31.1.17

Bibliotecas / 15 (Una ficción tras releer esta mañana a Borges)



La biblioteca imposible 

    a JLB

El hombre se ha despertado con la peregrina idea de leer el libro en el que está basada la película que vio la noche anterior, pero no recuerda el título. 
No sabe tampoco ningún nombre con el que asociarla. Ni actores, ni actrices.
Tampoco de qué iba. 
No tiene una trama reconocible.
No se parece a ninguna que haya visto, ni es capaz de formular un hilazón en sus acontecimientos.
Únicamente ve pájaros y un edificio victoriano al que entran circunspectos caballeros de macferlán y sombrero de copa, bastón y perilla. 
Todos se parecen tanto que llega un momento en que consiente la ficción de que, en realidad, son la misma persona, absurdamente multiplicada. 
Cientos de caballeros victorianos, yendo de acá para allá, sin un rumbo fijo, gobernados por el azar, por el caos. 
Luego están los pájaros.
Montones de ellos.
Los ve violentar el silencio de ese desfile de aristócratas con unos graznidos insoportables. 
Vuelan, graznan y perturban el paseo de los hombres.
Ahí termina la película o ahí el sueño la censura. 
La amable señorita de la biblioteca se esfuerza en que diga un título. 
Sólo necesito un título, caballero. Si no me lo da, no hay libro. Entienda que tenemos miles de libros. ¿Entiende usted eso?
Le razona que hoy en día se puede llegar a la madeja desde cualquier pequeño hilo. 
Le dice que basta teclear en una pantalla. 
Si escribo Julio Verne, el programa me dice todos los libros que disponemos de Julio Verne. Si escribo Historia de Roma, no hay emperador al que no se le haga aprecio. 
Le refiero la utilidad de unas cajones pequeños y de las fichas que alojan.
Se tarda una vida en tener todos los libros ahí anotados. A veces es poco una vida.
De pronto el hombre le confiesa que tal vez no sea una película, sino un sueño. 
Que es un sueño dentro de otro
El hombre imagina que no hay ninguna biblioteca en la que se tutelen todos los sueños que han soñado todos los hombres.
La señorita se lo confirma.
En ese caso estoy obligada a informarle que no es posible ayudarle porque no existe una bibliografía sobre los sueños de los usuarios de la Biblioteca, le dice. Ni siquiera una biblioteca que custodie los sueños de todos los que escriben. Escribir el sueño que se ha tenido es inventar el sueño que no recordamos. Nuestro catálogo es ingente y hasta tenemos un fondo sin registrar que se guarda en cajas en el sótano, pero insisto en la imposibilidad de satisfacer su demanda.
El hombre se aleja del edificio de la Biblioteca con la sospecha de haber sido engañado. 
El libro existe, piensa.
Tiene que haber un libro en el que esté todo lo que he pensado. 
Hay un libro para cada soñador
Un registro minucioso para todos los sueños desde que nacemos hasta que morimos
El hombre piensa que, en ese momento, el libro desaparece.
El hombre no es religioso, pero entiende que está formulando una especie de reflexión religiosa. 
Tal vez Dios sea el amanuense de ese inventario único y esa biblioteca fantástica sea el cielo. 
Entonces comprende que ha muerto y está a punto de contemplar, uno a uno, sin pérdida, todos los sueños que ha tenido. 
El último era de pájaros y un edificio victoriano al que entran elegantes caballeros absurdamente iguales.

30.1.17

Bibliotecas /14



Biblioteca personal de Richard Macksey, profesor de Humanidades en la Universidad Johns Hopkins, Baltimore, USA.

No hay vida para leer todos lo que uno quisiera. Incluso el hecho de leer mucho trae aparejada la idea de que algo tuvo que descuidarse. Si yo ahora releyese Moby Dick, la obra maestra de Herman Melville o la Lolita de Vladimir Nabokov, una de las mejores novelas jamás escritas, le estaría sustrayendo a mi rutina diaria el tiempo que bien podría ocupar en pasear o en salir con los amigos o en ir al cine dos o tres veces por semana y no perder el hilo de los estrenos. No sé lo que tardo en leer una novela. No le he echado cuentas. Leí El túnel de Ernesto Sábato en una tarde y tardé casi un año, con lo malo que es eso, en acabar Ulises de James Joyce. Hasta estuve tentado de dejarla por la mitad. Pesaba más la obligación que el deleite. No creo que me haya sucedido con muchos libros. Hay una voluntad mía en quedarme con las novelas ligeras que tal vez provenga de mi amor absoluto por el cuento. El grosor, en literatura o en el cine, me agradan cada vez menos, pero en cualquier momento me desdigo y vindico el grosor como criterio para elegir una obra y no otra. Lo que no haré jamás es leer todo lo que mi pasión bibliófila ha ido comprando. No porque me falte el deseo para acometer esa empresa, no porque ahora no me apetezca leer de nuevo las novelas de Faulkner o las de Austen. Con frecuencia cada vez mayor razono que no puedo alargar más los días o que no puedo fatigar más las noches. Recuerdo haber leído hasta que clareaba el día. En ninguna de esas ocasiones, en las veces en que el desvelo ocupaba noches enteras viendo cine o escribiendo o leyendo, lamenté el exceso. La edad cobra sus peajes y no se pueden mantener estos vicios sin que se fracture algo dentro. Al mirar la biblioteca de casa constato que es posible que no abra otra vez Manhattan Transfer de John Dos Passos o Dracula de Bram Stoker. Hay libros a los que vuelvo y me fascina la compra de los nuevos y la posibilidad de entrar en una trama de la que lo ignoro todo. Luego está el espacio, la imposibilidad (esta vez) de alojar cada pequeño capricho que uno pueda concederse. Creo que no sabría qué elegir en una biblioteca como la que ilustra este escrito. Sé también que sería feliz de un modo primario e inargumentable si yo dispusiera de esa sala para mi solo solaz. Seguro que está por ahí Borges o Kafka o Musil o Kipling o Lovecraft o Cortázar o Swedenborg. Lo que no hay es vida. Ni quizá los que tenemos cerca, a los que amamos, merezcan que los libros ejerzan esa influencia poderosa en nosotros. Es cierto que es una enfermedad. Los libros, a la larga, dañan, pero es una herida dulce, una que conviene, la única con la que uno trasiega sin que el dolor lo rebaje, aunque uno sepa que, pasados algunos capítulos, el lector y el protagonista mueren. Lo decía con menos palabras un famoso humorista televisivo: el ansia pura.

