30.1.14

Charlie Parker con colmo




Uno comprende tarde las cosas o no las comprende nunca o no posee interés alguno en entenderlas, pero no creo que algo pueda ser comprendido enteramente. Ni siquiera el vuelo de un pájaro, esa cosa tan sencilla. A lo más a lo que aspiro es a irme yo entendiendo, aunque la verdad es que no ha habido en ese aspecto un avance remarcable en los últimos cuarenta y siete años. Se tiene de uno mismo siempre la misma poco confiable impresión. Como si no supiésemos quién hay adentro, a qué obedecen los actos que hace, qué motivos lo mueven, de qué secreta manera se justifica en su interior cuando los acomete. De lo que no hay inseguridad alguna es de la fascinación que ejerce el asombro. Más que comprender o no, de lo que se trata es de sentir, una especie de declinar interesado de la inteligencia o un vaciado voluntario de toda intención lógica o cartesiana: me voy a quedar en la periferia, voy a merodear el núcleo, estaré por aquí. Lo mismo que sucede si escucho a Charlie Parker, del que no comprendo nada, de quien no poseo ninguna certeza,  a quien no alcanzo a vislumbrar una utilidad más allá del disfrute inmediato. En cierto modo uno está escribiendo el mismo viejo texto, remozándolo, invirtiendo el modo en que se expresa, pero manteniendo una unidad de relato. Creo que no he dejado de escribir sobre esto desde que empecé a escribir. Que todo lo que he escrito es una variación de un tema. Probablemente no haya encontrado todavía el tono con que expresarlo y esté probando. Charlie Parker entendería todo esto que escribo. Porque Charlie Parker solo tocó una nota. La estiró, la engordó, la convirtió en otra cosa, pero no en una nota. Tampoco creo que le importase. Esto que estoy escribiendo lo estoy escribiendo mañana. Ahora es Cortázar nuevamente el que visita mis letras. En El perseguidor hay una abolición del tiempo. El perseguidor es el relato en donde se dan la mano Parker y Cortázar. Johnny lo sabe. 

21.1.14

Vampiros en la calle Bourbon / El jazz como bálsamo


Hay músicos de jazz felizmente extraviados en el pop y músicos de pop que se meten en el jazz y les viene trágicamente grande. Sting es un indígena de esa mezcla de culturas en la que uno puede encontrar jazz suave al estilo Lee Ritenour, madrigales del siglo XVII, incursiones en el Magreb o piezas con hondura sinfónica, creadas como si fuesen un parque temática sonoro.No hemos resuelto la ingrata dialéctica sobre si repudiar a Sting con los previsibles cargos de ubicuo, pedante, frívolo o pijo, o por el contrario, amarlo, aunque sea por Roxanne, por Moon over Bourbon Street, por Sister Moon o por aquel fantástico disco doble grabado en París lleno de tortugas tristes.

Uno establece con las canciones relaciones sentimentales que a veces se extienden durante años sin fisuras, sin que las acometidas de la moda o los vaivenes del gusto interfieran en ese amor puro cimentado en la intimidad, crecido con el afecto de las cosas hermosas y guardado con exquisito cuidado, a salvo del tedio y del olvido. Una de esas canciones perfectas es precisamente Moon over Bourbon Street. Debí oirla de forma obsesiva cientos de veces en el año en que Sting sacó al mercado The dream of the blue turtles, un disco excepcional en donde deslumbraba con un jazz limpio, asequible, comercial y, al tiempo, cargado de sabiduría. Músicos en estado de gracia y congraciados con la música al servicio de una estrella del pop o del rock que decidió reiniciar su carrera y hacer justo lo que siempre más le gustó. Creo que oí Moon over Bourbon Street hasta los límites del aborrecimiento, pero siempre encontraba un hueco por donde colarme, un pasillo que conducía a una habitación nueva.

Es lo que tiene el jazz, habitaciones nuevas a cada visita. El jazz es una casa grande. Esta canción es jazz de andar por casa, jazz para oír cuando no quieres oír jazz. Jazz embutido en un traje pop o pop encendido de jazz. El caso es que anoche (una vez más) disfruté de esa canción a la que le debo parte de la felicidad en la que vivo.

