12.11.25
Tres cielos
9.11.25
El sonido más hermoso después del silencio / Keith Jarrett en Colonia
Lo del concierto en Colonia de Keith Jarrett cuesta comprenderlo. Una hora en la que una melodía muy pequeña va hacia adelante y hacia atrás y se convierte en otras melodías muy pequeñas también que, a su vez, sin mediar plan que las tutele, se extienden confiadamente y vuelven sobre la melodía principal, que ya no es tan pequeña, pero ha crecido con antojadizo capricho, exigiendo que el que escucha se concentre en el alambique, en los trazos en apariencia descuidados, huidizos. Entra la posibilidad de que ni haya melodía. No sabemos con seguridad si podría prescindirse de ella y confiar al desplazamiento libre de la música la convocatoria misma de la creación. Era un hombre solo al piano, haciendo una gira de puro riesgo. Se trataba de prestigiar la improvisación, podría decirse. El músico se erige como demiurgo absoluto, como un dios precario e indeciso, completamente entregado a la labor de hacer crecer de la nada la entera catedral del sonido. En 1973, animado por Manfred Eicher, el dueño de la fonográfica alemana ECM, un tinglado experimental, menos interesado en la recaudación de beneficios que en la restitución de un catálogo musical honrado, Jarrett da casi veinte conciertos de audiencias menores con la encomienda de no saber qué hacer en ninguno de ellos. Apabulla su determinación, su voluntad lírica, su testimonio sobre lo que significa la libertad. Dos años después, la gira se repite y recala en Kölner Opernhaus, la Ópera de Colonia. La idea primeriza del concierto la tiene Vera Brandes, una promotora entusiasta de la escena musical de la ciudad. Tiene 17 años, 10000 marcos para alquilar la sala y buenos contactos para conseguir un aforo completo. La sala tiene 1400 butacas y posee un Bösendorf 290 imperial, el rey de los pianos. Todo parece prometedor, pero el piano no aparece. Hay un viejo piano en los almacenes de la sala. Se usa para ensayos. Se le podría dar una oportunidad. pero es de menor envergadura de lo deseable y está desafinado y con los pedales rotos. Nadie se percató de esa circunstancia. Eicher y Jarrett desaprueban que ese instrumento ocupe el escenario. El afinador de la Kólner Opernhaus no se responsabiliza de que el concierto salga bien. No hay tiempo para sanarlo. Faltan pocas horas para que el público abarrota la sala. Llueve en Colonia como si fuese la primera vez que llueve en el mundo. No encuentran un piano decente. El tiempo corre. Él no improvisa. Va a lo suyo. No cree en el arte o en el compromiso. La productora del evento decide cancelarlo. Un dolor en la espalda de Jarrett amenaza con malograrlo todo. Tiene sueño, además. Ha llegado a Colonia en el viejo Renault 4 de Manfred. La gira ha sido extenuante. La cena que ha tomado en un restaurante le ha sentado mal. La faja que se ha colocado en la cintura le oprime el alma. Finalmente se obra uno de los dos milagros que concurrirían ese 24 de enero de 1975: el Bösendorf aparece inesperadamente: estaba detrás de unas puertas contra incendios. Hay versiones contradictorias a este respecto, de todas formas. Alguna especula con la posibilidad de que la historia del piano sea esencialmente falsa o que contuviera una mínima parte de verdad. Que el piano pequeño que usó Jarrett fuese traído con urgencia minutos antes de comenzar el concierto y se pactara no dar mayor difusión de la chapuza. Todo contribuye a la leyenda de un disco mítico, el disco de piano más vendido de la historia de la música. No sabe uno si será verdad o no esa afirmación, pero está bien pensar que la improvisación acabe triunfando y que se haga cierto eso de que la necesidad crea virtudes asombrosas. Antes de que el pianista se siente en su banqueta, mire al público (o no lo mire en absoluto) y pulse las primeras notas, había intentado echar una siesta en el hotel, infructuosamente. Debía estar relajado, debía tener el cuerpo en armonía con su espíritu para que la música fluyese. Cuando lo hace, en ese primera pulsación, los técnicos comienzan la grabación del segundo milagro. Dura una hora. No saben si de esa captura sonora podrá salir un disco, pero lo tienen claro cuando la escuchan.
En el concierto en Colonia uno cree escuchar algo y no tener claro que lo escucha de verdad. Está mal vista a veces la improvisación. Se le atribuyen virtudes menores, no tiene el predicamento del trabajo o de la inteligencia, de la corrección y del talento aplicado a que el talento prospere más talentosamente (permitidme que me exprese así), pero hay quien alcanza el cenit de su expresión artística cuando improvisa, cuando no se amarra a un guion, cuando vuela sin saber. El conocimiento está sobrevalorado. Jarrett parte con ventaja: no sabe dónde va. O lo sabe y se desdice. A la dulce y estresada Alicia no le importa adónde ir por lo que no hace falta saber qué camino tomar. Si caminas lo suficiente, le decía el Gato de Cheshire, acabarás llegando a algún sitio. A Jarrett le pasa como al personaje de la trama fantástica de Lewis Carroll o como a quien interpela Kavafis en su poema Itaca y le hace pedir un camino largo. El de Jarrett no es que sea largo (no llegará a la hora contando los cuatro movimientos) pero es un prodigio de creatividad, un viaje fabuloso al interior de un músico en absoluto dominio de su oficio. Ustedes me dan un piano, me llenan las butacas de público educado y yo me encargo de lo demás, parece decir. Lo que hizo en esa noche mágica es una abrumadora obra de arte por muchas razones: parece un disco recitativo de piano clásico, pero hay desarrollos propios del jazz, digresiones más en consonancia con la esencia libertaria del género que adoraba, el que le hizo dejar la música clásica en la que se había formado. Hay también destellos que podrían pasar por diminutas (inapreciables casi) concesiones al pop, a la canción más rudimentaria, más festiva, al punch libertario del rock o a la música espiritual de los gospel, música menos preocupada de investigar, sino de festejar y hacer que el que el escuchante pueda más tarde tararear sin mucho esfuerzo, silbarla despreocupadamente. Incluso se escucha una melodía y el pianista tararea otra que se acomete a continuación, una vez finaliza la que reproducía el piano. Como si el artista tuviera dos cerebros. Quizá los genios tengan dos cerebros. Deseamos la vehemencia de lo cartesiano, no el apasionamiento de lo etéreo, pero es lo sutil y lo impreciso lo que determina la buena disposición de nuestro espíritu. El jazz, en el que respiraba Jarrett, es el arte supremo de la improvisación, de la elocuencia de la libertad más absoluta. El músico de jazz parece desentendido, convencido de que puede deshacerse de la costumbre del conocimiento y hasta discrepar de su necesidad. Mejor no saber, descarriarse, avanzar a ciegas, como Alicia. En el Concierto de Colonia podemos saber hacia qué lugar se dirigía la pobre y feliz niña. Supongo que escribir se asemeja a componer. Hay una santísima trinidad de personas en la escritura, y en el piano. Están el creador, el que ejecuta lo creado y el que escucha. Eso escribí una vez. A veces pienso que todo lo que escribo ya lo he escrito antes. Tal vez improvisar sea recordar. No hay novedad, sino memoria. El orden es irrelevante para quien ha sentido el placer de crear. Yo me imagino al corazón de Jarrett impidiendo que alguno de sus dos cerebros pensara. El error y la duda no caben en la sangre.
