios el borde preciso de una palabra.
Era barro, era semilla. Noche con su cetro de sílabas.
No se pudo, sin embargo, descifrar la trama secreta.
El aliento primero. El olor del mundo cuando se hace.
Madura, morosa y delicada, la palabra, tan gastada,
Percute geografías, funda templos, forja almas.
19.12.23
Bethel, Sullivan, NY, 1969
Fuimos ángeles, rozábamos el cielo, veíamos libélulas en el humo de la hierba, teníamos la bendición de los dioses de la cosecha, sabíamos que la eternidad estaba en el sudor, en el semen, en la tormenta. Éramos flujo puro, la sustancia misma del cosmos, la sangre de las estrellas. No decíamos palabras. Las palabras eran herrumbre de las palabras. De paz y de amor estaban hechos los cuerpos. Saliva, semen, pétalos de luz. Una melodía anterior al tiempo ocupaba la tierra entera. Sublimes, enloquecidos, levantamos una iglesia que olía a peyote. Dios era un cactus. Le hablábamos con la voz de los resucitados. Letanías de la lisérgica, súbitos arrebatos de mística alcaloide. Esa emergencia del espíritu, ese cénit de la carne. Nuestra ingenuidad era de una pureza absoluta. Estábamos todos conectados. Cada uno de nosotros éramos todos los demás. Todas nuestras hermosas plegarias eran escuchadas por la piedra y por los ríos. La claridad temblaba en el solsticio del alma. Dormíamos en los caminos, íbamos desnudos, dejábamos que los huesos escribieran su horizontal lamento sin consuelo. Plenitud y gloria, incendio y escándalo. Todo el fuego antiguo con el que se construyó el paisaje. Toda la verdad del cielo. Toda la locura de los siglos. Pero nosotros éramos los heraldos de una religión de héroes. Ahora todo son ruinas que cubre con ignorancia la maleza. La sensualidad ha sido reducida a una fotografía de una chica con los pechos al aire. El esplendor de entonces ha sido transformado en un retrato sucio de barro y de vómitos. El espíritu de la concordia mudó su templanza a un loco vértigo. Ya no queda nada. Ni las volutas de oro del cáñamo. Ni el sueño feroz de la guerra queda. Somos viejos psiconautas. Algunos quedamos en el camino. Somos fantasmas. Si cerramos los ojos, la desolación desaparece. Volvemos a aquella granja de agosto de 1969. Tenemos los pies cansados. Jimi Hendrix ha subido al escenario con su banda de gitanos. Es el último en tocar. Son las ocho treinta de la mañana.
18.12.23
La sangre de pato debajo de las multiplicaciones
17.12.23
Fundamentos apologéticos de la práctica de la razón balsámica
En las Helénicas de Jenofonte no hay constancia de que las hordas jipis dieran verdor al cielo de Woodstock ni se aprecia preocupación por la deriva continental. En las rendiciones pictóricas que la Comedia de Dante produjo no hay paganos virtuosos que exhiban tatuajes con la cara de Frank Zappa o con el Halcón Milenario de la saga heroica de Star Wars. En la infancia de Nietzsche, en ese protestantismo moralista, no hay espacio para las tribulaciones de la psicodelia ni para los barruntos pastoriles. En la música crepuscular de las grandes obras para ballet de Stravinski no hay olor a cilantro y a leche de coco. En la cara de Perseo cuando rebana el cuello de la Medusa no hay signos de cansancio ni exhibe la mueca de Jack Palance al vaciar su Peacemaker en las tripas de un sheriff. En la milicia del capitán Frans Banninck Cocq y el teniente Willem van Ruytenburgh, formadas por 17 fieles soldados, inmortalizados por Rubens en su Ronda de noche, no hay arcángeles embebecidos por una fiebre divina ni viejas estrellas del porno de los setenta hasta arriba de coca. En los círculos del Infierno por los que Virgilio paseó a Dante no hay ánforas de Cartago ni cabezas de toro colgadas por todos sus enloquecidos muros.
16.12.23
Vituperio de la barbarie
Da igual que sea Gaza o Júpiter, que el niño sea cobrizo o blanco, que la instantánea tenga nueve años o que suceda el año que viene y lo que veamos sea un antojadizo y terrible aviso de lo por venir. Es la barbarie la que se impregna en el alma cuando se la observa. La inteligencia no existe, a poco que uno aprecia el rigor con que se prodigó la barbarie. Porque siempre acaba venciendo el caos. Porque no hay manera de que por fin nos entendamos y, una vez sentadas las bases de la concordia, prospere la razón, que es la evidencia de que de verdad somos inteligentes y no bestias sin compasión, locos ejecutantes de una danza de muerte.