Mi amigo K. dice que el pop salva vidas y que la clásica las destroza. Dice que la ópera es para personal agitado. Que el rock resucita a quien no tiene brío ni le hierve adentro la sangre. Dice K. que Sting es un empresario. No lo dudo. Malos tiempos para que el alma campe a sus anchas sin que el cerebro, que es una caja registradora del tamaño del universo, supervise el prodigio. Incluso este prodigio. Y pensé en escribir esto.

Hay muchas opciones en la Red para disfrutar de la canción, pero he cogido ésta en la que Chris Botti toca la trompeta y Sting, entre amigos, amigos de esos que sueltan una pasta gansa para disfrutar de sus amigos, se suelta con una versión muy doméstica, suave como la seda de uno de los cojínes que rodean las mesas en las que el personal bebe gin tonics, whiskies de marca y zumos de frutas muy exóticas. Cosas del show business. Yo me quedo con Sting y con Botti y con todos esos músicos en estado de trance. Yo estoy en trance.






There's a moon over Bourbon Street tonight 
I see faces as they pass beneath the pale lamplight
 
I've no choice but to follow that call
 
The bright lights, the people, and the moon and all

I pray everyday to be strong 
For I know what I do must be wrong
 
Oh you'll never see my shade or hear the sound of my feet
 
While there's a moon over Bourbon Street
 
It was many years ago that I became what I am
 
I was trapped in this life like an innocent lamb
 
Now I can never show my face at noon

And you'll only see me walking by the light of the moon
The brim of my hat hides the eye of a beast
I've the face of a sinner but the hands of a priest
Oh you'll never see my shade or hear the sound of my feet 
While there's a moon over Bourbon Street
 
She walks everyday through the streets of New Orleans
 
She's innocent and young, from a family of means

I have stood many times outside her window at night 
To struggle with my instinct in the pale moonlight
 
How could I be this way when I pray to God above?

I must love what I destroy and destroy the thing I love 
Oh you'll never see my shade or hear the sound of my feet
 
While there's a moon over Bourbon Street
 .

20.1.14

Un traje sin cuerpo con el que ocuparlo

Polvo
Acabo de armarme de valor y he abierto la caja de la CPU. Siempre me abrumó esa incontinencia de cables y de ranuras, pero dije basta (bien harto de que el cacharro sonara como un ejército de vietcongs) y destripé a la bestia con la higiénica misión de aspirarle el polvo.  Me tengo por un torpe corregible y aprendo con lentitud. Me fascinan los retos, pero hay un límite razonable a partir del cual los retos son amenazas. El panorama forense ha sido desolador. Es imposible que los vietcongs no campasen a sus anchas y recorrieran el Mekong como alucinados de un sueño de mi amigo K. El idilio que tiene uno con los cachivaches es siempre azaroso. Somos los amantes ocasionales. Damos la certera impresión de que no damos la talla. Siempre hay un cable cabrón. Siempre hay una línea de texto que acaba por gangrenarnos la hombría.


Un sueño de K.
K. sueña lo que lee y lee siempre cosas que le recuerdan a sus sueños. En ese limbo libresco anda el hombre. Anoche me confesó que Galdós se reencarnaba en César Vidal y vendían libros como churros. A ninguno de los dos les he dedicado mucho tiempo. A Don Benito le recuerdo como la lectura obligada de los tiempos mozos de estudios de bachillerato. Uno sabe a veces lo inapropiado de que ciertas lecturas sean ofrecidas en las edades equivocadas. Habrá por hay un responsable de que yo no sea capaz ahora de intimar con Galdós. Lo de Coelho o Bucay me lo he fabricado yo. No he precisado la injerencia de nadie. 


El gris
Igual que las malas noticias tienen la fea costumbre de llegar antes que las buenas, la tristeza tiene la de apoderarse del ánimo con más ahínco que la alegría. Es como la teoría de Murphy contada por un físico cuántico: se mide la velocidad de las palabras y la distancia que separa el emisor y el receptor. Abre el día arropado de gris y no hay nada en la calle cuando voy a tirar la basura. Los días grises exigen peajes muy altos. Se te enturbia el ánimo, se empobrece el gesto. No hay forma de que esa turbiedad recién adquirida prospere, de que el gesto no traicione esa condición eventual que ha formulado: lo que espera afuera no puede tener un actor triste. Este oficio de enseñar conlleva otros aparejados: el de fingir o, mejor dicho, el de trasegar con el estado de ánimo o con el gesto y mudarlo.  Una sensación de plenitud se apodera entonces del espíritu. La calle, a pesar del frío y de todo el gris poderoso que derrama, invita a que la observes. El mundo está ahí para que uno lo conquiste.