6.11.25
Un amor supremo
Bono (U2): "Estaba en lo alto del Grand Hotel de Chicago [de gira en 1987] escuchando A Love Supreme y aprendiendo la lección de toda una vida. Momentos antes había estado viendo cómo unos telepredicadores rehacían a Dios según su propia imagen: pequeños, insignificantes y codiciosos. La religión se ha vuelto el enemigo de Dios, pensé… la religión es lo que quedó cuando Dios, como Elvis, se fue de casa. Desde los primeros recuerdos que guardo de mi vida, siempre he sabido que el mundo está girando en la dirección contraria al amor y que yo también estoy atrapado en eso. Hay tanta maldad en este mundo… pero la belleza es nuestro premio de consolación… la belleza de la voz aflautada de Coltrane, sus susurros, su astucia, su sexualidad maliciosa, su alabanza a la creación. Y de esta manera empecé a entender a Coltrane. Pulsé el botón de repeat y me quedé despierto escuchando a un hombre enfrentándose a Dios con el don de su música"
Caso de que uno escuche A love supreme sin la interferencia de la cultura, sin haber leído que Dios estaba detrás del saxofonista, guiándole, apartando lo irrelevante y conduciendo la música hacia ese estado central del bienestar del espíritu en el que uno lo ve todo y lo ve con reverencia y pudor, con vehemencia y gratitud, el disco de John Coltrane es un amasijo hermoso de sonidos. Hay un caos en la plegaria ofrecida. La palabra amasijo está devaluada, pero conviene en ocasiones para evitar el merodeo semántico y definir qué es el jazz. A veces, el jazz es un ruido maravilloso. Se nos encomienda que extraigamos la armonía. La vida funciona también así: el desorden guarda dentro un sentido.
Después de haber escuchado miles de discos y de haber dedicado una parte sustancial de mi ocio al jazz, yo no sé qué es el jazz. Imagino que lo mueve la fe al igual que es también la fe la que conduce al feligrés a la parroquia. Por eso, por otras razones también, las que cada uno elija, Coltrane es un sacerdote, y Bono, en su sentida reflexión, lo sitúa justo en el altar, derramando sabiduría para quien quiera escuchar. Una vez que ahuyentamos la religión, queda Dios o queda el jazz contenido en un salmo.
En cierta ocasión se me pidió que hiciera un libro de jazz en aforismos. Envalentonado, amedrentado también, consciente de que podía disfrutarlo y, al tiempo, malograr la empresa, acabé feliz en su construcción. Siento orgullo de esa miniatura de libro. El otro día un buen amigo me pidió que le explicara alguna de las piezas que lo conforman. Rehusé, no hice aprecio a la petición, creo que le animé a que no buscara respuestas, sino que se quedase con la belleza de las preguntas.
5.11.25
Esta noche negra lo mismo que un pozo
La idea que se tiene de la memoria es siempre falible. Cree uno que existe una propiedad de lo registrado, pero todo se deja contaminar por la imprecisión, por el veneno del olvido, pero hay algo peor que olvidar: no haber sabido. Po eso leemos: por alimentar la memoria y hacerla creer que hemos estado en lugares fantásticos, algunos a los que ni siquiera nuestra imaginación alcanza. Por eso necesitamos la imaginación de los otros, la fantasía de los que escriben para que podamos vivir las vidas que no nos pertenecen.
La memoria también se construye leyendo. O viendo cine. Todo lo que la realidad no nos ofrece y está codificado en los libros, en las películas. No habiendo estado nunca en Nueva York, la siento mía. Conozco calles, plazas, miradores. Habrá quien haya venido a Córdoba y posea de la ciudad, la mía en este caso, una idea que no he adquirido jamás yo mismo. La lectura es una especie de viaje absoluto, uno que se emprende en soledad. El verdadero viaje debería ser siempre solitario. Uno viaja solo. Llega solo, camina solo y regresa solo. Como la vida misma.
Recuerdo un personaje de Updike, no sé de qué obra, que era capaz de vivir enteramente con sus recuerdos. No precisaba ninguno más. Le valía ese inventario. Venía a decir, de verdad que está esto en bruma, como si la misma memoria me estuviera poniendo a prueba al saber que escribo sobre ella, que incluso no se precisaban una cantidad enorme de recuerdos. Bastaba con unos pocos, bien escogidos. Si el memorista estaba instruido, haría por adornar lo que flaquease, dándole la veracidad que no poseían. Al final, no se trata de haber vivido algo, sino de que alguien te lo haya contado con la suficiente eficacia como para que parezca que en verdad lo has vivido. Todo eso lo sabían los novelistas decimonónicos. Toda la Gran Literatura juega con esta teoría, la hace suya, la consuma, la sublima.
Ayer, en la cocina, escuchando en la radio Ay pena, penita, pena, el clásico de la copla de Lola Flores, el que escuché cien veces de niño, quizá quedo corto en eso de cien, recordé cosas que andaban perdidas. Recordé a mi padre poniendo el disco en su Stibert, dejando caer con severo mimo la aguja. Recordé a mi tío Fernando haciendo de Príncipe Gitano y cantando con quejío solvente el Cortijo de los Mimbrales en el salón de mi casa. Juro que estaban perdidas. Bastó la magdalena de Quintero, León y Quiroga para que acudiese la vida que ya no está, la de los recuerdos. No hace falta que sean muchos. La memoria es una noche negra lo mismo que un pozo.
4.11.25
felicidad negro tres quince
Bellísima pastora, en un día limpio como el de hoy, un día igual que los demás días, sin evidencias de que algo milagroso suceda, sin la inminencia de algún prodigio que lo fije en la memoria y en los salmos de los hombres, martes, cuatro de septiembre de dos mil quince, sobre las ocho y media de la mañana, surgió de improviso la palabra, no se tiene registro de cuál fue, ni tampoco con las palabras con las que se afincó en la primera frase del mundo, no hay constancia, podría ser vi pétalos por la bóveda del cielo o tienes la espalda arrasada por el viento o la anchurosa línea del mar me llama con voz de crisálida o catorce mujeres de Salt Lake City o de Brindisi escriben en un jardín al alba o pudor vértigo gragea uno o falta mucho para que trébol, pero también sangre hospedada en el limbo o la constancia incómoda de la muerte o ven, hija mía, no temas al lobo o o felicidad negro tres quince. Las palabras concurren con antojadiza alharaca y no tienen pudor ni memoria. Saben de ti lo que ni tú sospechas, concurren sin que las reclames, expresan lo indecible, pero no das con el timón, estás en el mar sin que nada más exista, salvo el mar, el anchuroso, el hondo como un pozo negro. Eres el pecio fiable de todos los huesos del mundo. Con la tormenta, el mar se ha vaciado de muertos. Están en el fondo inasible, son pasto del frío infinito que no escucha a nadie. A veces no se entiende lo que dicen los muertos. Se expresan con un lenguaje ancestral. Unas palabras se arriman a otras por estrictas razones magnéticas o tan sólo prevalecen las más inverosímiles. Tú persevera en ellas, concédeles el corazón del que todavía no sabes nada, la verdad tan frágil, el dolor sin que te rompa, la luz sin gobierno para que el día te colme.
3.11.25
Brújulas ciegas
Ella entra en la habitación de hotel. Deja una maleta de mano en la cama. La abre, coge algo. Está en el cuarto de baño, aseando. Se oye el agua de la ducha. No tarda mucho. Sale con ropa cómoda, como de andar por casa. Abre el cajón de la mesita de noche y saca una biblia pequeñita con unas letras doradas. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Más tarde abre la ventana y arroja la biblia a la calle con aprendida brusquedad. No se queda a ver dónde cae. Luego llama al servicio de habitaciones y se queja de que no hay biblia en el cajón de la mesita de noche. Le suben una y hace exactamente lo mismo. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Abre la ventana. La arroja. Llama al servicio de habitaciones. Cuando la situación se hace insostenible y el gerente la reprende por el teléfono, determina vestirse, coge su maleta y baja a recepción para abonar el día o la parte del día en la que ha tenido uso de la habitación. Coge un taxi. Le dice al taxista que se detenga en el hotel más cercano. Da igual cuál. Que se dé prisa. Ocupar la habitación. La maleta. La ducha rápida. La biblia. La ventana. Él no volverá. La condición del fantasma es la ausencia. También la De Dios. Todos los hoteles son el mismo hotel. Una vez que has dormido en uno, puedes decir que has recorrido el mundo. Todos las biblias son mapas de la esperanza. Estará escrito en algún sitio. Alguien sabrá los motivos. Hay personas cuya fe hace que la ajena exista, brújulas ciegas.
