8.2.25

Dietario 29 / Volar

 La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el aire tarda en traernos de nuevo al prescrito suelo. Así a veces un poema. 

Dietario 28 / Llover

 He visto llover las veces suficientes como para saber que no es la lluvia lo que se nombra cuando decimos que llueve. Es otra cosa, algo que la lluvia incorpora a su decantarse manso o de hierro que no puede ser percibido si no llueve. Como la poesía. Dice cuando comparece lo que no podría ser dicho de otra manera y, sin embargo, no se puede contar, no es posible contar la lluvia. Escribir es a veces transcribir el agua, darle cuerpo de palabra y confiarse a que en ella concurra la elocuencia de lo inefable. 

Submarine, 2010

 



Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas y en la que la edad te anima a que ni se te ocurra arrancar uno, lo he abandonado con idéntico entusiasmo al que tuve al iniciarlo. De hecho, lo estoy haciendo ahora, aunque me envalentone y continúe haciendo anotaciones, dejando constancia de algo, imponiendo a la nada un atisbo de algo que, de no ser escrito, no se recordaría o no haría que alguien lo creyese también suyo. No recuerdo si el que empecé hace una vida (cuarenta años, más quizá) lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes y arrebatos de melancolía. 

Submarine es también la epifanía de un héroe. Se comprende que su ingreso en el mundo adulto es una batalla dura de la que no se sale indemne, con la que trasegamos el resto de nuestra vida, por la que razonamos que algo no nos vaya bien o vaya inconsolablemente mal, solo la que la suya, caligrafiada con limpio esmero por Ayoade, seduce por lo frágil y por lo poético. Hay poesía de andar por casa, subrayada por unas imágenes de un lirismo de una sencillez prodigiosa (paisajes fotografiados cálidamente, paseos fondeados en el romanticismo más naïf que pueda uno imaginar, alguna concesión videoclipera también) y hay también un comprensible banco de referentes cinéfilos, desde la Nouvelle Vague de Los 400 golpes (son historias de un mismo aliento iniciático) a todo el Free Cinema inglés, que era un cine de lo real, de la clase media, mirando la vida con una mirada radicalmente distinta a la de Hollywood. A Ayoade no le interesa el aire desabrido, la ira. La perfección no es un objetivo. A lo que se afana es al privilegio, un poco voyeurista, de contarnos las pulsiones morales, sentimentales o sexuales de un personaje absolutamente brillante, escrito con garra y filmado con delicadeza, Oliver Tate, protagonizado con moroso ardor por un hipnótico Craig Roberts, que transmite con absoluto rigor el desvalimiento del adolescente, su fe en sí mismo y cómo esa confianza lo salva del caos, le encuentra una novia y hasta le encomienda la salvación del matrimonio de sus (extraños, cuanto menos) padres.

De la felicidad o de la tristeza o del fardo de ambas, que pesa y que nos hace mudar el paso, es de lo que trata Submarine. La de un joven que vive en su cabeza al modo en que muchos lo hacen, en esa edad, en las feroces siguientes, aunque la forma en que Oliver se protege es la que arma enteramente el film: esa moderada voz en off, que no distrae del discurso de las imágenes, informa de lo que no se ve, pero omite redundar lo evidente, toda esa portentosa (insisto en la untuosa calidez de los fotogramas, en el cuidadísimo modo en que se ha fotografiado Gales, la gris Gales) galería de postales, de retratos canjeables por los que cualquier espectador pueda tener. Yo he sido Oliver en algún momento de mi vida, quién no. He sentido lo que Oliver ha sentido y he crecido (por dentro se tarda mucho en crecer) como él lo hace en este trozo de su biografía. Conmovedoramente, con humor también, sin el estrago que por debajo parece anunciarse a cada momento, Ayoade hace que sus protagonistas, al final del film, miren al mar y concentra en él toda la fragilidad de sus criaturas. Son adorables. Son tristes. Están abocadas a que la realidad se las trague. Ya saben, el futuro es así de cabrón. Todas las historias de amor que lo cruzan no se pueden comparar jamás a la primera. Podrán adquirir una trascendencia mayor, pero no agitan el pecho como lo hizo la primera. Ninguna que se le parezca. De eso, de filmar el amor (o la felicidad o lo que al amable lector se le ocurra) trata esta extraña (y delicada y deliciosa) cinta. 

Nieve negra / Las ovejas y los lobos


                                           Retorno al pasado, Jacques Tourneur, 1947





Lo que uno querría es una vida que no dependiera de que los malos recuerdos la torciesen. Del pasado, salvo que nada extraordinario lo impregnase, hay que precaverse. Suele irrumpir con mala fe, dar la estocada a quien ni el presente conforta. Lo del futuro es una prospección inasible, un especular confiado al azar, un querer lo que no se pudo, una hipótesis manuscrita con torpe caligrafía. Al cine o a las novelas de género negro, tan pulcro en su resucitación del pasado, en su propósito de cartografiar un estado injusto de las cosas, una turbiedad en la sociedad, le agrada toda esa zozobra del tiempo, que es un juez severo y también un verdugo paciente. En Retorno al pasado, que vi anoche embargado por la emoción, el detective Jeff Markham se prenda de las bondades de la mujer de un mafioso que le ha encomendado encontrar por unos dólares que la fugada le birló y por las malas maneras en que lo hizo. La película de Jacques Tourneur es la quintaesencia del género por muchas causas, pero la que más seduce es la orfandad de todos sus protagonistas. El pasado los persigue y saben que los atrapará. Mitchum no tiene rival en la contención dramática. Lo expresa todo sin tener que recurrir a los aspavientos, a cualquier alharaca gestual que reduciría algo que es innegociable en las buenas interpretaciones: la credibilidad. Hay vidas creíbles y las hay impostadas, pensé cuando la película terminó (era tarde, la empecé en una hora maravillosamente imprudente) y no se me ha ido de la cabeza la vulnerabilidad de cualquier personaje, incluso de los más recios y heroicos, los habituales en los protagonistas de la épica noir. La escena que representa toda la trama es la del detective en la barra de un bar. Ahí mide el estrago al que arroja su vida, que no es la más deseable, imaginamos, pero a la que no sabe renunciar y en la que se curte a golpe de fatalidad. Quiso mi voluntad que la cara de Mitchum se acoplara a la de Roberto Esteban, el ex-campeón de Europa de los pesos medios metido a portero de discoteca, el desencantado, el hombre abstemio y menos pendenciero de lo que la selva en la que malvive le exigiría, el perdedor, el antihéroe, medio sordo, medio cojo, fajado en dar palizas por encargo.  Roberto Esteban es el narrador de Nieve negra, la estupenda novela (negra), editada con primor (como todo lo que hace) por Reino de Cordelia, es el pilar absoluto sobre el que se construye la casa del dolor, la de las venganzas, la de la amistad también.

No sabemos qué hay de Roberto Esteban en David Torres, el entusiasta muñidor de la trama. No se debe esperar que el autor esté en lo que escoge narrar. Yo creo que es la sociedad la que escribe, ella provee la contienda a la que asistiremos y David Torres se deja llevar y trae lo que le han confiado. La entera restitución de la gran literatura (esta lo es primorosamente) no codicia que haya autores y que sobre ellos se articule un modo de leer o de entender lo leído. Podríamos prescindir del nomenclátor de todos los escritores y entregarnos únicamente a la obra que entregaron. Puede entenderse que David Torres esté tangible y cabalmente o que no haya nada suyo en las invenciones de su imaginación, que tampoco será suya: será un palimpsesto, una gran cebolla a la que le vamos retirando las lascas combadas que anticipan algún centro que justifique todas las lágrimas. Estas consideraciones son innecesarias, todas lo serán, pero a mí me agrada leer sin tener nada a lo que aferrarme, adentrándome a ciegas, pero iluminado, en el fondo. Al cabo, leer es un fuego, cada libro es un ave fénix, cada lector es el único lector.

Nieve negra es una falsa novela negra en la que los acontecimientos contienen algunos de los patrones de la novela negra, pero se deshace de cualquier filiación (podría ser un apéndice suyo, un fruto extraño, una criatura emancipada) y se prefiere libertaria, desprovista de los arquetipos del género (el sexo no cuenta, ni la sangre abunda, ni el alcohol marca las causas y los azares, ni el tabaco llena de humo las escenas) y abonada con pulcro fervor a un tipo de novela que avanza con precisión  y permite que la intriga (la hay, Nieve negra atrapa y no te suelta, se lee de un tirón, se desea que prosiga) no perturbe la elocuencia de las palabras que la vierten, que son sórdidas o luminosas, que se encrespan o dulcifican según lo que se exija. A esta novela se le abriría algún roto si el lenguaje no fuese tan hermoso. ¿Cabe la lírica en el noir? Dígase aquí un sí rotundo. Torres hace literatura, se las compone para que el texto vertido sea un disfrute narrativo del tipo en el que podría prevalecer la forma al fondo mismo, que es (dígase también, afírmese con idéntico empeño) absolutamente fluido. La novela avanza con firmeza, lo que se cuenta (un declive moral y físico, un dibujo de una ciudad, una hagiografía de la noble disciplina del boxeo, una resonancia de las partes dañadas de una sociedad, un asesinato, un bodegón de jarrones rotos) se adhiere a la piel, la impregna, hasta se aprecia que cala y permanece. Este lector entusiasta la leyó en dos sentadas, y volvió más tarde (semanas después) a prendarse por segunda vez para que lo sabido (lo recordado) se convidara de novedad y surgieran (lo hacen) matices nuevos, una voz distinta a la que nos habló noviciamente. Debe el lector afincar su sensibilidad en las buenas maneras en que la historia se va precipitando como un líquido moroso, dulce a ratos, perturbado por la intemperie gris de la maldad humana. 