28.1.17

Bibliotecas / 13


Algunos de los libros que he comprado con más vehemencia estaban en la calle. De hecho no me hace falta con ellos apuntar la librería o la fecha  en la que los encontré, como suelo hacer. Puesto a echar memoria hasta caigo en la cuenta de qué hice ese día y tramo en la cabeza una especie de mapa en el que sé moverme con soltura sin que los años pasados hayan cobrado un peaje y algo se me escape. El libro del desasosiego de Pessoa lo compré en un tenderete de libros de segunda mano que en verano se puede encontrar a la espalda de un hotel de primera línea de playa en Fuengirola. Quizá ya no exista, es posible que ahora la ciudad se haya movido y lo haya eliminado. De ahí el valor de los recuerdos. Contra ellos no se interponen los rigores de la realidad. Sigo con Pessoa: cogí el libro y lo metí en una bolsa de playa, junto a la toalla y los coppertones de turno. Lo abrí en la arena, una vez que se clavó la sombrilla y se abrieron las sillas con la estrategia geopolítica habitual. A eso de media mañana, lo saqué de la bolsa y empecé a ojearlo. Pensé que ésa no era literatura para un día de playa, pero avancé lo suficiente como para acabarlo en pocos días. Aquella tarde volví a pasar por el puesto callejero de libros, sin comprar ninguno. Fue en coche, de camino a algún sitio que en esta ocasión sí que he borrado de mi cabeza. Mi tío, al verme leer con ese ardor, me dijo que parara de vez en cuando y me diera un baño, no cayera malo. No dijo otra cosa, fue ésa. Están ahí los dos, sin que yo sepa el modo en que se hablan, Pessoa y Juan, mi tío, entablando un diálogo en el que quizá yo ni pueda entrar. Los libros hacen cosas que no entendemos.

23.1.17

Bibliotecas / 12




Antes está comer, apaciguar el apetito cuando se encabrita y cocea por ahí adentro. Es malo ese caballo interior, no da tregua, no se deja acariciar, exige su tributo. Se le doma con cualquier cosa, ustedes ya saben. Basta que mastique y trague, pero hay días en que uno desea elevar el listón y se le conceden manjares que compensen un poco todas las desatenciones. Lo de comer entre libros pasa a veces en las películas de Woody Allen. Se sientan en una mesa bien ocupada por platos y festejada con velas o historiadas botellas de vino y charlan con un humor imbatible, entre chabacano e intelectual, acerca de hombres o de mujeres o de corrientes pictóricas o de la vigencia de las drogas como estímulo creativo. Los libros, a espaldas de los comensales, aguardan que alguien los coja en los postres, los ojee casi sin aprecio y los vuelva a depositar en el hueco de donde los extrajo. No soy del gusto de tener libros en el lugar en donde se come en casa. Observo un protocolo estricto y me esmero en darles una residencia más apartada, en la que no haya ese tránsito de personas yendo y viniendo. Cada dependencia de la casa precisa un cometido. Hubo un tiempo en que tenía libros en todas partes al no disponer de una sola en la que alojarlos a todos. Pequeños muebles repartidos por habitaciones y por pasillos los contenían honrosamente, pero sin concederles el vínculo primario de hacer de ellos una familia. Que uno se beneficie un arroz con marisco a su vera no es en sí nada que pueda sancionarse: no infringe ninguna ley, no se desatiende alguna norma (tácita incluso) por la que libros y viandas no puedan vivir juntos, en alegre comandita. Las bibliotecas pueden matrimoniarse con cualquier adorno que se les asigne, cualquier mobiliario es válido. Cuenta la presencia rotunda (vehemente, infatigable) de los volúmenes en sus benditas baldas. Se lee en soledad, pero comer es un acto social, una ceremonia más (y no una desdeñable)  de los sentidos.



Fotografía vía José Garrido Navarro

22.1.17

Bibliotecas /11



Siempre es bueno tener a mano unas letras que echarse al ojo. Si la biblioteca queda lejos o no se anda bien de tiempo, nada mejor que la posibilidad de que el libro vaya en tu busca, dé contigo y te deje cogerlo. No imagino mejor método para devolverlo que el usado para llevártelo. Una vez que lo has leído, lo metes en el bolsillo grande del abrigo de pana de invierno o en el bolso o en la mano, para que los demás sepan qué lees y lo que te gusta airearlo. Hay que presumir de estos vicios librescos. Salir a la calle con un tomo de Stevenson o de Proust, pasearlo un par de horas y luego retornarlo a casa y devolverlo a la balda de donde lo cogiste. Se pueden ir punteando los volúmenes elegidos con idea de no repetir y poder exhibir una selección variada que entusiasmará al público atento o avisado. En el colmo de la generosidad, se puede uno colocar el mueble a la espalda y apostarse en la plaza del pueblo para que los transeúntes, después de salir de la conmoción óptica, escojan su preferido y se comprometan a traerlo de vuelta con la reiteración o el plazo que estipulen dueño y usuario. La irrupción de los libros electrónicos invalida estas escaramuzas románticas. Carga uno el aparato y lo guarda en cualquier sitio, de pequeño que resulta, pero no es lo mismo que se nos vea con un libro en las manos, uno de verdad, tangible, con su pasta dura o su arrugada de bolsillo, con su peso, manejable o no, que portando en las manos una máquina sin encanto alguno, de la que no se sabe bien qué uso se le está dando y que no difiere, ni en tamaño ni en prestaciones a veces, de un smartphone. Una vulgaridad. De ahí la épica de las bibliotecas ambulantes, su insobornable vocación de servicio social. Los libros, si se mueven, van más lejos. Luego, cuando se leen, hacen que sea el lector el que se traslada. Es doble el viaje. Los libros no pesan. Benditas alas. 