2.11.25
Una moneda
Cara
De viajar lo que me sigue fascinando es la posibilidad de que pasees calles que no conoces sin que nadie te conozca o sin conocer a nadie. El verbo repetido es lícito: el conocimiento es un lastre, un yunque entre los brazos. Esa sensación de anonimato absoluto es impagable. Te hace sentir que asistes a una especie de representación extraordinaria de la realidad, que ha devenido en novedad o que ha sido cancelada al modo en que sucede en la literatura al sentir que nada de lo que se está leyendo nos concierne y, sin embargo, no hay nada que pueda comprenderse mejor, amarse más. También el atrezo (todo lo que te circunda, cada pequeña cosa que existe y puedes percibir) subscribe ese deseo. Como no puede uno salirse de lo que es, ni quizá convenga, no sé, se refugia en esa ficción, en la aventura de entrar en lo que no nos pertenece. Sirve viajar para que suceda una purga. La idea de salir de casa procede precisamente de esa disposición anímica. Lo de cerrar los ojos a lo real y abrirlos a lo fabulado no funciona a satisfacción plena. Se cierran un rato, se tiene la certidumbre de que no ven, pero no es un acto natural. Luego se abren a espuertas, con loca ansia, y, una vez abiertos, la realidad prorrumpe en tropel, como si deseara ponerte al día de todo cuanto has decidido pausar. Te atiborras de información, te saturas. En todo caso, la vida sigue siempre y el asombro (el bendito asombro) la lleva de la mano. Ahora vamos al domingo, a ver qué dice. De estar hoy inspirado, que no es el caso, dedicaría la mañana a escribir. Pondría a Bill Evans, abriría la ventana y dejaría que el sol acabara por importunarme. Me recrearía viendo crecer las flores del patio o las del balcón. Hace calor todavía, no el calor que hace pensar en el calor, pero queda una rémora, una especie de epílogo. Ni ha venido el frío habitual de noviembre. No hay matrimonio entre la creatividad y el calor. Soy de frío, me siento bien en el frío, hago mejor las cosas si me rodea el frío. Las que haga bien. Algunas. En verano, paseo con absoluta destreza. Pasear es viajar en pequeñito. Hay paseos que contienen la misma robusta perplejidad que la suscitada por viajes a países lejanos. En mis mejores paseos, no me refiero a darle la vuelta al pueblo o a ir al supermercado más alejada de casa, por hacer piernas, parezco un personaje de una novela de esas en donde no pasa nada. Cientos de páginas en donde no ocurre nada relevante, sólo el tráfago limpio de las horas, la constatación de que el tiempo es el que escribe las cosas que más importan. Me encanta pasear y luego volver a casa. Si no tuviera casa, no pondría un pie en la calle, creo que me entienden.
Cruz
Los días en la casa son de una convalecencia sublime. Me repongo del exterior, que suele contrariarme, dejarme exhausto o decepcionado. Aquí tengo lo que mi anhelo fragua para que el tiempo no duela. Y, sin embargo, echo de menos dejar mi casa unos días y probar a creer que volveré más feliz y me diré: «Has salido para poder volver, te has ido para que tenga sentido el regreso». En lo que a mí respecta, no pienso viajar nunca más. Se está bien en casa. Hay una maceta en la terraza que riego a diario, me gustan las flores del patio. Les pongo un sexteto de cuerda de Brahms o piezas del trío de Bill Evans. Ellas crecen alegremente. Me gusta pensar que a las flores les encanta Brahms y Evans. En algún país lejano habrá alguien que viaje continuamente y no tenga macetas en el patio, en el balcón, a las que les arrime música de cámara y piezas de cinco minutos de jazz. Es un mecanismo de compensación.
1.11.25
Todos los santos
Hemos ido al supermercado esta tarde a comprar leche, galletas, lejía, pan, cerveza roja, servilletas y merluza para la cena. Al volver, un perro se ha cruzado en la carretera. Al atropellarlo, dijiste: "No querrás que tenga apetito esta noche. Me daré una ducha y me acostaré a leer un poco". Por la mañana he visto un papel sobre la mesa de la cocina. "He vuelto a ver al perro muerto. Le he hablado de ti. Le he dicho que tampoco has cenado".
30.10.25
Un caballo de madera
Fotografía / Robert Doisneau
Hoy en día tenemos todo tan al alcance de la mano que hemos perdido el placer de mirar, de contemplar cosas que no podemos poseer, de sentir el hechizo del anhelo, no la inminencia de la propiedad. Los escaparates son otra cosa distinta a lo que fueron. Recuerdo haberme quedado prendado contemplando juguetes cuando un juguete era el centro del mundo y yo estaba absolutamente entusiasmado por la elocuencia limpia del juego. Los niños de ahora, cierto tipo de niños de ahora, no pondrán jamás esta cara delante de unos caballos de madera o unos sencillísimos adornos navideños. Hemos perdido el amor a los caballos de madera, hemos olvidado el deseo. Ahora todo se gobierna por la inmediatez, por el tener sin saber qué se tiene. Estamos instalados en la velocidad. La muerte nos sorprenderá entre una pantalla y otra. Se nos caerá el móvil de las manos. Él dirá a qué jugábamos.
29.10.25
Travis Bickle en la Plaza de los Caballos, Priego de Córdoba, hacia 1990
Uno exhibe sus vicios a la espera de que alguien los comparta, por considerar que no son exclusivos o por entender que no difieren mucho de los ajenos, a poco que se fije en ellos. Estamos muy solos y la vida es muy corta. Mi amigo A. decía que más valía borracho público que alcohólico anónimo, ocurrencia que podría rebatirse fácilmente, pero tiene su pequeño fundamento narrativo, su legítima vocación revolucionaria. Recuerdo haber colgado en un piso en donde viví solo algunos meses esta fotografía de Taxi Driver. En realidad, hubo dos. No guardo memoria exacta de cuál era la otra, ya se va perdiendo un poco la memoria. La recorté de una revista de cine y la fijé a la pared con cuatro chinchetas. Estaba junto a una cara enorme de Jimi Hendrix y la icónica portada de Wish you were here de Pink Floyd. Ahora que no tengo paredes en donde colgar fotografías (entiéndase: no tengo veinte años y vivo en familia por lo que uno se frena en lo que puede, aunque cuadraría Inocencio X pintado por Bacon o la lengua de los Rolling en mitad del pasillo) cuelgo las fotos que me fascinan en este blog. La cosa es rodearse de imágenes. Hacen tanto bien, son tan nutritivas. De hecho, me encanta ir quitando y poniendo. Mientras escribo esto, ando eligiendo cuál sustituirá a la de Fan-Ho, el fotógrafo que ilustra la cabecera de mi Facebook. El blog no sufre variación en los últimos casi veinte años. Comparecen siempre Isaac y Mary, sentados en un banco junto al puente de Brooklyn.
En donde escribo, en esta habitación que parece un hangar, llena de libros y de discos, donde ahora suena Stan Getz, hay una pared un poco menos atestada en donde he ido colocando iconos, fotografías irrenunciables, cuadros de todas esas cosas sin las que no sabría vivir. Es una forma de hablar, ya me entienden: uno es capaz de vivir sin ver una sola película de Woody Allen o sin escuchar Kind of blue de Miles Davis, pero malviviría, me sentiría un poco perdido, sin nada a lo que agarrarse cuando la realidad aturde, y bien sabemos que lo hace. Lo real se obstina en contradecirnos, se empecina en poner obstáculos al logro de nuestra alegría. Por eso necesitamos refugios. Los míos son los de casi todo el mundo. No soy particularmente exigente: digamos que me conformo con mi película de Alfred Hitchcock de vez en cuando, mi libro de la Highsmith o mi disco de la primera etapa de Yes o de Gentle Giant, sí, esa etapa barroca y sublime en la que las piezas eran catedrales y Dios vibraba como un corazón al que acaban de concederle un latido extra. En eso, en esas aspirinas para el desencanto emocional, soy normal hasta el desmayo. No veo cine iraní con subtítulos (aunque me deslumbrara el Kiarostami de El sabor de las cerezas) y jamás he leído a Flaubert en francés (aunque me encantara Madame Bovary vertida al español). He renunciado a entender el mundo y me doy por satisfecho con irme entendiendo yo mismo y sacar en claro algo para no molestar en exceso a los demás y, si puede ser, procurarles alguna alegría si estoy cerca. Ha sido ver la fotografía de Bickle y pensar en todo eso, en los años en los que tenía una pared en donde exhibía mi manera de ver el mundo, en los años de la disipación y del descubrimiento, todos esos años en los que éramos capaces de todo y vivir solo (lo hice un bendito año) era la máxima expresión de la felicidad. La memoria es un libro que se abre solo y nos invita a que hagamos aprecio a ciertos pasajes.
