Tienen casi siempre los viernes un encanto que no alcanzan ni los benditos sábados. Es el día ancho por naturaleza, en el que caben todas las promesas y todas las alegrías. En su vértigo de fiesta sentimental se concilia el cuerpo con el alma, se ven las costuras del júbilo y hasta es posible, en casos muy puntuales, encontrar la felicidad repentina, el brillo sublime del corazón recién matrimoniado con el calendario. Uno ama los viernes casi por encima de todas las cosas, pero ay, sólo necesito un traspié, uno de esos quebrantos insignificantes, para que se derrumbe el templo y caigan a peso los dioses y los símbolos. Muerde entonces el júbilo el gris de las cosas y esta inclinación mía a hacer de las cosas sencillas grandes festejos queda en un volunto animoso, en una pequeña brizna de felicidad súbitamente cercenada.
El domingo, bien al contrario, es el día en que uno tiene constantemente la sensación de que es domingo. No hay ningún día que posea esta connotación extralingüística un poco cabrona y un mucho suicida, o al revés, no lo tengo claro a esta hora del viernes. Queman entonces las horas, expelen ese tufo a noticia prevista y doliente y se abisman sin pudor en el lunes tormentoso, el lunes al que los cantantes de blues dedican todas sus horas más bajas.
Ni siquiera este principio de dolor de cabeza, obra del mucho rioja y el mucho tequila que bebí anoche, menguan la alegría del ahora sublime y del después fantástico. Me quedo en este limbo sobrenatural en el que todo se ayunta con mis deseos. Permitan que después de comer la única palabra que retumbe en mi hoy feliz cabeza sea siesta. Siesta, aunque breve, pero siesta de viernes, por favor. Me encantan estas frivolidades del espíritu. Si ya lo cantaba Donna Summer en los gloriosos setenta.