31.10.20

Conchabarse

 Está en desuso conchabarse, al menos la palabra, recabar la opinión contraria a alguien y arrimarla a la nuestra, se estila más conspirar, hasta confabularse, vocablo de fuste más culto. Hay conspiraciones unánimes, presencias tapadas en el discurso de lo real, larvadas, invariablemente disponibles si se las precisa y, a largo o usado corto plazo, dañinas como un martillo en el embalaje de vajilla fina. También prospera el consenso feliz de reclamar opiniones positivas, las que germinan y hacen crecer lo que quiera que se haya plantado. Ese abono es paradójicamente incapaz de cundir como su reverso, el de la conspiración, el taimado y enfermo.

Se conchaban los intrigantes: urden sus tramas oscuras, maquinan trabajados planes de derribo. Luego todo discurre con absoluta fluidez: la maniobra tejida con esmero se expande sin obstáculo. Fascina más criticar que alabar, siempre sucedió así. Se advierte lastimosamente en política, que es el lenguaje sobrevenido de lo artero y de lo retorcido. Lejos de exhibir la ejemplaridad exigida, los políticos se enfangan en tretas bajas, en pactos de alambique y de veneno, lo vemos a diario, no hay día en que no asistamos a esa representación de la ruindad y del desquicio, sea moral o intelectual o estético.
Se puede arruinar la dignidad de alguien con escasos instrumentos. Si se multiplican, el efecto es irreversible, a desgracia de quien inadvertidamente lo padece. No hay con qué paliar o desmontar ese giro de las palabras que los otros usan para citarnos. Somos lo que se dice de nosotros: esa huella acústica. Lo peor es la naturalidad con la que trasegamos con ese tornadizo y veleidoso mensaje enviado a la comunidad. Si no nos afecta, consentimos a veces hacernos eco de su carga vírica, hasta la propagamos, no duele esa concesión. Se rebaja la mención de su fuente, se enfebrece adrede el tono y las palabras de su discurso. Nos hacemos masa, ese vocablo áspero y nada inocente. Con la pandemia se ha extremado este desatino, esta infamia de hablar por hablar y de dañar sin freno, por el gusto de hundir por hundir, por la querencia a pensar que somos inmunes a esa enfermedad. Hay irresponsables que ganan la partida de la convivencia y se vanaglorian de ser rectos y de proceder con razón. No la tienen. Vamos mal. No sé sabe bien si eso es lo natural y no tenemos todavía conciencia del destrozo construido.

26.10.20

El mapa absoluto del alma

 


Por estas calles creció mi infancia y en ellas fui el adolescente conchabado con sus vicios sencillos, una tentativa de futuro al que no le preocupaba lo más mínimo la consistencia inapelable del tiempo, su seca y más tarde dura y tornadiza huella. Los cromos. Las canicas. El fútbol en las plazas. Los portales como refugio. Los amigos irreemplazables. La teoría (apenas trabajada) de que el mundo era un armonioso paisaje hecho a mi lúdica y festiva inocencia, aunque entonces todas esas grandes palabras (la inocencia, la responsabilidad, el mismo futuro) eran inasequibles, ajenas, cosas de los demás, no mías, nunca mías. Estaba la Plaza Zaragoza, el pabellón idílico de los juegos, la calle Jaén, luego la calle Utrera. También Fray Albino y el Campo de la Verdad. Aún sé perderme en ellas y sentirme dichoso y pleno, raramente atribulado, convertido en espectador sobrevenido de mí mismo. Al fondo siempre está la recia certidumbre de que no hay destino alcanzable sino pequeños hitos que manuscriben la biografía rutinaria. Desde el aire no reconozco absolutamente nada, aunque identifico cada cosa. No es mi ciudad, siendo la única que de verdad tuve. No soy yo el que mira, y sin embargo estoy en la mirada y me representa. No estoy dentro ni en momento alguno he sido feliz en este rinconcito del mundo. O lo he sido ingenuamente, de un modo primario, brusco, íntimo, sin dobleces,  al modo en que los animales lo son frecuentando jardines y repitiendo esquinas. Zozobra y desorden. El irse buscando y encontrando en lo que uno recuerda, ese placer que consiste en volver a la infancia después de vivir un siglo, como dice la canción. Palabras (todas las que ahora escribo) que difícilmente explican el pequeño afecto que le dispenso a la nostalgia y, sin embargo, la cantidad de tiempo y de palabras que dedico a confiarme a ella y sentir que la vida ha sido generosa conmigo. Soy un sentimental. Ya he escrito esto muchas veces en este diario que rindo. Un sentimental con un arsenal de agradecimientos. Algunos, en una mirada repentina, en la primera opción del corazón, provienen de estas calles. Cada uno tendrá las suyas. Pero éstas son tan mías. Hace unas semanas las paseé nuevamente. Las pisé con intención. Las sentí nostalgia y gratitud. Las creé otra vez en mi cabeza, aunque fuesen otras y hasta también fuese otro yo mismo, eso no es asunto al que se le pueda poner traba. Las compuse y las rehice. El mapa absoluto del alma.

