30.8.17

El vuelo

Me decía ayer José Antonio que no hay tiempo para casi nada de lo que de verdad nos gusta. No le rebatí, no encontré con qué, no pude discrepar, me dejé llevar y asentí y pensé en Rilke y en eso tan afinado que escribió sobre lo ricas que se hacían las cosas a las que se entregaba y lo pobre que le dejaban a él. Discrepar está bien, incluso es estimulante. Tengo un amigo que discrepa siempre. Lo hace por el placer de la confrontación, por dejar sentada una hostilidad liviana de la que después poder liberarse alegremente a poco que renuncia, cuando intermedia un gesto amistoso y te hace ver que todo era un pequeño teatro y que, en el fondo, a pesar del gasto enorme en palabras y en tiempo, pensaba como tú, sin variar un punto el fondo de la diatriba. A pesar de eso, pensando en ese amigo, no discrepé cuando José Antonio, ayer noche, por teléfono, me expuso (sin amargura, es cierto) su imposibilidad para crear, su marasmo, esa especie de campo de batalla en el que su ejército de un solo soldado libra un combate contra el mundo. Ese deseo, mío también, era ése: el de envalentonarse con la realidad, el de hacer que no se inmiscuya tanto y deje paso a la creatividad. Sin ella, sin lo que nos procura, andaríamos enfermos él y yo. La dolencia sería sutil, no del rango de dolor de otras más severas, pero igualmente sufrida, llevada adentro como quién acarrea un peso que lo lastra. Llegarán mejores tiempos, serán propicios, nos harán más fácil el vuelo.

29.8.17

Hablar mejor, escuchar mejor

Uno habla mejor cuanto más percibe que lo escuchan. No importa toda la razón que se le dé a Hemingway cuando dijo que necesitamos pocos años para aprender a hablar y toda la vida para aprender a callarnos o algo así, no tengo a mano la cita. Creo que necesitamos ser escuchados en mayor medida que la necesidad de escuchar a los demás, lo cual es una paradoja tan siniestra y de tan brutales alcances que así nos va. No levantamos cabeza, el género humano digo, porque todavía andamos engolosinados con nuestra labia doméstica, con las palabras que nos piden a gritos ser aireadas, con las ocurrencias que exigen curso y timbre y desean con vehemencia ser compartidas, lograr su desembarco en los cuatro puntos cardinales, que son tres, el norte y el sur, como dejó escrito Huidobro en el precioso prefacio a sus Cantos. El mal no es una condena bíblica, no es un pago que estemos haciendo por algún desliz que tuviéramos en las edades pretéritas: se tiene del mal esa idea un poco metafísica, como sacada de una narrativa apocalíptica, pero una de sus bazas más fiables es el mismo hombre, el que se atropella cuando habla, el que prefiere su discurso (el que ya conoce, el que ha ido rumiando desde que abrió los ojos al entero mundo) antes que el discurso del otro. Porque el otro es el enemigo, se mire como se mire. Siempre hay un momento en que elegimos ponernos a salvo, aunque ese acto condene a quien lo desea a la vez que nosotros. Las guerras no las causa la tierra, ni el agua, ni la propiedad de los dioses: son el resultado de hablar más de la cuenta o de escuchar menos de lo deseable. Cuando abrimos la boca tenemos la obligación (absurda, por otra parte) de decir lo mejor de lo que somos capaces. Tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos incesantemente. Se nos ha educado para triunfar, no para ser buenas personas o amar al prójimo o a la naturaleza o al ruido que hace la lluvia cuando repiquetea como un pájaro enfadado contra el suelo. Esas cosas están bien. Está bien la bondad, está bien la luz del sol y el agua de los ríos, está bien la lluvia, pero por encima de esas tiernas y hermosas consideraciones está la voluntad de quedar bien en todo lugar, de sobresalir, de hacer ver a los demás que hemos aprovechado cada minuto de nuestra formidable vida y que vamos a emplear con el mismo empeño la que nos quede en no salirnos de la senda y seguir dejando claro al que se nos cruce quiénes somos. Y hablamos mejor si tenemos la certidumbre de que se nos está escuchando. El arte de escuchar es el que salvará al mundo del caos al que incesantemente se abisma. Todos los políticos del mundo se obstinan en cuidar su lenguaje, en hacerse entender, en saber qué palabras usar para convencer y convencerse también, en una especie de juego especular, pero debieran aprender ese otro arte, el de abrirse de oídos, el de templar el ímpetu de explicarse y disfrutar el de comprenderse. Ninguna de estas cosas que pienso en esta mañana de martes un poco gris que se ha levantado en mi pueblo suena a nuevo, ninguna se cuenta ahora para poner remedio a nada. Yo mismo caigo en el error que ahora desgrano. Me envalentono y me explayo, cierro las orejas y abro la boca y se me atropellan las palabras como si las cargaran dios o el diablo, da igual quién de los dos, seguramente los dos, según el rato del día y la intención con la que hablemos. Escribir es también un ciego acto de desobediencia. Escribimos para que nadie nos calle. Mientras uno escribe, en ese rato de silencio o de ruido interior, allá cada escritor lo que elija para retratarse, tenemos la seguridad de que no vamos a ser interrumpidos. La literatura es una maquinaria diabólica. Las palabras, si nadie las escucha, un arma de destrucción masiva. En ocasiones, lo son incluso cuando se les concede audiencia y se las escucha. Que pasen un buen día.

