26.1.15

Tríptico I

La poesía
Hace más de un año que no escribo poemas y se acerca a ese cálculo improvisado el tiempo que hace que no leo poesía, lo cual me parece un dato mucho más preocupante. Será que ando poco sensible y que es la sensibilidad la que te hace poeta o lector de poesía o ambas cosas juntamente, en feliz coyunda. No he dejado la novela, ni el cuento, y no abandono los sueltos de prensa, esa suerte de ensayo feliz en el que la literatura se arrima a la crónica de la realidad. Y es precisamente la poesía el género en el que me siento más dichoso, en donde me considero mejor lector, del que extraigo enseñanzas que aplico con más entusiasmo en mi trasegar diario, en mi manera de estar en el mundo. No quiere decir que esta misma noche coja un libro y lo devore o lo vaya despachando morosamente, según la circunstancias. A la poesía se accede por impulsos; yo, al menos, he accedido siempre a capricho del azar, como si no interviniese mi voluntad; no he tenido, no obstante, periodos de abstinencia tan prolongados, ninguno ha hecho que me sienta desamparado y, a poco que lo pienso, así es como me siento. Nada que no enmiende una tarde con Gil de Biedma, con Kavafis, no sé, con Valente, con mi viejo Borges. 

La política
He llegado tarde y no he llegado con ganas. Poseo la voluntad, sí, pero creo que no el entusiasmo. Será la edad o será la idea que uno va teniendo de la edad, que es una cosa diferente, pero me cansan algunos argumentos. Incluso algunos de los que antes me encendían, me hacían sentirme en el mundo. En el fondo se trata de eso. De que te sientas una parte del mundo o de que estés al margen. No preciso de la política para entender el mundo. En todo caso, me basta con una evidencia que no aturrulle o que no me canse. Ya me escandalizan pocas cosas. Y esa falta de vocación de asombro está mal, lo sé. Debería encabronarse uno con más frecuencia, debería sentir la irritación comiéndolo por dentro. Que no se produzca esa agitación no sé de qué es síntoma. Igual estoy enfermo. Como tantos. No creo que sea una enfermedad de la que preocuparse. 

La religión
Escuché a un personaje de una película decir que no le interesaba en absoluto la religión. Decía creer en Dios y no poseer interés alguno en escuchar lo que otro hombre dijera sobre el Dios al que respetaba y al que le confiaba su existencia. En cierto modo, tengo también yo a un Dios como ése, aunque no le rece de noche, ni le hable al oído, ni le confiese si estoy feliz o me inunda la amargura. Tengo amigos que hacen justamente eso y aprecio que poseen algo de lo que yo carezco, y a lo que difícilmente podré acceder. No sé qué vía habrá por la que yo transite y en la que yo me encuentre de bruces con la divinidad y con sus asuntos. De momento no hay vía tal, no la preciso, no está entre mis necesidades - admito que muchas - la de hacerme un creyente y ver lo que otros proclaman hermoso y noble. Quedo afuera, vivo afuera, respiro afuera. Mientras tanto, sigo fascinado por la religión, aunque no sé si esa fascinación, ejercida desde la distancia, me permitirá en alguna ocasión ahondarme en su cuerpo y sentir la plenitud que aseguran sentir los que la abrazan. La poesía, a su secreto y firme modo, me hace estremecerme al modo en que lo hacen los creyentes. Lo de salvarme o no, no me interesa de momento. 



15.1.15

Bailan hasta el final del amor



Fotografía / Joaquín Ferrer

Uno se encarga de recoger el instante. El otro le pone después el pie de foto. El cuento lo contamos entre los dos. 