Fotografía vía María Fernanda Ferré

21.1.17

Bibliotecas / 10



Hay sitios que no están, algunos que ni siquiera tienen posibilidad de imponerse a la realidad y perdurar en ella, pero de los que se posee una idea romántica, de una plenitud absoluta, ocupando la entera capacidad de fascinación de la que somos capaces. Como una religión. Se tiene de ellos la impresión de que nos esperan, aunque no haya noticia alguna, ni evidencia fiable, de que nos dirigimos allí o de que conocemos el camino. Cuanto más se aprecia lo imposible de su existencia, con más ahínco nos aferramos a ellos. Son nuestros, al modo en que lo son la casa en la que vivimos o el cuerpo en el que estamos. El anhelo de la propiedad no siempre es tangible, no cuadra a veces con los objetos con los que amueblamos la vigilia. Tenemos posesiones preciosas que no registran las reglas del volumen y del peso, que no se abren con llaves ni conocen el imperio del dinero. Hoy, al leer a mis alumnos la Oda a las cosas de Pablo Neruda, pensé en cómo nos sobreviven los objetos, en la resistencia a que el olvido los derrote. Ojalá nosotros mismos pudiéramos perdurar como ellos. De alguna forma uno perdura en los libros que posee. Los libros que tenemos dicen cómo somos. Algunos lo hacen con más vehemencia, con más hondura también, que las palabras que decimos o los actos que hacemos. Amar los libros es escindirse en ellos. Nos impregnan y también los impregnamos. La biblioteca que vamos haciendo crecer funciona al modo en que lo hacen los hijos. Se parecen a nosotros, tienen gestos nuestros. Somos el río irrevocable, decía Neruda esta mañana en clase. Somos el libro infinito. Hay bibliotecas secretas en los bosques. Cada uno tiene la suya. 

Fotografía gentileza de Mamen

19.1.17

Bibliotecas / 9


Antigua Biblioteca Pública de Cincinnatti, Estados Unidos

Hay bibliotecas que parecen catedrales. Les falta a Bach tocado en un órgano majestuoso que ocupe una parte bien visible en alguna galería superior. Tampoco estaría de más que tuviesen campanas. Las metáforas poseen más belleza y también más hondura si las acuña lo sacro, a pesar de que el espíritu de las bibliotecas se afilie más a lo laico y exprese con más vehemencia la parte laica de la sociedad. Sin embargo, las grandes bibliotecas retrotraen al pasado medieval. En la Baja Edad Media eran las universidades y las iglesias las que soportaban el peso fiable de la cultura, su custodia, ese preservar lo hermoso y lo blasfemo para que no lo arruine el tiempo. El bibliotecario era Dios. Allí estaban celosamente custodiados todos los libros posibles. Ninguno escrito por el ingenio del hombre estaba afuera, expuesto al rigor del tiempo, sometido a la voluntad de los incrédulos o de los bárbaros, los que profanaron los cálices y las aras, arrasaron el jardín y quemaron los libros impronunciables, temorosos de que esos libros encerraran blasfemias contra su dios. Las bibliotecas tienen ese halo de cosa producida por la divinidad todavía, aunque las subvencionen las arcas públicas, que no son (esperemos que no lo sean) asunto de la Madre Iglesia.

En cierto modo, alivia esa idea panteísta del libro. Conforta la certidumbre de que todas las tramas de todas las novelas estuviesen en ese ámbito privado. En la actualidad, Google es el Bibliotecario. Él es quien rastrea e indexa. Las tripas del universo son un inabarcable poema binario en el que están todos los jardínes y todos los caballos, todos los ríos y todas las batallas. En un libro, en alguno del que no ahora no podemos referir un autor o un título, estarán estas mismas palabras que yo ahora un poco borgeanamente prefiguro. Que en otro se registraría un argumento inverso al que yo propongo. En un libro Caín no mata a Abel. En otro, distópicamente, el Imperio Romano llega hasta el siglo XVIII o Hitler ganó la guerra o no nacen Cervantes o Shakespeare. Habrá alguno en donde Donald Trump se hace presidente electo de los Estados Unidos de América.

adenda:
tantas veces en deuda con el bibliotecario ciego JLB.

18.1.17

Bibliotecas / 8



En ocasiones, convencido por la pereza, he pensado en desordenar mi biblioteca. Se trataría, en todo caso, de introducir un elemento caótico en ella. Siempre me fascinaron las mesas en las que el escritor está ocupado con sus libros y mira distraídamente a la cámara que registra ese momento de inspiración espontánea y simulada. Los libros se apilan sin que los encaje un propósito y crecen contrariamente a cualquier iniciativa de orden. Me parece imposible que alguien sepa cómo encontrar la poesía completa de Gil de Biedma en los tres volúmenes que editó hace veinte años (tal vez más) Mondadori. Quizá dé con uno (Las personas del verbo es mi favorito) y lo ojeé de pie y después lo coloque en el mismo sitio o probablemente esa pereza (o cierta voluntad anárquica) le incite en su subconsciente a que lo deje en otro lugar, uno en el que nunca haya estado. No tengo una biblioteca tan sumamente extensa como para que los libros me asfixien. Es voluminosa, sin que en ningún momento pueda alardear de ella como en ocasiones sí lo hago con la colección de discos o con la de películas. Es una mera cuestión de espacio. Las bibliotecas obedecen ciegamente a la propiedad en la que habitan. Creo que es Javier Marías el que tiene un segundo piso en cuyas habitaciones sólo hay estanterías, altas estanterías hasta el mismo techo en donde posee una segunda biblioteca. En la principal, estarían los libros que maneja para sus novelas o las novedades recientes o aquéllos por los que manifiesta (pública o privadamente) una devoción mayor. Con el tiempo, haría pequeñas mudanzas y llevaría los libros menos consultados al piso depósito, por llamarlo de alguna manera. Caso de que Marías sea un lector centenario (le dé la vida muchos años en los que ver fútbol, leer y escribir como lo hace) tendría que abrir un tercer piso y comenzar una tercera biblioteca. El ardor bibliófilo es una enfermedad y quien la padece no se deja medicar y permite que el mal avance y termine por invadirle el cuerpo entero hasta que lo derrota. Mi amor libresco no alcanza ese delirio. Tampoco se me permitiría. Hasta yo, a veces, pienso a qué viene ese vicio de comprar libros cuando todavía hay algunos que todavía no has leído. Podría hacer una lista larga. Parece que esperan a que les concedas el beneficio de la existencia. Somos una especie de dioses subalternos, caprichosos y rudimentarios que abren y cierran las vidas encerradas en las novelas que no leemos. La vida, que es caos, no puede volverse mansedumbre: hay vértigo dentro, aunque nos esmeremos en domeñarlo y busquemos (con ahínco, con pasión, con vicio a veces) el orden, como si eso nos salvara de algo. Como si fuese malo y hubiese que huir.

