26.11.17

Los domingos tendrían que ser siempre de Brahms


       




                                                                      A mi amigo Raúl Ariza, bruñidor de domingos. 



A ratos irrumpe la euforia. Es la felicidad a la que aspiramos, es ése el anhelo primario, el irrenunciable, pero recuerda uno la euforia, la privilegia sobre todas las demás sensaciones, piensa en ella como una ebriedad dulce, como un desatino maravilloso.  No se manejan bien los instrumentos que la acercan, no se sabe la manera de que acuda, sin embargo, sólo está esa plenitud, la sensación de colmo, la percepción de que todo cuadra y tenemos un lugar en el mundo.
 No sé si hay bibliografía sobre ella, debiera haberla. El eufórico es un loco sublime, uno consciente de su condición de elegido, un loco a salvo del quebranto, como todos los locos, aunque sea durante unos instantes. Al término del día, en ocasiones, pienso en si tuve euforia en alguno de sus tramos, si esa plenitud me invadió, si percibí el mundo y constaté mi lugar en su engranaje. Pienso en lo escasa que es también, en que no abunda, en que ninguno de sus sustitutos la iguala en goce, en que see optimismo que irradia es sólido y no flaquea, pese a la experiencia personal, que dice que el placer siempre dura poco, aunque su efecto narcótico perdure. Quizá por eso tenemos esa inclinación a embriagarnos. Una vez ebrios, perdida esa conciencia austera de las cosas, sentimos que no hay ninguna deuda que saldar o que la realidad no duele como suele o que no nos incumbe ese dolor o la realidad misma. 


Uno tiene siempre deudas que saldar. Algunas, las propias, tardan más en zanjarse, da la impresión de que se aplazan por no darles la importancia que tienen o por considerar que tiene la importancia más alta y no saber encontrar el momento o no saber cómo cancelarlas. Otras, las ajenas, ocupan más empeño, se acometen con un rigor más severo, aplicando un esmero mayor. Ayer pensé que en cuanto empiece el año venidero, no antes, para qué antes, me dedico más a mí mismo, rebajo o cierro definitivamente alguno vicios que no tengo por buenos y me cuido de que no prosperen otros que, a poco que se les deja, prorrumpen fieramente y se instalan a sus anchas, sin que sepa cómo vetarles el paso. Suele suceder al contrario: unas costumbres se dejan para que otras nuevas ocupen su lugar. No se sabe bien a qué obedece esa inclinación a empezar de cero de vez en cuando. Nos ponemos a dieta, bebemos y fumamos menos o hasta nos obligamos a no beber o no fumar nada, salimos a pasear, los más osados corren, trasnochamos con menos frecuencia y buscamos la manera de que todas esas novedades en nuestra rutina (dolorosas casi todas) no nos pasen una factura muy alta. Se diría que no nos gustamos o que, vistos en detalles los otros, los cercanos, los casuales con los que nos tropezamos, elegimos de ellos lo que querríamos para nosotros. Me pregunto si habrá algo propio, íntimo de uno, digo, que los demás anhelen; si algo de lo que hacemos o las cosas que decimos (se hagan o no) será deseable a otros ojos y nosotros, los dueños legítimos, los modelos a imitar, ni le hacemos aprecio. 


Tal vez ahí resida la euforia: en no hacer nada o en hacer lo que antojadizamente escogemos. Está bien el antojadismo. Hacer lo que nos venga en gana, no estar forzado nunca a cumplir lo que otros estiman que debemos hacer, no incurrir en el vicio de quedar bien con los demás y desatender ese otro vicio de procurarse quedar bien con uno mismo. Cuando empiece enero, no antes, a qué antes, me decido. Mientras tanto, abro el domingo con cuatro carpetas de trabajo. Hoy no será ese domingo en que elija qué hacer y salga a comprar la prensa y me demore en las calles y vuelva a casa con la idea de escribir un poco o de leer en mi sillón de orejas, junto a la ventana que da a la calle, escuchando a Brahms a un volumen no muy alto. Hace un par de domingos, en parte, tuve un domingo de Brahms en el sillón de orejas. Duró un par de horas. Fue euforia pura, fue el optimismo absoluto de pensar que no habría nada afuera que pudiese malograr esa intimidad idílica entre el libro, el maestro y un servidor. Creo que uno de los vicios que tuvo Brahms, tendría que comprobarlo, hablo de memoria, era el de ir a diario a una taberna cercana a su casa. De él dijo Tchaikovski que era un bastardo talentoso. Seguro que despertó admiración y reprobación entre quienes le rodeaban. Alguien diría de él que era un bastardo antojadizo, uno de esos hombres dedicados en exclusiva a sí mismos, ajenos al mundo y a su tráfago. Bendito él. Esta mañana domingo es de Brahms, aunque ahora mismo suene en mi Spotify (bendito streaming) una selección de piezas pop, todas maravillosas, pero todas intrascendentes. 



18.11.17

Un sueño de K.

