30.5.20
No hemos aprendido nada
Acabo de volver de hacer el paseo periférico a mi pueblo. No por conocido deja de cautivarme su esplendor, su abrazo tutelar y limpio, pero no traigo conmigo una alegría redonda: la han reducido todos los irresponsables que caminan sin la protección debida. No hacia ellos, sino hacia todos los transeúntes con los que se tropiezan. Como los caminos son los mismos, los peligros están socializados. No sé qué hace falta para que entremos en razón. Ya que la posibilidad de enfermar (o de hacer enfermar a otros) no les asusta, tendrá que ser aplicada una sanción que les incomode con más fiereza. Una vez se les multe, saldrán embozados, o no saldrán. Ambas cosas me satisfacen a partes iguales. Duele esa indiferencia. Porque el ignorante tiene una coartada intelectual, pero el apático, el anárquico, el que pasa por el placer de señalar su desidia, merece la aplicación estricta de la ley. Añadir que no hay policía pandémica hará que la conversación se disuelva en este punto y pierda toda posibilidad de avance y resolución. Pena y vacío traigo. Creemos que ya hemos vencido, pero no hay victoria de la que alardear, todo está por hacer, la guerra no ha hecho nada más que dar sus primeros escarceos. Vamos al medio millón de muertos y parece que es una ficción que programe Netflix en horario nocturno. Septuagésimo séptimo día de caos y de fiebre y de vértigo. No hemos aprendido nada. Estamos como al principio o incluso estamos peor, porque ya hemos visto la función teatral y sabemos la dinámica de la trama, su apariencia de irrealidad, su condición invisible y letal.
Dios ha abierto todos los caminos
"O bien Dios quiere quitar los males y es incapaz de hacerlo, o puede hacerlo pero no quiere; quizás ni quiere ni puede, o tal vez quiere y puede. Si quiere pero no puede, es débil, lo cual no concuerda con su carácter; si puede pero no quiere, es envidioso, algo que también está en desacuerdo con él; si no quiere ni puede, es tanto débil como envidioso, y por lo tanto no es Dios, pero si quiere y puede, que es lo único que resulta apropiado para Él, ¿de dónde vienen entonces los males?, o ¿por qué no los quita?"
Epicuro de Samos, siglo III a.C.
Lo hermoso de las paradojas, la de Epicuro es fascinante, es que distraen de asuntos de mayor importancia. Te concentran en un delirio verbal, en una especie de limbo en el que la realidad no es nada más que un acertijo y se te ha encomendado descifrarlo, pero la realidad contiene un discurso más hondo, al que a veces hay que procurarle una poda, un ajuste de cuentas que nos haga más felices, no más brillantes, ni más filosóficos. Conozco cientos de argumentos irrelevantes que conmueven mi alma sensible con más fortuna que los altos, hondos y nobles, relevantes todos, que ocupan páginas trascendentes. La metafísica es una distracción para ociosos. Benditos ellos. Me encantan todas las dulces peripecias del espíritu y declino cortesmente las insinuaciones espesas de la cultura, toda esa argamasa fungible con la que se han ido construyendo las civilizaciones. Comprendo, al cabo de los años, que el mundo va a seguir girando sin mi contribución. Que mi trabajo en la tierra es insignificante. En términos muy parcos, he aceptado que no doy más de mí y que todo lo que más placenteramente me entra proviene de la industria de las amenidades, excluyendo de esa nómina las cosas serias, las que arrugan el ceño y predisponen al ánimo al decaimiento. No crean que esa conclusión (no dar más de mí) me ha alegrado las pajarillas. Bien al contrario, he sentido una punzada en el corazón, un quebranto en el cerebro y una aspereza en los labios cuando le he confesado a mi buen amigo K. mi renuncia a entender el mundo, mi alegre matrimonio con los placeres frívolos, mi completa adicción a lo pasajero. Más ahora, más aquí, cuando el mundo se está mirando y los animales campan por las avenidas, aunque la desescalada los esté devolviendo a un confín agreste e invisible.
K. no me ha fallado: me ha mandado a tomar por el culo graciosamente y me ha dicho que mañana, pasado a lo más lejos, vuelvo a los placeres intelectuales, los que adiestran el alma contra los rigores del tiempo, los que te curten por dentro. No haces mal a nadie, Emilio, pero al final el que sale perdiendo eres tú, ha sentenciado hace bien poco, minutos antes de largar esta manifestación bastarda de mis vicios. Inocente se vive mejor, le he contestado. Ensimismado. Embebecido. Fija la mirada en un punto distante, dilucidando la naturaleza de la luz, calculando la gravedad de la fuga. A lo que concluyo con la peregrina idea de que o bien Dios quiere que sea un ser elemental y me inspira para que me esmere en ese propósito o quiere que afine mis sentidos y les encomiende la misión de entender el mundo. No entra en ninguna de esos cálculos que nadie se percate de que haga una cosa u otra. O bien: he aquí el barrunto final de mis cuitas, no hay Dios y nadie vigila mis destemplazas. Nada se puede afirmar con rotundidad sobre nada de lo que hoy he dejado escrito. Ni sobre la certeza de lo que expongo ni sobre el intrascendente (para mí) hecho de que existe o no un Ser que tutela mis desvaríos, vigila mis pasos y me espera allá en lo alto, vivífica y extemporalmente. Dicho lo cual queda en el aire viciado de los bits, amable lector, si en el fondo no estaré ya decantándome por uno de los dos criaturas que me pujan dentro. Seguro que en algún recodo del camino lo he dejado claro. Lo otro es la ocupación de las ciudades por quienes no estaban invitados: es la señal de algo primordial que acabará olvidándose, como todo. Tenemos la memoria frágil, somos alumnos poco aventajados. La didáctica es endeble.
28.5.20
Dietario
Acostumbran los dietarios a convidarse de intimidades. No las previstas a veces, las que exhiben con tumulto el interior de quien los escribe, sino otra manifestación más pudorosa, una especie de constatación de la realidad a la que se somete a un tamiz personal. Se puede escribir de cualquier cosa y darle el apresto propio. La inspiración acude cuando una palabra trae a la otra y acuden más y se van abrazando o apartando, considerando cuáles van forzadas, si chirrían o copulan con todo el pudor del mundo o sin ninguno en absoluto. En ocasiones, he pensando seriamente en que la escritura se escriba sola, perdonadme la conveniente redundancia. Incluso entra en lo razonable dispensar al yo, tan fácil ese recurso, el de contar de uno mismo como si algo propio impregnara el aire o fuese de verdad importante lo que se nos ocurre. Apartar al yo pues y explayarse en lo que le circunda, en su periferia privada. Hay en ellos cierta querencia a la digresión o a ese divagar entre lo filosófico y lo pedestre donde cabe un aforismo metafísico sobre la eternidad o una reflexión mundana sobre la influencia del olor del café en la creación poética. A ratos concurre el tono sombrío; en otros se aprecia la ocurrencia hilarante. Discurre lo escrito a medias entre el ensayo y la confidencia. O entre lo poético y lo real. Dietarios que expresan una voluntad de excedencia de la vida y, al tiempo, paradoja y milagro, se nutren extraordinariamente de ella. Escrituras rotas. Tiene escribir el recado de enhebrar o deshilachar. Por registrar los hechos. Por darles una vida más allá del momento fugaz en que transcurrieron. Así hoy no habría que sacrificar la imagen del sol al retirarse con morosa decadencia a su confín de oro y la noche ocupó el cielo de Lucena en la azotea de mi casa. Cosas que se perderán como lágrimas en la lluvia (lo dijo un replicante) cuando deje de escribir. Hace unas horas le hice una fotografía a ese prodigioso instante. La idea era colocarla en la cabecera de este texto. Hay imágenes de las que el texto sale como una emanación inevitable y hay textos que buscan una imagen concreta, no otra. Este no requiere apoyo visual. Está el sol. Se oculta con parsimonia. Es un gesto antiguo, pero de pronto sospechas que es nuevo. Algo en la manera en que ha sucedido en esta ocasión te hace tener esa alocada certeza. Como si acabara de empezar todo y fuese su primera retirada. También la noche tuvo arrojos novicios y tuve que quedármela, guardarla ahora para que no se me olvide.