17.1.17

Donald & Ronald




Ilustración: Tony Futura


El miedo irrumpe sin avisar. De no tenerlo, de ni siquiera pensar en él, se pasa a notarlo como un cáncer. No hay sentimiento que produzca más inquietud que el miedo. Porque es la puerta a todas las cosas malas que pueden pasarnos o porque, una vez que campa a sus anchas por nuestra cabeza, la realidad es sospechosa y los monstruos merodean por ella como las hormigas alrededor de unas migas de pan. Se puede tener miedo a Peter Pan o a las bufandas. A Buster Keaton o a las mujeres sin depilar. No hay un argumentario, no se tiene siempre a mano un protocolo de actuaciones que lo prevengan o que, llegado el caso, lo haga flaquear o lo aparte sin consideraciones. Hay quienes defienden el miedo. Sostienen que no habría religión de no sentir miedo, que la sociedad (tal como la entendemos) no habría prosperado de no haberlo. Algunos, yendo más lejos aún, lo fomentan. No entiendo otro motivo para que Trump sea el presidente electo del orbe. Los que lo votaron sintieron que hace falta un poco de miedo para que todo avance. La vida es más entretenida cuando la zarandea el miedo. Todos tenemos cosas a las que temer. Posiblemente pensar en ellas haga que no triunfen. La mejor forma de vencer el miedo es invitarlo a que nos visite. De ahí que Trump esté donde está. Me viene Trump una y otra vez estos días a la cabeza. Lo veo pulsando el botón rojo o dándole matarile a los inmigrante o levantando muros o cerrando puertas. Me produce una mezcla sostenible de miedo absoluto y de cosa risible el tal Trump. Como todo en este mundo es binario y se resume en que algo guste o no, sin entrar en menudencias o en honduras, Trump es el bien o el mal absoluto. Dios o el Diablo. Lo que aterra es la certeza de que todavía no ha sentido la erótica del poder, la que le hecho desatender sus negocios (es un decir:  los va a afinar y hará que medren) y sentarse en ese trono de hierro que está en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Cuando tome las riendas, no habrá vuelta atrás. En realidad, si no hubiese este trump, haría sido otro trump. Los hay a espuertas. El mundo crea trumps continuamente. A veces los tenemos en la vecindad: no poseen el poder del Trump original, pero piensan y funcionan como él. Fueron los descontentos (los descarriados, los de las colas del paro, los que cierran las ventanas, los que miran el color de la piel o el acento de las palabras) los que le concedieron el beneplácito de la duda y le dejaron encaramarse al poder; fueron ellos quienes largaron a Obama, tal vez desencantados con toda esa maquinaria brillante y también inútil a la vista de que no zanjó el paro, ni ahuyentó el peligro terrorista, ni devolvió América a los americanos, que es una cosa que en Europa nunca entenderemos, por más que se nos explique ese sentido de la propiedad en el que la tierra lo es todo. Trump aprovechó el ruido de las bombasde los demás para sacar a pasear las suyas. Se arrogó la facultad de hacer ensamblar las piezas y, a lo visto o lo escuchado, es posible que termine por cumplir ese cometido. 

Todo lo que sabemos de Trump proviene de lo que se han preocupado de airear las agencias de información, pero no hay nada que él mismo no haya podido moderar o suprimir para que la imagen que proyecta sea menos polémica. Es la primera vez (al menos a este nivel, con este rango mediático) en el que vence el mal a sabiendas de que se le está haciendo. Es la mediocridad desalojando a la excelencia. No hacen falta grandes hombres para las grandes causas: tras este episodio electoral se ha constatado el final de la inteligencia. En su lugar, ocupando el sitio al que la izamos, se enseñorea la ruindad, la mezquindad, ese sentido primario de las cosas en donde rige el proteccionismo salvaje, el nacionalismo ciego y el atropello a los derechos civiles. Esta América Blanca que Trump detenta acabará enfrentada con todas las demás Américas, la blanca, la amarilla o la color pastel, da lo mismo. Ya lo está, de hecho. Se ha erigido como valor la diferencia. La escuela perderá con el cambio. Se rebajarán las exigencias: se invertirá menos en las aulas, se debilitarán (más aún) las prestaciones sanitarias (pese a la irrupción del esperanzador ObamaCare) se harán más películas de propaganda militar o nacionalista (más de la que ya existía) y se hará más evidente la extrema injusticia de una globalización que no tiene freno y que terminará por morderse a sí misma y matarse. En dos días se hará la ceremonia de la desolación. Es el comienzo del miedo, pese a que sesenta millones de electores hayan depositado su confianza en su gestión. Es el terror mismo el que ha inclinado el voto: se prefiere abrazar el mal, a sabiendas de que nos devorará, que seguir creyendo en el bien, vista su incapacidad para sacar adelante una hoja de ruta económica o social o sea poco valiente a la hora de acometer la defensa de un país al modo en que el ciudadano norteamericano medio desea que sea defendido el muy amado suyo. Todo lo que el Trump listo ha dispuesto para que esa masa electoral refrende su impostura es lícito, no hay nada que rebatir: no se ha cohibido en su exhibición populista, en granjearse la adhesión de la supremacía blanca o de los ilusionados en una América más grande, como rezaba su lema de campaña. Si no se le amarra, el nuevo emperador de la galaxia hará que echemos de menos a Bush. De ahí el miedo, la constatación de que algo malo está a punto de ocurrir y de que no tendremos ninguna vía a mano para eludir el mal o hacer que pase de largo y no se fije en nosotros. Estamos en la mira de Trump: sin que nos esté mirando, no ha dejado de observarnos. Anoche, sin ir más allá, soñé que Trump y el Ronald McDonald me sacaban de la cama e invitaban a que montase en una limusina enorme con la que recorría unas avenidas de una gran ciudad en la que nunca había estado. Me he levantado con alivio, concentrado en disfrutar del café de primera hora de la mañana, que suele ser el mejor de todos los que tomo. Me relajé en exceso, imagino, puse la televisión y apareció Trump en el telediario matutino. Cambié infructuosamente de canal. Me propuse acabar el día exorcizando al demonio, poniendo el miedo que tuve en el sueño a buen recaudo, bien lejos. Escribir es el mejor consuelo para que se aleje el mal con el que la realidad se obstina en malograr la legítima felicidad a la que aspiramos. No sé si temerlo o tomarlo a chota. 