27.8.17

Papeles antiguos


Poniendo en orden las cosas que no lo tenían, he descubierto una carpeta en la que guardé (imagino que fui yo, esas cosas son más de mi padre, que guarda todo lo que publico) recortes, reseñas, artículos. Para mi sorpresa, el domingo me ha traído unos cuantos. Me parecen ajenos, no tengo la impresión de que sean míos. Ni siquiera parece que sea yo el que aparece bajo el poema, fotografiado en el mismo diario, recuerdo, en los tiempos en los que tenía mi columna dominical. Ha llovido mucho, se suele decir. Ahora vuelve a llover. Será quizá ésa la razón por la que ha salido todo esto. La tierra tiene razones que la razón no entiende. Era joven, era prudente, era otro.





La siembra fue publicado en el suplemento que Cuadernos del Sur dedicó al III Encuentro de Poetas Andaluces, en el que participé. Abril de 1987.



Tres discursos breves para combatir la muerte se publicó en el homenaje a Juan Bernier que Cuadernos del Sur, el suplemento cultural del Diario Córdoba, hizo en noviembre de 1.990

26.8.17

Miedos


No hay miedo que el tiempo no derrote. El del tiburón de la película de Spielberg, observado con detalle, destripado, explicado para quien no alcanzara a entender, no impone, no eriza el vello, ni hace que, como entonces, abramos la boca y sintamos una punzada en la nuca y la amenaza de sueños terribles en los que, no se entiende bien por qué, se nos deja en alta mar y el monstruo nos ronda hasta que decide dar el ataque letal. La realidad siempre se explica a sí misma. Primero amedrenta, intimida, le busca la vueltas a nuestra cabeza para encontrar con qué apariencia nos vencerá. Conforme crecemos, canjeamos unos miedos por otros. Lo que antes nos aterrorizaba, ahora nos hace sonreír. El miedo es el mismo, no ha mutado, ni se ha adornado con otros trajes más espeluznantes, ni se ha sofisticado su puesto en escena: somos nosotros los que no somos los mismos. Nunca lo somos. No sé qué tengo en común con quien fui hace todos esos años o si el de ayer, sólo ese plazo corto de tiempo, no habrá cogido una senda inédita y se esté alejando, dejando atrás la parte mía que yo consideraba irreducible, íntima y sólida. Somos de forma incesante muchas personas embutidas en una sola. No se elige a cuál recurrimos, no hay voluntad en esa deriva vital. Podremos elegir, decidir con qué esperanzas viviremos, pero el azar es el que nos asigna el miedo y el que nos lo retira, ocupando otro nuevo el hueco desalojado. Ahora el tiburón terrible no causa pavor, se queda en un objeto sentimental, adquiere el peso de las cosas vencidas, las que no duelen, no hieren. 