El blog
Este blog está siendo otra cosa, pero no la que lo fundó. Ya no hay cine, apenas hay jazz y la poesía, cuando acude, tampoco lo impregna todo. No sé qué función tiene ahora. Supongo que es un diario. Posee del diario su cometido primordial: el de acoger las ideas que va uno teniendo; quizá esté bien dejarlas aquí, no permitir que el olvido las sacrifique. Lo otro, el hecho de que lo que yo escriba pueda ser leído me parece una cosa irrelevante, aunque me sigue fascinando esa voluntad de los demás y observe que las visitas continúan y que los fijos, los que siempre andan ahí detrás, me dan charla y no me dejan solo del todo. Las ganas de dejar de escribir siguen ahí. No es lo de siempre, ese aviso que solo busca un reflejo: creo que no se hace nada de forma absoluta. Que incluso este prodigioso oficio (escribir, escribir, escribir) da a veces señales de agotamiento. No saber qué decir. Tener la forma tal vez, pero no encontrar el argumento. Un traje sin cuerpo con el que ocuparlo. 

17.1.14

Todos los árboles sacrificados

La novela da cuenta del mundo, lo indaga, le da cuerda, lo abarca entero y, en ocasiones, lo invalida. Las mejores novelas son las que invalidan al mundo. Las que solo dan cuenta del mundo no lo salvarán. Las que perdurarán son las que lo transforman. Incluso estoy por dar la razón a un amigo mío que me dijo una vez que las novelas son los sueños de un dios. La novela como epifanía teológica. Pero los novelistas no lo saben. Creen que escriben ellos, pero las tramas se las dicta o se las confía el azar. No podré nunca charlar de todo esto con G.K. Chesterton. Me hubiese encantado. No desdeño a Borges. Todos los árboles sacrificados para que puedan ser leídas las novelas de Coelho o de Bucay duelen en el alma. Me duele un árbol. Seré quien los defienda a partir de ahora. Me duelen los árboles sacrificados inútilmente. Todos los que no ahondan ni atraviesan. 

15.1.14

Unas cosas se olvidan más que otras


Berg escribió Lulú sin pensar en Mahler, pero a mí me recuerda a su séptima. No recuerdo cuándo escuché Lulú. Tampoco cuando la séptima. Uno va olvidando las cosas. Quizá porque no son relevantes. Hay quien administra con mimo los datos. Cuándo hizo esto, cuándo lo otro. Si en el año mil novecientos ochenta y siete tuvo su primera revelación mística o en el ochenta y nueve encontró en otro cuerpo el verdadero sentido del cosmos. Soy de los que piensan que el cosmos está en los lugares más insospechados. No está ahí afuera ni está en los libros de los que entienden. Está adentro, en el corazón, en el alma, en todos esos lugares a los que los poetas les dedican su empeño. Ya no sé si soy un poeta. Si lo he sido a tiempo parcial, mientras desgranaba unos versos, o se es poeta a tiempo completo y todo agita el lado sensible. El mío no lo es en más medida que el lado sensible de quien jamás ha sentido la llamada de la poesía. Uno trata de ordenar todo esto y desbarra. Será desbarrar el estado natural del que escribe. Uno escribe y el lector, el eventual o el cómplice, encuentra los significados. Ahora mientras que el lector lee este texto, sube la mirada y me encuentra arriba del texto, cuando debería estar debajo o dentro. El poeta tiene su periferia y el lector, la suya. Me hago estas consideraciones sin que las suscite propósito alguno. No deseo saber. Me conformo con no dejar de hablar. Ahora no me gusta Lulú. De Mahler guardo querencia por ciertos pasajes, pero yo casi no tengo que ver con quién los escuchó entonces. Ya digo que voy olvidando las cosas. Unas más que otras.