Bibliotecas / 7



Hay bibliotecas que no lo parecen, pero no difieren de las otras, de todas las que has visitado y se han parecido entre ellas. Comparten la idea del orden, esgrimen contra quienes las apartan las mismas consideraciones intelectuales o estéticas: hay que leer, el futuro de un pueblo reside en la educación que reciba, los libros son el legado más valioso del hombre y en ese plan. En algunas de esas bibliotecas que no se inscriben en la norma pueden concurrir circunstancias que las hagan verdaderamente valiosas. Da igual que una furgoneta abierta en un costado (como las que surten de helados en verano) o un improvisado puesto callejero en el que se apilan libros para que el transeúnte los ojeé con vistas a que alguno sea el elegido y se lo lleve a casa. Las bibliotecas que se instalan a pie de playa son privilegiadas por sacar al libro de la pompa con la que se exhibe las más de las veces. Al libro se le confina con excesiva frecuencia en lugares en donde importa la elegancia, la distinción, cierto esplendor acorde al brillo o al mérito de lo que allí se expone, pero la cultura campa mejor sin corsés, sin dejarse catalogar. El hecho de que uno pise la arena de la playa sin calzado, con el torso desnudo, bronceado a fondo, cubierta la cabeza con alguna gorra con visera para hacer que el calor no la derrita, hace que la lectura se aligere también de sus protocolos. Hay literatura de verano como existe de chimenea o de cama, pero lo que se premia es la lectura en sí misma, la facultad de que el lector elija dónde leer y el atrezzo no interfiera en la ella y podamos franquear una novela de mil páginas sin que se nos venga abajo a poco que calienta el sol o el sudor, insobornable, se escurre frente abajo, amenazando con caer a la página y emborronar un par de frases.

Bibliotecas / 6


Ruinas de la biblioteca Holland House en Londres, en 1940, durante uno de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial


Las bibliotecas custodian la Historia y la preservan ante la eventualidad de que el género humano pierda la cabeza y se líe a palos masivamente. Sucede que en la contienda, en la refriega, en el yo te invado antes de que tú lo hagas o yo te tiro una bomba por si a ti se te ocurre la misma idea, son las bibliotecas las primeras que padecen el desvarío de los contendientes. Parece que se esmeran en que las bombas caigan en ellas. Se obstinan en reducir a escombros las bibliotecas y las escuelas. A veces, según las circunstancia, arremeten contra las iglesias. Quedan en pie las tabernas y los puticlubs, por si hay gana de farra cuando han terminado de pasar las ambulancias o se han enterrado a todos los muertos. La visión de una biblioteca destrozada produce en quien las ama una desolación muy difícil de describir. Cuando el dolor es hondo, si ha alcanzado los adentros, resulta duro pensar con calma, escribir o hablar sobre lo que se ha perdido. En el duelo el pulso narrativo languidece, flaquea, se pierde invariablemente, pero lo que se escucha o lo que se lee es verdadero, no obedece a ningún ardid literario, ni se deja cortejar por las modas. Los libros no sólo arden muy bien, si se les arrima un fuego que no se desmaye en la tragedia de hacerlos ceniza: también mueren con absoluta soltura. Parece que no les importa. Como si lo que les sucede estuviera registrado en alguno de ellos, justamente en los que están padeciendo el rigor de las llamas. No hay nada que no se haya escrito. En alguna época, alguien constató el terror o el amor o la belleza. La literatura es una extensión de ese volcado ancestral. Se anudan los argumentos, se expanden, adquieren volumen, incluso parecen otros, aunque en realidad sean los mismos de siempre, los que contaron los griegos o un bardo inglés o un novelista metido en contar andanzas caballerescas. Arden los libros, se les da bien arder, pero hay otros que les suplen. A cada libro sacrificado, hay otro que acecha para ocupar el hueco vacante. Si las bombas derriban una biblioteca, los supervivientes levantarán otra y colocarán con mimo los volúmenes en las baldas. En alguno se transcribirá la historia de los que prendieron la mecha y de los que la vieron prender. Estará el pasado y se entreverá el futuro. Lo que sí es cierto (no hay otra verdad más fácilmente defendible) es que el libro permanece. No hay objeto mejor pensado que él. Si tuviéramos que elegir uno solo, un solo objeto que representara el progreso del hombre, no habría ninguno mejor que un libro. El fuego no los hace perecer. Duran mientras alguien relate lo que leyó en ellos y otro se empecine en registrarlo para que no se pierda. 

16.1.17

Bibliotecas / 5


Nunca me sedujo la idea de los laberintos. Me fascina, sin embargo, la posibilidad de perderme, el juego en el que uno vuelve a casa después de haber pensado que no volvería a hacerlo nunca, poniéndonos un poco trágicos. Las bibliotecas son los únicos laberintos en los que me dejo perder. Es la cabeza la que viaja, no el cuerpo. Es la ficción la que te coge de la mano y te zarandea: la realidad sigue firme ahí enfrente. No hay libro bueno en el que no exista esa sensación de zozobra. Hay algunos libros de los que no sales nunca, aunque pasees al acabarlos o los comentes con los amigos en la barra de un bar o en un whattsap. Libros de los que te impregnas, libros que te afectan como lo hacen algunas personas, libros a los que vuelves de vez en cuando para comprobar que todo está en su sitio o que, ojalá fuese así, las cosas han sido movidas y ahora el libro es otro. Quizá somos nosotros los distintos. Como el río de Heráclito: nadie baja dos veces a las aguas del mismo río. Es otro el río, su corriente; nosotros nunca somos iguales de un día a otro. hay biblioteca que no cambie a poco que no la miremos. Ninguna que no posea la facultad de que su dueño no la reconozca.