22.8.17

Mi padre sueña con caballos


El problema es no saber dejar la mente en blanco, no tener a mano nada con lo que cerrar toda intromisión externa. Anoche, cuando forcé un poco, apareció en mi cabeza un caballo. No estuvo antes, ni duró mucho una vez que aprecié su corpulencia, pero malogró esa voluntad mía de clausurar cualquier pensamiento y censuré el vacío, lo aparté con parecida firmeza a la que usé cuando lo anhelaba. Después quise entretener el silencio que me rodeaba con imágenes extraídas de mi infancia. Fui atrás y, no pareciéndome bien el tramo escogido, más atrás todavía. De pronto vi a mi madre en una playa. Estaban mis primos, estaba mi abuela. El mar era de un levantisco fiero y pictórico y de pronto pensé, apenado, en esos cuadros japoneses en los que se representa abrupta y pendenciosamente. No hubo manera de retirar esa irrupción viril, que arruinó de un modo lamentable mi escena familiar y marítima. Cuando el sueño me abrazó, antes de caer rendido, en ese limbo dulce que te ocupa, noté que la mente se emblanquecía, adquiriendo el tono neutro o aséptico que con tanta vehemencia busqué antes. Lo demás no me pertenece. No
Supe, al despertar en mitad de la noche, con qué transité ese sueño, qué paisajes visité, quiénes me acompañaron. Desé, inútilmente, que hubiese habido caballos. No tiene uno intendencia en ese territorio, no se le ocurre cómo gobernar ese país de su propiedad. Nada más de uno que lo soñado y, sin embargo, nada tan ajeno. Me gustaría pensar con qué suela ahora mi padre. Si habrá caballos o lo poblarán los sobrinos o tendrá ese mar antiguo y sentimental de los setenta. Ahora tiene que aprender a recordar. Le han borrado las palabras, se las contamos con paciencia, con dulzura, con infinito amor.

9.8.17

El niño gusano / Redux

El niño gusano en su caja de zapatos ha pedido que un punzón agujeree la tapa. Quiere ver qué hay afuera. Una vez al día la abren y lo miran o le cambian las hojas mordidas por las enteras. A veces ve el azul del cielo o el negro, cuando la noche. La mayor parte de las veces sólo alcanza a ver el techo o, en días contados, una lámpara enorme con muchos brazos. La caja es roma en las aristas. Por los golpes. Por el abandono también. El día en que abrieron un agujero el niño gusano sonrió. No por que le invadiera una alegría repentina, sino por repetir todos los gestos que había pensado que haría si le concedían ese deseo. Por el agujero el niño gusano se deja ver de cuando en cuando y de esa forma percibe el mundo. El amo, en la perspectiva abierta, es un gigante o un dios a los ojos del niño gusano. Es el amo mundo, el amo Dios y el amo del agujero. Un amo todo ojos y boca. Un amo que mima al niño gusano con hojas limpias de lechuga y piensa que estaría bien cambiarle la caja o abrir en la antigua otro agujero. Al niño gusano no se le ocurre escapar, no hay nada que hacer fuera de la caja, no es su mundo, no lo podría ser en ningún caso, además ya está mayor para aventuras. El niño gusano respira ya penosamente si se mueve a lo loco. Hará falta otro agujero, le oye decir al niño. O dos. O un ciento. Y si hacer agujeros no beneficia la respiración y el bienestar del niño gusano, hasta podría volarse la tapa. En un gesto rápido. Un manotazo. El niño gusano vería menos enorme al amo mundo. Advertiría que también su amo tiene una tapa. Azul o gris o negra según se tercie. Hay quien no percibe su cautiverio, no lo nota porque es feliz en su prisión grande sin agujeros ni lechuga. Dios reconforta así a sus criaturas y las libera de respiraciones costosas.


