31.5.21

Dietario 124

Me gusta la emoción ancestral de los regalos, su capacidad de conmover, el espacio de promesas que preludian las cajas cerradas, envueltas en colores atractivos, ofrecidas con protocolo, mimo, afecto o amor puro, relucientes y pulcras, como al corriente de que nos esperan. Siempre pensé en que hay vida en los objetos. La hay de un modo precario, sutil, inapreciable, latiendo secretamente en una estantería, en un anaquel o en un cajón. La vida privada de los objetos es una extensión de la de sus dueños.  Me gusta la parte orgánica de los regalos, su apresto de cosa viva, que narra sin que exista el concurso de una gramática, la música de un protocolo. Al modo en que viven las fotografías, los regalos se transforman también en un instante en el tiempo, en uno de esos instantes extraídos de su  hábitat metafórico e instalados en otro, susceptible de lo más genuinamente humano. La infancia sucede siempre en verano, dejó escrito Caballero Bonald. Los regalos (da igual cuándo se reciban) nos hacen pequeños nuevamente. Tenemos la infancia más cerca, la recordamos con más ternura incluso. Luego está el hecho incontrovertible de que quien verdaderamente disfruta es quien ofrece el presente y no quien lo recibe, aunque (como todo) esto tenga sus matices. Esa certidumbre garantiza, caprichosa y casi voluptuosamente, momentos indescriptibles de esa felicidad que consiste en dar, en el sencillo acto de entregar una parte de nosotros, bien calculada y sentida. Porque el oficio de elegir qué regalar es sutil como pocos. Requiere destrezas que a menudo no se dominan. En el caso en que uno verdaderamente se plantee acertar con lo elegido y no el mero cumplir precisa también un conocimiento meticuloso del homenajeado. No basta, ya digo, saber cómo es y qué gustos tiene. Pero lo complicado, lo que en muy raras ocasiones se acierta plenamente, es en regalarse uno a sí mismo. En la antojadiza voluntad de darse un pequeño homenaje privado. A veces algunos regalos no tienen ni el atributo común que comparten los otros, los regalos de verdad. Se los da uno. Es privado ese halago. Hay a los que acudir. No necesitan ni ser extraordinarios. Basta que ocuparan un momento y lo hicieran pleno, sin falta. Pasear mi pueblo, recuerdo ahora, con  los conciertos de Brandeburgo de Bach en la versión de Ron Carter. Recuerdo comprar una cerveza exquisita, difícil de encontrar, y buscar un momento particularmente relevante para escanciarla en un copa honda e historiada. Recuerdo ver cine negro en la hora en que todos duermen. Recuerdo darme un atracón de Kind of blue. Recuerdo tomar café en una terraza, leyendo la prensa, departiendo después con amigos sobre lo mundano y sobre lo sublime. Recuerdo entrar en una iglesia polaca con mi mujer y mis hijos. Recuerdo estar solo de cuando en cuando y sentirse uno hospitalario consigo mismo. Dar: esa es la consigna. Quien da, no pierde, con sus matices, claro. Darse. Ahí está el regalo primero, el que crea la posibilidad de que existan todos los demás.

Poema primero

 A Miguel Cobo Rosa. que estará escuchando a Ray Charles


Al principio
existían el caos y la noche,
la fiebre y el vértigo.
Cuenta la historia que la vida nació en lo oscuro.
Sucedió sin arrimo de luz
que alentara la propagación del milagro.
En esa oscuridad sin prodigios,
seco brocal en el que anidó el fuego,
la vida se fue recamando de fulgor,
librándose del barro inútil y del insomnio torpe
y ganó en hondura, en sabiduría,
en la certeza exacta de las cosas,
en la obstinada posesión de su hosca danza novicia.
Al principio
fue la noche con sus precursoras manos sin propósito,
con su solemnidad pagana y con su ciego pulso. 
Un alambique de rumores y de fastos
ocupó la trama primera del tiempo.
Después concurrieron con lenta y tosca orfebrería 
las palabras, que eran también un mundo,
y todo fue nombrado.
La claridad fue la claridad y el agua agua.
Entonces el festín de la vida con sus tubérculos secos,
el concurso de la muerte con su infortunio de sombra.



30.5.21

Dietario 123

La luz de las tardes es de oro. Acuñar otro metal rebajaría el brillo que se expande como un eco. Hay veces en que no prestas atención y el oro te reclama, te pide que observes, hace que todo desaparezca y sólo haya ese declinar de la claridad que principia la irrupción morosa de la noche. Cuando amanece, en ese umbral entre lo que todavía no se ha ido y lo que todavía no ha aparecido, la luz no requiere ningún metal que la refrende, ni oro ni plata. La luz cuando amanece es de una timidez escandalosa, pero puja, adquiere vuelo y acaba por cegarte. Hay días en que la luz es un festejo tan absoluto que nada más importa. El milagro de la luz sucede a diario, pero no lo pensamos, no creemos que de verdad pueda asombrar. Lo que hemos visto las veces suficientes no nos perturba. Todo lo que creemos nuestro es a lo que menos aprecio le damos. Sólo es nuestro lo que perdimos o lo que olvidamos o lo que se acerca a nosotros y se insinúa, sin darse del todo. Como la luz en la novicia ocupación del aire. 

29.5.21

Dietario 122

Me ocupó hoy bien temprano la idea de los ángulos muertos. Momentos epifánicos que pueden encauzar el día o lastrarlo con vehemente ahínco. Se tienen esos destellos de esplendor en estados de extremo cansancio y el que ahora manejo es particularmente esplendoroso o, en lo que alcanzo, así me lo parece. Será el cansancio. Está el verano a las puertas. Ahí daré rienda suelta a los desvaríos que no cobran sentido ahora. Tengo cosas aplazadas que requieren que se las comience. Algunas llevan años en esa paciente línea de salida, arrimadas a ella y olvidadas o postergadas más tarde. Los ángulos muertos me pareció buen título para un cuento o una novela. Hay sustantivos a los que les calzas el adjetivo correcto y tienes hecho medio trabajo. Sale todo sin que parezca que interviene tu voluntad: la trama avanza con la elocuencia de lo contado cien veces, aunque sea la primera vez que unas palabras buscan a otras y se ensambla un texto. Luego puede ser farragoso o torpe o hueco, pero se acaba por imponer a la realidad, adoptar una traza reconocible, cometer el atrevimiento de creerse a sí mismo y exhibirse sin pudor. Escribir es no tener pudor. Los puntos muertos son las zonas ciegas: no ves o no te ven. Todos los demás puntos (infinitos) carecen de trascendencia cuando irrumpe el muerto. Como sucede en la vida. Queremos lo que no podemos o no sabemos alcanzar. El cansancio  induce a veces a tutear al riesgo. Está la tarde espléndida (hace el calor novicio del verano a punto de quedarse) y sigo con el sustantivo y el adjetivo ocupando mi cabeza. A ver qué sale esta noche.

26.5.21

Catedral en construcción / Cypress, 2021


 Catedral en construcción ya está en casa, en la calle, en las librerías donde se solicite, en la distribuidora, en mi corazón. Es una colección de aforismos, género breve en el que me estreno con este libro. Me siento orgulloso de esta nueva criatura. También agradecido a mi buen editor, José Luis Trullo, por volver a confiar en mi escritura. Así que hoy es un día feliz a la manera en que lo son los días en que algo hermoso sucede y tienes conciencia de que sucede. Leer esta catedral es terminar de construirla. Es cosa del lector concluir su izado frágil todavía. Ojalá tú seas uno de ellos. También, de antemano, gracias por esa generosidad. Añado: la portada no puede ser más bonita. Catedralicia, por lo menos.

25.5.21

Abrir el día con un árbol y cerrarlo con Coltrane

 Entiende uno que con poco podría bastar y que acumular objetos o, en menor sentido, según cuáles, experiencias añadirá una cifra a un escrutinio que probablemente no precise cantidad, sino esplendor, esa pura vocación de lo hermoso y de lo útil, juntos esos dos atributos (la belleza y la utilidad), para que vivir no sea un fatigado ejercicio de repeticiones y de incógnitas o para que hayan conciencia (de verdad esa conciencia) de que se está vivo. No sabemos para qué hacemos las cosas, ni yo sé el porqué de esta pequeña reflexión de martes a poco que la tarde se retire y la noche invite a que todo se amanse un poco. Ha sido un día largo. Quizá ese estado de ánimo contenga el germen de cualquier otro estado de ánimo, incluido el que hace posible que esté ahora sentado y escribiendo, asunto no muy extraordinario, la verdad. Quién podría decir que sabe de verdad el motivo que alienta la mayoría de las cosas que hace en el transcurso de un día, desde que pone un pie en el suelo hasta que lo conmina a que se retire y descanse. Si alguna es la que de verdad se adecúa a cualquiera que predijera o han sido la mayoría sobrevenidas, rutina familiar, a la que no se ponen trabas y hasta agradecemos de cuando en cuando. 