K. tuvo un sueño. Más que un sueño, pensado ahora, parece la revelación de un secreto. Es una voz el sueño entero, le dije. Me lo ha contado hoy, a su manera. Transcrito a la mía, perdida la sustancia misma del sueño cuando K. se despertó (primero) y cuando me lo confió (más tarde)  viene a ser más o menos así.

"A uno le fuerzan a cosas que no desea. Por más que se niegue, acaba concediéndolas, les da la normalidad que tienen otras que considera enteramente suyas. Acepta sin chistar lo que antes le irritaba, no se altera con esa cesión, no exhibe ningún gesto que haga comprender a los demás lo contrariado que estás. No importa qué edad se tenga o cuanto se haya vivido. Tengo mis principios, pero si no les gustan he aquí éstos otros, dijo Groucho Marx o le hicieron decir, no sabe uno. Es la propia palabra, principios, soltada en plural, la que no tiene el prestigio que tuvo. Se mira de reojo a quien la esgrime, se ve en él a quien fuimos antes de abandonar el primero de esos principios y abrazar enérgica y convencidamente otro que, en los más de los casos, tampoco habría de durar mucho, reemplazado por otro y así, en vertiginosa fiebre, ad nauseam, hasta que la palabra (principios) pierde por completo su significado. Tuvimos las palabras, pero perdimos su significado, dejó escrito Eliot. Tuvimos los principios, pero resultaron caros.

Nos dijeron:
todo lo que has hecho hasta ahora no vale para nada, te lo arrebataremos, podemos arrebatártelo, no tienes que decir nada, sólo acata, calla y acata, sigue tu labor en el mundo, pero en adelante no pienses por tu cuenta, no creas que se te ha dado ese derecho, no saques la conclusión de que todos estos años te concedieron alguna capacidad de decisión, todo lo escribimos nosotros, somos nosotros los que abrimos el teatro, colocamos el escenario y escribimos la trama, también los que sentamos en las butacas al público y los que los despedimos en la puerta cuando la función ha acabado, tú sólo debes subir a ese escenario y recitar de memoria todo lo que has aprendido, podremos cambiar el guion a nuestro capricho, podremos incluso retirarte del casting, basta con que digas una palabra fuera de las previstas o que hagas un gesto más allá de los esperados o que repliques o manifiestes que no apruebas el argumento, no se ocurra cuestionar nuestra autoridad, llevamos años ejerciendo este oficio, otros lo hicieron antes, vinimos a que se cumplieran las leyes, no nos importa quién las escribió, nuestra labor es hacer que se cumplan, registrar todos los requerimientos, dejar constancia de lo equivocado, de las cosas en las que no cumpliste.

Y entonces fue cuando decidimos no tener principios, ni guiarnos por otra brújula que la de la supervivencia. En el fondo eso era lo que deseaban. Que abdicáramos. Que les dejásemos moverse a su aire. Que no abriésemos la boca. Que no hubiese ninguna opinión. Que sólo importasen las leyes"



Yo no soy exactamente yo

Vi ayer a alguien en cuya camiseta, en inglés, se leía que estaba totalmente de acuerdo consigo mismo. No sé yo si esa aseveración se ajusta siempre a la realidad y puede certificarse, darle veracidad permanente, sin que nada desbarate esa propiedad fiable de nuestra voluntad o de nuestros procederes. Yo, por situar a quien mejor conozco en el meollo de la cuestión, no dejo de estar en quiebra conmigo. Hay días de bonanza emocional y una parte considerable de mí se inclina a creer que estoy en paz y que nada malogra esa repentina percepción de mí mismo, pero incluso en esos días espléndidos hay otra parte, aceptemos que poco estimable, es cierto, que pugna por hacer valer su opinión, que es abiertamente contraria a la que yo esgrimo o la que detenta la parte gruesa de mí, no sé si me estoy explicando. Lo normal es que incluso ahora desbarre, no me ponga de acuerdo en centrar mi pensamiento y exponerlo sin dobleces. Como si a la vez que escribo el yo disidente contradijera al yo manso, al que no se alarma ni se contradice nunca, al yo ése que se lee en la camiseta en inglés que vi ayer y que ahora, sin saber el porqué, ha vuelto a mi cabeza. De hecho no sé quién de los dos la trajo: si la parte ortodoxa, la previsible, la que lo tiene todo claro o es la otra, la parte anárquica, la respondona, la que a todo le pone trabas y en todo ve obstáculos y socavones.

Quizá sea la edad la que lo administra todo. Conforme gana uno en ella, cosa satisfactoria a poco que se piense, adquiere competencias que antes ni sospechaba que existieran o que, vistas en los demás, no le causaban mayor admiración ni reconocimiento. Ahora, frisada ya la mitad de la vida, cortada la mitad del jamón, como dice mi amigo Calixto, está bien que algunas cosas estén definitivamente claras. Una es la que atiende la dimensión más íntima, la que no es posible verter, porque cuenta de uno lo que no convendría airear, la privada, la que se clausura por temor a que no cuadre o a que no convenga. Siempre hay un yo que mejor se mantiene oculto, un trozo menos presentable del grueso visible y público. Tal vez sea ése el que no esté de acuerdo con el otro, el que lo zarandea y lo pone siempre en guardia o el que lo jalea y le pide que obre aviesa o arteramente, porque el mal exige su cuota en el drama de la vida.

