31.8.23

La luna



 

La cifra

La amistad silenciosa de la luna 
(cito mal a Virgilio) te acompaña 
desde aquella perdida hoy en el tiempo 
noche o atardecer en que tus vagos 
ojos la descifraron para siempre 
en un jardín o un patio que son polvo.     
¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día, 
podrá decirte verdaderamente: 
No volverás a ver la clara luna, 
Has agotado ya la inalterable 
suma de veces que te da el destino. 
Inútil abrir todas las ventanas 
del mundo. Es tarde. No darás con ella. 
Vivimos descubriendo y olvidando 
esa dulce costumbre de la noche. 
Hay que mirarla bien. Puede ser la última.

Fotografías:,Emilio Calvo de Mora Mármol 

29.8.23

Elogio de los madrigales

 Amo los madrigales ingleses de Dowland o de Porter o los italianos de Monteverdi o de Palestrina. No es un amor mantenido a diario, que proceda de la atención minuciosa y cuide de que no se deteriore si la aplazo, pero no hay ocasión en que su comparecencia no me transporte (bucólica y pastorilmente) al Renacimiento y me vea de pronto ataviado con ropajes suntuosos y hablando en inglés antiguo o en italiano en la privada ocupación de mi ocio, agasajado de todos los primores del vivir en esa opulencia del arte y del pensamiento. Mi ignorancia en la materia me impide pronunciarme en lo musical, pero me envalentono cuando mi corazón se embravece y hasta fulge cuando la belleza que contienen se declama con absoluta pulcritud, haciendo que el escuchante participe de esa restitución limpia de la música . Hay tanta por descubrir que es de necios acogerse únicamente a la aprendida, a la que nos acompañó y conócenos. No habrá ahora madrigalistas, se contentarán con interpretar las piezas antiguas, las pronunciadas con absoluto fervor por esas voces celestiales, pero las de entonces eran genuinas, eran la emanación pura de un sentir religioso, no contaminado, no proyectado para otro motivo que no fuese la conversación con Dios, expresándole el agradecimiento por los dones de su gracia. Etimológicamente, el madrigal es un canto a la madre, comprendida como la matriz, como el origen. Su polifonía es profana, a pesar de su inclinación divina. Exalta lo mundano mientras mira de reojo al cielo, reclama los primores de la vida y anhela el goce imperecedero de la eternidad. Al igual que uno se empequeñece cuando entra en una catedral, escuchar madrigales nos depara una fragilidad parecida. Sentimos un arrullo antiguo, como de misterio. Esta mañana de agosto ha sido madrigalesca en casa y cuando las obligaciones me hicieron salir de ella. En la calle, ocupadas mis orejas con los cascos pequeñitos, hasta me extrañé de que hubiera coches y en el cielo se divisaran los rastros blancos del trayecto de los aviones. Me creí fuera de mi tiempo y de mi espacio. Como si acabara de ser transportado del siglo XVII al XXI. La música es una máquina del tiempo. El primero que escuché me sigue haciendo reír: ese es también uno de sus motivos. el de invitar a que la alegría impregne el espíritu. Lo ejecutaban Les Luthiers en su Mastropiero que nunca. El ficticio autor bautizó su madrigal con el primer verso del poema, como era costumbre. Lo llamó "La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa", pero luego "la longitud de este primer verso le pareció inadecuada para un título", de modo que lo rebautizó, llamándolo "La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa, la mojó en el arroyuelo y cantando la lavó, la frotó sobre una piedra, la colgó de un abedul", pieza con la que abren el espectáculo. Lo que hace el grupo argentino es respetar el género y dotarlo de la viveza de lo humorístico. Las voces precisan una mínima instrumentación y, cuando concurre, está al entero servicio de ellas. Es la pintura de las palabras, como recogen los musicólogos. De ahí proviene la ópera, ya en el Barroco, que le hizo declinar. También es un apellido hermoso. 

El frescor

El aire es ceniza, la memoria es fuego, las palabras arden, todo tiene ese olor a sacrificio, todo es carretera quemada hacia la raíz misma del cuerpo, que es incesantemente pira funeraria. La calle no es el principio de nada, ni es calle. El verano es un desacato a la dulzura del ánimo, que fluctúa entre encomendarse a la dulzura de la sombra o dimitir una temporada de la templanza, pero hay consuelo en la sucesión de las estaciones, en la síncopa de los astros, en la bendita inminencia del frío. Tengo ganas de tener frío. Tengo ganas de que llueva. Tengo hartura de sol. Tengo aversión al sudor. Llevamos dos días de cierta bonanza. El aire caliente da indicios de claudicar, la memoria trae briznas de frescor, las palabras alivian en su nuevo fulgor, todo es inicio, todo es camino limpio hacia la raíz misma del alma. 

Elogio del regreso

 


                                            Habitat IV, José Lourenço, 2023

“ Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”


Jorge Luis BorgesEl hacedor



Uno quisiera a veces no ser tenido en cuenta, no comparecer ni que se nos eche en falta, ser hospitalario con uno mismo, darse la dignidad antigua de quien se busca y a veces, no muchas esas veces, tan festejadas todas, encontrarse, fijar un sitio como propio, mirar hacia lo lejos, cerrar después los ojos y seguir contemplando el paisaje, que ya no se irá nunca. Entonces regresar, comprender que no nos fuimos. Nadie se va nunca. 


En ocasiones, uno sale sólo por volver. La idea del regreso está infravalorada: no se le ha dado autoridad narrativa, peso metafórico, etc. Importa la ida, el trayecto, pero se acaba arruinando la belleza del retorno, esa delicia que consiste en retomar lo que se dejó, en repetir los gestos, en sentir la rutina como una propiedad y aplicarse con esmero en defenderla. Si no se sale, no hay regreso, paradójicamente. 