Poco antes de que anochezca, el hombre toma mesa en la calle, la elige con cuidado, se esmera en que esté apartada del bullicio, una que no le impida ver el trasegar de la gente, pide un café, se lo trae un mozo al que conoce de otras noches, con el que nunca ha trabado una conversación, pero cree conocerlo. Sabe que le gustan las rubias, las rubias no demasiado jóvenes, ni demasiado delgadas. Sabe también que mira con ternura a las ancianas y no las atiende con la prisa que al resto. Hay cosas que no pueden explicar uno cómo las sabe, pero las siente con firmeza. El hombre se acomoda lo mejor que puede mientras piensa en si hará esa por fin la fotografía que de verdad le conmueva. La fotografía definitiva. La fotografía que justifique todas las demás, las que no le gustaron, ni las que miró con desdén, con desprecio a veces. No una fotografía ajena, no la que le hace pensar en lo mal que lo hace y en la genialidad de los otros. No ha hecho ninguna de la que presumir, ninguna que presentar con orgullo a uno de esos concursos que luego dan prestigio y te abren las puertas de los galerías. Y no porque no lo haya intentado. Habrá tirado miles, calcula. Y en algunas, en muy pocas, ha creído percibir una brizna de talento, una especie de vicio narcicista. Hace un par de semanas que ocupa la misma mesa, un par de semanas en que observa el mismo río de gente. A su mujer le importunaba que sacara la cámara y disparara. Primero le importunaba; después, cuando entendió que el trasto era un enemigo que le robaba la atención de su marido, le irritaba. Ahora no se importuna, no se irrita, no ve que el hombre se aposte en una mesa, saque la cámara y sienta que el mundo empiece a cobrar sentido. Hace tiempo que dejó de tener sentido. No cree que una fotografía haga que regrese o incluso no cree que ni siquiera haga falta que regrese, pero el hombre está en ese pueblo de la costa, en sus vacaciones de verano, y se dedica a leer y a ocupar las terrazas de los veranos, a hacer fotografías y a dormir. Le preocupa que al regreso no encuentre su sitio en el mundo, no sepa devolver un saludo con la sonrisa de siempre o llamar a un amigo y quedar para ponerse al día. Teme que no haya vida fuera de la mesa, lejos de la gente que a la caída de la noche fluye como un río. No le preocupa a qué mar se precipiten. No tiene interés en saber nada de lo que ve el ojo de su cámara, solo lo pone ahí, lo deja mirar, hasta se produce el prodigio y algo a lo que no había prestado atención ocupa la entera extensión de sus sentidos. La muchacha está bailando. Tiene una falda azul con un vuelo corto y unas zapatillas de deporte nuevas. Una camisa blanca, no especialmente llamativa, hace pensar en un uniforme escolar, pero lo desmiente, en lo que aprecia en la distancia, un rostro cuajado, afilado, agresivo incluso. Baila con aplomo. Como si ya hubiese bailado antes. La coge de la cintura un muchacho al que, al principio, el hombre no presta atención. Luego, en un lance del baile, la pareja se acerca a la mesa. La música suena de fondo. Parecen que bailan de memoria. La cara de él le recuerda la de un amigo al que hace mucho que no ve, El Flaco. El hombre piensa que no hay nada maravilloso. Es solo una pareja que baila. Quizá no se amen. Si hubiesen sido amantes, lo habría sabido. Él percibe esas cosas. Que la gente se ame. Un buen fotógrafo reconoce la presencia del amor. Ve donde otros no alcanzan. También ve el odio.