Es la figura de Roberto Esteban la que hace que todo funcione como un reloj suizo. Hay en lo que encomienda contar un metrónomo calibrado para que el pulso narrativo, se advierte un tempo regular, un fluir medido, una robusta maquinaria, engrasada con oficio, que no ambiciona arabescos, ni composturas sofisticadas, sino que se limita (he aquí el mérito, es esta la principal virtud de Torres) a dar un testimonio. La misma novela negra, en su canon, elude fijar en la resolución del misterio (un crimen, por lo general, muchos a veces) el motivo de su desempeño expositivo. Importa saber qué paso en la medida en que importa saber el porqué y las consecuencias de que pasara. Se le asigna un carácter prospectivo, ajustado a la posibilidad de que lo narrado sucedió antes, sucede mientras el lector lo observa y sucederá cuando se cierre la trama. Porque en todas las historias convergen otras historias o porque no hay nada que no se haya dicho o escrito, aunque el escritor (o el que dice) se faje en habilitar un paisaje nuevo o un discurrir distinto. 

En Nieve negra hay escenas que hemos visto antes (también las hemos leído), pero no debe buscarse la originalidad, que la hay a espuertas si se escudriña a conciencia la sustancia del texto, sino el respeto imaginativo a un patrón y, al aplicarlo a la narración, la convocatoria feliz de la disidencia, a la que el autor concede espacio y nos hace creer que es todo verdad y que no comparece en la restitución de los acontecimientos ninguno del que tengamos noticia. Qué placer leer así, pensé mientras leía. Qué bien tener un libro que se sorbe, que vale por lo que cuenta, por el cómo es contado y, sobre todo, por la creación de un personaje inolvidable, del que (admito mi falta, la compensaré) no sabía nada, aunque ya venía de dos entregas anteriores (El gran silencio  en 2003 y Niños de tiza en 2008) y que ahora Torres ha traído de nuevo, quién sabe si en el deseo de cerrar una trilogía o darle una paz, un refugio, una barra en un bar en la que beber zumo de naranja con el alma tranquila y el cuerpo descansado. Esteban es el antihéroe, es el personaje crepuscular, es el tocado por la gracia de la perseverancia. Su constancia duele. Podemos advertir un poco de su dolor en el nuestro. Su pesquisa detectivesca es también de naturaleza moral. El propósito no es meramente policial, no se arroga la revelación de una verdad: es él mismo el arrojado a la rendición de una especie de milagro íntimo, que consistirá (sucedió, sucede, sucederá) en dar con algún tipo de redención y encontrarse. Quién no hace eso, quién no hurga en la realidad para adquirir la propiedad de sí mismo. 

Torres debió dejarse llevar, permitidme el atrevimiento, el decir sin sustento. La novela se iría fraguando conforme la propia novela fuese creciendo. Los personajes son los que la escriben, no el amanuense, aunque su intermediación la imponga a la realidad y haga que funcione. Hasta la propia nieve que cubre Madrid en los últimos pasajes de la historia debió hablarle: mira, David, yo también puedo ayudar, sé de la debilidad del hombre, lo he visto las veces suficientes en la derrota, en la renuncia, tú lo que debes hacer es darme carta blanca o roja o negra, haré que los pies se hundan en el suelo y el frío desangele la luz de la sangre, yo expiaré las culpas, yo seré un vara de medir, un salmo o un libro con ilustraciones atroces.. Y la ciudad (Madrid como un campo de batalla, Benidorm como un pista de circo) también contribuirá a que las piezas ensamblen y la recorramos con paso firme, entenebrecidos a veces, súbitamente iluminados otras.

No hay personajes secundarios en Nieve negra. Algunos que más inclinados a serlo comparecen con sólida vocación de argamasa. De algunos se querría saber más, sabe a poco lo que se nos cuenta, anhelamos un spin-off, un ofertorio de las prendas místicas y de las mundanas con las que todos ellos han llegado a ser lo que son (el Sebas en su Oso Panda, donde siempre son las tres de la madrugada, la Viuda en su negociado del lumpen, la hondureña Gabriela con su bagaje de tragedia), pero ellos se bastan, dan de sí lo que deben para que el inicio, el nudo y el desenlace (ayer hablamos de eso en mi clase de lengua) lleven en volandas a un lector agradecido por la pulcritud del relato, por el respeto a su inteligencia, por la brillantez estilística, por la difícil decisión de dar al protagonista la voz que hará que hablen todas las demás voces, que huroneen y callen, que tropiecen y se levanten, que vivan, al cabo. Todo para que al final el señor Esteban, démosle ese atributo, se lo merece, meta en el microondas una taza de leche (no le gusta, es para calentarse las manos) . "Dicen que no se debe beber leche después de aprender  a andar, pero tampoco tiene mucho sentido seguir vivo después de la infancia". Uno querría, al menos, vivir sin que los malos recuerdos desgracien el presente o arruinen la bondad invisible del futuro, que es una puerta hacia no sabemos qué en una noche fría y de nieve en la que los zapatos se hunden y el tres cuartos (cada uno llevará uno cuando se precise) es la única casa disponible. Afuera estará la locura del hombre, el desquicio alimentado por las causas más peregrinas y habrá perdón y también silencio para que irrumpan los recuerdos y no lastimen  










7.2.25

Apocalypse now, 1979

 



Este hombre es un dios, pero la deidad vive sola, piensa sola, se duele sola. Es el cielo con el infierno dentro, la locura con su cordura en la boca. La felicidad consiste en la presencia de un intruso. Alguien al que poder persuadir de que se quede. Otro dios. Uno más pequeño y rudimentario con el que trazar planes para el futuro. El dios en su laberinto se explaya en el relato de la proeza de su reino. Le cuenta al intruso que la soledad hiere y, al modo en que la soledad humana lo hace, termina enloqueciendo a quien la sufre, aunque el herido sea también un dios. Estos días he releído a Conrad y me he prometido que en cuanto la tenga a mano, no será pronto, creo, me meto una dosis de Kurtz, una de Coppola, una de helicópteros ametrallando valkirias, una de Jim Morrison contando que se acerca el fin, una de mosquitos como caballos ocupando la vasta extensión del alma. Cambiaré el Congo Belga por el Mekong. Se trata de lo mismo: es la enfermedad de la que hablan las dos narraciones. Enferma el mundo y alguien tiene que aplicar unos remedios. Al final del viaje está Kurtz, está ese desquicio suyo de hombre convertido en el único hombre o de dios convertido en un único dios. A Willard, un Caronte moderno, le dan orden de que entre en el infierno y cace al desertor. No puede haber un hombre como él, es la constatación de que algo va mal, es la representación de todos los males. 


Kurtz, antes que deidad, fue numerario del Ejército. El Mekong es el Aqueronte. El barquero conduce su propia barca. Cada vez que el inframundo abre sus fauces suena música hippie. Es una emisora de radio en la jungla. No hay muchas. Suenan la Creedence, Hendrix, Cash, los Rolling, los Doors. Sólo la escuchan los elegidos, los que van a morir o los que van a enloquecer. La melodía es una piedra grande en el bolsillo y tú estás hundiéndote. El agua (sucia ese agua) te colma la boca y hace un descenso por la garganta, anega el estómago, hace que sangre la misma sangre. Kurtz libera a Willard. Le dice: márchate, no has visto nada, no contarás nada, no has dado conmigo, seguiré aquí, en donde no hay nada, en la última residencia del hombre, en el limbo. Willard se queda allí, su cabeza es incapaz de escapar del hechizo. Ha sido ganado a la causa. Ya no es héroe, ha sido despojado de sus atributos heroicos, se ha convertido en un adepto, en un parroquiano, en un sirviente, es un sicario.  


La fascinación por el coronel Kurtz en Apocalypse Now es continua: no se arredra, gana conforme la trama avanza, desde que sabemos que hay algo en el corazón de las tinieblas, aguardando; desde que se le nombra (él es el huido, el coronel que decide abandonar su tarea y desaparecer en la selva, ser la selva) hay una especie de atracción blasfema hacia ese personaje, que es inabarcable y abduce a quien lo contempla. No es pura, no es limpia. Kurtz es real y es onírico. La realidad que le circunda es difusa, no se sabe bien si es una alucinación colectiva o es propiedad únicamente de quien la percibe.


A veces la comisión de un delito se inicia con un gesto frívolo. En el relato de las perversiones que adornan el alma humana siempre podemos encontrar un episodio donde la mezquindad se viste de rutina o donde el que instiga el crimen, el que lo tutela, introduce en su narración un distraimiento doméstico, un cigarrillo ofrecido antes de pedir que fulano mate a mengano o un abrazo hondo al que va a ser posteriormente ajusticiado. Se trataría en el fondo de rebajar la culpa aliñándola con los ingredientes del juego. Es lo mismo que poner a Wagner mientras sueltas napalm sobre los arrozales porque te gusta cómo huele por la mañana. Como nunca he matado a nadie desconozco si esa banalización del mal reconforta a quien la ejerce; sé que cuando uno comete un pecado, y en eso sí que puedo entretener al desprevenido lector, se apresta sin rubor a acometer cualquier otra actividad y sale a pasear o toma un café o lee distraídamente la prensa mientras las nubes despejan de tedio el limpio azul del cielo. Así he visto a niños pequeños, en patios de colegio, liarse a tortas y luego adentellar una pieza de fruta o jugar al balón como si el damnificado, el que está tirado en el suelo, sucio de moratones, fuese una ilusión óptica. Y lo he visto con absoluta naturalidad. Como si se produjese a diario o como si todo formase parte de una representación antigua en la que solo cuenta la masticación golosa de las horas. Que el tiempo pase y que yo disfrute, aunque alguien salga dañado, podrían decir los niños. A lo mejor a su manera, en sus entendederas, en esa todavía precaria y elemental visión del mundo, piensan así, solo que no saben expresarlo.