22.10.20

Flores


 Pusimos unas macetas en el balcón y les procuramos el mimo que no nos reclaman, pero que agradecen, a poco que se les presta atención, tal vez sea ese el canje: yo crezco y me recamo en hermosura y tú cuidas de que no se desmanden las hojas y no falte ninguna noche un pequeño acopio de agua, pero no creo que baste estar al tanto de las atenciones y no incumplir la rutina de abrir la persiana y dedicarles ese pequeño rato cuando se confina el día. Vistas desde la calle hace que resplandezca la casa, les dan un apresto festivo, sugieren que adentro la vida sucede con armoniosa y fluida paz, con el amor que los que la habitamos nos damos. No debe faltar el amor en los balcones, preludio o presagio o evidencia de que la belleza es la antesala misma de la felicidad. Somos felices porque la naturaleza sigue su curso resplandeciente. A falta de tener un jardín que mantener y en el que embebecerse (esa británica función es la que uno querría, pero no tenemos finca ni terreno que abonar) hemos engalanado el balcón. El plural es una concesión excesiva, puesto que no soy yo el que vigila que crezcan y se expanda su milagro antiguo, el del color y el de la vida, ambos prodigios juntamente, como si fuésemos pequeños dioses de un edén delicado y frágil. Me conformo con admirar su pujanza sin brida, ese esplendor antiguo y privado. No entienden de pandemias ni de rigores: prosiguen a su antojadizo capricho el recado que se les encomendó en algún remoto instante en el que los dioses (tal vez uno con privilegio sobre los otros o uno con una soledad desmedida y fabril) diseñaron el patrón de la belleza. Continúa aún. Está cerca si uno se esmera en buscarla. 

20.10.20

Aprobado general

 


 Hay quien recibe una educación que le permite afrontar las exigencias del futuro con la esperanza de que sorteará los obstáculos y hará de sí mismo el ciudadano que anhela y también el que la sociedad en la que vive y en la que se integrará reclama. Será cuánto desee ser y tendrá como única limitación su capacitación y, añadida a esta, la suerte que el azar le asigne, en eso no media el esfuerzo ni la voluntad. Es un plan a largo plazo y se ajustan en él las victorias y los fracasos, todo cuanto contribuya a fijar un modelo fiable de responsabilidad y de sacrificio. Tendremos buenos médicos o buenos fontaneros, gente digna en el oficio que eligieron o al que se vieron forzados a aceptar, en el hipotético y cada vez más duro caso de que en efecto labren un futuro (se ha dicho siempre así, calzando el verbo labrar, tan fértil, a ese boscoso futuro). El futuro será (ahora más que nunca) un obsequio recibido, una dádiva de la Administración, como una especie de milagro al alcance de cualquiera. 

Duele que se le arrimen obstáculos añadidos, licencias gratuitas y, también a la larga, dañinas, lesivas, nocivas. Si esos impedimentos los fomenta el Estado estamos a las puertas de una civilización empobrecida en la que se premia el dividendo fácil y el éxito inmediato y, por tanto, hueco, inútil, enfermo. Que la gobernancia educativa abone la mediocridad de sus alumnos debería ser alto motivo de alarma, cuestión primordial en el debate de las cosas verdaderamente primordiales. Argüir que le pandemia precisa de una medida como la de dejar pasar de curso sin la intendencia de las calificaciones deslegitima la vocación normativa de un ministerio, el de Educación, y ningunea y humilla al cuerpo de profesores a los que se les encomendó instruir, enseñar, convertir la madera en árbol, como en el verso de Ann Sexton, tan de mi agrado. No sólo deja a ese gremio en la más absoluta ignonimia, sino que auspicia y prescribe un modelo educativo malsano, tóxico, inadecuado para diseñar cualquier proyecto de sociedad.