No se sabe nunca a qué atenerse, qué escoger, cómo contarse a uno mismo (cuando caemos en la cuenta de que nos debemos una explicación) los porqués, los motivos, las coartadas que se escogen para que no chirríe el conjunto o para que los demás no nos miren mal, ni nos aparten. Tememos ese apartamiento, ese darnos de lado de los otros, aunque nosotros mismos obremos con los demás con aviesa actitud, con recelo, con todo lo que no queremos que se use para cuando seamos mirados. Y no cesa nunca el teatro de ver y de ser vistos, de hablar de los otros y de que se hable de uno y se hable bien en ocasiones y mal otras. Lo que no puede ser evitado es que afinen y acierten o no indaguen y marren. Se va a hablar bien o mal sin que intervenga en ese juicio la bondad o la maldad auténtica, todo lo bueno o todo lo malo que hiciste. Es inherente a nuestra condición humana hablar sin saber, condición ésa tan difícil, de tan escaso apego a la razón y tan escorada (ay) al sentimiento, al bueno y que no lo es, al procedente y al que no conviene que se curse y se difunda.

Tienen estos asuntos un aire fronterizo, como de cosa poseída y súbitamente arrebatada. Se admira la rotundidad con la que la creemos nuestra, nos fascina que seamos los dueños de nuestra existencia, pero nada más lejos de la realidad, no hay tal posesión, no podemos darla por propia, ni siquiera cuando la evidencia más se empecine en halagarnos y todo funcione a beneficio nuestro. Detrás de las certezas vienen las dudas, una tras otra, en comandita, en procesión obscena a veces. Cuando yo estoy de acuerdo conmigo mismo veo venir el reverso previsible, la sensación de que tendré que desdecirme y no aceptar nada de lo pensado con anterioridad. Se nos zarandea, se nos lleva de un lado a otro. No sé si está bien, en el fondo, estar totalmente de acuerdo con uno mismo. Yo hoy me he levantado sin el convencimiento de otras veces y no sé (no tengo ni idea) de nada. Quizá sea el desencanto, hoy es el desencanto, brilla el desencanto, cierta decepción, la sensación (nuevamente) de que se está perdiendo la brújula de las cosas, con todo lo terrible que tiene esa deriva, esa zozobra, ese dejarse ir. Al final aceptaré el consejo que me ofreció un amigo no hace mucho. Me dijo que también yo dejara correr las cosas o que no las pesara y midiera tanto, que sólo así (sin peso y sin medida) se podrían manejar mejor y soltarlas cuando conviniese o guardarlas si fuese preciso. No es fácil, me advirtió. Tampoco me respondió cuando le pregunté si él hacía caso de lo que decía y estaba enteramente de acuerdo consigo mismo o se dejaba llevar y se perdía por los huecos, por las puertas que se van dejando abiertas y permiten que entre lo que no conocemos. Quién querría ser siempre él mismo, quién aceptaría esa rutina, quién no desearía ser otro.

17.11.17

Una habitación de hotel


                                                          Hotel room, Edward Hopper


Una habitación de hotel es a veces un mundo perfecto en sí mismo. Basta salir, recorrer el pasillo gris, ver a los otros inquilinos abrir o cerrar puertas, dejar las llaves en recepción o entrar en la pequeña cafetería de la planta baja con un par de bolsas o una maleta pequeña para advertir que el vértigo y la fiebre hacen guardia afuera, esperando con mundana paciencia que salgas y te expongas, para cebarse contigo o para agasajarte, quién sabe, pero quizá sea mejor no disponer de mundo perfecto alguno. Tal vez convenga esa incertidumbre y se desee guarecerse, encapsularse, concederse la intimidad de una de esas habitaciones de hotel y empezar a ser hospitalario con uno mismo, aislado de todos, lejos de todo.

Una habitación de hotel jamás tendría que ser un refugio, pero conozco pocos mejores. El caos convocado afuera refuerza la idea de que adentro no puede ocurrir nada malo. En el fondo la habitación de hotel es una extensión de quien la ocupa. Lo que asombra es que el cliente pueda ir de un hotel a otro y no sienta añoranza de esas pieles dejadas por el camino. Entra en lo razonable que uno se crea otro cuando se instala en un nuevo hotel. Como si el anterior yo, el que ocupó la última habitación, no tuviese nada que ver con el de ahora, el inquilino de la nueva. También son otras las ciudades, otro la luz de las lámparas o el mobiliario o incluso la comodidad de la cama o las vistas que regalan las ventanas. 

Hay quien se hospeda en los hoteles en la desdicha más absoluta. Sabe que al cerrar la puerta y quedarse solo podrá reconsiderar cuanto hizo antes o especular sobre qué hará después. El ahora no existe, el presente no existe, la realidad que nos invade es la menos dolorosa en la certeza de que dura un instante irrelevante, uno que al momento desaparece. Hay quien anhela encontrar el júbilo en esos hoteles. Cree que allí se cancelará el vértigo y la fiebre de afuera: crédulamente pensará que el mundo se reinicia cada vez que ingresa en una de esas habitaciones.