Lo mejor para no apesadumbrarse en exceso tras realizar una mala obra (matar a Kurtz, soltar cuatro frescas al vecino que pone el home cinema a tope) es compartirla con los demás, introducirla en el correlato de las horas, embutirla en el extravío de las palabras y así involucrar al que escucha, hacerlo cómplice del roto, procurarnos una tertulia fiable en la que aceptar la parte canalla que llevamos dentro e incluso pulirla, elevar el asesinato a una de las más bellas artes como quería De Quincey. Es el mal que se procura así una vía normalizada por la que convivir entre nosotros. En realidad, usando un hilo bíblico de las cosas, el bien no es tal bien sin el concurso del mal. No hay ternura si no hay un descerebrado (pongan cara, acudirán algunas) moliendo a palos a alguien en un callejón o ordenando que unos drones planeen una ciudad y la reduzcan a escombros. Sin la astucia del mal, el bien sería un cuento para niños. Por eso veo con fruición las narraciones en las que el mal se apodera del escenario y en donde la trama, incluso inocente en apariencia, esconde una turbiedad, un punto enfermo de mala leche. Como una novela de Patricia Highsmith. Como un minuto de una película de David Lynch. No sé si es una desviación o un vicio de mis lecturas o del cine que he visto, pero el mal vende mucho mejor que el bien. En el fondo, queremos a Hannibal Lecter, aunque nos aterre pensar su perverso proceder tiene un huequito en nuestras emociones. En ese dolor interno, en esa batalla librada entre la realidad y el deseo, como quería Cernuda, se disfruta enormemente de la vida. Sería triste y sería aburrida si todo estuviese claro y el mal estuviese apartado, confinado, embutido en un camisa de fuerza, introducido en una botella y lanzado al mar.

Igual que Willard se pierde en la selva y en sí mismo a la caza de Kurtz, el hombre también posee en su interior una senda equivocada, un regreso a lo primitivo, a la negación del imperio de la razón: a medida que el mercenario Willard, instruido para acatar órdenes, reclutado por su obediencia, en fin, un militar en su quintaesencia, se acerca al coronel atrincherado en la jungla, más se fascina por su presencia (por el hecho de que exista) y más entiende que el ex-boina verde, el gordo y calvo y disidente Kurtz, haya intoxicado a los nativos de divinidad y de milagros y se haya erigido en tótem de una religión imprecisa, paranoica, hipnótica y (como todas las religiones) tenebrosa y hostil. Lo que resulta relevante para Willard es la figura paterna que Kurtz representa, esa especie de dios rudimentario que se deja adorar por un ejército de iletrados, de oscura masa sin contaminar. 

Y el río, el mítico río que Coppola filma como si fuese un protagonista más, si no el único verdaderamente inalterable, sirve para conducir la historia de los dos personajes, que lo han navegado y han accedido a un limbo impenetrable, en donde las leyes de los hombres están sobrescritas, en un palimpsesto místico, de modo que Kurtz sabe más de la vida que los que la viven, aunque él esté afuera, atrincherado en su locura maravillosa. Kurtz, el Mesías, vive lejos de lo real porque lo real ha dejado de interesarlo y sólo se abastece de recuerdos para confirmar su idílica existencia en la frondosa mansión que involuntariamente ha erigido. De fondo, a caballo entre el vértigo de la guerra, operísticamente filmada por Coppola, y la dramaturgia existencialista abierta en el corazón mismo de las tinieblas (dixit Conrad) el gordo y calvo y disidente Kurtz desea, en el fondo, que lo exterminen: que alguien lo reemplace de alguna forma. Y ahí tienen al gordo, perdido ya tal vez inevitablemente, contemplando la belleza de la naturaleza, el insecto ajeno en su mano, preguntándose quizá sobre el origen del mal y sobre la esencia misma de la función del hombre en la tierra.

Willard, a pesar de Willard, no mata a Kurtz: es el propio Kurtz el que se ofrenda, quien se abre a la expiación definitiva y gana la batalla final al sistema que lo corrompió. Todo lo demás que se ve en la película es el conducto para entender este tramo infinitesimal de historia, pero a mí me sigue fascinando la autopsia del mal que Conrad/Coppola regalan, la travesía con claroscuros por los territorios de la vileza, que inventa guerras y les pone música de Wagner y de hippies para que la función adquiera categoría de representación. Es el cine organizando la realidad o el espíritu festivo de todo desalmado a la hora de rematar a su víctima. En el festín, en la celebración de la carne sacrificada, el hombre se resuelve animal, se exhibe impúdico, bestia acéfala, el reducto en el que crece el infierno, que no tiene nada que ver con ningún libro ni se deja engañar por ningún credo. Kurtz es uno mismo, en los días oscuro cuando se levanta con la mirada perdida y no sabe a qué sabrá el día.

No hay valkirias sobre el Mekong, ni una arcangélica nube recita los salmos del porvenir. Jim Morrison canta The end como si fuese la última canción en la última tierra. Huele a napalm toda la sala de proyección. Salimos más tarde a la puerta y echamos unos cigarrillos. Nos dijimos adiós, recuerdo. Nadie dijo nada, dejamos que el silencio ocupase el humo. 

6.2.25

La naranja mecánica, 1971

 



 En el Dorova Milk Bar. Pete, George y Dim, los drugos. Luego acude Alex. Mueve el cuerpo como Fred Astaire, pero no sabe quién es Fred Astaire. Beben leche plus con venloceta o velocet o vencelot o con drencomina. A partir de ahí el vértigo. Las calles. La oscuridad absoluta. Beethoven. Tres gallinas ahogadas en algún río soviético. El ondulante y sincopado discurso de las moléculas díscolas que nunca se las han visto tan felices y danzan y danzan por el vasto latifundio de la sangre. La ciudad sucia con el cielo encapotado. Los drugos buscan mendigos. Tienen sus palos. Los palos rítmicos. El llamado Pete babea al pensar en la longitud griega del palo (pero él no sabe qué es Grecia) al desmelenarse en la cocorota de algún advenedizo (esa palabra no la escucharía ni en un siglo de tropelías por los barrios grises o por los rojos) o en la suya si Alex se entusiasma más de la cuenta y babea al contemplar su cráneo de migas de pan y de excrementos de golondrina. Los muchachos tienen sus varas, los muchachos buscan farra. El aire se encoge, el aire se asusta. Alex sabe que va a terminar traicionado por sus drugos. No se ejerce el poder todo el tiempo. Al rey se le corta la cabeza en algún momento de la trama. Las cárceles están llenas de reyes decapitados. Una cabeza de rey es aleccionadora. Abran los ojos, miren lo que hemos hecho, hasta dónde estamos dispuestos a llegar.. Era un estúpido el rey, nos ha tenido engañados. Ludovico: van a reventar a Alex, acabo de saberlo. Va a flipar en neutrones. El método Ludovico, ya saben: reprimir la ultraviolencia con una terapia de aversión a la propia violencia. Como si cayese uno en un barrica enorme de cerveza y nadara en cerveza y no se le fuese el olor a cerveza, de modo que nunca volviese a pedir una y ni quisiese oírla mentar, saber que alguien bebe una. Alex va por los bosques. Recuerdo a Alex vagando por los bosques. El bosque es un caja de zapatos en la cabeza de Alex. Han echado hojas y pequeñas ramas, le han abierto unos agujeritos en la tapa, que es un cielo como nunca ningún cielo ha sido. Está aturdido. No es Alex. Ni un drugo es. Otra cosa será, ahí en la caja de zapatos que ya no es un bosque ni una caja de zapatos, pero no un bebedor compulsivo de leche plus. El bosque es una línea en un cuento que le contaron. Había una vez y comieron perdices. Una pena que cantaras Singin' in the rain, hermanito. Te han cazado. Te van a hacer que odies a Beethoven. Te saldrá Beethoven por las orejas. Estarás curado. Te hemos curado, pequeño hijo de la gran puta. No podrás volver a beneficiarte a ninguna muchacha. No tendrás drugos con los que ronronear de fenómenos. Serás nuestra imagen más convincente. Estás en la carrera otra vez, pero no vas a correr nunca más. Ya no maquinarás con drugos en el Dorova. Te sentaremos en un butacón desde el que veas un jardín inglés en el que unas ovejas te miren. Una de ellas sabrá quién eres. Aparecerá en tus sueños. Te comerá la parte de la cabeza en la que ordenas las palabras y dices hola, yo era uno de esos muchachos que sirven para asustar a las niñas con trenzas, a los viejos desdentados, a cualquiera que tenga cara de no haber nunca un vaso de leche con mucha leche. No sabrás ni pedir clemencia. La oveja sensible te ha volado la tapa de la caja de zapatos. El viento. La intemperie. El vacío. 

5.2.25

Breviario de vidas excéntricas / 55 / Ismael Lapiedra

 