Una vez le contó a su mujer que el odio es más fuerte que el amor. La gente que ama no siente ni la mitad de lo que sienten los que odian, le dijo. Por ahí empezaron a discutir. Se puede discutir casi por cualquier cosa. Si hay empeño, no está nunca uno a salvo de una discusión. El hombre no padeció la separación. No hubo odio, tampoco el amor con el que comenzaron. Se pregunta si los dos que bailan habrán sentido odio y bailan para ahuyentarlo o bailan para amarse otra vez. El Flaco la acerca más de lo conveniente, la zarandea en un paso, le hace perder el sentido de la música. No será la primera vez que le reprenden si se acerca mucho y dispara sin avisar. Hay gente a la que no le molesta, pero se imagina que no será así en esta ocasión. Al fin y al cabo - razona - la cámara no guarda nada, no roba nada. Su mujer no le dejó nunca que le hiciese una sola fotografía. Están las del álbum de bodas. Poco más. Alguna hecha con prisa, sin que se percatara. No ha vuelto a verlas nunca. No hay ninguna fotografía suya que le haga sentirse orgulloso. Por eso está ahí, en la terraza del bar, alerta, buscando el instante preciso. Está apostado al modo en que lo hace un cazador, en silencio, sin dejarse distraer, concentrado en la pieza. De pronto ella lo mira. No deja de moverse, pero no le pierde la mirada. La cámara está en la mesa, junto al café. Las cámaras las carga el diablo, piensa. Lo que hacen es una evidencia del bien y del mal que hay en el mundo. El hombre la coge, mira a través de ella. Todas las demás fotografías que ha hecho no tienen importancia, no le ayudan a que ésta sea la gran foto, la que le libere de lo que le atormenta. La muchacha sigue bailando. Parece que el baile dure un tiempo insoportable. Como si no hubiese otra cosa que baile. El hombre no desea que ella le observe mientras enfoca. Debe encontrar un momento en que la vida transcurra sin que su deseo interfiera. Cualquier día te van a moler a palos. La cara te la van a volver de la paliza que te van a dar, pero tú sigues, no te bajas, parece que no hay otra cosa en el mundo. Tú y tu cámara. Las palabras de su mujer suenan en su cabeza. Me van a moler a palos, me van a volver la cara. Ella se ponía tosca, se ponía tensa sin proponérselo. Hasta la cara le cambiaba. Hubiese dado no sé qué por coger la cámara, por darle al clic, por sacar ese desencajamiento, ese estar ahí, enfrente mía, pero no estar ahí realmente, sino en otro sitio, en uno con llamas y con pequeños diablos que la azuzaban contra mi persona. Ahora que no está no me separo de ella. No me van todas esas tecnologías de bolsillo, por eficientes que sean. Prefiero la cámara robusta, la máquina fiable. No tengo amigo mejor, ninguno me entiende como ella.

El hombre se pone repentinamente en pie. Le ha sobrevenido una valentía nueva de la que no sabe nada. Se ha acercado a la pareja, que siguen a lo suyo, en ese baile que amenaza con integrarse en el paisaje de sillas y de mesas, de gente yendo y viniendo, de bocinas de coches a lo lejos y de zumbidos de móviles avisando de que algo, en otro lugar, está pasando en ese preciso momento. La pareja se destrenza. Ella se pone en jarras. Se alisa la falda. Mira a su hombre y espera que él dé el primer paso. Él, que no es tan flaco visto con detalle, en la cercanía, habla en otro idioma. No lo distingue. Es del Este. Ahí empieza el relato inabordable. El hombre cree estar escuchando la mismísima historia del mundo. No deja de mirarlos y de hacer fotos. Él sigue increpándolo, subiendo el tono de voz, que no es protuberante, pero se clava como un alfiler levísimo, aplicado sin descanso por un niño travieso en la cabeza de una muñeca de trapo. Ella intenta arrebatarle la cámara. No se enzarzan en una pelea, pero lo van a hacer. Mientras no se caiga la cámara, mientras no me la quiten. El fotógrafo sigue haciendo su trabajo. Ahora es él el que baila. Son pasos seguros, se siente cómodo, ha visto que está en su ambiente. Cuando le empujan y cae al suelo, se levanta en nada. Vuelve a disparar. Parecen balas las fotografías. Los está matando. Cada clic es un agujero en el pecho de ella o en la cabeza de él. Los que están alrededor no se involucran, no tienen nada que hacer. Les ameniza la copa esa súbita escena. Cuando le empujan y cae una segunda vez, tarda algo más en levantarse. Tengo mis años, tengo mis años. Pero se incorpora con la misma idea fija en la mente. No se le debe escapar nada. Es el momento más importante de su vida. Si mi mujer me viera. Si estuviese aquí. De pronto la echa de menos. Se ha dado cuenta de que la ama muchísimo. A cada golpe que recibe, imagina su cara. Ya no está desencajada, ahora no le increpa, no le dice que es un obseso, no le conmina a que elija entre la cámara y ella. Antes de perder el conocimiento, poco antes de que la sirena de la policía los alejara a los dos, el hombre sonríe. Está feliz. Siente que está pleno. Le parece una idea descabellada eso de que la sangre que echa por la nariz, la sensación de que tiene la boca partida y el dolor casi insoportable en el costado le produzcan un estado de júbilo semejante. Y la cara de su mujer, a la que no ve desde hace una eternidad, cruza delante suya y sonríe también. La sirena de la ambulancia se mezcla con el ruido de los demás coches. Hay un bullicio enorme de gente en la calle. En el bar, la música vuelve a sonar. Sale otra pareja que baila. Es de noche, es verano y el amor flota en el aire. El calor disloca los cuerpos. Parece que no hubiesen hecho otra cosa salvo bailar. Bailan hasta el final del amor.