26.5.20
Haikus de cuarentena
Cuento las cosas que pensé hacer y a las que no he aplicado atención alguna y me sale una lista enorme que, entre la perplejidad y la vergüenza, decido olvidar y hacer una criba, montar una lista nueva con la que resarcirme y darme una pequeña satisfacción. Dije de ver cien películas y leer cien libros. El confinamiento era idílico, me procuraba el sedentarismo que reclamaban esas altas obligaciones de mi espíritu. En todo caso, a fuerza de improvisar, no me he quedado corto, he probado de aquí y de allá y no es precisamente vacío y arrepentimiento lo que siento. Lo que me pasa es que se me quedan los días cortos. Requieren un arrimo de horas para que cuadre todo lo que les exijo. No he leído la obra completa de Lovecraft, ni he escuchado jazz a diario, pecados veniales que cualquiera podría considerar irrelevantes. No he terminado mi novela (no la acabaré nunca a este paso). No he escrito un libro de sonetos (es un deseo que me urge cada vez más). Escribo y leo, paseo y duermo, fumo y trabajo. A veces esas actividades se entremezclan y acudo a ellas sin haber escrito lo suficiente o leído lo suficiente o paseado lo suficiente, en ese plan un poco estresante, ya lo sé. Mi amigo Manolo decía que la verdadera aventura era la del orden. Se puso serio con esas cosas cuando lo prendió la enfermedad. Ahí entendió el placer de empezar algo y no cejar hasta que acabara. Saber dónde está cada cosa cuando se la necesita y no descuidar cierta imperfección, la que nos hace humanos y a la que regresamos por la sencilla necesidad de sentirnos vulnerables y frágiles y reconocer al asombro como el aliento que mueve la dinamo de los deseos. A veces me acuerdo de él. Pienso en todo lo que acometió y la firmeza con que rubricó su ansia impecable por vivir. Nos dejó con el trabajo a medio hacer, hubiesen sido precisas cuatro vidas para que todo lo que rumiaba tuviese asiento en la realidad y danzara en el aire como pájaro al que han manumitido de su clausura. Era bueno Manolo. Se echa en falta gente buena ahora que hay tanta maldad escondida debajo de las mascarillas. Algunos la ejercen sin ella, lo cual es una maldad doble, no sólo punible con la ley en la mano sino dramática por todo lo que significa no respetar al prójimo, perjudicar mi salud, hacer que mi sacrificio no cuente y se desbarate por la desidia o por la ignorancia ajena. No es un texto triste, a pesar de que pensar en Manolo siga causando tristeza. Tenemos un mundo ahí afuera al que hay que cortejar. Es tan hermoso y hay tanto que hacer con él. El asunto final es siempre la belleza, su incansable búsqueda, la idea insobornable de que cada pequeña cosa a la que nos entregamos es un homenaje a su presencia. Recuerdo una canción de Alison Moyet, esa dama de voz profunda y cuerpo generoso que cantó en Yazoo: Somos débiles ante la belleza (Weak in the presence of beauty). También estos tiempos son hermosos, a pesar de todo. Manolo habría abierto un cuaderno de haikus sobre la pandemia. Eso nos hemos perdido.
La triste certeza de las cifras
Amigos a los que sinceramente aprecio eluden pronunciarse sobre la pertinencia de las restricciones que se arroba el gobierno en su gestión de la pandemia del Covid-19. Se abstienen con serenidad, no hacen tampoco alarde de esa voluntad privada. Tienen opinión y podrían darle la elocuencia que a veces se echa en falta, pero prefieren esa apatía dulce que consiste en no decir, en no manifestarse, en cuidar de que alguien sepa qué piensan sobre los asuntos candentes. Siempre me fascinó ese adjetivo (candente) aplicado a los asuntos. Los habrá livianos, de fuste vago, apenas relevantes o incluso frívolos. Ahí no escatiman palabras, se explayan en ese trasunto doméstico, convierten la conversación en un delicioso prodigio, en un milagro intrascendente. Cuando en alguna ocasión hemos hablado por teléfono (hace que no les veo, hace mucho que no tengo los tratos habituales con los míos) han escabullido darle alas a lo que han escuchado y posicionarse. Hacen como el Bartleby de Melville: prefieren no decir. Lo paradójico es que de alguno tengo la certeza de que bulle en ideas y está absolutamente al día de cuanto ocurre. Luego está el pensador fértil, el que a todo debe imponerle su rúbrica. Algo parecido a lo que yo hago cuando escribo, aunque desbarre y todo acabe en espuma de mi delirio creativo. Ayer uno de esos amigos me intentó convencer precisamente de eso: de la conveniencia de la mesura, de que no conduce a ningún sitio declarar si uno es de aplaudir las decisiones del ejecutivo o de censurarlas. Hay mucho orador no autorizado, venía a decir. El hecho de que yo no me muestre no tiene la menor importancia. Quizá tampoco la tenga que otros hablen más de lo que se les solicita. Mi estado natural es el silencio, al menos en lo que conozco. De hecho, tampoco vosotros sabéis mucho, a pesar de que no estéis callados. Se pronuncian con sequedad y a veces se dejan caer con la transcripción de una estadística. Las cifras son fiables. Todo lo demás entra en el capítulo de la especulación. Uno se ha borrado de un grupo de Whatsapp. Sigue tratando a sus miembros en la vida real y en la de la pantallita, pero ha cerrado el grifo de las charlas subidas de tono. Hay muchas. Pero me han pedido cuentas, que por qué me he ido, me dice. No se piden razones para entrar, no deberían pedirse al salir, razona. Hay cada vez menos ingresos en hospitales. Los muertos no son tan alegres. Contamos los que se esperaba que no lo contasen, es fácil la aliteración, terrible la conclusión. Se muere ahora con más dramática difusión. No sólo se enciende la tragedia íntima sino que esa pérdida engrosa un cómputo, una lista triste. K.sostiene que estos muertos son más nobles. Una especie de héroes caídos en una batalla invisible. Les deben un homenaje. Una zona cero mental. De eso sí hablarían mis amigos reticentes. Por respeto. Por un sencillo acto de amor fraternal. Andamos escasos.
25.5.20
El ruido
23.5.20
Reseña de "Cuando nos creíamos poetas" de Xavi Nuez
Hay que hacerse grande. También se dice pasar página. La idea de ambas frases hechas (no tiene nada que ver lo que significan como conjunto a lo que dicen sus palabras por separado) es la misma: la de madurar. El nuevo disco de Xavi Nuez, tercero en solitario, exhibe esa madurez sobrevenida cuando tienes muchos discos a las espaldas y una edad en la que se observa la industria de la música desde una perspectiva más serena. Imagino que Xavi no tendrá un sonido propio todavía. No es cosa necesaria todavía. Quizá lo deseable sea que no lo tenga. Que vaya yendo aquí y allá. No lo tuvo mi admirado David Bowie, que experimentó hasta que él mismo fue también una probatura, un proyecto maravilloso de fácil acomodo a las nuevas tendencias y al influjo majestuoso de la música que los músicos escuchan. Con su cumpleaños, no pude felicitarle como debe ser, se me pasó, vino la puesta de largo en plataformas digitales de su emocionante nueva entrega. Cuando nos creíamos poetas no se parece a Historias varias o a La última estación, del que también traje aquí una pequeña reseña, pero comparten el mismo aliento entusiasta, idéntico encanto. Si eran discos eclécticos en estilos, delatando que Xavi Nuez es melómano y se exige hacer con sus canciones tributo a los géneros que le gustan, este nuevo álbum da un paso más, aporta esa madurez nombrada. De ahí que meta trompetas, violines, acordeón y hasta un inocente y vibrante coro infantil. No es el disco de una persona, sino el sueño de muchos. Hay muchas manos, mucha profesionalidad debajo. Mucho trabajo, imagino. Las canciones han adquirido una consistencia mayor. La parte pegadiza, la de radiofórmula, no censura que haya tramas más complejas en las melodías y texturas mucho más trabajadas. Es el fruto de la edad, cierta necesidad de cumplir un peaje sentimental, una especie de pago por el placer acumulado de tantos discos. Puestos a buscar semejanzas, en ese juego de buscar adherencias, ritmos y patrones ajenos, locual es legítimo, el disco es Bob Dylan (el folk, el eléctrico) y es The Waterboys. Hay reggae urbano (Ay Mitek Halic, con su encontradizo coro de estadio) y hay baladas (Un crit de llibertat, Mentre nena plorem al carrer, con una abrasadora armónica y su riff clásico). Abunda el rock desenfadado, esa es la cuna, ahí está el sedimento irrenunciable (Oh Diley, que no enojaría al Springsteen más comercial). El tempo lisérgico (al principio, luego se encabrita y adopta un tono de pop ochentero con su perfecto coro de niños) de Ya nada será igual cierra una obra honesta. Es mi favorita. Xavi Nuez da de sí lo que él mismo todo lo mejor que sabe. Como todos los discos, salvo los malos, precisa su decantación lenta. De hecho, en la segunda audición aprecias matices que pasan desapercibidos, acuden después y se asientan. Por último, convenir que la voz de Xavi está pletórica. Gusta mucho o cuesta aceptar ese roto vocal que impregna cada pequeña línea. Tiene autenticidad; tiene el timbre perdurable: la reconoces al momento. Ojalá (es mi deseo) llegue alto y llegue lejos. Merecimientos tiene ya de sobra. No es un nuevo fichaje. Está curtido, ha madurado. Es bueno creer que se ha sido poeta. Lo somos todos sin que intervenga la voluntad de serlo. La música es la que sale ganando. Por favor, denle un ratito.