A mi amigo K. se le ocurrió que salir mucho le haría detestar el exterior y hacer más suya la propiedad de la casa. Por el contrario, la estancia en ella, ese especie de estado larvario o encapsulado, no le produjo la misma zozobra, el deseo inverso de echar el cuerpo a la calle y probarlo ahí. Recuerdo insistirle en que saliera. Han abierto un bar nuevo, le decía, o le recomendaba que le diese la vuelta al pueblo. 


Hay rincones de casa, me dijo, que son perfectos. Cuánto más los impregnas de ti, más cuesta abandonarlos. Tengo un sillón de orejas en el que he leído todo Chesterton. En realidad, insiste, todo sucede en la cabeza. No diferimos mucho los que hacemos vida monástica, en casa, de los que están continuamente en la calle. Lo que ellos viven acaba alojado en el mismo sitio en donde alojo lo que yo vivo aquí adentro. Siempre se pueden intercambiar los papeles. Hoy mismo me incliné a no salir, obró mi voluntad el deseo de eludir el trajín previsible. De pequeños, recuerdo, a ese abandono de las obligaciones se le llamaba rabona o novillos. Uno inventaba una enfermedad y representaba con maestría sus síntomas. Lo que le esperaba en casa era siempre lujurioso. Se tenía esa idea perversa de que los demás prosiguen la inercia de la trama y de que uno se ha eliminado momentáneamente del juego, quizá por verlo desde afuera o por ejercer la rebeldía sin que se aprecie del todo. 


Quedarse en casa, le digo a K., es la opción adulta de los novillos infantiles o juvenilesEn muchas ocasiones, más de las que mi pudor estaría dispuesto a publicar, he deseado adquirir ese blindaje, cobijarme frente al rigor de lo real, encapullarme, no tener que mirar lejos, preferir lo privado, amar lo íntimo. Creo que no fuimos tan distintos K. y yo. Dijimos parecidas cosas, nos expresamos de similar manera, ambos reconocimos compartir un ideal común, el de disfrutar la intimidad, el de ir con la idea de que fascina el regreso, el de la convicción de que hay que excederse en algunas cosas para desear ansiosamente otras


Sale uno solo, pasea las calles, las fatiga, percibe la realidad con absoluta nitidez, se impregna de ella, atesora sus primores, percibe los colores, recoge los ruidos, siente que existe para que uno la recorra, pero no valdría nada este loco avanzar si no hubiese un lugar al que volver, si la realidad que descerrajamos nos negara un punto de retorno. El verdadero problema que devasta el mundo es la pérdida de un regreso. Vamos, avanzamos, giramos, nos adentramos en lo profundo o lo merodeamos, pero no siempre disponemos de una casa que nos acoja. Como un útero duradero y fiable. No sé quién de los dos dijo esto. La Historia de la Literatura no se resume, tal como algunos pretenden, en el triunfo del bien o del mal, el del amor o su reverso: toda ella es un viaje de regreso a casa. Ni la de la vida. 

28.8.23

Elogio del trifelio

Lo normal es que cualquiera haya jugado a decir jamón y monja en voz alta repetidamente hasta no discernir si dice una o la otra, si es el jamón el objeto de la chanza lingüística o es la monja. A ese juego fonético, tan apreciado por los niños, se le llama trifelio. Con más o menos fortuna semántica, los hay en abundancia en el boscoso entramado de nuestra bendita lengua, aunque la pata del cerdo y la mujer consagrada a Dios se hayan arrogado la representación de las demás. Son de más fácil restitución los simples, que convocan dos sílabas: bronca con cabrón, bolo con lobo, carro con roca, todas genuinamente inocentes, como de aventura de niños probándose en el decir de las palabras, pero el glosario invita a que consideremos los imperfectos, en los que una letra intrusa descabalga la sencillez silábica o en los que una sílaba desobedece el patrón y conforma un baile de sonidos más complejo: hamaca con cama o labio con viola. No he dado con trifelios trisílabos, que vendrían a ser el culmen retórico. Tienen al calambur o al palíndromo como parientes más cercanos y, calzando la mitología romana, también al bifronte Jano, el dios tutelar de las puertas, de las terrenas y de las celestiales, también de los comienzos y de los finales, el de dos caras, cada una mirando en distinta dirección, una mirando a oriente y otra a poniente, teniendo de esta manera la potestad del ascenso y del descenso, de la luz y de la sombra, al hacer que compareciera el sol al alba y la luna al declinar el día. Se le invocaba al iniciarse una batalla, dejando (tal vez imprudentemente) las puertas de las casas abiertas con objeto de que la fortuna divina acudiera en ayuda de sus moradores. Ovidio, en los Fastos, da a Jano la custodia de las mismísimas puertas del cielo, así como el equilibrio del entero cosmos. El nombre del primer mes del año proviene de esa cualidad de umbral entre dos estancias: el año que concluye y el que comienza. Al ser representado, se le otorga un bastón en su mano derecha y una llave en la izquierda: uno disuade a quien no tiene permiso para entrar y la otra concede el paso a los dignos de franquear ese umbral. La tradición judeocristiana hace que Jesucristo entregue al apóstol Pedro una llave de oro y otra de plata. Esta donación simbólica referencia las que portaba Jano en una de sus manos: la de oro es el sol; la de la plata, la luna. El espíritu eterno se colige de la dorada; el terreno, de la argéntea. He aquí el alfa y el omega, lo dejado y lo por venir. La faz del pasado, al entenebrecerse con la experiencia, lucía una poblada barba de anciano; la del pasado, al contemplar el futuro, se muestra joven, con barba o sin ella, pero sin contener la ruina del tiempo. El templo en el que se le adoraba, con su nave central escoltada por doce columnas, una para cada signo zodiacal, permanecía abierto en tiempos de guerra, cerrándose en las de paz. Se le atribuía la invención del lenguaje, así como el de la arquitectura, el dinero y la navegación. En tiempos de la República, circulaban monedas con su efigie bifronte en el anverso y la precursora proa de un navío en el reverso. Las palabras cuentan lo sucedido y, tal vez, no se tendrá fiable argumento, cuentan lo que está aguardando, cabalísticamente. Sus juegos miran el pasado y escrutan el porvenir. Un niño en un patio de colegio, cuando pronuncia esas repeticiones, está repitiendo una melodía antigua, la de los dioses y la del universo. 