En una habitación de hotel se puede amar un cuerpo y creer que en ese ayuntamiento está de algún modo la razón por la que fuimos traídos a este mundo. También se puede desamar, aceptar la soledad o pensar en ella como algo propio al modo en que lo es un brazo o la manera en que andamos o dormimos. Puede incluso sucedernos que acojamos el bendito cobijo de una habitación de hotel porque no existe una casa que nos espere o porque, existiendo, no la sentimos nuestra y malvivimos en ella, huérfanos de la maravillosa sensación de haber encontrado nuestro lugar en el mundo.

A diferencia de la casa de uno, la habitación de hotel impregna de fantasmas la estancia. Ya la vida es una estancia de fantasmas. Vives y resides en donde otros vivieron y residieron. Amas lo que otros amaron. Lloras donde otros lloraron. Mueres sin que ese asunto trascendente sea relevante para el orden del cosmos y para la mecánica íntima de la vida en la tierra. En este sentido, las habitaciones de hotel son como reproducciones a una escala muy pequeña de la realidad que late afuera, pero sigo insistiendo en el hecho formidable que me ha hecho pensar en todo esto y es la encapsulación del tiempo, la sospecha de que el reloj se detiene y de que el tiempo, ese bicho cabrón, se mueve (sí, claro que se mueve) pero de otra manera. Ese prodigio justifica la existencia de los hoteles, la vida derramada en ese espacio bunkerizado en donde abandonas la maleta, te duchas, lees la prensa, descansas sin desvestir sobre la cama pulcra mientras la televisión emite información del exterior, fornicas, sueñas, hablas por teléfono a gente que está muy lejos y pasas resacas formidables, de las que merecen poema aparte. No creo que exista tampoco mejor lugar para escribir que una habitación de hotel. Una mesa en un bar, apartada, discreta, que permita ver llover tal vez rivalice con ella, pero no posee la misma intensidad, no exhibe tampoco el mismo rango moral. Lo afirmo y lo defiendo con argumentos rebatibles, pero expuestos con tan amoroso ardor.

Una habitación de hotel es un lugar robado al mundo, un no-lugar, una especie de limbo, una casa sobrevenida en la que puedes ser otro y regresar después al yo estacionado afuera, dejado al margen por estricta conveniencia de la trama argumental. Una habitación de hotel es un escenario teatral. Nada de lo que sucede posee la consideración de la rutina, todo es extraordinario. 

Ahora hablo yo o hablo de mí, nada nuevo, por otra parte: nunca he escrito páginas que me entusiasmen enteramente y en casi ninguna ocasión he sentido que lo escrito estaba expresado de la forma en que debía ser expresado, sin que faltara o sobrara algo, sin que otro modo de volcarlo mejorase el mío. Pues si en alguna ocasión he sentido esa punzada de orgullo y de apasionamiento con lo trabajado ha sido en una habitación de hotel. Recuerdo haberme levantado en mitad de la noche y sentarme en la mesita o en la terraza que da a una avenida o a un entramado antiguo de tejados de un barrio viejo. Recuerdo haberme dejado llevar, haber dejado escrito un par de folios y recuerdo haberlos leído más tarde sin rubor, agradándome, sintiendo que me gustaron. Nunca releo nada de lo que escribo, no he sentido esa preocupación, no he deseado corregir o borrar o añadir, pero ahora pienso en las habitaciones de hotel y las declaro residencia de la inspiración, si es que viene, si alguna vez nos visita.





El cuadro, cómo no, es de Edward Hopper. Bendito él..

