26.12.15

El orden aprendió del caos

El orden aprendió del caos. El mío va a trompicones. No se me da bien el orden y tampoco me siento a gusto en el caos. Si tuviera que elegir uno, elegiría el caos, el bendito caos, pero no sería bueno para los que me rodean. Me dirían cosas que no serían bonitas. Entiendo que es el orden el que hace que el mundo funcione. Sé que la gente ordenada, la que sabe dónde están las cosas y en qué lugar encontrar lo que andan buscando, son las que salvan el mundo. Y yo agradezco que haya gente así. Tengo buenos amigos que son un prodigio en eso, en el orden, pero yo admito que soy un aprendiz mediocre. Me cuesta, me duele a veces. Moriré, pues tal cosa tendrá que llegar, sin que el orden sea una de las virtudes que salgan en las conversaciones del velatorio que se me rinda. Dirán lo que quieran, no sé ahora qué podrían decir, pero la palabra ORDEN no saldrá. Conste que me esfuerzo, mucho, en serio, pero hay algo que no me cuadra. Todo lo que me gusta proviene del caos. Es en el caos, en el bendito caos, en donde mi alma goza. Es en ese caos en donde mi creatividad, la poca o la mucha que tenga, siento que brilla. No es que brille de verdad, cómo podría decir yo eso, pero yo la siento brillar, y disfruto con la luz que emite. Cuando vuelva el trabajo, que volverá, mi cabeza se recompondrá, hará las cabriolas que precise para integrarse en la (también) gloriosa rutina, la bendita rutina. De hecho hoy, para ir entrando en calor, estoy ordenando el cuarto en el que escribo. No es cosa de que yo ahora describa ese cuarto. Es un tributo a mi persona, a mi hiperbólica fascinación por hacerme de todo lo que me gusta, y no caben ya más libros, ni más discos, ni más películas. Así que hago espacio, busco huecos, ordeno rincones, le dedico la mayor de las atenciones, le doy el mayor de mis afectos, y luego cierro la puerta, miro la obra, pienso en cómo quedó y me tumbo, contento de lúpulos y de maltas, a echar la siesta. No tengo remedio,

24.12.15

Cuatro cuentos y una canción de Navidad / 2015




Tenemos una costumbre buena, la adoramos, festejamos su inicio y luego nos sentimos muy orgullosos de que no flaquee y los años la refuercen, hagan de ella un clásico. No hay Navidad, no la hay, sin que cuatro amigos (Marisa, Fran, José Antonio y un servidor de ustedes) escriban un cuento. No tiene que ser alegre, ni triste. Puede ser oscuro, puede ser melancólico. Incluso alguno habrá habido en el que brillara un poco la esperanza de que un mundo mejor era posible. No se si tal cosa ha pasado. Las cosas siguen a su aire, como si se obcecasen en contrariar la buena voluntad de los que nos empeñamos en que de verdad la felicidad resplandezca. Resplandecer: muy pomposo me ha quedado. No voy a corregir: resplandecer. Dejo aquí mi cuento, una parte de él, como todos los años. La empiezan a leer aquí y siguen a la página de José Antonio, mi hermano norteño. Él es el que pone en orden el caos. Y ahí, en su Antártida, que es mía también, leen la entrega de este año. Cuatro cuentos, cuentos. Y un canción de Navidad. Este año, sin que siente precedente, Wham!.


ASTRID Y EL BUEY TOSCO Y PANZUDO
por Emilio Calvo de Mora
Los días felices
A Astrid la queríamos porque era resuelta en las fiestas, no se cohibía, le daba palique a los nuevos y bebía como si le faltara el aire. En algunas ocasiones, en muy pocas, sumaba a esas virtudes la de encamarse con alguien. Dejaba la puerta abierta y miraba por encima del hombro del que la montaba, por ver quién pasaba por el pasillo, por hacer ver qué mayor era y qué desenvuelta. En todo lo demás, mostraba la misma resolución. Apenas callaba, aunque dejaba hablar. En los bares, cuando los ocupábamos en manada, iba de aquí para allá, sin detenerse más de la cuenta con nadie, sin dejar a nadie sin saludar o a quien contar o que le contaran. El pelo corto y rubio, cortado a lo tazón, los ojos azules, de los que era imposible no prendarse, le conferían un ascendente nórdico. Alta, de una altura imprudente para una mujer extraordinariamente guapa. Y un poco hombruna también en el andar, en algunos gestos, hasta en el modo en que se sentaba o en cómo cogía el cigarrillo, Siempre pensamos que no era Astrid, ni Ingrid, como a veces le decía; no se preocupaba de aclarar nada, incluso fomentaba toda esta bendita imprecisión. De Astrid o de Ingrid disfrutamos aquellos años de facultad. La amábamos todos. Unos más que otros, pero de los que la tuvimos cerca, todos hubiésemos hecho algún pacto con el diablo por ganarla y saber que ella correspondía a ese amor pactado. En el bar en el que ponía copas, uno de mucho tirón entre la casta universitaria, la apreciaban mucho. El dueño, un tipo gordo y sobón, de poco o ningún encanto personal, pero ladino como pocos en el negocio, la tenia bien mirada. Él sabía que íbamos a verla y que dejaríamos de ir si ella no estaba. Recién separado, por el modo en que la miraba, sospechábamos que él también se hubiese arrimado al demonio y le hubiese dado la mitad del negocio por hacerla dueña de la otra mitad que quedaba.

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22.12.15

Loterías

Es más que posible que sólo sea el dinero lo que nos iguale a todos, el afán por tenerlo, el vicio a veces de gastarlo. Todo lo demás pasa a un irrelevante segundo puesto en esa lista de adhesiones. Lo que fascina en este día, el día en que la suerte te abraza o te da de lado, es la sensación de que no importa nada de lo bueno o lo malo que has hecho, si has trabajado duro para labrarte un porvenir (eso que decían las abuelas) o si no te han dejado ni catar un trabajo y ver qué se siente. Importa el azar, la dulce certeza de que el destino ha estado a tu lado siempre, pero es ahora cuando te lo ha hecho ver. Viendo en televisión el carrusel de números, las impostadas y cantarinas voces de los niños y las niñas de San Ildefonso en el Teatro Real, se me ocurre que yo nunca seré uno de esos agraciados. Lo pienso cada año. No me quiere la suerte. Tendrá de mí la opinión que me perjudica. Justamente ésa. Porque la suerte tiene opinión. Es la que mueve los números. Caen como lo hacen porque ella los gobierna. La fe que no tengo en asuntos religiosos la cubro con creces en estas nimiedades del pensamiento ocioso. Qué se le va a hacer. Llevo tres días de una ociosidad que me está alarmando. Hasta he escrito un relato de los largos. No parece ni mío. Y estoy poniendo en orden lo que andaba desordenado. Luego me ocuparé de mí. Lo haré, ya que la suerte no me mira siquiera. Menos mal que estamos moderadamente bien de salud y el amor, eso si, me tiene entre sus soldados. De todas maneras, ojalá cambien las tornas este día soleado de números y de bombos. Ojalá a vosotros también.

5.12.15

Bola de amor



Uno no sabe a veces las causas, ignora los porqués. Cuando se precisan, en el momento en que hay razones, todo empieza a desfilar más rutinariamente. No tengo nada contra la rutina, En ocasiones, la abrazo y me conforta. Otras, huyo de ella, la desprecio, me perturba, me hace sentirme mal conmigo mismo, que es una de las peores cosas que le pueden pasar a alguien. El amor que le profeso al cine proviene de películas como Bola de fuego. La vi una noche, no sé qué edad tenía, pero no más de diez o doce años. No era la primera película que me gustaba, pero fue la primera a la que le concedí esa atención especial que no había dispensado a ninguna. Algo parecido a lo que sucede con el amor, cuando llega. Hace mucho tiempo que no la veo. Lo que guardo de ella dudo que se contamine con lo que ahora me cuente. La tengo en la bandeja del DVD. Me la voy a despachar en cuanto cierre este post. Creo que volveré a entonces, cuando había visto algunas películas, aunque ninguna había prendido. Las cosas, al prender, adquieren un rango distinto, ocupan una dimensión distinta, se hacen íntimas. Esas son las verdaderas propiedades. Y todavía no alcanzo a entender qué hubo, qué se produjo para que Bola de fuego, del inmortal Howard Hawks, esté en mi cabeza casi plano a plano y recuerde con absoluta nitidez las voces del doblaje y los gestos e incluso, si me apuran, restos del diálogo. Es el amor. No puede ser otra cosa.