27.8.23

Elogio del astrolabio

 La mayor utilidad del astrolabio en navegación era calcular la altura y la posición de los objetos elevados, mayormente las estrellas, y su distancia a ellas, lo que permitía al barco seguir una ruta trazada. Comparece en ese trasegar terrestre de lo etéreo una fragilidad de la que no nos hemos apartado, aunque hayamos visto agujeros negros y temblores celestes. Hay palabras que contienen la esperanza y la también la incertidumbre. La palabra astrolabio se hermana con la palabra sílaba en su vocación de amarrar las partes que conforman un todo. Toda esa danza gravitatoria es un alfabeto de un idioma del que sólo conocemos letras sueltas, alguna sílaba hilada a otra, alguna palabra de pronto sobrevenida, a la que atribuimos un significado y de la que, en la mayoría de los casos, no sabemos en qué frase se expresa. Así algunos objetos nos interrogan. Ese diálogo invisible es la matriz de todos los demás. El mismo asombro ante lo que no comprendemos nace de esa conversación intangible, no expresada verbalmente, ni reconocida a veces. De ahí debe nacer el arte: él mide la distancia de los objetos lejanos, él acaricia la propiedad de los íntimos. 

26.8.23

Los nuevos bárbaros

 A la gente que no tienen donde caerse muerta les da igual donde morirse. Hay que hacer acopio de pudor a poco que uno es observado. Más que arrimarla, por guiarse en ella, uno parece precaverse contra la dignidad y campa a su antojadizo capricho, feliz en su atrevimiento, hasta ignorante de que su proceder incomode o incluso ofenda. Hay quien procede adrede, arrogándose el derecho a expresar su criterio, por equivocado que esté. También quien no tiene luces para razonar su desquicio, pero se envalentona cuando lo airea y da de él inequívocas señales de entendimiento y armonía. El hecho de incurrir en esa falta es tan grave como el de no aceptar que se ha cometido y que debe ser expuesta al escrutinio ajeno para que se sancione o se disculpe. Cuando el consenso no es común, nunca sucede eso, si alguien se considerada afectado por ella, se implementan los mecanismos jurídicos pertinentes. Aceptada esa premisa, todo lo demás se entiende sin esfuerzo, aunque nos perturbe o nos haga sentir eso que últimamente no se escucha mucho de la vergüenza ajena. Toda esa gente zafia hace al mundo zafio. Son los patanes de siempre, los chabacanos, los groseros, los cazurros, los vulgares, los burdos, los cerriles, los mostrencos, los toscos, los inciviles, los brutos. Son los ciegos, los ignorantes, los insensibles, los satisfechos de sí mismos, los abastecidos de vanidad, los conjurados, los que no tienen respeto, ni educación, ni consideración de que esas formas de la civilización (el respeto, la educación) sean algo que les concierna. Los vemos sin que a veces podamos evitarlo. Ocupan la calle, acaparan los informativos, tienen quien les escuche, atraen a piezas de su misma cabaña de reses ciegas y sordas y hasta violentas si se les increpa o recrimina. 

No sabemos cómo preservarnos de su malsano influjo, han hecho piña entre ellos, se conocen, se reúnen para ponerse al día en pasquines y en insultos. Su revolución es tangible, está sobredimensionándose, se le da púlpito desde el que oficiar su arenga casposa, malsana, podrida. Sus discursos hieden, sus formas escandalizan, hasta les delata su aspecto, aunque puedan pasar desapercibidos en ocasiones, pero basta que abran la boca para advertir la catadura moral. Repugnan al argumentar, atufan el aire con sus manifestaciones. Aúllan, graznan, rebuznan. Su vocabulario es fangoso. No es que no entiendan lo que dicen, es peor: saben cómo herir, están puliendo su barbarie. Están aprovechando la mediocridad para que la mediocridad triunfe. Se están convirtiendo en plaga, devoran con saña las cosechas, hacen páramo yerto la tierra fértil. Algunos, los menos agasajados por la inteligencia, se embebecen cuando les escuchan: aprecian el discurso sañudo, las palabras hirientes, la sangre del verbo. Cuando no se aman, se comen entre ellos. Desconocen la lealtad, no fueron instruidos para inculcar en los suyos un mínimo sentido de la dignidad: esa nomenclatura les es por completo ajena, la desprecian. Ni dioses tienen, aunque los nombren y les tengan sus rezos. Son los nuevos bárbaros, son el estigma de una enfermedad antigua a la que el hombre todavía no ha puesto remedio. Continúan su cruzada porque el mensaje que blanden es extremo y al público, en el simulacro de un audiencia, le place que se le agite y se piense por ellos. Pensar es una actividad de riesgo: ellos son obstinados mercenarios de una batalla que únicamente ellos advierten. Contra ellos sólo cabe la inteligencia, esa herramienta a la que dan la mayor de sus atenciones, pues llegan a comprender que el manejo que haga de ella sus enemigos podría dañarlos. Para que sus huestes no se apropien de ella censuran su concurso en cuanto pueden. Les falta quemar libros. 