15.1.17

Bibliotecas / 4



Las bibliotecas domésticas también contribuyen al palique de sus dueños o de sus invitados. No se exige la conversación sobre libros, pero acabaría por imponerse. Ésta es la de Woody Allen, según consta a pie de foto. No coincide con la idea que uno tiene de él. La imagina caótica, cree que le cuadra mejor una biblioteca en la que no exista orden, en donde los volúmenes se arracimen en mesas, se arrumben en el suelo en desmayados montones u ocupen las baldas apretados groseramente, sin darles aire, unos apilados en vertical (como parece que es exigible) y otros, más aristocráticos, ofrecidos en horizontal, sin concierto ni voluntad que los gobierne. Quizá la biblioteca dice más de quienes las poseen que los hábitos o las palabras con que se nos conoce. En la intimidad somos otros, nos expresamos de otra manera. Preservamos para los íntimos esa expresión privada de nosotros mismos. No es una información que debamos difundir, no es algo que los demás deban saber. Entiendo a quien tenga esa especie de pudor en lo concerniente a sus libros, a cómo los ordena o de qué secreta manera los custodia. También a quien abre sus puertas y ofrece esa parte suya al escrutinio de los curiosos. No hay un criterio al que afiliarme. Las bibliotecas personales son extensiones fiables de sus propietarios. Si Woody Allen me invitara a la suya, si me diera a elegir en qué sillón sentarme, le diría que no es su casa. Que es un decorado para una película ambientada en los años treinta. Me parecería estar escuchando de fondo una pieza bailable de esas orquestas de dixieland que amenizan muchas de sus obras. Al tercer bourbon le animaría más confidencialmente a que confesara. "No es la tuya, Woody. Tú no eres el dueño. Saldrá en la siguiente película que tienes entre manos, ¿verdad?"

Bibliotecas / 3


Bibliotecas / 2


No hay sitio donde mejor se lea que junto a los libros. No es que se tenga uno en las manos, es la sensación de que los demás (muchos o pocos) están cerca y participan de algún modo de la lectura. Libros que consuelan sólo con saber que están disponibles. Como las personas a las que amamos. Además ninguno nos reclama una entrega exclusiva. Lo ideal es ser infiel e ir cortejando a unos y a otros. En una biblioteca la promiscuidad libresca es saludable. Basta una silla. Ni la silla es precisa, si hay suficiente deseo.

Bibliotecas /1


Una de las palabras más hermosas que conozco es letraherido. Uno de los lugares en el que estoy mejor es una librería. Borges imaginó el paraíso bajo la forma de una biblioteca. En adelante, iré dejando caer fotografías de librerías, de bibliotecas (privadas o públicas). Algunas necesitan de una escalera para acceder a las baldas más altas. Todas, por modestas que sean, ofrecen el consuelo que en ocasiones no se encuentra en otros sitios. Todavía me sucede que al entrar en casa de alguien por primera vez busco si tiene o no una biblioteca. Husmeo con discreción, pero seguro que algún gesto me delata.

10.1.17

Hay que elegir bien las palabras

Hay que elegir bien las palabras, acomodarlas, conferirles el aura de afección suficiente para que impregnen otras que les vengan cercanas y todo quede ensamblado y firme de modo que no exista necesidad de mover alguna o de sustraerla del conjunto y calzar una que se apreste, en urgencia, a cobrar ese sitio y darle a todo un aire que no tenía. Para cuando estén a gusto de quien las escoge ya habrá alguna que se haya acercado a incomodar, por ver si lo malogra todo y hace que todo comience de nuevo. No hay certezas con las palabras, siempre andan acoplándose y desacoplándose, cerrando una idea o abriéndola sin remedio. Las palabras, aún tratadas con generosidad, mimadas, acaban por traicionar al que las escribe o las pronuncia. Vistas con cierto esmero, se desprende que tienen voluntad propia y se descuelgan o se arriman sin que se sepa bien a qué obedece la fuga o el enganche. Ahora mismo, mientras escribo, aprecio que hay algunas que me piden paso y desean con verdadero ardor que las traiga y las deje aquí y hasta alguna hay, que anda ahí detrás, bien cubierta, como si ya hubiese hecho con colmo su oficio, que no merece ese hueco, pudiendo ir con más soltura en otro o incluso en ninguno.

La manera que tenemos de hablar o de escribir también podría aplicarse a la que tenemos al escuchar o al leer. Si nos esforzamos en escuchar bien, si pesamos lo que dicen las palabras que nos dicen o las que nos escriben, podemos aprisionar alguna que nos convenga y doblegarla para que se hilvane a las nuestras. Quizá las que nosotros elegimos son las que los demás capturan (no me cuadra el verbo, pero no doy con otro de momento) y manejan. Lo mejor que puede hacer uno si de verdad ama las palabras es no contentarse jamás con ellas. Dar las batallas por perdidas, albergar la esperanza de que una brizna de belleza o de inteligencia o de elegancia será cosa nuestra o que en el transcurso de un día alguien repara en algo que hemos dicho o escrito y decida, tal vez sin tener conciencia de que lo está haciendo, que esa combinación de un adjetivo y un sustantivo, pongo por caso, es hermosa o le hace disfrutar (sin que esperase hacerlo) o únicamente le deparó un instante de extraña felicidad. Duele que algunos las zahieran y las tundan a palos. Hace que temamos que no haya futuro y estemos abocados al caos. En el peor de los casos, cuando hayamos renunciado a expresarnos con las mejores palabras posibles, con las más útiles o las más evocadoras o hermosas, regresaremos al gruñido y el grito lo ocupará todo.

Hay quien desoye a veces lo que se le dice. No por ignorancia, ni siquiera por alguna indisposición física que se lo impida. Es la pereza o el desinterés lo que les anima o lo que les hace flaquear y sentirse bien en esa flojedad de la que no se extrae nada bueno ni tampoco malo. No hay asunto de mayor importancia que éste de las palabras. Cuando se organiza bien, en cuanto las palabras fluyen como deben y se encabalgan unas a otras en un todo firme, el mundo gira mejor, las personas nos amamos más hondamente y hasta los cuerpos se buscan con más lúbrico empeño. Lo mismo que el martillo impacta en el objeto sobre el que se aplica y lo hunde a voluntad de quien lo empuña, las palabras impactan en la realidad y la ablandan o la endurecen, la endulzan o agrian, la convierten en algo soportable o en el lugar más duro en el que se pueda vivir. Hay palabras con las que hemos contado toda nuestra vida y que, sin aviso alguno, como una amante que deja de serlo, nos abandonan, dejan de agradarnos como entonces. Leo con verdadero interés a algunos poetas (hoy Jorge Guillén, muy temprano) porque es la poesía la que encaja mejor las palabras. Un poeta, uno bueno, es, en esencia, una persona que se esmera más que otras en poner unas palabras al lado de otras. Además le anima la intención de que ese ensamblarlas explique el mundo. Porque el mundo completo, sus pájaros, sus nubes, sus insectos o sus minerales, está en las palabras con que lo nombramos.  Si les perdemos el respeto, empezamos a morir. No una muerte individual, que le sucede a alguien. Es la defunción de la sociedad tal como la conocemos.