16.11.17

El Día Internacional de la Filosofía


Celebrar la filosofía es festejar la propia vida y el gozo de cuestionarnos su existencia o gozo el de pensar los porqués que la sustentan o la justifican. Todo en ella, en la filosofía, es gozo puro. El pensamiento es una fiesta privada de la que nunca se sale indemne. Toda la historia de la humanidad es una especie de resaca de esa fiesta interior. Cada una posee la suya. Las hay trascendentes y las hay huérfanas de trascendencia, pero no hay nadie que no posea un filósofo dentro. No es necesaria la certidumbre de que esa propiedad sea nuestra, basta con ejercerla, con someterlo todo al discurrimiento. Es la perplejidad por vivir la que hace que sigamos en la brecha y no nos hayamos echado a dormir. Nacemos y morimos perplejos, perplejos y lúcidos en mayor o menor medida. Nos creemos las cosas y, al tiempo, somos los mayores incrédulos. Esgrimimos la fe como arma y, a la vez, nos zafamos de ella, la arrumbamos, deseamos que no nos acompañe, ni nos tutele. Sentimos que es bueno dudar de todo y no conceder ninguna certeza, pero también bajamos los brazos y dejamos que se nos persuada, sin ofrecer resistencia, permitiendo que la razón flaquee o desaparezca abierta y visiblemente. Somos esas dos contrarias cosas. Es la filosofía la que nos mantiene en pie, la que no nos ha permitido caer, rendirnos, abdicar, conceder ningún patrimonio ganado, ningún hallazgo alcanzado, ninguna montaña escalada. Celebramos hoy la filosofía en tiempos duros, en una época en la que pensar es un privilegio, por más que sea ésta la sociedad de la información, cuando debiera ser la sociedad del pensamiento. No hemos ahí aún, vamos despacio hacia esa altura moral o estética o intelectual. Pensar siempre estuvo mal mirado por algunos. Todavía hay quien rebaja la importancia del pensamiento y retira o adelgaza los planes de estudio en los que brilla la filosofía. La misma historia de las religiones son ramificaciones de la historia de la filosofía. La religión es una extensión discursiva de la filosofía. No hay nada que hayamos hecho o que podamos hacer que no provenga de ella. Ni la misma ciencia, la que nos catapulta al futuro, la que nos asiste en comodidades y en protección, se escapa de su influjo. La misma literatura está impregnada de ella. Tú y yo, lector cercano, somos los agasajados hoy, los protagonistas del día, aunque no tengamos idea de que la fiesta va por cuenta nuestra y lo que se celebra es el triunfo de nuestra voluntad, la victoria del hombre por encima de todas las circunstancias que lo han cercado, herido o derribado. Seguimos en pie, estamos de fiesta, nos sigue perteneciendo la palabra. Construimos la cultura, somos nosotros los albañiles de ese edificio, es la filosofía la argamasa primordial, no hay otra, no es posible otra manera de contar las cosas. Nos iremos de cabeza al pozo, sea eso lo que cada uno imagine, cuando deje de prestigiarse la filosofía, cuando se la aparte, cuando se la considere superflua, vacua, dañina. Por desgracia ya ha empezado el apartamiento, la percepción de que algunos sospechan de que no conviene que pensemos mucho o de que pensemos en voz alta y nos entusiasme saber que pensamos o que sólo pensando es posible elevar la cumbre de los días y dormir cuando irrumpe la noche con la mente limpia y el trabajo hecho. En mi escuela, el año que viene, pondremos frases de filósofos por los pasillos, llenaremos las paredes con sus caras, haremos que los alumnos pronuncien sus nombres, sepan qué dijeron, aprecien su sacrificio, el trabajo que nos regalaron. A ver si podemos, no sé si podrá ser, hay mucho festejo idiota y poco tiempo entre tanta burocracia, pero esa es otra cuestión y hoy no es el día internacional de la burocracia, seguro que le ponen fecha y nos hacen levantar actas y firmar con pompa los papeles resultantes, ay.


11.11.17

El mundo cuando yo era John Wayne / Redux






I/ Fundación de la épica
Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.970. Para que alguien sea John Wayne no se precisa conocerlo, ni haber visto un sólo western, ni montado a caballo, ni enfundado un Colt. Luego fui Peter Parker y fui Spiderman. Durante años los tres (Peter, Spidey y yo)  compartimos madre, padre y abuela. Un buen día (no sé si realmente fue bueno, pensado ahora) les dije adiós y no fui nadie en adelante, salvo Emilio Calvo de Mora Villar. Ni mi padre, ni mi madre, ni mi abuela advirtieron mi renuncia, ni apreciaron que yo hubiese decidido sentar cabeza. Más tarde la cabeza se levantó como a veces lo hacen las cabezas. Tampoco se percataron, suele pasar que la familia no está pendiente de las cogitaciones heroicas o superheroicas de sus vástagos. 

II/ Fundación del caos

Si no hubiese conocido a John Wayne o al trepamuros probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka no habría conocido a Musil. Sin Musil jamás hubiese tenido ocasión de penetrar en Benjamin. Ni en Kirkegaard. Tampoco Pessoa o Bukowski. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.970, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. 

III/ Fundación de la rutina

Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.970. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. 

IV/ Fundación de la religión

Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Yo creo que nacemos laicos. Los dioses nos los van metiendo como la tabla de multiplicar y la costumbre de saludar cuando se entra en un sitio. Al poco, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con Raúl, José Luis, Segura y Lendines. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados.

V/ Fundación de la mística

Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura.