(Cuentos del astronauta zurdo, Emilio Calvo de Mora, Editorial Juan de Mairena, y de Libros, Lucena, 2.008)

8.8.17

Hanoi Hanoi Hanoi



                                                        Fotografía: Mamen Mo


Lo primero que me viene a la cabeza cuando escucho Hanoi es en Ho Chi Minh. No puedo evitarlo. Tal vez ni deba. Es algo que no es ni siquiera cosa mía. Como si otro eligiera lo que tengo que pensar y yo me limitara a restituir ese pensamiento y considerar que me pertenece. Ho Chi Minh se murió antes de ver a los americanos de vuelta a casa. Fue la selva la que los derrotó, no sólo la guerrila de los vietcongs. Siempre que pienso en Vietnam me vienen a la cabeza Wagner. Es el cine el que lo contamina todo. Piensas en Vietnam y acuden los helicópteros de Coppola en Apocalypse Now arrojando napalm, esa gasolina que olía a mermelada, mientras unos altavoces improvisados aireaban la cabalgata de las valkirias. El cine no es más cruel que la realidad, el cine no cuenta nada que no podamos ver sin que intermedie una pantalla. Lo que no hace, por mucho que se esfuerce, por más que arguya los ardides y las tramas, es suplantar a la realidad. Por eso hay gente que viaja a Vietnam y le trae al fresco que Ho Chi Minh, ese comunista obcecado en perder de vista la tutela gala, cayera sin ver la derrota yankee. No se les ocurre invitar a Coppola igual que nadie que venga a España piensa en la dictadura de Franco o en el proces catalán. Una vez que he pensado mucho en Ho Chi Minh y en el coronel Kurtz, me siento extrañamente aliviado. No es algo que ahora pueda explicar, pero igual, si le dedico tiempo, encuentro las razones que ahora no poseo.

A viajar se va puro. Conforme el viaje avanza, la pureza se transforma en otra cosa, en algo permeable, en algo abierto y cálido. Lo ideal sería regresar cansado, haber pedido y que se haya concedido que el viaje sea largo, como deseaba Cavafis. Ir vacío y volver lleno. No sé cuántos viajes de ésos he hecho yo. Alguno ha habido. No es que uno salga de su localidad y visite otras, estén en la otra punta del mapa o a una hora en coche. Es de uno mismo de donde se sale. No creo que visitar Hanoi y bajar esa cuesta empedrada que desemboca en las luces cambie notoriamente a nadie, no hace mejores personas, ni más inteligentes. Ni siquiera las faculta para tener más sensibilidad que quien jamás ha salido de su comarca. Lo que sí produce viajar es un temblor que no da un libro, ni una película. Tampoco el más vivido de los sueños, el más costeado. Uno de los peligros de no salir de la comarca es que se infravalora todo lo que queda apartado de ella. Es tan firme esa convicción en ocasiones que hay quien ha salido de su entorno con una idea incrustada en la cabeza: la de que no va a ver nada que compita con lo propio, que ni por asomo toda esa gente nueva que va a conocer o esos sitios en los que va a estar rivalizan con la gente que conoce y piensan como él y los sitios en los que ha vivido y forman parte indeleble de sí mismo.