2.12.15

Lo que tenemos


Se sabe poco de lo que nos complace de verdad. Es más creativo el dolor. Hay más escrito sobre él, se tiene una noción más fiable de lo que nos duele, se crea un vínculo mas poderoso con quien compartimos una tragedia. Incluso conforta la sensación de alivio absoluto que produce su finiquito. No debería ser así, no habría que dejarse fascinar por lo que nos reduce. Al mal, cuando sucede, se le concede más atención que al bien. En cierto modo, pensamos más y pensamos con más ahínco cuando somos arrollados por él, cuando nos invade. Hasta podríamos decir que se afinan los sentidos y se pondera todo de un modo en que no lo hacíamos antes. No sucede así si es el bien el que acude. En la felicidad o en la alegria o en el goce, en esos momentos en que nos traspasa un ardor vivo, una especie de plenitud, nos bloqueamos, no pensamos, no le damos la entereza con la que despechamos su reverso. Ahora que vienen los días de estipendio salvaje, conviene pensar en si nos conforta adquirir, si las propiedades a las que accedemos, esos pequeños o grandes objetos, procuran que vivamos mejor. No hacen que sea peor vida; tampoco una particularmente mejor. Con lo que compramos, mantenemos una relación íntima, de una intimidad en ocasiones mayor de la que dispensamos a las personas que nos rodean. Se ama la casa de campo que adquirimos o el coche o el último modelo de móvil, al que le procuramos atenciones, afectos y mimos que no siempre aplicamos a las personas. Quizá sea el hecho de que, salvo que se estropee o pierda la configuración de fábrica, un móvil no nos va a mirar mal o no va a escucharnos cuando más lo necesitamos. Incluso han inventado una entidad fantasmagórica en el iPhone, de voluptuoso nombre, Siri, que funciona a modo de gran bola de cristal, contestando con formidable sentido del humor - mecanizado y programado y previsible a veces - a todas las dudas que le vamos planteando, desde quién ganó Wimbledon en 1976 a si Dios existe o la propia máquina, considerada como algo real, susceptible de padecer las humanas pasiones, tiene novia, a lo que responde que ella sólo siente circuitos, no un corazón, como el hombre de hojalata de la historia de Oz. Pero estamos cargando más objetos de los que podemos atender, más de los que sabemos atender. Nos sentimos bien - se trata de eso - cuando traemos a casa una televisión inteligente - no dudo que más que muchos de sus dueños legítimos . o esa chaqueta de cuero que siempre vemos en el escaparate y miramos con profundo arrobo. Al comprar, en el instante en que un objeto pasa a ser una extensión de uno mismo, en esos casos estrictos, se produce una extraña armonía entre el cosmos y el alma. No es una armonía espiritual, no puede serlo, no entra que lo sea: es una de esas revelaciones bastardas, de poco asiento en el espíritu, que terminan por compensar justamente lo que no poseemos.

Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. Es posible que también nos pertenezca lo que no tenemos, y vivir sea un enconado esfuerzo por apropiarnos de ese inventario de cosas dispersas, útiles unas, absolutamente innecesarias otras, con las que adornamos, en ocasiones, el vacío. Es un concepto curioso, el vacío. Hoy mismo, en un pequeño atisbo de vacío y de desubicación que he padecido, una ráfaga de vacío, por lo demás, he pensado en que no podría llenarlo con nada material. Lo acometí con cierta complacencia. Conseguí, en cierto modo, acomodar el vacío, hacerlo doméstico, robarle esa trascendencia que se le asigna, a voluntad o sin ella. Me reafirmé en la idea de que no tenía nada que pudiera derrotarlo. Nada que yo pueda coger o en donde pueda refugiarme, ninguna cosa que yo haya podido comprar o me hayan regalado. De pronto sentí una muy viva sensación de confort. Sentí (o creí sentir, ya digo que eran pensamientos fugaces, ideas peregrinas) placer en esa pobreza de pronto descubierta. No quise nada, sólo caminé, miré los árboles que jalonaban a mi derecha el paseo y aspiré con firmeza el aire de la mañana, el aire frío, que me alivió. Fui dueño del aire. Lo abracé, me abrazó, nos quedamos así los dos, hermanados, como en un dulce trance. 

27.11.15

Mejor una rana que habla


Afortunadamente los cuentos ya no son lo que eran. Estoy con quienes los pervierten, con todos los que les dan la vuelta y hacen que las princesas prefieran a una rana que habla antes que a un príncipe. El asunto de los cuentos no es una materia inmutable, a la que no se pueda meter mano, con la que no podamos mantener un diálogo íntimo de donde salten chispas. En cuanto se conmuta el sentido primordial del cuento y Caperucita se zampa al lobo, los niños escuchan, dibujan el asombro conforme van abriendo la boca, de puro pasmo. No hay mejor voluntad que la voluntad incómoda, la que gusta a unos y, sin que vayamos a esforzarnos por evitarlo, moleste a otros. Está muy bien eso de molestar. Con matices, con los matices previstos. Los del respeto, los de la armonía entre los distintos, pero está bien meter un poco de humor o quitarle un poco de gravedad a los clásicos. Mejor la rana que habla. Mi amiga Isabel Huete lo tiene claro. Yo, con ella. 

26.11.15

Cien novelas en la cabeza



No creo que Stephen King sea nunca mi autor favorito. Ni siquiera que entre en el parnaso de los que me hicieron sentir mejor persona o me iluminaron cuando me abrazó la tiniebla o me emocionaron hasta las lágrimas cuando mi corazón, desbocado y solo, era un músculo sensible y muy torpe. No hay nada en su escritura que merezca un alegato profundo, pero conozco pocas que fluyan como la suya. Las tramas que fabrica son impecables. Incluso cuando son malas, rehusables, de poco interés, tienen lo que algo de lo que otras (más redondas, de mayor asiento literario) carecen. Es la narratividad, esa facultad natural de contar y de hacer que lo contado parezca un río, uno fluyendo hacia el final, que a veces no es enteramente el morir. No hay novela de King a la que no se le puedan aplicar esas bondades, de las que no se extraiga la conclusión de que nos entretuvieron. No sé qué otra cosa debe buscarse o cuál es más importante que mismamente ésa, la de hacer que el tiempo se adelgace y nos dejemos invadir por lo que no existe, por las historias puras, sin el relleno que no nos importa, sin la habitual floritura que en ocasiones hacen que el producto gane en prestigio (qué es es eso del prestigio) pero malogre su fiabilidad lúdica, ese espacio en el que el lector descubre que tiene en sus manos la historia perfecta, la que andaba buscando, la que (en cierto modo) le va a reconciliar con el mundo, incluso consigo mismo. Eso lo consigue Stephen King como pocos. No porque sea deslumbrante su prosa, no. No creo que King tenga entre sus consideraciones la estilística, la que hará que un año de éstos le den un Nobel o un premio de alguna asociación de críticos sesudos, de los que leen a Pynchon y a Frazer y desmenuzan hasta el desmayo la escritura, encontrando lo que ni el propio autor sabía que estaba. 

Ahora estoy leyendo Revival, la última que ha escrito. No llevo lo suficiente - la mitad quizá - como para escribir sobre ella. Sí es bastante para concluir que es el mejor King de los últimos tiempos. 22/11/63 ya era muy buena. Y Joyland. Parece que el hombre está en trance. Nuevamente en trance. Se le irá el numen. Suelen irse. Hará alguna novela mediocre, alimenticia, de las que se venderán en las grandes cadenas al lado de las otras, de las novelas de prestigio, de lo que los especialistas consideran excelentes, exquisitas, las llamadas a ser clásicos. No debe envidiarles: él es ya uno de esos clásicos. No sólo por las cincuenta (he leído eso) novelas que ha facturado, sino porque muchas de ellas (Misery, Carrie, It, El resplandor, Joyland, La zona muerta, Dolores Claiborne...) son algunas de las historias que más me han atrapado de cuantas he leído. Y son muchas. De Stephen King admiro su prolijidad. No hay mejor oficio que el de escribir si no tienes otra cosa que hacer o si no has hecho otra cosa en tu vida. Morirá con una novela en la cabeza. Estoy deseando que la lea mi amigo Antonio. Tiene una balda en su casa con novelas de Stephen King. Una balda completa. 

