28.10.18

Oh cielos














La mirada se apresta siempre a perderse en el cielo, lo contempla con la misma vehemencia con la que observa el mar. Es nuestro el paso, el suelo firme, nuestra la convicción de que somos dueños de la tierra, hasta otra convicción es nuestra también, la de saber qué será nuestro morada cuando todo concluya, pero no el cielo ni el mar, ellos son ajenos. La aventura del cielo es más metafórica. Se la apropian las religiones, alguna con más énfasis. El cielo es el reino prometido, no así el mar, no se explica bien el porqué. Somos más de agua que de aire. Vinimos del mar y tal vez deberíamos regresar a él. No tengo soltura en ritos funerarios. Lo cierto es que es lo mismo que podamos volar o podamos navegar: por mucho que el progreso nos permita ocuparlos, el cielo y el mar, no nos pertenecen, no se dejan jamás gobernar. A veces se dejan manejar por la poesía. El mar y el cielo son materiales del género metafísico. 

El de ayer en Granada fue un cielo bondadoso. Cuando se esperaba que prorrumpiera en lluvia, se arredró, dejó escapar unas gotas amenazadoras, pero después respetó el paseo hermoso por la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes. Lamenta uno (será un lamento compartido) lo inevitable cuando visita una ciudad con la idea de pasearla y admirar lo que ofrece: que todos tengamos el mismo anhelo y queramos hacer las mismas cosas. Se puede probar a pasearlas a horas tempranas, a poco de amanecer o incluso antes, expresó en voz alta un amigo, seriamente conmovido por el imponente reclamo monumental de Granada. Ahí, al alba, no habría la bulla de la tarde, bulla de ayer tarde que, en cierto modo, tampoco impidió que pudiéramos disfrutar a placer, sin atropellos, a pesar del gentío. Lo demás fue perfecto también. Anduvimos de bares. No se comprendería Granada sin ellos. El cielo nos protegió a pesar de las advertencias de las autoridades climatológicas. De no haber sido así, si hubiese caído a plomo sobre nuestras cabezas, como en el cómics de Astérix, habríamos modificado muy levemente el plan. Los bares son un refugio, uno de los más fiables. No es únicamente el afán etílico (dicho de una manera elegante) sino la sensación de estar en casa. Algunos cumplen esa función más modélicamente que otros, pero todos (a su secreta manera) te acogen y te hacen sentir bien.  

Un apunte añadido: los granadinos, no cabe réplica, no descuidan las tapas. En algunos bares habría que hacer reverencia al entrar y al salir, por lo espléndidas que son. Quienes no estamos acostumbrados lo apreciamos sinceramente. 

El cielo de hoy en Córdoba fue de un gris tenebrista hasta que lo interrumpió un sol sin pudor. Esa prevalecencia de la luz duró poco. Si uno miraba con paciencia, con interés entomológico, como si fuese algo que no es fácil de ver o como se temiera que no se pueda ver de nuevo, asistía a un espectáculo fantástico. Lo es por no tener la costumbre de practicarlo. Tan a mano se tiene que no se le mira. Suele suceder que desatendemos lo que sabemos que nos pertenece, pero el cielo no tiene propiedad. Volviendo en coche a casa (no conduzco) he podido admirarlo sin estorbo. No ha sido el mismo en ningún momento. Su piel es siempre otra. El mapa del cielo es un simulacro de mapa. Fue hermoso en nubes. Las hubo de todas las formas y de todos los tamaños. Tampoco hay un atlas de las nubes a mi antojo. El que hay me parece demasiado frío, no tiene nada de lo que espero. No sé si alguien las fotografía y compara después. No habrá dos iguales. No habrá dos fotografías que se parezcan. No hay dos cielos idénticos. 