Nada más abrir hoy la mañana, buscando un libro entre los libros, después de escribir sobre un árbol al que fotografié ayer, pensé en la irrelevancia de que la biblioteca de casa tenga cien libros más o cien menos. Tendré libros que no volveré a leer nunca, pero me resisto a deshacerme de ellos, no les doy el final del olvido, sino que los hago permanecer en su balda, a merced de mi desatención. Tendré discos que no volveré a escuchar. Tendré películas que no veré de nuevo. Habrá paseos que no recuperaré. Gente a la que conozco y a la que no regresaré. Me dio por caer en la cuenta de ese abandono silencioso, apenas intuido, como caído de improviso. Tampoco uno es siempre el mismo. No soy el mismo que en marzo de 1985 (eso manuscribí en la primera página) comprara una antología de poemas de Luis Cernuda. Ni el que se empeñó en hacerse de una monumental (y luego no demasiado visitada) colección de libros sobre pintura. Ahí pueden surgir otro buen hatillo de preguntas: ¿le tengo a los Rolling Stones el mismo ardor melómano que cuando me hice de un montón de CDs suyos de golpe? ¿hace cuánto que no pongo Love you live? ¿podría renunciar al DVD en el que Pink Floyd toca Dark side of the moon completo? 

Tampoco sería remarcable el hecho de que escuche todas las sinfonías de Brahms y vaya de una a otra, según apetencias de las que ignoro la causa. Tendría que valer una. Las demás diferirán inapreciablemente de esa sinfonía elegida, al azar o adrede. Con tal de que el tiempo esté ocupado, hacemos cosas absurdas: coleccionar discos de jazz, libros de poesía o películas de cine negro. Y sin embargo, a qué andar ahora con engañifas, qué placer contemplar ese tesoro privado (que nunca exhibo salvo a los íntimos que me visitan, últimamente ni eso sucede) y coger esta mañana (tenía un rato antes de salir)  un volumen de poesía inglesa renacentista y comprobar que la locura medieval no ha sido completamente reemplazada por el oropel mitológico. Que Milton fuese el escogido y no, se me ocurren cien nombres, uno detrás de otro, pero me detendré en Cernuda, no es algo que pueda ser razonado, convertido en un axioma. La voluntad (ciega ella) de poner un disco de John Coltrane (Giant steps) tampoco se aviene a ninguna consideración fiable. Lo acabo de poner. Podría haber elegido otro, claro. No tener conciencia de lo que nos mueve a elegir unos placeres y no otros es la única manera de que la cabeza no se venga abajo y se haga más preguntas de la cuenta. De verdad que se podría vivir únicamente con Brahms, pero luego caigo en la cuenta de que está Mozart y está Bach y un señor serio que se llamaba Bill Evans y hacía canciones con una dulzura exquisita. Coltrane también. Qué tío Coltrane. 

Dietario 121


Transcribir un diario, tener esa voluntad, no consentir que la realidad suceda y lo vivido se difumine, arrumbado al olvido, que es una especie de país del que fuimos reyes y en el que ahora no somos ni vulgares súbditos. No confiar en la memoria, que lo muta todo. Lo que en el ayer sucedió es un palimpsesto. Escrito sobre lo escrito. Hablado sobre lo hablado. Se le da entonces el antojadizo curso que más nos conviene, se registra a beneficio de lector, como si no importara la fidelidad de la trama, su veraz volcado, sino la bondad de su concurso. La memoria se reescribe continuamente. La parte a la que no concedemos credibilidad o la que nos duele o la irrelevante se la aparta, se convierte en ficción o, peor aún, en ausencia. Se rinde uno en ocasiones. Da lo escrito signos de rutina. Se repiten las palabras. Se alude sin conciencia al mismo antiguo asunto. Frase sobre frase. Melodías que no cambian el timbre. Como el tronco frente a la puerta de mi colegio, que se presta a que la copa del árbol parezca una catedral verde y tensa. Adentro suya discurre la vida. Hasta se comprende que exista un diario de esa trama antigua. Anillos. Frases circulares. Palabras que van hacia un lado y se encuentran cuando regresan. Será cosa de arrimarse (poner el oído, dejarse llevar por el ruido pequeño que irrumpa) y escuchar.

22.5.21

Salmo

 En la limpia ocupación del aire está el fuego y está la sombra. 

En el ciego vértigo de la cosecha está la luz y está el tiempo. 

En la alegre comisión de la sangre está la memoria y está el olvido. 


En el boscoso festín del amor está la herrumbre y está la eternidad. 


En el loco vuelo del pájaro está el cielo y está la raíz. 


En la oscura sed de la palabra están el aire, el fuego, la sombra, la luz, el tiempo, la memoria, la eternidad, el cielo y la raíz. 


El poeta manuscribe su transcripción íntima de esos dones de la creación. 


Es frágil esa empresa. 

Frágil, limpia, ciega, boscosa, loca, oscura. 

20.5.21

Dietario 120



 Los amantes de Magritte se besan sin conocerse o se besan sin amarse o el amor es una instancia a la que no dan alcance sus pequeños devaneos sentimentales y todo queda en un beso. Quizá exista una forma de amor que sacrifica el conocimiento exhaustivo del ser amado. No aspira uno a conocer al otro cuando ni siquiera maneja la certeza de conocerse a uno mismo. Lo de ir a ciegas no es novedad en asuntos del corazón, es antigua la acuñación de ese atributo lingüístico. Ahora se va a ciegas y embozados. Cuando acuda la normalidad epidérmica (caras expuestas, plenitud del gesto) veremos si no echamos en falta ir sin exhibirnos del todo. Afantasmados. Un poco anónimos, aunque seamos nosotros y se nos conozca. El medidor epidemiológico está feliz porque marca mínimos (cualquier mínimo es mucho, en fin) pero no se ha puesto a funcionar ningún medidor espiritual. Ahí estamos tocados. Ahí nos han dado bien. 


19.5.21

Dietario 119

 Los años prodigiosos son los del amor. No debiera haber otros que cuenten o a los que se les dé asiento otra vez y la memoria los traiga. Los demás, los que no lo contienen, son los años vacíos. De ésos, de los huecos, huimos a poco que nos dejan. A los otros, a los de los afectos y los propósitos nobles, nos arrimamos sin conciencia de que lo hacemos, movidos por alguna secreta fuerza de la naturaleza (o del alma) que nos desea felices. Lo de la felicidad nunca me ha acabado de convencer. En parte porque la sé distante, invisible si se la considera como un todo del que no se pueden extraer pedazos manejables. La alegría es uno de esos trozos de fácil manejo.  Prefiero la alegría, ese vértigo de la sangre con el que franqueamos las alturas del día y las honduras de la noche. De la alegría se ha escrito poco. La filosofía ha preferido siempre consolarnos con la idea de la felicidad, de lo sublime, de lo trascendente multiplicado, pero hay días alegres, aunque no se les haga aprecio en el instante y únicamente nos fijemos (es común eso) en las anomalías, en las distracciones de la suerte que deseamos generosa, en el gris que encapota el cielo y amenaza una lluvia que no acaba de caer, pero que pende en el aire como un extraño aviso de algo que no sabemos entender. Esa especie de inminencia que no adquiere cuerpo. Ese correr sin saber hacia dónde ir. Así que hay que festejar la alegría. No parece que sea fácil, se empecina la realidad en contrariarnos. Suele hace eso. También se esmera en ocasiones y nos hace sonreír sin saber la razón. Vas andando y sonríes. Sin dar con un porqué. Debajo de la mascarilla, sonríes. Debe apreciarse en los ojos. 

Un cuento negro

 Tengo el encargo de escribir un cuento de género negro. Creo que debe ser sucio, muy sucio. Negro y sucio. Tiene que ser un cuento que se descarne conforme avance. Que huela a callejón y a tugurio. Balas. Nicotina. Whisky. Un clásico. No es imprescindible que haya muertos, pero alguno conviene. Cruentas, sus muertes. O sutiles. Como si las ejecutara un fantasma. La rubia la omitiré. No me gustan especialmente las rubias. Las prefiero de pelo bien negro. Siendo el noir el cine que más me gusta, con diferencia, no creo que me sienta en desamparo cuando me meta en faena. Estaré más cogido por el cine que he visto por la literatura que he leído. De cualquier manera, me recrearé (en lo que pueda eso de recrearse) en el detective. Tengo ya en cabeza un Sam Spade doméstico, de andar por casa, contratado por un hacendado con pocos escrúpulos, que le pide que busque a su hija, con la que no se habla hace años. Muy original, como ven.