22.5.20
Virólogos
Un viejo debate era el de ser de ciencias o de letras. Cada uno esgrimía sus razones o no esgrimía razón alguna y su tesis no precisaba prosperar, sino exhibirse a modo de insignia. Yo soy de letras. Yo soy de ciencias. Conforme han ido pasando estos días de confinamiento doméstico y escalada de tragedias afuera, uno se ha dejado convencer por la primordial injerencia de las ciencias en la vida. No es que tengamos tecnología y dependamos de ella de un modo absoluto; no es que las máquinas ocupen un lugar preferente en la gestión de lo social y en trajín de lo privado: es que dependemos de los científicos. Ahora más que nunca. Es de ellos la llave que abrirá la puerta de una posible salida de este marasmo vírico. Vendrán otros. Creo que ser virólogo (por desgracia) será una profesión de futuro. Si un niño, al ser preguntado, suelta que de mayor quiere luchar contra los virus, hay que estimularlo, comprarle un microscopio, dejarle que vea documentales en televisión, comprar libros sobre monstruos invisibles que devastaban las ciudades. Quizá salve millones de vidas cuando empiece a trabajar. Si es que no se queda a mitad del camino. Si es que no le entorpece la administración su progresiva adquisición de experiencia, conocimientos y títulos. A pesar de todo, no hay que dar de lado a las letras. Hay poesía en el desastre. Nos manejamos con metáforas. La belleza hay que contarla también.
21.5.20
Lo
Lo verdaderamente asombroso es que hayamos tardado tanto. Lo extraordinario será que todo vuelva a ser como antes. Lo triste es que no hayamos puesto empeño en evitarlo. Lo paradójico es que no estemos aterrados. Lo lamentable es la sensación de que en el fondo lo que importa es el tintineo de las monedas en la caja. Lo trágico es que no tengamos tintineo, ni monedas, ni caja. Lo deseable sería que hubiese sido un sueño. Lo imperdonable es que todavía desoigamos las advertencias. Lo prudente sería no bajar la guardia. Lo malvado sería echar la culpa a los que mandan. Lo injusto sería no echársela. Lo razonable sería no opinar sobre lo que no se sabe. Lo normal es que opinemos. Lo predecible es morirnos. Lo dramático siempre es que sea precisamente ahora. Lo acostumbrado es olvidar y mirar al futuro. Lo recomendable sería recordar y consultar al pasado. Lo mejor es no contar las bajas. Lo peor sería que alguien nos cuente. Lo escandaloso es que el terror tenga audiencia. Lo útil sería arrimar el hombro. Lo absurdo es tener que decirlo. Lo más duro es no saber cuándo acaba. Lo presumible es que venga otro. Lo raro es que nos hayamos acostumbrado. Lo increíble es que esté sucediendo. Lo aprendido no valdrá para nada. Lo hecho no servirá de mucho. Lo inteligente sería aceptarlo. Lo realista sería convencerse de que nada será igual en adelante. Lo maravilloso podría ser que la bondad terminase por asentarse en la convivencia. Lo gratificante es que se termine por descubrir la vida interior. Lo crudo es que, a medida que la interior prospera, la exterior se deteriore. Lo inasumible es que prospere la idea de que la salvación dependa de la responsabilidad ajena.
19.5.20
Reseña de "Caballos perdidos en la tormenta"
Hoy hablan de mi libro por aquí. Se siente uno azorado, turbado por las elogiosas palabras. Feliz porque mi criatura tome vuelo y se lea. Para eso se escribe. Gracias, José Luis.
Los caballos trotan. Clicar aquí para leer.
Los caballos trotan. Clicar aquí para leer.
18.5.20
Un sueño dentro de un sueño
Viene a ser un cuento de ciencia-ficción en el que se incluyen grumos más o menos gruesos de novela decimonónica. Yo me levanto por la mañana y recuerdo con pasmosa precisión el sueño que tuve. La vigilia me consuela. Debió ser uno de esos sueños terribles que, al desvanecerse, hacen que agradezcas hasta la más mínima trama de la realidad y agradezcas el trino de los pájaros y el azul del cielo a través de la ventana. Estoy en un palacio o es la idea que tengo de un palacio o la que tengo de un sueño. Me saluda alguien tan parecido a mí que no aprecio que en realidad soy yo mismo el que se ha acercado a saludarme. La paradoja de que ande por ahí duplicado no me solivianta mucho. Tampoco me perturbo cuando una tercera persona idéntica a mí en todo me dice si estoy bien, a pesar de las circunstancias. Remarca lo de las circunstancias con una voz más impostada, como si la recitara o pretendiese que yo salga de mi marasmo y le atienda. No se me ocurre qué decirle. He hablado tanto conmigo mismo que prefiero encontrar el momento idóneo y explayarme sin prisas. En un jardín que se divisa desde la ventana a la que me asomo, mis desdoblados platican la mar de felices, hasta se ríen. Unos se parten más que otros. Cuento y me da que hay seis. Visten igual, el mismo pijama con una nave imperial de Star Wars estampada en tonos plateados. Me empiezo a preocupar cuando abandonan el círculo de las risas y vienen hacia la ventana. Lo hacen en formación militar. Mueven los brazos con una coreografía marcial. Entran en el palacio. Se les oye a lo lejos. Las botas atruenan en el piso. Entran en la habitación. Yo sigo en la ventana. Entonces cierro los ojos. No está lo que no veo, es un sueño, no son de verdad, no son desdoblados míos, no soy yo varias veces. El hecho de que sea yo mismo el que intente causarme daño hace que no me aterrorice del todo, ya ha pasado eso antes. Creo que, puestos a que llegue un momento trágico, un instante que separe la vida de la muerte, mi yo hostil flaqueará, no habrá punción ni tendré que gritar por si hay alguien más en el palacio y acude a socorrerme. No hay más que contar, nada más que ahora pueda recordar sin que introduzca la ficción. Literatura realista. La realidad también funciona en los sueños. No cabe argumentar si es más fiable que la tangible, la constatada y mesurable, la que nos depara la vigilia. El oficio de contar los sueños es siempre defectuoso. No hay trama o la hay fragmentaria y quebradizamente.
17.5.20
El veneno es el futuro
La realidad está llena de circunstancias disuasorias. Uno se arrima a un propósito y a poco que se aplica en su desempeño encuentra razones que lo censuran o se engolosina antojadizamente con otro. Esta zozobra proviene de la velocidad con la que nos manejamos en el trasegar de los días. Nos echamos atrás porque el deseo que prevalece es el de acaparar más de lo que podemos. De ahí la sensación de agobio puro. En cierto modo, valdría rescindir las obligaciones que voluntariamente o no nos hemos adjudicado. Dar algunas por irrelevantes, haber que pierdan el apresto con el que se convocaron. Concentrarse en pocas. Entregarse con fruición en ellas. Encontrar en esa pequeña alteración de la rutina una costumbre nueva, la de amansarse y disfrutar de cada ocasión y de cada disciplina como si fuesen la única ocasión y la única disciplina. No pensar en nada que nos distraiga de esa empresa y, al darla por acabada, afanarse en dar con otra que la releve y nos procure una distracción distinta. Hablar por hablar, me dice K. Te evades pronto, piensas en qué harás cuando vuelvas a casa. Es posible que una vez en ella caigas en la cuenta de que te supo a poco el paseo, no fue regocijarte, no lo hiciste tuyo, te dejaste envenenar por planes posteriores. Así el domingo transcurre entre libros, discos, tareas domésticas, ideas sobre el futuro. El veneno es el futuro. El presente se adelgaza, pierde su fuelle tangible. El pasado es un añadido recusable. No siempre importa. El hoy tan frágil y el mañana tan evanescente y etéreo. Esta tarde me postro en el sillón de orejas y le concedo a la siesta la consideración más alta. Luego ya veremos.