Elogio de la amistad
A veces uno tiene en sus amigos la parte de sí que nunca acaba por conocer. Saben de nosotros lo que ni nosotros sabemos. Algunos, más que amigos, son hermanos. Ni los que lo son por la parte sanguínea, tan cercanos, alcanzan en ocasiones la intimidad que ellos arriman. Tal vez vengamos a este mundo para buscarlos o para que nos busquen. El amor es el género que más literatura ha propiciado, pero la amistad rivaliza con él sin que se aprecie merma en la lid. Bendita competencia. A los que nos conocen de verdad les agradecemos esa generosidad. Uno sabe también de ellos, los sabe cerca, los sabe dentro. Hoy hablé con uno y no sentí que hiciera mucho tiempo que lo desatendí. También él a mí. La distancia es un impedimento, tantas cosas lo son. Hemos quedado en prodigarnos más, en no dar ocasión a que el tiempo crea que nos ha separado. Y el día se ha ennoblecido.
Vituperio de la malevolencia
En el argot rioplatense se le da a malevo la consideración ruin de la pendencia y se aplica a quien es aficionado a las malandanzas, a la provocación. Diestro en el cuchillo, se le suele nombrar en asuntos de desamor, que son los propios del tango, ese género que tiene en el abrazo su ritual más hermoso. Los compadritos se citan en un arrabal y dirimen sus diferencias a cuchillo, herramienta más pedestre que la pistola o el florete. Lejos de Buenos Aires, en cualquier callejón de cualquier ciudad del ancho mundo, la malevolencia tiene los mismos rituales, se rige por idénticos patrones morales. Una palabra que se está perdiendo es maleante. La maldad humana no conoce límites y se reforma al albur de los tiempos. Maquiavelo tenía de la mente humana un concepto pragmático. Las artes de la maledicencia, que propicia la malandanza antes mentada, tienen abundante bibliografía. La entera construcción del pensamiento occidental, con su épica y con su ruina, con su gloria y con su infierno, está escrita con enconado esmero por los malandantes, por los malevos de aquí y de allá, con esa horda cainita que antepone su medro al ajeno, que desconoce la templanza y, cuando se le compromete o sin que esa circunstancia concurra, tira de manual de barbarie (primer curso, primeras lecciones) para imponer su criterio o para arruinar el ajeno. La malevolencia turba la serenidad del ánimo, se lee en una apologética. Hay un bolero sobre la malquerencia. Tal vez sería un tango. Hoy en día se prestigia al que avasalla. Se le da el mérito mayor, el de tener algún tipo de habilidad de la que los demás carecemos. Yo soy el primero, nadie delante de mí, parecen decir. También: yo valgo más que nadie, nadie podrá igualarme. Son de odio los malevolentes. Se vanaglorian de su trajín incansable. Cuanto más se odia, más se vive, dejó escrito Cioran. El hecho de que el mal prospere es síntoma de que el ejercicio del bien no está prestigiado. Es legítima su lid, es hasta prestigiable. El malevo, el ajeno a lo correcto, quién pondrá las palabras de lo que lo es, es sujeto propiciatoriamente inclinado a ejecutar lo indebido. Cuando el mundo se libre de los malevolentes, girará con más brío, pero no sucederá tal cosa. Uno recela de que se termine por dar valor a lo mesurado, a lo que la razón invariablemente preconiza. Son muchos siglos, todos los siglos, si se piensa, de barbarie convertida en costumbre. Vemos los muñones de los que sobrevivieron a las bombas, las tumbas de los que no las evitaron. Todo es pendencia y malquerer. Nos queremos poco, no nos interesa darnos esos abrazos que harían la vida más sencilla. No digo mejor, ni siquiera más amorosa, sino sencilla. En lo complicado está el mal, en buscarlo, en no parar hasta que la dificultad impera y haya que manejarse con los demás para paliarla. Qué dislate.
Elogio de los correveidiles
Al correveidile se le asigna un mérito que quien ni corre, ni va, ni dice carece: es el de no pensar en la zancada, ni en el trayecto y, mucho menos, en lo que dirá, pero los hay a espuertas, están sin que se les requiera, hasta será normal que se citen o tengan una cofradía en la que conversen y se pongan al día en la intendencia de su oficio. Quienes no nos tenemos como correveidiles, alguna vez habrá habido en la que incurrimos en correr, en ir y en decir, ignoramos qué les mueve, el porqué de su trajín, pero alguno tendrá que haber, qué podemos saber. Algo les quedará cuando cumplan su cometido. Puede ser que el mensaje les cale o que, por precaución o por sabiduría, no se involucren, desprecien el contenido, no vaya a ser que cale y luego les lastime. Estos tiempos propician que abunden los correveidiles. Tienen a huevo prodigarse, les costará poco acometer su empeño. Las redes sociales son la gran autopista de la alcahuetería o del chisme o de la rendición de una realidad que, las más de las veces ajena, servirá a unos y escandalizará. Lo que cuenta es que siempre hay un auditorio que se relame cuando alguien les provee de contenido. Creo que ahí está el quid de la cuestión: en eso que ahora llaman "creadores de contenidos". Se escucha esa nomenclatura nueva de los correveidiles de toda la vida. Que no los creen no les rebaja su condición de maravillosos mensajeros. Si se me preguntara mi aprobación o rechazo de este antiguo oficio, respondería con titubeo. Los veo como esos adlátares, como esas personas subordinadas a otras de la que parecen inseparables, dice el diccionario. Son, en esencia, pobres cumplidores de un vicio, qué podremos saber sobre la pertinencia de que ese vicio exista y los colme de bendiciones y de gozos. Son también acólitos, esbirros, compinches. Recuerdo al grandísimo José María García, aquel locutor vehemente del que luego no ha salido réplica. La usaba con creativa frecuencia. Tanto adlátere, lametraserillos, abrazafarolas, chupópteros en cualquier disciplina de la vida. Mindundis, añadía. Qué hermosa palabra ésa. Con su rebaje semántico, con toda su escasa nombradía, la adoro. Si no fuese por los correveidiles, por los mindudis, qué aburrida existencia, querido amigo Pedro.