18.5.21

Dietario 118

 "Al que hace ruido se le concede el crédito que se niega a quien habla sin levantar la voz"

Joseph Roth


Al abrigo de la ignorancia, frivolizando el error, han crecido personajes populares a los que la sociedad les ha dado tribuna desde la que contar a los demás su triste biografía. Se apremian los mediocres a contarse la titularidad de tal o cual mequetrefe en no sé qué tribuna y hurgan con admirable eficacia en sus proezas amatorias o en su últimos devaneos con el fisco o vaya usted a saber qué atropello narrativo con el que amenizar el tedio de las tardes en casa. No sé dónde empieza el extravío: si en el propio tonto que de pronto observa cómo su estulticia llama la atención, congrega público y hasta sienta cátedra o del listo que ve beneficio en la existencia del tonto. Nada nuevo en esa apreciación: la de que la inteligencia y la estulticia son partes de un todo común y, en ocasiones, se encuentran, se confunden, una precisa de la otra y hacen manitas y hasta roces de más fuste. Eran gritos el otro día, no una subida admisible de la fuerza en la voz o un leve repunte en el timbre: gritos, espeluznantes y sincopados gritos. Me quedé frente al televisor por ver si aquello acababa en sangre o se remansaba la trifulca. No pasó ni una cosa ni otra y el tono de gresca continuó a la alza, por lo que directamente (insatisfecho) cambié de canal. Prometí (lo diría por lo bajo o lo pensaría y lo recuerdo con nitidez ahora) no volver a entrar de nuevo. No se me escapa el pingüe rédito de esas escaramuzas de la educación, todos esos exabruptos pensados de antemano, confeccionados con artesano mimo. 

Oscar Wilde dejó escrito que sólo había una cosa peor que hablaran mal de uno y era que no hablaran en absoluto. Se me ocurrió que al diletante Wilde le encantaría estas frivolidades vespertinas de pubis efervescentes y braguetas sospechosamente quebradizas. Toda esa caterva de famosos hacen mucho daño. No nos damos cuenta de inmediato, pero advertimos el roto a poco que vemos cuál es el ideal de nuestros adolescentes, los que se engolosinan con ese escalafonato exprés que ocupa la parrilla de cierta nefasta programación televisiva. Pues por ahí va la educación en España. En el orgullo de estar en blanco, en la felicidad de vivir al día, en la simplicidad del ocio. La cultura es un lastre en ese negociado de la carne. No sé qué podrá hacer la escuela, qué los padres. Tal vez no podamos luchar contra ese monstruo. Se va a comer una parte relevante de la sensibilidad y de la inteligencia de la gente que va a gobernar nuestra vida en veinte o en treinta años. Esperemos que no. Sigue habiendo personal formal. Gente que estudia Arquitectura o Derecho o Biología. Ellos nos salvarán, no los pazguatos de los tatuajes y las hormonas reventonas debajo de la ropa de marca. Hay que reformar la escuela, sí, urge, además: hay que vender la felicidad de la cultura y hacer ver a quienes han sido intoxicados con la mediocridad que hay belleza en el esfuerzo, en el aprendizaje, en el sacrificio, en las horas ocupadas en aprenderse un tema, en llevar en el corazón el orgullo de haber alcanzado cierto tipo de magisterio en algo, en sentir que se nos hincha el pecho cuando nos dicen que nos hemos titulado en algo. Da igual qué, pero un título, algo homologado, que nos abra puertas y produzca en los demás ese sentimiento extraño de que un país progresa cuando cada uno da de sí mismo cuanto puede.  Joseph Roth, al que hace mucho tiempo que no leo, por cierto, lo explicó con esa salvaje eficiencia que en ocasiones tienen las palabras. 

17.5.21

Una película cruenta, un cuento triste, un mal sueño

 En la tragedia todo es verosímil, nada se excluye, cualquier consideración (incluso la más patética, la de más hondo penar) cuadra en las imágenes que tenemos de ella: hay un extraño vínculo entre el dolor y nuestra aceptación del dolor, un matrimonio de bruma y de rutina. Se ha normalizado la tragedia, la hemos hecho costumbre, dado asiento. Desde la ontología platónica, en su República, todos los poetas son mentirosos y son trágicos y todos los que no lo son ejercen de poetas tácitos, ágrafos algunos, pero extremadamente sensibles a toda la epopeya de la desdicha, con su cuadro de patologías a las que la medicación no da alivio, por ser inherentes a la misma condición de estar maravillosa y dolorosamente vivos. Es el desquicio mismo el que no condenamos: vemos un niño palestino comido por la metralla, vemos las llamas del horror, sin que tengamos que ver quién las anima: ahora unos, mañana otros. Es idéntico el mensaje que enarbolan esas llamas. Igual de inhumano. En ese despojado sentido al que se acoge el adjetivo, lo verosímil cunde, lo que creemos prospera, lo terrible sucede sin que apreciemos su saña, su vértigo, su fiebre, todo el despropósito al que el vocabulario dedica sus palabras menos felices. Cualquier cosa que añada no valdrá nada. Tampoco las que haya dicho antes. El lenguaje es un instrumento inútil. Las palabras, incluso las más nobles y las más hermosas, las que tutelan un sentido de la bondad más hondo, no sirven de mucho. Hemos visto eso, dolor tras dolor: que las palabras no poseen la elocuencia del llanto. Y ni lloramos. No lo hacemos. Parece ajeno el dolor, parece de otros la tragedia. Como si fuese una tira de fotogramas en una película cruenta. Como si fuese un cuento triste. Como si se tratase de un mal sueño. Y todo verosímil, creíble, absolutamente familiar. Anestesiados, confinados en la distancia del que no sabe o del que no desea saber, absolutamente insensibles. Ni poetas mentirosos ni trágicos: seremos espectadores. Nos tocó eso. Podríamos haber pertenecido al bando protagonista. Al de los que nadan para alcanzar una orilla (hoy miles en Ceuta) o los que caen en el fragor de las bombas (Palestina desde que uno tenga memoria) o los que no tienen nada que llevarse a la boca (ahí podemos hacer una lista larga en la que habrá algún vecino, no se tenga duda de eso). La familiaridad de la desgracia, dije anoche un amigo con el que hablé. Él se refería a asuntos más domésticos, pero de pronto he comprendido que los que nadan o los que son ametrallados o los que no comen no tienen asuntos domésticos (de los que se acaba saliendo, los que no pasan de pequeños anomalías en un trayecto limpio y fiable). Todos esos pobres del mundo ni asuntos domésticos tienen. La frivolidad es un lujo. Al final va a resultar que nos quejamos por todo. Lo dice un refrán. Lo hemos escuchado mil veces. Nos quejamos de vicio. Ni nuestro mal olor soportamos. 

Dietario 117

 

Siempre sostuve que la literatura nos procura el privilegio de asistir al sobrio y al festivo y a veces al miserable espectáculo de las vidas ajenas. Uno ve cómo Ana Karerina se tira al tren o cómo Humbert Humbert se enquista en el enamoramiento salvaje de una nínfula doméstica. Tolstoi y Nabokov crean básicamente un escenario en donde la tragedia de lo humano cobra dimensiones universales. Los devaneos sentimentales (y delictivamente concupiscentes) del talludito H.H. ofrecen al voyeur profesional (todo lector lo es) las mismas frivolidades y los mismos episodios dramáticos a los que acuden los nauseabundos (y tristes en el fondo) programas rosa de la televisión, pero envueltos en una manta soberbia de profundidad psicológica, tesón narrativo y belleza plástica tan asombrosos que el lector, el que accede a esa información encriptada, se siente destinatario pleno, único receptor de la obra de arte. Así debe la literatura, así el cine o así la visión mayúscula de una catedral.

El cine nos entrega un cometido similar: el espectador se arrebuja en la butaca y consiente que la historia le narcotice. La mejor película es la que niega la realidad del que la observa. Se trataría, en el fondo, de involucrarlo al punto de que durante la proyección nada ajeno a la historia pueda afectarle. Por eso hace muchos años que este cronista de sus vicios no ve cine que programe televisión, bastarda de anuncios, interrumpido por una competente marca de compresas o de desodorante en el momento justo en que Norman Bates, transfigurado en madre, retira la cortina, cuchillo en ristre, con malísimas intenciones. Ningún impedimento va a secuestrar mi atención. Por eso pago religiosamente la cuota de cine digital o por eso engordo sin prejuicios ni miramientos económicos la estantería en donde alojo DVD's gloriosos, ratos de evasión pura, momentos para la eternidad sin tener que morir ni creer en Dios para adquirirla.