16.5.20
La vida secreta de las palabras
Se oye con frecuencia la palabra bodrio para nombrar lo mediocre o lo malo, cuanto no tiene calidad. En su origen, el bodrio era una sopa de desechos servida las más de las veces en conventos. La sorbían a manos llenas los mendigos, las clases bajas, el vulgo sin oficio y sin techo, todos a los que la calamidad o la fatalidad habían arrojado al rigor de la intemperie y de la limosna. El cuenco caliente aliviaba el frío y los mendrugos de pan y la escasa legumbre que animaban el caldo confortaban el estómago, que era un cuarto oscuro a donde no entraba nada, puro desconsuelo. Fue brodio antes que el bodrio que ha perdurado y viene del alemán, significando sopa, sin más. Consta el baile de vocales y de consonantes en el correr de las palabras, en su poco asiento en el aire. Los bodrios de ahora no apuntan a la asistencia social, no tienen nada que ver con comedores que reparten un plato de comida, un postre sencillo y un café a los necesitados. Tiene bodrio la contundencia fonética de la que carecen otras palabras que tal vez en su significado profundo perturban o conmueven más. Ha quedado, pues, en la cosa mal hecha, despachada sin alarde alguno, apresurada o confiada a los ingredientes de extracción o inclinación moral más baja. Porque la palabra, en se vértigo de los años o quizá sean siglos, se ha dejado atraer por la cosa moral y dejado de lado la acepción primera, la de la sopa de los desechos para las clases desfavorecidas. Ayer escuché con desaforado asco por quien la pronunciaba bazofia. No pude evitar pensar en el bodrio, he ahí la concomitancia de las palabras, su deseo de matrimoniarse unas con otras para alcanzar un fin de mayor enjundia, aunque no sepamos cuál es. Luego extraje la palabra morralla. Bodrio, bazofia, morralla: un trío espectacular, me dije. No son palabras que se enconen al desuso, como otras, por suerte o por desgracia, no hay consenso en que sea bueno o malo que tales cosas sucedan y las palabras nazcan y mueran como insectos a los que congeló el alma el crudo invierno. Las palabras tienen una vida interior que no es manejable por los académicos que las legislan. Ellos se afanan por darles orden y registro, pero es la calle la que las premia o condena. Palabras que duran un verano y palabras que vienen para quedarse. Se les tiene cierta reticencia a las nuevas, no se dicen a la ligera. A mis alumnos les suelo traer algunas en desuso y las decimos de cuando en cuando, para que al menos su convalecencia tenga una alegría. Decimos ósculo y la repetimos, para rodarla, para que cuaje en la memoria o para que el uso la normalice. Les digo que el ósculo es un beso que se da con respeto y con afecto. Acabará perdida, si no se la convida a la conversación. El bodrio correrá esa suerte, decaerá su manejo, se arrumbará a la colección de vocablos antiguos. Algunas merecen que se las rescate del olvido. Ahí está la preciosidad de holganza, la nebulosa de inconsútil o la brusquedad de chusma.
El bodrio de ahora es que no se pongan de acuerdo ni para salvarnos del horror que nos cierne. Hablo de vida, no de ideología, entiéndame. Los bodrios son la corrupción, los recortes, la idea de que los que nos gobiernan no saben acometer el desempeño del oficio que les encomendamos. Les da igual todo, no se arredran, no exhiben pudor alguno. Uno diría que hasta presumen de incompetencia. Lo mal hecho, lo desordenado o lo que abiertamente no gusta: ésa es la acepción a la que nos acogemos ahora. España es un bodrio, un plato grande de sopa con algún magro trozo de carne mal guisada o de pan duro. La cocinan, además, sin empeño. No le ponen esmero, no caen en la cuenta de la necesidad que tenemos de comer como Dios manda. Es duro aceptar todo lo que está pasando. Se acepta porque tenemos por aquí una manera de vivir a la que la inconveniencia no le incomoda como a otras. Sabemos sacar cabeza, sabemos ir hacia adelante. Sí, eso es cierto, pero duele. Duele y cansa a la vez. De verdad que cansa este ir a ciegas y no saber si el camino es largo o hemos llegado ya a algún lugar. Sin tener ninguna, en este limbo gubernamental que nos han regalado, no se vive tampoco mal. Hay quien dice que podemos seguir así el tiempo que haga falta. El caldo de la beneficencia, el que se daba a la puerta de los conventos a los desheredados y a los parias de la Historia, ha vuelto, pero ahora está en las redes sociales, en los telediarios, en la prensa, en el parlamento. Bodrio de nuevo. Y éste no calienta, ni conforta, ni llena el estómago cuando el hambre aprieta. Andan a palos, nos toman por tontos, creen que no estamos tomando nota; lo de tomar nota los que puedan; otros, pobres, no podrán. Lo malo (otra cosa mala a añadir) es que no tenemos la certeza de que los que vengan lo hagan mejor y esto funcione. Hay palabras que se invitan solas y prorrumpen con fiereza, aunque no seamos de airearlas mucho. Se cree uno que no volverá a decirlas, pero lo hará. Tenemos la habilidad de acoger con entusiasmo las novedades. Lo de la cuarentena ya no es novedad. Dura más de la cuenta. Esa chusma de bichos inconsútiles, qué a gusto se queda uno cuando junta algunas palabras, aunque no calen, ni prospere su voluntad de queja.
15.5.20
La escuela digital
Escuela 8.0
De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos consistente. Se muda de una a otra a razón de los tiempos que corran, incurriendo a veces en locas aventuras dictadas por la moda y, también con fatigada frecuencia, cayendo en la costumbre de creer inmejorables las formas de antaño, las que no se dejan convidar por las insinuaciones lúdicas de la época en la que le ha tocado estar. Ni unas ni otras valen por sí mismas, enteras y excluyentes: ni la injerencia masiva de novedades, con la retirada de las técnicas vetustas, las del idealizado pasado, ni la entronización de esa escuela con la que aprendimos los que ahora nos dedicamos a enseñar, con su amor a la memoria, con su heroica (y épica también) apuesta por el conocimiento. De conformidad a esta mudanza en el paradigma educativo, hemos hecho bilingües las áreas que antes se conformaban con el manejo lustroso de la lengua vernácula, tal vez malogrando tres cosas al mismo tiempo: el área en cuestión, el español descartado y el inglés abrazado. Hemos digitalizado la enseñanza al punto de que la mera transmisión analógica de los conocimientos se observa con suspicacia, como si quienes todavía la auspician (maestros de la vieja hornada, escuché hace poco) desoyeran la voz de la calle, el runrún de los tiempos. Hemos declinado la primacía del saber, esa especie de bendita nomenclatura de cosas que poseía la facultad de funcionar como esos links que ahora brincan por la red. Éramos capaces de cartografiar esos datos y extraer una consecuencia, un sentir o una causa que lo hilara todo, de modo que la realidad se comprendía (cada uno a su manera, claro) sin que intermediara un agente externo ocupado en rastrear todos esos datos y rendirlos en milésimas de segundo. El hecho de que esté a nuestro alcance ese buscador universal es algo maravilloso, no hay palabras con las que expresar la gratitud hacia esa herramienta portentosa, pero si la endiosamos, si le encomendamos la resolución de cada pequeña incompetencia que nos asalte, estaremos debilitando (lo hacemos ya, con estimable celeridad) la locuacidad del ingenio, la dulce y bendita propiedad de las palabras.
Imagino que, como casi todo en la vida, esas ideas sobre la escuela van cambiando. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer ese oficio y constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro y la inquietud en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía, que luego (muchas veces) se deshace. No dudo que el maestro digital valora ese don como lo hace el analógico. A ambos les incumbe el propósito firme de iluminar, de guiar, de transmitir, de educar, en definitiva. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos y modela y rehace los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda importancia (o no la tenga en absoluto) quién da el jaque mate. Nadie se apropia de la victoria, no la hay. Es de las pocas cosas en las que se observa un beneficio mutuo. De hecho, aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre pactado y pacífico), suelo despedirme a final de ciclo de los grupos a los que imparto expresando mi deuda o mi agradecimiento. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio, me disculparán el halago propio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos, injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo.
Luego está la inclemente marea de los tiempos. Levantiscos ellos, obstinados en contrariarte. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o festivos. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle, medran en imponencia y en hostilidad: te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, en su ruina pedagógica y, a la postre, vital. Porque no ve uno asidero fiable, casa en la que guarecerse de toda esa tormenta legal y tal vez legitima (somos unos mandados, son otros los que escriben las reglas del juego, que es cada vez más cambiante y descorazonador).
Adenda 1:
Todo no es desaliento ni desamparo. Hay briznas de cordura, la que cada maestro se impone para que prosiga la ilusión, que no se desvanece, ni se difumina por la presión del trabajo. La tiene: uno se envalentona, se erige valladar (qué preciosa palabra) y avanza a ciegas a veces, pero consciente del papel que representa y de la responsabilidad que ha contraído, que es mucha. El de maestro es el mejor trabajo del mundo.
Adenda 2:
Mientras que a la escuela le coloquen el número detrás del punto, aviados andamos. Parece, ya digo que no estoy instruido, que es un artefacto, una maquinaria que precisa sucesivas puestas a punto, reinicios, formateos, limpiado de virus, eliminación de residuos, actualizaciones que acaban por hacer prevalecer la novedad del programa a su efectividad o la necesidad real de que todos esas nuevas nomenclaturas sean las correctas, no lo que (a la vista de lo que hay) parecen, esto es, simulacros, tentativas, huecas estéticas que tan sólo alimentan la ilusión de que son útiles.