Elogio de los ángulos muertos
Tan de no apreciarse son que, una vez intimados, duele haber aplazado su manejo. A los ángulos muertos los desprestigia el adjetivo, calzado con brusquedad, ocupando con absoluta vehemencia la solemnidad de lo roto. Persisten en ese desahucio moral, pareciera que anhelen una atención, como si mendigaran el afecto que reiteradamente concedemos a todos los otros ángulos. Su reino, como el otro, no es de este mundo. Lo que tutelan es también digno de aprecio. Todas esas zonas difíciles a las que aplican su labor son, en realidad, las de mayor importancia. Se las ignora por no estar tan franca su visión, por requerir un esfuerzo más considerable o por creer que nada de lo que nos ofrezcan merecerá la pena. Y es la gloria misma lo que contienen. La muerte que referencia el atributo con el que se pronuncian no es tal: es pura vida, alto goce si nos precavemos de la costumbre, que es un negocio gris, una trampa de los sentidos. Lo asombroso es reparar en los ángulos muertos y asumir que todos los demás, aun insuflados de prístina luz, con su pertrecho de claridad, no iluminan del todo.
15.12.23
Una lectura de Pájaro en la luz, de César Rodríguez de Sepúlveda / Contra las maquinaciones de lo oscuro
Citas
A menudo las citas compendian un sustrato, una taxonomía de lo invisible que, a poco que se escudriña, revela un anhelo puro de luz. Las de este libro de poemas concitan la comparecencia de esa luz juntamente con el paisaje en que esa luz se expande. Lo que hace César Rodríguez de Sepúlveda es imponerle una cartografía, una topología, un imponer a la realidad los vivos primores de lo que es, en esencia, lo puro místico, lo "visible en lo invisible" (Lezama Lima) o "lo que apuntala un cielo en ruinas" (Gilbert Owen) o la asunción de que el pájaro, aunque volara, regresará desde su distante árbol con una brillante melodía para que el poeta la sepa suya. Todo el libro procede de ese fulgor sin registrar, de ese deslumbramiento ante la convocatoria de la belleza. Más que el pájaro ungido de luz es el vuelo con el que desdice la inminencia de la muerte.
PÁJARO EN LA LUZ
Hermosa catástrofe: Del amor no se sabrá nada, ninguno registro suyo renunciará al olvido. Será un temblor con un secreto dentro. "Nada que comprender. Vivir, vivir tan sólo". Lo demás, un flotar en el aire ebrio, un decir el nombre del amor sin saber qué nombre tenga.
NOCIONES DE VUELO
Mester de vidriería: Al arduo milagro (no es mío ni el adjetivo ni a lo que se amarra) de componer la belleza lo arruina la sombra, su advenimiento moroso en ocasiones. Hasta el boceto novicio que principia la construcción de las solemnes formas de las catedrales se desvanece en su precursora voluntad de fe en el futuro. Aunque las piezas severamente emplomadas o la reciedumbre de las piedras soporten el tántalo de la lluvia y de los siglos, todo es finalmente hueca vanidad del hombre. La luz, si no comparece, si son las sombras las que reinan en "las armaduras de metal", en "las esbeltas ojivas" o en "la flor caleidoscópica del rosetón", todo es orfandad, un fulgor baldío. Un pájaro es la medida exacta de la ambición de Dios.
*
Nostalgia de la nieve: "El misterio de la luz / se da entero / en la hoja inmaculada. / El infinito está ahí: precisamente en su ausencia,/ en su poder serlo todo / sin ser nada". La de la poesía es una vocación evanescente: se da y, al tiempo, en su rendición, cumple con obediencia ciega otra vocación mayor: la de encomendarse a la discreta y vaga y también ineficiente labor de las palabras. La luz se declara entonces única cuenta del collar de la belleza. Al leopardo no le hería la nieve sino esa luz. El animal ha cruzado la intendencia de los versos. El vuelo ya no fue oscuro nunca más. Ahora una urgencia de claridad le conviene.