15.5.21

Milagro del vuelo

Quien sostiene la muerte de un pájaro en su mano adquiere la facultad del vuelo. Etérea facultad no tangible. No existe bibliografía alguna sobre la naturaleza del flujo del alma del ave a la de quien la porta, no se ha registrado evidencia  de que el invadido por ese espíritu ice el vuelo, pero en ese prodigio imposible reside la misma naturaleza de la poesía. Es ahí en donde se ha confinado el numen. De la misma forma, obrado un milagro similar, el que acompaña la muerte de un semejante recibe sus tristezas y sus júbilos, los pecados que cometió en vida y las virtudes que lo engrandecieron ante los demás. Que no haya acto que corrobore esta mera especulación narrativa no significa en modo alguno que no pueda ser cierta. Es la dulce maraña (el estrépito, el delirio, la locura) de la fe lo que sustenta esta aseveración. En la poesía subsiste de forma primaria y pura otra fe, la de la belleza, que es conocimiento y es hondura del cuerpo al encontrarse con el espíritu. En lo invisible, en esa sustancia sin argumento, es en donde se arrima el asombro y abreva. El ala festeja el vuelo. 

13.5.21

Dietario 116

Hay lugares de los que somos reyes, refugios a los que acudir con la deliciosa idea de perdernos. Lo de perderse sigue siendo una pretensión fascinable, una a la que no damos casi nunca asiento, en la que fantaseamos y donde creemos que estaremos bien, pero basta perderse un instante o varios y no sabe uno cómo estabular esos datos. Hoy llevo todo el día pensando en el mar, en encontrar en él un lugar en el que aquietar el trajín de los días, el tráfago (cómo adoro esa palabra) que me escolta y con el que convivo. Está lejos el mar, pero escucho su rumor en mi memoria. En ella no hay flaqueza, ni hastío. Zambullirse en él (eso quise) y alejarme de la orilla, hechizado por  la distancia cubierta, ocupado en alcanzar el fatigoso horizonte. Da ese bracear una visión muy precisa de la vida que discurre en la costa, en el interior.  Nada como el mar para adquirir esa invisibilidad, ese desvanecimiento. Luego está la vuelta, la vuelta feliz a la tierra, que es donde tenemos el placer de lo amado, pero el mar, ah el mar, el mar nos limpia, el mar nos despeja, nos hace mejores incluso. Me ha hecho sentir bien pensar en todo esto hoy jueves, yendo de un lado a otro. Hemos estado los dos, el mar y yo, juntos, invitándonos a que nos dejemos llevar. Él conmigo, yo con él. Como en unos de esos poemas metafísicos de San Juan de la Cruz en el que el amado sentía el amor con la pureza de lo eterno, con la limpieza de lo absoluto, con la ternura de lo indecible. La lluvia (hoy empieza a apretar la canícula en mi tierra) también nos conduce también al mar, no sé por qué se me acaba de ocurrir esto. Como una madre a la que vemos amamantar a su hijo y nos hace pensar en la nuestra. Igual que el fuego anticipa la ceniza y lo oscuro, en su confín sin volumen, la eclosión de la luz. El mar es un preludio del alma. Largo el día, pero todavía huelo la sal y siento las olas ir y venir en mis pies. 

Un país

Se nos ha escabullido la idea de patria, se ha corrompido, la han contaminado, esquilmado, enfermado, ninguneado, está zarandeada, convertida en un objeto de consumo ideológico, en una mercancía política, en un objeto de consumo, en un artículo de escaparate, en un saco de un gimnasio de boxeo. Significando una cosa distinta para cada uno que la piensa y le da sentido en su cabeza, de un tiempo a esta parte la patria es un artefacto arrojadizo, una especie de pedrusco, un objeto dañino o balsámico, que aparta, más que une; que enemista, más que concilia. No sabemos las causas, aunque ideemos algunas, ni quien ha acuñado la moneda común, la de uso habitual, la que sirve para pagar o para comprar adhesiones, fidelidades, rechazos, querencias o desamores, pues de todo hay y cada cual organiza y argumenta su papel en esa trama. En cuanto se exhibe afecto hacia ella acude una riada de correligionarios o de antagonistas, gente hecha a discutir sobre algo que no debería suscitar encono, hostilidad o liza. Discutimos adrede, montamos  trincheras sin que intermedie asedio de enemigo alguno, eso hacemos. 


El problema de España es un concepto antiguo, noventayochista, larvado antes, que va cambiando su logística y su desempeño al hilo de los tiempos, pero no se desvanece, ni siquiera mengua ni concita un indulto popular, una amnistía social. No sabe uno cuándo postularse, si declarar su españolidad o su falta de ella o si pregonar una especie de agnosticismo patrio ; si ese gesto (uno u otro) vale de verdad la pena y responde a un deseo íntimo y no arredrarse en difundirlo, en manifestar un estado de ánimo español o antiespañol, salvo que España se calce las botas y se enfrente a otro país en un terreno de juego, y ni eso siempre. España es este país: así se la nombra, eludiendo pronunciar las sílabas completas, el nombre adquirido, el titular. Como si fuese ajena, como si decirla (España, España) constituyese un pronunciamiento, un decantarse a algo, que podría ser inconveniente. De ahí que ayer un hombre dijera llevar la mascarilla con la bandera atravesándola porque "no tenía otra a mano". Lo curioso (dejémoslo en curiosidad) fue que su interlocutor le hiciera justificar el porqué de esa mascarilla, ésa precisamente. 



Sigue habiendo banderas en los balcones, menos cada vez. Las cuelga el fútbol o la numantina herencia de un sentir popular, férreo, fiero, antiguo. Nunca he puesto ninguna, no lo haré, hay cosas que no se precisa enseñar, aunque respete la opinión ajena y no me altere  (ni me moleste) que se festeje el día de la Hispanidad, la fiesta de la nación, el orgullo de la patria. Hay, no obstante, trabas estéticas, imágenes que desalojan toda voluntad conciliadora y airean el impulso primario de no sentir ninguna patria como propia. Ninguna grande en la que lo más normal es que te pierdas. Ni pequeña, tal vez demasiado arraigada en lo local, exento de cualquier vocación cosmopolita, exportable, útil en el negociado de las naciones. Es la lengua española la que se iza por encima de cualquier otra consideración. La lengua justamente con el arte. 


Admira uno el imperio de las palabras de nuestro idioma, fascina ese tesoro incalculable. Me siento español cuando abro la boca y hablo o cuando escucho y también cuando leo o cuando escribo. Palabras. Castellano limpio y grande.  Ellas son el tesoro del que enorgullecerse; ellas deberían, en todo caso, hacer que nos comprometamos. Todo lo demás es voluble. No hay una España, un sentir inamovible, un patrón a salvo del transcurrir enfebrecido de los siglos.  Tampoco perdura el aserto horaciano: dulce y honorable es morir por la patria. Ni la dulzura, ni el honor. Fueron otros tiempos en que la dignidad se medía por la voluntad de dar la vida por los tuyos, por la tierra, por Dios. Admira uno, en la distancia, en el consenso que suscita el cuadro militar de cualquier país, que un ciudadano sepa que puede irse de este mundo en el cumplimiento del recado de defender a su país. También es oficio de riesgo el de la sanidad o el de los cuerpos de seguridad. Muchos otros por igual, lo sé. Ambos velan (hace que no uso ese verbo de raigambre) por nosotros. 


Me he sentido en casa al visitar países extranjeros. También he sufí feliz en otras provincias, no en la mía únicamente, tan querida. Me he sentido extranjero en casa. Ajeno en lo propio. Mi cultura es Velázquez y Góngora, Machado y Picasso, pero también Chesterton y Rubens, Miguel Ángel y Borges. Mi país es el cine negro de la RKO y la música del delta del Mississippi, las literaturas de vanguardia centroeuropeas y el rock británico de los setenta. He crecido en ese útero cosmopolita, sigo aún. Me conmueve más un blues de Chicago que una bulería de Cádiz. No hay nada que pueda hacer a ese respecto. Ni debo. Es esa la nación con la que me identifico, no la fragmentada y provinciana que me circunda por haber nacido en un lugar. No la común y prevista, que es un idilio mágico entre la tierra y sus moradores. Una amplia, sin banderas. Todas, dejó dicho El Roto, se hacen en Hong Kong. Por otro lado, qué hermosa es. 