El mensaje que se envía es blasfemo y es elocuente en su enfermiza claridad expositiva: no estudies, te vamos a dar barra libre, haremos la vista gorda, oídos sordos; te abriremos sin coste alguno el mercado laboral, te dejaremos circular por él sin instrucciones ni acreditación de tu valía. Sólo se salvarán de este atropello legislativo los ungidos por la fortuna paterna, los elegidos por la herencia de sus progenitores, seguro que alguno habría que se mereció el bienestar del que los hijos, pobres ellos, disfrutan. Porque no tendrán nada: serán víctimas del genocidio intelectual (y moral) orquestado por las autoridades del ramo a perjuicio de la comunidad. Se empieza por dejar aprobar por burocracia express al incapaz de hacerlo por medios propios y terminamos sorteando titulaciones en las redes sociales, que ahí tenemos adolescentes hartamente preparados, nativos digitales, dicen: cazurros analógicos, añado con argumentos yo, más si cabe si les allanamos el camino y les lijamos el suelo para que no se escurran y hociquen. Tal vez sería mejor que se equivocaran y suspendieran (esa es la costumbre, mal que pese en informes PISA o en documentos internos de la Administración) que superaran las áreas sin haber demostrado las evidencias previstas en el proceso. Se empieza por flexibilizar los criterios de evaluación (esos son los términos técnicos, el eufemismo) y terminamos promulgando leyes que alientan la pereza o la apatía. Lo de excepcional y temporal, escuchado a la ministra Celaá, suena a recurso lingüístico improcedente, no adecuado, timbrado para que los desavisados o los conformistas crean que todo podría volver a la normalidad y retornar al antiguo sistema de evaluación en el que importaba los saberes aprendidos, la asimilación de una serie de indicadores (cómo me irrita esa palabra) con los que se podría expresar un verdadero registro de las competencias adquiridas. 

Es una agresión esa lenidad en los procedimientos: todo se regirá por la blandura, por la benignidad de los evaluadores. ¿Dónde estarán la seriedad, dónde el rigor? Ninguno de esos insobornables parámetros de juicio estará en la sesión de evaluación que los docentes (pobres nosotros) concertemos para certificar la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje. El hecho insólito de que la enseñanza se reparta (en institutos) entre la presencialidad y la virtualidad no rebaja lo más mínimo el daño que esta ley acarrea en su discurso interno. Tardará en repararse el roto producido, subsistirá la creencia de que la obtención de un título provendrá de la beneficencia del Padre Estado, aunque los alumnos de Secundaria o de Bachillerato no dominen todavía esta terminología antigua, los lectores de más edad sabrán de dónde la traigo. Será anecdótica la tropelía, este desaguisado, toda la desviación de la lógica. Probablemente vuelvan las aguas al cauce, eso dicen también, se remansen, adquieran la fluidez de antaño, si es que alguna vez el curso de ese río fue limpio y complació a todos su trayectoria. Han sido muchas leyes educativas las vistas por este servidor y hubo otras antes. Ninguna debió cuajar puesto que todas fueron retiradas. Extraña ese desconcierto, hace pensar en qué poco aprecio se le hace a la escuela (da igual en qué nivel se explicite esa escuela) y qué pequeña es la querencia por la cultura. Ese es otro debate que se colige de éste: el de la exclusión de la inteligencia, el de la penuria económica de los ministerios de Educación o de Cultura, ambas cosas son la misma cosa, al cabo. Ahora añadimos (sí, sí, es eventual, ya me dirán más tarde) el obsequio de los aprobados, ese veneno escondido en la taza del que no tenemos (ay) antídoto. 

19.10.20

Dharma


Cada día comprendo más a los que veneran objetos. No sería ni siquiera razonable que yo ahora lampase por encontrar una lata como esta, si es que existe y no es un arrimo deliciosamente friki, de los que a veces nos ocupan toda nuestra atención y a los que profesamos sincera devoción, pero no es la razón la que mueve las vísceras de la emoción, tendrá que haberlas. Es otra cosa, algo mucho menos adherible a la cordura o al manejo del sentido común.  Amigos que tienen estanterías llenas de muñecos de sus series favoritas o las paredes empapeladas de cartelería de la Marvel o de Star Wars (mi hijo es uno) tienen mi admiración incondicional. Hubo una época en que yo también gastaba esas exhibiciones plásticas. Como si uno buscase que el ojo del visitante casual se llenase de nuestros vicios y supiese (sin mediar palabra) de qué pie cojeábamos. Bendita cojera. Vi Perdidos en un verano, muchos años después de que se programara y produjera una suerte de adictos, a pesar de sus fracturas y de su innegable trampa. Guardaré siempre un recuerdo feliz de la serie. Me atrapó con la irresistible atracción de las cosas imperfectas. La pureza está sobrevalorada, no se le debe confiar mucho, acaba decepcionando, maleándonos incluso. Aceptaba de antemano en Lost (Perdidos me suena fonéticamente inferior, aunque adore mi idioma) que no habría un final que me aclarase todas las dudas que el guion creaba. Habría sido insuficiente cualquier arreglo narrativo que cerrase las múltiples tramas abiertas. Me daba igual. Era mi serie durante ese verano. Nos la zampamos en casa sin chistar, robándole horas al oficio de la casa, hilando la tarde con la noche. Cuando acabó sentí una desazón placentera. Por un lado, creí aliviarme, cerrar una etapa de mi vida televisiva. Por otro, me concedí la pena íntima de que no habría una siguiente vez en que accediera a sus ciento y pico episodios con la misma entereza y el mismo deslumbramiento. Viene a ser como un amor primerizo. La vida está llena de esos amores primerizos. Los recuerdas cuando ves una lata marca Dharma. Como si fuese posible que una cerveza se llamase Dharma, es decir, Religión (o también ley o realidad), esas tres ideas mezcladas, hechas una trinitariamente en sánscrito. En el lenguaje seriófilo, Dharma era otra cosa, claro, qué más no da, aunque algo de religión y de ley y de realidad (confusa, eso sí) había tras estrellarse el Boeing 777-200 de Malaysia Airlines. 