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Dédalo e Ícaro: "Contra el viento y el sol y la desgracia" el padre no podrá hacer nada para que el hijo, ala precoz en loco vuelo, desatienda el imán de la tierra, para que el arnés que primorosamente le ciñó al cuerpo adquiera la codicia del aire y se prodigue sin miedo en la hondura de sus ojos.
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Sacrificio: El fuego es una de las palabras de la divinidad: la pronuncia para que no se extingan sus sílabas en el frío de la tierra. Hay que obsequiarse de esa rara luz con la que el amor cierra los ojos al amor y se entrega al rito del sacrificio. "Algo más lejos, angustiado, bala / un carnero, atrapado entre las zarzas". Un cuchillo en la mano de un hombre es la medida exacta de la elocuencia de Dios.
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Dánae: Las estrellas acuden a enjambrar en sus muslos, escribe con sublime oro también el poeta. No hay con qué desvelar el misterio de la nieve de oro ocupando el aire para que la inocencia de Dánae alumbre el hijo de un dios. Tiene "la firmeza en el gesto, / sin delicia ni llanto". Como una virgen súbitamente convencida de la naturaleza divina de su ajeno cuerpo.
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Ni decoroso ni dulce: La historia del traidor y la del héroe son a veces indistinguibles. Corinto o Bizancio o Chipre serán tu casa, pero debes embriagarte de miedo y no escuchar los cantos de los poetas en los que se ensalza el honor en el campo de la batalla. Tu nombre ocupará los poemas de la infamia o, más favorablemente, tu nombre será borrado, no tendrás la gloria que tuviste tan a mano. "Deambularás quizá por tristes callejuelas / de ciudades lejanas, / en busca de alimento". No te engendró un "feroz guerrero", ni "te enseñó tu madre el desprecio a la muerte". Eres la orfandad del mundo, eres el último entre los últimos, un ser despreciable, un hombre tan sólo, pero festejarás el "negro vino" y "aspirarás la brisa / del mar entre los pinos cuando llegue la noche". Y sí, oh tú, descarriado, ciego, perdido, "aún estarás vivo cuando ellos hayan muerto".
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Elogio y elegía del vencejo: El pájaro no sabe de la acrobacia de su fuga, no tiene la noticia del milagro de su caligrafía en el aire, no conoce la palabra fracaso, no sabe del vértigo, no tiene nostalgia del aire, no cree que su sombra la piedra la contiene, ignora la bondad de las nubes, no se reconoce jinete que cubre el vientre del viento. no se esmera en arquear su cuerpecito volandero al impregnarse de bosque. "En la ebriedad del vuelo", el pájaro se pronuncia ala pura. El palacio en el aire le agasaja con sus salones suntuosos de cortinas historiadas. La tierra de abajo es la vejez y es la muerte.
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El mágico prodigioso: Un poeta es un hombre al que de pronto se le ha ocurrido que debe tallar el aire. El "orfebre / en su taller bañado por la luz,/ empeñado en reunir sobre la mesa / las palabras precisas / y disponer sus bodas desiguales". Sus manos precursoras, como las del ciego, extraen de la blancura de la página el mineral primero del mundo, el misterio más antiguo, el prodigio de lo inefable y, sin embargo, manuscrito.
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Salgari: Vórtices. Sobre todo vórtices. También corsarios, mares en los que la vida era la vida de verdad. La verdad podía ser otra, pero el infatigable hacedor de aventuras "no quiso, / no pudo / hacer / otra cosa que seguir escribiendo".
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Las enseñanzas de Tintín: Contra las virtudes de la ficción está la grisura de la verdad. En aquellos mapas desplegados en las viñetas, en esos tesoros a los que ni la más fértil imaginación puede concederles una imagen que los represente, estaba el niño cuando todavía no era poeta o estaba el poeta ya incipiente, imprevisible todavía, comido por una fiebre dulcísima tras la que la vida, ladina ella, maquinadora, había escondido el plano del único paraíso posible.
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Fuera de juego: Vivir tal vez consista en ir aplazando algunas verdades. Luego acuden en tromba. Se sabe de ellas lo que nunca imaginábamos. Íbamos a ciegas, jugábamos sin idea de las reglas ni de los motivos. Un deporte insólito, cuenta el poeta. Hasta le da nombre. Es el de la codicia feroz, la contienda que no sacia, ese afán por tener, ese avaro deseo de no sentir.