Tengo por costumbre no llevarme la contraria, pero a veces me fuerzo a rebatirme. Tal vez me mueva cierto afecto por las novedades o la necesidad antigua de apartar el aburrimiento a cualquier precio. Expreso mi adhesión a algo que no comparto o rehúso participar en lo que he probado y me agrada. Lejos de incomodarme, aprecio en esas disensiones un modo de entretenerme del que, llegado el caso, podría retirarme y no darme por aludido si se me echa en cara algo que dije o hice o ni dije ni hice y no convino a quien escuchó o difería de lo que sea que se espere de mí. Quién sabrá lo que los demás piensan, qué necesidad habrá de esa certeza. Uno es otro a conveniencia. Se recurre a esa impostura juguetonamente, casi sin entender los motivos de la mudanza. Hay días en que, nada más levantarme, dispongo que podría hacer más ameno y llevadero el día si me comporto como un adolescente, por lo que maniobro el ánimo para que esa ocurrencia prospere. No me cuesta dar con el adolescente que fui. Está por ahí, hibernado, aventurero, ligero de cascos, levantisco y ciego, contemplando a su padre o a un extraño, no sé si a veces coincidirán esos dos tratamientos. Una vez que ha sido invitado y dejado que haga de las suyas, cuesta deshacerse de él, se le toma afecto, hasta comprende uno que no debió irse nunca, no permitir que irrumpiera el adulto, que no nos abandonará ya nunca. Convendría solicitar que nos reemplace en ese día caprichoso alguien del que no duele en exceso su partida cuando la jornada concluya. No sé, tantos habría. También se puede querer ser otro, un ajeno, alguien a quien hemos visto en películas o en televisión o en la escalera del bloque o en la fiesta en la que bailaba con todas las chicas. La idea de no estar uno satisfecho con uno mismo es antigua y entra en lo razonable que haya sido causa de muchos de los males que han cruzado de parte a parte la vasta extensión de los siglos. Hoy, sin ir más lejos, me vino la idea (ellas acuden sin que se las reclame, luego se van y no vuelven, salvo que se tenga la paciencia de escribirlas)  de que estaría bien ser Frank Sinatra. No me movió un deseo de fama, ni me atrajo la posibilidad de que mi voz fuese la de un ángel barítono y meloso. Lo haría por tener a mano a Dino, a la sazón, Dino Paul Crocetti o Dean Martin. No habría ningún bar que cerrar. Estaría en casa (en alguna casa) la farra. Le diría: Dino, hazme una jodida hamburguesa y yo me bebo tu bourbon. Le diría: eres el mejor, Dino, somos los mejores. Pero nada sucede como uno desea. No tengo voz de crooner, no me planteo comprometer a mi hígado, no me siento bien cuando la resaca comparece y te hace maldecir la intimidad del alcohol. Así que me retracto, revoco la voluntad de ser Sinatra, me rajo, doy por bueno no tener un Dino o un Sammy, carecer de la compostura melódica precisada para encandilar a las muchachas del Hollywood Bowl y a las señoras del Caesars Palace. Mi madre me ha reprendido como suele: Ismael, corazón, debes pensar en tu futuro, haz de ti una persona de provecho, como lo fue tu padre. Genaro, le decía, no pienses más de la cuenta, guárdate de ensoñaciones, que solo te darán quebranto. Mira que tu padre no dio pie con bola y se murió más solo que la una, mira que la sangre tira, buen camino no llevas, qué has visto en Frank Sinatra, dónde vas tú a cantar con la voz que tienes, pero tú haz lo que quieras, hijo mío, no seré yo quien te quite de la cabeza esos pájaros que tienes. Lo que necesitas es una buena mujer, una que te ponga en vereda. Los hijos harán que madures, aunque tu padre no lo hizo, ningún Lapiedra lo hizo, ahora que lo pienso. Sois extraños, eso se puede ver. Un tío tuyo quería ser Pío Baroja y se caló una boina y leyó a los clásicos hasta que un mal constipado se lo llevó de este mundo. Pero a quién se le ocurre fijarse en Frank Sinatra, alma de cántaro. No habrá aquí gente, digo yo, pero a las madres no se las escucha. Hablamos al viento, las palabras se pierden en el viento. Todo eso me dijo mi madre. Yo no cejo, hago mis pinitos en el inglés para cantar Stormy weather como Dios manda. There's no sun up in the sky y todo eso. Es aburrimiento de uno, imagino. Todo este florecer ajeno es cansancio de ser inapelablemente Ismael Lapiedra. Por otro lado, nunca me gustó bourbon, nunca he estado en Kentucky, no sé qué verán en ese brebaje diabólico, aunque lo acaramelen y el limpio olor del maíz y de la cebada, el de las maderas y las resinas, todo envejecido en buena barrica de roble quemado, que luego venderán para los whiskies escoceses, dé un olorcito grato, que no rivaliza con un buen vino de la tierra. Hoy me he levantado con un nuevo propósito en mi vida. Quiero ser mi madre. Así sabré qué hacer cuando mi temperamento me traicione y la cabeza se las componga para desquiciarme. 



3.2.25

Dietario 26 / Las palabras

Hay que elegir bien las palabras, acomodarlas, conferirles el aura de afección suficiente para que impregnen otras que les vengan cercanas y todo quede ensamblado y firme de modo que no exista necesidad de mover alguna o de sustraerla del conjunto y calzar una que se apreste, en urgencia, a cobrar ese sitio y darle a todo un aire que no tenía. Para cuando estén a gusto de quien las escoge ya habrá alguna que se haya acercado a incomodar, por ver si lo malogra todo y hace que todo comience de nuevo. No hay certezas con las palabras, siempre andan acoplándose y desacoplándose, cerrando una idea o abriéndola sin remedio. Las palabras, aún tratadas con generosidad, mimadas, acaban por traicionar al que las escribe o las pronuncia. Vistas con cierto esmero, se desprende que tienen voluntad propia y se descuelgan o se arriman sin que se sepa bien a qué obedece la fuga o el enganche. Ahora mismo, mientras escribo, aprecio que hay algunas que me piden paso y desean con verdadero ardor que las traiga y las deje aquí y hasta alguna hay, que anda ahí detrás, bien cubierta, como si ya hubiese hecho con colmo su oficio, que no merece ese hueco, pudiendo ir con más soltura en otro o incluso en ninguno.


La manera que tenemos de hablar o de escribir también podría aplicarse a la que tenemos al escuchar o al leer. Si nos esforzamos en escuchar bien, si pesamos lo que dicen las palabras que nos dicen o las que nos escriben, podemos aprisionar alguna que nos convenga y doblegarla para que se hilvane a las nuestras. Quizá las que nosotros elegimos son las que los demás capturan (no me cuadra el verbo, pero no doy con otro de momento) y manejan. Lo mejor que puede hacer uno si de verdad ama las palabras es no contentarse jamás con ellas. Dar las batallas por perdidas, albergar la esperanza de que una brizna de belleza o de inteligencia o de elegancia será cosa nuestra o que en el transcurso de un día alguien repara en algo que hemos dicho o escrito y decida, tal vez sin tener conciencia de que lo está haciendo, que esa combinación de un adjetivo y un sustantivo, pongo por caso, es hermosa o le hace disfrutar (sin que esperase hacerlo) o únicamente le deparó un instante de extraña felicidad. Duele que algunos las zahieran y las tundan a palos. Hace que temamos que no haya futuro y estemos abocados al caos. En el peor de los casos, cuando hayamos renunciado a expresarnos con las mejores palabras posibles, con las más útiles o las más evocadoras o hermosas, regresaremos al gruñido y el grito lo ocupará todo.


Hay quien desoye a veces lo que se le dice. No por ignorancia, ni siquiera por alguna indisposición física que se lo impida. Es la pereza o el desinterés lo que les anima o lo que les hace flaquear y sentirse bien en esa flojedad de la que no se extrae nada bueno ni tampoco malo. No hay asunto de mayor importancia que éste de las palabras. Cuando se organiza bien, en cuanto las palabras fluyen como deben y se encabalgan unas a otras en un todo firme, el mundo gira mejor, las personas nos amamos más hondamente y hasta los cuerpos se buscan con más lúbrico empeño. 


Lo mismo que el martillo se reconoce  en el objeto sobre el que se aplica y lo hunde a voluntad de quien lo empuña, las palabras impactan en la realidad y la ablandan o la endurecen, la endulzan o agrian, la convierten en algo soportable o en el lugar más duro en el que se pueda vivir. Hay palabras con las que hemos contado toda nuestra vida y que, sin aviso alguno, como una amante que deja de serlo, nos abandonan, dejan de agradarnos como entonces. 


Leo poesía (hoy Jorge Guillén, muy temprano) porque es la poesía la que hace encajar mejor las palabras. Un poeta, uno bueno, es, en esencia, una persona que se esmera más que otras en poner unas palabras al lado de otras, en hacer que den de sí y cuenten o que se subsuman y extraigan de un todo la parte más atómica, la que (con menos) da más. Le anima la intención de que ese ensamblarlas explique el mundo. Porque el mundo completo, sus pájaros, sus nubes, sus mesas de caoba, sus llaves, sus luces, sus insectos o sus minerales, está en las palabras con que lo nombramos.  Si les perdemos el respeto, empezamos a morir. No una muerte individual, que le sucede a alguien. Es la defunción de la sociedad tal como la conocemos. Nos perdemos cuando desatendemos las frases, cuando las decimos sin pensarlas, incluso cuando, al pensarlas, ignoramos a quien escucha. Hablamos solos, escuchamos un eco. Escribir es tener a alguien que sabemos que escuchará. Escribir un diario es una disciplina orgánica. Escribir es lo más parecido a tener dos vidas. Y ambas están ocupadas por palabras. 

2.2.25

Una brizna de amor en el mundo



Fotografía: Marina Sogo

 En la Ética de Cicerón se lee que la virtud no es tal si no es ejercida sin interrupción. Que cualquier desatención que se le dé desbarata las atenciones con la que la agasajamos. Que un momento de debilidad malogra una vida de fortaleza. Añadió que debe prevalecer la seguridad sobre el antojo caprichoso. Baudelaire, más licencioso que el filósofo romano, sentenció que no es posible ser sublime incesantemente. Que la virtud es un lastre. Que quienes consagran a su desempeño las más nobles y altas intenciones, más que vivir, malviven. Se me ocurre qué aportaría Bukowski a esta pequeña rendición de sofismas sobre la virtud. Porque no se tiene de ellos la certeza de que sean válidos cartesianamente, aunque den esa robusta apariencia de cosa muy pensada y casi a salvo de la sanción con la que algún discrepante las revocaría. Yo mismo, sin que cunda el ánimo de enmendar la plana a Cicerón, me siento más del lado de Baudelaire, que elogió sin ambages cierta dulce inmoralidad, una sin estridencias malsanas, si se me permite la consideración, convocada para aliviar la intemperie grosera del aburrimiento o, más canónicamente, una hecha a alejar a todos esos melifluos ángeles de la mesura y de la corrección. No se colija de esta confesión mía que me muevo en los suburbios de la maldad, apostado en una esquina a la espera de que cualquier oportunidad me permita desplegar mis artes insanas y abonar mi alma al desasimiento.

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La virtud más extrema mira de reojo al puro vicio.

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Hay virtudes ejercidas con brevedad y elocuencia y también deseos que nos congracian con la dicha. Creo con firmeza en que la justicia, la templanza, la prudencia y la fortaleza, todas ellas virtudes cristianas, harán de nosotros algo mejor de lo que somos, sin que se exija que su concurso fiable nos escolte con ciego oficio y haya alguna oportunidad para descarriarse sin alharacas, de probar lo que no debe probarse, de inclinar el apetito a viandas no recomendables.

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No habrá día o parte de un día en que no seamos justos, ni templados, ni prudentes, ni fuertes. Tampoco alguno en que no se aventure por nuestra imprevisible sangre el loco anhelo de excedernos, de desviarnos, de aplicarnos el veneno tantas veces apartado y ver cómo sienta su desquicio delicioso.

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No hay nada más saludable que perderse adrede y volver más tarde a casa. Los que no dan con ella y siguen deambulando son los que perpetran los males en el mundo. Todos esos bárbaros habituales son los que no han sabido volver a casa. Hay que salir de ella para regresar con más determinativo ahínco.