27.10.25
6 aforismos de lunes inestable
Lo peor de morir no es ignorar qué vendrá después, sino imaginarlo.
De Dios acabaré diciendo que entendió todo el desafecto que le tuve.
Se prefiere dudar a tener clara el porqué de las dudas.
La melancolía es anterior a la memoria. Se echa más de menos lo que nunca se conoció.
Creo saber a qué dedicaré mi muerte.
Pensar es respirar sin el corazón.
El evangelio de las hormigas
A la gente le gusta que se la advierta, pero luego hace lo que quiere, va a su antojadizo capricho, no se deja convencer. Sociedades de progreso se han malogrado por la desobediencia al sentido común de sus ciudadanos. Hay quienes caen y no se levantan si se les conmina a que lo hagan. Por terquedad, por algún mandato inescrutable. Por ejercer el derecho a disentir. Miran desde el suelo al cielo temblar en la bóveda del azul. En su ciega fascinación por la postura recién adquirida, se desentienden de sí mismos y no perciben a las hormigas que fatigan la pernera del pantalón hasta dar con el cobijo de un bolsillo. Es un acto diminuto el de las hormigas en su medro insólito. En cuanto determinativamente se ponen en pie, al considerar la circunstancia de la caída, se dicen que se estaba bien ahí tirados, razonan la bondad de esa horizontalidad bienhechora. Algunos lamentan que sea el azar el que los derribe y fuerzan venirse abajo de nuevo, las veces que haga falta. Cada vez tardan más en levantarse. Hay que cuidar no tropezarse con ellos. Los más hoscos te increpan si los pisas. Entonces echan mano al bolsillo y aprecian la terquedad de las hormigas. Creen escuchar lo que dicen, su lenguaje antiguo, sus palabras infinitas. La yema de los dedos aprecian el léxico, traducen el áspero diccionario de sus cuerpecitos. Si se envalentonan y cuentan la población de hormigas que llevan de un lado a otro, se les mira mal, dan que hablar. Si callan, se duelen por dentro. El pánico acude cuando la mano no encuentra hormigas en el bolsillo. Unos agujeritos hacen prosperar la idea de que han decidido ver mundo y han ido piel adentro. Avanzan con tiento, la sangre las mueve. Colonizan las vísceras, les dan bocaditos certeros. Ciegas, locas, engordan hasta que apenas pueden moverse. Su hambre es anterior a ellas mismas. El proceso invasor culmina cuando el cuerpo invadido se ha hecho hormiga. No es un proceso que dure poco. Sucede inadvertidamente. Primero se atrofian las extremidades superiores, más tarde las inferiores. La cabeza es la última que renuncia a su compostura sabida. Los ojos se empequeñecen, crecen por encima de las orejas (inexistentes en ocasiones) una especie de antenas. Algunas caminan por las calles. Son torpes en el andar, se desalientan a poco que avanzan. Caen, se levantan, caen de nuevo. Se determinan a proceder con la horizontalidad de antaño. Se las ve arrastrarse pesadamente. Su desempeño es ridículo. Parecen cansadas, algunas no medran en absoluto y se determinan a fijarse a un sitio del que no se mueven. Allí el otoño, la luz oblicua de los primeros soles, el temblor de la lluvia, los alacranes de la derrota. Una hormiga muerta es una evidencia de la tristeza del mundo. Un millón de hormigas alfombran los campos del porvenir. Los niños las evitan con saltitos muy graciosos, alguno se cae y sienta en los labios el hedor de la carne desvanecida. Ya no hay quien salga a pasear con el ánimo firme. En cualquier momento, se puede pisar en falso y dar de bruces con el suelo. A los de un espíritu menos formado ni se les ocurre apoyarse en las manos y levantarse. Se quedan allí, no tienen voluntad de que algo mejor suceda si enhebran de nuevo el camino. El hombre es una hormiga futura. La hormiga es un hombre por cuajar. Da pena ver que no dan con el hormiguero que las acoja. Ninguno les satisface, son pequeños, catedrales diminutas, hangares en los que todo lo ocupa el hambre. La mirada se les pierde a poco que la usan, será la falta de costumbre. Caen, se levantan, caen de nuevo. Ni rezar saben, ni gemir Los curiosos aplauden el espectáculo grotesco. Se recrean en la observación pura. Los ojos rotos. Las mandíbulas inútiles. El recio abdomen. No comparece el lenguaje, no intercambian pareceres, opiniones sobre lo que están viendo. Abren mucho los ojos, se engolosinan con la quebrada compostura de las patas. Los más osados se agachan, por mirar con más hondura. Advierten que algunas de esas hormigas (o son hombres, ya no se precisa determinar cómo uno dio paso a otro) tienen los ojos azules y los dientes comidos de sarro. Otras son fondonas, barrigudas, enjutas, atléticas, adolescentes, senectas. Corrió la voz de que todo empezó con alguien que dejó que las hormigas se acuartelaran en un bolsillo de su pantalón. Las dejó ahí, no se molestó en desalojarlas, en devolverlas a su reino natural. Los fabricantes de pantalones decidieron omitir el bolsillo. Por temor a que se reprodujera el milagro de la consustanciación. El pan y el vino, ese prodigio sin tasar aún. Hay religiones que se han fundado con salmos menos líricos, dioses izados en las plazas de los pueblos con piedras de consistencia más endeble.
26.10.25
Nebraska 2025
Hay discos que deben escucharse a oscuras porque fueron concebido a oscuras. Nebraska podría pasar por un el disco de un fantasma para que lo escuchen los demás fantasmas. También por un libro de salmos o por un evangelio para los descarriados del mundo que recita un hombre que anhela entender al hombre. El propio Springsteen era un fantasma o un descarriado o ese hombre en busca de una razón para abandonar el frío de su alma y pisar con más festivo ánimo los caminos de la tierra y los del corazón.
Nebraska es austero como una mano de nieve en la nuca y, a su manera, en el modo en que fue pensado y grabado, heroico como una plegaria en el infierno. El tono sombrío y decadente de sus letras, la inspiración primera de la música que debía acompañar a esas letras y hasta el ánimo de Springsteen no precisaban de la musculatura imbatible de su E Street Band, que acababa de recoger sus bártulos tras la exigente y exitosa gira de The river. A sus fieles músicos les confiaba la restitución del rock and roll, la opulencia de los grandes estadios, pero Nebraska debía ser macerado en soledad y registrado con los mínimos medios, con los más humildes, desocupado de la fanfarria de las guitarras viriles y de la voz desgañitada en estribillos asequibles y en melodías fáciles. Nebraska precisaba contención, el tipo de mesura de alguien que teme equivocar el tono y envolver todo ese material sensible (tan íntimo, tan frágil) en una caja demasiado grande: una que, al agitarla, hiciera que el contenido desbordara el continente y nadie supiese qué había dentro, qué intención hubo al llenarla.
Springsteen graba Nebraska en absoluta soledad. Al terminar la exitosa gira de The river, decide hacer un disco que no se parezca a nada que hubiera hecho antes ni a ninguno que pudiera hacer después, uno en donde él mismo encontrara sentido a su lugar en el mundo. A punto de sobrevenir el mundo digital, el Jefe se hace más analógico que nunca. A finales de 1981 le pide a Mike Batlands, su técnico de guitarras, que le buscase una grabadora profesional para registrar unas canciones sin más ingredientes que la guitarra, la armónica y la voz, añadiéndose a posteriori algo de teclado, una pandereta y una solución de eco de la voz. Todo áspero, todo crudo, todo puro. Se hace acompañar por una grabadora de casete de 4 pistas TEAC Tascam y dos micrófonos durante el día y la noche del 3 de enero de 1982. La toma de sonido fue de una precariedad que conmueve. A la impericia del improvisado ingeniero que las registró se suma la deficitaria calidad de la grabadora que debía mezclar todas esas tomas, una Panasonic rudimentaria que tampoco fue exprimida al máximo, creando un sonido (al menos en los primeros temas) granulado, sucio, al que Springsteen trató de darle un arreglo con las herramientas profesionales del estudio donde se grabó The river, su espléndido anterior álbum, aunque se le pueda criticar cierta falta de coherencia en su abundancia. A ese ejercicio de coherencia de Bruce no se opuso su grupo. La elementalidad de las canciones perdía fuerza si se las electrificaba. El propio Springsteen lo dice así: «Fui al estudio, llevé a la banda, regrabamos, mezclamos y conseguimos empeorarlo todo. Al final, ya satisfecho por haber explorado todas las posibilidades musicales, recuperé el casete que había grabado en casa y que aún llevaba en el bolsillo de mis pantalones y dije: “este es el disco”». Todas aquellas sesiones caseras serían el disco más personal de Springsteen, uno de sus tres mejores, en opinión de este también hoy improvisado cronista de sus vicios.