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Bartleby: Qué de cosas habremos hecho sin ánimo alguno, impelidos por alguna fuerza cósmica o bursátil o espiritual o mágica o triste o únicamente ajena, como de otro, como si no fuese con nosotros y, sin embargo, era nuestra, dijeron que era la que nos había tocado, pero no "la tibia música de los astros / el verdor de la hierba el cielo azul / ni el calor de estar vivo". No el mar, ni el mar siquiera. "Qué pereza".
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Érase (sólo) una vez: Este debe ser el poema más hermoso del mundo. Habla de que te tomes tu tiempo, de la desobediencia, de los ojos que no ciegan ni el deber ni el miedo, de la sombra próspera en el camino cuando "el verde silencio de la tarde", de contemplar la prolija verdad de todo en lo que has reparado nunca, de la alegría hecha "misteriosa danza", de viajar sin que te agobie el reloj, de no preocuparte de que la abuela al final esté mirando al lobo cara a cara y no te tenga para que el cuento exista.
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Calipso: Al final se acaba muriendo uno sin haber sido un rey ni un náufrago. Del amor habremos tenido su boca en la nuestra. De la tierra, su glauco clamor antiguo. Hasta habremos tenido una casa lejos de las leyes de los hombres. Como los paraísos de las historias de los antiguos dioses. Como si fuésemos uno de esos héroes que lo tuvieron todo (la vehemencia de la carne, su lujuria sin término) y a todo renunciaron "por un sueño tan leve", el de zarpar en pos de la gloria y de la muerte. Y ella dijo, al despedirlo: "No hemos de demorar el festín de las moscas".
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Identidades: Ah, qué malandanza la del cuerpo, qué desatino el suyo por no permanecer lozano y quebrarse. No saber a qué atenerse cuando lo examinamos con atención. Su mudanza casquivana nos desalienta. ¿Habrá algo con lo que conciliar su descenso con nuestro izado? Mi abuela hacía frases memorables, como de filosofía o de manual de autoayuda, con cualquier contrariedad que le ocurriera. También la del cuerpo, tan achacoso siempre lo tuvo. Ocúpate en andar y deja que el mundo gire. "Cuando hay que navegar, / dice (Ulises) sonriendo/ sobra la metafísica".
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Instantáneas: Decir es un palimpsesto. Las palabras son de otros. Lo que decimos se dijo antes. Qué palabra, se pregunta el poeta, dirá de mí lo que soy.
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El poema: El poema "no se deja escribir, / aborrece lo nítido, / odia la transparencia". El poeta, ¿ qué será el poeta? Habría que no pensar en ninguno cuando se lee un poema. Como si el objeto llamado poema (esa cabal restitución de algo que no es posible hacer cabal) se desvaneciera cuando se le aborda. Como si empezar a leerlo, lo deshiciera, lo hiciera añicos, lo comprometiera y (finalmente) resolviera no comparecer, no ser, ni siquiera estar.
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Destino: La luz no será la misma en Italia. Ni la piedra tosca preservará del aire y de la luz el cuerpo que se le confió. El ejercicio consiste en hacer que emerja lo que está oculto. Como un hijo que brote cuando nadie aseguraría que la piedra era fértil.
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Altos cúmulos: El adjetivo es un cuerpo que requiere las atenciones más lúbricas. También se deja agasajar por lo luctuoso. Son los invitados a los que se les conmina a que no se excedan y convengan una salida pronta. Si se manejan con exceso, deshacen la contundencia de lo que se dice, lo engalanan con la inútil pompa de lo imprudente, pero "ahí reside el goce", en esa alocada (pecaminosa) algarada de brillos y de entusiasmo. Son "como peces venidos del abismo". Tan anhelada hondura, sin embargo. Tan de tentar lo que ciega (son palabras del poeta) o lo que aturde.
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Stray cats: Claro que todos los gatos serán príncipes. No hace falta que se nos diga. Ninguna de las manifestaciones que lo corroboren borrarán la impresión antigua, la de saber que deambulan con su dignidad izada como un lábaro, con toda su heráldica de animal mitológico. Quien los mira, los admira (perdón por la rima fácil) y comprende, ay, que no debe entretenerse más de la cuenta. Él no es un príncipe. Tiene obligaciones, tiene un horario.
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Un poema, un caballo...: Dentro del poema está el ejercito aqueo. El lector lo sabe.
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Historias de Filadelfia: No tener propiedad de lo que fuimos. Tan sólo ver llover, contemplar el mundo sin delatarnos ni esperar que nadie recabe mayor evidencia nuestra que una cortina descorrida muy despacio y la congoja en el corazón tan lastimado.
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Impureza: Ningún poema perdura en la memoria. Los hay "que fluyen / con la gracia de un cisne, navegando". Otros, malhadados, se obstinan en adquirir cierta prestancia, elevar el torso, sobrevivir al empuje del agua, pero no lo vencen, sucumben al Maelstrom, que es el olvido. A su pesar, los dos, no obstante, eluden la eternidad, a pesar de que propicien que se reciten o se canten. Ninguno tiene la pureza de lo elevado, aunque sean los dioses quienes los susurran al hombre. Se consuelan con "llegar a tierra firme". El verdadero poema sólo lo pronuncia Dios.