23.11.15

Caer


En cuanto pueda me levanto y vuelvo a mi sitio, ha sido un golpe de calor o un golpe de frío o un golpe de público. Mi madre me lo dijo. Si ves que no vas a poder, no te metas ahí. Hay que ser muy disciplinado. Tú no has tenido disciplina en tu vida, hijo. Y no será porque no he intentado inculcártela. Las madres hacen muchas cosas, pero no las pueden hacer todas. Sí, claro que te levantarás, pero yo no me refiero a eso. Digo que ahora no podrás borrar de la cabeza de todos los que te vieron caer el hecho de que te caíste. Uno debe caerse solo. A salvo de los que miran, hijo. Si lo haces a la vista, no podrás hacer nada por enmendarlo, aunque no vuelvas a caerte nunca. La gente recuerda siempre las caídas. No ven nada cuando estás de pie, firme, orgulloso y entero. Sólo se esmeran si perciben una duda. En cuanto atisban un indicio de debilidad, aguzan la vista. la mantienen fija, por si algo relevante sucede y no han estado lo suficientemente atentos. Luego largan lo que pueden. Hay quien ha venido a este mundo a ver cómo se caen los demás. De ellos, de si pueden caerse o no, no piensan mucho. Yo siempre estuve muy atenta a esas cosas, hijo. Sabes que te llevé por el camino bueno, pero hay veces en que no es posible evitar venirse abajo. Al cuerpo no se le tiene nunca bien atado en corto. Tiene el cuerpo su voluntad, muy a pesar de que nos creamos sus legítimos dueños. Si naces para martillo es el cielo el que provee los clavos. Tu padre no se levantó. No es imprescindible caerse para no poder levantarse. A tu padre se le vio siempre caído, hijo. Por eso más vale tener una buena y luego incorporarte. Lo malo es que la gente no perdona, no olvida. De eso puedes estar seguro. Basta un descuido y ya no hay manera de reponer la idea que tenían de uno. Y tú hazme caso: la imagen lo es todo. Hemos venido a este mundo a ver y a ser vistos. No le des más vueltas. Todo lo que te cuenten es accesorio. La parte principal es la que te confía tu madre. Yo jamás permití que las cosas que hacía o las que dejaba de hacer fuesen la comidilla de la calle, pero me ha costado lo mío. Años de mirar por la ventana, por ver qué hay afuera. La vida es dura a veces. Uno cree que es un regalo, pero no lo es en absoluto. Se viene a penar a este mundo, y después para acabar en el hoyo. Tampoco se deja en paz a los muertos. Con ellos se aplica una dureza mayor que con los vivos. Tienes la ventaja de que no pueden rebatir nada de lo que digas. Ni los cercanos pueden. No se sabe nunca qué se hizo en vida. Si le dices a la viuda que el marido recién fallecido era un putañero y un crápula en sus ratos libres, tragará, como tragó antes. Y si duda, si se obstina en contradecir lo que le contamos, ya le dará de noche vueltas a la cabeza, cuando se acueste, en la quietud que precede al sueño. Hemos nacido para adorar al mal. Por mucho que el reverendo en la homilía cuente y cuente otra vez lo de poner la mejilla y el milagro de los panes y de los peces y la salvación por las buenas obras que hagamos. Yo llevo toda la vida siendo una madre buena y una esposa buena y no he tenido todavía una señal que me indique si el camino que he elegido es el correcto o hago algo mal. Seguro que si un día caigo en desgracia no habrá quien me ayude a ponerme en pie y arrancar a andar otra vez. Eso lo hacen las madres, hijo. Y no todas, no creas. Hay algunas que traen los hijos al mundo y después dejan que se descarríen y no les aconsejan ni les dan consuelo ni cobijo, pero en ocasiones una no puede hacer más de lo que hace, no se puede estar en todas, no hay manera de que la dejen, por más que insista una en que ahí tiene que estar tu madre. La que te coge y te levanta y te alivia y desafíe, con fiereza si hace falta, a quien te mire mal y te haga burla. No se puede borrar lo que hemos hecho. No está en mi mano evitar que caigas. Tampoco que puedas levantarte. Hay caídas terribles. Las ve todo el mundo. Estamos expuestos. No hay nada que hagamos que no esté a la vista y sea registrado. Ni a solas, cuando nadie te ve, estás a cubierto. Te ve Dios, que es la memoria de todos. Así lo decía tu padre. La de veces que le levanté, ya sabes. A estas alturas lo que me duele es no tener a nadie que me alce. Nadie que me cuente cómo no caer. Tendremos que pensar en si podemos estar ahí bien, en el suelo, sin miedo a qué dirán, sin pensar en qué haremos cuando estemos de pie, sin preocuparnos de volver a caer de nuevo. 

19.11.15

Incluso él, un igual...



En ocasiones, por mucho que uno se esmere en razonarlo, no acepta que las personas a las que admiramos, sobre las que de alguna manera crecimos y nos hicimos mejores o más sensibles o más inteligentes personas, obren como nosotros y tengan que evacuar la vejiga en un urinario público o el vientre en esa intimidad de la que casi nunca se habla, salvo para hacer alguna ocurrencia grosera o un chiste de fondo soez. Se cree, sin ningún asiento en la lógica, que viven en un ámbitodistinto de lo real. Incluso, ya puestos a fantasear con ellos, se les considere personajes, entidades sin una dimensión corpórea, que están ahí para escribir o para cantar o para subir a un escenario. De Borges, el que orina en la formidable fotografía, tengo sus cuentos, su aleph, su jardín de senderos que se bifurcan, su tigre, sus literaturas germánicas medievales, sus runas, sus mil y una noches, su biblioteca circular y su ajedrez inaplazable. Y esas propiedades me bastan. No deseo que ingrese en mi credulidad el Borges que sale a la calle y pasea y bosteza y derrama el café. Ninguno de esos hipotéticos borges son necesarios. Son piezas secundarias. Como si el personaje que he ido construyendo se diluyera un poco al dejar que contemplemos su parte terrenal, su necesidad de ir al servicio o al baño, su incuestionable envejecimiento o sus debilidades políticos - las de Borges fueron muchos y no siempre juiciosas - o sentimentales. Pero tiene su morbo el Borges que orina. Hace que la realidad suplante la ficción o la contamine o haga que pensemos en que todo es una ficción o todo es una realidad y las dos partes se unen a veces y se confunden y nos perturban o abrazan.

16.11.15

La lógica de Bartleby, activista de la paz



A los muertos se les da a veces la consideración que no se les prestó en vida; se llora por ellos incluso cuando, en esa vida, no despertaron ese regalo del afecto o del amor que es el llanto. Si son muertos anónimos, personas que no hemos disfrutado, ni padecido, ni siquiera topado en la calle y saludado o entrevista en la calle, yendo o viniendo de casa, pueden doler como si fuesen de los nuestros. No sé si si eso de la mortandad tiene registro de propiedad y hay fallecidos de los que somos una especie de dueños sentimentales, por decirlo de alguna manera, y otros, más alejados, a los que no les dispensamos deferencia titular alguna. Un muerto francés valdrá igual que uno de Nigeria al que los bárbaros de aquella zona, los hay, claro que los hay, ha volado la cabeza en una aldea perdida con un kalashnikov o de un machetazo. Un muerto kurdo, en esa balanza ahora improvisada, tendrá la misma valía moral que uno sirio o afgano o francés. Si en lugar de apreciar la nacionalidad del finado, miramos su inclinación religiosa, tendremos muertos cristianos, muertos árabes, muertos judíos, decenas de maneras de creer en un Dios, aunque mueran a causa de esas legítimas creencias y atrofiadamente esgriman a ese Dios como causa de la barbarie que acometen. No hay manera de que, siendo sensibles, podamos escurrir el bulto de llorar a cualquier caído por la sinrazón ajena, por el terror de los otros, los que difieren, los que no piensan al modo en que ellos pensaban, los que sostienen que les pertenece la venganza o la justicia o la verdad. 

No hay verdad tal, no puede haberla, no es posible que en este mundo que andamos construyendo, con la sangre, con el sudor y con las lágrimas habituales, todos tengamos razón, todos estemos asistidos por la inteligencia y procedamos conforme a ella, sin lesionar a nadie, sin romper algo a poco que nos movamos. Siempre hay cosas que se rompen. Los que se esmeran en maquillar bien las palabras - para que no hieran, para que no molesten - dicen que son los daños colaterales. Lo malo de esos daños es que afectan a quienes no intervienen en el litigio. Hay muertos que no eran predecibles. Quizá ninguno lo sea, pero se podría entender que algunos, usando el hierro, mueren por él, como dice el refrán antiguo. Lo que hace indigna y hace llorar es que caigan los que no han manejado hierro alguno, todos los que viven al margen, cuantos respetan al otro y no interfieren  y no interrumpen. Da igual que los políticos a los que votaron sean corruptos o trapicheen con armas o financien negocios bastardos, negocios lucrativos, los que hacen que la economía no pare y las alianzas entre iguales perduren, toda esa maquinaria sucia de la alta política. 