12.5.21

Dietario 115

 Cuando no crees tener nada que alguien pueda desear se vive con absoluta tranquilidad. K. sostiene que darse es perderse. También que cuanto más se presta uno más vacío queda. Es de Rilke la idea, no suya: “Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre”. Por otro lado está la sensación placentera de hacer lo adecuado, no lo deseable. De hacer todos lo correcto, qué otro mundo sería éste, pero hacemos (unos más que otros) lo que deseamos, lo que antojadizamente resuelve nuestro corazón, que va a la deriva y no razona. Siempre se lo ha dibujado así: un poco loco, un poco ciego. La realidad es el instrumento de la ficción o viceversa. El deseo es el interruptor de la felicidad. Alguien (en una consulta médica) me dijo ayer que vivía desconectado de la realidad, no la suya, la elegida, sino la circundante, la de los medios. Ese es la mecha que uno decide prender (o no prender). Esa idea  es de Melville y su apático (no sólo apático) Bartleby. Casi no hay cosa que pensemos que no haya sido pensado antes, sentida antes, expresada antes. No sabría yo vivir sin darme, por cierto. Es la única manera de irse a la cama con el corazón (el loco, el ciego) aquietado, con esa mansedumbre del que se cree en el camino del orden, sea eso lo que sea. No siempre sucede, cómo podría ser que sucediera siempre. J., ayer, en el médico, lo tiene claro:  se afirma, tiene edad y criterio (y experiencia) para saber ubicarse en el mundo y no querer ver lo que no se desea ver. Darle la espalda (en lo que uno escoge girarse) es una opción legítima, pero hay que tener bien amueblada la cabeza, se dice eso. O muy ciego y muy loco el corazón. 

11.5.21

Dietario 114

 Tardé casi la noche entera en escribir un soneto y me acosté sin la certeza de que el poema contase algo, aunque la métrica resultó cabal e irreprochable. Repasé los versos antes de salir a trabajar y borré uno de ellos. Durante la mañana, el verso borrado me pareció admirable, tal vez el único candidato a no ser sacrificado. Me confiaba su sonoridad mientras corregía una frase en inglés de un alumno (mi cabeza a veces puede haber varias cosas al tiempo) o mientras escuchaba a un compañero su queja sobre la abundancia de trabajo en el trimestre. Traté (en lo posible) disimular mi distracción, pero me costó integrarme o, mucho más crudamente escrito, hacer ver que estaba allí, alerta, sensible, tangible, orgánico. Al llegar a casa, tras el almuerzo, decidí rehacer el soneto y busqué un verso que reemplazara al retirado. Ahí fue cuando se desquicio el día. No di una a derechas. Tenía la cabeza como perdida. Nada nuevo, por otra parte. Las palabras pulsaban ahí adentro, como cuásares brillando en la lejanía absoluta. Algunas reclamaban una atención mayor. De ahí que no hubiese posibilidad de ocupar una parte supletoria de esa atención en asuntos de enjundia más terrena. Abracé lo etéreo como si fuese yo mismo fuese un ser invisible, algo etéreo y mágico, alguien por completo inútil para percibir las vicisitudes de lo real. Sentí el soneto como un objeto sobrenatural que se había incrustado en alguna instancia superior de mi inteligencia, la que haya, sometiendo a las otras, invalidando cualquier consideración que la amenazara. El soneto era un alien: uno demediado (un verso sin acabar) que requería el afecto aplazado o clausurado. Pensé que dormir calmaría mi alterado ánimo, pero acabé la noche frente a la pantalla del ordenador. Trabajo, trabajo. Inútil, al final. Al abrir el día, comprendí que no debí haber eliminado una línea, sino todas ellas, sin que ninguna me infundiera una piedad más durable. Antes de salir de casa y encaminarme al colegio, abrí el ordenador y busqué el archivo. Ponía un seco SONETO. Contemplé la palabra un rato largo. Era la primera vez (creo que no caeré en ese delirio de nuevo) en que tan perjudicial sería mantenerlo como enviarlo a la papelera de reciclaje. Cuando me apremiaron (vamos, se está haciendo tarde), me envalentoné y zanjé la duda que me reconcomía. Desde entonces, no doy pie con bola (se dice eso) y ando como afantasmado. Esta noche veo qué hago. 

10.5.21

Dietario 113

Cree el aire ocupar la extensión de los cuerpos, madurar entre el asiento del verde en los árboles y la fuga del azul en el cielo. El aire festeja un entusiasmo de olores mientras la luz lo corteja. El día duda en si abrir o cerrarse. Se desordena la mirada, clausura la costumbre de la luz y la del aire. La noche irrumpió con su lentitud de veneno. La mañana con su promesa de limpieza. Es lunes. Gris todavía, con la pereza a cuestas de la noche, pero romperá  la prevista claridad.

9.5.21

La belleza da ganas de vivir



 La belleza da ganas de vivir. Lo leí anoche en La insoportable levedad del ser, el libro de Kundera en el que ando por mero azar. Hay tanto que leer que sorprende volver a lecturas que ya se han hecho. Sería como aplazar el placer que está por venir, el que no se conoce, el inédito, por el ya trabajado y apreciado o gozado, algunas veces. Kundera es de un escribir a veces lento. No se ve que avance una trama, no hay una literatura de contar cosas, sino de contar lo que importa en el trayecto de esas cosas. No la peripecia, el sucedido anecdótico, sino la sensación (la belleza) que ese decir implica. Leo con fruición las novelas que podrían pasar por ensayos. Se mezcla la aventura con el pensamiento. Cayó en pocas horas un buen trecho del libro. Luego me venció el sueño (suele hacer eso con increíble facilidad) y me desperté con esa frase en la cabeza. He hecho durante la mañana recados domésticos con Kundera en la cabeza. He visto su cabeza de obrero metalúrgico firme y resuelto y su pelo blanco, pero también su prestancia de actor clásico, tal vez metido en alguna obra de Shakespeare o de Ibsen. Cuando estuve en Praga, un guía lo citó. Dijo que renegó de lo checo. Hace poco recobró su amor patrio. Al final, la patria es la memoria. El único país al que de verdad pertenecemos es el de los recuerdos. A veces esos recuerdos son frases sueltos, palabras que se dicen o que se escriben. La belleza va así, a la deriva. No se sabe dónde recala, ni de dónde procede. Le damos asilo, creemos en ella. 

Dietario 112

 Tengo propensión a la credulidad, lo cual es beneficioso. Descreer es un hecho narrativamente menos atractivo. En la incertidumbre, en ese festivo y doloroso limbo, se afana uno por alcanzar cierto estado de equilibrio, pero no compensa, una vez se cree haber alcanzado su cota. Me sigue agradando la posibilidad (por remota que sea) de que me sean favorables los mundos sutiles, los ingrávidos, los gentiles, pero ese afán poético no es nada más que eso: poesía. En lo demás, va uno aprendido el manejo de las personas y acepto sin vacilar lo que confiadamente se me cuenta de ellas. Es después cuando se compone un cuadro más fiable, el que se va acabando conforme se las conoce y trata. En ese asunto, he sido siempre un hombre feliz. He estado rodeado de buena gente a la que quiero y que me ha querido. Estoy todavía. No entra que titubee o prospere la reserva que, sin embargo, concedo a otros asuntos tal vez mas grandilocuentes, no sé, por decir alguno: la vida eterna o la posibilidad de que el ser humano sea bueno en el fondo y todas las evidencias contrarias sólo sean eventuales y frívolas manifestaciones del pesimismo. Hay una relación feliz entre creer en algo y el optimismo. Hablando con P. el otro día, referimos que la amistad es una de las cosas más hermosas que le pueden suceder a alguien. A veces cuesta más hacerse de ella que el mismo amor, que tal vez se rige por herramientas mágicas, ciegas o absurdas, si no las tres consideraciones a la vez. Cuanto más se cree, más felicidad atraemos. A la reversa, descreer es también descreerse uno, no confiar en que podamos sostener siquiera una brizna de armonía y de esplendor. Estamos precariamente facultados para las grandes preguntas. La metafísica queda grande. Como un abrigo de buen paño de tres tallas más: conforta, pero no da el alivio que se le requiere. En la intimidad de las conversaciones es en donde planea vigorosa la inocencia. Por eso es tan grata la ficción y leemos novelas de índole fantástica con proverbial inclinación a tragarnos encantamientos, profecías, divinidades y fantasmas. Nos concedemos una tregua para desembarazarnos de la realidad durante el trayecto de la imaginación impuesta a la trama que vemos en una pantalla o en los capítulos de un libro. He creído inverosimilitudes con absoluto arrojo. He rechazado tal vez argumentos fidedignos con la misma intensa entrega. No es la verdad, ni la mentira, sino el sentido que se la da a ambas. Todo muy subjetivo, todo muy mágico o muy ciego o muy absurdo. Como el amor. Si se me hubiese narrado la pandemia que padecemos hace tres meses, habría sentido perplejidad, no la sensación de estar siendo engañado, informado de una fantasía o de una historia de ciencia-ficción. Al final, por más que uno se pertreche de instrumentos para descerrajar los ardides de la realidad, no se sabe con certeza a qué credo acogerse, si al de los ángeles en su danza etérea y ebria o al de la hombres, tan cartesianos y pobres de espíritu, tan arrojados a veces de espíritu. Regreso a Chesterton. Hace tiempo que no lo leo, pero sé decir algunas frases suyas sin destrozo. Digo como él: del acontecimiento más relevante de mi vida “me he tragado sin rechistar y casi supersticiosamente, un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio”. Es bueno el cuento, no hay otro mejor. Da igual que a veces se enturbie o se fracture o dé indicios de cansancio o de hastío o de hasta hartazgo: se enhebra de nuevo el hilo, surge la línea de texto siguiente, el narrador continúa su fabuloso relato.