Las historias de Nebraska son las mismas que Springsteen contó antes y las mismas que contaría después. En esas diez canciones están su querencia por narrar la honestidad de los perdedores y su compromiso con la memoria, de la que no se ha apartado en toda su carrera artística. El estado de ánimo que le hizo encerrarse y facturar ese puñado de canciones fue el mismo que más tarde le hizo tomar la decisión de no hacer ninguna gira que promocionara el álbum, que es también en sí mismo una soberbia declaración de desvalimiento y de depuración. Poco a poco, sin que hubiera una determinación comercial, algunas de las piezas fueron incluidas en el repertorio de sus conciertos en directo. La humildad no puede corearse en un espectáculo de masas, podríamos decir. Tampoco el abatimiento con el que el músico creó. Se pueden escuchar Johnny 99, Open all night (más contundentes) o Highway patrolman, pero ese material es de una intimidad refractaria a la grandilocuencia y requiere un público más cercano, una escenografía íntima. La idea primaria, la de que fuese una purga, devino más tarde negocio, espectáculo de masas. Nada nuevo, nada que se le pueda recriminar. Se escribe para que nos lean, dicen los escritores. Bruce dirá que canta para que se le escuche.
Las turbulencias narrativas de Springsteen abrevan en la literatura de tradición oral y en el cancionero popular de la América profunda, en la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX, en el viaje iniciático de las familias buscando la tierra de promisión, en Woody Guthrie, en Bob Dylan, en el folk, en el blues. Este bagaje está en Nebraska, en sus maquetas caseras, en su aspereza de lija, en su discurso obrero. La Atlantic City de pecadores y tahúres, con sus amores decadentes y su neón sucio de bares tristes o las historias de criminales redimidos son los argumentos de una obra única por muchas causas. Probablemente no hubo necesidad de que la estrella del rock que era Springsteen a comienzos de los ochenta abandonase el clamor popular, la fama y los baños de masas por una aventura introspectiva, pero la América de Reagan, la de un país sumido en el decaimiento moral, en el que se escuchaba con cada vez más insistencia el ruido de las protestas, el de los parias de las novelas de John Steinbeck. A lo que por primera vez renuncia el cantante es a esa primera persona con la que narraba el desencanto de la clase obrera y se arrogaba la intendencia lírica y política (esas dos disciplinas embutidas en un combativo artefacto) de un mundo gris, hecho de retales grises, administrado por manos grises.
Crepuscular, árido, sombrío, desvalido, Nebraska es un ejercicio de depuración, una tentativa de una catarsis a la que Springsteen aplicó la mayor franqueza consigo mismo. Quiso saldar cuentas con su padre, con su país, consigo mismo. Es difícil dar con una obra que purgue de un modo tan honesto los demonios interiores. Las estrellas del rock los tienen a espuertas. Los suyos eran como los de cualquiera, pero jamás les hizo frente: no tuvo voluntad de contarse su vida y superar lo que la devastaba, aunque su talento y su sensibilidad estaban sobradamente facultados para liberar los demonios ajenos. Hacía que los demás superaran sus paranoias, pero él era incapaz de hacer desaparecer a las suyas. Es como el predicador que hace que sus fieles miren dentro de su corazón y crean con más empuje y descree en la intimidad con encomiable arrojo. Eran los de Nebraska los tiempos en los que Springsteen estaba ocupado en sobrevivir, en no caer en la desgracia de no querer seguir. Hace poco confesó las tendencias suicidas de entonces. Sólo me sentía bien si hacía música, si estaba de gira, si tenía una guitarra en las manos, confesó. Lo demás era un caos, lo siguió siendo, todavía lo es, aunque haya visto el saqueo de los ideales por los que siempre quiso a su país o planee sobre su memoria la figura del padre terrible y de todos esos amigos que se fueron a Vietnam o al olvido o de la fuente de la eterna juventud fijada en el parabrisas de un Cadillac de segunda mano.
La inicial reticencia del público a considerar Nebraska un disco de fundamento en la carrera de Springsteen hizo de él un raro ejemplar, una anomalía trece años más tarde cuajaría en otro álbum acústico, de recia compostura, de sobresalientes incursiones en el imaginario popular norteamericano, con «Las uvas de la ira» como referente. Me refiero a The ghost of Tom Joad,concebido como una secuela (permitidme el término ahora casi ya cinematográfico) de aquella epopeya valiente e íntima que fue Nebraska. De «Las uvas de la ira» dijo Springsteen que, nada más verla, hacia 1975, creyó ver el ideario de su existencia. «Hacer canciones que signifiquen algo para la gente y que propongan cuestiones fundamentales». Ya tenemos al predicador con su biblia a mano, al hombre investido con los poderes de la clarividencia, al rockero que al ver salir a los trabajadores de la fábrica da con el sentido de su entera dedicación a la música. Uno es hijo de su tiempo, podemos pensar. Bruce lo es de un modo épico, aunque esa empresa lo frustre, lo zarandee, le haga caer en la desesperanza y, en esa caída, en ese vacío, sueñe con que su repertorio responda a esas grandes preguntas.
Lo que vino después de Nebraska es la contradicción pura: Springsteen no deja que la desolación escriba sus letras, que las melodías sean ásperas, que su alma inicie el descenso a lo que quiera que haya abajo, donde el hombre está despojado de todo, expuesto al frío y a la oscuridad de la nada. Hay que escuchar Nebraska a oscuras porque fue concebido a oscuras.
Las canciones
Nebraska: Sheriff, cuando accione el interruptor y mi cuello se parta, asegúrese de que mi chica esté sentada a mi lado, dice Charlie Starkweather, el tipo que se despachó a ocho inocentes junto con su novia, Caril Fugate. La historia es verídica. La contó Terrence Malick en Badlands, su debut cinematográfico. La letra de la canción arranca con la primera escena de la película: él la ve a ella en el jardín haciendo malabares con el bastón. Ahí queda toda la dulzura. El resto es la revelación del reo, su confesión, las imágenes de la escabechina (la 410 recortada, las tierras baldías de Wyoming, el veredicto del jurado, la noche en el depósito de la prisión, las correas de cuero en el pecho). No cuesta imaginar a Springsteen echando a un lado su afición a todas esas historias de carreteras infinitas en las que el chico y la chica buscan la felicidad escuchando a Roy Orbison en la radio.
Atlantic City: Concedamos a esta pieza algo que no podremos atribuir a las demás: podría haberse incluido en cualquier álbum, podría abrir todos los conciertos, podría cerrarlos. Habla de los mismos fracasados de siempre. A ellos les acompañan los oportunistas, los corruptos, toda esa gente perdida que no necesita que se la encuentre y deambula por las salas de juego y por el paseo marítimo de la ciudad en la creencia de que el mundo les pertenece. Aquí no los enferma el amor, sino la codicia, la posibilidad de que en una apuesta en un casino la suerte les sonría y puedan escapar de la mediocridad de la vida que llevan sin ella.
Mansion on the hill: La infancia cobra vigor, los recuerdos se concentran en una mansión en una colina que alguien veía a diario. Algún día tendremos las llaves y podremos entrar. No habrá nada que hereden los mansos. Mierda, añade el verso. El dinero que mejor sienta en las manos es el que llega rápido y se va rápido. Nada volverá a ser lo mismo.
Johnny 99: El Johnny al que alude el título es el convicto que al escuchar del juez la condena a 99 años de presidio por la comisión de un asesinato pide que le ejecuten. También es el obrero que pierde su puesto en la fábrica y emprende una ciega carrera delictiva. El tono y la historia de la canción era más de Johnny Cash que del propio Springsteen. Cash la grabó poco después de escucharla, al igual que Highway patrolman y la propia Nebraska que da título al disco. Es frecuente su comparecencia en el repertorio de los conciertos.