Si vienen a casa y la queman y pasan a cuchillo a los inquilinos, si no les importa caer ellos mismos en ese acto atroz, es muy difícil que este conflicto, el de los muertos inocentes, cese. Qué verbo más horrible es inmolarse. No hemos sido educados para entender la inmolación. Afortunadamente la educación omite ese verbo venenoso e inútil. Se nos educa para que nos aterre la violencia, pero siempre hay un agujero por donde colarse y salirse de ese confort. Es un mundo en el que hay que posicionarse, en el que se debe acatar un criterio, en donde se afilia uno a cierta militancia. Inevitablemente somos cristianos o ateos o capitalistas o de derechas o de izquierdas o vegetarianos o culés. Conviene que se nos estabule. Está bien que tengamos una etiqueta con la que poder controlarnos mejor. El mundo funciona así, nos guste o no. Quienes se abstienen, los bartlebys del mundo, también caen cuando vuelan las balas. Al final, en una discoteca de la noche parisina, no importa que leas la Torá, los evangelios, el Marca o seas un adicto a Paulo Coelho. O si eres marxista o no has visto la barbuda cara de Don Carlos en tu vida. En ese momento indigno, cuando un descerebrado decide que puede retirarte la vida, no sirven para nada las palabras. Ni las palabras, ni los gestos, ni todas las palabras y todos los gestos juntos. La sangre, al verterse, no sabe de justicia. Se deja ir, fluye, te abandona y te mueres. Pero es una muerte de verdad muy absurda. Como la que roba el cáncer o un accidente de carretera, pero ninguna de esas lamentables maneras de dejar el mundo tiene la brutalidad de la que proviene de la mano de otro, del que no se detiene a pensar, del que está juramentado a robar lo que no le pertenece. Lo más preciado. Da lo mismo, en el fondo da lo mismo, que sean muertos cercanos o de la más alejada geografía. Todos somos franceses cuando son franceses los que caen o noruegos. Me viene ahora el psicópata que se llevó a decenas de jóvenes en una isla de recreo. Lo que no recuerdo es si fuimos noruegos esos días. O si, pudiendo serlo, uno decide no señalarse, no exhibir su dolor con símbolo alguno, no salir a la calle, no manifestar su indignación, no caer en esa rutina un poco ya falsa en la que uno adquiere un insignia, una de tantas, se la planta en el pecho o en el perfil de su red social y así da a entender lo comprometido que está, lo que le duele el mal, lo sensible que es. Y lo hermoso, lo que debiera ser hermoso, es que unos se muestren así y otros, según su fuero interno, prefieran no hacerlo, como Bartleby. 

11.11.15

Seguir sombras y abrazar engaños / Góngora, en el lecho de muerte, hace cuentas


Se me ocurre que lo que viene debajo es una osadía, una especie de temeridad censurable, pero se le va a uno la mano, cree que tiene el arrojo para embarcarse en una tarea grande y luego comprende, una vez acabado el texto, que Góngora no habría contado la historia de esta manera, ni habría usado esta pobre, a lo que él acostumbra, pobre, sí, rendición de su castellano sublime. De todas formas, hoy, mientras estaba en una charla más que amena organizada por la Cátedra Góngora en la Biblioteca de Lucena, pensé que volcaría en el blog, en donde no estaba, este escrito, hecho en mayo de 2013 para Barra Libre, que yo pongo en voz del poeta. Sabrán perdonarme los gongoristas y los que no lo son. De cualquier manera, ahí lo dejo, a beneficio de ociosos, que no de iniciados. Mi amigo Pedro echará una sonrisa. Por lo que sabemos. Yo se la aplaudo. 

Seguir sombras, abrazar engaños

Mientras que en la ligera sombra prospera  el frío y los árboles desalojan el rumor de los astros y convidan al paseante a meditar sobre la mudanza de las cosas, fatigo las horas en esta pieza postrera, inclino mi voz y cuento lo que he visto. Al poeta se le encomienda el registro de los prodigios y yo he sido un escriba poco fiable. Es verdad que no ha pasado un día en el que no me haya acostado con mis sátiros lascivos y haya paseado las montañas que circundan la villa a la búsqueda de ninfas bellas y de rudos pastores. A mi verso han acudido las cosechas de los años y el vértigo del mundo. Ni el enjambre enjundioso de los días ni la alquimia arcana de las noches me ha robado una brizna del ahínco con el que he cincelado el tallo agreste de la palabra. Embastado el seso al cuerpo exigente del soneto, carifruncido y enfermo a veces, ciego al dolor en otras, cebado de sílabas, comido por las urgencias naturales de la vida y conminado a volcar en la hoja el dolor infinito de la muerte, buscando quién sabe si a Dios en este dulce instrumento que es la poesía, pero no soy hombre de santos ni tengo al cielo como el cobijo al que aspira mi alma enferma. Sé, no obstante, que algunos festejarán mi ausencia. No ha sido mi elección la del afecto hacia los otros sino la puya y el desdén, obra de mi carácter, de escasa dulzura o ninguna, de poco apresto al concilio y de mucha inclinación al desplante. No buscando la fama, encontré cierto posición social que no la desdeñó. Fui amigo de reyes y hasta gané la enemistad de algunos. La vida cortesana, tan rebajada a lo mundano, nunca me hechizó. Fui de los que paseó los pasillos palaciegos, abrió cancelas y platicó con sus dueños, pero lo hice campechanamente. En mí se produjo el milagro de lo profano y de lo sacro y de esa mixtura dulcísima extraje una poco piadosa visión de las cosas. Quienes me condujeron a los cargos eclesiásticos que disfruté no cayeron en la cuenta de mis dispendios. No solo gasté en mis vicios sino que repartí entre los míos. Si eso contribuye a que mi figura no sea tan severa, lo aplaudo, pero no me resta sueño, en estos días últimos, si el futuro me viste con ropajes embusteros y de mí dicen lo que no procede. No solo me entregué a los libros y a las letras de los libros. Amé obstinadamente la vida al modo en que se ama lo que se sabe huidizo. En eso hay algo de mi sesgo crispado, de mi voracidad dialéctica, de todo eso que las habladurías, en ocasiones, cuentan de uno y que, a poco que se escuchen con atención, se advierten ciertas.

Dicen los que me tratan que me falla la memoria. Todavía alcanzo a escribir sin desmayo y nombro con absoluto rigor los dioses de la antigua Grecia y los héroes que en los libros me iluminaron. Muy de ordinario manejo las filigranas del verbo y hasta me acomodo con soltura en las cárceles del lenguaje, que son muchas y precisan de fineza y de ingenio como pocas. He andado camino, refugiado del invierno en posadas, conversado con el pueblo y me he arrimado, sin la ronza de algunos, a las castas de más fuste. Todas esas travesías han avituallado de milagros y de tristezas, de asombros y de penurias también, esta insobornable querencia mía a dejarlo todo por escrito. Encuentro en el oficio de escribir el placer que no hallo en el de la vida. Por eso seguí sombras y abracé engaños. El hospedaje de los años lo estoy pagando ahora en este lecho en el que yazgo. No poseo otra riqueza que mi nombre puesto que desconfío de lo que todavía me aguarda y no dudo de que me cubrirán ya sin remedio las entenebrecidas verdades del mundo. De mentiras viví mientras que las mentiras me colmaron. Y bien colmado que estuve. Gocé e hice tal vez gozar, aunque no es esto de lo que hablo asunto de lubricidades sino materia del espíritu. En la palabra, en su dormida ribera, fluye el río de la vida, en la que yo me he afanado y de la que ya, aquejado de quebrantos que no gobierno, me despido. Quiera el céfiro y quieran los astros en la callada bóveda de la infinita noche que sean mis letrillas alimento del que las busque. No hay otro fin en este viaje que concluye que el de legar algo que de algún modo alivie el dolor que padezco. Esplendor mucho, ceniza poca, he dejado escrito. Que el recinto que guarde mi cuerpo no se abruma de visitas y no se sepa a ciencia cierta en dónde me hallo y a qué inclemencias de las estaciones me expongo. 

En la comisión de mi cabildo, me obstiné en el imposible de conceder prebendas a los míos. Conforme he ido avanzando en años y en dolores, pues la vida es un dolor minuciosamente administrado, he confirmado la idea de que la belleza salvará al mundo del caos y de la barbarie. Los ejércitos librarán sus batallas en las extranjerías, los reyes recibirán las reverencias de la grey, pero los poetas conduciremos al alma al parnaso y la dejaremos allí, prendida a un endecasílabo, encendida de los abundantes júbilos de las letras. Las mías las dejo al antojadizo dictamen de mis críticos. Sé que fui odiado como sé que odié. No fui hombre de armas y no me escondí en las sombras, a la espera de amandoblar a mi enemigo, que tuve en número grande. A mi funeral acudirán todos. Lo harán para comprobar que me meten bien hondo y que me echan encima una buena cantidad de tierra. A cada paletada sobre la madera, mayor será su alegría. Los que me amaron, quienes tuvieron a bien dispensarme su afecto, nada les pido salvo eso que los que escribimos siempre llevamos bien a gala y que consiste en no dejarnos morir del todo. Que leyéndonos, vivimos. Que en el ejercicio de la lectura, nuestra voz se iza y perdura, ayuntada con las otras que también trabajaron en esta dura empresa de contar los sucedidos. Os dejo, parto, me siento bil y no gobierno ya ni lo que escribo. Seré tierra, humo, polvo, sombra, nada.

