A mi amigo Raúl Ariza, bruñidor de domingos.
A ratos irrumpe la euforia. Es la felicidad a la que aspiramos, es ése el anhelo primario, el irrenunciable, pero recuerda uno la euforia, la privilegia sobre todas las demás sensaciones, piensa en ella como una ebriedad dulce, como un desatino maravilloso. No se manejan bien los instrumentos que la acercan, no se sabe la manera de que acuda, sin embargo, sólo está esa plenitud, la sensación de colmo, la percepción de que todo cuadra y tenemos un lugar en el mundo. No sé si hay bibliografía sobre ella, debiera haberla. El eufórico es un loco sublime, uno consciente de su condición de elegido, un loco a salvo del quebranto, como todos los locos, aunque sea durante unos instantes. Al término del día, en ocasiones, pienso en si tuve euforia en alguno de sus tramos, si esa plenitud me invadió, si percibí el mundo y constaté mi lugar en su engranaje. Pienso en lo escasa que es también, en que no abunda, en que ninguno de sus sustitutos la iguala en goce, en que see optimismo que irradia es sólido y no flaquea, pese a la experiencia personal, que dice que el placer siempre dura poco, aunque su efecto narcótico perdure. Quizá por eso tenemos esa inclinación a embriagarnos. Una vez ebrios, perdida esa conciencia austera de las cosas, sentimos que no hay ninguna deuda que saldar o que la realidad no duele como suele o que no nos incumbe ese dolor o la realidad misma.
Uno tiene siempre deudas que saldar. Algunas, las propias, tardan más en zanjarse, da la impresión de que se aplazan por no darles la importancia que tienen o por considerar que tiene la importancia más alta y no saber encontrar el momento o no saber cómo cancelarlas. Otras, las ajenas, ocupan más empeño, se acometen con un rigor más severo, aplicando un esmero mayor. Ayer pensé que en cuanto empiece el año venidero, no antes, para qué antes, me dedico más a mí mismo, rebajo o cierro definitivamente alguno vicios que no tengo por buenos y me cuido de que no prosperen otros que, a poco que se les deja, prorrumpen fieramente y se instalan a sus anchas, sin que sepa cómo vetarles el paso. Suele suceder al contrario: unas costumbres se dejan para que otras nuevas ocupen su lugar. No se sabe bien a qué obedece esa inclinación a empezar de cero de vez en cuando. Nos ponemos a dieta, bebemos y fumamos menos o hasta nos obligamos a no beber o no fumar nada, salimos a pasear, los más osados corren, trasnochamos con menos frecuencia y buscamos la manera de que todas esas novedades en nuestra rutina (dolorosas casi todas) no nos pasen una factura muy alta. Se diría que no nos gustamos o que, vistos en detalles los otros, los cercanos, los casuales con los que nos tropezamos, elegimos de ellos lo que querríamos para nosotros. Me pregunto si habrá algo propio, íntimo de uno, digo, que los demás anhelen; si algo de lo que hacemos o las cosas que decimos (se hagan o no) será deseable a otros ojos y nosotros, los dueños legítimos, los modelos a imitar, ni le hacemos aprecio.
Tal vez ahí resida la euforia: en no hacer nada o en hacer lo que antojadizamente escogemos. Está bien el antojadismo. Hacer lo que nos venga en gana, no estar forzado nunca a cumplir lo que otros estiman que debemos hacer, no incurrir en el vicio de quedar bien con los demás y desatender ese otro vicio de procurarse quedar bien con uno mismo. Cuando empiece enero, no antes, a qué antes, me decido. Mientras tanto, abro el domingo con cuatro carpetas de trabajo. Hoy no será ese domingo en que elija qué hacer y salga a comprar la prensa y me demore en las calles y vuelva a casa con la idea de escribir un poco o de leer en mi sillón de orejas, junto a la ventana que da a la calle, escuchando a Brahms a un volumen no muy alto. Hace un par de domingos, en parte, tuve un domingo de Brahms en el sillón de orejas. Duró un par de horas. Fue euforia pura, fue el optimismo absoluto de pensar que no habría nada afuera que pudiese malograr esa intimidad idílica entre el libro, el maestro y un servidor. Creo que uno de los vicios que tuvo Brahms, tendría que comprobarlo, hablo de memoria, era el de ir a diario a una taberna cercana a su casa. De él dijo Tchaikovski que era un bastardo talentoso. Seguro que despertó admiración y reprobación entre quienes le rodeaban. Alguien diría de él que era un bastardo antojadizo, uno de esos hombres dedicados en exclusiva a sí mismos, ajenos al mundo y a su tráfago. Bendito él. Esta mañana domingo es de Brahms, aunque ahora mismo suene en mi Spotify (bendito streaming) una selección de piezas pop, todas maravillosas, pero todas intrascendentes.