12.1.15

Triste elogio del humor





Las guerras
Amo los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles, así que lo tengo todo a favor para creer en Dios, pero cuanto más amo lo invisible, más me aparto de la divinidad, con más convicción advierto que un mundo sin dioses es un mundo mejor. Lo de un mundo malo siempre ha estado untado de cosas divinas y de cosas paganas, claro. Las guerras las montan los hombres, aunque a veces sean los dioses los que las inspiran. El odio lo ejerce el hombre, aunque a veces sea Dios quien lo auspicia. La injusticia la escribe el hombre, aunque a veces sea Dios el que la redacta. Los hechos lamentables que han ocurrido en París, la matanza en un semanario satírico, Charlie Hebdo, no es únicamente una consecuencia de la religión que decían profesar sus autores, no ha sucedido solo porque unas tiras cómicas les hayan ofendido. Toda la barbarie a la que hemos asistido proviene de la falta de humor. Hay gente que no se permite la risa. Incluso la ciencia permite que la risa la impregne un poco y hay cosas risibles en la naturaleza, asuntos que inclinan el pensamiento al humor. La vida es una puta barraca de feria en la que los premios son una mierda. Lo leí anoche, un poco al azar, en una novela. Y no le niega la razón a la máxima: es posible que todo sea un espantoso parque temático en donde terminas mareado y solo, cansado y triste, pero en ese trasegar contra la soledad y contra la tristeza, cabe el humor. De haberlo, no habrían matado a los periodistas de la revista parisina. De haberlo, no habría masacres en Siria o en una maratón en Boston. Puestos a mirar al pasado, que es una estación propicia para el escándalo, el humor podría haber salvado unas cuantas guerras. Algunas de ellas, no todas, evidentemente, provienen de la austera formación espiritual de sus contendientes. Dicen que los guía Dios, pero no es Dios, no es la invisible divinidad, allá en su inmarcesible altura, la que rompe los cuerpos en el campo de batalla o arma los kalashnikov de los fundamentalistas de la Yihad. Al final de toda esta cuenta de desastres, cuando hemos revisado la Historia y nos hemos percatado de su despropósito, lamentamos que la cultura haya sido siempre la sacrificada; lamentamos el interés habitual en transformarla en objeto mercantil, en reducirla a un producto del que extraer un beneficio.