Son todos ellos la exaltación de las más oscuras intenciones, las más turbias, como cantaba Serrat. Llegaron a ser lo que son por descuido familiar o por pereza vecinal. No fueron reprendidos cuando exhibieron sus primeras inclinaciones bastardas. No sabemos a quién sirven cuando alzan las banderas, son sicarios del mal, siembran calumnias, tienen doble vida, mienten con naturalidad, gastan más de lo que tienen, hacen listas negras, fanfarronean a ver quién la tiene más grande, juegan con cosas que no tienen repuesto y culpan al otro si algo sale mal, continúo citando al poeta. Con todo, siguen en primera línea, se les ve pavonearse en cuanto tienen ocasión, agreden con naturalidad, hurtan sin rubor, besan sin permiso, mienten por principio, comulgan en familia con la hostia bendita de la verdad, pero basta darles un minuto de conversación para comprobar que no son como nosotros, los educados, los que deseamos no faltar a nadie sin motivo. Porque de vez en cuando hay que arremangarse y cantarle las cuarenta a quien nos hace el mal. Tenemos con qué hacerlo, no somos livianos en las réplicas, hemos leído mucho, hemos aprendido a conversar, se nos ha vestido con los primores de las telas más nobles, pero hay veces en que dan ganas de ponernos a su altura, Dios no lo quiera, acudir a la barbarie, dejar sentado que hay sitios por los que no pueden pasar, caminos reservados a la concordia y a la convivencia limpia entre iguales, pero serán estériles los argumentos, nos cortarán a la primera, elevarán el volumen de las palabras, confiarán en que las dimensiones del ruido atenúe las de la cordura. 






Elogio del elogio

 Creo que se debería hacer un elogio al día, uno al menos. Se puede poner más o menos empeño y que salga un elogio menudito, como de compromiso, o uno resolutivo, saludablemente consistente, del que no quepa duda alguna de la convicción del que lo formula. Un elogio hacia alguien o hacia algo, un elogio que se entienda y al que se le puedan añadir líneas y no restar ninguna, pero no está el elogio de moda. En todo caso está su anverso. Propendemos más a poner el cuchillo en el cuello de la cosas y hacer como que estamos dispuestos a rebanar lo que se plante. Elogiar no es lo frecuente, ni lo recomendable. Parece que al hacerlo se desprestigia el que lo promulga. Hay una educación alrededor de este asunto: se mama (verbo escurridizo, pero no encuentro otro más eficaz) desde las tiernas infancias. Como si fuese un signo de debilidad. No está el aplauso, el sincero, integrado en las formas cívicas, en los protocolos con los que convivimos. Se aplaude al tenor en el escenario de la ópera o al delantero que taladra la red del portero rival, pero se lo piensa uno si toca exhibir nuestro entusiasmo por el éxito del vecino. 


Se debería hacer un elogio al día, insisto. No elogios abstractos, de poco asiento en el trasegar de las relaciones sociales, sino elogios personales. Saber que hay cosas que se hacen bien y que nos toca vivirlas de cerca y saber quién contribuyó a que se concluyeran airosamente. Disfrutar en la celebración de la festividad ajena, hacer que esa celebración (en parte) tenga algo nuestro. Elogiar por costumbre, elogiar sin otro motivo que acostumbrarnos a ese placer sencillo. Quien se acostumbra a ese oficio, vive mejor, todo le concierne, cualquier asunto que observe y le agrade o conforte será incorporado cómo vivencia propia. Los elogios que he ido dejando por aquí estos últimos meses me han reconciliado con el mundo. Cuando algo me perturba, procuro dar con lo que alivie o me alegre. Son ese alivio y esa alegría las inductoras de todos ellos. Podría continuar infatigablemente ese trabajo feliz de dar con la virtud de las cosas. Basta escuchar, basta observar, basta sentir. En el fondo, los elogios son el apremio de nuestra gratitud, que precisa formularse y ser publicada para que conste y surta los efectos que azarosamente concurran. Les daré fin al cerrar el año, he pensado, aunque se advierta, a poco que se me lea, mi inquebrantable anhelo de que no concluyan. Ojalá. Será buena señal. 

25.8.23

Elogio de la concupiscencia

 A la continencia se le arroga la virtud de que corrige los desmanes del espíritu. Es sustancia honda suya y comparece con sobria frecuencia para sofocar la efusión de los apetitos. Moderar un deseo es importunar al corazón a veces. Sobrio, templado, ese espíritu alcanza cotas de más pulcra dignidad, quién duda eso. Los mecanismos fisiológicos condicionan la evacuación de los residuos orgánicos, pero los espirituales no siempre se expulsan con la misma eficacia corporal. Santo Tomás de Aquino cifraba en tres los estadios de la templanza: continencia, clemencia y modestia. San Agustín, versado en licencias pecaminosas, se abstenía de premiarla: hay quien, a sabiendas, no ejerce la virtud y cae de bruces en el pecado. Quien se arroga algún tipo de castidad, venérea o moral, aparta la pasión, que es flujo de lo vivido, deleite de los sentidos, contrayendo la obligación de perseverar en la observancia de un recato, loable y legítimo empeño, pero ah la concupiscencia, ah ese flujo del fuego del alma, ah su incontinencia sin recato, con qué lúcido oficio nos tienta, cómo embauca el tino y lo dispone a la incontinencia, que es la sublimación de todos los sentidos, la elocuencia del cuerpo cuando de pronto se reconoce y toma mando en la plaza de la vida. Adviértase que lo incontinente no sólo agita la carne, sino que manifiesta su ardor en el pensamiento, en la sintaxis del deseo, en la promiscua locuacidad de la palabra, que es el más logrado tesoro de cuantos se dispongan. El concupiscente  arde adrede, podemos concluir, pero qué llama más viva, con qué entusiasmo ilumina las sombras. 