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Tempus dormit: Ah, el Tiempo, con qué conmovedora retórica nos convence de que no existe. Es un corazón ensimismado, un bailarín tarado al que no se ha dicho que cesó la música. Hay fe en la danza. Si la fe desaparece, la sangre se detiene, la tierra desdice su giro y "cae como plomo a un pozo".
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Magdalena a los pies de Cristo: No me toques, me dijiste. Tenías que irte, lo sabía. Yo era pregunta, era anhelo, dirán los poetas. Los pintores me arrodillarán, harán que arda en lágrimas mi rostro. Yo sin tu mano rozando la mía para siempre, sin que nada sacie ya nunca mi sed de ti, este "amor sencillo / que aguarda la limosna de tu abrazo".
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El juego infinito (suite): El grave rincón, las lentas piezas, el tablero con su severo ámbito en que se odian dos colores. Me sé el poema de memoria. Lo he recitado tantas veces que temo haberlo lastimado. Ahora dudo que pueda comprenderlo. Ya es una música. En adelante, tendré que cuidarme de no confundir el juego infinito con el otro, el de las palabras que cifran un rito. La sentencia será de Omar y no será suya. El teatro será el mismo, pero los actores serán otros. Al final, la reina, encarnizada, "adúltera, homicida", hará que se repita la trama y la partida nunca se dé por perdida.
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LECTURA DE LAS SOMBRAS
Una lápida en Spoon River: Hay que morirse para tener una voz que se escuche. "Locuaces son los muertos / a poco que uno aguce / el oído ( y yo siempre fui curioso)". La historia es muy triste, pero alguien tiene que contarla. Ellos se explican con entusiasmo. Tienen todo el tiempo del mundo. Yo me iré desvaneciendo, les he dicho. Al ir sabiendo de la verdad de sus mentiras, aprendí de la mía. Ahora soy un poeta laureado, pero "nadie, ay de mí, se acerca a visitarme".
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En cierto modo: La literatura, que es una extensión caligráfica del alma, es también un vampiro, que es un novio triste al que nadie ha enseñado a amar.
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Bronce: Si las miras te conviertes en piedra. Debes inclinarte, sumiso. Es la cautela, más que la humildad, refiere el poeta. La lid, injusta, a decir de la decapitada, no ha acabado todavía. La cabeza pende de la mano del héroe de bronce. "Al fin, venció Medusa".
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Venus de Milo: Complacidos en tu serena belleza, qué podría importarnos no ver tus brazos, si finalmente todos seremos insoportablemente un cuerpo al que la muerte dará dentelladas fieras y el tiempo, el arcano, el artero, el ruin, no tendrá ni la ocurrencia de hacernos dormir "en una oscura gruta, / mientras fuera nacían, batallaban, morían / efímeros imperios".
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Entremos más adentro en la espesura: "Ya oscurece y comprendes que no existe salida". Sabes del peligro de la fronda antes de que sus sombras te ciernan. Se te ha avisado, has cumplido tu parte en la trama. La luz es una eclosión de impedimentos. De tan claro, el paisaje no se ve. De pronto comprendes que has estado toda la vida bajo la sombra del mismo árbol. Uno saber qué te cubre por entero. Es la voz de todas las voces, es la feraz bóveda de verde infatigable. Es la palabra cosida a otra palabra, la hoja que reclama la cercanía de otra, todas esas raíces que allá abajo conversan sobre la intimidad extraña de la luz de arriba.
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Madre nuestra: De tus virtudes harán los demás bufa plática, dirán de ti lo infame. Los maledicentes envidiarán la propiedad de tu verbo artero. Se cuidarán de contrariarte, te invitarán a que no los hagas participar en tus chanzas crueles, las de la miseria, las de el oro juntamente con la sangre, recita el poeta. "Gloria a ti, Celestina, madre nuestra". Tuyo es el entero reino de la verdad humana.
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Leyendo a sir Philip Sidney: A leer se le da a veces la consideración más alta, pero incurre en desatinos quien sólo lee para conocer el mundo al que fue arrojado o el corazón con el que se le bendijo el pecho. Yo he leído viejas páginas de viejos bardos, viejas conjeturas, viejos tropos de las viejas lenguas. Yo he conocido el temblor de la carne de un hombre que murió hace quinientos años. Me habla, cercano. No sé si él es el fantasma o soy yo.
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Cueva de las manos: El único cometido que se nos encomienda es dejar registro de haber sido. Al partir, cuando la luz otorga a la sombra su fragor, en el momento de la entusiasta huella que nos trascienda, sobre el misterio mismo, a pesar de "sabernos destinados al naufragio", ocupamos la nada con lo imperturbable, con la conjetura de que algún día, quien aprecie lo que hayamos abandonado, también se sepa fugaz y se apremie a hacer constar la travesía, se declare digno de perpetuar mi ausencia.