VI/ Fundación del después

La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése que apunta con su Colt al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Produce zozobra que seamos el mismo que hace cuarenta y cinco años. Zozobra y perplejidad. No entra en cabeza sensata que algo de aquel yo persista en el yo de ahora. Se deben haber perdido cosas, las que se ganaron debieron ocupar el sitio de las que sobraban. Piensa uno que fue John Wayne y hasta puede que no sea cierto. Cree uno haber sido muchas cosas, pero la realidad es que no fuimos tantas. Quedaron los deseos de ser otros, fueron esos deseos los que persistieron e hicieron que ahora (el ayer no existe, el ahora es leve, el mañana es falso) nos dé por ocupar el tiempo con estas frivolidades de quiénes pudimos ser y durante cuánto tiempo, pero sobre todo, con qué motivo, cuál fue la razón que nos empujó a fascinarnos por los demás y fantasear con la posibilidad de convertirnos en otros, en héroes y en dioses,  El Emilio que vino después siguió siendo hijo y luego fue padre. No se cree nadie que el de la fotografía llegase tan lejos, hiciese todo lo que hizo, escribiese algunos libros, y leyese cientos y cientos de ellos,  viajara a sitios muy lejanos, mantuviese amigos de esa infancia y nos los perdiese (como se suele) por el camino, encontrase el amor y el amor lo encontrase a él o como quiera que pasara o como todavía sigue pasando. No soy yo el de la fotografía, cómo habría de serlo, de qué manera podría entenderse que ese muchacho delgaducho (yo fui muy delgado, yo fui muy delgado, de verdad) viviese todos esos días y durmiese todas esas noches para estar ahora, sábado por la tarde, sentado frente a una pantalla escribiendo como suele, sin saber bien los motivos de la escritura, pero tampoco entiende los motivos para no escribir, de modo que pesa más el deseo de hacerme oír, de contarme las cosas por ver si a fuerza de pensar en ellas acabo por comprenderlas, aunque no tengo confianza en que nada de lo que haya hecho o nada de lo que haga en el futuro zanjará esa incertidumbre que lo mueve todo. Hoy me hizo nuevamente feliz ver la fotografía de 1970 en la que soy John Wayne, y sin tener ni idea de quién era el tal John Wayne, qué cosas. 

10.11.17

Las mujeres en Islandia

En todas las familias hay una intendencia, un motor principal que pone a funcionar los otros. A lo que yo he visto suelen ser las mujeres las que acometen ese desempeño o se arrogan esa responsabilidad y son ellas las que la ejercen. El mundo es un matriarcado vastísimo, que ancla su firmeza y su espíritu en la cuna de los tiempos. A veces pienso que todo es femenino, aunque lo visible sea la proa agresiva y diligente del macho. Es apariencia. En realidad, analizado todo, puntillosamente observado y anotado, subsiste la idea de que el hombre, el que detenta el poder y lo administra para que no se le birle, siempre anduvo a la vera de la madre que lo parió y que se hizo adulto apegado a sus criterios, invariablemente obligado por la sangre, que es la primera brújula fiable de la que disponemos. Luego se desapega y obra como si tal pedagogía no hubiese existido. Se confabula con otros hombres, se crea una urdimbre recia, que se confirma a sí misma y se proyecta con voluntad de eternidad. Porque el error (un error hay)  viene de antiguo y se perpetúa y se enquista además. Consiste en apartar y en rebajar interesadamente a la mujer, en dividir a la humanidad en dos mitades y en hacer que una goce de una posición superior a la de la otra. Lo del feminismo es una etiqueta tal vez útil, quizá productiva, incluso ocupa un lugar en la educación; se encarga de extirpar los estereotipos de género, se preocupa de hacer valer los derechos legítimos, los rebajados o los ninguneados. Trata, en definitiva, de hacer que no sean territorios diferentes los del género, al menos en lo laboral, en lo social, en la balanza de los derechos y de las obligaciones. Después se aprecian las diferencias, cómo no ha de ser así, se advierten con nitidez y el hombre lo es en asuntos que le son enteramente suyos y la mujer obra de idéntica manera en los que les corresponde. Nada anormal en eso, ninguna cosa punible, ni reprochable. En donde se pervierte este sentido primario y claro de las cosas es cuando se profesionaliza, cuando pierde la sensibilidad, cuando actúa a ciegas, cuando se iguala a lo que combate, contra lo que se opone. He visto hombres que censuran la pericia probada de una mujer sólo por serlo, pero también mujeres que actúan de igual manera a la reversa. La brecha salarial, pongo por caso, es asunto nivelado en Islandia desde el mes pasado. Nuevos marcos legales, nuevas tablas de medición. Esa igualación se amplía a la etnia o la nacionalidad. Tiene que haber una ley, una que actúe como rasera, para que las cosas funcionen como deben y no se produzcan desigualdades. Leo que algunas de esas empresas que luego son exigidas por la ley ya iniciaron esa compensación, no siendo obligadas por normativas, sino por voluntad y criterio propio, por sentido común o por sencillo acto de justicia. No sé para cuándo esas leyes en el resto del mundo, no ya aquí en España, que es un paraíso en igualdad de género si se la compara con países árabes o en vías de desarrollo, cada cual sabrá cuáles nombrar y qué atropellos cursan. La Organización Mundial del Trabajo cree que será en setenta años cuando no existan diferencias entre hombres y mujeres o entre negros y blancos o entre etíopes y finlandeses, todos esos años para que desaparezca la brecha y el terreno sea llano y accesible para todos. Malo es que sean las leyes las que obliguen, mejor sería que fuese la voluntad, sin que intermedie el temor a la sanción. Habrá cosas que tarden setenta años en ser cambiados. Otras quizá no cambien nunca. 