24.8.23

Borges 4









 

Borges 3


 Mi abuela, a la que todavía echo en falta, venía a decir que los relojeros, por ver de nuevo al cliente, por amor al tintineo de la caja, siempre dejaban una pieza sin engarzar, un tornillo sin colocar. Así la vida se obstina en no dar tampoco el acabado preciso a su terca maquinaria de reloj averiado. Lo cual conduce al más sobrecogedor poema escrito en lengua castellana.

Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,Las
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Jorge Luis Borges
Dedicado a la memoria de Luís Sánchez Corral, mi profesor de Teoría Literaria, que nos dejó y al que también echó en falta, con el que compartí café y Borges algunas tardes en El Platanín, en la calle Jaén, y en el seminario de Lengua de la Facultad, del que me acuerdo con afecto y gratitud y por el que, en ocasiones, razono que escribo. También a Rafael Roldán, a Pedro del Espino, por saber que les agradará leer de nuevo el poema.

Elogio del desmán

 


Es la escisión de la luz en grumos torpes juntamente con la ausencia del concepto de vértigo y también una manifiesta y continuada vocación de funambulismo inverso la que lo impone a la realidad. He aquí al topo, su clave subterránea, su anhelo de clausura, pero hay colores que subyugan, grandes masas orquestales de azules y de verdes y de rojos que irrumpen y a las que el topo no sabe dar sentido y lo abaten en una tristeza de arcilla o de piedra tosca sobrevenida. Si le apremia la sed o no da con qué satisfacer el hambre, el topo emerge y abandona su residencia hipogea. Olisquea con empeño, un poco contrariado por la aventura del aire, añora la tierra sorda y resuelve no entusiasmarse con ningún prodigio aéreo. Es el topo criatura ensimismada que no alardea de su condición de monarca de su heredad invisible. De ojos rudimentarios, calza unos pies que horadan las dimensiones de su palacio escondido y escudriña la promisión de grillos, gusanos, crisálidas, lagartijas, babosas y hasta ratones pequeños y musarañas. El macho es de pendencias severísimas y no es infrecuente que la población diezme por esas cruentas costumbres. Del topo se tiene siempre la idea de que no existe. Hay una zoología fantástica que pugna por comparecer en lo real. Es un vestigio de la primera festividad del tiempo. Pareciera que no ha cambiado desde que el primer topo ocupó milagrosamente la tierra. No creo haber visto ninguno. Tengo de él una imagen ficticia, como de bestiario. Un topo es una anomalía de Dios o tal vez su construcción más lograda. Todos los topos le erigen templos oscuros y rezan para sus adentros una plegaria invisible. Se confinan para no atentar contra el mandato que los sepultó en el suelo. Al topo de agua se le llama desmán o almizclera. Difieren de sus hermanos subterráneos en la ausencia de palas que caven. Pertenecen todos a la familia de los soricomorfos, hermanados con los erizos. Tienen el morro atrompetado y hábitos nocturnos. Cuando se les emparenta con las ratas, pierden en Quedan en una especie de derivación crápula, un poco jazzística, por lo de la noche y los instrumentos de viento. Yo creo que si escuchan a Miles Davis mutan en músicos de jazz y engolosinan el aire con su bebop primitivo. El jazz siempre tuvo algo de desmán. El lenguaje cubre todos los huecos de la realidad. Son ficciones narrativas que el calor anima.

Borges 2

 



Al parecer a Borges no le incomodó que un fotógrafo le pillara en el mingitorio de la Escuela Preparatoria de San Ildefonso, en México, en donde acababa de pronunciar una conferencia. Ciego como estaba, al escuchar el ruido del obturador al registrar la instantánea, se limitó a decir que había un duende haciendo travesuras. El tono (a decir del propio Cuéllar, el fotógrafo) era de complicidad por lo que se sintió autorizado a repetir varias tomas, por si alguna era verdaderamente buena. Borges debió confiar en el pudor del improvisado periodista, en su profesionalidad a la hora de difundir la toma si en ella se mostrase una intimidad demasiado explícita. En realidad, no es una imagen que tenga alguna utilidad, salvo que deseemos inmiscuirnos en la privacidad misma del escritor. No entiendo esa inclinación un poco promiscua que consiste en adentrarnos en donde no hemos sido invitados, en un cuarto de baño, en una cama o en un paseo dominical, pero es ésa la tendencia actual. Interesa conocer al autor, no tanto entender su obra. Queremos saber si Borges es aficionado al fútbol o si en casa calza zapatillas de paño o duerme en pijama historiado o en pelota picada. O si escribe nada más levantarse o cuando declina el día. Quizá no se debiera saber quién escribe, se podría eliminar la voluntad de anhelar la información periférica. Sólo leeríamos, escucharíamos la historia que otro pensó por nosotros. De alguna forma es el lector quien finalmente cierra la escritura. O no se cierra nunca, yendo más lejos. Se abre a poco que indagamos de nuevo en ella. Esa idea sería del agrado de Borges. No el Borges que evacúa la vejiga en un servicio de una escuela o el que abusa de las carnes rojas en los almuerzos o el que escucha el tango en una quinta bonaerense. Ninguno de esos borges es de nuestro interés. Nada de esa exhibición de vicios domésticos contribuye a que su obra escrita mejore o empeore, brille o flaquee. A lo que se nos enseña es a sentirnos autorizados a inmiscuirnos en esa privacidad, a requerir de quien la detenta una parte sensible o por qué no toda. Si hablo en primera persona, no negaré que en ocasiones (quizá más de las debidas) hurgo en esa intimidad, paseo sin pudor por su territorio cerrado. No es algo que se premedite, no buscamos la satisfacción espuria, un poco bastarda, sí, sino algo creativo, no sancionable: saber más de quien nos fascina, que no haya dependencia suya a la que no podamos acceder. De ahí que este Borges que orina sea relevante, se incorpore al material icónico del que ya se dispone y hasta adquiera un fuste al que no alcanzan otras imágenes oficiales, las del Borges en los pasillos de las bibliotecas o el Borges sentado en una butaca, mirando sin mirar del todo, perdido en esa bruma suya de dios en su laberinto.