14.5.20
Euforia
Hay palabras que tienen euforia dentro. Cuando se pronuncian o al caer en lo que significan, se aprecia una especie de jolgorio irreprimible en su interior, como si las cabalgaran juntamente un veneno. No es palabra que se escuche mucho, por más que convenga cuando estamos en dulce arrobo con nosotros mismos, esa delicada sensación de que todo cuadra y la realidad entera tiene sentido. Da igual que no sepamos traducir esa sensación. Basta con tener propiedad de ella, saberla nuestra. Si no me preguntan sé qué es Dios; si me piden que lo exprese, no sabría cómo hacerlo. Eso dejó dicho el poeta. Quizá la vida sea una euforia aplazada, una inminencia de esplendor que no acaba de cuajar, un arrebato sublime, un ascenso que no tiene cima. Hay palabras eufóricas. Las dices y se te percute el alma. Es un sonido particular. Cada uno sabe el suyo. Todos sabemos cómo sonamos por dentro, qué música circula cuerpo adentro. Hay veces en que un paisaje hace que aflore la euforia. Es un error medirla. Si la tasamos y le damos la intendencia de la razón, se desvanece, se convierte en otra cosa, decrece su vigor o se cancela por completo. La poesía es la euforia más cercana que conozco. Iba a decir el amor, pero la poesía (la belleza) está dentro del amor, en su secreto centro. Como una especie de semilla. Germinamos por obediencia a su discurso. Si nos dieran a elegir una sola disciplina de la realidad, deberíamos escoger la euforia. Ni la felicidad, largamente desmenuzada por filósofos y amantes, ni la alegría, que es una felicidad tangible y pequeñita, como de andar por casa. Hoy he visto una euforia doméstica en la sonrisa de mi hija cuando salía a la calle. Saber qué causa la forzaba es innecesario. Basta estar delante. Haber sido testigo de esa irrupción súbita de armonía.
13.5.20
Bowie dará esta tarde un paseo por la Vía Verde
Pandémico y confinado, escribo más. No sabe uno la de mecanismos de defensa que tiene hasta que la realidad se nos encara. Entonces se recurre a lo que ni sabe que tiene. He escrito lujuriosa, voluptuosa y desconsoladamente desde que tengo uso de razón, aunque a la hora de escribir a la razón no se la invite, no es necesario que acuda. Escribir es un desahogo, escribir es un refugio, escribir es una invitación a desquiciarse a sabiendas. Porque quien no escribe acaba desquiciado, quién escapa de esa enfermedad, pero al menos los obsesos de la escritura sabemos las dimensiones de la tragedia, las miramos de lejos y, a pesar de las trabas y de los peligros, asomamos el hocico, acudimos a la llamada del abismo. Lo miramos y nos mira, como dejó escrito Nietzsche. En esta época de desvarío, intoxicados de información, recluidos y paradójicamente creativos, hay que tener un asidero a mano, uno válido cuando el frío te sube la espalda y hace casa en la cabeza. Qué complicada es la cabeza. Cree uno que la tiene a raya, que sabe cómo domeñarla, pero va antojadizamente a lo suyo, como si no hubiera propiedad alguna sobre ella. Al final va a ser verdad que existe eso de la nueva normalidad, da igual que el acuño léxico sea ridículo. La normalidad ha terminado el trabajo que le encomendamos. Lo de ahora es otra cosa. Nunca lo de ahora fue más otra cosa que ahora, perdonadme el retruécano. David Bowie lleva conmigo toda la mañana. La época nocivia. La glam. La lisérgica. La disco. La experimental. Si Bowie anduviera todavía por aquí, habría hecho un disco absurdo. Uno sin pies ni cabeza. Sonidos atropellados. Experimentación salvaje. Qué buen vasallo si hubiera buen señor. Bowie es el sirviente complaciente. Esta tarde, cuando salgo a pasear, no sabré reconocerlo. En realidad, siempre anduvo enmascarándose y desenmascarándose, así que esto de emboscarse uno tras un trozo de trapo no es nuevo. Él lo hacía majestuosamente. Paseará la Vía Verde, un sendero que discurre por la periferia de mi pueblo. No hay día en que me tope con decenas de caminantes. Algunas veces he creído reconocer a alguno, pero la gorra de visera, las gafas de sol y la mascarilla ha malogrado el intento de darle un nombre. Aún así, a pesar de ese anonimato sobrevenido, he agradecido que no sepa mucho de ellos. Pasan a mi lado sin que yo los ubique. No son Julia o Pedro o Andrés o Luis. Lo malo son los que va a cara descubierta, como si la guerra hubiese acabado.
12.5.20
España
Se puede estar contra ella o a su favor, entenderla o desentenderse, pensar en qué podemos hacer para que mejore o no tener inclinación personal alguna hacia su mantenimiento y sustento. La idea de la patria es complicada. Parece que el hecho de nombrarla delatara algún tipo de adhesión ideológica, cuando no debería inferirse pronunciamiento político de ningún tipo. Al modo en que uno cuida su propia casa y se esmera en que medre, los países reclaman atenciones, no siempre discursos. No conviene hablar mal de ellos. Ni del país propio ni del ajeno. El hecho de que hayamos nacido en uno es aleatorio, bien podríamos haber pertenecido a otro, pero tampoco la vida que se tiene es la que se planea de antemano. El lugar en donde vivimos, lo escuché anoche en una de esas tertulias de radio, es una extensión del mismo cuerpo, una especie de prolongación abstracta, pero de fácil manejo, si no nos ponemos belicosos y a todo le ponemos traba y reparo. Hay quien disfruta en ese manejo de las cosas. Quien evita nombrar a España y dice "este país", como si el refrendo semántico alentara una querencia de la que no se desea alardear o como si no conviniera pronunciar la palabra que la nombra. España no es abstracta, eso no lo escuché. Es tangible. Incluso si le extirpamos la parte exportable, todo cuanto se usa para representarla y de lo que habría que prescindir para entenderla, España es más que una ordenación territorial, mucho más que una bandera que ondear cuando se gana una competición deportiva. También es una incógnita, un tema de conversación. No creo que haya muchos países que les preocupe tanto su noción de nación, perdonen (si pueden) la aliteración. Nunca he visto un francés renunciar a su condición de francés. No hace falta extenderse en la dimensión moral que para un británico (da lo mismo que abrace Europa o la rechace) tiene Gran Bretaña. Aquí hay un empacho de patria, de acuerdo. Tal vez no hayamos salido todavía de esa ingesta atropellada, impuesta. Tampoco se sabe bien cuánto tiempo necesitaremos, en qué momento recuperaremos esa propiedad semántica. Lo demás es posible que concurra por añadidura. Primero nos hacemos dueños de las palabras. Ellas se encargarán de nombrar la realidad y hacer que su manejo sea más sencillo.
Hasta donde yo sé, por lo oído o por lo entrevisto, por lo leído o por lo entendido, no hay manera de que salgamos del marasmo sentimental de la patria, no hay forma de que unos y otros la sintamos propia al modo en que es propia la casa o la calle en la que vivimos. Se es más de barrio o de ciudad, se es de Córdoba más que de Andalucía y, por supuesto, hay quien se postula andaluz o aragonés o catalán antes que español. La españolidad ha quedado en asunto pintoresco, en argumento literario. No sé bien qué hubo, algo tuvo que haber, para que se desmontara la idea de España, que estaba en proceso de montaje para algunos y montada, bien montada tal vez, para otros. Se ha contaminado la propia palabra que la explicita: España. Sólo la consideramos nuestra cuando hay un evento deportivo (fútbol las más de las veces) o cuando los desestabilizadores de la periferia la zahieren, la cogen a dos manos y la arrojan a los perros. Ahí, cuando la atacan, sacamos el fuego interno, el larvado; ahí nos declaramos españoles por la gracia de Dios y exhibimos la bandera en el balcón o el pin en la solapa. Lo que no hay es un término medio. Se puede amar el país en donde uno ha nacido sin que intermedie la tragedia. La de ahora, la partición de España en fases, la demolición brusca de la convivencia, es una tragedia de la que saldremos, a qué ponerse triste o pesimista. No porque seamos fuertes o porque España merezca el esfuerzo. Quizá salgamos por mera inercia. La naturaleza siempre corrige sus desvaríos, enmienda sus errores. No estaría de más que arrimáramos nuestro trabajo para que no todo dependa del azar, ese gobierno en la sombra. No digo solo la clase política. Se puede salvar un país con una mascarilla que nos tape la cara. Qué sencillo gesto de civismo y de responsabilidad. Pero eso es otro asunto.
En los amores de las películas, en los melodramas, sucede con frecuencia que sucumben los amantes. Cae uno o cae otros o incluso los dos. En el problema de España, como querían los noventayochistas, hace falta una pedagogía, un vademécum en el que se relaten los fármacos que precisa para que progrese como país igual que otros lo hacen pausada y casi imperceptiblemente. Yo, de entrada, no le tengo un fervor excesivo, pero tampoco la repudio. Tengo ratos en que me duele y otros en los que no me preocupa lo más mínimo.Podían haberme nacido italiano o de Mozambique, pero quiso el azar que mi madre me alumbrara cordobés y es ésa la marca que me fue impregnada. Pasa con los países como con la religión: o se cree o no se cree. España es un asunto de fe, tal vez sea cierto. Quizá las nacionalidades sean en el fondo religiones camufladas, convertidas en un apaño político o histórico o folclórico. El territorio, leí una vez, es el grado cero del paisaje, pero primero es el paisaje, primero son los árboles y los ríos, el campo que se extiende donde acaban las calles del pueblo. Puestos a amar, yo amo el paisaje, el que he visto siempre, con el que he crecido. Todo lo demás es un añadido interesado. Recuerdo eso de los ingleses de que allá donde deje el sombrero, ahí está mi casa. Es una hermosa reflexión, dice mucho, demuestra mucho. La liturgia de la patria importa más que el objeto ofrecido en ella. Somos más de iglesia que de Cristo. Si mañana nos pidieran que hiciéramos algo por salvar a España, vaya usted a saber si no sucede, cosas más extrañas estamos viendo, deberíamos empezar por sentir orgullo. No el tipo de orgullo belicista del que cree que lo suyo es lo mejor. Se suele entrar en ese emponzoñando (en el fondo) vicio de sostener que los raros son los otros. Esa idea de que los que no nacieron aquí no entienden, no pueden ni siquiera entender, si se les instruye. La patria se aprende también. No hace falta haber nacido en ella para apreciarla. Está lloviendo y a medida que arrecia el agua más se nos rompe el paraguas. Pues eso.