8.11.17

Los incontinentes y los contenidos

A menudo tengo la sensación de que hablo más de la cuenta o de que escucho menos de lo que debiera, pero me consuela pensar que hay quien tendrá la sensación contraria, la de creer que habla menos de lo que debiera y escucha más de la cuenta. Para que alguien escuche tendrá que haber alguien que hable. Esa formulación sencilla de las cosas, una evidencia estadística es lo que es, puede ser llevada al extremo sin que se nos escurra el argumento capital que la sostiene: quien escucha mucho es porque tiene a mano alguien que habla mucho. Lo uno no se consolida sin el concurso de lo otro. No se trata de ponderar ambas, de darles un peso o de ocuparnos en deshacernos de una por mérito sobrevenido de la otra. Lo ideal sería que ambas conviviesen sin que se pisasen, no incurriendo en el vicio común de vestir a un santo desvistiendo a otro. La palabra, en decir de Montaigne, es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha. Si se me insulta y no respondo, el insulto me incumbe, entra en la consideración de lo que me pertenece. Montaigne en lenguaje de la calle diría aquello tan nuestro de que quien calla otorga. El silencio tampoco soluciona nada, la verdad. Quien no habla detenta una especie de ventajoso posición de privilegio. Más que no conceder con la callada, se arroga el lugar del que no interfiere, de quien no se involucra, quizá por estar al margen de lo expuesto o por no creer que merezca ningún esfuerzo meterse en faena, lidiar con respuestas y con manifestaciones. Lo hablado se lo lleva el viento a veces; en otras, cuando no es el viento fuerte o cuando lo dicho es especialmente llamativo, permanece, se afianza en la memoria del que lo recibe y hasta pugna por ser difundido, pese al poco interés de quien lo formuló. Cuántas cosas hemos preferido no haber dicho o cuánto deseo tuvimos de que no se escucharan con atención. Es habitual el arrepentimiento, la sensación de que se nos fue la boca, de que no supimos guardar silencio cuando debimos. Hemingway escribió que son los pocos los años que precisamos para aprender a hablar y toda la vida la necesaria para aprender a callarnos. También hay quien habla mucho con tiento y con absoluto recelo de lo suyo, a pesar de la verborrea y del abuso. No hay manera de que descubras nada privado, ninguna evidencia de si duermen poco o mal o a pierna suelta o si tienen problemas conyugales o disfunción eréctil. Pueden explayarse extraordinariamente sin incurrir en nada que delate su yo interior, el íntimo, el que custodian con celo y sólo muestran en muy contadas ocasiones. Es pieza frecuente que quien les escucha, baje la guardia, piense que puede intimar abiertamente, contarles lo que no se suele, abrirse en canal corazón adentro, pero no hay réplica, no se produce el efecto contrario, yo me abro porque tú lo has hecho, yo te confieso lo que poca gente sabe porque tú has confiado en mí. Escribir alivia de esta incontinencia verbal. Es posible que escribir quede en una especie de evacuación de esa pulsión interior no satisfecha. Se puede alargar uno cuanto le plazca, no hay reglas, no se tiene noticia de que haya oficio más libre que el de la escritura, salvo otro en el que se concilien los mismos requerimientos creativos. Se puede hablar a capricho, escribiendo. No sé si soy de los incontinentes o de los contenidos, en todo caso. Hablo más de la cuenta, siempre fue así, no creo que a esta altura de la historia me convenga cambiar el número de líneas del actor principal.