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Hay quien teme que las tentaciones lo desgracien. Oscar Wilde, otro adalid de la cofradía de Baudelaire, hay cientos, a todos habría que escucharlos, dijo que la mejor forma de librarse de una tentación es caer en ella. De bruces, si se hace falta, podría añadirse.

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La virtud tiene infortunios que la mala intención ignora.

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Tener una virtud es una desavenencia con uno mismo. Por más que nos haga mejores personas no contribuye a que seamos más felices. Es atributo suyo cierta abundancia en el alma, pero no arrima festejos al cuerpo. Al cuerpo se le debe la pleitesía más alta. Es suyo el hospedaje de la armonía, tiene la encomienda de festejar el advenimiento de la felicidad y el rechazo a la grisura del tiempo. Porque el tiempo es cruel y no escucha y hace siempre daño.

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Suele decirse que es virtuoso quien calla cuando no sabe bien qué decir. También debería decirse que es virtuoso el que, sabiendo qué decir, no compromete las posibilidades enormes de dejar a los demás en ascuas.

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En el fondo, la virtud codicia desdecirse. Desea, más que nada, rebatirse, dialogar con el mal, intimar con él, saber que cuando regrese a su centro y a su rutina podrá rebatir a quien diga que no sabe de lo que habla.

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La virtud es la sintaxis del ágrafo.

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El arte es la virtud de la eternidad. El que se consagra a cualquier disciplina artística es un virtuoso de sí mismo. Sería el ejecutante, el instrumento y la melodía, sería el actor, el texto y el público. Sería la completa restitución de todo lo que existe.

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A veces se aprecia con más entera propiedad la virtud cuando la ejercen los otros.

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Me he convencido con los años de que las personas buenas tienen todo el derecho del mundo a ejercer el mal de un modo terapéutico, quizá únicamente por el placer de convencerse (a fuerza de culpa y contrición) de que no hay territorio más hermoso que la bondad y que cualquier extravío de su linde sólo acarreará sufrimiento.  Leído el argumento al revés, interesa escudriñar qué hay de bueno en quienes se aplican al mal y se enseñorean en ese tráfago infame. Todos los criminales tienen un corazoncito, dicen las malas películas. Incluso el desalmado más retorcido, llegado el caso, exhibe maneras visiblemente decorosas y se inviste con los mismos atributos de humanidad que los otros, los buenos, los limpios de corazón y todo eso. Las razones por las que hacemos cosas que no debemos (las del pecado, las del delito) dan más literatura que las razones por las que hacemos lo correcto y ni pecamos ni delinquimos. Al mal se le matrimonia con las virtudes del entretenimiento, aunque duela en el fondo admitir que nos fascina esa desviación, ese apartamiento innoble de las normas y del sentido común.

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En los patios de colegio, los niños buenos se arriman al barullo de las peleas que montan los malos. En las películas de serie negra, el hombre centrado y cabal se malea cuando la mujer fatal le echa el lazo. El gran cine negro es una extensión gloriosa de esa premisa simple. Gana la perdición (precisamente ése es el título de una de las mejores tramas de cine negro que un servidor ha visto). No se sabe bien a qué instrumentos acudir para encauzar el camino al descarriado. Ni los curas de barrio ni los psicólogos dan con la tecla. No sabemos qué pedagogía aplicar. Igual esa fascinación está íntimamente ligada a nuestra naturaleza. Como cuando un animal, según su carácter, aun comido, no deja pasar la oportunidad de morder el cuello de otra pieza, aunque sea para conocer el concepto de postre. Comer sin hambre. Beber sin sed. Herir sin motivo.

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En lo que a uno le concierne, se ha visto asomándose al abismo, mirando con cierto apasionamiento lo que ahí abajo se ofrece. El abismo nos mira cuando lo miramos, recogió Nietzsche. La visión no siempre ha sido rechazable. Lo bueno de pecar es que se queman muchas toxinas, seguro. Lo malo es que luego la conciencia, esa bicha canalla que te visita a poco de conciliar el sueño o en el mismo trasegar del día, entabla contigo un diálogo del que no sale uno indemne casi nunca. A lo mejor el mal al que podemos acercarnos sin culpa, libres y absolutamente entusiasmados, es al que procura la ficción. Muchos de los mejores libros que yo he leído hablan de él. Mi Patricia Highsmith, mi Howard P. Lovecraft, mi Charles Baudelaire, mi William Blake. El tormento del mal se alianza con el gusanillo del vicio. Van los dos en comandita, de parranda, entrando a los tugurios y empinando el codo, mirando el culo de las mozas y vociferando con la sabida vehemencia todas las expresiones soeces. La palabra que mejor expresa todo este tumultuoso argumento es transgredir. Se transgrede para madurar, me dijo una vez (con estas palabras) un buen amigo en una barra de bar, contentos de licores y de cháchara. Malos no somos, debimos decir, pero motivos tenemos para serlo, como dijo Cela en boca de su Pascual Duarte. Mejor es la afirmación escabrosa y llena de picardía de la promiscua Mae West: «Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor».

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Hay personas que hacen el bien incluso. Lo aplican con el afán que no ejercen en otros asuntos, y adquieren, en esa disciplina, una suerte de destreza, a veces no volcada en ellos mismos incluso. Algunos se afanan por darlo muy a pecho descubierto, exhibiendo las maneras, haciendo ostentación de los gestos y de las palabras aprendidas. En un hipotético escrutinio, esta rama ocupa una consideración inferior. Por el contrario, en la cúspide, en una idílica cima, figuran los que lo ejercen sin que se aprecie esfuerzo, velada o anónimamente, convencidos de que no hay autor sino virtud, que no se refrenda un nombre sino un acto, como si esa labor insistente y altruista no ofreciese señal alguna con la que estabularla y proporcionarle una marca. Invisibles, dan cuanto pueden, procurando apartarse si se les reclama que luzcan y se muestren, que cunda su ejemplo y se les pueda señalar por la calle. No se tendría que observar que esa inclinación natural a procurar el bienestar ajeno se realice para obtener un beneficio a cambio, eso me parece lo más honrado, lo más correcto también. Se hace el bien y no se espera que nadie nos lo agradezca o devuelva. Hacer el bien y no mirar a quién, decían. Al término del día, quienes así actúan no hacen cuentas de las buenas obras que han hecho, ni de la bondad que hayan podido diseminar. No precisan el recuerdo de su trabajo para conminarse a proseguir en su magisterio y esmerarse en el del día siguiente con más ahínco o más oficio. No buscan aplauso, constancia de que fueron ellos los gestores. No tienen, que yo haya inferido, alguien al que rendir un informe. Ni lo hacen tampoco por Dios, aunque la causa podría ser ésa, eso no altera el plan primero: el de la bondad. Idóneamente, lo hacen sin motivo, no hay (tal vez) ni propósito. Es algo natural. Quienes no profesan una religión no suelen pensar en si agradar o hacer el bien a los otros será también del agrado de la divinidad, aunque entre en lo razonable que lo sea. La excluyen, no dejan que interfiera en su labor, no requieren su presencia en los momentos de incertidumbre. Tampoco ponen al tanto de lo que hacen a quienes tienen más cerca. Los otros, los creyentes, funcionan de otra manera, aunque la empresa sea la misma. Quiero creer eso. Si perciben que su trabajo es demasiado evidente, se aplican en disimularlo. Prefieren, por decirlo de alguna forma, la sombra, el silencio también, y en la sombra y en el silencio progresan hasta que se alojan en la luz y en la palabra.

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He hablado con gente buena, la tengo cerca, he visto cómo actúan, les he expresado mi admiración, les he dicho que yo no podría, que acabaría extenuado o triste o convencido de que no merece la pena ese esfuerzo estajanovista, esa voluntad firme de medrar en la bondad y de no presumir del medro. No desean recompensa, no la buscan, no creen que les haga mejores su cobro. Yo sería (me da por pensar) una especie de obrero de segundo orden. Haría el bien, buscaría con empeño y con entusiasmo el bienestar de los míos y de otros a los que no haría distinción. Se colige que estaría bien que se confortara al bondadoso con la bondad ajena. Sentir la necesidad de que alguien viniese y lo confortase. Querría que uno de ellos se sentase a su vera y dijese todas las palabras que su abatimiento anhela. No creo que esta legión de servidores del bien tenga una cofradía en la que compartir sus andanzas, sus éxitos, también sus fracasos, aunque no dudo de que tienen la facultad de reconocerse entre ellos. Los padres no delegan sus enseñanzas a sus hijos. No es una doctrina que perviva en el tiempo y tenga su épica y su libro de salmos. Insisto en lo fundamental de su anonimato. A veces pienso que si hay una brizna de amor en el mundo es porque ellos se sacrifican para que esa brizna se ice, tome vuelo y luego se esparza como si fuese una semilla. Uno de ellos, un poco a lo loco, sin pensar, me confesó que el mal es fuerte y que a veces se pierden las batallas incluso antes de acometerlas. Me lo refirió ayer a propósito de algo baladí, en apariencia. Me confesó que a veces prospera el desánimo. Que él mismo consideró la posibilidad de retirarse y ser como los otros y hacer el bien de cuando en cuando, no con la fijeza de ahora, con la secreta obstinación de ahora. Todo a lo que me entrego se hace rico, dejándome a mí pobre. Esa cita es de Rilke, el poeta. Se la recité. Hace mucho tiempo que no le veo. En algún momento he creído ser como él, ser uno de ellos, pero me ha vencido la flaqueza, se ha ocupado de hacer que se arrodille ese ansía mía por derrotarla. Soy débil, somos débiles. No tengo muchas virtudes, pero me esmero en ignorarlo. Al final todo queda en amarnos mucho, en permitir que se nos ame, en respirar el amor cuando el amor acude, en cuidar de que no se ausente cuando está a nuestro lado, y caer en la tentación para que la palabra exista.

*

Un vicioso es alguien que se ha hecho adicto a sí mismo.

1.2.25

Dietario 25 / Cero

 Obligarse uno a escribir a diario y, sin embargo, tener tan poco que decir. Qué necesidad habrá, me dijo M., asombrado de que perseverara sin aparente cansancio. Pero a veces lo hay. 