Este es el atlas de las nubes:   https://cloudatlas.wmo.int/home.html

26.10.18

La aventura del orden

a Manolo Lara Cantizani, poeta del orden


Al orden no le incumbe la belleza del mundo. Es el caos el que la alumbra. Del orden puro solo se percibe la rigidez, el estado matemático de las cosas, su concilio cartesiano y puro. L pureza nunca reveló la naturaleza humana. El desorden es el principio, el vértice donde empezó todo. Siempre me manejé felizmente  en el desorden, en la improvisación, en la periferia, en la lírica dulce de lo que no sabe uno. No creo que el orden me termine por conmover e ingrese en el ejército de sus adeptos, pero hay días en que me desdigo y gustosamente lo abrazaría. Uno va aplazando las cosas de importancia y llega un momento en que termina comprendiendo que no importa lo tarde que se llega a ellas sino la convicción con la que se llega. Ahora estoy en el periodo de transición modélica. Tengo en casa los cajones como Dios manda y no amontono los libros en las baldas, en horizontal, apilados de cualquier manera, sino que los alojo en donde deben estar. Ayer, buscando un libro en mi biblioteca, me sorprendí separando los cuentos de Poe (la vieja edición de Alianza con portada de Alberto Corazón) de una selección de poemas de Alberti. Pensé: no terminarán bien, no tienen nada que ver, son dos visiones completamente diferentes del mundo. A Poe le interesaba el caos y a Alberti, más que el caos, la luz del caos, el sonido del caos, todo lo que trae el caos y no exactamente caos. Me abrumó esa idea absurda, la de poner distancia entre Poe y Alberti. Si la llevara a término en toda la biblioteca, sería una empresa que no tendría fin. No sé quién sería compañero de lomo de Bukowski. Henry Miller tal vez. A Bécquer lo pondría con Ruben Darío. A Stephen King con todos los demás libros de Stephen King. Con Stephen King no habría problema. Tampoco con Borges, el ciego de manos precursoras y más libros en su cabeza que en las propias baldas.  Los libros se abrazan cuando no estamos, dialogan, pensé una vez. Lo conté en una clase de alumnos de instituto. Se quedaron a cuadros. Creo que  fue ahí, en la historia de los libros que se buscan, cuando algunos desconectaron definitivamente. Eran las cosas menos razonables que escucharían cuando acabase el día. Algunos tendrían examen de matemáticas en el siguiente tramo y estaban perdiendo el tiempo escuchando a un tipo grande que hablaba sobre la inconveniencia de que unos libros estén a la vera de otros o de que jamás podrían estar juntos los Ensayos de Montaigne con cualquier librito de Coelho. Una alumna levantó la mano y me dijo que haría eso con sus discos, nada más llegar a casa. A veces tiene uno ideas absurdas que fascinan a otros. Las mismas palabras que decimos podrían ordenarse para que unas no estén arrimadas a otras o, venido el caso, hacer justamente lo contrario: afanarse en que las palabras que se dicen sean las justas, las que puedes revisar sin que falte ni sobre ninguna y el texto (el hablado, el escrito) sea el único posible de entre millones posibles. El verdadero milagro es que podamos elegir de qué hablar y, una vez rebasada esa primera brecha, podamos elegir cómo hacerlo, con qué instrumentos nos haremos entender. El orden es, en el fondo, un milagro. Uno de los que nos salvan, probablemente. Toda la belleza que hay en el mundo proviene del desorden, pero es su anverso (su indeclinable anverso, el maravilloso orden) el que nos apacigua y nos hacemos mirar con detenimiento esa belleza y apreciarla enteramente y disfrutarla sin pérdida. El orden es una aventura y a veces tiene su métrica. 

23.10.18

Benditos pleonasmos

Decía Savater el pasado sábado en El País que la literatura fantástica es un pleonasmo. Lo que redunda en la expresión no es sólo que todo lo que se escribe proceda de la fantasía (es así, aunque se aderece con brochazos gruesos o delicados de realidad pura y dura, como se dice) sino que no puede proceder de otro lado. En el momento en que contamos algo, en cuanto se airea y accede al otro, al que lee o al que escucha, se desvirtúa, se corrompe, se aparta del motivo que lo inspiró y se inclina a otro, no necesariamente el original ni el exigible. Lo que se dice, en el instante en que se transmite, pierde una parte de su contenido, no satisface el cometido que se le asignó, incluso posibilita que pueda entenderse algo enteramente contrario. En lo que me afecta no tengo casi nunca claro si lo que expreso es lo que de verdad he deseado expresar, si al volcarlo (cuando se articula en palabras) acabo por malograr la intención que lo animó. En este instante, mientras escribo, noto que no afino, percibo que la idea sobre la que partí se está desmenuzando en algunas ideas secundarias, que pueden (si se hace largo el texto) derivar en otras ideas.