Hay calles como las de la foto de mi amiga Mamen (un espíritu libre) en el barrio donde vivimos. Como ésa o con la misma esencia. Como si las hermanase la extrañeza del que las recorre o las mira con fascinación. Es mirando como se ofrece Hanoi, no está al alcance de todos, aunque monten en avión y surquen medio mundo para bajar esas escaleras y ver dónde conducen. Da igual qué haya al final, quizá otra escalera que nos lleve más abajo. Viajar es tomar esa escalera sin tener ninguna certeza de qué podamos encontrar cuando acabe. Todo lo demás, cualquiera otra consideración, se parece más al turismo, que es una forma de viajar en la que se tasa todo y todo se impregna de certezas o de previsiones. Lo malo de bajar esas escaleras es sospechar lo que nos ocultan a su término. Viajar es un asunto que sucede dentro de la cabeza, es cierto. Los días son también viajes y exhiben a veces escaleras. Como lo de darle la vuelta al día en ochenta mundos, que sentenció Cortázar. Hanoi está dentro de tu cabeza. Estuvo siempre. Hay un Hanoi para todo el que se interese en buscarlo. Hay quien se muere sin saber que tiene dentro todos los lugares del mundo, como si fuese un aleph privado. Ir muy lejos sirve para llegar muy adentro. Gente que va al confín del mundo para apreciar el regreso a casa. Cuando pueda, viajar no siempre es un acto deliberado y posible, iré a Hanoi. Le diré a mi mujer que este año podría ser Hanoi en lugar de otro destino más cercano. Si no es Hanoi, será Punta Umbría. Recuerdo una calle de Punta Umbría en la que el olor a pescaito recién frito me hizo sentir el hombre más dichoso del entero mundo. Lo juró por Ho Chi Minh.


adenda:
Dará igual que la calle fotografiada no sea de Hanoi sino de algún pueblo cercano, dará lo mismo. Ella se encargará de aclararme..

Adenda 2
Sapa. Mamen me aclaró. Ese es el nombre del sitio.

4.8.17

La llamada de Cthulhu



Uno se pone la ropa de siempre, sin que esa falta de novedades le ocupe ni un leve pensamiento. A veces, cuando algo no cuadra con la tradición, sale a la calle con una brizna de pudor, como si su desatino textil pregonara a los cuatro vientos otro interior. En cierta ocasión, viendo un señor muy mayor vestido con absoluta impericia, me dijo quien andaba conmigo que si a esa edad no podía ponerse lo que se le antojara cuándo. Con las otras edades, con las menos precipitadas al desenlace, bien podría valer ese argumento irrefutable. Porque de alguna forma somos lo que comemos, somos lo que leemos o lo que no leemos o lo que hablamos o dejamos de hablar, somos todas esas cosas consecutivamente y sucesivamente, pero somos también lo que nos ponemos encima. Es esa manera de ofrecernos a los demás la que probablemente más se apreste a no caer en el olvido. Se puede ser obeso, flaco, apuesto o abstracto, pero todas esas cosas, inevitables unas y muy difíciles de enmendar otras, se compensan si la vestimenta con la que nos cubrimos luce, reclama la mirada de los demás, seduce hasta hacer olvidar todo lo negativo que podamos exhibir sin que lo apreciemos. Aceptado el hecho de que la ropa anda cara, está ahora de moda la camiseta veraniega estampada con diferentes imágenes o textos. No es algo nuevo, pero no sé por qué, abundan más en estos días. La de hoy, la que abdujo mi atención en una calle céntrica de mi pueblo, ofrecía la cara de Marilyn con la gorra característica del Che, la de la estrellita en medio. A Marilyn no le faltaba un grueso puro, por supuesto. En este hilo castrista, he visto también monos ocupando la cara del Comandante. En esos casos, siempre acabo pensando lo mismo: lo que pensaría si pudiese ver en qué quedó su errática épica, su revolución doméstica y tropical. A Lovecraft le sobresaltaría ver que un tentáculo de una de sus criaturas mitológicas pasea las calles. Pensaría en eso de que al miedo se le combate haciéndole mofa, plantándole cara, en fin, mirándole a la cara y todo eso. O no pensaría nada de eso. En lo que puedo contar por mí, diré que anduve durante un tiempo con una en la que estampé el puente mítico de Manhattan, la película de Woody Allen. Sí, el puente que lleva diez años como imagen de cabecera de este blog, ese mismo. Me sentía raramente feliz cuando me la ponía. De algún modo me entusiasmaba mostrar que es una de mis películas favoritas, igual que el que se coloca una camiseta con el diez de Messi a la espalda le está contando al mundo que es culé o que adora al delantero argentino, pero lo de Cthulhu es distinto. Ahí entramos en consideraciones más sórdidas, en dioses primigenios, en los arquetipos, en caos cósmico, en los profundos, que eran mitad humanos, mitad batracios. Quien no haya entrado en esas turbias aguas, no se pondrá jamás esta camiseta. Incluso estoy por pensar que igual tampoco se la pone. No vaya a ser que despierte los terrores ocultos, la semilla del mal, la locura misma. Ah, queda también en mi  fondo de armario la camiseta de Heisenberg, regalo de un amigo e icono de los mejores veranos a pie de playa.

