En Las truchas, una película muy injustamente olvidada, los comensales se ponían hasta las trancas de pescado. Leí hace poco sesudas inflexiones mentales sobre la metáfora del pescado y el concepto de España. Cosas de cronistas sesudos. La melopea de Sarkozy en una rueda de prensa me recordó algunas películas y la dificultad de muchos actores para fingir el don de la ebriedad. El mandatario galo se apipó algunos chupitos de vodka con su homólogo ruso, pero el hígado pre o pos-soviético está más preparado para estos arrullos etílicos. Bush, en la cumbre del G-8, bebió una insulsa cerveza sin alcohol mientras Blair se ajustaba entre pecho y espalda una generosa ración de espuma, lúpulo y malta que ocupaba la mitad de la manga de su chaqueta. El recientemente fallecido Yeltsin era famoso por su jovial querencia a la botella. El líder yankee, vocinglan sus biógrafos, arrastra un pasado infame de excesos alcohólicos, aunque ahora sea adalid de la liga de abstemios y no conviene mover un renglón en esta historia de redención y de rehabilitación vaya que si vuelve al lingotazo al buen hombre le de por ponerse más agreste y mande tropas a diestro y siniestro, que para eso son suyas y de Dios, que vela sus actos y no dudo que le arrima al oído sabios consejos sobre el pirriaque, que es un término que en mi tierra se estila mucho y a mí me resulta fonéticamente impecable.
Al cine, nuestro amado vicio, se le achaca habitualmente fomentar ciertos hábitos imprudentes, digamos. No hace falta hurgar en demasía en nuestra nutrida memoria: cuando el ajetreado detective acuda a su casa tras la jornada de pesquisas y sinsabores, abre la nevera y se despacha con notoria fruición una cerveza que no se salta un galgo. Cuando no, destapa la botellita de whisky y se sirve sin mesura tragos cortos y secos, que le entonan muchísimo para que pueda afrontar los azares de la trama sin exhibir, en ningún momento, apesadumbramiento, morosidad, desgana. Añado el tabaco y cierro la escena. Hay películas en las que no se deja de fumar. Las connotaciones biográficos de una botella de whisky y un paquete de cigarrillos informan más que diez minutos de metraje sobre la fatalidad de nuestro protagonista. El tabaco era un síntoma de aristocracia. Había ( incluso ) que saber fumarlo. Hay, en todo, en esta vida, distinción, poses, maneras de afrontar un hecho y, lejos de que parezca futil o vacío de contenido, hacerlo distintivo, propio de unas maneras sibaritas de vivir la vida. No fuma igual José Isbert que Lawrence Olivier. No es lo mismo una escena en la que bebe nuestro inefable Paco Martínez Soria que el también inefable Cary Grant. Glamour.
Inevitablemente hacemos lo que vemos: imitamos al cine porque lo que el cine expone es lo que suponemos que es la vida, que a veces queda muy afuera.
Las posibilidades dramáticas de un actor se ven amplificados si tiene un cigarrillo en los dedos. Humphrey Bogart es Humphrey Bogart con un pitillo. El cine negro ha divinizado cientos de fotogramas en los que los hampones y los policías, las rameras y los lacayos, los detectives cutres y los gigolós de turno exhibían un notorio cigarrillo entre los dedos. El humo del tabaco ha coreografiado demasiadas películas como para ahora hacer un balance provisional que convenga al propósito de este escrito. Belmondo, en su rol de delincuente divertido, vividor y romántico de la estupenda Al final de la escapada, no deja de fumar. Humphrey Bogart tiene decenas de películas en las que el vasito de bourbon o de whisky añejo parecían atrezzo.
El inventario de toxinas que dañan el cuerpo pero aditamentan el encanto personal es también literalemente imposible de desbrozar. Sherlock Holmes se atizaba buenos lingotazos de absenta y fumaba en pipa como el que se deleita con el aire purísimo de los Picos de Europa. Por no hablar del puro totémico y antológico de Groucho Marx en sus impagables gags.
El cine reciente, políticamente correcto, obvia estas intoxicaciones que los guiones incluían sin maldad alguna. No eran tiempos en que los Gobiernos se hicieron voz de sus gobernados y cuidaran de que no se excedieran bajo el manto de su protectora ala. Ahora, a beneficio de los ministerios de Sanidad y a quebranto de las tabaqueras y los negocios de alcohol, las cosas han cambiado mucho. La novia de Superman fumaba en las películas así que es fácil deducir que el espectador novicio, escaso en edad y ávido en emular los comportamientos de sus mayores acabara comprando tabaco cuando la edad y las leyes así se lo permitieran.
Los caminos de entonces son los candados de ahora. La censura ha reabierto sus comités y ha reescrito sus estrechos márgenes de acción. Todo lo que fomente hábitos saludables debe ser bien recibido, pero no es posible, a esta altura de la película, borrar a James Dean, negar que el cigarrillo era un añadido a su icono, que Bogey fumaba sin reparo en alentar rutinas de ocio poco saludables. Quien habla del maléfico tabaco puede también añadir el infame alcohol. Todo el western, ese género fundamental en la Historia del Cine, sería inquisitorialmente revisado para confirmar que el alcohol campa a sus anchas por los saloons y las petaquitas que los héroes a caballo celan en su polvorienta chaqueta. Entiende uno que Sanidad, ese organismo abstracto que cela por el bienestar de la ciudadanía, exija que las películas no hagan ostentación gratuita de los placeres del maligno humo o del infame licor, por no citar sustancias menos consentidas y de más delictivo alcance. Hasta Garci, el bueno de Garci, el pedagogo del cine en la tristona televisión pública, dejó su estupendo Qué grande es el cine ( 400 y pico de cintas clásicas, ahí es nada ) por la corrección política de no poder fumar a gusto en pantalla. El Loco de la Colina, ahora retirado por mor de otra censura, gustaba de beber entre un espasmo verbal y otro, recuerde el amable lector su lacónico y conciso arte, un traguito de algún estimulante. Y mientras, afuera, en la en ocasiones agreste calle, los jóvenes se destrozan el futuro y la cordura con botellones pantegruélicos a los que, de momento, no se ha metido mano. Estas incongruencias son las que alarman a este escriba de lo cotidiano que bebe moderamente, y con fruición cuando la calidad de lo bebido así lo dicta, y ya no fuma, salvo bautizos, bodas y otros egregios encuentros familiares de excusable debilidad.
Al paso que vamos, caso de que las restricciones gubernamentales se aficionan a estrangular más el legado de los años, encontraremos que el cine clásico, el que no estaba legislado por restricción alguna y no caía en estas cuentas tan saludables, no lo pongo en duda, terminará por ser categorizado con la temida "R" americana, letra que engloba al cine violento, pornográfico o excesivamente tolerante con drogas de más imponente calado. Claro que igual cogen algún photosphop de última generación y le borran a Bogart el cigarrito y el humo circulante. Casablanca ya no será Casablanca. El cine negro será más blanco y Gilda, la mujer fatal aureolada por el humo de su Chesterfield, será Gilda-libre-de-humos. Como alguna Liga de la Decencia concite los favores de Bush, el abstemio, pronto vamos a ver bajo algún Ojo Censor, jodío Catón, todo exceso carnal. Y así vamos dando pie a quién sabe qué arteros bandos del Poder que cuiden por nuestra integridad, nuestro honor y la salvaguarda de algunos valores probablemente perdidos en estos tiempos de zozobra, vértigo moral y alguna que otra ronda de vodka en el backstage de los jerifaltes del Universo. Parece todo esto la letra de un bolero.