Highway patrolman: Joe es el patrullero de la autopista y Frankie su hermano díscolo. No hay nada mejor que la sangre de tu sangre, pero hay que hacer cumplir la ley y toca perseguir al hermano. La noche es cerrada como todas las noches en que el infierno abre su boca y el alma se piensa si aceptar su la caricia de las tinieblas o combatirla. Se trata de mirar hacia otro lado.
State Trooper: La historia sigue siendo la misma, cambia el elenco, el escenario, pero las palabras se repiten. Hay un hombre que pide que no se le detenga, hay un hombre que cumple con su trabajo. No tengo nada, ni permiso de conducir, ni papeles del coche, pero no me detenga, le insiste una y otra vez. El infractor (uno de esos pobres hombres que fácilmente puede ser cualquiera con el que te topes al salir de la fábrica o en la barra del bar en donde bebéis buenas jarras de cerveza) implora a la autoridad: oh, usted tendrá hijos, una mujer bonita, pero yo sólo tengo el dolor, me ha estado acompañando toda la vida. De pronto, algo sucede. Alguien nombra la paciencia. Alguien la pierde. Hay un último ruego, una petición a Dios, quién sabe: sácame de aquí, caballito de mis sueños, llévame lejos.
Used cars: Bienvenido a la biblia del Jefe: la promesa de que te toque la lotería y puedas dejar atrás la miseria, los coches usados para que papá pise a fondo el acelerador y pedir a todo el mundo que te besen el culo, los recuerdos de la infancia, las calles sucias donde nacen los héroes, la bendita suerte que podrá cambiar tu vida, las carreteras que van de ninguna parte a ninguna parte pero que brillan como estrellas en mitad de la noche, pero ah, vendrá el día, habrá uno en que salga mi número y «no volveré a conducir un coche usado».
Open all night: La letra de esta canción es un poema maravilloso, uno de esos poemas que podrían parecer escritos por Raymond Carver. Los fantasmas vienen con más entusiasmo cuando estás solo, cuenta. Springsteen cita nombres de garitos (el Bob’s Big Boys de la 60), habla de almas perdidas, del sol como una bola roja sobre las torres de la refinería, de Wanda con esos ojos que te paran el corazón, de los jefes que te ponen en el turno de noche.
My father’s house: A mí me gusta mucho el Springsteen poético. Porque debajo del hombre está el bardo y tiene la suficiente sensibilidad como para apreciar que en un sueño de cuando niño hubiera pinos y crecieran libres y altos y hubiera un bosque en el viento hace diabluras con los árboles y también hubiera hombres malos con la cara del mismísimo diablo corriendo detrás de ti, pero tú vas más rápido, te caes, te levantas, te tiemblan las piernas. Es el Springsteen que vuelve a casa una vida más tarde, cinco vidas más tarde. Ha vuelto para ver a su padre y esperar algo de bondad en su cara, una especie de perdón por todo lo malo que hizo, y bien sabe Dios que Springsteen fue un chico malo que dejó el hogar y se dejó el pelo largo para cantar delante de toda esa chusma de desheredados. Querrá el bueno de Springsteen contarle su historia: no era tan malo, padre, sólo hice lo que me dictó el corazón. Llama a la puerta, abre una mujer que no conoce. «Lo siento, chico, pero nadie con ese nombre vive ya aquí», pero eso da igual: «La casa de mi padre brilla con fuerza / permanece como un faro llamándome en la noche, / llamándome y llamándome, tan fría y solitaria».
Reason to believe: Toda visita al infierno debe cerrarse con un canto fúnebre. El de Nebraska es una canción desesperanzada de hombres que están de pie junto a perros muertos en la autopista 31. Ese perro muerto no se mueve, a pesar de que el hombre lo roce con un palo. Lo que hace que la muerte no sea tan triste es que los que nos quedamos podemos pensar que algo de lo que hagamos podrá revertir su inapelable fallo y haya un nuevo juicio. Siempre hay una razón para creer, siempre hay un palo con el que persuadir al perro muerto a que se levante, mueva el rabo y salga pitando. Ahí tenemos al predicador también en pie a la orilla del río con todos sus parroquianos: tiene una biblia en la mano. El sol sale, el sol se pone. Las chicas a las que amamos se acabaron yendo todas. No quedó ninguna. Los días hacen su oficio rutinario. Te levantes con un palo en la mano, andas por esas calles con una biblia en la mano y pides a Dios que te dé una explicación o que te deje dormir al caer la noche y tengas el sueño pesado, ocupado con perros en la 31 a los que alguien pretende resucitar con una mierda de palo.
Nebraska 82
El viernes salió una caja golosa para los seguidores del Boss. Contiene el disco original con mejorado sonido y algunos regalos que se reciben con alborozo. No sé si estos ejercicios de melancolía (con su tintineo en la caja de fondo) merecen la pena, pero yo me lo he escuchado entero. He disfrutado con las versiones eléctricas, he vuelto a los clásicos (el 82 queda lejos) y he apreciado el sonido antiguo, el roto, el que salía de las mismas tripas. Creo que no habría que colorear la felicidad. Estaba bien en blanco y negro. Todas estas ediciones ampliadas hacen que se ejercite el arte de la mitomanía con verdadero empeño, sí, pero también crean una especie de incertidumbre acerca de la naturaleza misma del acto creativo. Se admite incluso a medias que el sonido se remasterice. Cree el gourmet de esas modernidades que está escuchando el disco como debió ser grabado, pero hay ocasiones en que el artista desea que suene exactamente como salió. Springsteen, mejor decir algún productor con deseo de que el disco coincida con Deliver me from nowhere, la peli sobre… precisamente este disco. Estas 17 grabaciones (15 inéditas) me han acompañado desde ayer. Tengo empacho de tristeza, tomas desechadas, electrificaciones y armónicas que suenan desde el frío del alma, pero me siento feliz.
24.10.25
La del alba fue
Que Dios esté de parte del que madruga solo me reafirma en mi descreimiento.
(Caballos perdidos en la tormenta, Cypress, 2020)
En una ciudad de ángeles
Roy Orbison está cantando para los solitarios. Esqueletos de Chevrolets quemados devoran las calles. Muestra un poco de fe, hay magia en la noche. Mary puede no ser una belleza, pero hay besos eternos. La tierra prometida está al otro lado de la carretera. La ciudad la pueblan perdedores esta noche, pero en mi corazón siempre hay un estribillo con el que mecerte hasta que la oscuridad te robe el miedo y caigas en mis brazos. Mientras, estoy solo. Nunca he estado tan solo, nunca estaré tan solo. No tengo dónde ir. Los amantes desesperados bailan en las playas de Stockton's Wing. Se ven desde aquí. se les oye gemir de tristeza. Juramos que viviríamos siempre en estas calles. Wendy, Mary, qué mas da. Os quise tanto. Os quise como si todo estuviese escrito en una canción del primer Elvis. Sólo soy un jinete asustado, un perdedor más. Paseo las calles con mi cara de niño bonito al que no salen bien las cosas. Solo soy un niño descarriado. Uno que ha oído rechinar por el bulevar los cascos oscuros de los caballos del rock and roll. El parque de atracciones se alza desafiante. Los chicos saben hacerse los duros y las chicas se acicalan con prisa y beben a morro. Hemos visto el pecado de cerca, lo hemos tuteado. Nos miró el diablo y nos echó el brazo por encima. Caminamos un buen rato por el filo de la navaja. El cielo estaba a medio hacer y el ruido de las fábricas se colaba en el corazón de la ciudad. Soy el hijo pródigo y estoy buscando el camino de vuelta a casa. Ahora estos recuerdos vienen y me hieren. Los quiero apartar, pero escogen las palabras y hablan por mí cuando abro la boca. Ojalá despierte mañana en una ciudad de ángeles. Caminaré por la carretera del trueno. La pisaré con mi chupa nueva, tocaré una canción para ella, una melancólica, de náufragos en la ciudad y novias de dieciocho años en asientos traseros de coches de segunda mano prestados. El río, que siempre es de Heráclito, dejaba en las orillas su manso inventario de prodigios cotidianos, su temblor íntimo, su himno perfecto. A lo lejos parpadeaban las calles y Mary dijo que estaba embarazada. No hubo flores en la boda. Ni viajarán a ver el mar. Ni siquiera el novio llevó un buen traje, pero el río siempre vuelve, los llama. Verán las estrellas de New Jersey desde la ventana de una habitación de motel barato. Creerán que son ángeles, escucharán la música de las constelaciones.