5.11.17

Los bárbaros

No hay miedo, ni sensación de que prospere el miedo. Lo que hay es hastío, cansancio, constatación de que los bárbaros, a su pedestre manera, alcanzan cotas de poder, ocupan despachos y toman decisiones. Se les ve en televisión sin que parezca que sean en verdad bárbaros, se pavonean delante de las cámaras, exhiben su grandeza, la que les sobrevino cuando entendieron que debían actuar sin que se delatase la barbarie, haciendo como que escuchan o escuchando poco o a medias, aunque después nada de lo escuchado durase, todo fuese sacrificado. Pues a pesar de eso, no estamos a su merced, no hay ranuras, no hay fisuras, no hay resquicios por los que permitir que franqueen nuestra integridad o nuestra moral o como quiera que se llame lo que hace que no seamos como ellos. Uno no sabe bien en qué bando está. En ocasiones cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Se sabe (añadidamente) que no queremos a los bárbaros, no les necesitamos, el mundo es un lugar hermoso cuando no están, incluso lo es cuando aparecen, dramática y dolorosamente. Esa percepción íntima, la de saber qué es lo que no nos gusta, planea inalterablemente. A falta de saber lo que queremos, bien está (al menos) saber lo que no. Esa certidumbre es la que hace que salgan algunos de estos textos de vocación combativa, pero estériles en el fondo, a poco que se los lee en detalle y se extrae lo que aportan. Se conforma uno con contarse el mundo y decir he aquí a los bárbaros, he aquí a los que no lo somos, algo así. Es posible que únicamente sirva para conciliar con más propiedad el sueño y dormir sin que nos atormente nada. A los bárbaros se les debe poner muy difícil dormir con esa limpieza, con esa armonía. Se deben despertar en muchas ocasiones, deben tener sueños pesados, o igual es al contrario, qué podemos saber, deben tener la sensación de que sólo son bárbaros cuando abren los ojos y empieza la vigilia. Puede suceder que sus sueños sean la parte bondadosa de su existencia y no se les desboquen como a los demás nos ocurre. Soñarán con cosas hermosas de las que luego no guardarán recuerdo alguno. Uno, que no se tiene por bárbaro, sueña en ocasiones episodios bárbaros. Si nos coge Freud, nos echa a llorar, seguro. Los sueños tienen esa facultad: la de dejarnos actuar sin normas, la de hacer y deshacer sin que nos guíen o temamos que nos reprendan o que nos sancionen. No hay miedo, no, lo que hay es hastío de ver a tanto bárbaro por ahí suelto. Se les ve en televisión, se lee en prensa que hacen esto o hacen lo otro. Tenemos bárbaros en las calles, gente cazurra y de modales inexistentes, gente que te empuja y te quita el aparcamiento, por mucho que lo hayas señalizado y te pertenezca, aunque sólo sea moralmente. Es la moralidad la que no se advierte que actúe, no la hay, la hay a trompicones, la hay a bocados. Algunos, más amigos de encontrar palabras para todo, llaman a este relativismo moral. Un amigo me contó que consiste en darle a todo carta de bondad o de maldad, en dar idéntico peso a todas las opiniones, no dejando que ninguna (por predicamento y arraigo que posea) triunfe en especial. En ese mirar abierto de las cosas, el bárbaro podría dejar de serlo o, quien no lo haya sido o asomo de que se acercara a serlo, podría de pronto cuajar un bárbaro estándar, uno con todos los atributos que se les supone. La verdad es que no está muy descaminado eso del relativismo. Al menos tenemos un nombre para entender esta deriva. Los ríos traen aguas revueltas, me dice K. Acaba de aparecer, lee por encima lo que acabo de escribir y ha dicho eso.

1.11.17

Cosas con las que cuento

Cuento con que no habrá mejor vida que la actual o que vendrá otra más dichosa incluso, sin tener que morir para percibirla, con que se dice la verdad, porque la mentira necesaria es la de la literatura, con que la belleza es lo único que nos hermana a todos, con que mañana tendré lo que anhelo y hoy no me ha sido entregado, con que no caeré enfermo, con que encontraré la manera de convencerme de que vale la pena seguir escribiendo, con que el amor que Dante declaró a su Beatriz es al que aspiro y por el que me levanto y elevo la cumbre de los días y el vértigo en la niebla de las noches, con que los muy amados míos serán complacidos en lo que secretamente desean y no conozco, con que la música enhebre el alma deshilachada, con que el ala festejará su vuelo, con que envejeceré por fuera únicamente, con que Dios no me sancione severamente si finalmente nos vemos y tuviera que desdecirme y admitir lo perdido que anduve, con que el futuro al que yo no acuda sea de los hijos y los tiempos que les toquen sean mejores que los míos, con que mis amigos me perdonen cuando obre sin cabeza y haga lo que no cuadra con lo que esperan de mí, no me fío de que actúe siempre con sentido, de que esté a la altura, de que no me confíe y me deje, con que la literatura me colmará de atenciones y será consuelo y refugio, con que siempre habrá una película de la RKO a las dos de la mañana para olvidarme del mundo durante dos horas y regresar después más confortado y más feliz de lo que lo dejé, con que el vals número de dos de Shostakovich sonará cuando la torva parca me reclame para su legión de convidados, con que suene jazz cuando sueñe, con que no me aburra jamás, con que pueda visitar Manhattan y pasear sus avenidas como si fuese el mismísimo Woody Allen, con que el dolor no me visite, porque no se sabe qué hacer con él, porque no tenemos instrucciones, ni asideros fiables a los que confiarnos cuando, de cuando en cuando, se acuartela en el alma y en la carne y las hurga y las rompe, con que pueda escribir a diario como suelo sin que flaquee mi voluntad, sin que concurra la idea (como sucede en ocasiones) de que no tiene sentido nada, de que no es un oficio útil, sino uno de tinieblas y de padecimiento, con que trabaje como hasta ahora el tiempo que me reste, entusiasmado y febril, convencido de que no sé hacer nada mejor que esto que hago y que, a cada día que transcurre, más en posesión me siento de mis recursos y de mi absoluta convicción de que amo su desempeño, con que no termine de formular esta rendición de voluntades y no me asalte la sospecha de que no tiene valor alguno lo registrado, todo lo que aquí se ha dejado consignado, por si alguien lo lee y subscribe algo o lo refuta, con que llueva al fin uno de estos días, no por alguna de esas necesidades con las que salen a diario los informativos, sino por mí, por sentir el olor de la lluvia y por asomarme a la ventana y ver el agua correr calle abajo y creerme que ha vuelto, indemne, firme y feliz, la infancia, cuento con que habrá poesía, con que no faltará, aunque no la llamemos, ni tengamos la propiedad de su compañía.

El corazón y el pulmón

   No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...