3.8.17

No sabiendo cómo llamarlo, le diré plegaria

Dice K. que hay un dios para cada roto. A lo que uno aspira es a que sea cierto. Que a poco que flaquee el espíritu haya una divinidad que lo conforte. Que en cuanto se venga abajo el cuerpo esté ahí también para restañarlo. De verdad que yo no pondría objeción a esa contención del alma. Se la trata tan mal, se la zahiere tanto. Al alma hay que procurarle siempre las atenciones mejores. No hace falta ver con los ojos, no es preciso contarlo todo y pesarlo, encontrarle el ángulo y estabularlo. La fe consiste en dejar que las metáforas guíen tu vida. Hay personas que no permiten que nada extraordinario los conduzca por las calles y les hable al oído y, al cerrar el día, los acueste y les lleve de la mano al sueño. No es de religión de lo que hablo. La creencia en algo superior que no comprendemos tiene y no tiene lazos con la religión con la que hemos crecido, estamos cerca de ella o la arrojemos lejos, como si apestase. No sé si tengo una vida después de ésta, pero no importaría andar por ahí convencido de que la hay, exhibiendo a cada momento mi esperanza en la vida eterna, poniendo todo por mi parte en la salvación de mi espíritu y, de camino, en la del ajeno que se me ponga a tiro. K. cree firmemente en que estamos aquí para algo. Que no puede ser solo el vacío final lo que lo cierre todo. Si fuese el vacío, me confiesa, sería la existencia más triste. Por otro lado, le cuento yo, vivir sabiendo que no hay más también es bueno. K. ha caído en la cuenta de lo maravilloso que es sentirse escuchado. Quizá por eso reza cuando encuentra ocasión. Lo hace de un modo que yo no conocía: entabla un diálogo profundo con la divinidad, la pone en aprietos, la concierne en lo suyo y, por último, la conmina a que medie en la fatalidad que lo devasta. No sé si ése es el camino, K. Rezar se me antoja a mí otra cosa, no eso que haces, le digo mientras paseamos. Yo no rezo porque no encuentro placer en hacerlo. No será por no haberlo intentado. No será por no insistir al modo en que lo hacen los demás, viendo cómo se reclinan, de qué devota manera exponen su cuerpo a la voluntad a la que elevan sus plegaria. La propia palabra plegaria me produce zozobra, K. El que reza tiene el crédito que no posee el que no lo hace. Seguimos en un mundo que adora al creyente. En el silencio del que cree hay a veces más honduras que en el silencio del pagano, de quien no consigna creencia alguna y va de otra manera, aquí o allá, sin ahondar, sin la metafísica. Es un mundo éste al que la metafísica lo está sublimando y lo está embarrando. La metafísica eleva o aplasta. Construye catedrales o alienta guerras. Será quizá imposible borrar a Dios del libro que es el mundo. Como si ya viniese en el pack. El mundo junto con un dios o con muchos, según al gusto de quienes los inventan. Se constata la brutalidad del hallazgo moral y también la dulzura, la bendita dulzura dirán algunos, de un Dios tutelando el viaje, consintiendo los errores, conduciendo el alma desde el vacío primero hasta el colmado último, donde nos avituallen para lo que venga después. K. dice que está ahí dios para el roto. Que se lo coserá. Yo voy con lo que me va llegando. Cualquier día me pongo serio y veo lo que no todavía no se me ha entregado. Y en ningún momento he caído en la gratuidad, inútil a mi entender, de dejar aquí nada consignado sobre la iglesia. No entra en estas consideraciones. De hecho son un asunto aparte. De haber un dios no creo que se entretenga en buscarse agentes espirituales. Seguro que no sabrían explicar nada. Seguro que lo emborronarían todo y lo convertirían en una historia de fantasmas y de resurrecciones. 