18.10.20

Conversaciones

 Hay conversaciones que se aplazan inadvertidamente y cobran en la conciencia un peso mayor y cada vez más dañino. Se tiene de ellas la sensación que no nos interesó involucrarnos y participar con la vehemencia con la que aceptamos y prolongamos otras. También la elocuencia cuenta. No siempre se afina uno, se prodiga o esmera en las palabras, como si nada de lo que hubiésemos dicho antes o pensemos decir después pudiera rivalizar con la que se tiene entre manos, aunque el motivo que la aliente sea frívolo y no suscite la hondura prevista ni por asomo. Es una especie de apatía verbal que agrada en el fondo. Escucho y registro lo escuchado, sin dar a cambio algo con lo que el otro satisfaga su entrega. Hay quien dice que lo que no sabemos hacer es escuchar, que es lo más difícil, a pesar de la aparente sencillez de su desempeño.

Saber escuchar en ocasiones cancela la cláusula invitada a posteriori, la de saber hablar: no tanto saber, quizá, en el sentido de reproducir un parlamento coherente o hasta brillante, sino desear hacerlo. Darse. Contribuir a que se entabla un diálogo, esa obligación moral y hermosa a la vez. Uno se finge desganado a veces, elude incurrir en hablar por hablar, esa costumbre, aparenta estar, aunque no sea cierto y lo que de verdad sucede es que se prefiere mantenerse al margen, no dar idea de que nos ronda y qué parte de lo conversado nos entusiasma y levanta el deseo de convertirse en actor de esa improvisada trama, no solo espectador, interesado o no.
Qué dulzura de conversación la traída con ligereza y sin propósito, me dice K. Cuánto se echan en falta en ellas ocasiones en que se escogen las conversaciones sesudas, las de peso. Tal vez (matiza) esa sea la razón por la que las evitamos: por gandulería. La pereza es cada vez más insustituible. Se vive mejor en su asepsia perfecta, pero terminará por doler, concluye. Se ha envalentonado y está en la paradoja de hablar de la sencillez sin usar algo parecido a la sencillez. Una inercia. Una costumbre. Es cuestión de hacer lo que apetece, sin más, le hago yo ese reproche. Como si de pronto la conversación se hubiese enturbiado y precisara que se la cancele. Luego concurren a su antojadizo capricho: no se las cuidó y reclaman un lugar. Parecen exigir el aprecio que no se les dio. Tienen vida, se duelen si las herimos, acuden con alborozo si las mimamos.

17.10.20

Nat, Hans y Tristam / Los clásicos

 