La máquina del tiempo


 Ver a la princesa Leonor en el buque escuela Elcano plegando las velas sobre su verga en televisión es lo más parecido a volver al NODO. No eché en falta ni el blanco y negro ni la voz de Matías Prats padre. Hasta la musiquilla escuchaba mientras contemplaba las evoluciones de los guardiamarinas en su desempeño náutico. No cambian las cosas, vuelven, se regeneran, adquieren nuevos formatos. Estamos volviendo al pasado. La máquina del tiempo está en marcha. La manejan los oligarcas de la pasta y de las máquinas (Trump, Musk, Zuckerberg). Nos la sirven a los postres. Antes de descabezar un sueño reparador. Viva la siesta.

Dietario 24 / El cuarto de la plancha



Fotografía:  Han Chengli

La realidad, más que una cárcel, es un carcelero, escribe Xacobe Pato en Seré feliz mañana. De quien nos vigila y contiene hay la suficiente bibliografía, pero basta con que uno tenga la paciencia (y el atrevimiento) para medir las dimensiones de su jaula y concluir con la idea de que es del tamaño del universo. Da igual que no salgamos de casa o que deambulemos sin motivo por la vasta geografía. Quien viaja cree tener un punto de vista más amplio, sostendrá que salir de donde quiera que estemos es salir de uno mismo y probarse en el desempeño de lo incierto, de lo que no ha sido todavía pisado ni conocido. Esa experiencia no precisa poner un pie en el suelo. Uno puede ir al confín de la tierra si da con la voluntad de querer ir. Porque ir a Roma o al cuarto de la plancha (decía memorablemente Luis Alberto de Cuenca) son la misma extraordinaria cosa. El poeta, grande él, enorme, solicitaba que el camino no lo realizase solo: tenía que hacerse en compañía, con quien uno ame o quien le haga reír o con quien le escuche, vendrán a ser la misma cosa esas tres circunstancias. Que nos amen, nos alegren o nos escuchen forma parte del viaje íntimo que realizamos desde que tenemos algún tipo de conciencia sobre nosotros mismos, sobre el motivo por el que estamos aquí, sobre la autoría de este singular acontecimiento que es vivir. La niña de la foto ríe con los brazos extendidos y las manos abiertas, ríe con su camello, que se alboroza también, sin que sepamos mucho (nada sabremos) acerca de la naturaleza de su regocijo. Ver el horizonte es cruzarlo y pisar su inasible reino. Acaba siempre escapándose. No hay nada que sea enteramente nuestro. En cuanto tenemos algún tipo de propiedad sobre algo, se desvanece, vuelve adonde quiera estuviese, se desentiende de nosotros, nos ignora. Anoche reí hasta que se me saltaron las lágrimas. No importa qué hizo que tal cosa sucedería. Hay ocasiones (todas serán) en que no podemos dar razones para lo que hacemos. No harían falta. En cuanto aplicamos el sentido común sobre lo que quiera que hagamos, perdemos la incertidumbre de su ocupación. Yo quiero reír con un camello en las estepas mongolas y abrir las manos y sentir que me duele el costado y se engolosina el alma. Ese es el verdadero viaje. Somos nuestros carceleros. La realidad es siempre hermosa. 


31.1.25

Dietario 23 / El hombre pequeñito

 


Creo que se prefiere regalar a que nos regalen. Quien se esmera en dar con el regalo idóneo es a él mismo a quien le está rindiendo un presente, él es el agasajado. Pero qué alegría que alguien desee obsequiarnos. Piensa uno: qué habré hecho yo para que piensen en mí y este regalo lo rubrique. Hace unos días, en el patio del colegio, un alumno me regaló un marcapáginas modestísimo con mi nombre dentro. "Para ti, maestro". Ni siquiera es de mi clase. No sé cómo se llama. Si me apuran, no sabría ponerle ahora cara, reconocerlo entre los demás cuando el lunes coincidamos de nuevo los dos en el recreo. Era de papel el marcapáginas, sin la dureza que haría que de verdad sirviera para fijar la página por la que abandone la lectura. Ni siquiera se ha parado a ver qué cara ponía al recibirlo, ni esperó que yo festejara su generosidad con un gracias. No haré que dé el uso para el que se creó, no podría. Lo he guardado dentro de un libro, uno cogido de una balda, al azar de entre los muchos infantiles y juveniles que hay en casa. Me ha hecho gracia que tenga ese título: "El hombre pequeñito". En verdad lo era el zagal que me hizo el regalo. Las cosas que se guardan dentro de los libros importan, permanecen. Como los libros. Quizá vuelva a dar con el marcapáginas en un año o en quince o alguien lo abra cuando yo no esté y se repita la escena una vez más. Hay libros que no se vuelven a abrir jamás, pero alivia saber que custodian la memoria y la salvan del fuego. 

Defunción lírica de un marrano


Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. El conjunto sonaba como Dios suena en sus nubes. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos que al perplejo porquero le parecieron un milagro. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Las sinfonías de Bruckner lo consternaban de un modo sobrecogedor. Sus ojillos palidecían, hasta se diría que se precipitaban irremediablemente al llanto, que no acababa de irrumpir nunca. Días antes de que lo condujeran al degüello (debe aquí anotarse que el entusiasmo melómano no rivalizaba con el pecuniario) el porquero le  sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango, tal vez feliz. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se descarta un ictus, no hay bibliografía sobre el sistema vascular de los cerdos. Tampoco se le hacen autopsias. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionados los dos  al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Acude los día de bajón, se sienta en el verdor del suelo, cruza las piernas y se queda ahí un buen par de horas sin pensar en nada, dejando que la misma tierra dialogue con él y le consuele. 

30.1.25

Dietario 22 / El tiempo

 


Fotografía: Ramón Massats


 A la pérdida que antecede al duelo no se nos prepara a fondo, no hay una pedagogía que nos asesore sobre cómo afrontar el dolor de los nuestros que se van. Decir "se van" es ya un desgarro lingüístico. Las palabras, si no se esmera uno en escoger las menos lesivas, dañan como si fuesen cuchillas que rasgan primero y, con fruición después, escarban, se obstinan en dar con el hueso, que es al límite animal, el final de la sensible carne. A los muertos que tenemos les debemos la vida que tuvimos, la que nos quede. Los vivos somos unos privilegiados, se mire como se mire: da igual que la tragedia ronde sin que se la invite o que haya días tristes o huecos o grises para los que no disponemos de herramientas que los arrimen a la luz y al color noble y limpio de la alegría. Hay una edad en la que maniobra a su antojo en la cabeza ese apesadumbrarse terco que se parece a la desgana o a la indiferencia. No creo que haya alguna edad en la que estemos libres de su influjo, salvo la espléndida niñez, que es un desentenderse de cualquier circunstancia que arruine el fluir del juego, su niebla aplazada, su pequeño paraíso sobrenatural. 

Se quiere casi siempre tener menos edad de la que se tiene. Uno anhela no pensar, no ceder al cómputo invisible de los días, a la constatación de la cercanía inapelable de la noche. La relación con el tiempo es complicada. Contaba mi amigo J.M. que para él vivir bien consistía en no meterse el dedo en el ojo más de lo soportable. Porque aseguraba que tendía a hacerlo, a su desgracia. Hay días que duele el cuerpo o duele el alma, pero esas inconveniencias no incumbe al tiempo mismo: le imputamos crímenes que no son fáciles de demostrar que cometiera. Apelamos a la nostalgia, la invitamos a que nos abrace y alivie, pero el pasado es una bruma, otra niebla, y tampoco es fácil manejarse en ella. La memoria es el saco de boxeo en donde el tiempo se deja lastimar: la golpeamos, pretendemos hacerle ver que fue ella la que nos lastimó, pero ninguno de los golpes que aplicamos hace que su piel exhiba alguna herida. En ocasiones, vemos a ancianos hablar con niños. Son curiosas esas conversaciones, todos hemos escuchado las suficientes. Se les entiende todo lo que dicen, pero solo ellos (ancianos y niños) están autorizados a comprender el significado completo, esa didáctica del tiempo, ese contar de su paso. 

El otro día vi al viejito muy viejito soltar una prenda aforística al joven que le escuchaba: "Todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno". Así o de parecida manera lo diría. No registré las palabras exactas, no quise o no pude. Desde entonces no dejo de pensar en las personas mayores. Cuando me topo con ellas en la calle, caigo en la cuenta de que no falta mucho para que yo mismo me ponga a hablar con niños (lo hago a diario desde hace treinta y pico años en la escuela) y les advierta o les ilustre (ningún verbo sabrá contener lo que de verdad querría hacer al hablarles) o para que inadvertidamente suelte alguna frase precisa, sentenciosa, de esas que no están destinadas a ser escritas y más tarde leídas, sino escuchadas, abandonadas en el aire y perdidas con posterioridad probablemente en él. No sabemos nada de lo que es el tiempo. Tal vez sea la única cosa que el hombre, en su afán por entenderse, ha acotado enteramente. Toda la filosofía es una tentativa de darle un sentido. Todas las novelas son novelas que hablan del tiempo. Todas las palabras que decimos se empeñan, aunque no tengamos conciencia de esa voluntad, en respetar el antes, el ahora, el después. Este mismo texto que acabo de escribir (ya debo dejarlo, debo atender a la rutina de la mañana y salir pronto de casa) se me antoja que no dice nada o que lo que dice ya ha sido dicho antes por mí, por otros, por todos. Le estamos dando vueltas a la pieza de fruta (el tiempo es carnal, es sabroso, es puro) sin saber el porqué del hambre. Y la rueda del niño gira mientras el niño ignora que está girando. 