11.5.20
Pusilánimes
Se tiene del pusilánime la idea de que flaqueará cuando le urjan las fatalidades, pero también caerá en el desánimo cuando ondee la buena ventura y todo le favorezca. El pusilánime es consecuente. Su oficio está por encima de la mudanza de las cosas. Los hay que se esmeran tanto que brillan de un modo admirable. Se les ve venir, no alientan doblez, ni escatiman la debilidad prevista. Se dejan transcurrir igual que las nubes ocupan el cielo y se sabe a qué atenerse con ellas. Están mal considerados los pusilánimes, no se les adscribe con entusiasmo a ninguna reunión: por si la malogran al contagiar su decaído carácter. Los cercanos, íntimos en el trato, se cuida uno de que no cambien, no se les exige esa permuta en el ánimo. Las veces en que se envalentonan y muestran un lado magnánimo (antónimo útil) se percibe el forzamiento, cierta inestabilidad emocional,compostura nada o poco recomendable. Uno será pusilánime en ocasiones, no está nadie salvado, cualquiera incurre en esa fractura del espíritu. Días entonces extraños . Se iza el tono a poco que se intente. No somos iguales a tiempo completo. Alegres sin interrupción, tristes continuamente. Pero entra en lo razonable que haya quien contradiga esa máxima consensuada. Yo mismo estoy hoy pasando un bache, un revés, un agujero, un no sé qué me pasa, que ni me entiendo. Nada que dure, nada de lo que preocuparse.
10.5.20
K.
A P, a A., sobre todo
No sabemos del amigo que le contó a Machado el secreto de la filantropía. Tal vez él nos cuente el trasegar triste del poeta, su frivolidad intercalada de tragedia, su penar improvisado, su sensata mirada. A veces escribir es invitar a los amigos para que dejen su consideración sobre lo que se va diciendo. Yo tengo a K., que no siempre está a mano y a veces, escurridiza y con antojadizo capricho, se escabulle, no comparece, se da por no aludido. Otras, las menos, requiere que se le cuestione el parecer. Si lo que vamos a diario registrando es compartido por su criterio o, bien al contrario, discrepa, interpone una discrepancia, la hace vigorosa, incluso desbaratando la trama principal. No sé cuándo pensé en contar con K. y si él se dejó por la buena amistad que nos une o por divertimento intelectual. No me imagino escribir sin que K. haga sus consideraciones, refute con su genuina injerencia suya o acate o hasta celebre que se me haya ocurrido tal o cual cosa y se le haya hecho cómplice en esa (a su juicio, nunca al mío) hazaña. Cada vez que pienso en K. acabo pensando en mí. También ocurre a la reversa. Lectores acostumbrados (es la amistad la que hace que agucen el sentido y comprendan) me piden que no le haga caer en el olvido. Es como si un personaje de pronto adquiriese volumen y la voz que usa fuese una voz de verdad, no la impostada a la realidad, falsa a poco que se indaga. Me preguntó M. sobre quién era K. Le dije vaguedades, no quise entrar en faena, eludí, que es una manera elegante de evidenciar que no era deseo mío contestar. Hoy, sin embargo, escribiendo un cuento sobre un lord inglés que descubre en el sótano de su mansión el cadáver de lo que parece un perro, creí a K. no le acabaría por gustar esa inclinación policíaca de la historia. No sabe uno escribir de todo, hay límites. Decía Highsmith, adorada ella, que no es necesario escribir sobre lo que se conoce. Que ella no tenía muertos en el salón y, sin embargo, los muertos eran materia primordial de todos los salones que aparecían en sus novelas. Un día sacaré a K. de su confinamiento. Diré a las claras quién es, dónde vive, si es amigo de los paseos largos o no pasea en absoluto, si se entusiasma con la música de cámara o es más de bolero, si alardea de algún atributo reconocible o no tiene virtud de la que alardear. Un poco como uno mismo, ustedes me comprenderán. Al cabo de los años, a pesar de que llevemos todo ese tiempo en intimidad con nosotros mismo, ¿qué podemos decir de lo que somos? ¿Tenemos conciencia fiable de nuestra personalidad? Bueno, algo sabemos. Hay evidencias tangibles. A mi amigo P. le gustan los jardines y a A. la cerveza en tercio, no en quinto, por favor, los quintos son una blasfemia en materia cervecera. Pero poco más, de verdad que poco más. He vuelto a leer el libro que acabo de publicar (Caballos perdidos en la tormenta, colección Quaderna Via, editorial Cypress) y, ah sorpresa mía, K. aparece en varias ocasiones. Me encanta haberle dado esa contundencia de libro. Está para que la posteridad no le desoiga. Habrá alguien (quién sabe cuándo, incluso cuando ni él ni yo estemos vivos) que se pregunte por él y tenga interés en saber qué relación tuvo con el autor. Añado más interrogantes: ¿fueron juntos a la escuela? ¿Compartieron los mismo gustos gastronómicos? ¿Se ponían nerviosos por las mismas cosas? Todos tenemos dobles. Están en el espejo, se agazapan detrás, acuden si se les llama, aunque tampoco estoy muy seguro de eso. Ahora, de hecho, no le veo por ningún lado, no está. Espero que luego acuda, lea esto y haga algún comentario en el blog o en el facebook. Si no lo hace (nunca lo hace) no lo echaré en falta. Le quiero sin esas concesiones hacia mi persona. P. y A., a los que quiero mucho, sabrán las líneas que faltan, el texto birlado, la parte elidida, el sujeto elíptico. Ah qué ganas me han dado de pronto de volver a dar clase al decir eso de "sujeto elíptico".... Algunos comprenderán. Siempre hay quien comprende, quién no. De eso se trata. Ni yo mismo tengo los alcances para comprenderme a mí satisfactoria y de forma ininterrumpida. Qué más quisiera. O no. Que tengan un estupendo domingo.
Las nubes sublimes
Abordaron la cuestión de lo sublime.
Determinados objetos son sublimes por sí mismos, el estruendo de un torrente, las tinieblas profundas, un árbol abatido por la tempestad. Un carácter es bello cuando triunfa, sublime cuando lucha.
-Comprendo -dijo Bouvard-. Lo bello es bello, y lo sublime es lo sublime.
¿Cómo distinguirlos?
-Por medio del tacto, -respondió Pécuchet.
Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet (1881)
Hay escasa diferencia entre la belleza y su anverso. La mañana de hoy, por ejemplo, podría pasar por bella a ojos de quien así la perciba y, contrariamente, carente de belleza para el espíritu de una sensibilidad divergente. Que no haya consenso en ese dictamen procede de la educación estética de cada uno. Lo que se mira no se aviene a ninguna ortodoxia. Tampoco lo recordado, una vez el objeto desaparece y sólo cobra sentido en la memoria. Está el cielo de un gris deslumbrante, pero lo reclamado es el azul y el vigor despampanante de los colores en su danza loca por el aire. No hay discusión que pueda extenderse más allá de esa breve manifestación de la opinión. El escrutinio de la realidad es voluble y antojadizo. Si ahora terciara a llover, la escena adquiriría ese punto que separa lo hermoso de lo sublime, pero podríamos desdecirnos y de pronto reconocer que hace una mañana desapacible y condenar al gris de las nubes y a la inminencia tímida de la lluvia. Se puede argumentar que es el estado de ánimo el que administra esta vocación espiritual, de puro regocijo ante los primores de lo real. Se puede aducir que uno es siempre el mismo de modo obstinado y fiable. Para que yo disfrute de esta mañana fría y brumosa de domingo ha sido precisa la injerencia del azar. Él compone el texto de la trama. Pécuchet reclama paradójicamente el tacto para cerciorarse de la presencia de la belleza. Sabrá cómo hacer que esa herramienta discierna. Yo, menos creativa mente, acudo a la memoria. He sido conmovido por el gris y por la lluvia más veces que el resto, imagino. De ahí que recurra a mis recuerdos. Ellos tutelan el presente. De alguna forma, me instruyen para el logro del mañana. El hoy es extraño. Sucede sin que tengamos entera propiedad suya. A veces se precipita; otras, sin que haya evidencia de su gusto, se demora. De pronto ha empezado a llover. Me bajo. Además hace frío en la azotea. Las nubes están sublimes.