Todos mis textos son una opulencia de ideas terciarias. Desbarro, me explayo más de la cuenta, paseo la periferia y miro desde esa distancia el centro seminal, el origen y el fundamento. No difiere este procedimiento al que practico cuando hablo. También ahí equivoco el propósito. Empiezo hablando sobre el predicamento de la banca en la judicatura y termino enredado en la crisis abierta en el Real Madrid. Si es a mí a quien habla viene a suceder más o menos lo mismo. Quien me confía lo que piensa no tiene la convicción de que yo lo recoja íntegramente y lo entienda sin pérdida. Hay mucho que se queda por el camino, no sabemos nada de esa información sacrificada (esos sentimientos sacrificados), no podemos rescatarla, hacerla valer, imponer su realidad a la realidad para que se difunda.

Toda la literatura (la bendita literatura) es un estado de ánimo y, puestos a apurar el pleonasmo, una transcripción de ese estado de ánimo. En lo transcrito siempre hay pérdida. La literatura es un archivo comprimido, una especie de MP3, aunque a veces sea de una calidad asombrosa. No sabemos cómo funciona la cabeza del escritor, ni la de quien no escribe, no se sabe bien qué excluye y por qué o las razones por las que algunas cosas sobreviven y se vuelcan en el texto y otras se sacrifican, no prosperan, se quedan en el camino y no ingresan en la elección de un modo de expresarse o de una trama. En la novela en la que ando (no la he dejado, sigo en ella) escribo como si no fuese cosa mía lo contado. Siento que los personajes toman propiedad de mi persona, la zarandean, imponen su criterio, irrumpen en mi quehacer diario.  

Siendo la primera vez que escribo algo que pase de las tres hojas, entiendo que será lo normal. No sé si alguien ya curtido en novelas podría decirme si es correcto o no eso de que lo novelado ingrese en lo real y perturbe su decurso. Ahora me caigo de sueño. Aunque sea una hora, voy a cancelar la realidad, nada me suele apetecer más a esta (bendita) hora.

14.10.18

Tempo Pub

Los vasos cómplices. El humo íntimo. Un blues en la misma nuca. Irse más tarde a casa con el silencio dentro como una música. La noche siempre cobra sus aranceles.

Priego de Córdoba, Abril 1992

12.10.18

En el día de España


En cierto modo uno es de aquí como podríaa haber sido de cualquier otro lugar. Se es cristiano o musulmán o escandinavo o de Argelia sin que exista una voluntad para alcanzar ese destino en lo universal. Celebrar la Hispanidad es un exabrupto obviable, pero tiene su lado lírico, el de ser de algún sitio o el de sentir que el país en el que vivimos es parte nuestra al modo en que lo es el salón de la casa o los amigos que buscamos. No tengo yo una querencia íntima hacia lo español, pero tampoco rehuyo que, en ocasiones, la españolidad sea una parte mía, una en la que me identifico y que, como a los del noventa y ocho, me duele. Los festejos de las Fuerzas Armadas me quedan grandes, aunque uno entienda que los Cuerpos de Seguridad del Estado existan y cumplan (esperemos que con honradez y arrojo) al cometido que se les impuso, el de salvaguardar el bienestar al que aspiramos o el poco o mucho del que disponemos. No fui un buen soldado, no entendí que la patria contara conmigo, pero hice mi trabajo lo mejor que pude y acabé comprendiendo que no puede uno ir por la vida en una anarquía militantes. Quienes la ejercen, la anarquía, la negación de los símbolos de la nación, me inspiran respeto, aunque difiero más de ellos que del ciudadano mesurado que mira con educación la bandera y acata las normas de la cosa pública, va a votar, acepta que su voto no sea el dominante y no entre a misa si entiende que nada de lo que se dice dentro del templo no le incumbe o, caso contrario, maravilloso caso contrario, comulga con los preceptos de la curia y reza para que todo se alivie y el sol brille con esplendor cuando amanece. 