8.5.21

Dietario 111


A cuentas de la prisa, se han perdido imperios, se han malogrado placeres, se han desquiciado vidas. Está todo confiado a la velocidad, ella administra el trasiego de las cosas y, en ocasiones, las pervierte, las corrompe. Esperar está desprestigiado. Quien espera, a la vista ajena, declara su inoperancia, se convierte en espectador, se declara inhábil. La paciencia es una virtud antigua y estos son tiempos de voladiza modernidad. Es, en cambio, el vértigo el que lo impregna y modela todo. Vértigo y fiebre, velocidad y ansia. Hacemos varias cosas a la vez, tal vez por no esmerarnos pulcramente en una. Hacemos todas esas variadas cosas sin ocuparnos plenamente en ellas. Cunde la ignorancia, se ensalza a veces.

 ¿Para qué sirve saberse quién Carlos I? Me lo preguntó ayer un alumno. El "por qué no" contestado le satisfizo a medias, pero luego siguió con atención la cosa de los comuneros y su revuelta. Omitir las partes cruentas me pareció lo adecuado, pero seguro que hubiese animado la atención, no me cabe duda.  Acometemos todas esas cosas a sabiendas de que otras pugnan por irrumpir, aplazándolas, emborronándolas. Cuando cuadra la ocupación en una, carecemos de paciencia, no medimos el tiempo, que es una sustancia sentimental. Es posible que sean estas prisas (este insano desvarío, esta enfebrecida locura) la que acabe con todo rastro de sensibilidad o de inteligencia y, a la par, con toda brizna de cultura o de progreso. Saber de dónde venía Carlos I me parece hoy un asunto capital, pero cualquiera me desmonta mi súbita alegría con alguna ocurrencia moderna sobre la irrelevancia de la memoria. Será el desquicio de la prisa. Velocidad y desquicio  

Al mercado no le interesa la paciencia. El capitalismo (será él)  es una criatura voraz, una bestia exigente, un dios cruel. Hay que apresurarse, no podemos perder ninguna oportunidad, eso se nos susurra continuamente, es esa la instrucción inaplazable. En cuanto nos descuidamos, nos zarandea, nos amonesta, nos perturba, nos hace caer en su plan. Es diabólico ese plan. Es el triunfo de la mediocridad, es la enfermedad del corazón y la muerte de la cordura. No es el problema ignorar quién es Carlos I sino no tener voluntad de saberlo, ni dar valor a que esa nomenclatura dé alguna forma de conocimiento válido. 

7.5.21

Dietario 110

Hay quien opina que se escribe de un solo tema y que ese argumento impregna a todos los demás, por ajenos a éste que, en apariencia, parezcan. Es imposible zafarse de él: por más que se lo aparta, pugna, avanza a su antojadizo afán y termina por tomar cuerpo y hacerse asunto reconocible. Yo, en lo que entiendo, después de treinta años de oficio (el que haya) callado y más o menos privado, escribo sobre Dios. He concluido en esa idea sin esfuerzo: incluso sin barajar alternativas. Soy, en una medida estrictamente amateur, un teólogo, quién no lo es. Ya sentenció Borges eso de que cada alma humana aloja uno, aunque no se tenga noticia suya y se pueda uno morir sin haberse percatado de su tenaz y menudita presencia. Dios como una especie de ocupación a tiempo completo, en este hilo de las cosas. Escribo un cuento sobre una infidelidad matrimonial y, en el fondo, es de Dios de quien escribo. Escribo sobre un hombre al que la suerte le es enconadamente adversa y es Dios quien inspira el relato. Escribo sobre la influencia del blues del delta en el de Chicago y la idea de Dios sobrevuela el texto, como si la misma divinidad cincelase su forma y su estricto contenido  y censurase o acatase mi criterio. Hay veces en que percibo esa influencia y veces en que no se apresta mi sensibilidad a reconocerla. Las más, gracias a Dios, no me doy ni cuenta y tiro al monte y saco la escopeta y me pongo a gastar cartuchos. Cosas de quien escribe a diario. 

La escritura es una especie de caza. No se sabe bien qué piezas traeremos en el zurrón, pero alguna hay a la vuelta. Anoche escribí un cuento. Hacía que no me ponía en esos asuntos, los de los cuentos. Fue breve. Un notario de provincias, soltero y ocioso, se deja engolosinar por una cabaretera. Le da su corazón y le abre su casa. Después de una rendición de las miserias habituales (él sabe que va a expoliarlo, pero no le importa, es la carne el material del comercio y ella se encariña de él y promete no volver a robar nunca, nunca, nunca) el notario sienta cabeza (es un decir) y se retracta. Al final, cuando las cosas vuelven a su ser (la cabaretera a su cabaret y el notario a su despacho) Dios se las ingenia para que se encuentren en un café y la charla anime un amor pequeñito y queden en verse: hablamos, nos vemos otro día, tengo tu teléfono, me ha encantado verte de nuevo, un beso. Aparece (cuando el cuento finaliza) una finta teológica, un descuido de lo terreno y un hermoso (creo yo que hermoso) abrazo de lo espiritual. Tengo que hacer unas correcciones. Tengo que revisar esas inclinaciones teológicas.  

Ser un teólogo (amateur) no garantiza la existencia de la fe. Es más, yo mismo (a beneficio creativo) me manejo mejor al no tenerla. No sé si entro en la categoría de teólogo ateo o agnóstico: tal vez más de lo segundo, ya que Dios me afecta, me preocupe, me hace sentir una punzada de lirismo. Creo que me interesa la capacidad del personaje de entrar en colisión con todos los demás personajes posibles. Admiro su ubicuidad. Claro, es que es Dios, me dice K. Mi teología es narrativa, mi interés es metafórico. K. , tan atento a lo mío, dice que cuide no molestar a nadie. Hay quien se ofende con nada y quien tarda en sentirse ofendido, pero al final todos te reprenderán, te dirán que no es asunto tuyo, ya que no crees. Es asunto mío, zanjo, no hay otro asunto que me entusiasme más. Se ve a Dios en todo o uno cree percibirlo en cada pequeña cosa que se le ofrece. Dios en el verso en el que Kavafis pide que el camino sea largo y que ayer escuché muy bien recitado en la radio, en una emisora que sintonicé un poco al azar, cuando trataba de conciliar el sueño otra vez, tarde, después de asimilar que el Real Madrid se quedaba fuera dela Champions (permitidme el exabrupto futbolístico). O Dios en la declaración de la renta que estoy a punto de hacer. Dios en el solo de trompeta con el que Miles Davis hace que So what avance y conmocione al que lo escucha. Dios en el ruido que la lluvia hace en la ventana justo ahora mismo, aunque no llueva, creo que me entienden. Dios en la nieve, en el agua de un aljibe, en el pezón de una activista de Green Peace (en cualquiera de ellos, en ambos). Dios (ya acabo) en mi pecho, alojado aquí dentro, como una canción triste o como un ritmo contagioso o como un soplo o como un bramido o como una dulce ofrenda. 