8.5.20
Héroes
Uno no está para hazañas extraordinarias. Bastante se tiene con trasegar con la rutina que lo cierne. De ahí que se agradezca la existencia de gente que se envalentona y hace lo que no podríamos los menos instruidos (o arrojados). Al héroe se le tiene por el hacedor de milagros. Da igual que sean griegos clásicos o extraídos de las páginas de un cómic. No creo que podamos prescindir de ellos, como algunos creen. Alimentan nuestra imaginación, alientan cierto espíritu cívico. Una especie de justicia supraterrena. Quizá hayamos sido héroes sin saberlo. Haber contribuido con alguna acción inadvertida al beneficio de otro y haber puesto en riesgo algo nuestro que podría haberse perdido en la restitución de esa hazaña. Los niños tienen cien héroes en su cabeza. Doscientos. Se valen de ellos para curtir su cuota diaria de asombro. Hay que asombrarse, hay que tener esa predisposición a fascinarnos por las gesta. Es una palabra bonita, gesta. La de ahora es dura, está llevándose miles de vida, está arruinando millones, no sé manejar números, digo cifras sin pensarlas. La gesta de los héroes de la actualidad es particularmente extraordinaria también. No sabremos nunca agradecer que haya quien se ofrezca a llevarla a término. Da igual que sea una cajera en un supermercado o un médico en un quirófano. Cada uno con su pequeña o gran cuota de sacrificio, cada uno dando de sí lo que puede. Algunos han caído en esa entrega. Lo hemos visto. Les aplaudimos a las ocho. Yo acabo de hacerlo. No es una costumbre que en casa haya decaído. Vivimos de símbolos, de metáforas, de ritos.
Costará cambiar el imaginario heroico de los niños, pero el camino es el correcto. A los mayores se nos enturbia más el criterio que elige a unos héroes y desecha a otros. Conforme gana uno en edad, desoye esa llamada de la épica y se deja embrutecer por la realidad. En cierto modo, si no se ha malogrado demasiado la memoria, seguimos recurriendo a todos esos héroes que nos escoltaron en la infancia y que, en mayor o menor medida, no se han desvanecido del todo. A mí me sigue fascinando el Capitán Trueno o el Jabato. Hay vida fuera de la Marvel. Se agigantan los héroes a medida que nos separamos de ese patrón bastardo. Tan pronto uno se percata de la heroicidad instalada en la rutina diaria, descree de la ficción majestuosa de las espadas o de las capas. Mejor Luisa, la vecina del segundo, enfermera, que Batman, el de Gotham. Mejor Andrés, médico de la casa de enfrente, que Spiderman acorralando al Doctor Octopus en una azotea. El niño que ha pintado Banksy ha elegido a la enfermera. Ella tiene los poderes de los que carece el Capitán América o cualquier otro ciudadano embutido en unas mallas y facultado por la genética o por los dioses para combatir al mal. Banksy ha dejado de lado su lado áspero (su vena ácida) y ha dibujado el ideal metafórico, la posibilidad de que tengamos un nuevo dispensario de superhéroes. Es una señal. Vendrán otras. Al menos, una generación crecerá con otro patrón incrustado en su visión del mundo. No sabemos si la realidad hará que se arruine esta preciosa imagen y los años arrumben a la muñeca de la enfermera al sótano o al olvido, que es el peor sótano, el más oscuro.
Costará cambiar el imaginario heroico de los niños, pero el camino es el correcto. A los mayores se nos enturbia más el criterio que elige a unos héroes y desecha a otros. Conforme gana uno en edad, desoye esa llamada de la épica y se deja embrutecer por la realidad. En cierto modo, si no se ha malogrado demasiado la memoria, seguimos recurriendo a todos esos héroes que nos escoltaron en la infancia y que, en mayor o menor medida, no se han desvanecido del todo. A mí me sigue fascinando el Capitán Trueno o el Jabato. Hay vida fuera de la Marvel. Se agigantan los héroes a medida que nos separamos de ese patrón bastardo. Tan pronto uno se percata de la heroicidad instalada en la rutina diaria, descree de la ficción majestuosa de las espadas o de las capas. Mejor Luisa, la vecina del segundo, enfermera, que Batman, el de Gotham. Mejor Andrés, médico de la casa de enfrente, que Spiderman acorralando al Doctor Octopus en una azotea. El niño que ha pintado Banksy ha elegido a la enfermera. Ella tiene los poderes de los que carece el Capitán América o cualquier otro ciudadano embutido en unas mallas y facultado por la genética o por los dioses para combatir al mal. Banksy ha dejado de lado su lado áspero (su vena ácida) y ha dibujado el ideal metafórico, la posibilidad de que tengamos un nuevo dispensario de superhéroes. Es una señal. Vendrán otras. Al menos, una generación crecerá con otro patrón incrustado en su visión del mundo. No sabemos si la realidad hará que se arruine esta preciosa imagen y los años arrumben a la muñeca de la enfermera al sótano o al olvido, que es el peor sótano, el más oscuro.
6.5.20
Distancias
Siempre hubo distancia social. La implementada jurídicamente ahora tan sólo eleva su rango e instaura la figura del delito caso de que se incumpla. Siempre pensé que en una democracia debemos conducirnos por la obediencia a las normas y hacer pesar más el delito que el pecado. Es la vieja discusión sobre si hacemos el bien por temor a la admonición divina o a la sanción legislativa. Por lo demás, nada que no hayamos hecho antes, cada uno a su antojadizo y soberano capricho, se ha cuidado de acercarse con cautela a los otros. No hablo sólo de lo físico, que en estos momentos se antoja asunto capital, si queremos cuidarnos y no enfermar, sino también lo moral. La distancia social tiene una extensión ética. Hay personas de las que uno debe separarse. Por conveniencia estética o intelectual o sentimental o todas esos matices juntos, entremezclados. Siempre habrá gente a la que se le aplique esa distancia profiláctica. El contagio estuvo ahí, como el dinosaurio de Monterroso. A lo que no nos acostumbraremos es a que convenga apartarse de las personas convenientes. Hay tantas y se hace tan necesario que se nos arrimen o acudir nosotros a su cercanía. La distancia es un concepto asintomático y asimétrico, dos adjetivos que campan con ceremoniosa soltura por las charlas del tema pandémico. No se nos tiene por infectados, pero hay que precaverse contra la duda de que podamos estarlo. A la reversa, no pensamos que el otro padezca la enfermedad, pero no sobra la cautela, no vaya a ser que nuestra confianza (o dejadez) nos pase severa factura. Cuando regresemos a la normalidad (la nueva o la reformada o la de antes sin mudanza visible) habrá una época de tanteo, aunque más pronto que tarde retiremos la observancia de esas normas sanitarias y nos rompamos a besos y a abrazos en la parte física. La otra, la moral, es más difícil de contener. Las palabras tienen un veneno doméstico, uno al que el virus no alcanza, del que no tiene plan de derribo. Lo paradójico es que ni la intimidad respeta. Las palabras se corrompen, se tienen a mano las broncas, todas las que no tienen la instrucción de construir, las perversas, las combativas. Así que tenemos más de una distancia, no sólo la física. La distancia léxica ha de entrar en consideración. La reclusión nos ha envilecido, no sabemos si duraderamente o es posible que regresemos al trajín de antes, del que tampoco tenemos una opinión fiable.
4.5.20
Mi nuevo libro / Caballos perdidos en la tormenta
La aventura de escribir se parece a veces muy poco con la de publicar. Son dos disciplinas hermanas que no siempre congenian. Hay más libros escritos e invisibles que publicados y tangibles. La amabilidad de José Luis Trullo, editor (y amigo en adelante), ha permitido que este humilde escribidor tenga una nueva criatura en las librerías. No son los mejores tiempos para traer libros al mundo, hay ahora muchos obstáculos en la publicación de cualquier libro, pero no podemos hacer otra cosa, salvo la acostumbrada, avanzar, pensar que volverá la normalidad, la que posibilite que pueda hacer una presentación en Lucena. La idea de juntar en mi Biblioteca, la de mi pueblo, a amigos e interesados en la cultura (en mis amigos coincide la segunda circunstancia alegremente) me produce una satisfacción enorme. Cuando suceda (pensemos que pueda celebrarse en un breve espacio de tiempo, pero no sabemos nada) haremos una pequeña fiesta. La cultura es una fiesta siempre.