Pensé en España, como país, cuando murió el francés-armenio Charles Aznavour hace pocos días. Aquí no se estilan los funerales de Estado al modo en que se tributan en Francia o Estados Unidos. Tenemos la equivocada idea de que habrá quien lo repruebe, quien mire el carnet político del difunto y poco o nada su legado o el talento con el que se granjeó la admiración popular. También la de no tener el sentimiento del agradecimiento. Un país que no homenajea a sus mitos propende con más facilidad a cuartearse y con mayor rapidez se escinde. No hay nada que nos cohesione como nación. De hecho ni esa misma idea de nación entusiasma: sólo moviliza fragmentadamente, únicamente cuenta con adhesiones parciales. Aquí avergüenza despedir con honores a nuestros muertos ilustres. España se echó a perder como casa común en algún  momento de la Historia. Sólo la euforia deportiva extrae ese apasionamiento. Ahí no escuece alardear de país, enseñorear la bandera, entonar con titubeos el himno, hasta amañarle una letra. No es que flaquee el pueblo, no es el pueblo el que escatima muestras de dolor: es algo más inasible, es el cansancio o la pereza, la maldición de que no nos gustamos, de que España no es nada a considerar, salvo cuando el orgullo nos engorda el pecho al ganar un concurso internacional de canciones o una competición deportiva. Luego está el desamor hacia nuestros ídolos. No queremos ídolos, no somos lo suficientemente agradecidos hacia quienes tienen algún tipo de magisterio en alguna disciplina artística, política o social. Criticamos a Nadal si no se remanga y ayuda en las labores humanitarias en una zona devastada por la lluvia y lo criticamos si se queda en casa y no coopera. Siempre habrá quien encuentre razones para una cosa o para la otra. Lo de Aznavour, que fue un francés extraño, dicho sea de paso, me conmovió. Cuando murió Monserrat Caballé hicimos lo previsible, no caímos en la cuenta de que fue ella la que paseó el nombre de su patria por los escenarios de todo el mundo de un modo magistral, nos guste la ópera o no. Hay que cuestionar siempre lo que se ve, no vale la obediencia a ciegas, es mejor no ser español por los cuatro costados y serlo a sabiendas de que ese oficio es más natural que su contrario. Somos españoles, tenemos a España como madre patria, aunque las madres a veces nos perturben y extraigan de nosotros la parte turbulenta que no aflora con otros semejantes. Uno a veces querría que no avergonzara la bandera o el himno o decir España en lugar de este país. Los eufemismos miden la riqueza emocional o espiritual de un país. 

Las cosas más sencillas

Hay cosas que uno dice y no cree pero convencen a quien escucha. De cuanto se dice una parte no pertenece a nadie, no hay propiedad de lo dicho, ni tampoco de lo registrado. Lo que se salva, asuntos de fuste más pedestre, es tal vez lo importante, todas esas conversaciones sin propósito, la del ruido del café cuando sube o la manera en que anudas los zapatos o elegir una mantequilla u otra en el supermercado o decidir qué sinfonía de Mozart ocupará la primera hora de la mañana o contar sílabas de un haiku para un amigo o corregir exámenes de matemáticas antes del almuerzo u ordenar el escritorio del ordenador, empresas livianas, que acuden sin alharaca y se van discretamente. Todas las otras conversaciones, las cosas que hacemos y las que no, cuestan, se las aparta, un poco por pereza y otro por temor a que se adueñen de la realidad y la afeen o la enturbien, pero nada es nuestro, ni lo claro ni lo oscuro, ni la felicidad ni su anverso, que es la brújula con la que avanzamos. Se afianza el paso a ciegas, se vive con la idea continua de no saber nunca nada con certeza, todo es de los otros. Por eso importa atarse los zapatos de una firma de otra o elegir a Mozart o a Bob Dylan o ponerse una camisa - una a cuadros como de leñador hoy que me encanta - o un polo. Creo en los dos, en Mozart, en Dylan. Me consuelan, me dejan afianzar a ciegas el paso, elevar la cumbre de los días, como pedía el poeta pensando en el Dios al que no terminaba de encontrar. Poesía para celebrar la Hispanidad...

3.10.18

El corazón más pequeño, el corazón más grande

Con frecuencia suelo caer en la cuenta de que me siguen resultando placenteras las mismas cosas que hacen treinta o cuarenta años. Ocurre ahora que pienso en ellas, las evalúo como si acabara de adquirirlas, las ajusto al tamaño de mi cabeza, no al del corazón, donde se alojaban antaño. Con la edad, la cabeza impone su criterio con mayor convicción, no permite que se la desatienda, impone su carácter y finalmente dicta las normas. Al corazón, al pobre, se le permiten ciertas veleidades, algunos caprichos, pero tiene todas las de perder y, las más de las veces, hinca la rodilla. El corazón no sólo tiene rodillas que hincar, sino una cabeza que lo hace recular, no aventurarse tanto como solía. Es una cosa curiosa la del corazón, ahora que lo pienso. Se le atribuyen virtudes que no posee: es un músculo, es un órgano con una misión en la que los sentimientos no caben, por más que la poesía romántica y los troncos de los árboles nos hagan pensar que en él reside el amor, el amor grande y los amores pequeños. Al final todo lo convertimos en pensamiento, lo traducimos en palabras, lo escrutamos. Sólo de vez en cuando dejamos que las cosas sucedan sin que pensemos mucho en ellas. Pensar, en la mayoría de los casos, es contraproducente, es contrario al riego normal de la sangre por los órganos y al dispendio lúbrico y a la alegría sana de quien abre mucho los ojos y vive sin nada que lo coarte en demasía. No conozco a nadie que conceda al corazón todo el peso de la trama de su vida, no sería ni bueno, seguro que al final acaba por despeñarse, por arruinar su existencia. Lo normal (imagino) es concederle los mandos a la inteligencia o a la experiencia.