A Araceli Antrás, por acabar la conversación de anoche
Una incómoda literatura canónica, promulgada en el canon y tenida como baluarte, exige disciplina y no siempre está uno disponible. El malestar es frívolo. Los clásicos son deudas que no siempre pueden abonarse, darles el pago que en su longeva espera exigen. Los libros son regalos que se concede uno y a veces cuesta elegir con cuál premiarse y encontrar esa rara reconciliación con la Gran Literatura, que no es patrimonio único de la antigüedad (ese eufemismo) ni de exclusiva gestión suya.
Recomencé anoche sin demasiado empeño un libro difícil y extraordinario (ambos adjetivos usados muy adrede) que me entusiasmó en su día y al que le debía un regreso, por ver si era el mismo libro o yo era el mismo que lo engulló y del que guarda un inefable recuerdo. Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy es, en esencia, un pulso entre escritura y lectura, entre el autor y el lector. Sigo hoy en un suelto breve del día ocupado en él, interrumpiendo brevemente (a ratos, por mera avaricia lectora) Un amor, recomendable librito (ciento y poco páginas) de Sara Mesa, autora de escritura clásica también, a su manera, sin alambiques ni giros intrépidos de guion. Ya dirá el tiempo cuando concurra su fiable juicio si alimenta una hipotética lista de clásicos de este turbio decenio. Laurence Sterne es más oscuro y, al tiempo, más nutritivo, no entra aquí pesar ambas obras y confiarles un lugar en un también hipotético canon, por supuesto. Su Tristam sigue firme, quién lo censuraría.
Extraigo una primera conclusión inapelable en el trasiego de los dos empeños: leer es un desquicio delicioso. No hay expresión que cuadre con la gratitud sobrevenida al entrar en la ficción que otros nos ofrecen, trabajosa y festivamente. Porque escribir es un trabajo y exige dedicación. Su anverso, leer, requiere un desempeño distinto, aunque haya zonas de uso común y el que escribe ejerza secretamente de lector y, menos obligatoriamente, también al contrario. Lee uno por secretos designios. Reemplaza unos gustos por otros, censura aquí, aprueba allá. Hoy me dice A. que no encuentra asidero en una obra de Thomas Mann, clásico a todas luces, que no he leído, Confesiones del estafador Félix Kull Le comento que me da pereza volver a La montaña mágica, aunque en su día (hace diez, quince años) la devorara y me durara el olor a balneario meses enteros en mi loca memoria. La literatura es un olor perdurable.
Un amor es una breve y aleccionadora lección moral en la que se disecciona con abrupta sencillez el eterno conflicto humano de integrarse en el paisaje físico y ciudadano. No hay novela que no transite ese bosque comido de deseo y de pesadumbre, aunque Sara Mesa confíe en la liberación del alma y su protagonista, Nat, confinada a conciencia, frágil y pacientemente, escriba con infinita mansedumbre su lugar en el mundo. Como el mismísimo Hans Castorp de La montaña mágica, salvando la feliz diversidad del mundo, aunque los protagonistas de ambas compartan anhelos y sufran casi idénticas fracturas. Los dos se manifiestan débiles y esperanzados. El sanatorio en los Alpes suizos es una extensión salvaje de La Escapa, el marco rural de Mesa. Tristam Shandy, en delirante primera persona, no pretende otra cosa que esta: fluir y encontrar o dejarse ir y darse un sentido. Todos carecen de él, también nosotros, sensibles lectores.
Sterne es clásico a pesar de no tener con quien compartir la trayectoria literaria y el destino humanista de su inagotable e inclasificable obra. El hecho de que se haya mantenido su vigencia y prosperado la legión de fieles que lo encumbran como cenit de cierta literatura no se explica, a la vista del resto de convivientes de esa exquisita lista de autores sagrados. Lo que ahora se despacha en librerías es asunto al que se le deberá perspectiva en el irreprochable y fantasma futuro. Nada podemos elucidar del paso presente de muchos libros que leemos com apasionado afecto o con insobornable amor. Queda la recurrente sensación de haber sido primorosamente halagados, como si fuésemos un lector singular o un único lector y todos los buenos libros esperaran mágicamente su turno para que penetremos en su maraña de historias y de deseos. Da igual que Nat no alcance la excelencia: dio gusto conocerla.

14.10.20

Lo que no es

 Todo está pensado para que parezca lo que no es, aunque nos obcequemos en ese convencimiento dulce que consiste en creer que la realidad no esconde nada y todo está bien a la vista, carente de trampa, limpio de truco. Hay un plan oculto del que provienen todos estos trampantojos. Es una palabra hermosa trampantojo. La trae hoy a colación un periódico para hacer ver otros asuntos del discurrir, pero se sostiene sola la palabra, se iza a sabiendas de que no está al uso y se sabe, a su modo, cómplice de otras. Son las palabras las que organizan la realidad. Las mismas palabras son, en su esencia, trampantojos. Todo en ellas está pensado para que se piense una cosa, pero ande otra, de rondón, cercándolo, amenazando con ocupar el lugar en el que se manifiesta, pugnando por contrariarnos. La vida es también un trampantojo. Lo digo todo esto sin saber muy qué estoy diciendo, porque los significados andan detrás, pidiendo ser vistos, pero son por naturaleza tímidos y hay días en que no se tienen a mano los instrumentos para abrirlos y mirarlos con vocación de entomólogo, como si fuese mirar un oficio, ojalá lo fuese. Toda la maquinaria del pensamiento está gobernada por estas sutilezas. La mía está enfebrecida, en vértigo y en fiebre. A ratos me libero, adquiero la normalidad con la que afianzo mis pies en el suelo. Deben estar ahí. Son muy importantes los pies. La realidad, si solo se condujese por lo que dicta la cabeza, sería un caos absoluto, uno insoportable. Quizá lo sea. Va el miércoles abriéndose con pereza todavía. He ido a comprar el pan y no hay quien confíe en que puedan llenarse las calles y ofrecer el trasiego conocido. No se oye nada por la ventana que tengo entreabierta. Se me ha ocurrido falazmente que es domingo. Cosas que parecen lo que no son. 