2.11.15

El examinador examinado





Mientras arriba, en donde se legisla, no haya personal cualificado, bregado en el aula, con los pies en el suelo, a pie de pizarra, no habrá eficacia abajo, en las escuelas, en los claustros, en los consejos escolares. La educación es un juguete en manos de los políticos que la han ido rebajando, adaptando a su ideología, sin mirar en el daño que hace al enfermo aplicarle el dictamen de tantos médicos. No se duda de la buena voluntad del que administra, pero se percata uno, sin que haga falta mucho empeño, que los planes son caprichosos y obedecen a criterios oportunistas, cuando no clientelistas. Está bien que se examine al examinar, por supuesto, pero no parece que el cuerpo de profesores, tan vapuleado, tan puesto en evidencia, de tan rebajado prestigio en la sociedad, acepte que se le evalúe desde el desconocimiento, sin una sólida base pedagógica. Hasta que no se formalice un Pacto de Estado, la educación seguirá avanzando a empujones, con el esfuerzo absoluto del cuerpo de profesores que la ejerce. Porque los docentes hacemos un esfuerzo digno y noble. Nada que deba ser aireado públicamente. No es ninguna heroicidad: es nuestro trabajo, el trabajo por el que cobramos y en el que creemos.

Lo de cobrar por la calidad de lo que se enseña me parece un asunto espinoso. No sé qué procedimientos se pondrán a funcionar para que de verdad el profesorado del que se duda - pues no hay otra cosa que duda - se remangue y haga lo que se supone que no hace. Este gremio nuestro no es el idílico, pero es tan sensible y de tal trascendencia el trabajo que realizamos que se impone una revisión, un mirar lo que se hace y corregir lo que está mal. a LOMCE, con su infame devoción por las estadísticas y por la rendición estajanovista de marcadores y de estándares, de cifras que lo asfixian todo, no es la panacea, ni mucho menos. Es una ley hecha por tecnócratas, gente de buen corazón, en fin, quién va a dudarlo, pero más preocupados por los resultados que por la práctica que conduce a esos resultados. Mientras Méndez de Vigo diga, sin rubor, que va aprendiendo poco a poco a entender este asunto de la educación, pero que está bien rodeado de asesores, España seguirá siendo un país sin futuro. Dicho de una forma bruta, un país sin futuro.


La mejor evaluación de un docente debe proceder del propio centro, no de un agente externo, en ocasiones desavisado, ajeno a las singularidades, obligadamente ajeno, por otra parte. Que un centro tenga mecanismos fiables para acometer esa evaluación es el asunto capital de toda esta conversación. Hay que formar a los docentes. No evaluarlos, así sin más, por lo bien que queda eso en los titulares de un periódico. Antes de que pasen por la evaluación, se les debe contar en qué consiste la nueva escuela, cómo se está rehaciendo, en qué formatos se va a exponer el trabajo de clase, qué espera afuera a los alumnos que estamos instruyendo. Los formadores deberían ser los principales agentes. Primero, involucrándose en el centro; después, orientando su diagnóstico hacia la naturaleza de cada centro; más tarde, preparando a los tutores y a los especialistas; dándoles autoridad, convirtièndoles - de nuevo - en una parte consciente y entusiasta del proceso de enseñanza. Todos los palos que han recibido - debo decir hemos - han enmohecido algunas tuercas de la máquina. Su corazón sigue indemne. 

Marina, un filósofo echado a la calle, a lo que se ve, se ha metido en un barrizal. Hace mucho que nadie se ha llenado los zapatos como este hombre. A ver si ese no es el camino y no hacía falta llegar a eso. Quizá tan sólo haga falta una voluntad económica, un dotar a las consejerías de un presupuesto más amplio: el que posibilite que se cubran las bajas, el que haga que los sueldos de los profesores sea el que merecen, el de antes del bocado que le dio la crisis y que no ha sido compensado. A veces se ve bien a las claras la tacañería de los que mandan. Sí, ya lo sé. De una cepa enana no puede salir buen vino, como cantaba Serrat en la copla de Curro El Palmo. Pero duele que se recorte precisamente aquí, en la educación. Parece que no ven - o no quieren ver o no les conviene ver - que no hay futuro si la escuela se deja así, sin la firmeza que la haría funcionar. Estamos mal. No sé si vamos todavía a peor.