Borges 1

 




Hoy cumpliría años Borges. Qué frivolidad esa efemérides cuando toda su vida fue una tentativa de eternidad. 


Uno de sus cuentos refiere la historia de dos que se soñaron. Los sueños, al cabo, anulen la injerencia del tiempo. La extrae de Las mil y una noches y viene a relatarnos cómo alguien tiene un sueño donde se le informa que en casa de un vecino hay un tesoro. Acude a su puerta y éste le propone que lo compartan. No hay nada que compartir, añade el improvisado anfitrión, yo soñé que el tesoro estaba en la suya. Es pues pertenencia suya. Borges remata con la paradoja de que el soñador ilusionado con la idea de encontrar el tesoro tuvo que ir al sueño de otro para descubrir que el tesoro fantaseado, el increíble, estaba en su propia casa. En ocasiones, el mundo es así de extraño. Precisamos el concurso de un actor ajeno para descubrir la bondad de lo que poseíamos en casa, sin saberlo, sin valorarlo tal vez. El azar no existe. Todo tiene una milimétrica arquitectura de causas que la fortuna troca en casualidades aparentes. No lo son. Hay un orden incrustado caprichosamente en el caos. Los días son mapas y carecemos de instrucciones con las que manejarse en ellos. Trasegamos, inclinamos la razón al discurso del deseo o es al revés y padecemos la enfermedad de la verdad, que es un trampantojo o un palimpsesto. No hay verdad que no contenga trazos de mentira. Tampoco podemos confiar en lo contrario. Todo está escrito. Yo creo que escribo básicamente sobre Borges, aunque no lo cite expresamente. No escribiría de no haber existido Borges. 


Aparte de los cuentos, de los ensayos, de los poemas, fue un impecable hacedor de citas. Algunas todavía las recito de memoria, pero se van perdiendo, las mezclo o creo, al decirlas, que las estoy mezclando, con lo que la sensación de pérdida o de corrupción es la misma. Aquí rindo mi pequeño tributo. Eso no es frivolidad. 


1 TEOLOGÍA

Todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe.

2 EL UNIVERSO

El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente. El mundo es obra de un dios subalterno de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto.

3 RELIGIONES

La metafísica es una rama de la literatura fantástica.

4 LA REALIDAD

Tan compleja es la realidad que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido y casi infinito de biografías de un hombre, que destacaran hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es él mismo.

5 EL UNIVERSO ES UN LIBRO

Somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.

6 EL HOMBRE

No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero.

7 DIOS

-Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.

La voz de Dios le contestó desde un torbellino:

– Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.

8 DIOS 2

Nadie es alguien, un solo inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

9 EL LABERINTO

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

10 PANTEISMO

No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la Historia Universal y su infinita concatenación de efectos y causas, y que el mundo visible se da entero en cada representación.

11 EL TIEMPO, EL IMPOSIBLE

William James niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes, tres minutos y medio, y un minutos y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el infinito, por tenues laberintos de tiempo.

12 LITERATURA

La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

13 CIELO, INFIERNO

Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

14 INMORTAL

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.

15 LA MEMORIA

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos

16 ANARQUÍA

Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos.

17 LA FELICIDAD

He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz.

18 EL OLVIDO

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

19 POSESIONES

Sólo es nuestro lo que perdimos.

20 LA FELICIDAD

He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola.

21 LA DEMOCRACIA

Democracia: es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística.

22 LOS LIBROS

Es supersticiosa y vana la costumbre de buscar sentido en los libros, equiparable a buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de las manos.

23 ESPAÑA

España es una tierra donde hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.

24 LA DESVENTURA

La felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí.

25 LA POESÍA

La poesía nace del dolor. La alegría es un fin en sí misma.

26 BIBLIOTECAS

Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica.

27 LOS LIBROS 2

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.

28 BIBLIOTECAS 2

Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca.

29 DOCTRINAS

Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas.

30 CIELO, INFIERNO 2

El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto.

31 PERPLEJO

Si de algo soy rico es de perplejidades y no de certezas.

32 MULTIPLICACIONES

La paternidad y los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres.

23.8.23

Elogio de la piel

 