14.1.14

En casa del espía




Quien lo tiene francamente difícil no es el invitado sino el que hace de anfitrión. A Obama le incumbe agasajar a su hospedado, hacerle sentir cómodo o, en todo caso, no incomodarle en demasía. Por eso Obama solo ha dejado caer la cantinela del paro y no ha entrado, bien por recomendación ajena o por prudencia propia, en la retahíla previsible, la que Rajoy tiene en su hoja de ruta nacional, que no es ni más extensa ni más terrible que la de otros mandatarios de otros países que también pasan por la Casa Blanca y saludan ceremoniosamente al Comandante de la plaza, al encumbrado, al Obama de los raps y de los premios, del Guantánamo y de las escuchas ilegales. No se echaron a la cara la parte desagradable de su trabajo. No se dijeron nada sobre lo que no controlan, todo lo que excede la capacidad de sus administraciones, todo lo que les desborda y nos atenaza. No hubo (imagino que no hubo) ninguna referencia a los micrófonos. Ninguna a la cuerda de indignados, desahuciados, masacrados por las restricciones sanitarias o educativas. No habrán tenido problema en esquivar esas conversaciones poco gratas. Se habrán enredado en otras. En fútbol, parece. A los grandes estadistas les encanta salirse del guión y explayarse sobre los vicios a los que encomiendan el sostenimiento del ocio y así recogen pareceres sobre balones de oro o sobre el próximo Open USA de tenis. Como este escrito mío no posee la hondura crítica que el asunto merece (no soy un analista, no soy un tertuliano al tanto de todos los recados del poder, no soy un simpatizante de ningún partido) me quedo en lo que no se dijeron más que en lo que hablaron, aunque a veces lo que no se dice cuenta infinitamente más que lo pronunciado o que lo escrito. Hacer las américas, como está haciendo nuestro presidente, exige unos peajes y uno será el no poder interpretar todos los temas del repertorio sino únicamente aquéllos que la audiencia sabe tararear, solo los que han aparecido en letras grandes en los rotativos o los que han ocupado los minutos centrales de los informativos nocturnos. Ninguna de todas las hermosas canciones que le ha susurrado contiene referencias al wikileaks o la incontinencia imperialista de su mercado cultural, que succiona y parasita hasta que el objeto colonizado deja de respirar por sí mismo y precisa de respiración asistida yanki. Y eso lo dice un consumidor de souvenirs norteamericanos. Lo dice o lo escribe uno que ama el western, las screwball comedies, la etapa americana de Hitchcock, el jazz, el blues, el bourbon, las jam sessions en el Cotton Club, el cine negro de la RKO, los relatos de Carver, las novelas de Scott Fitzgerald, el rock de Springsteen, el cuervo de Poe, los dioses primigenios de Lovecraft o los superhéroes de la factoría Marvel.  Pero hay cosas que claman al cielo. No sé a qué cielo, yo que no creo en ninguno. Rajoy sí cree en uno, en el de su cruzada para que España salga del bache y levante vuelo internacional para que la confianza del inversor extranjero (da igual que sean americanos, japoneses o de Ucrania) dé réditos. Quizá esté el hombre haciendo bien y los que nos quedamos aquí le estamos afeando el esfuerzo, ninguneando todo ese esfuerzo por hacer de este país uno más grande, de finanzas más sólidas y al que, en las conferencias del ramo, en los mítines de alta política, se le respete y se le considere. Adentro, a ras de barro, muchos no sabemos qué historia creernos. Porque alguna habrá que creerse, de alguna habrá que extraer un mensaje conciliador, noble, uno de esos mensajes que alientan la esperanza. En fin, ya digo que no está aquí mi territorio de pensamiento, si es que de verdad poseo uno.

Fue el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos...


"Fue el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, fue la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, fue la época de la fe, era la época de la incredulidad, era la estación de la Luz. Era la época de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, teníamos todo ante nosotros, no teníamos nada ante nosotros, todos íbamos directo al cielo, todos íbamos directo al revés - en breve, el plazo era hasta el momento como el actual período, que algunas de sus más ruidosas autoridades insistieron en que fuera recibido, para bien o para mal, en el grado superlativo de comparación."
Charles Dickens, Tiempos difíciles