12.10.20

El cielo existe

Lo malo de que la muerte nos conduzca al cielo es que desde allí el cielo no se ve. La idea (no su volcado, que yo he calzado como he podido al texto) es de Monterroso. El cielo es un paraíso prometido, pero hay que tener cuidado en desearlo mucho y en afanarse por acceder a él, no vaya a ser que una vez hayamos ingresado en él no nos cuadre algo y echemos en falta el viaje. Aquí se acuerda uno de Kavafis y el verso repetido hasta casi retirarle significado alguno, el de pedir que el camino sea largo. Lo bueno de no creer que tras la muerte haya cielo alguno que nos aguarde es que podemos concedernos la posibilidad de que estemos equivocados y darnos de bruces con él cuando nos abrace la aplazada Parva. No lo hemos buscado, pero nos aguardaba. No sabemos nada, quizá haya cosas de las que debamos no saber. Por la intriga. Por no rebajar el asombro o retirarle nuestra confianza. 

Tocarnos


                               Concierto de Supertramp en la Gira "Breakfast in America" (1979)


Estará vigente la distancia unos años más en los que no podremos descuidarnos o incurrir en la ceguera de que creernos inmunes y elegidos, como si la pandemia no fuese con nosotros. En cuanto se abra la veda y nos acerquemos de nuevo, habrá que ir con tiento, no dejarse llevar por la euforia, creo que las cautelas adoptadas en estos tiempos no se borrarán de cuajo y tendremos que aprender a sentir al otro y reconocer que tiene un cuerpo, no muy distinto al nuestro, ninguno lo es, pero deseable. Empezaremos por darnos las manos o echar un abrazo. En la conversación no bastan casi nunca las palabras: ninguna de las formas que tenemos para ensamblarlas y expresar lo que sentimos suplirá la intendencia ineludible del roce. Es al cuerpo al que hemos confinado, pero la cabeza sigue a su aire, crea simulacros sociales, funda recursos que cancelan la concurrencia de la piel, su esplendor antiguo y hermoso y se convence de que no durará mucho y regresaremos a las costumbres en las que tocar a alguien era lo más normal de este mundo. Lo de que nos toquen ya es de ámbito sideral. 

11.10.20

Paisaje de sombras


                                       Fotografía: Fernando Scianna


El precio de vivir es siempre barato, da igual que tardemos una vida en abonarlo y cueste en ocasiones encontrar con qué satisfacer la deuda. Somos sombras, ellas nos definen y explican. Su sinceridad es incuestionable, no se dejan sobornar, apenas rehuyen su trabajo larvado, apenas visible, pero cuando irrumpen y se ofrecen en toda su vasta extensión advertimos su elocuencia, el peso del trasiego al que las forzamos. Llegar a viejo es una bendición, no hay otro premio mayor que ése: saber intimar con uno mismo, sentirnos hospitalarios con nuestra memoria, dar por bueno que el olvido haya omitido pasajes de la trama, incluso los ricos en belleza y en alegría. Es el cuerpo el dictador que escribe la historia del país que somos. Perdemos provincias, se desvanecen las fronteras, pensamientos oscuros ocupan estancias donde antes reinó con esplendor la inocencia y la ignorancia. Cuanto más avanzamos, más grato es el camino. Tal vez las sombras tengan vida propia y dancen a espalda nuestra, sin que apreciemos la gracia de sus evoluciones, ni la música que las anima y confiere su halo de tiniebla. Tendrán su mapa invisible, su cartógrafo privado. Habremos dejado huella suya por los caminos que hemos transitado. Estarán ahí. Mezcladas con otras en un festín de recuerdos. 

Pandemia y lenguaje

 