Los dioses
El problema es que hay quien hace de sus dioses una presencia excluyente, un elemento totalitario, una especie de arma de destrucción masiva, enfrentando las creencias a la ley, esgrimiendo el argumento del pecado al del delito. Pide hoy el gobierno francés un rearme ideológico que combata la atrocidad islamista. La frontera entre la religión y el integrismo religioso debe ser el lugar desde donde reposicionarse en esta escala salvaje de barbarie a la que nos arrojan. No es la religión, quiero entenderlo así, la que ocupa el banquillo de los acusados. No, en esencia, porque hay valores emanados de su carta de principios morales que siguen siendo válidos, aglutinando la voluntad popular de poseer su propia identidad espiritual y la férrea (esperemos) disposición de los gobiernos para administrar al pueblo y cumplir y hacer cumplir las leyes que le hacen prosperar. Es la sociedad civil la que debe cuestionarse el papel de la religión en este siglo XXI repentinamente medieval, burdo, zafio e inculto. Y es la cultura la que debe guiar todo el viaje hacia la libertad. Porque no hemos llegado a ningún sitio: seguimos varados en esa infeliz tierra de nadie en la que unos matan por hacerse respetar y otros mueren por expresar lo que les conmueve, todo lo que les duele como ciudadanos. Los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles del poeta están en peligro de muerte. De seguir así, de no encontrar un lugar de encuentro entre distintos, acabaremos por prejuzgar lesivamente la diferencia, la otredad del filósofo, ese país ajeno en donde no piensan como yo pienso y batallan por enmendar esa heterodoxia. Y es tan buena la diferencia, hace tan rico al mundo, que vale mucho la pena comenzar con privilegiar la cultura, en lugar de ningunearla, de dejarla (como se suele) en un lugar trasero, inservible. Quiza haga falta una Ilustración, una revolución copiada de la que hizo de Francia el país sano que abrió la modernidad en Europa y sentó las bases de la democracia y de la justicia, de la solidaridad y del respeto. Fue precisamente el mal, el nazismo, el que propulsó la creación de una Europa libre y unida, cohesionada en la creencia de había un bien común, uno igualitario, instrumento de la voluntad de un pueblo maduro, capaz de comprender a qué futuro encaminar sus pasos. Es la luz la que se está perdiendo, la luz como icono de un deseo: el que desea abolir la oscuridad, la tiniebla de la incultura, el incivil fanatismo de unos pocos. Son los gobiernos, los que emanan del libre albedrío de sus administrados, los que deben contener el avance del mal, el imparable (a lo visto) imperio de la crueldad y del fanatismo. Y no es un asunto exclusivamente religioso (aunque la religión lo impregne todo y todo lo emponzoñe) sino político. Ahora es cuando la política, tan denostada últimamente, tan rebajada, la que debe hacer valer su imperio. No tenemos otro. Si el humor no entra en liza en este proyecto de sociedad, estamos perdidos. No sé dónde, no sé cómo calzarlo al resto de sus principios irrenunciables, pero el humor debería estar protegido por las leyes. No lo está, y pasan estas cosas. Pasan aquí, en casa, cerca de la panadería, en el parque donde llevamos a los niños, en los mercados. Pasan en las calles en donde crecimos. Porque el mal no es un asunto que viene de lejos: está aquí, lo tenemos cerca, está en donde haya un descerebrado al que convencer de lo malos que somos los irreverentes. 

9.1.15

Libros, sátiras



Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.