Debo ser victoriano donde otros son románicos o del ala kitsch. Percibo en esa suntuosa declaración de empaque mobiliario una invitación al recogimiento que no encuentro en otro atrezzo de menor fuste óptico. Hace un momento, al levantarme, he recordado el sueño que ha atravesado mi descanso. Una especie de violenta acometida de gacelas penetraba, sin que hubiese un motivo evidente, en uno de esos jardines británicos, a los que los mayordomos dispensan enormes atenciones y que sirven para celebrar el amor al te y a las cotilleos de sociedad. De lo sueños, a lo sumo, extrae uno gacelas, jardines primorosos, la sensación de que ha sido una travesía alocada de la que no podemos contar nada de modo fiable. La única condición indispensable es la de imprecisión. En mi caso, una imprecisión a veces un poco turbia, como de cuento invertido, colocado cabeza abajo y sometido a un alocado forcejeo. No se sabe realmente qué hacer después con las briznas de sueño aprehendidas nada más abrir los ojos. Si confiarlas a la mujer, que duerme al lado, y lo conoce a uno más que uno mismo o si, en cambio, reservarlas, aceptar que no dicen casi nada o que, diciéndolo todo, no hay manera de que podamos sacar beneficio, una utilidad con la que negociar después las cosas de la vida. Se irán a lo largo del día mis gacelas victorianas. Se perderán en un remanso del ajetreo de la mañana, entre la clase de inglés y la de lengua española, en un pasillo, inverosímilmente, con la misma fantasmal capacidad de hechizo con la que acudieron. Esta noche no sabré ni siquiera a qué vino este escrito. Nada que no suceda a diario, por otra parte. Esto último me ha quedado francamente muy inglés, por cierto. En lo demás, en lo que no responde a ninguna cosa razonable o sostenible, amo la literatura victoriana. Soy muy de Dickens o de Conan Doyle o de Carroll o de Stoker o de Stevenson o de las hermanas Brönte o de Collins. Junto con la revelación metafórica y fundacional del realismo mágico sudamericano, no hay probablemente periodo que me fascine más. Amo incluso su sensiblería, toda esa inclinación a lo folletinesco. El mejor de los tiempos, o el peor, no sabemos, pero esta mañana de martes me he levantado victoriano. Como si me hubiesen sentado en un sillón de orejas, bien apoltronadito, a la vera de una chimenea historiada que crepita troncos recios de árboles de la fronda de un mimado jardín inglés y tuviese en mis manos, qué digo yo, las aventuras de Sherlock Holmes, en una edición noble, de tomo recio y páginas amarilleadas ya por el rigor de los años. O como si (acabo yo, déjenme este explayarme) James Ivory me hubiese fichado como figurante para una película de época, victoriana, por supuesto. En fin, nada más que un volunto irrelevante. Eso he tenido esta mañana al levantarme. 

8.1.14

Un concierto de cámara en un parque público

De los muchos rotos que tenemos en el traje en el que vivimos el más lamentable es el roto de la cultura. Se la relega siempre, aunque quienes llevan la administración de la cosa pública la declaren noble y viertan sobre ella la responsabilidad de todo lo que nos acontece. Son palabras huecas, las que se pronuncian porque conviene y porque invisten a quien las dice de un aura mayor que si las calla. Buscamos eso, el aura, la etiqueta, cierto componente mediático que complazca al público que nos observa. Hoy en día público y electorado son conceptos que se entremezclan. No siempre gana el más lúdico. A la cultura se la hiere cuando no se invierte en ella. No creo que la alta cultura, la que hace que un pueblo prospere y tenga conciencia de esa prosperidad, avance si no hay fondos que la sufraguen. Una de las labores del Estado es la de mimar las instituciones que fraguan la forja de esa cultura. La mayor herencia que dejamos es la de los libros o la de las obras de teatro o la de los conciertos en un parque o la de las conferencias o la de los cines. Luego están los colegios, tan frágiles, de tan vulnerable asiento en la sociedad. Mientras que la escuela no se prestigie y el maestro escalafone en la medida que merece en el rango de oficios declaradamente proverbiales (unos lo son más que otros, todos lo son de alguna manera) esta sociedad no solo no avanzará, en el sentido físico del verbo, sino que mirará al pasado (no siempre glorioso ni ejemplar) y encontrará un trozo de la Historia a donde acogerse. Es posible que estemos precisamente ahora en ese punto de nostalgia. Que en lugar de construir valores nuevos estemos contemplando la posibilidad de reformar algunos de antaño, afines al pensar de quienes gobiernan o de quienes votan a quienes gobiernan, que viene a ser la misma cosa. Si la televisión que preside nuestro salón sigue emitiendo bazofia (Telecinco es un compendio formidable de toda la inmundicia que acapara todos los ránkings de audiencia posibles) y nos embobamos observando programas en donde el rico obsequia al pobre o en donde parejas de descerebrados flirtean frente a las cámaras, la cultura seguirá relegada a un término secundario, de poco aprecio empresarial. Ya saben, hasta la Filosofía ha sido esquilmada de los Planes de Estudio. Ya digo que lo que ahora impera es mirar atrás y acomodarse al pasado. El futuro es un territorio peligroso, es una zona de riesgo, es una posibilidad de fracaso. Algunos deben pensar así. Mi pesadumbre no tiene ninguna acción ejecutiva que palie el mal que expone: solo me declaro insolvente a la hora de entender las razones por la que se coge un camino y no otro. O lo entiendo muy bien y es eso lo que me alarma. No toda la culpa es del munificiente Estado. Es el público (o el votante o el consumidor, ésas son los oficios del ciudadano) el que decide. Gana más adeptos un cotilleo en televisión que un concierto de cámara en un parque público. Pero infinitamente más, eh!