El significado de logística que ha prevalecido o se ha impuesto a otros proviene del francés y da entender el lugar en el que se aloja el material que más tarde se confía a la venta, de ahí también la española "lonja", que viene a decir lo mismo. La etimología más antigua es griega y significa "calcular".  En cualquier caso, cunde en ambas un concepto matemático, afín a la lógica, que también echa mano del lexema, respetándolo. La madre francesa de la palabra invoca el sentido que hoy en día más impera, referido al suministro o a la intendencia en materiales de jurisprudencia militar o meramente comercial. En cambio, hay un desajuste ideológico en esa diatriba semántica: la logística se ha opuesto a la lógica en estos tiempos de zozobra y de relativismo moral, no se crea el amable lector que estoy usando argumentos papales: mi reflexión es mucho más mundana. No solo en filosofía se ha reemplazado la lógica por la logística, como pone El Roto a uno de sus ácidos personajes: también en la información. Es tanta la que tenemos a mano que se produce el efecto inverso de su propósito y la saturación nos embota y hace que perdamos la distancia precisa para comprenderla. Lo de cribarla tampoco es fácil: la propia esencia de las redes sociales contribuye a que prefiramos su propiedad a su conocimiento. La irrupción de la pandemia representa un caso extremo de información convertida en logística de combate. No hay metáforas: el objeto aludido y el real están en el mismo plano, cunde la estadística rancia y triste. Entrever una mera posibilidad de que podamos colar un sentido poético a esta pandemia se antoja una empresa ardua. Asistimos al espectáculo de la información, más que a su rendición cumplida y fiable. Se ha convertido en un circo el baile de números y la gestión de los gobiernos por minimizar el daño y, en último término, erradicar la causa que lo produjo. La lógica se ha desvanecido, la inteligencia ha muerto, en ese plan de decaimiento de la razón. Por otro lado, triunfa el sensacionalismo, la tertulia improvisada en la que todo el mundo tiene una cátedra bajo la lengua. Incluso la gente sensata que a veces acude a los programas de televisión o escribe en prensa o habla en la radio pasa desapercibida. No es posible procesar este tumulto de noticias. Sólo vemos cifras y mascarillas. La logística le ha puesto el pie en el cuello a la lógica y ha dejado caer todo su peso, el etimológico y el tangible. Las palabras se han despojado de su estructura profunda, la que nos enseñaban en el instituto, no sé si ahora ese concepto todavía está en los libros de texto. Todo es superficial y liviano. Pasan los días y el aire sigue irrespirable. Todo el aire. 



7.10.20

Sucedió una noche



Con la insistencia de ciertas costumbres que parecen no querer abandonarnos del todo, regreso a la revisión de películas en blanco y negro de los años treinta o cuarenta cuando, ya confinado el trajín del día, el remanso de la noche invita a dedicarse a cualquier cosa que no tenga parecido alguno con cuanto hemos hecho antes de que irrumpiera. Prefiguro que son películas que no he visto y, sin embargo, las escojo con absoluto certeza de lo que me darán, aunque se hayan escabullido en el tiempo trazos de su trama, líneas sueltas en los diálogos (antes recordaba muchos) o pequeñas impresiones sobre la pertinencia de la música. La memoria es amable conmigo y hace que ninguna de esas certidumbres prevalezca, asiente su condición de recuerdo. Lo bueno de olvidar es que puedes manipular la realidad para que se restituya la parte dañada o esquilmada. Y si la vida fluyera como uno de los guiones de las películas de Frank Capra, otro vida sería. Son impecables, avanzan sin que nada quede atrás, recogiendo y volviendo usar los trozos hasta conformar una masa compacta y única, una historia sólida (a pesar de la liviandad con la que se ofrece en apariencia) de la que no te apartas hasta que salen los títulos de crédito. 

6.10.20

Bonhomía

 Hay palabras que uno escucha y de las que no se zafa. Más aún: las pronuncia con pensada elocuencia, como si decirlas aliviara o de pronto adquiriera un significado no previsto, una especie de periferia de la palabra misma, una epifanía. Hoy irrumpió alguna, cuándo no; permaneció el día entero, larvada y casi con promiscua intención. No supo dónde calzarla, se me resistió, dejé que mi memoria la tutelase, pero no hay confianza en ella, de ahí que la registre nada más llegar a casa, la deje apuntada en una libreta pequeña, en la que apunto esas revelaciones privadas, cuáles no también, que dan al día un aporte del que carecía cuando a su antojadiza y caprichosa manera se pronunció.