Los teólogos, Jorge Luis Borges


Libros
Soy un lector voraz, soy un lector caótico, soy un lector caprichoso. Leo a bocados, leo a saltos, leo sin orden. Dicen que leemos menos o que no se lee lo suficiente. Creo que no hay todavía una vocación lectora al modo en que hay una vocación religiosa o una que llena los estadios o las barras de los bares. No sé si hay algo a mano a lo que acudir para enmendar este extravío. Lo malogran las redes sociales, los instagrams, los grandes y los pequeños smartphones, los videojuegos, todas esos simulacros de la literatura de los que nos impregnamos y a los que reverenciamos. Lo que nos aterra es la soledad. Todo lo que nos rodea está pensado para que no exista. No saber estar solos, no haber sido educados para paladear la soledad. Y un libro, un buen libro, se lee a solas. No hace falta nada más. De un modo mágico, el libro anula la realidad que lo circunda. Por eso no leemos. Porque tememos quedarnos fuera, no sentir el ruido de las cosas, el bullicio que ocasionan. No leemos porque hay mil distracciones que nos engolosinan más. Quizá no leemos porque leer requiere un esfuerzo que no estamos dispuestos a realizar. La recompensa inmediata es lo que guía cualquier deseo de satisfacción narrativa. Pero escribir es otra cosa. No sé si hay una estadística fiable de todos los que escribimos. Ahí debo andar yo. Si me preguntan, a pie de calle: Sí, sí, yo escribo, claro, desde siempre. Habrá quien haya escrito más libros que los que ha leído. A Stephen King le debe pasar eso. No es posible que tenga tiempo de leer. No me creo que le sobre, entre una novela y otra. Soy un escritor voraz, soy un escritor caótico, soy un escritor caprichoso. Pero hay que tener cuidado con qué se lee, saber si te van a volar la cabeza si compras un libro o se te ocurre escribir uno propio, uno blasfemo, uno lo suficientemente incómodo o denigratorio para otros como para hacer que tu vida no valga nada. Escribir es una actividad de riesgo, ya lo he pensado muchas veces. Hoy me viene a la cabeza con más firmeza esa reflexión.

Sátiras
Escribo a bocados, escribo a saltos, escribo sin orden. A la lectura le tengo, sin embargo, el respeto que a veces no le profeso a la escritura. Quizá haya que empezar por ahí: por mostrar a los jóvenes lo satisfactorio de ir escribiendo, aunque sea voraz, caótica, caprichosamente. Quien se cuenta el mundo, quien lo registra en su voz, tiene más recursos con los que amarlo, con los que combatirlo. Al mundo se le ama o se le combate según los días. Hoy es el día idóneo para reivindicar los libros, hoy es el día en que han acabado muertos los extremistas que han violentado la libertad y la paz y la armonía al entrar con su barbarie en las oficinas del semanario francés Charlie Hebdo. ¿De qué libros hablo? De los incendiarios, de los libros salvajes, de los que entenebrecen el sentido común y lo aturden y terminan envenenándolo. La gentuza de hoy, los abatidos, no eran gente libresca, pero otros habrá, en la élite de su milicia, que entraron a caballo en la biblioteca y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. No es un problema de dioses: es la política la que ha permitido que los nuevos hunos, estos yihadistas, otros, entren con el kalashnikov encendido y descerrajen cien disparos. Para que sus mandos estén felices, para que el paraíso les abra los brazos y los acoja y los ensalce. Mierda de paraísos. La sátira, ah la sátira, qué hermosa palabra, qué hermosa en el fondo. 

