El imaginario de zoología fantástica tiene pocas criaturas que conciten la unánime opinión de que son de verdad fantásticas. Lo asombroso es que una de ellas no sea invención o abono de leyendas sino tangible y absolutamente real. Hasta el nombre, narval, tiene resonancias de fábula o de épica. El propio unicornio es extensión mitológica suya. Su colosal cuerno, estilete fabuloso, lo sublima. Es fama que Isabel I de Inglaterra tenía uno de ellos como valioso talismán. Dentado y tímido, es criatura que vuelca embarcaciones de gran calado en la imaginación de Julio Verne. El profesor Aronnax y el arponero Ned Land se proponen capturar uno en la incomensurable 20.000 leguas de viaje submarino. Arrojados sobre él cuando le dan caza, comprueban que el lomo del la bestia "está hecho de planchas atornilladas". Nemo es el mismísimo Ahab y el narval es su Moby Dick enfebrecido y cruento. No sé si Lovecraft lo habrá traído para representar alguna presencia maligna, uno de esos monstruos ancestrales que pueblan el fondo del mar y perturban el sueño de los navegantes. En mi recuerdo de lecturas adolescentes, veo calamares gigantes, krakens descomunales que abrazaban barcos enteros y los sumergían en un aterrador abrazo o veo al leviatán, monstruo emanado directamente de la mismísima divinidad, representado por una especie de ballena con hambre de hombres (excusad la redudancia fonética) y capaz de alojar en su vientre una flota de mercantes o un drakkar vikingo. Lo que no podré olvidar (aparece de vez en cuando, inevitablemente esas imágenes perduran con asombrosa nitidez) es al narval, al delicado (a pesar de todo) unicornio del mar.
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