Es Dios el que escribe estas palabras. No soy yo quien lo hace. Toda la literatura es obra suya. El cine entero está dirigido por Dios. Todos los actores, cuando representan el papel que se les encomendó, son el mismo Dios, avenido a recitar lo que otros han escrito, pero esos otros que escriben son él también o son Él también. A Dios, de ese Dios del que hablo, se le pone la mayúscula. Luego están los dioses subalternos, los rudimentarios, los que no alcanzan a emular a la divinidad. Son los dioses accidentales, los que no cuajan, los reciclables o los meramente eventuales. La idea de que Dios haya creado el universo en ese cómputo mágico de días y luego se echara a dormir parece fantástica. Extraordinaria. Inverosímil. No hay argumento más emocionante, ademas. Viva el Big Bang. Entero. Todo él. Lo que pasa es que estamos acostumbrados. Llevamos toda la vida escuchando la palabra Dios en vano o la palabra Dios blandida como un martillo. No hay un deseable término medio. El término medio feliz de un Dios persistente  y locuaz. Uno que de verdad se manifieste, cómo sería eso . Dios ha estado aquí, mira, ¿no te das cuenta?. No parece que funcione. O advertir la ausencia de Dios por la evidencia de ciertos signos. O que esté o que no esté en absoluto. Pero también vale la incertidumbre. Sobre esa idea, sobre la incertidumbre, se ha montado todo. Lo de montar es reducir frívolamente una catedral a un castillo de naipes  

A mi amigo Antonio se le ocurrió darme un tocho escandaloso de cartas que yo les iba enviando a él y a su novia (luego mujer) Auxy. Ahora me doy cuenta de que toda esa prolijidad estaba guiada por la divinidad. No es posible que una sola persona transcribiera todo eso. Dios es el negro. Los caminos de la fe no me son ajenos, visto con calma el asunto. Yo soy de Dios como otros, pero no ejerzo, creo que no hay oficio en mi proceder, no escenifico esa querencia o ese afecto o esa devoción. Por eso no me altera en demasía la idea de que un día, un buen día, caiga en la cuenta de algo a lo que todavía no he accedido y descubra que mi intimidad es creyente o que (definitivamente) no es nada creyente y descrea con encono, descrea casi patológicamente. Es mejor no entrar en los excesos, no caer en esos deslices del espíritu estresado. Se agotan las almas, se obturan, se gangrenan. Incluso prefiero que haya un Dios a que sean muchos y entre ellos se repartan la autoría y la planificación de la existencia. A uno se le acepta y se le habla con otro aire. No se le echa en cara el mal, ni se le pide que el bien triunfe. 

No creo que Dios deba entrar en ese negocio traicionero. El Dios que detrás de Dios la trama empieza tampoco es el Dios al que se le pueden pedir cuentas. Nada de pedir cuentas. Nadie es dueño de su existencia. Ni siquiera uno es propietario de lo que es. Es el azar el que gobierna, el que administra, el que al final hace que la trama dure un poco más o un poco menos. Porque no hay trama que dure para siempre. Eso es básicamente el final de todas las historias. Que nada perdura. Ni siquiera So what, que ya acaba. Empecé a escribir cuando empezó a sonar y se ha metido Freddie Freeoloader, otra pieza maestra. Miles David es Dios. Dios toca la trompeta. No hay trompetista más experimentado. O no. Noto que me estoy soltando. Va bien. Todo está bajo control. Me duelen los dedos. Escribo todo lo rápido que puedo. Tengo algunas piezas a salvo en el zurrón. Me voy a trabajar. Tengan un viernes divino, por favor. 

6.5.21

Caerse de la bicicleta

 K. dice que va a empezar a escribir. Lo hará por la mañana, a poco de levantarse. No sabe de qué escribirá ni si se preocupará de que se lea lo escrito, pero tiene la voluntad firme de empezar a escribir. Ahora mismo debe estar haciéndolo. No se distraerá con música, al modo en que me dejo distraer yo, ni elegirá un lugar de paso, en el que pueda percibir el ruido de la casa. Irá al centro exacto de la escritura. Pensará: estoy escribiendo, las palabras van saliendo, unas llaman a las otras y se van juntando. Pensará: si leo lo que acabo de escribir, no seguiré escribiendo, así que lo haré de carrerilla, empezaré y no levantaré los dedos del teclado hasta que llegue al punto y final y me levante y me vaya. Hará todo eso, pensará de esa manera, y saldrá con la idea de haber empezado algo nuevo y haber franqueado con éxito la prueba. 


K. se impone pruebas. Hoy ha sido escribir; mañana, montar en bicicleta. Pensará: estoy montando en bicicleta, voy dejando atrás paisajes, voy notando el peso del cuerpo en mis piernas, las ruedas siguen girando, un giro llama a otro y todos se van juntando. De pronto cae en la cuenta de lo parecido que es montar en bicicleta y escribir. Se le ocurre que las dos son actividades en las que se va obligatoriamente hacia adelante y se persigue un fin. Razona que el corredor también construye una trama. Todo depende de qué ruta elija. Y advierte que al principio hará cuentos cortos, trayectos breves, vestidos de lentitud. Aspirará a recorrer grandes distancias, novelas con muchas historias cruzadas y con muchos personajes involucrados. En ese momento cree haber encontrado el primer cuento. Será el del corredor que sueña ser escritor. O el del escritor que imagina que acabará siendo un buen ciclista. 


Anne Sexton decía que un escritor era alguien que hacía un árbol de unos muebles. Mi amigo K. es un escritor, en el sentido sextoniano de la palabra: hace de una bicicleta un paisaje. Ya le veo sudando, abriendo mucho la boca, aspirando el aire que se le resiste, contándose una historia y contándose la otra vez, hasta que baje del sillín, ponga el pie en el suelo y vea lo lejos que ha ido y lo feliz que se siente de haber llegado. Luego está el camino de vuelta. Imagino, eso lo imagino yo, que el camino de vuelta lo hará como lector. Irá montado en su bici e irá leyendo, apreciando la calidad del terreno, la dificultad del trazado, corrigiendo las faltas de ortografía y los errores sintácticos. En fin, lo que hacemos a diario los que escribimos. 


Más cercano a la estabilidad emocional que a la felicidad o a su anhelo, K. dijo anoche que escribir le satisface menos que leer. Sostiene que escribir le agota: es un estado de cansancio continuo, de querer llegar a un sitio y de no saber si se podrá llegar, de sentirse depositario de la realidad y de saberse obligado a volcarla, a dejar una constancia de ese depósito en el texto; escribir no es lo mío y no va a serlo, Emilio. Consta que lo he intentado. He leído sobre qué bien podría hacerme escribir, he escuchado a los que escriben y he dejado que sea mi experiencia la que me haga seguir o claudicar, y he declinado la responsabilidad de contar algo que no precisa ser contado o que yo no debería contar, para ser exactos, quién soy yo, quién se supone que tendría interés en nada de lo que piense, qué buscarían en lo que ni a mí me produce interés. Anoche quise escribir hasta que un texto me confortara lo suficiente e irme a la cama feliz por mi progreso. No hubo texto que aliviara mi desazón, ni siquiera una línea que colmara mi deseo. Prefiero no escribir, prefiero seguir leyendo, e incluso he pensado que ni leer me llenaría del todo. Mi compromiso con la literatura se viene abajo cuando advierto que la realidad puede suplir con creces toda la oferta de la ficción. No necesito a la novela. No hay nada en la novela que no pueda encontrar en la crónica periodística. Se trata de que uno alcance la felicidad o de que su anhelo, el progreso de su adquisición, nos haga sentir bien. Escribir agota, Emilio. Es una actividad peligrosa además. No sabes a qué lugar vas a llegar. Esa incógnita no me interesa. Prefiero la certeza, el paseo que he hecho, las caras que he visto, el cielo que me ha protegido

K. no escribe. K. está incluso por no leer. No saber, no querer saber, no sentirse afectado. Creo que me he caído de la bicicleta. 

5.5.21

Dietario 109

 Kirsty Spalding, del Instituto Karolinska en Estocolmo, un biólogo molecular, ha descubierto que el cerebro humano fabrica diariamente 125 neuronas de nuevo cuño en una zona del hipocampo, que pesa solo seis gramos y alberga 22 millones más, dedicada a la memoria. Duele que algunas de las que todavía no se han extinguido y flotan en ese mar de recuerdos no funcionen como debieran. Al menos en mí, en lo que me afecta, no desempeñan su trabajo a satisfacción de quien las pasea a diario y quien confía en que no me abandonen antes de lo que uno buenamente sospecha. No es nada nuevo e irá (supongo) a más. Fallan las palabras, en ocasiones, pero también las imágenes. Fascina, sin embargo, que de pronto algo absolutamente sumergido, de lo que no poseíamos constancia alguna, emerja y luzca, en el oleaje de arriba, pletórico, sublime, enseñoreándose. Hoy el recuento de una serie de anécdotas de muy atrás, que alentaron otras que no eran las buscadas y, en mitad de ese rescate invisible, surgió la imagen de mi abuela en una playa, rodeada de felices nietos. La abuela Luisa era la irrupción de la alegría o la alegría en sí misma, hecha candidez y agrado y un amor a salvo de cualquier otra consideración que lo malease o redujese. Las neuronas perezosas, en su cortejar sin propósito a las convecinas, en ese humilde salto sináptico, dieron con la imagen no sacrificada, ni sometida al desquicio del olvido, y ahí pujó y armó con pasmosa eficacia la restitución de un recuerdo: la abuela dulce, los nietos juntos, la playa de la infancia.