23.10.25
Las palabras del amor
Hay que tirar de las palabras como si fuesen cuerdas que mueven objetos. Las del amor son las que tiran del mundo. No requiere adiestramiento ese tirar. Una vez abierto el envase de las palabras de amor, en cuanto se desprecinta la caja que las contiene, hay que acabar con ellas. Lo asombroso es que siempre hay palabras debajo. Por mucho que las usemos, siempre hay más a las que recurrir. No hace falta tampoco que se piense mucho cuáles escoger. Se mete la mano y el azar oficia su trabajo. No habrá ninguna que no convenga. Si son de amor, todas valen. Me acuerdo siempre de la canción del buen Hilario Camacho, la del peso del mundo y la del amor que lo soporta, pero se estremece uno cuando hace la retahíla de los rotos del amor, las cicatrices que muestra, toda ese cáncer con el que pasea las calles. Es la asignatura pendiente, el amor. No nos enseñaron a practicarla con esmero, se nos birló la didáctica. Amar es el gran verbo, el que todavía no hemos aprendido a conjugar. No hay amor, no lo hay. O lo hay a ratos, a rachas, sin una continuidad. Nos va mal, en general, por lo poco que lo apreciamos, por esa falta de interés en usar las palabras que atesora. Y eso que todas las canciones son de amor y todas las grandes novelas sólo se han ocupado de explicarlo, de hacer que triunfe por encima de todas las cosas. Los días en que uno se siente hospitalario consigo mismo piensa en el amor que ha dado y en el que ha recibido. Como si de pronto se acabase de conocer y hurgase en lo interno, en los pliegues, en los recovecos del alma, en fin, ustedes ya me entienden. Planea el día a tientas, prevé qué va a pasar, acepta que no todo esté a la mano, que el azar hocique por donde suele y haga de las suyas, pero desea - y lo pide como puede, cada uno lo pide como puede - que el amor triunfe. Quizá solo estamos en este mundo para que nos amen y para amar, no sé bien el orden con el que debe expresarse este anhelo. Todo lo demás, el resto de las grandes y las pequeñas cosas, son extremidades de ese cuerpo, apéndices relevantes, en todo caso. Pero es el amor el que administra la trama. Ni siquiera el mal, el mal puro, el mal con ascendencia bíblica, gana en ese ilusorio ranking.
Todas las canciones son de amor, será cierto. Incluso las tristes, las que se ocupan del gris del mundo, hablan en el fondo del amor. Da igual que lo cante Johnny Cash o José Luis Perales. Dicen lo mismo, con distinta voz, pero la misma distinguida cosa. Hay un momento en que el amor inicia un desatino del que no cabe precaverse: te conduce de su mano, la sujeta con resuelta firmeza, te crees izado, en dulce volanda hacia un cielo en el que las nubes fingen ser manos y cubren con caricias la orfandad de tu cuerpo. Así el amor, herramienta del bien, infatigable ángel de la belleza. Amor con el que abrir lo solo y lo cerrado, lo extraño: pedestal de luz, instrumento sin considerada cautela ni gastado vicio. Amor incesante y puro para descerrajar el cofre de los días y beber sin pudor su pureza, su recitado lento de cadencia honda. Hay un momento en que el amor cobra su arancel y se retira sin alarde. Está la mano sola y el cielo es de un gris que restaña en la carne como una brújula de hierro. Los cuerpos cansados. El tiempo, cansado. Así el amor declina cualquier posibilidad de consuelo: deshace el idilio de la carne con la carne y el dolor ocupa la invisible extensión del alma. Así el amor, herramienta del cansancio y de la costumbre, infatigable pájaro en firme mudanza. Hay un momento en que el amor regresa y cubre los huecos que dejó al irse: trabajo ciego el suyo, memoria evanescente, cuerpo otra vez puro, de barro enamorado. El alma custodia también su cóncavo barro antiguo. El de las palabras con su misterio dentro. El de la luz con su clamor de vida.
21.10.25
Autorretrato
No sabe uno cuándo se malogró lo que quiera que fuese a lo que vino a esta vida, si se desgració por manejo indebido o ni hubo siquiera una intervención propia o ajena que precipitara el despiece, toda esa declinación del cuerpo y toda esa incomparecencia del espíritu. Tampoco posee uno intendencia en argüir los motivos, en dar con los más convenientes. Nos vamos afantasmando, adquiriendo la consistencia de algo en continua evanescencia. Y, sin embargo, incluso cuarteado, zaherido y comido a bocados por la crudeza del tiempo, qué hermosa travesía es vivir, con qué ardor se trasiega por los caminos que traza. Y no hay derrota alguna, ni decadencia que no se pueda transformar en ascenso, en dulce don que el corazón aplaude. Todo es clamor, luz que convida a que más luz acuda.
20.10.25
Blues sucio de Chicago para arrancar el lunes
Cuando se te ocurren muchas cosas que luego no haces terminas haciendo las que ni pensaste, empiezas a mover cosas que no debían ser movidas o a no mover las que urgía hacerlo, a decir cosas que no debían ser dichas o a no decir las que apremiaban o a ponerte a dieta cuando ni la salud ni la apostura lo exigirían. Un día vas a un lugar en el que no se te esperaba cuando había otro en el que se impacientaban por tu retraso. A veces hasta no acudes cuando se te esperaba. El problema es no saber emplear bien el tiempo, no poseer ese sentido de la pertinencia que, en otros asuntos, está bien enraizado, convertido en parte de nuestra propia identidad incluso. Uno es, por ejemplo, dueño de un piso o de unos libros sobre filatelia magiar o de una bufanda, pero no siempre podemos asegurar que hemos sido dueños de nuestro fin de semana o de una vida entera, ya puesto a entrar en honduras. Del tiempo se tiene siempre una impresión fragilísima, de las que se vienen abajo si se interrogan a fondo. No sabemos mucho sobre el gobierno del tiempo. Lo paradójico es que ocupamos una parte considerable de él en organizar cómo emplearlo de manera eficiente. Se gasta en hacer planes más que en llevarlos a cabo. Lo malo es el remordimiento, la idea muy precisa de que no regresa, de que el tiempo no mira jamás atrás. Hay quien dice el tiempo tampoco especula con lo que está por venir. Que solo somos presente, triste, aburrido, jovial, alegre, trágico, poético o amoroso presente. Está el hoy tan lento y el ayer tan huidizo, pero es al mañana al que damos el mayor esmero, sobre el que edificamos la completa existencia. Yo ya estoy pensando qué haré el próximo verano, cuando me jubilen: tengo preparado el libro que empezaré a leer (no será El Quijote) o el que escribiré (será una novela, aunque la última que publiqué me agotó) y hasta sé qué película estrenarán y a la que, si no hay impedimento, asistiré. Está el ahora, el ahora que dura tan poco que a veces ni tiene consistencia, como el azúcar que echamos en el café. De hecho, ahora tendría que estar haciendo lo que tenía pensado hacer, pero aquí me tienen, escuchando blues de los años cincuenta (suenan sucios y llegan antes al alma), abriendo el lunes. Aflige no poder echar el tiempo atrás o adelante. Es una aflicción lúdica y propedéutica, una sin asiento durable. Querríamos negociar algún tipo de receso, usarlo para ser hospitalarios con nosotros mismos. No hacemos eso casi nunca, no nos queremos lo suficiente. Amamos a los otros, les damos las mayores atenciones, pero se nos pasa cuidar lo que tenemos más cerca. No hay manera de atender nada de afuera si no cuidamos lo de adentro. Luego están las grandes decisiones, la necesidad de entendernos, pero quién se entiende, quién tiene claro nada. Tal vez se escriba para concederse un atisbo de luz. Todo lo termina zarandeando el azar, a todo le sobreviene un acceso de tragedia. De cualquier manera, seguimos braceando contracorriente. A veces concurren las circunstancias más propicias y el río fluye y nos lleva. Ahí es donde no pensamos, esos son los momentos en que nos sentimos plenos. Lo de que el tiempo pasa es algo de lo que no se debe ni hablar siquiera. Qué otra cosa podría hacer. Escuchar a Howlin' Wolf, un tipo grande, áspero en el discurso, pero simpático cuando dejaba la guitarra, hace que todo funcione. Escribir también.