1.11.15

las horas duelen como un retrato de baudelaire

no sabemos qué vamos a hacer con el miedo, no sabemos qué vamos a hacer con el vértigo, no sabemos qué vamos a hacer con el tiempo, pero recogemos la basura, la basura de plástico, la orgánica, el papel, y vamos al supermercado, antes de entrar arrojamos el plástico, las raspas del besugo, los huesos del pollo y el periódico de anoche en los contenedores soterrados, en mi pueblo han puesto muchos, se ve el pueblo distinto, el pueblo moderno, un contenedor soterrado dice más de un pueblo que una estatua de pablo neruda en una plaza, los poetas casi nunca merecen estatua en plaza salvo que, oh azar, oh delicado atropello de las horas, el poeta haya nacido a la vera de esa plaza, en la calle aledaña, en una casa de dos plantas, más bien humilde, donde la concejalía de cultura y bienestar doméstico ha construído un santuario turístico al que vienen frikis del verso endecasílabo, vienen en tromba, leen a whitman, declaman capitán oh mi capitán, leen a rilke, todo lo que a me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, leen a vuelaojo versos historiados, se asedian a versos mientras afuera la realidad se adensa en lluvia, dentro de la lluvia está whitman, está neruda, no sabemos qué vamos a hacer con las odas elementales, con los versos más tristes esta noche, podemos sacar la basura, depositarla sin protocolo en los contenedores soterrados, el orgánico, el de plásticos, el de papel, esta vez no llevo botellas, pero hay un contenedor verde chillón con una boca menudita por donde el cristal se abisma hacia una oscuridad ruidosa a salvo de de la luz y del fragor de los colores, las horas crujen como la ginebra en el cerebro, las horas duelen como un retrato de baudelaire, las horas en vilo del poeta en lo hondo, abriendo puertas, contando sílabas, destrenzando tramas, mi corazón va al supermercado, llevo en un bolsillo la lista de la compra, el detergente, la cerveza, la leche, el suavizante, llevo en un bolsillo a bill evans, no sé cómo se puede ir al supermercado sin waltz for debby en el bolsillo, sin ese extracto de cinco minutos del cerebro tóxico de un genio con gafas de pasta, cara de matemático y pelo jim morrison antes del sacrificio, pero nada me satisface más que este festín de las palabras antes de ir a la cama, demorándome en un hilo, atendiendo otro que me llama desde dentro, las cosas importantes están en lo hondo, valen cuanto más hondo están, se desvanecen, se fragmentan, se mueren en la superficie, al oro del aire se van muriendo sin que podamos insuflarles un adjetivo, un verbo místico, éxtasis fonético, sublime polvo de letras, lo que whitman con su barba prehistórico, lo que neruda con su cara de profesor de latín, lo que baudelaire con su gesto esquizoide, lo que whitman, neruda y baudelaire sabían, el poeta conoce el ruido del universo, ve en los pasillos del supermercado secretas líneas de texto cósmico que los demás no ven, el ruido sin intención de los átomos de luz que nos embriagan de colores, el poeta está alerta, vislumbra lo que no está, lo inventa, un dios es el poeta, un dios nebuloso y responsable, el poeta no está en contradicción con el universo, es el único sujeto que no está en contradicción con la mecánica celeste, el poeta ve los arcanos, el poeta entra en un supermercado, saca del bolsillo la lista de la compra, lee los apuntes, la letra extraña, escrita aprisa, la caligrafía de la rutina está en las listas de la compra, es la rendición semántica de nuestra esclavitud en el mundo, uno escribe leche porque una botella de leche o dos o un pack de seis le espera como la noche espera al día, en el extravío de esta crónica de mis vicios me observo con detalle, me declaro ajeno, me miro desde lejos, no me conozco, no sé quién es quien escribe, el que encuentra las palabras conforme las teclea, el que hace años que no ve a su amigo juan porque no sabe dónde está juan, aunque piensa a menudo en juan, en los bares en san fernando, en la cerveza con mucha espuma, en los bocadillos de tortilla de patatas, en las historias del exterior que amenizaban las historias del interior, pienso en juan, pienso en maría jesús, pienso en maría del mar, que me recogía en el panda de un primo y me dejaba a pie horas más tarde, después de haber oído la música acuática de haëndel en un cassette sanyo muy viejo, en una cinta tdk muy vieja, en un piso de alquiler sin muebles casi, pienso en your song cantada en un jardincito urbano con antonio y con auxita, pienso en whitman leído en un ascensor, pienso en los paseos por san fernando cuando el mundo era frágil y veía pasar coches y buscaba y encontraba el amor en los bares, pienso en baudelaire, hace pocos días, en el bolsillo de mi abrigo de invierno, el bueno, la edición de las flores del mal que tradujo jacinto luis guereña y editó visor en ese negro mítico que ilumina los ojos de los buenos aficionados a la poesía, pienso en todas esas cosas que no están o que están a trompicones o que sólo están cuando uno hace un esfuerzo verdaderamente considerable para que estén, confío en mí mismo, confío en la memoria a la que le debo mi vida, ignoro qué sería de mí si me fallase, si de pronto se me fuesen muriendo los nombres, el menú interactivo del guión, las corrientes de aire en el piso de la calle de la biblioteca, beautiful girl en samarkanda, jack daniels en el chiringuito oyendo sledgehammer a la medianoche, va uno copiando en la lista de la compra el detergente, la leche, la cerveza, la mantequilla pero no puede ir copiando el afecto, la ternura, la sinceridad, el júbilo, en esas palabras grandes de homilía de la vida es donde está debby, la sobrina de bill evans a la que dedicó el vals que escuché anoche una vez más mientras regresaba a casa lentamente, demorándome en los escaparates, buscando prodigios en el aire, buscando a whitman en el cláxon de la furgoneta que casi derriba a un motorista, febrero es una fiebre de metales metafísicos, mi amigo k. me ha pedido que deje de escribir en este blog textos automáticos, escribir por escribir, sin pensar, me dice que no es manera, él cuida esos detalles, exhibe un pudor del que yo carezco, me gusta exhibirme, presentarme a la espontánea audiencia, hablar de whitman, hablar de neruda, hablar de baudelaire, hablar sin otro objeto que ocupar el espacio en donde antes de que hubiese palabra únicamente había silencio, el moribundo silencio de los abrazos que se fracturan, el tiempo sin conciencia, las horas como un fardo, las horas sin rellenar de luz, las horas sin bendecir por ningún prodigio de ésos que la belleza ofrece a beneficio de quien está atento y lo recoge, las horas infinitas del tedio vencidas por las horas infinitas de la alegría sencilla de ser feliz unos minutos al menos, somos custodios de una felicidad partida, buscamos a diario la luz entre la sombra del tiempo, somos la herida iluminosa, el milagro paradójico, el despejador de incógnitas en el álgebra teológica, el astrofísico del alma, somos el beso nocturno, somos whitman tumbado en el centro exacto del universo, mirando arriba, mirando dentro, buscando arriba, buscando dentro, a k. no le gusta whiman por sencillo, no ve dentro, se deja confundir por el peso liviano de las palabras, por su aparente fragilidad, pero dentro de whitman está la clave del universo, la ecuación absoluta, el texto secreto, la llave antológica, dentro del poeta whitman está baudelaire, dentro de nerude está whitman, está baudelaire, está la poesía trágica y la poesía cómica, el verso que blande un grito y el verso que tutela una levísima caricia, estos alivios de sábados por la mañana, oyendo jazz, pensando en juan, en maría del mar, en bill evans, en los años sin fluido, en los años sin dinero en el banco, en los años rosados de paseos por la judería a la vuelta de los pubs gloriosos del centro, en los años de danza invisible, en los años de robert smith diciendo que los niños no lloran, en los años de la universidad frenética de la vida, jugando al billar en el cairo, inventando versos en la clase de pedagogía, comprando discos en simago, viendo fantasmas en los surcos, objetos muy livianos de belleza ectoplásmica, invisible al ojo desastento, sólo presente si te dejas conducir despacio, pienso hoy en juan, en whitman, en los países metálicos de la infancia sin libros, en toda esa adolescencia sin sobresaltos en la que pude descubrir al yo vigilante, al yo auténtico que luego, al correr de los años, deviene siempre un yo transeúnte, un yo caótico, el errático escribidor de insomnios, el amanuense febril que en las horas últimas del día se concede el inocente placer de creer que alguien afuera va a tomarse en serio lo que ni él mismo, ya lo advierte k., se toma, pero van los días pasando, los días en su vértigo, no sabemos lo que es el vértigo, lo que son las horas, las bebemos a sorbos grandes, las mordemos con entusiasmo, creemos que las podemos convertir en palabra, decía cortazar que el frío complica siempre las cosas, y en ese plan es uno feliz deseando menos, evitando el frío, buscando a debby en un vals, en la lista de la compra, en los códigos de barras, en el sueño, k. busca a debby en evans, me enseñó a descubrir el texto dentro debajo del texto, la melodía dentro de la melodía, el tiempo en el tiempo, el espejo en su hondura, pero ahora él se cierra, se aleja, huye, k. es un falso, eres un falso, le cuento, me mira, me analiza, sabe que le conozco bien, llevamos una vida juntos y hemos tenido las trifulcas juntas, alguna desavenencia, livianas frivolidades de dos que se condenaron a entenderse, la rutina del yo que se escinde y va al mundo solo y vuelve dolido, una especie de avatar, qué quieren que les diga, el avatar posible, los poetas nunca merecen estatua en plaza, la adquieren a lo mejor tarde, es posible, la adquieren a título póstumo, en el barrio en donde nacieron, con los vecinos mirando con orgullo, con todos los vecinos, los vecinos de izquierdas y los de derechas, los que creen en jesús divino y los que les pasan de jesús divino, los vecinos que no decaen nunca y los que están todo el día apesadumbrados, los poetas vuelven del campo con un racimo de versos bajo el brazo, con los pájaros que vuelven de otros países, con los pájaros benditos de las alas benditas, porque la poesía es un oficio bendecido y su aliento lo impregna todo, no sabriamos vivir sin la poesía, es quizá eso lo que hace que el mundo no se haya ido del todo a la mierda, que la poesía esté ahí, invisible, impregnándolo todo, aunque haya gente que no cree en la poesía, como hay gente que no cree en jesús divino, pero la poesía es un bien más alto que la creencia en un mundo superior porque la poesía ya es, en este mundo, no en ningún otro, un bien alto, uno de esos bienes nobles que pueden salvar al mundo del caos, pero el mundo va al caos de cabeza, me lo ha dicho hoy k, k tiene voluntos buenos, de los de copiar y no olvidarlos, el país va al caos, pero el mundo está ahí afuera, yendo al caos, nos estamos muriendo y no nos damos cuenta de que nos estamos muriendo, compramos la prensa, leemos las novelas nórdicas, bebemos café en las terrazas de los bares, pero el mundo se está desintegrando, ni siquiera hay un plan del gobierno, les viene grande el caos, no se les ha ocurrido convocar una reunión de poetas, poetas maximalistas, poetas minimalistas, poetas venéreos, muy lúbricos, muy salidos, poetas castos, pacatos, de una contención sobresaliente, juntarlos a todos y ver qué pasa, igual salen de la reunión con un par de ideas fantásticas, no sé, no entiendo yo de esto, pero me está viniendo esta noche ancho un párpado, otra vez el párpado de siempre, la realidad se obstina en contrariarme, se pone incómoda, como una mosca que se ha fijado en la bondad de tu piel, en la tersura de tu piel, en toda la formidable disposición topológica de tu piel y ha decidido echar las pocas horas que le quedan de vida dándote por el culo, no dejándote respirar, ahogándote, convirtiéndote en un ser despreciable, despotricando contra la mosca, la mosca, la mosca, la madre que la parió, yo tenía una mosca y la muy intrépida no se murió, danzaba como los esqueletos de saint-saens, como shakira en el carnegie hall, no sé si shakira ha estado en el carnegie hall, me imagino que importa que se llene, si la caja suena, las puertas se abren, el público aúlla, el público vibra, aullidos, vibraciones, cartas de amor, el caos, las tardes en casa, leyendo a baudelaire, pensando en ese retrato en el que da miedo, da miedo baudelaire

28.10.15

La vida es una novela de Patrick Modiano

La novela da cuenta del mundo, lo indaga, le da cuerda, lo abarca entero y, en ocasiones, lo invalida o lo censura o lo deja en ficción. Las mejores novelas son las que no son perfectas, las que dejan las costuras visibles, las que no están terminas. Ni la misma vida podría ser una novela antológica, una de verdad cerrada, revisable, redonda, sin ningún resquicio, Estoy por dar la razón a un amigo mío que me dijo una vez que las novelas son los sueños de un dios. La novela como epifanía teológica. Pero los novelistas no lo saben. Creen que escriben ellos, pero las tramas se las dicta o se las confía el azar. No podré nunca charlar de todo esto con G.K. Chesterton. Me hubiese encantado. Todos los árboles sacrificados para que puedan ser leídas las novelas de Coelho o de Bucay duelen en el alma. Me duele un árbol. Seré quien los defienda a partir de ahora. Me duelen los árboles sacrificados inútilmente. Ojalá todo lo que escribe Coelho se publique directamente en formato digital. Acabo de terminar una novela imperfecta, imperfecta y adorable. Me la regalaron. Se llama Villa Triste, La escribe sin ninguna pretensión de trascender Patrick Modiano. No pasa nada y, a su modo, no hay cosa que no pase. Se lee con fruición, se queda dentro, pero no estoy seguro que uno pueda hablar de ella y contar qué tiene, de qué asunto nos informa. La vida es una novela de Modiano, Alex Herrera..