Una pequeña historia del teatro Apollo de Harlem



                                                               Fotografía: Franck Bohbot


En la noche del 21 de noviembre de 1934 una joven de dieciséis años llegó al Apollo con la esperanza de que la contrataran como bailarina. Hasta pocos años antes, el Apollo había sido el club nocturno de blancos, pero los arrendatarios, una pareja de judíos, vieron la pujanza de la música negra y decidieron meter aquellos ritmos endemoniados en el escenario. Entusiasmada por abrirse camino en el mundo del espectáculo, pero no muy convencida de su nivel,  entró en pánico, reculó y decidió no salir al escenario, a pesar de que el gerente ya la había anunciado. Obligada, se envalentonó y afrontó el marrón. Lo que hizo no fue bailar, sino cantar. Se embolsó 25 dólares y la atención de Benny Carter, un coloso del jazz de entonces. Primero fue esa joven que no quiso bailar, luego vinieron cientos. Fueron las Amateur Night Shows. El locutor, con fanfarria fonética, repetía cada noche que el Apollo era el lugar donde nacen las estrellas y se crean las leyendas. Ella Fitzgerald fue la primera. Agradecemos que se lanzase a cantar en lugar de contornearse y mover los brazos y las piernas. Las Edwards Sisters, que tenían el favor del público, bailaban justo antes que ella y debió sentirse derrotada. La orquesta de Chick Webb, el mejor swing de la época, la fichó poco después  y comenzaron a hacer bolos por la costa este. Lo demás es historia de la música popular del siglo XX. El jazz, el blues, el rhythm and blues o el soul contaron con este templo para no decaer y disponer de nuevas estrellas con las que afianzar el género. Aparte de Ella, aquí empezaron Stevie Wonder, Billie Holiday, Diana Ross, Aretha Franklin, Jimi Hendrix, Marvin Gaye o Michael Jackson y tocaron James Brown, Miles Davis, Charlie Parker, B.B. King, Sarah Vaughan, Louis Armstrong, Thelonius Monk o John Coltrane. Hay decenas de discos grabados en directo bajo su techo. En casa tengo el de James Brown y el de B.B. King.




                                                             Fotografías: Herman Leonard

Esta es una de las fotos del jazz que más me gusta, habiendo otras en las que se escenifiqué mucho mejor todo lo que el jazz significa. Duke Ellington está absolutamente embelesado y Ella hace lo que sabía: cantar como si sólo hiciera eso en el mundo. Al fondo creo que anda Benny Goodman. En la cara de ambos hay admiración pura, esa rendición ante el talento. No cambia esa expresión de arrobo intenso cuando la actuación acaba y la estrella (lo era de un modo rutilante en esos últimos años de los cuarenta) se sienta con el maestro y come algo. Fue la más grande. Es posible que Billie Holiday, de no haber sido más cabeza loca, le hubiese puesto en peligro el trono, pero eso nunca podremos saberlo. Las dos son las reinas del jazz. Nadie sedujo así, nadie llegó tan lejos.


1.8.17

Libros de agosto

Tengo 4 lecturas de por medio. Como cuando joven. La cabeza limpia y el pulso y la inquietud firmes. Tengo a Herrezuelo, a King, a Canetti, a Nabokov. Hay ratos del día en que caigo en uno o en otros. No sabe uno si hay cuatro lectores y ninguno interfiere a los demás. Si las historias y las ideas que leo se entremezclan y mejoran lo leído o lo arruinan o hacen que también tú seas, en parte, autor de lo que lees.
El verano es la ocasión en la que puedes ser atrevido y caer en la cuenta de que nada evitará el placer, ni hará flaquear la voluntad, el empeño.


El corazón y el pulmón

   No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...