2 emperadores



En cierto modo prefiero a Heisenberg que a Walter White. En los otros modos, no prefiero a ninguno de los dos. Uno de los cometidos a los que no puedo dar de lado continuamente es escribir algo sobre Breaking Bad. No será un texto fácil ni saldrá a mi gusto, pero no hay manera de que yo soslaye esa obligación moral. Mientras que voy pensando cómo arrancar (luego lo demás suele dejarse querer sin mucha fricción) he recibido un acicate maravilloso. Mi amigo José Antonio Zamora, hermano norteño, me ha regalado esta camiseta digna de mí. La dignidad proviene de que es una muy competente talla XXL y de que el personaje que la puebla es mi adorado Heisenberg, el azote de Alburquerque, el emperador de la tabla periódica de los elementos. José Antonio es el emperador de los afectos. Juro que se me saltaron las lágrimas al ver al tipo apostado ahí en la camiseta, preguntando quizá si quiero cocinar con él. Algunos nos vamos entendiendo. Salir con la camiseta Heisenberg no ocurrirá hasta que empiece el buen tiempo. Entonces la luciré. No tengo ninguna duda. En la espera, la dejo aquí, en el blog. Heisenberg: por si no recordaban su nombre.

5.1.14

Ojalá, nunca, siempre

Me conformaría con sentirme hospitalario conmigo mismo. Alguna vez, sintiendo ese reconforte del espíritu, he pensado en cómo preservarlo, pero esa brizna de equilibrio, de paz interior, se escabulle sin que exista la posibilidad de que lo aprese y aprenda a invocarlo a poco que lo precise. Yo creo que no necesito otra cosa a la que aferrarme. No tengo interés en que una fecha marque el inicio o el fin de algo. Tal vez, ahondando mucho, más de lo que nunca he hecho, querría escribir un diario...

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1.1.14

Uno de enero

Tengo esta mañana un propósito muy firme. Consiste en despojarme de toda voluntad egocéntrica. Hacer el bien de forma absoluta. No caer en ningún momento en nada que, en mi beneficio, malogre el beneficio ajeno. Acabar el día con la conciencia muy limpia. Entrar en el sueño con la idea de que el corazón se ha limpiado también y de que la felicidad me ha visitado quizá por primera vez en la vida. Pero no sé cómo armar toda esa lista de intenciones nobles, con qué empezar, a qué abuelita cruzar la calle, con qué amigo sincerarme como nunca lo hice, qué periódico no leer para no encabronarme como suelo. Y salgo a la calle convencido de que tengo las palabras, incluso de que he encontrado el tono con el que escribir la novela, faltándome la trama, el hilo narrativo, todo lo que de verdad hace de la vida un asunto fascinante, pero no hay asidero fiable, no encuentro la voz con la que presentarme, se desvanece, se convierte en humo, que es la sustancia misma del texto. No me he tenido nunca por un héroe. No está la épica enredada en lo más acendradamente mío. Hace falta un brizna de épica. Solo obedezco a los voluntos del día. Solo me fascina la posibilidad de que no todo concluya en el texto.

En el día de los maestros

  No sé la de veces que he admirado esta fotografía. Hay pocas que me eleven más el ánimo cuando decae. Es una de las representaciones más s...