19.10.25
Johannes Brahms me lleva de la mano por las calles de Córdoba en 1978
E l primer disco de música clásica que compré era de segunda mano. Cayó en el mismo lote con uno de Charlie Parker y otro de John Lee Hooker. El de clásica era una sinfonía de Brahms, la primera me parece, cómo podría acordarme. Tengo una idea fugitiva, un poco manipulada por el recuerdo, de que había unas nubes en la portada y el nombre del autor junto con el del director ocupaba el centro. Volví a casa entusiasmado. También recuerdo que compré tres discos por el precio por el que solía comprar uno. Para eso estaban usados. Era la edad en que el mundo era un hallazgo continuo. No se vuelven a tener cuarenta o cincuenta años, pero duele más no volver a los doce. Hay una euforia inconsciente, un anhelo de algo frágil y, al tiempo, inexpugnable. Es la época de no saber y de no querer saber. También, con la misma intensidad, la de creer saberlo todo y no querer saber nada más. Iba por días la cosa del conocimiento. Recuerdo que me encantaba salir a comprar discos. Manoseaba las monedas en el bolsillo y me tocaba el bolsillo trasero del pantalón para comprobar que la cartera con los billetes dentro seguía ahí. Solía carecer de idea sobre lo que iba a comprar. El decantarme por un disco u otro obedecía a sutilezas. Podría ser que el vendedor de la tienda tuviese puesto un álbum de Supertramp para que yo se lo pidiese, pero lo que adoraba era comprar a ciegas. Tocar las portadas en las cajas expositoras y dejarme engolosinar por la imagen que exhibían. Una mala portada podía malograr un disco entero. Así fueron mis doce años. El disco, el bendito vinilo, debía ser una obra de arte integral. Cuando lo sacaba de la tienda, solía rechazar la bolsa que me ofrecían. Qué placer llevar el disco bajo el brazo, enseñarlo a los demás. Decirles: mirad, mirad, llevo el mejor disco del mundo. Cada uno de ellos, en el momento en que los adquiría, eran indiscutiblemente los mejores discos del mundo. Esa epifanía duraba meses enteros. No daba la economía familiar para más. Creo que si hubiese podido hacerme con dos cada semana, se habría deshecho el hechizo, ese enamoramiento absoluto que duraba un mes completo. Volver a los discos antiguos significaba, lo pienso ahora, traicionar a los recién llevados a casa.
Aquel día era frío o yo quiero ahora que aquel día fuese un día frío. Yo no sabía nada de ellos. Brahms, Parker y Hooker eran tres extraterrestres, pero era yo el que iba a abducirlos. La ventaja de un disco de vinilo sobre cualquier otro formato es la consistencia física, el peso tangible, la sensación de que has adquirido algo que va a durar toda la vida, la posibilidad de llevarlo por la calle como el que lleva un lienzo de Rembrandt. Luego el tiempo hace sus cosas y lo que uno cree eterno queda en fugaz. Quedan briznas, nombres, pequeños fragmentos de una realidad preservada amorosamente en la memoria. Yo amo mi memoria al modo en que algunos sienten adoración por sus bíceps o por su pelo. No sé qué hubo esta mañana que me hizo pensar en Brahms, en Parker, en Hooker. Es asombroso el modo en que irrumpen en ella cosas que ni imaginas, pero que te pertenecen y de las que no tenías conciencia de que fuesen tuyas. En cierto modo no somos una persona que lleva una vida, sino que somos varias personas y son más de una las vidas que nos ocupan. En un compartimento de una de esas vidas estaban ellos tres: Brahms, Parker y Hooker. No sabría explicar el porqué de esa permanencia: persiste en mis recuerdos el día en que bajé a La Corredera y entré en aquella tienda de cómics, libros y discos de segunda mano. No sé si ya ha sido expoliada por el vértigo de los tiempos o sigue allí. Creo que fue Antonio Lendines quien vino conmigo, no sabría decirlo. Sería un sábado y volveríamos calle San Fernando abajo hacia La Ribera. En media hora estaríamos en el Sector Sur. Es posible que fuese solo, que no hiciese ni frío siquiera. Esa tarde andaría yo poniendo y quitando los tres discos en el viejo Stibert de mi padre. No habiendo escuchado clásica, jazz o blues, creo que fue una temeridad dejarme aquellos ahorrillos en la tienda. No me envalentonó la osadía de hacer algo original, sólo por el hecho de saber que lo hacía: era el deseo de conocer. Nunca me ha abandonado. Me incliné más por el blues y por el jazz y no ahondé en la música clásica. No entonces, al menos. Fue mucho después cuando me interesaron las orquestas y los cuartetos de cuerda. La culpa la tuvo un profesor de Dibujo que tuve en el instituto. Hizo algo que no entraba en sus planes, pero que consiguió absolutamente: me animó a escuchar la música con todos los sentidos abiertos. Rafael Mesa animaba a sus alumnos a que acudiesen a los conciertos que se programaban en la ciudad. Fui a muchos. Eran pequeños, admito ahora. Un grupo reducido que tocaba piezas cortas. Guardé los programas de mano, pero acabé perdiéndolos. Allí estarían Haydn, Mozart o Brahms. Uno debe ser agradecido. Da igual que hayan pasado casi cincuenta años. De no ser por Don Rafael, es posible que yo no estuviera escribiendo ahora. Quizá sean Brahms y Parker y Hooker los que hicieron que yo abriese los sentidos. Creo que siguen abiertos. A veces, en cosas que me interesan menos, suelo cerrarlos un poco. No es a posta, no persigo un fin, no hay una voluntad de menospreciar lo que se me ofrece. Tal vez es un mecanismo de defensa o una medida que me faculta para procesar todo lo que veo y escucho y leo y siento.
En ocasiones, cuando aprecio sensiblemente una película, un disco o una novela, pienso en todas las películas, en todos los discos y en todas las novelas que no veré, escucharé o leeré. Esa ansia es enfermiza, lo sé. No es curable, no hace falta que ninguna medicación me consuele. Se está bien en esa bendita locura, en la de tener los sentidos abiertos y aprovisionarse de todo cuanto se nos pone a mano. Es bonito pensar (pero no es real, es interesado, conviene a este texto tan sólo) que todo empezó el sábado en que fui a La Corredera con Antonio (creo que fue Antonio) y compré aquellos tres discos. Luego me hice fiel al jazz. Allí descubrí a Chet Baker y a Ella Fitzgerald, a Coleman Hawkins y a Gerry Mulligan. Hace un rato, sin mucho volumen, he escuchado a Brahms. La Sinfonía número uno es a la que más he vuelto. No entiendo mucho, pero la comprendo y ha sido compañera de mis viajes (interiores todos, no crean) durante muchos años. Conversan flautas, clarinetes y trompetas. Don Rafael decía que había que abrirse de orejas (luego eso fue una película de Stephen Frears, Prick up your ears, con un principiante Gary Oldman), y eso es lo que estoy haciendo. Abrirme de orejas, lo que pueda, lo que recuerde. Yo creo que este señor con barba blanca que se parece a Walt Whitman me llevó de la mano por las calles de Córdoba cuando yo tenía doce años.
18.10.25
El dulce cansancio
Los años acaban por delatarse,
publican sin pudor miedos y vicios,
airean la cuenta de sus engaños.
Libran una batalla
íntima con las palabras,
las desautorizan,
las rebajan y sancionan.
La vida dicta severas
instrucciones de uso,
disciplinas precisas,
quiebra el talle firme,
malogra el loco
vértigo de la sangre.
Duele vivir.
Cansa incluso.
Somos el vano fulgor.
Estamos en manos de ciegos dioses.
Así el tiempo mide
su espanto en días.
Así lo oscuro
es luz con un misterio adentro.
Fuengirola, agosto 2008
Villafranca de Córdoba , octubre 2025
Tres cielos
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