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Syle stenophyla: No somos nada, ni siquiera la testamentaria y volandera ceniza que un mal viento hace danzar somos. El cómputo del tiempo es liviandad y humo. Pero ah tú, sílaba vegetal de Dios, inmarcesible en tu don de lo hondo. "Qué milagro, qué luz inesperada, / en Kolimá, la tierra de la muerte".
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Románico: No la herrumbre ni la soberanía del tiempo con su lujuria gris, sino la piedra a la que custodian los heraldos de la paciencia (el ángel, el toro, el águila, el león). Está invitado el pecado, le hemos permitido que se anime y jalee nuestras mortales cuitas. Dejaremos en la sombra una señal de su presencia. Habrá una cara rota, una lengua sucia de siglos, un gesto entre la soberbia y la templanza.
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Autumnal: La arrogancia de la luz devino la sombra. Al caer la noche tan sólo prospera el acabado lamento de los árboles cuando, temblando, entre la alta bóveda de los azules y la ocre alfombra de la tierra, traducen la ofrenda del viento, susurran el dolor del aire.
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Canción del enemigo enamorado: Era al final "el fuego todo", derramándose, altivo. Ya la claridad con su música, la más triste. Ya con rúbrica de ceniza el espejo postrero, la exposición de la vehemencia de su encargo. Porque el volar festeja el don de lo efímero, su cabalgadura de nube, su sangre conversando con el tiempo, la vida desdiciéndose mientras nos turba, pero ella es más de nosotros que de nadie. No es nada sin que la aventemos, sin que la toquemos con los dedos sucios de odio, con la boca rota de fe.
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Eärendel: Lo inefable tangible, quise creer. Porque es la fe la que nos hace avanzar "por lóbregos túneles, / a través de la nada". Esa es la sustancia del corazón, el recado primero del alma, el de arder como esas estrellas lejanas que ocupan un punto en ningún lugar, en todos los lugares. Es cierto: nos llaman. Pronuncian nuestro nombre. "A pesar del abismo incomprensible / vino Eärendel hasta nosotros". Alto goce, embeleso absoluto.
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Andelkrag: No será posible la esperanza o será un sueño, dijeron cuando la muerte ocupó entera la llanura. Es imposible que el hombre aparte de sus ojos la niebla de la sangre. El asedio no entregará un vencedor a la consideración de ningún dios. Ni siquiera el romanticismo, esa épica de lo noble y de lo digno, sobrevivirá al olvido.
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Centauros del desierto: "Un destino peor para Odiseo / que no llegará a Ítaca: / hallar su isla ocupada por los bárbaros". El héroe vuelve con el abatimiento y con la nostalgia. Es otro el lugar, él es otro. Ni las palabras que los otros dicen las comprende. Reconocerá que no es ése su hogar, admitirá el fracaso, se dirá a sí mismo, sin lágrimas que turben sus limpios ojos, que ya es uno más entre los que no volvieron, que el mundo seguirá girando, que no tiene patria.
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Kafiristán: El hombre que pudo reinar, el dios que se avino a ser hombre, pero no pudo"ceñir de oro / inmortal" su cabeza. La ambrosía, recita el poeta, "de pronto, tan amarga". "Soy mortal, soy vulnerable". He encontrado quién me sacrifique, dirá cuando todo esté roto, cuando la sangre, de tan roja, en azul torne.
Fiesta nupcial: Era el jardín un festejo de la luz. Abril ya nunca más cruel, ni el cielo se quebraría en su alta residencia. De pronto unos caracoles se buscan, se cortejan. "Amor hermafrodita", lujuria blanda como un adjetivo en la niebla. Cupido los reclama, les instruye en las lides venusinas, los declara amantes. Una vez han culminado el abrazo de la vida, cuando padre y madre son indistinguibles y gozan de su carnalidad bipolar, vuelven "a sus soledades" satisfechos. Son los últimos y también los primeros. Ahora pueden soñar el mundo y creerse dioses.
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L'incoronazione di Poppea: Lúbrica, una trompetería de labios, un fuego florecido en la pureza de la carne. Embriagados, en el embeleso, "como sapos soberbios", como cónsules sublimes, como tribunos excelsos. Triunfará el amor, evitará que ella el candor y la risa. "Hoy se derramarán sin aguardar al tálamo" esos amantes adúlteros, virtuosos, enigma para los reinos del azar, para la proclamación de la belleza.
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Pasa Pessoa: Tan sólo máscaras. Heterónimos, él quiso. El café Martinho, el teatro de la vida. Siendo traductor, puede sentirse otro, puede ser todos, puede no ser nadie. "Tantas gentes soñadas, criaturas / de papel y tinta". El fingidor, el "negro fantasma que se escapa".