El año de Bowie


Fotografía: Felipe Trueba


Cambios
En cierta ocasión, en una conversación sobre iconos de la cultura, alguien dijo que no habría nadie como Bowie. No recuerdo que se esforzara mucho en sostener un argumento. Le daba lo mismo qué pensaran los otros, si lo aprobaban o decían otro que rivalizara con su adorado elegido o ninguno. Era la época en que Nile Rodgers le produjo Let's dance, aquel llenapistas, refinado y comercial, que hizo que mucha gente ajena al rock o al glam-rock le descubriera y buscara discos antiguos. Si ahora retomáramos de nuevo la charla volvería a reivindicar a Bowie y esgrimiría las mismas escasas justificaciones que entonces. Cuanto más se obstina uno en ofrecer un argumento, más salen otros en contra. Sucede con Bowie (o con quien desee el lector que lo supla) como con la fe. No precisa una explicación. Es más: cuando la tiene, si alguien se ocupa de aplicar una, más pierde. De un modo absolutamente hosco, exento de los protocolos al uso, se podría decir que no hubo nadie como Bowie y no añadir una sola palabra más. De hecho fue único a la manera en que lo fueron Leonard Cohen o Prince o George Michael (en otro rango), por citar genios finados en el recién enterrrado 2016, pero escuchando hoy Blackstar nuevamente pensé en la extraordinaria habilidad de Bowie en ser otros, en no ser casi nunca Bowie. Se puede ser cualquiera no siendo deliberadamente nadie. Es todo un poco borgeano, pero se ajusta bien a la idea de defender algo sin ofrecer nada que lo confirme o sostenga. Fue El Camaleón. Mutaba. A cada disco ofrecía una opción novedosa. No sólo hizo que su aspecto fuese siempre cambiante, sino que su osadía produjo propuestas musicales que casi nunca eran predecibles. Podía haberlas mediocres (Tin Machine o el infame Never let me down) o gloriosas (desde The man who sold the world hasta Heroes) pero planeaba la impresión de que se reinventaba a cada instante, sin que nada a lo que accedía le pareciese correcto o legítimo para quedarse ahí más tiempo del estrictamente necesario. Como suele pasar, uno muere cuando más ganas tiene de no hacerlo. A Bowie le pilló en plena ascenso en la consideración mediática. Gente joven que le descubrió a partir de Heathen o The next door. Acercarse al jazz o al drum ´n bass le granjeó la adhesión o la repulsa de legiones de seguidores, que iban en muchas ocasiones por detrás del genio en su mutabilidad escénica o creativa. El riesgo le hizo no desatender cualquier sonido que se le acercara: no tuvo reparos en pedir ayuda a Carlos Alomar, Iggy Pop, Trent Reznor, Nile Rodgers, Robert Fripp o Brian Eno. Ninguno negó la solicitud de Bowie, ninguno pensó que estaba salvando su carrera: todos conocían su inclinación a esa periferia en la que no hay palo musical irrelevante y en el que cualquier colaboración es sentida más como un honor que como un ayuda.

Blackstar
Las escuchas de Blackstar dan para que nos parezca corto. Hay mucho material poco explotado: se queda en una tentativa, en una especie de obra maestra, a la que no llega porque el que escucha anhela una rotundidad. Temas largos (Blackstar o Lazarus, excepcionales) que piden un desarrollo mayor incluso. No es un disco fúnebre, aunque la muerte lo impregne todo y se tenga esa sensación de que todo es una rendición, un manifiesto testamentario para que los íntimos y los accidentales supieran que se puede ser creativo cuando sabemos que no podremos serlo nunca más. Rabia, angustia, poca o ninguna contención. Tampoco hay concesiones a lo fácil: daba igual que no fuese entendido o que no cobrara el vigor comercial que otros discos pretendieron, conseguido o no. Rock tocado por músicos de jazz: ésa era la deconstrucción, el volcado de una manera arriesgada de entender la música. Todas esas pinceladas un poco paranoicas (sonidos fragmentados, quebradizos, ambientes que enclaustran y apuntes de inspiración exótica) explican la necesidad de Bowie de ir más lejos, la de no afincarse en lo conocido, en lo rentable. Lo terrible de que este año haya sido el de Bowie, justo cuando se fue, en el momento en que menos apostó por alcanzar ventas millonarias y el beneplácito de la crítica, es que sea en realidad una despedida. Toda la grandeza de Blackstar procede de su contundencia. La consideración más inmediata es la de que uno está enfrentado, cuando lo escucha, a una especie de declaración de últimas voluntades. No es que se deje llevar por los pasajes (algunas monumentalmente tristes) o por la certeza (lamentable ella) de que el genio murió pocos después poner a andar el disco. Un réquiem en toda regla. Gozoso, pletórico, sublime a ratos, Blackstar es un cierre lógico.

7.1.17

Ser Thelonius Monk



No tengo voluntad de ser Thelonius Monk. No se me ocurre que esa idea cruce mi cabeza y se quede ahí o me preocupe o haga que no me sienta feliz con lo que soy, pero cada vez que le escucho me imagino la felicidad de ser Thelonius Monk. Del hecho de que yo desee ser Thelonius Monk de un modo transitorio podría deducirse que no tengo el apego que se puede prever de ser Emilio Calvo de Mora. No es una carga que uno anhele a tiempo completo. En ocasiones, según qué haga o deje de hacer, qué esté observando o a quién, mi voluntad es la de ser invariablemente otro. Ignoro si ese hipotético otro, en su discurrir un poco extravagante, querría ser yo, aunque fuese un fragmento del día o una parte no considerable de su vida. Son pensamientos que ocupan el final del día, a poco de conciliar el sueño. Ojalá, a beneficio de narrativa, Monk se incorpore a la trama de esos sueños. Estaríamos los dos en uno de esos clubs de Nueva York, Antes de que salga al escenario y toque Blue Monk, me habría confesado que está cansado de ser Thelonius Monk. Que preferiría cierto anonimato o que alguien lo reemplazase una noche o unos días completos. No sabe bien si le agradaría que fuese un contable de una pequeña compañía de transportes o un periodista de sucesos, de los que van al lugar de la noticia y toman nota con una libreta pequeña, como hacen los detectives en las películas de cine negro, el que se sentara al piano y tocara Blue Monk con el cigarrillo en la boca, dándole caladas profundas cuando la canción le diese una tregua y pudiese distraer una mano. En el sueño, los dos fumaríamos toda la noche, beberíamos bourbon del bueno toda la noche y él me presentaría a Charlie Parker o a Bud Powell. Hablaríamos de bebop y de mujeres. Convendríamos la necedad de toda esta ficción de viernes por la noche y mañana, él en su limbo sin tiempo y yo en mi residencia en la tierra, no haríamos aprecio a toda esta representación frívola de nuestro delirio. 