La piel es una restitución fidedigna de la inexorable perseverancia del tiempo, un indicio de la fragilidad del cuerpo. Su declive se advierte en la cabeza, que se despoja de pelo. Las cejas, antaño tímidas, ahora audaces, cobran un vigor inédito, se encrespan, se izan a su antojadizo y ciego capricho, se erigen estandartes de una vida, quizá eso sea lo único cierto. En cierta ocasión, pensé en dejarme crecer la barba de modo agreste, sin brida que la recule y fije, como un caballo que campase a sus anchas por la agreste topografía de la cara, a su aire, con su mecánica ajena, no poseída. Deshice ese deseo un poco adolescente (el de probar, el de ver qué pensarán los demás de mis probaturas) y la refrené cuando se puso levantisca. Al hartarme de ella, la recorté (me suelo dejar barba cada año) y recompuse el aspecto, que no acababa de convencer mi pequeña cuota de vanidad estética. Me comentó K. que no fuera tan precavido, no sabiendo mucho del gusto estético de los demás, teniendo el suficiente del propio. No le atendí, imagino que venció la prudencia aprendida, la de no caer en los excesos. Así que corto mis uñas con primor, recorto mis cejas y me echo alguna crema en la cabeza, por limpiar mi calvicie del oficio del sol sobre ella. Tenemos esa idea antigua que consiste en eliminar (unos con más aplicación que otros) la erosión del tiempo. Nada más absurdo que eso, nada que nos rebaje más. Somos esa piel devastada, somos esas arrugas que nos definen por fuera. Las hay adentro. Son arrugas morales, no siempre se domeñan con igual pulso. A veces se desmandan, hacen que desbarremos, actuamos con protocolos inútiles, no decimos lo que pensamos, pareciera que nos  avergüenza haber llegado a la edad que tenemos cuando debería ser a la reversa y lucirlas con arrebatado orgullo. Este soy. He llegado hasta aquí. La piel es un mapa del corazón. Él tiene también su cansancio dulce, su trasegar privado. 

Selfies


                                                   Autorretrato, Vivian Maier

Hay quien hace una fotografía de sí mismo para envanecerse o para rendir una evidencia de su apostura o de su lozanía y quien confía a ese registro su misma finitud, su desamparo, su declinar moroso o brusco. Es antigua la remisión de un autorretrato. Los de la pintura son casi siempre volcados del tumulto de la vida del artista: se aprecia su fragilidad, se entrega una intimidad. Los de ahora son de una frivolidad bochornosa a veces. Nos acogemos a la inmediatez, nos arrogamos la facultad de guardar un momento en el tiempo al que no se le da arraigo en la memoria. El selfi es una anomalía pictórica. Quienes los practican (debo sincerarme y usar el plural concesivo) no tienen apetencia pictórica por adormecer en su carrete (el del móvil) un arquitrabe o una puesta de sol. Se contentan con la autofoto, que es un vocablo menos agresivo que el préstamo inglés. No es creativa esa duplicación de lo real, no contiene nada que asombre, se limita a formular un daguerrotipo hueco. Proliferan las imágenes, les rendimos el culto que nunca se les dio, pero las más de las veces están huecas, tienen la orfandad de lo no pensado. La cámara de fotos ha pasado de ser un objeto de culto a una herramienta hueca, aunque tengamos cien instantáneas de cuando vimos por primera vez el puente de Carlos en Praga o la Capilla Sixtina vaticana. Es hasta dañino lo del selfi: algunos dan su vida por dar con uno perfecto. Instagram es la tumba de los osados: caen al vacío después de haber facturado la fotografía idónea. Es un tipo de narcicismo lesivo, una exhibición sublime del escaso aprecio que se le da a la vida. No somos los que aparecen en la foto cuando le damos al botoncito del móvil. Posamos sin saber, vendemos una imagen corrompida de lo que somos. El selfi es ruido. Rubens escuchaba el silencio cuando se pintaba. Hemos perdido la quietud y hemos ingresado en la sociedad de la prisa. Todo debe quedar custodiado en un formato compatible con nuestro anhelo de posteridad, aunque hagamos que la memoria flaquee, no posea la potestad de antaño. Acabaremos confiados en que un disco duro diga de nosotros lo que ni nosotros sabríamos. Uno es las fotografías que se va haciendo tal vez. Las hay plenas de sentido y las hay inútiles. Ni siquiera precisamos de la intervención de otro que acceda a retratarnos, nos bastamos, es la tiranía de la soledad. 