Son los niños los que hacen que la esperanza en la bondad se abra paso en la fronda tosca de los adultos, son ellos quienes brillan cuando la oscuridad se cierne en torno y la sentimos bien encima de nosotros, ocupando el aire que respiramos, los espacios que dejan las palabras cuando se piensan. Lo que más aprecio de mi trabajo (soy maestro) es la posibilidad de que tenga niños cerca, que unas horas al día sólo trate con ellos o con compañeros de oficio que (lo perciban o no, lo expresen o no) también se alimentan de esa inocencia y la alojan en su interior, con más o menos fortuna que yo, pero inevitablemente sucede así. Luego salimos a la calle, encendemos la televisión, contemplamos las perversiones de unos y las maldades de otros y agradecemos que tengamos en nuestras manos el depósito de esa bondad y la responsabilidad de una parte de su tutela; la otra es de los padres, aclaro por si alguien piensa en que toda esa responsabilidad recae en la escuela. El corazón más grande lo tienen ellos. Después se va empequeñeciendo, se encallece. Después se quita de en medio, no está siempre que se le precisa, no nos echa una mano, una de las manos que tiene, aparte de las rodillas o de la cabeza. El corazón es un cuerpo completo en sí mismo, pero conforme se hace mayor, a medida que se gasta, pierde órganos, los deja en el camino, va perdiendo las manos, los ojos, el corazón dentro del corazón que conocemos. Al final todo es cabeza, plenipotenciaria y sibilina y ruda cabeza. Todo es pensar, al sentir se lo arrumba, al niño lo olvidamos, no contamos con él, no pensamos en si queda algo por ahí, susceptible de ser izado a la superficie y puesto en marcha. Ahora me voy al colegio.

2.10.18

El mar

Hace mucho tiempo que no veo al mar. No lo suficiente como para ir y zanjar la añoranza, imagino. Sé lo que me conforta mirarlo, apostarme de pie frente suya y no considerar que haya nada que pueda malograr ese estado de equilibrio, el equilibrio al que no alcanzo si cierro los ojos y miro a otro lado o miro adentro. Ningún paisaje me conforta como el del mar, nada me hace más pequeño y más grande a la vez, como cuando se entra en una catedral. Uno tiene el mar dentro también. Lo acuna, siente cómo se desplaza y se agita o aprecia la calma cuando irrumpe. El mar, de mucho mirarlo, se expande en nuestro interior. No hay forma de explicar cómo puede ser tal cosa, pero igual hay un adiestramiento que permite esta obra de ingeniería anímica. El mar, una vez vertido en el interior de cada uno, no vuelve a salir. Yo ahora noto que me hace falta ir y verlo, por si al mirarlo se obra nuevamente el prodigio, pero no creemos por pereza, por no ocuparnos en pensar o en sentir, se prefiere quedar al margen, no tener más compromisos de los que se tienen, no depender de nada o depender de las cosas equivocadas, las que pueden ser retiradas sin que duela. Puede que no se me acabe de comprender bien en esto de que yo esta mañana de octubre me haya levantado pensando en el mar, en lo lejos que está, aunque lo tenga adentro. 

1.10.18

El beso alado

Escribe Rafael Pérez Estrada que hay un copón del siglo XVII en la Basílica de Santa Gloria de Ferrara que conserva un beso del Arcángel San Gabriel. Justo Gómez de la Lastra añade que el beso es joven y aletea dentro del copón, que las mozas con el virgo entero advierten más nítidamente la respiración angustiada de sus alas. En las catedrales y aun en las iglesias de menor esplendor o de más recatado fuste, se guardan con celo las evidencias milagrosas de los santos y de los mártires, sin que se precise exhibirlas ni difundir que se tienen. Hay quien, movido por la codicia, se ha procurado compradores, pero cuando el objeto sagrado sale del templo se desvanece su prodigio y se malogra el comercio. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...