Wittgenstein en el Bernabéu



A veces escucho a Jorge Valdano y no sé si está comentando un partido de fútbol o el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein. Admiro su soltura semántica, ese tratamiento elegante del vocabulario, ese hilvanar frases con absoluto esmero, sin que sobre o falte una palabra. De Valdano, el rapsoda (le decía el ínclito José María García) tengo la idea de que no todo el mundo aprecia esa voluntad suya de elevar la locución deportiva a un rango literario. Porque de verdad que en ocasiones borda la narración. No sé si es necesaria esa especie de aristocracia de lo lingüístico. Claro que luego despotricamos contra los que apalean las palabras o se atropellan o cogen una forma de contar y la explotan hasta que no parece un ser humano el que narra, sino una máquina a la que se programó para que ningún detalle valioso pasara por alto. No es una crítica hacia Valdano. Tengo en casa sus Cuentos de fútbol, una recopilación que él mismo prologa en la que aparecen historias de Javier Marías, Miguel Delibes, Bernardo Atxaga, Manuel Rivas, Roa Bastos, José Luis Sampedro o Manuel Vicent, todos ellos de declarada afición, si no verdaderos hooligans en algunos casos. El balón no es un objeto siniestro, dice en ese prólogo. Se embelesa el oído al seguirlo y comprende que cualquier disciplina, incluso la de menos fuste artístico, aquella que no concilia la belleza en sí misma o la que no se apresta a que se le rindan los más aplicados recursos del lenguaje, puede ser considerada noble y hasta lírica. La poesía puede advertirse en el regate que Modric le hace al defensa del Granada y el regate posterior que hace Isco para colocarse con ventaja y alojar el esférico en las mallas. Hay un espejo: el artista en el campo y otro más en el micrófono, elevando la narración deportiva a un estado superior. No creo que tenga ínfulas de escritor. Es un apasionado del fútbol, no hay más. Uno que no fue capaz de renunciar al manejo limpio de las palabras. No creo que colisione el oficio de contar un partido de fútbol con el de hacerlo despreciando la mediocridad, creando un diálogo entre lo inteligente y lo rutinario, entre la exposición cuidada de las ideas y la rudeza inherente al juego en sí. Sin evangelizar, no hay ninguna intención de adoctrinamiento en su parlamento, produce la sensación de estar escuchando otra cosa, una especie de homilía, pero no el trasiego de las jugadas del lance futbolístico. Llegado el punto, si uno se para de verdad a escuchar lo que dice, podría producirse el efecto inverso, el que definitivamente él no busca, y que consiste en dejar de ver el partido y emboscarse en su descripción. De cualquier manera, hay ratos en los que produce cansancio. No es una crítica. Será que nos falta esa educación y sólo queremos la restitución limpia del encuentro, no una magistral narración del mismo. Son cosas del fútbol, en todo caso. En el descanso, el Madrid le ha metido cuatro al Granada. Lo dicho: Wittgenstein en el Bernabéu.

2.1.17

El resplandor


Visitantes al museo del Louvre, París. 1923. Autor desconocido. 



A veces es mejor no mirar, no dejarse atrapar, evitar que algo nos posea, tener que obedecer ciegamente, aunque nos cautive la belleza misma y la cabeza se nuble y ek corazón estalle adentro. Hay quien prefiere no exponerse. Es posible que a la señora que no mira al cuadro le duela más que a los demás esa visión pura y de ahí que la esquive y le ofrezca la espalda. No será la primera vez que sale herida. De la belleza no se sale indemne. Lo dejó escrito Breton al final de su Nadja: la belleza será convulsa o no será. Y la señora, la reclinada, la que no se deja embaucar, ni someter, ni fascinar, prefiere que no sea. Saldrá limpia, sin dañar, pobre aún así. No verá de nuevo el éxtasis. No le brincará en el pecho el corazón. Le habrá advertido: corazón, no te dejaré brincar, no me herirás, no se romperá otra vez. La belleza, como el amor, como la fe, es un deslumbramiento. Uno puede censurar el acceso: saber que no traerá bien ese resplandor, prohibirse el placer. Porque no hay placer que no taladre. Ni amor que no haga sangrar. Ni luz que, una vez rebasada la sombra, no la desquicie. En la contemplación pura del arte, en ese arrobo plenipotenciario, estamos desarmad0s, se nos ha retirado toda posible protección que trajéramos, han prescrito la seguridad y la firmeza. 

Anoche, leyendo a Yeats, saltando de un libro a otro que de pronto recordaba, conducido por la lectura, pensé en que la belleza es lo único a lo que se debe entregar el alma. Ni siquiera el amor. Incluso el amor, sentido hondamente, es belleza de alguna forma. Yeats presiente que todo es deslumbramiento. Que cada pequeña brizna de realidad esconde otra realidad maravillosa. Que sólo hay que dejarse conducir. Que no hay otro lenguaje que descifre la belleza mejor que la poesía. Toda esa gente que entra en los museos y repara en un cuadro y se detiene ante él anhela belleza. Una vez que la poseen, sintiendo que están momentáneamente cubiertos, regresan a la realidad, se zambullen toscamente en ella. Saben (sabemos) que siempre hay un camino. No hace falta que sea un museo, en donde todo está estabulado, registrado, ofrecido con generosidad y limpieza; podemos hacer provisión de belleza en una luz que de pronto inunde la habitación en la que estamos o en la restitución íntima de un pasaje de orquesta en un anuncio escuchado en la televisión (ahora suena uno) o en la visión del rostro de las personas que amamos. Dejaremos que el corazón brinque, permitiremos que salga herido, no nos importará que se fracture. Vuelve siempre el resplandor. Está ahí, sin que lo apreciemos, haciendo que el mundo gire. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...