29.1.25

Dietario 21 / Navegar de nuevo

 Siempre conmueven las sabidurías menudas, ese saber sin alarde que sentencia con humildad y hasta casi desafecto. Ayer noche escuché a un viejito muy viejito decir que todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno. Era esa la idea, no las palabras. Me hizo volverme, ver a quién se lo decía, si la conversación tenía continuación o era una de esas cosas que, al decirse, impiden que alguien pueda responder, rebatir, asentir, extenderse en cualquier consideración espuria. No hubo más, se desvaneció el milagro de las palabras. El viejito muy viejito se metió en su casa y el hombre con quien hablaba sacó el móvil y marcó un número. Recordé algo sobre no hacer caso al que, sin razón, mientras lo navega, se queja del mar que se le ha concedido navegar de nuevo  

 

28.1.25

La versión de Judas / Diez cuentos clásicos de Manuel Moyano

 


Asombro, gratitud. Hacer verosímil lo prodigioso, conferir a lo extraordinario una veracidad.. Tal vez únicamente debamos reclamar eso de la lectura: el avituallarnos de algo parecido a la realidad, aunque el anhelo invocado pueda ser apartarnos de ella, conducirnos por un margen suyo, hacernos depositarios de un secreto o de una plegaria. Leer debe ser una invitación a cuestionarnos esa realidad, una pesquisa sobre lo que no podría inferirse de la mera observación de sus manifestaciones sensibles. Hay lecturas que apasionan porque gratifican al lector con revelaciones que no podrían adquirir sin el concurso de la escritura ajena. Hay lecturas que superan a la vida que contienen. Hay libros que nos reconcilian con nosotros mismos, con el placer de que nos cuenten historias, con la circunstancia de que las historias nos alimenten. Se leen con una gratitud infinita. Conforme los cruzamos (los libros son una tierra que se pisa o un mar que se navega o un cielo en el que volamos) percibimos la restitución limpia de un milagro inmediato: el de la armonía o el de la plenitud. Lo maravilloso también es que uno vaya de un milagro a otro: no hay una tierra, ni un mar, ni un cielo, sino muchas tierras, muchos mares, muchos cielos. Una biblioteca es lo más parecido a un vientre de mujer que acabe de ser bendecido por el prodigio de una nueva vida. En esa estancia todo está por suceder. Un cuento está siempre recién echado a andar. Saber cómo transcurre no garantiza que sepamos cómo transcurrirá cuando nuevamente nos concedamos la voluntad de volverlo a leer. Por eso he leído estos diez cuentos de Manuel Moyano dos veces. En la primera lectura ya hubo asombro y hubo gratitud. La segunda trajo una emoción distinta: se me antojaron nuevos, creí ver lo que no el hallazgo primero no supe. Más que escritos, están trenzados; más que trenzados, alumbrados. Dice el autor que espera que guarden "un cierto parentesco estilístico", puesto que entre la escritura del más antiguo y del más reciente han pasado casi veinticinco años. El tiempo es lo de menos. Podrían haber sido escritos uno tras otro, iluminada la mano que los vuelca, quién no diría que fuese así. Lo del estilo es anecdótico, cosa de sesudos críticos literarios, que ven lo que algunos lectores no atisbamos siquiera. Sucedió que de pronto me creí estar leyendo por primera vez. Fue curiosa esa sensación. Moyano, el primer escritor; un servidor, el primer lector. Adánicos los dos. 

Contar un cuento, saber contar un cuento. Para contar un cuento hay que ser un excelente lector de cuentos. La versión de Judas es el libro de cuentos de un lector, uno exigente, hecho a leer con gratitud también, imagino. Manuel Moyano narra con ese vicio adquirido de querer saber y de que las historias lo colmen. Todo en estas historias, sin abonarse al realismo mágico, extraen de él la parte en la que lo narrado tiene una contención entusiasta, permitidme al oxímoron, una especie de alegría respetuosa con lo cotidiano y, al tiempo, alborozada (y nosotros, leyendo, por añadidura) con el concurso (legítimo, sin alharacas) de lo fantástico. 

El triunfo de la imaginación. Moyano celebra la imaginación en cada uno de estos cuentos. También el humor, que se sirve con inteligencia, sin que ese barniz contamine la superficie a veces áspera de lo contado. Si tuviera que elegir una palabra que compendiara cualquiera con la que pretendiese glosar esta lectura sería pulcritud. Es un término poco prestigiado en la literatura contemporánea, en ocasiones más preocupada por la innovación o por la reformulación del canon clásico o por su determinativa supresión. Qué metodismo, qué absoluto control de todos los elementos que se precisan para contar una historia. Más que la naturaleza del relato, su trama precisa, lo que Moyano hace con más oficio es el mantenimiento constante de un respeto a la escritura. Es toda ella tributaria de toda la gran literatura de la que el autor debió abastecerse para que irrumpiera la suya propia. Por eso es un libro de un lector. Uno podría enumerar referentes, patrones, autores clásicos que han modelado al autor actual: Borges en El libro de modo absoluto y, menos explícitamente, en La versión de Judas o en La ciudad soñada, Lovecraft en La casa de la calle Ulloa, Poe entreverado en partes de muchos cuentos y de forma bien visible en algunos de ellos, Cervantes en El orgullo de Riopanza, Conrad en Fragmento de un diario, que recuerde ahora.

Los escenarios. La versión de Judas no es un libro de cuentos que tenga un hilo común, no es algo que se requiera ni apreciara en este caso. Son historias que funcionan solas, no hay que buscar que unas comparezcan en otras o que una especie de sustancia invisible las conglomere y haga de ellas algo que pudiera entenderse unitariamente. Las cruza el gusto por un esmero léxico, por una tensión dramática que, en unos cuentos más que en otros, desemboca en un desenlace que cierra y no cierra la trama. Los buenos cuentos no deben acabarse nunca. El hecho de que den un final no es fiable. A mí, al ver un perro desamparado en la calle, me viene La casa de la calle Ulloa, y ni le presto atención al chucho. No he montado en tren desde que acabé la lectura, pero no dejaré de mirar la máquina y el vagón de cola (La bufanda roja). El itinerario lector surca un mapa felizmente caótico: un tren infinito que recorre Castilla (La bufanda roja), despachos gubernamentales con funcionarios imbéciles (Así murió Mamadou) o una finca abandonada en la que algo tenebroso aguarda (La casa de la calle Ulloa). 

Los cuentos

Así murió Mamadou

Todas las guerras son surrealistas, ridículas, esperpénticas, pero algunas lo son de un modo absoluto. La enseñanza de este cuento (no la busque, no se precisa, aunque la hay) es la comicidad con la que se inician las beligerancias entre los países. Arguyen razones bastardas sin excepción, pero basta indagar para descubrir que todas esas guerras son risibles, permitidme la frivolidad. El desgraciado protagonista de esta solo ocupa unas líneas al inicio (donde se da cuenta de que fue la única baja de ese conflicto, demos gracias a Dios) y una sola, que da título al conjunto, cuando la trama se cierra. La intendencia del planisferio celeste pone en guardia a las naciones, ansiosas por no perder la oportunidad de rubricar en el mapa del cielo la propiedad de sus ochenta y ocho constelaciones reconocidas. En esa lid etérea y amamarrachada, aquí me otorgo otra licencia, surgen facciones terroristas (la del Cielo Ecuánime o Equitativa, radicada en Yemen) y oficinas internacionales hechas a bregar con la estulticia del hombre. Se alegra uno de que las rivalidades aquí citadas se desvanezcan y tan solo diesen un triste finado como parte de bajas. 

 La bufanda roja

He aquí la versión castellana del barco fantasma, reconvenido aquí en tren y en historia de terror metafísico. El que se arroga la primera e inquietante primera persona para narrar es un individuo que viaja a cuenta de su empresa por la anchurosa Castilla y debe abandonar su coche y coger un tren para llegar a su destino. Habrá quien la lectura de este cuento le lleve a la letra de una canción de los setenta, el Hotel California de los Eagles. La diferencia consiste en que la prisión se mueve y los fantasmas declinan ofrecer alguna información sobre la naturaleza del ensalmo.No sabremos nada de la niña con la bufanda roja con la que el atribulado viajero se quiso valer para dar un sentido al absurdo. Entra en lo razonable que todavía ande por los vagones, desconcertando a ingenuos, reclutando lunáticos. 

 La ciudad soñada

Antes de ser un dios, Kurtz fue un coronel al servicio del presidente Lyndon B. Johnson. Antes de que enloqueciera, el Mekong era un río, no el Aqueronte hocicando en el infierno. En La ciudad soñada leemos que Kurtz fue un hijo obediente al que el padre ciego  adiestró en acrobacias y malabarismos y que recorrían juntos el vasto mundo contando historias sobre "tiempos en que aún vivían gigantes. La escudilla nunca era pobre, ni el ánimo flaqueaba, pero era otro el propósito al que el viejo consagraba sus días ambulantes y austeros. A cada ciudad a la que llegaban, el viejo ciego preguntaba a Tebaldo, cómo eran las casas, si las prestigiaba el mármol y eran altos los minaretes. 

 La casa de la calle Ulloa

O de cómo un perro, uno cualquiera, el más menesteroso y frágil, puede atribuirse la comisión absoluta del miedo y conducir a quien ha mirado con ternura su desamparo a la mismísima mansión de todos los terrores, el lugar en el que moran las tinieblas, el brocal del pozo de la sangre, postrándolo ante una estatua pequeña de bronce que representa una deidad con tentáculos en la cabeza. A Lovecraft le saldría la bilis necrológica a la primera frase, invocaría a todos los dioses primordiales y la hoja en blanco se pudriría en ese instante, comida por la hedionda marca de todo lo insalubre, pero Moyano hace que su historia, igual de tenebrista, discurra por senderos menos trágicos. Lo que hay al final del paseo con el chucho es harina (iba a escribir sangre) de otro costal. 