6.1.15

Día de magia





A día de hoy, en mis cuarenta y muchos, todavía no he dejado de pensar en la bondad de los Reyes Magos de Oriente, en toda la magia con la impregnan los sueños de los niños. De pequeño, bendecido por la inocencia, brincaba de la cama, organizaba una fiesta en el pasillo y desparramaba todos los regalos, ideando cómo jugar con todos a la vez, de qué manera no perder un minuto de placer antes de que se acabase el festín de los sentidos. Porque incluso entonces uno entendía que las cosas buenas tienen un plazo. No lo sabe de un modo nítido, no tiene las palabras que lo verbalizan, pero comprende el concepto primario de inicio y de fin. Lo que hoy descubro no deja de ser un festín también. Importa muy poco que la inocencia haya sido barrida por la experiencia, pisoteada a veces; de verdad que importa lo justo que tengamos noticia del fraude. La magia, cierto tipo de magia, persiste. Lo hace de un modo épico, venciendo todos los obstáculos del mundo, dejando atrás todos los impedimentos posibles, adquiriendo la suficiente fuerza como para no dejarse importunar por el caos, por el vértigo y por la fiebre, que son los males del mundo y los que lo tienen enfermo. Hoy el mundo debería exhibir una salud de roble, sin que nada malograse la felicidad sencilla, muy primaria, muy frágil, de que por unos minutos, ojalá fuese más tiempo, todo marcha bien y la vida es un regalo y hasta la tierra gira en armonía con el cosmos. No sucede nada de esto, no es una fiesta que hoy los Reyes Magos de Oriente entren en unas casas y pasen de lado por otras. No lo es que las noticias cuenten el dolor y lo cuenten otra vez y sepan que contarlo es un negocio. Yo me quedo con mi taza Breaking Bad para el café, que estrenaré hoy, una con Walter White diciendo que es el que llama, el jefe, el puto amo. Me sigue fascinando la magia de una mañana perfecta. Lo era cuando yo era un niño y mis padres se esmeraban en que algo me esperase a pie del árbol, lo fue después, cuando yo tuve los míos, y lo sigue siendo ahora, cuando ya somos todos adultos y a ninguno se le escapa que los Reyes no existen y que todo depende de la salud de la libreta de ahorros. Los míos, mis reyes de anoche, han sido espléndidos. Me he debido de portar muy bien, he debido ser un chico bueno, uno que no ha hecho mucho mal a nadie. Es imposible no hacer alguno, es del todo imposible que no haya habido un día en que alguien te haya mirado aviesamente y te haya deseado carbón, pero no se cumplieron sus pronósticos, no anoche, al menos. Espero que por aquí, entre quienes leen lo que voy soltando, la magia les haya ocupado el pecho y haya dibujado una sonrisa en la cara. En lo demás, en la celebración del resto del año, uno desearía que no se perdiese esta voluntad, que no se acabara despeñando por las cunetas de los días, las que van alfombrando el camino, no sabemos bien a cuento de qué, como si debiéramos ir superando pruebas y merecer, qué sé yo, el aplauso al llegar a la meta. Quizá el problema es que todo se maneja como si fuese una carrera y tuviésemos que figurar en una lista, en un ranking que cuente quién llegó el primero, en cuánto tiempo, si muy cansado o fresco y con ganas de continuar. Esta felicidad de hoy flaquea por su condición de simulacro. No persiste, no se extiende conforme el año avanza, deja de pronto de tener el valor que le dimos, le sustrajimos su capacidad de fascinarnos. Dicen que la religión es la que hace que los pueblos se cohesionen y prosperen. Ojalá (vuelvo a pedir, insisto en mis plegarias)importe de verdad este instante de abrazos y de festejos. Lo digo a sabiendas de lo inconsistente de lo que expreso. Ya se sabe: perdimos la inocencia, la apartó del camino la experiencia, sea eso lo que sea. Que tengan un buen día y todo sean abrazos. 

1.1.15

Uno de enero / Waltz for Bill



Tengo esta mañana un propósito muy firme. Consiste en despojarme de toda voluntad egocéntrica. Hacer el bien de forma absoluta. No caer en ningún momento en nada que, en mi beneficio, malogre el beneficio ajeno. Acabar el día con la conciencia muy limpia. Entrar en el sueño con la idea de que el corazón se ha limpiado también y de que la felicidad me ha visitado quizá por primera vez en la vida. Pero no sé cómo armar toda esa lista de intenciones nobles, con qué empezar, a qué abuelita cruzar la calle, con qué amigo sincerarme como nunca lo hice, qué periódico no leer para no encabronarme como suelo. Y salgo a la calle convencido de que tengo las palabras, incluso de que he encontrado el tono con el que escribir la novela, faltándome la trama, el hilo narrativo, todo lo que de verdad hace de la vida un asunto fascinante, pero no hay asidero fiable, no encuentro la voz con la que presentarme, se desvanece, se convierte en humo, que es la sustancia misma del texto. No me he tenido nunca por un héroe. No está la épica enredada en lo más acendradamente mío. Hace falta un brizna de épica. Solo obedezco a los voluntos del día. Solo me fascina la posibilidad de que no todo concluya en el texto. Incluso de que este texto, repetido año a año, me escolte mientras entro en el trasegar de las cosas y pienso en el año recién abierto, en todo lo que me aguarda. Este año ha sido Bill Evans quien me está arrullando nada más abrir los ojos.

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...