Caballos perdidos en la tormenta es una especie de dietario, una recopilación de textos en los que me cuento. No sé si esa narración dispersa y entusiasta ha hecho que lo entienda mejor, pero me las voy ingeniando para no desquiciarme del todo. Escribir es un mecanismo de defensa. Ojalá leer mi libro lo sea también.Sus 144 páginas me hacen enormemente feliz. Haremos su puesta de largo y se dará cumplida información del día y de la hora. Esa fecha debería estar al caer o haberse realizado a estas alturas, pero las circunstancias impiden que la realidad y el deseo matrimonien a conveniencia de quien escribe y de quienes (espero) tengan a bien adquirir la obra y llevársela a casa. No habría sido posible ese viaje (el de mis palabras hacia otro lugar, el de la literatura) sin la confianza de mi buen editor, que me ofreció la posibilidad de que el libro viese la luz. Él es el responsable de este desatino tan hermoso. Soy afortunado en gente que me aprecia y tengo cerca, en amigos siempre atentos a cualquier cosa buena que me pase (en las malas demostraron con colmo que estuvieron ahí, consolándome). A ellos les pido que guarden el deseo de compartir conmigo una tarde de afectos y de letras, de amistad y de literatura. Ahí tendremos libros que adquirir y que firmar. Ojalá pudiésemos darnos esos abrazos que echamos en falta, va a ser que no, pero quién sabe. Ojalá no se dilate mucho ese anhelado día. Ojalá os guste.
Para quienes viven fuera de Lucena y quieren adquirirlo, podéis haceros con él en la página web de la editorial Cypress Para quienes sois de los familiares y cercanos, os espero en la Biblioteca, allí están vuestros libros esperando. Suena bien eso. María Teresa Ferrer hará de espléndida anfitriona y mi buen amigo Pedro del Espino hará de inmejorable presentador. Os mantendré informados para cuando se nos permita ese bonito dispendio sentimental.
Todo es luz
Fotografía: Emilio Calvo de Mora Mármol
Hay vidas improbables que le tocan a uno
o es una sola vida y su vértigo la multiplica.
Conserva la luz
el vestigio de un incendio antiguo,
la del tiempo acunado en su trama,
la del aire abrazado en el gesto
de repetir una tragedia y una comedia.
Duele siempre su conclusión.
La noticia del cese.
La avara evidencia notarial,
las palabras confiadas al acta
que fríamente consigna
la ebriedad de los días,
el vacío terrible de sus noches,
ese dulzor en los labios
que nos escolta, ufanos, al sueño.
Y sin embargo,
el ala siempre festeja el vuelo.
El veneno de la vida
se administra a sabiendas
y la luz se abre obstinadamente paso.
No importa que se nos explique
lo corto del tramo que recorre.
o si al final nada de lo encontrado
hizo que mereciera la pena
el trayecto, el tiempo empleado
en acudir al desenlace,
el brumoso y tosco finiquito.
¿No asombra este anuncio de esplendor,
esta vigilia de belleza pura,
esta herida dulce y melancólica?
3.5.20
Los monstruos
A José Garrido Navarro.
Hoy pensé en que libramos una guerra, no es un pensamiento que tenga por primera vez. El cuento breve que retomo se libra en la ficción de Stalingrado, pero puede afincarse aquí. Sin nazis. El enemigo es invisible. El frío, el mismo.
Qué frío hace. Los monstruos están ahí afuera. No los conozco. Son del tamaño de todas mis pesadillas. De noche, cuando hago guardia, imagino que me devoran. Cuando clarea el día, palpo mi cuerpo entero. Aprecio que mi corazón lata y que el aire, gélido, enfermo, ocupe mis pulmones y sienta algo parecido a respirar. Lo peor de todo es no saber cuándo vas a morir. De saberlo, uno haría sus cálculos, se encomendaría a Dios y dejaría que la providencia me acunara y consolase. Está bien morir si uno lo acepta. Yo he imaginado que moría tantas veces que no sé con cuál manera de morir quedarme. Me incomoda la del frío. Es la que menos deseo. Es el más bárbaro, el menos humano. Anoche creí que no podría moverme nunca más. Sería un blanco fácil para los nazis. Vendrían y me descerrajarían más balas de las que mi cuerpo entiende. Le basta una, la que me persigue, aunque no haya sido todavía percutida. La muerte más dulce que imagino es la que no me cause dolor. No estamos hechos para el dolor. Le conté una vez a mi madre, antes de partir al frente, para que no se apenase. Volvería como un héroe, le contaría las batallas, reiríamos y lloraríamos también, brindando. Ahora todo eso me parece imposible. Los monstruos son ellos. Yo soy un soldado que no desea que nadie sufra mal alguno. No tengo interés en ganar ninguna guerra. Ni siquiera se me pasa por la cabeza que una opinión mía derrote una opinión ajena. No sé qué hago aquí y tampoco sé qué hacen ellos, los monstruos. Yo mismo, a sus ojos, soy otro monstruo, qué aberración. Los imagino fuertes. Serán los monstruos que venían a mi cama cuando niño. Los que no me dejaban dormir. Los que me hacían tener todas las pesadillas del mundo. Las que están aquí. Desfilan una a una. Las he ido guardando para que ahora me visiten. Está el caballo galopando por mi pecho, incrustando sus pezuñas en mi cara. Está el vacío, el frío, el hambre. Está el diablo con una sonrisa. Siempre soñé que era el hambre la que me mataba. Ahora no la siento, aunque el cuerpo no me responda y apenas tenga fuerza. Solo está el frío, el frío azuzado por el miedo. El frío como un ejército de lobos. Si yo tuviera las palabras para combatir el frío, no habría enemigo que venciese. No estarían ahí los monstruos, a la espera de que flaquee y me duerma. Vendrán cuando esté dormido. Lo sé. Ojalá me borren cuando esté dormido, pero no concilio el sueño. El frío me impide descansar y no pensar en nada y dejarme llevar hasta caer rendido. Quizá el enemigo sea el frío y sea el hambre. Me pregunto cómo lo combatirán los monstruos. Si ellos saben cómo vencerlo. Siento ásperas las manos y tengo gastado el pecho. No lo siento desde hace días. Respiro por costumbre, pero el aire no me alcanza adentro. He llegado a pensar que ya estoy muerto. Que estaré aquí mientras que persista el frío. Que toda la batalla no es entre ellos y nosotros sino entre todos y el frío. Lo oigo, al frío, ganando mi espalda, haciendo que la fiebre crezca. Enfermos, los soldados no sabemos a qué atenernos. Si a la voz del mando, que ordena avanzar, resistir, matar si hay ocasión. Si a la voz del alma, que pide descansar, dejarse matar, buscar morir. Oigo a lo lejos descarrilar un tren. Debe ser el del avituallamiento. El ruido del tren, al perderse en la nieve, percute en mi cabeza. No hay forma de que deje de sentirlo. La única distracción que salva mi desánimo es la de pensar en quienes amé o me amaron, pero esa evasión feliz ocupa un instante. No creo en nada ni en nadie. Tengo la cruz en el pecho, la que me dejó mi madre antes de otro tren me alejase de ella. Me la dio como se dan las cosas importantes. No engalanó el regalo con palabras. No hizo falta. Pero no creo en ella. La miro y veo la dureza del metal. Solo eso. El metal hueco y la figura muda. Dios está ahí afuera con los monstruos. Unos días les asiste a ellos y otros, cuando le dejan, nos atiende a nosotros. Un dios caprichoso al que no me atrevo a desoír. Le rezo de noche, en la oscuridad. Pronuncio las palabras que he aprendido. Las que repetía de niño. Las que ahora declamo. Como si decirlas con la entonación adecuada sirviera para que se escuchasen mejor. Las pronuncio en alto, las digo para que los demás las oigan. De noche, el rezo es un fantasma en el aire. Si me matan mientras rezo, iré directo al cielo. No sé qué cielo será. Si ruso o si nazi. Habrá un cielo para cada bandera. ¿Cómo va a ser que sea el mismo para todos? No querrá Dios que me cruce allá arriba con los monstruos. No tendrá esa ocurrencia. Pero Dios va a lo suyo, no escucha, no atiende las súplicas, Por eso es Dios y besamos la cruz y le pedimos que haga que cese el frío y se interrumpa el hambre. Si existes, haz que se me calienten las manos. Haz que el sol brille y que las nubes bailen. Y si no estás por atender mis plegarias, no escuches las de los monstruos. Que no arrasen la trinchera y nos hagan pedazos con sus bombas. Yo quiero morir de viejo. Nunca lo he dicho. Quiero morir de viejo. Quiero tener hijos. Quiero enterrar a mi madre. Quiero entrar en la iglesia y darte las gracias o insultarte o no saber qué decir y salir como entré, pobre y frágil, sin nada a lo que agarrarme, pero vivo. Anoche pensé que sería la última noche. No fue cierto. Se van persiguiendo los días. Quieren hacerme creer que siempre andarán de mi lado. Que habrá un mañana y un cielo azul y un bosque lleno de pájaros, pero ahora solo se escucha el fragor de los tanques, el ruido de los aviones en el aire, el estallido de las bombas, el sordo ulular de las balas. Sucio y solo, carezco de la voluntad para salir de aquí y buscar a los monstruos. No sabría cómo matarlos, con qué arma derribarlos. Al frío no es posible ganarle la batalla. Serán el frío y el hambre y el miedo los que detengan mi voz. No seguirá hablando. Dejaré de contar lo solo que me siento. Nada me conforta, nada me alivia. Los monstruos. El frío. El hambre. El miedo.
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