24.10.15

Spleen


                            A Antonio Sánchez Huertas.

En mi amigo Antonio abrevan provincianas, elementales
bestias, alucinados ángeles.

Siendo como es dios pequeño de su alado verbo,
abruma con su parlamento enorme y, en ocasiones, remotos pájaros
le vienen en bandada y con ellos departe demiurgas sílabas.

Complacido de su causa,
ufano de itinerarios y de ternuras,
mi buen amigo Antonio celebra el tiempo
en íntimas advocaciones al numen de todas las cosas importantes
y lee a Stephen King a bocados
y consulta los diarios en las barras de los bares
como si el mundo acabase de anunciar
su previsible finiquito.

Se deja vivir así, 
ordenando los días
en cervezas, en periódicos, en un hijo bonito que le dio el Atlántico,
en esposa cómplice de sus vuelos.

Hoy traigo este encargo de fijarle 
un tema más de conversación
que nos ocupará gratísimos ratos 
en la barra de Espuma’s, que ya no está.

No hay lugar en donde él y yo no hayamos estado.
Ninguno en donde no esté la rúbrica de ese paso.

Hasta que las estrellas revienten en el cielo de Beverly Hills / Tom Waits rinde cuentas al fin





Soy Tom Waits y ya no soy un hijo de puta. No me pregunten cuánto vale un gramo de coca. Pregunten otra cosa. Por mi mujer o por los concursos de la televisión. No leo libros ni periódicos. Me da lo mismo si ganan los demócratas o los republicanos. Obama es negro, de acuerdo. Keith Richards está otra vez de gira y John Holmes se fue al infierno sin un céntimo debajo del colchón. Quiero decir que el mundo sigue girando. Haga uno lo que haga, el mundo va a lo suyo. La luna en el cielo y el aire oliendo a tierra mojada si llueve. Haría lo que sea por redimirme. De hecho ensayo salmos cada noche. Rezo al cielo infinito y me hinco de rodillas, cerrado el corazón, callada la boca, pensando en mis adentros la salmodia que me exhima del tabernario relato de mis pecados. Fueron muchos y todos se conjuraron para que mis canciones describieran el estado putrefacto de mi alma. No se me ha confiado si hay un Dios o todo es un bulo entretenido, pero hay noches en que le hablo hasta que clarea el día. Algunas veces, al despertarme de algún sueño muy breve, pienso en frases enteras que me ha dicho, en confidencias suyas. Debe verme muy triste para que se detenga y tenga la consideración de escucharme. 

Soy Tom Waits y ahora pago un recibo mensual por la televisión por cable. La única resaca que padece mi cuerpo cada mañana es la de la abstinencia absoluta. Y juro por Dios que lloro al recordar los años gastados en las barras de los bares, las noches eternas contemplando el paraíso en el fondo de una botella de Jack Daniels. Anoche vino un periodista a casa. Le ofrecí un te aromático y amenicé la entrevista con un disco de Barry Manilow. Mi mujer sabe el dolor que he sufrido y aprecia en lo que puede la redención a la que me he entregado en cuerpo y en espíritu. Mi manager me pide sangre, pero yo sólo sé darle algodón. Todas las noches descarrila un tren lleno de algodón en mis sueños. Juro que cada mañana me levanto empapado en sudor, gritando como un lobo enjaulado, lejos de la manada, obligado a enseñar los dientes muertos, alimentados con hamburguesas del McDonald's. Soy el lobo recién ingresado en la sociedad civil. El vampiro con nómina. El delincuente súbitamente al corriente de sus fechorías y entregado sin estridencias al bendito tribunal del pueblo. 

Soy Tom Waits y ya no sangro cuando canto. A mi voz le ha crecido un cáncer y soy incapaz de disimular la enfermedad en un escenario, pero sabrán disculparme si no regreso al activismo de antaño. No esperen perros en la lluvia, hagan el favor de concederme la posibilidad de perderme. Yo no me siento con fuerza para escribir mi biografía. A veces se me escapa un aullido. Cosas del lobo que no ha dejado de romperme por dentro. En todo caso queda una brizna del salvaje que fui. Si me miran en detalle, si observan el mapa de mi rostro, advertirán la erosión, el roto que los excesos han dejado en los ojos. El santo bebedor es ahora un sencillo funcionario. Gano la paga como la gana usted. Me levanto temprano. Oficio el rito preciso para aparentar la normalidad que anhelo, pero basta con prestar la suficiente atención para percibir la metástasis. Soy un zombi. El cuerpo está muerto, pero la cabeza sigue ordenando el mundo. Soy una especie de dios rudimentario y caprichoso que ha encontrado un placer sublime en corregir los errores del plan y en cuidar de que no se reproduzcan de nuevo. Kathleen, mi venerada esposa, me ha librado del veneno. Me ha dicho: o el veneno o yo. Y a esta altura de la travesía, bebida media Kentucky, libradas todas las batallas con las que el hombre se cree divino, ungido por un don, Kathleen es el sol y también las estrellas.

Soy Tom Waits y la melodía es como el humo. El ritmo, ya lo saben, son las toses. Ya no importa que cante con el culo y recite a diario el evangelio de mi salvación. Fui un borracho rentable y ahora soy un crooner de mis recuerdos. Si quieren les canto My funny Valentine o Summertime como si no hubiese hecho otra cosa en la vida. Ladro lo justo, lo siento. Me sale la voz de perro, pero me duele lo que dice. Si quieren volver al ogro, saquen sus discos, inviten a los amigos, díganles que fui un dios salvaje. Fui un dios con un alambique de whisky en la mesita de noche. El dios ebrio con su don preciso.

Soy Tom Waits, el bastardo, el huérfano, el loco, el limpio ejemplar de una especie en vías de extinción, el que no se vendió a Dios, pero miró a los ojos al diablo y encontró refugio en el mal, en la belleza que el mal siempre alienta. Siento que no me hayan sabido comprender. De verdad que siempre intenté ser yo mismo. Lo fui cuando me senté en un cabaret y entoné un blues fúnebre. En el fondo no he hecho otra cosa en mi puta vida. Cantar un blues. En la intimidad, a salvo de las cámaras, de la mtv y del billboard, lo repito en ocasiones a mi amada Kathleen. Le digo que se acomode y lo hace con un desperpajo que me intimida. Luego busco una canción antigua. Y le ladro.¿Eras perro o lobo esta vez?, me dice después de la reverencia protocolaria. Y la beso como un animal hasta que las estrellas revientan en el cielo de Beverly Hills.

Soy Tom Waits, llevo siéndolo desde que recuerdo, no he sido otra cosa. Primero un Tom Waits inocente. En la inocencia, no se tiene deseo alguno de ser creativo. Por eso es mejor el desamor, la locura, la parte oscura que te aúlla dentro. De no haber bebido, no habría cantado. Entiendo que haya quien no lo necesite, pero ellos no son Tom Waits, ni tampoco les invito a probarlo. Hay que haber estado mal para hacer lo que yo he hecho, pero ahora estoy centrado, paseo los perros, me enchufo Netflix y veo la segunda temporada de Sons of Anarchy. Me encanta todo ese festín de cerveza y de chesterfields, de ruido de blues en la barra de un bar y de putas que abren la boca sólo cuando es necesario. Echo de menos la barra de los bares, pueden creerme. Mis mejores canciones están todavía en la madera. Mi voz se ha astillado con los años, ha adquirido una firmeza incluso conveniente para exhibir mi cuota de tristeza, pero ahora estoy sin argumentos, no se me ocurre cómo sentirme reconciliado con el mundo. Tendré que salir y mirar la luna y sentir que me mira. 