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Camuflaje: Lo fabuloso de hacer poemas es que todos les concierne. "Extraño molusco, el letraherido". Quién pudiera irse "dejando tras de sí la negra nube", el chorro de tinta. Escribir y luego irse. Dejar lo escrito a consideración de los demás. Y no estar. Y no dejar otra huella que el cuerpo hecho literatura.
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Un lápiz: ¿Quién escribirá cuando yo escribo? ¿Quién moverá mi mano cuando la veo moverse? Como el lápiz que se blande (el verbo es del poeta) también el alma. Los dos menguando, los dos sin saber si el final será feliz. O sí lo saben, claro que lo saben.
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No vendrá hoy la poesía: No vendrá, no se tendrá de ella noticia alguna. Los que la convocaron dirán lo que se les ocurra. Todo lo convenido, los fastos de antaño, los de los versos de ahora. Ha muerto, lo hizo hace tiempo, dirá alguien con la voz impostada, como de bate de viejo juego floral. Los más atrevidos la encontrarán, la expondrán, dirá que fueron ellos los que la extrajeron del hondo pozo al que la arrojaron. No es poesía, no lo es, no se nos convenza, vocinglarán los reacios a que cualquier cosa se despache con nombre tan alto. Pero tú sabes que allí estaba y hasta recorriste las "estancias desiertas" de "aquel palacio viejo".
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Ruidos indeseados: Con Shostakovich en su Sexta, con Eliot en The Paris Review, ¿qué podría ir mal? El poema, sin embargo, no da con su tono. Él mismo se las compone para encontrarlo y hoy, sin embargo, renquea, no se apresta a cincelar como suele su danza etérea, su mármol grave o su jacaranda sutil. El ruido es desconcertante. "Frenazos, gritos, descargas de fusil". No tienen miramiento, no saben "fusilar sin molestar a nadie". La poesía, la pobre, qué sensible.
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Para salvar a la bella durmiente: Lo de comer las perdices es más malentendido que otra cosa. Antes de que los felices amantes se abalanzaran a devorarlas (el sueño da hambre, la épica no menos), la historia es de lo más aburrida. Por fin, el milagro. Llega brioso corcel, desmonta apuesto jinete. Un príncipe, entenderéis. Lo que viene después, a qué contarlo. La vigilia fue un largo descenso a la muerte. Ninguno habló nunca del incidente mágico, pero lo recuerdan a diario. Era todo tan hermoso, eran tan perfectos.
Coda
Como es el poema más hermoso de este libro, me permito transcribirlo entero. No he querido (no he podido) contármelo y registrar lo que me iba diciendo la lectura, como he hecho (con desigual fortuna) en los demás poemas. Este merece la soledad de lo que no precisa aditamento. En realidad, ninguno lo precisaría. El poeta César Rodríguez de Sepúlveda ha compuesto un libro maravilloso. Todo él es prodigioso. No sabría hacer ahora (no querría) un comentario de prensa escrita, de los que no dejan nada sin escrutar. Mi goce fue leer y luego, días después, madurado, releído, ha sido (ahora acabo) escribir sobre el goce de leer. Gracias a quien lo hizo posible. La poesía, esta poesía, alumbra, cobija, alimenta. El poema, un prodigio, se llama Más allá de la noche.
Para Santiago Martínez y Ester Ariza
.... de madrugada, cuando todavía estaba
oscuro, María Magdalena fue al sepulcro...
Juan, 20,1
Era / de noche todavía / y se puso en camino.
Atravesó la noche densa, / la oscuridad terrible, / el colapso del mundo, / la noche ya sin sueños ni promesas.
Andar la fatigaba. / La noche se cerraba en torno a ella. / Por amor caminaba. / por amor, en la noche, como en la misma / muerte. / En el espacio frío y sin sentido, / por amor caminaba.
Y no se detenía.
Algo empezaba a ver, / pero no con los ojos: / una luz solamente adivinada, / un raro resplandor dentro del alma.
Venía / riéndose la brisa, muy despacio / aventando pesares, / cantando dulcemente, / y ya llegaba / y allí en su corazón algo decía: / "Amor pero la muerte... / La muerte pero Amor.../ Y allí en su corazón le batallaban / y allí centelleaba la esperanza, / sus misteriosas ascuas.
Y era ya de día, un día / enteramente nuevo, recién hecho, / y era todo de luz. La luz colmaba / el mundo / y la piedra había sido removida.
Y se acercó a la cueva. / Y, pájaro en la luz, ella cantaba.
El corazón y el pulmón
No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...
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A elegir, si hubiera que tomar uno, mi color sería el rojo, no habría manera de explicar por qué se descartó el azul o el negro o el r...
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Almodóvar c arece de pudor. Hitchcock tampoco era amigo de la contención. Cronemberg ignora la mesura y se arriesga continuamen...
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