22.8.23

Elogio de la melancolía

 A la depresión se la llamaba melancolía, que es palabra de más recio fundamento fonético. Las agudas, más si calzan un diptongo, suelen ser reacias a que se escuchen con benevolencia. Si apartamos la deriva léxica, el melancólico queda en quien añora lo perdido, el que constata a su pesar que cualquier tiempo pasado fue mejor, el que de pronto cae en la cuenta de que no hay en el gris ahora asiento en el que esté tan cómodo como el que tuvo en el luminoso ayer. En lo artístico, la melancolía es esa tristeza del ánimo que sobrecoge al creador y lo ensimisma o lo abate. El mismo arte sería una conclusión productiva de ese ensimismamiento o de ese abatimiento. La melancolía, en Aristóteles, era "enfermedad del genio". Decía que la melancolía era propia de los hombres elevados (se entiende que las mujeres se elevan con la misma eficacia) y que era afecta con más o menos fortuna a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Freud, tan quisquilloso el hombre, la hermanaba con el narcicismo y creía saber cómo enmendarla con el solo concurso de una terapia. En estos tiempos es una mera debilidad, una postración sobrevenida a quien, saturado, no sabe ya con qué entretener el tiempo que dispone para sí mismo. Al melancólico se le da poco asiento en lo real. Queda en una especie de espíritu herido. Hay muchos de esos. Todos, a su modo, lo son. No hay espíritu que eluda ese atributo. La melancolía es una extensión de cualquier manifestación de cualquier antónimo suyo que se nos ocurra. Para que la melancolía existe debe contarse con el corazón, que es una pieza sobre la que la nostalgia (un sinónimo no idéntico, pero adecuado al conducto del texto) construye su palacio de brumas y de evanescencias. Se está melancólico sin que esa irrupción de tristeza sostenida diga de quien la exhibe algo categórico, como si acudiese en la melancolía una residencia dulce en la tierra, como si con ella compareciese un sencillo traje de la vida, que de cuando en cuando se detiene y mira con indiferencia el trasiego de las cosas, sin intervenir en su manejo. Es placer la melancolía cuando se la conoce. Lo dejó escrito Víctor Hugo. Baudelaire la nombró con la hermosa palabra "spleen". Al afectarnos, nos hace pensar, aunque no se desee contar lo pensado. No sacude con fiereza, sino que empapa con moroso pasmo. No sé si alguna vez la melancolía ha sido considerada un bien, algo fabril, productivo, útil. Se la ha zaherido con frecuencia. Se ha dicho que es cosa de poetas y de trastornados. Se emparenta la poesía con el trastorno, que no al revés. El poeta sería un enfermo, un alma rota que mira los rotos del paisaje, que los registra y nos conmueve. Un buen melancólico sabe cómo lidiar con la melancolía. La contiene, la mira con severidad y extrae de ella cuanto de bueno pueda proporcionarle. Hasta el mismo tiempo se desprende de su condición imperativa. Habrá melancólicos más severamente perturbados que otros, imagino. Un exceso de desazón corrompe; es saludable, sin embargo, una dosis menuda. Hoy me he levantado melancólico, que no triste. Noto una pereza en el sentir, un ocaso (dulce y pasajero) en todo lo que me rodea. No es añoranza por lo que tuve y ahora no tengo o por lo que no irrumpe como antes, con aquella fuerza, ahora disminuida: es contemplación y sosiego, es la vida que de pronto se ha aquietado y me ha invitado a contenerme o a repensarme. Es uno, al final, el objeto de todas estas pesquisas morales. Hasta la música que he buscado para escribir (suelo hacerlo casi siempre con ella de por medio y dejo que me guíe en las palabras) es de una melancolía incuestionable. Ahí está casi plañideramente el alicaído Johnny Cash con su decir lánguido, con su voz ruda y sensible. La tengo para reforzar este estado mío y ver hasta dónde alcanza su influjo. No hay aventura más feliz que la de quien se propone obstáculos y los sortea en la creencia de que podrá superarlos y mirar después el camino. Soy un solipsista eventual, tengo conmigo todas las preguntas y no se me ocurre formular ninguna respuesta. No abrazo el nihilismo, aunque proceda de una melancolía. Más que pesimismo, esta melancolía mía de hoy es un tipo de optimismo que todavía no ha cegado sus ojos y entiende que su clamor en medio de la nada es baldío. Luego, cuando abra el día con sus rigores, pondré un poco de funk. El funk es lo contrario de la melancolía. 

21.8.23

Elogio de la sinestesia



Oír la luz medrar en el silencio como quien ve cómo cruje el aire si lo abate el ruido. 

Tocar el alma cuando se enmohece o se recama de un huidizo fulgor que tímidamente la consuela. 

Oler los azules del mar al tocar en el horizonte los del cielo, su fugacidad sin alarde. 

Paladear la rota eclosión del musgo en la piel de la sangre. 

Ver el tiempo expandirse como una flecha loca por las palabras. 

20.8.23

El mar, el cielo, la memoria


 No sé dónde hice esta foto, pero es el mismo mar que vio Ulises antes de que le ataran al mástil y el canto de las sirenas no lo enloqueciera. Al mar se va sin propósito como al buen ánimo se entra sin que se razone la causa. No se delibera, no se planea. Hay un fulgor, una eclosión o un milagro. La topografía de la dicha es cosa de poetas, no de cartógrafos. El mar es el entusiasmo del espíritu. También la verdad pura, su piel sin mudar, su incansable cuenta de asombros. Siempre pensé que su contemplación es la constatación del infinito, que se eleva al cielo. La tierra es una anomalía. Aire y agua, ese principio elemental del caos. Es una catedral el mar. La piedra es sal con su alfabeto de espuma. Hay días en que su añoranza es insoportable. Días de seco llanto o de hondo y terco sueño. Un espejo para quien lo encuentra. Un rumor de lejanía. Un alivio para cuando el aire pesa como un mal fardo de esperanzas. 



19.8.23

Un ojo





Para medir el tiempo se inventó la ausencia,
esa raya que separa en dos el mundo,
en dos los cuerpos, los días, las palabras.

(Instrumentos de medida, Alfonso Brezmes, Don de lenguas, Renacimiento, 2015)


Este ojo mío de diecinueve de agosto del año dos mil veintitrés,
este ojo como una brújula en la intimidad de la luz,
no ha visto el temblor de un pájaro en la rama de un árbol noruego, 
ni el cielo romperse en el corazón del hombre, 
ni el abismo abrirse en la memoria del tiempo. 
El abismo se explora con los ojos cerrados. 
Si los abres, el vértigo te aturde. 
El cielo es un mapa del corazón. 
El pájaro es un milagro del aire. 
La realidad sólo la explora el aturdido, 
el que mira con fe, el que lee con estupor
el libro de las revelaciones. 
En el asombro, en el aturdimiento, 
la realidad se ofrece más luminosamente. 
La realidad, en ocasiones, informa 
sobre sus extravíos y el ojo, en ese trance 
que lo faculta para la transcripción exacta, 
registra la caligrafía del prodigio. 
En las afueras, en el margen, la realidad 
establece un diálogo más hondo con el ojo: 
lo zarandea, le hurga, lo seduce, lo violenta.
En cierto modo, la realidad es un obstáculo siempre.
 Vivir, en ese hilo sutil de las cosas, es un riesgo. 
Respirar aturde. Mirar no consuela. 
El abismo es el tiempo, él lo manuscribe.
Su hondura mide nuestra ignorancia. 
El corazón es el veneno y es la pócima. 
Concierne al ojo descerrajar los usos de la costumbre.
La realidad carece de futuro. Está. Es. Persiste. 
Mi ojo se resuelve astrolabio, se conmina a medir 
la altura de los astros, la velocidad del olvido. 
Al ojo no le incumbe la luz sino su ausencia. 



Leer (otra vez)

  Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos p...