4.5.21

Dietario 108


Escuché hace poco que hubo una manifestación que agitaba libros en el aire en lugar de percutir el metal molesto de las cacerolas. La hacían los dolidos por el cierre de una biblioteca en un pueblo, no recuerdo ahora cuál. Se me quedó el gesto, el pequeño y maravilloso símbolo de que un libro, izado como una oriflama, fuera el que librara la batalla de la justicia, que es (en el fondo) la antigua batalla de la cultura, que no ha terminado todavía. No sé si un día se cerrará ese capítulo de la Historia. Es posible que no acabe jamás: hay muchos intereses, hay muchos mercaderes. Interesa la ignorancia porque la ignorancia no exige. Tampoco la ligereza, ni está bien visto el principio de exigencia, que hace que uno desee retos y busque la belleza en la espesura, más adentro, como decía Lara Cantizani, citando con alegría (la suya natural) al Santo Juan. El que no sabe, no inquiere. Recuerdo a un profesor de mi facultad, que nos dejó muy prematuramente, encolerizado por el a menudo mal visto gesto de que alguien llevase unos libros bajo el brazo, andando por la calle, en la parada del autobús, en la cola de la charcutería. Decía Luis Sánchez Corral que la gente de las letras no es de fiar, según decir conocido. Me lo contaba con su brizna de sorna habitual, trayendo historias de ayer, informándome de que el ayer vuelve si no tenemos cuidado y dejamos un hueco por donde quepa. También me habló ese día (Bar Platanín, calle Jaén, Sector Sur, a la vera de la Escuela de Magisterio) de lo buen columnista que era Eduardo Haro Tecglén, de mi inocencia política y de cómo la buena literatura salva a los pueblos del caos. Y el buen periodismo. Ayer fue el Día Internacional de la Libertad de Prensa. Se trata de que la expresión de su voz no se tuerza al son de quien legisle o de que haya pluralidad o de que se festeje infatigablemente  su vigor. Estaría Luis indignado si estuviese con nosotros. Con poco que se trocara el común y esperado discurrir de las cosas, expresaría su malestar, su pequeña o grande desavenencia. A veces echo de menos el café en el Platanín.

2.5.21

Dietario 107

  Anoche, en lugar de continuar con la lectura del libro en el que ando emboscado (Dios no es bueno, Christopher Hitchens, segunda lectura, años después) cogí uno de los diccionarios más voluminosos que hay en casa. Manejado con dificultad (amo los libros electrónicos, amo más los de papel) me perdí en la maraña de significados, acepciones y etimologías. Hice lo que mis alumnos, en ocasiones, realizan cuando buscan una palabra nueva (hoy, uno de ellos ha descubierto el ósculo, aunque ya se había referido en clase) ; otro, por iniciativa privada, el averno): amplían el radio de acción, visitan la periferia, recorren caminos largos, con paradas innecesarias, frugales, pero fascinantes, en paisajes imprevistos, en lugares donde nunca antes habían estado. Como si fuese un viaje. De eso, al cabo, se trata. Viajar del país de las palabras al de las emociones. El lenguaje es, ante todo, emoción.

1.5.21

Dos nubes


 Qué desatino el de la nube, qué poco afecto al paisaje que divisa, con qué precipitado afán se engolosina de aire y ocupa la novicia extensión del cielo. Esta tarde, al subir a la azotea, ya no estaban las que me saludaron hoy temprano. Ignoro si abandonaron esa regia formación (ufológica casi), a poco que las dejara o han continuado en ella, por mera pereza o por alguna voluntad que se nos escapa. Tendrán su lenguaje. Alguna manera de decirse qué hacer o a qué dirección inclinarse. Nuestra ignorancia en su manejo no invalida que exista. Cualquier día de éstos sale un lumbreras de alguna universidad con la noticia de que las nubes hablan o cantan. Serán más de cantar. La lluvia será la evidencia de que la canción ha adquirido un rango sublime y hace que el mismo cuerpo de la nube se rompa y mude en agua. El gris o el negro que a veces exhiben o las surrealistas o figurativas formas con las que danzan allá arriba también tendrá su cartesiana rendición de razones, pero es mejor contar con la poesía para explicarlas con más hondura, aunque sepamos que no tienen voz, ni se entusiasman con la locura del cielo o con la dura visión de la tierra.

Dietario 106

 Supongo (pues no hay otra herramienta sino la de la especulación) que al final Dios reconocerá a los suyos. Habrá un afecto distinto cuando abra las puertas del cielo y acoja a los que creyeron en su gobierno o en su paraíso y a los que lo pusieron en duda o los que lo negaron abiertamente, pero anoche soñé que a Dios se le mudaba la bondad que nos han vendido siempre y que, mirado de cerca, a ras de ojo, como quien dice, expresaba una especie de ladina maldad, muy sofisticada, que daba al traste de modo brutal con la voluntad religiosa de las criaturas que dijo haber creado. Nada, no obstante, que desmiente o confirme la idea que en el paraíso la Divinidad nos confortará como nos contaron. Nada a lo que aferrarse salvo la fe, que es un arcano en sí misma, una construccion similar al amor, inarticulable, asequible únicamente para quienes comprenden su mensaje y reciben su gracia. Yo, en mis sueños, alcanzo estados de complejidad teológica que ni por asomo vislumbro en la vigilia. Debería haber una máquina que los registrase. Una en la que confiar para saber ya de una vez por todas si estamos en complicidad con las alturas celestiales o definitivamente, como presumo, no poseo ningún tipo de interés en intimar con ellas. A lo que no pienso renunciar, por más que una voz de ahí adentro me revele lo inútil de todos estos desvelos, es al placer de estar varado en este limpia incertidumbre. Creo que el sueño que tuve explica realmente eso: las razones de mi descreimiento, el motivo por el que no comulgo, todas las partículas elementales de laicismo poético con el que me visto cuando salgo a la calle, escribo en mi blog o departo alegremente con los amigos sobre lo mundano y lo etéreo. A lo que se inclina mi naturaleza es al juego y posiblemente hay pocos, vencida ya cierta edad, que me restituyan una más agradable sensación de confort espiritual que éste de buscar dioses en los sueños. La realidad, que viene a veces muy cabrona, te enseña que hay otros asuntos que requieren una atención mayor. Que los dioses pueden esperar allá en sus benditas nubes. Que nuestro cerebro no nos pertenece del todo

Mirar


                                                      Ilustración: Ramón Besonías


Mirar constata un vicio: no se mira sin propósito, ni cunde la flaqueza. sino que prospera y convierte lo mirado en algo sustancial, extraído del arrimo de todo lo que le circunde y convertido en pieza única, en punto sobre el que giran o en el que convergen todas las demás circunstancias de la realidad. La facultad de mirar se arroga otra facultad: la de escuchar. Pero también se mira con desinterés, se descuida el fin, cunde (esta vez invariablemente) la desidia. O hay arrobo y delectación o hay pereza y abandono. Lo menos aceptable, pero considerablemente lo más repetido en estos tiempos, es que no se prestigia ni se desprestigie el mirar: todo se fía al ojo supletorio, a la memoria improvisada de la cámara, que evita postularse (o hay una inclinación breve, que sólo fija un motivo) y prefiere acumular registros (fotos) a los que luego poder acercarse y estimular el recuerdo. No hay cosa más absurda que aplazar lo que se puede disfrutar en el instante, dar al frágil futuro (quién sabe qué pasará) la constatación brutal o agónica o lírica o testimonial del presente. De ahí que el fusilero (el mercenario mameluco) reemplace la bayoneta por un móvil y el ajusticiado mude a souvenir, no a caído, ni a héroe de la revuelta. Se ha movido un objeto (arma por móvil) y ha surgido un cuadro nuevo. Mirar es también hacer que sean plurales las causas: se elige una, se prorroga otra, se alienta cierta licencia poética en la que el paisaje no es la autoridad, que se deposita en la intención del observador. No sabremos nunca qué mueve a que decidamos convenir una o no darles cobijo a ninguna. En la vida de ahora (tan acelerada) vemos y no miramos, hablamos y no escuchamos, acumulamos objetos a los que no les damos vida: únicamente valen para engordar un inventario. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...