El libro

No hay relato que un servidor haya leído recientemente que no me haya hecho sentir con más agradecido fervor que mi buen Borges dejó una escuela de acólitos felices por continuar la escritura de sus laberintos y de sus espejos, de sus libros infinitos y de sus hombres inmortales. Lo que se resuelve aquí (no estoy seguro de que nada termine por resolverse) es la sublimación del hecho literario, vuelvo a pedir que se me conceda esta vehemencia que no debería ser únicamente mía. La forja de un cuento como El libro precisa haberse metido en la cabeza de Borges y haber intimado con sus fantasmas, alguno habrá por ahí, remoloneando, buscando con qué entretener el silencio de la muerte, tan grosera. Porque Borges (no sé si decir Moyano) no ha dejado de escribir desde que la tierra lo acogiera en su postrera Ginebra un catorce de junio de hará pronto cuarenta años. Qué serán cuarenta años, qué importará el infinito futuro si perdimos el infinito pasado (perdónenme, me estoy entusiasmando). El libro es el cuento en el que están todos los cuentos, el minucioso catálogo de todo lo que fue, lo que es, quién dirá que no estará también lo por venir. Registrará cada pulso secreto de cada criatura que habite este universo caótico. Viene a la cabeza Funés el memorioso, con su cara "aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo", también "un Zarathustra cimarrón y vernáculo". Era el depositario de todas las cosas que sucedieron desde que abriera sus ojos y las custodiaba con pavor mitológico. Tendría Funés más recuerdos "que los que hayan tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", cito yo con mi débil memoria. Pues el Libro del cuento de Moyano tiene a un humilde Funés que ambiciona registrar en sus páginas todos los acontecimientos con todos los pormenores que los cruzan y convierten en algo único, aunque sepamos que los acabará sepultando el olvido, que es una forma de la eternidad. El Poeta que protagoniza la historia se propone escribir "un libro que recogiera minuciosamente cada nombre, cada gesto, cada mirada". Será un volumen sagrado, lo custodiarán en un templo, será adorado, será temido. Con asombro, con gratitud (así empecé este escrito), el lector descubre que el final del cuento (no avanzaré que esperado y trágico a partes iguales) está manuscrito en la última página de ese libro y que el escritor (el Poeta, Funés, Borges, Moyano) sabía qué le estaba esperando, cuál sería el modo en que su vida sería cercenada. Y comienza la narración con la conjetura de que el Libro "nunca llegó a desaparecer y que, por tanto, aún sigue coexistiendo con nosotros en algún punto del universo". Ahí estaremos tú, que lees, y yo, que escribo. No lo malograría el fuego, seguiría enumerando con estajanovista ardor "el canto de los pájaros, el sabor de la fruta madura, el olor del bosque después de la lluvia". Se arracimarían en furiosa coyunda lo irrelevante con lo trascendente, sin que ninguna circunstancia, por insignificante o extraordinaria que fuese, quedase cumplidamente registrada. Podría pensarse (déjenme que me explaye) que el mismo mundo es el Libro. El imposible cofre que lo contenía sería del tamaño del universo. No habría manos que lo descerrajasen, ni voluntad que lo entendiese. 

 Dualde y compañía

No sabemos cuántas voces tenemos en la cabeza. Hay cientos de historias que codician dar con ellas, rendirlas, exponerlas al escrutinio público. Quien las tiene, las más de las veces, gobierna cuándo han de irrumpir, cuándo callarse. Esa intención censora no siempre es exitosa. De ahí que no pidan permiso y digan lo que no deben y nos pongan en evidencia. Nuestro Dualde tiene solo una. Se llama Penélope. Es castradora y crea mal ambiente en el bloque del Eixample barcelonés en donde se la escucha. Porque no sabemos cómo es Penélope. La realidad, sostiene el narrador, es atroz. La ficción es una párvula discípula. Esta es la historia de una familia peculiar y de alguien que se encomienda descubrir sus secretos. Quién no ha puesto la oreja en la pared por escuchar lo que dicen sus vecinos, pero hay vecinos que no son de este mundo, o quizá lo sean de un modo absolutamente natural y nuestra cordura no soporta que esa realidad sea así de desquiciada. 

Páginas inmortales

La literatura es un oficio trágico, se mire como se mire. Los que nos afanamos por parecer escritores sabemos que conlleva una serie de sacrificios de los que no siempre salimos airosos. El caso de Azucena Espriu es el de muchos escritores que triunfan bastardamente, sin que el éxito que han logrado les permite alardear de él, exhibir los trofeos, los galardones, morirse de fama. Eso bien lo sabe Estanislao Garcerán, lector sin traductor del mejor Carlyle, dilecto aficionado de las sinfonías de Brahms y, para su desgracia, escritorcillo ninguneado, aunque sus obras merecieran el oro del parnaso y los vítores de los más exigentes académicos. Que Estanislao cree a Azucena es consecuencia de la podredumbre de la casta de los elegidos por la gloria literaria. Al final, los dos ya solos en su piso humilde, se produce el acto con el que universo premia a sus más nobles criaturas: las envuelve en un halo de misterio, las difumina, las invita a que dejen las miserias de este mundo y paseen en paz el dulce sendero de la fama eterna. Páginas inmortales es un cuento que habría encantado a Oscar Wilde. No habla del tiempo y de sus fauces, sino de la dignidad y de sus lobos. 

Fragmento de un diario

Hay muchas formas de que un cuento sea muchos cuentos, de que un personaje sea todos los personajes, de que una selva sea todas las selvas. La de Fragmento de un diario es la que pensó Conrad en su El corazón de las tinieblas y es la que Coppola, agradecido por la historia, plasmó con igual maestría que el escritor inglés (y polaco) en la imponente Apocalypse Now. No es de extrañar que encontremos por segunda vez al semidiós Kurtz, que aquí no ejerce de reyezuelo ni somete a sus acólitos a ninguna fantasmagoría tribal: es un sencillo hombre el que se adentra en la espesura, dará igual qué propósito le guía, y encuentra algo que lo perturba. El dribbling, la finta con la que el jugador deja atrás a sus contrincantes, no olvidemos que la literatura es un engaño, hace que la narración colonial prescinda del Nostromo, del comerciante al que ansía encontrar Marlow, del temblor mágico de la aventura, que la hay y está magníficamente contada: lo que espera al paciente lector es una revelación colosal, inesperada, digna de una imaginación en estado de gracia. Alguien ha cruzado un umbral, alguien ha caído de las estrellas, o será de la incorpórea imponencia del tiempo. Welles habría aplaudido ese final. Es más suyo que de nadie. 

El orgullo de Riopanza

Vuelve aquí Moyano a un tema que debe adorar: la vida privada de los escritores, su ansia de perdurar, su secreto (público, idílicamente) matrimonio con sus invisibles lectores. El orgullo de Riopanza es Benito Hermosilla, uno de esos escritores - un erudito, una enciclopedia con patas, un animal de biblioteca - que no han venido a menos, sino que nunca han estado en ninguna posición cenital desde la que observar el mundo y ser observado por él, un discurridor de sucesos al servicio de su pueblo. Interrogador de legajos, cronista de una olvidada villa de provincias a la que se consagra su entera existencia, nuestro protagonista es cualquier cosa menos un hombre aburrido. Su ocio lo ocupa la literatura, la rendición de una obra por la que ser recordado por sus convecinos (es un pueblo pequeño, hemos dicho) o por los extraños. Se embarca en empresas imprudentes o directamente irrelevantes, pero su ánimo es inventariar (estará bien ese verbo democrático) la intrahistoria, la historia y la suprahistoria de su localidad, a la que concede la más alta de las consideraciones morales y espirituales y de la que se declara unilateralmente notario de sus miserias y de sus glorias. Ese consignar "con minuciosidad de insecto" los avatares del terruño no es asequible a cualquier espíritu pusilánime: él se las ingenia para que nada relevante sea echado en falta cuando alguien haga escrutinio de esa rendición de causas y de azares. Y así Hermosilla hace acta del paso de los primeros homínidos por su pueblo, de etimologías venidas del griego o del latín para sustentar tal o cual incontrovertible refutación de la historia tal y como se nos había contado hasta ahora, promoviendo la especie de que los descendientes de la Atlántida (¿existió?) hubiesen recalado en su localidad y todos los riopanceños fuesen descendientes de esa alcurnia mitológica. No habría circunstancia que no mereciese ser vertida en su bizarro ejercicio notarial. Se hace constar en el cuento del cuento de Hermosilla (toda la historia es un relato que excede el concepto de novela, aunque comparte con ella su recado narrativo) que el buen hombre no fue demasiado escuchado por sus perplejos contemporáneos. Que su más que magna obra (la Historia universal de la villa de Riopanza, con sus tres inconcebibles volúmenes) languidece por aquí y por allá y que tan solo el polvo se ha declarado lector entusiasta de sus manifiestos. 

 La versión de Judas

Nada más empezar este cuento a uno se le cruza la cara de Humphrey Bogart en El sueño eterno o en cualquiera de esas películas de detectives a los que una dama les requiere sus servicios por alguna infidelidad del marido que le reporte pingües beneficios y permita dedicarse a proyectos más licenciosos, liberada del yugo conyugal y bien contenta de cuartos. Lo que la señora solicita es cumplidamente satisfecho, pero el sabueso sigue el olor de la carne e intuye que hay algo más en las escaramuzas clandestinas de su investigado. Moyano se convierte en Chandler o en Hammett, pero en el fondo es Chesterton el que sale a la luz o de nuevo el mismísimo Borges o hasta un Vázquez Montalbán al que le haya entrado el gusanillo de las pesquisas metafísicas. Porque en La versión de Judas hay una relectura de los evangelios, una constatación brutal de que habría llegado el día en que todo volvería a suceder o el día en que supiéramos que todo lo que sabíamos no era como nos lo contaron o el día en que los cimientos de la sociedad tal y como la conocemos comenzarían a resquebrajarse. El Judas aquí traído es cartesiano, no le mueve únicamente el tintineo de las monedas de plata en la faltriquera: es su vivo interés en saber, su profesionalidad. Que sea o no sea un traidor, lo decidirá el lector. 

Adenda

El talento del escritor no cunde si no hay otro talento detrás que lo espolee y rubrique. De ahí que uno aplauda a Talentura, que hace cosas muy bonitas y publica libros de escritores muy buenos. No porque algunos supieran eso debiera comedirse uno en la alabanza al trabajo bien hecho. Tampoco porque gente a la que aprecio mucho editen o hayan editado en ella (Juan Herrezuelo -mi primera Talentura fue-, Raúl Ariza, Trifón Abad, Salva Robles). Falta que La versión de Judas se lleve el Premio Andalucía de la Crítica, al que opta en este año. Sería festejado por muchos de los que hemos leído el libro dando palmas con los ojos. 






Dietario 29 / Volar

 La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el...