21.10.15

Johnny Cash y José Luis Perales comparten versos



Hay que tirar de las palabras como si fuesen cuerdas que mueven objetos. Las del amor son las que tiran del mundo. No requiere adiestramiento ese tirar. Una vez abierto el envase de las palabras de amor, en cuanto se desprecinta la caja que las contiene, hay que acabar con ellas. Lo asombroso es que siempre hay palabras debajo. Por mucho que las usemos, siempre hay más a las que recurrir. No hace falta tampoco que se piense mucho cuáles escoger. Se mete la mano y el azar oficia su trabajo. No habrá ninguna que no convenga. Si son de amor, todas valen. Me acuerdo siempre de la canción del buen Hilario Camacho, la del peso del mundo y la del amor que lo soporta, pero se estremece uno cuando hace la retahíla de los rotos del amor, las cicatrices que muestre, toda ese cáncer con el que pasea las calles. Es la asignatura pendiente, el amor. No nos enseñaron a practicarla con esmero, se nos birló la didáctica. Amar es el gran verbo, el que todavía no hemos aprendido a conjugar. No hay amor, no lo hay. O lo hay a ratos, a rachas, sin una continuidad. Nos va mal, en general, por lo poco que lo apreciamos, por esa falta de interés en usar las palabras que atesora. Y eso que todas las canciones son de amor y todas las grandes novelas sólo se han ocupado de explicarlo, de hacer que triunfe por encima de todas las cosas.

Los días en que uno se siente hospitalario consigo mismo piensa en el amor que ha dado y en el que ha recibido. Como si de pronto se acabase de conocer y hurgase en lo interno, en los pliegues, en los recovecos del alma, en fin, ustedes ya me entienden. Planea el día a tientas, prevé qué va a pasar, acepta que no todo esté a la mano, que el azar hocique por donde suele y haga de las suyas, pero desea - y lo pide como puede, cada uno lo pide como puede - que el amor triunfe. Quizá sólo estamos en este mundo para que nos amen y para amar, no sé bien el orden de este deseo así expresado. Todo lo demás, el resto de las grandes y las pequeñas cosas, son extremidades de ese cuerpo, apéndices relevantes, en todo caso. Pero es el amor el que administra la trama. Ni siquiera el mal, el mal puro, el mal con ascendencia bíblica, gana en ese ilusorio ranking. Todas las canciones son de amor, será cierto. Incluso las tristes, las que se ocupan del gris del mundo, hablan en el fondo del amor. Da igual que lo cante Johnny Cash o José Luis Perales. Dicen lo mismo, con distinta voz, pero la misma distinguida cosa. 

20.10.15

Creer en Dios




Creemos en Dios porque es mejor tener a mano alguien con quien contar o alguien que nos tenga en cuenta. No únicamente en los momentos duros, en las tragedias, en las curvas del camino; también en los tramos limpios, en la felicidad sin aristas de un día en el que el sol te arrulla, el aire te conforta y los pájaros cantan para que tú los escuches. De creer yo en Dios, de tener esa certeza anclada en el corazón, hablaría con más conocimiento de causa: hablo desde la distancia del descreído, del que siempre entabla esa batalla hermosa, en el fondo, entre las metáforas y los algoritmos, entre la fe y su incómodo reverso, que no es exactamente la ciencia, por mucho que nos la vendan como el enemigo de las creencias. De creer yo, de tener esa reserva espiritual, no sería más feliz de lo que soy. Tampoco se puede asegurar esto con firmeza. En realidad, ¿qué puede ser afirmado con firmeza? Ni los creyentes, los de convicciones más sólidas, aseguran nada con firmeza. Es deseable incluso que no lo hagan. Que por su bien no lo hagan. Es mejor una vida en la que el asombro te haga mirar sin miedo a las dudas. Levantarte a diario con el bendito temor de que algo extraordinario suceda y vuelque tu modo de vivir y te haga reconsiderar todo lo que antes creías bien sujeto. Se vive para que el azar nos fascine o nos hechice o nos zarandee a su capricho. Uno habla con Dios porque alivia la posibilidad de que las súplicas - las confesiones, la manifestación de la intriga enorme que es vivir - sean escuchadas. De que alguien está ahí para remediar la soledad. Quizá eso de nacer solos y morir solos exige que fundemos la idea de Dios. No un Dios verdadero, uno que rastree las voces de sus criaturas y las registre y las tenga en cuenta y hasta las responda. No hablo de ese Dios: hablo del Dios de las pequeñas cosas, la idea de uno que hayamos puesto ahí enfrente para que organice el caos tan enorme que nos rodea y dé sentido -sea eso lo que sea- a las grandes preguntas. No creyendo, pienso mucho en cómo sería creer. No es nada nuevo. Se está bien pensando. 

19.10.15

Naufragio

La blonda del agua
Tan hermosa y breve
En la cresta del tacto
En la espuma del ojo
En el eco del tiempo
Mi corazón arrebata al mar
Las algas de la boca del naúfrago

El regreso del caballo muerto



Uno cree que puede con casi todo, pero la realidad malogra esa fe, la convierte en deseo, en indicador de lo que anhelamos, pero hay una edad en la que es posible jugar cerca de un caballo muerto. Se integra el caballo al juego y el atrezzo es más eficiente. No hay circunstancia que no se pueda administrar lúdicamente. Lo malo es cómo manejamos después la memoria. Vas creciendo con la idea de que un caballo muerto fue compañero de tus juegos. Te haces adulto con el miedo de que aparezca.

16.10.15

Bailando sobre el abismo / John Wayne Redux



Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, en el momento en que el cielo expuso su azul más nuevo, cuando la sombra se reconoció sombra y la luz un vértigo de colores, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la belleza, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne sin la malicia que luego le ocupó el alma. Quizá uno sin alma todavía. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén, en la que nació,  sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.972, aunque comprase en el kiosko cómics de la Marvel y soñara a Peter Parker enfundándose la malla arácnida para combatir a Kingpin y al Duende Verde. Luego vino Kafka y puso cien migrañas encima de la mesa. Vino el mundo con su barbarie sin propósito. Vino el caos con la enfermedad dentro. La literatura. Si no hubiese conocido a John Wayne probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka posiblemente Emilio Calvo de Mora Villar habría sido sustancialmente otro, pero no éste, aquí ensimismado, dejado caer sobre la limpieza fundamental de la página, colocado de palabras, embriagado de voces, como un loco. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.972, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Fui el lector entusiasta de los tebeos que me iban prestando, el que ocasionalmente compraba alguno, mansamente. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. Se puede odiar a John Wayne por este sindiós recién montado. Se puede tener la propiedad de la memoria y ver que no la gobernamos enteramente. Líbranos de la rutina, oh señor inmarcesible, oh alto caudal sin brida, oh Tú, que venciste a las mismas tinieblas en su morada. Porque la rutina es el infierno entero volcado en el pecho como una lengua de horas. Porque amo la estrategia de la luz y me estallan cien sonetos en la boca apestada y fría. Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.972. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, hijo de buenos padres, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Un Dios con la cara de Peter Parker. Un Dios con mi cara cuando me iba a la cama y pensaba en lo bueno y en malo del mundo, en lo que me aguardaba, en las posibilidad de que yo hiciese algo bueno en la vida. Hay momentos, incluso en la vida de un niño, en que el futuro es una instancia mesurable. Será verdad que nos diferenciamos de los animales en el hecho de que ellos no piensan en futuro. O lo hacen. No lo sé. Al poco de todo eso, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy un tommyknocker, soy el bajista de Cream, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con el Peña, el Segu, Raúl y el Cobos. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados. A Dios lo visito a diario a mi modo. Le cuento lo que me pasa y él me cuenta lo que le pasa. Flipo con Dios y Dios seguro que flipa conmigo. Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura. A veces he pensado que no soy un ser religioso porque tengo los libros. Porque la ficción me llena al modo en que lo hacen, a decir de quienes creen, las historias de los libros sagrados. Los míos son sagrados también. De una sacralidad completamente personal. I've got my own personal JesusLa fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol.  El que miraba con arrobo el abismo y se preguntaba cómo sería no salir nunca de él. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése apunta al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Las grandes, las relevantes, las que siempre aparecen en los libros de Bucay, en esos prontuarios de dietética moral, nunca aparecen en las fotografías. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Hoy es cuando me he sentido John Wayne y he disfrutado la mentira. Vuelvo a la idea primaria: al yo de un año perdido en un álbum de fotos. Al final los años son indicios de una evidencia a la que accedemos de forma frágil, sin la entereza de lo aprehensible, carentes del fulgor de lo real. Lo real esplende. La memoria es un cocktail de mentiras a las que aligeramos de tragedia. Solo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. No sé la razón por la que caigo en Borges en textos como éste. Supongo que llegó el primero. Como los primeros amores. Me voy a refugiar en un verso de Bukowski. En Philip Roth contando las bondades de beber mucho, en la feliz eucaristía del alcohol. Hoy me hace falta esa rudeza absoluta.  Me vacío y me lleno. Bailo sobre el abismo.


Texto remozado / Reduxing (se dice así) de la malherida (pero viva todavía) Barra Libre. Se añaden líneas, se omiten otras. Justo lo que mi amigo P. me pide siempre que hago cuando escribo. Que revise, que revise, que lo lea y me lo cuente a mí mismo de nuevo. A ver qué opino. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...