Desmadrarse


                                                             Ernin Scott / Reuters

I
Ya no está bien visto divagar, irse por las ramas, alcanzar cierto tipo de desequilibrio narrativo en el que la periferia de lo contado desbanque a su núcleo duro y trascendente. Ahora hay que ir al grano, se debe ajustar el propósito y recabar las palabras que lo restituyan, las idóneas, sin dar una puntada a la que falte un hilo, evitando en lo posible despendolarse, salirse de madre. Traer a la madre cuando la situación se va de las manos es construcción semántica y moral antigua: incide en la bondad de quien nos trajo al mundo, en su condición de útero protector, en su tutelaje permanente. Es hermoso el español, tiene la posibilidad de modificar su patrón normativo y formular uno nuevo que satisfaga con más oficio las necesidades del usuario. En cuanto le pillamos el truco, nos engolosinamos con esa herramienta recién adquirida y nos desviamos a conciencia, a sabiendas de que hay un punto delincuente y dulce en contravenir los preceptos de la autoridad, qué placer lo clandestino y reprobable, concedernos esa licencia poética. Porque divagar entraña la irrupción del juego, la permisividad con la que manejamos las palabras. Hay que desconfiar de ellas, no dar por sentado lo que dicen, precaverse ante su supremacía, deshacer cualquier posible esclavitud y desbocarse (desmadrarse) con lo que tengamos más a mano. Luego está comedirse. Habrá dos tipos de personas: las que se desmadran y las que se comeden. Uno va a conveniencia de un perfil a otro. Hay días en que escoge exaltarse, bordear el cauce asignado, desafinar adrede. En otros, por corrección sentimental, se inclina el espíritu a la cautela, pero apenas prospera, acaba cansando, no dice nada perdurable, aburre. De hecho, sin entrar en materia, puesto que el propósito del texto es cinéticamente disperso, extraviarse es lo más parecido a la felicidad, permitid que divague. Desmadrado se vive mejor, añade K. Hay un imperativo biológico, una inercia, como si el destino nos marcase una ruta y la recorriésemos con absoluta convicción. En cierto modo, no vale nada de lo que acabo de exponer. No me ha salido un texto desquiciado, he desbarrado poco o nada, me he ajustado a un modo cartesiano de contar las cosas: hubiese sido mejor escribir un poema. La poesía es un alivio para las palabras: allí encuentren la sonoridad que anhelan, tal vez cierta aristocracia un poco descarriada, que ya no se conforma con tomar el té en salones victorianos, entre anaqueles con figuras de viejos soldados y libros de la Vieja Historia, sino que ha decidido emprender una salida al jardín y se ha encomendado la arriesgada misión de encontrar. No finge, no se justifica cuando decide divagar, irse por las ramas, alcanzar cierto tipo de desequilibrio estético o moral o narrativo o intelectual, lúdico siempre. Es hermoso el español, me repite nuevamente K. Te deja merodearlo, admite una franquicia de inconformistas y de insurrectos. Se deja zarandear, no se duele cuando se le zahiere y rebaja, pero ah infractores, no se os ocurra divagar demasiado, desmadrarse más de lo consensuado, abrir la pandora de ese libertinaje semántico en el que todo vale. 

II
En esas divagaciones del seso ocioso de una mañana de martes a poco de partir al trabajo, la imagen de Trump quitándose la mascarilla (épico, falso, ruin) me hace pensar en la importancia de un mensaje bien transmitido y en el peligro de quienes se desmadran adrede y prenden la mecha de la aniquilación (no sólo lingüística, ay), en todos los que manipulan y proceden sin modales ni mesura, destruyendo a su paso, alentando que quienes los fijan como modelo desbarren también. Trump, al saltarse los protocolos, ha escenificado (ese es el verbo repetido) una gesta impropia de un líder (lo es, pese a todo), rayana en el delito, aunque sea iconográfico. Porque está cayendo una bien gorda para que las palabras y los gestos confundan aún más a los confundidos y reine una especie de anarquía sanitaria en la que todos somos víctimas. De ahí que importe a veces comedirse, pensar qué decir, respetar la coherencia de las palabras cuando se matrimonian con armonía y dicen lo correcto, lo conveniente también. 

4.10.20

Pisar las calles nuevamente

 



                                                                Plaza de La Corredera, Córdoba

En el tumultuoso girar de las cosas, entre hacinarse o confinarse, prefiero la cercanía de los míos, el andar entre iguales, aunque no los conozca. Los pueblos crecen cuando concilian las calles con los deseos y las recorren con los mismos propósitos, da igual que no coincidan siempre. Siempre amé la muchedumbre. La misma religión es una floración extraída de ese germinar de personas. Compartir unas creencias, sentir familiares idénticas emociones, parecernos y sentirnos unidos, a pesar de no que no mediemos palabra con el viandante casual y ajeno. Sigo pensando que nos unen más cosas de las que nos separan, de ahí probablemente que no nos hayamos ido a la mierda todavía, aunque a veces todos los indicios apunten a esa escatológica dirección. Contribuyen estos tiempos de cápsulas y de burbujas, de unidades de convivencia y de enemigos invisibles a los que no hemos sabido aún derrotar y prosiguen en su loco afán de diezmarnos y dar al traste con cuanto alguna vez levantamos. Volveremos a pisar las calles nuevamente, cantó el poeta. No hay duda en eso. No basta con ocupar las aceras, no es únicamente recuperar el territorio sobrevenidamente abandonado: son los abrazos, es el roce, la comisión del amor haciendo y deshaciendo historias, las personales, las que nos hacen mejores. Desembozarnos, más que explicitar un cese de la pandemia, será un reingreso en la ternura. Seremos mejores, quién sabe, igual cala este destrozo que dura ya demasiado. Si rehuimos el trato, tendremos que darnos un tiempo para volver a ser lo que fuimos, que no suene eso a letra de ningún himno, por favor, pero habría que ponerle música y darle letra a la vida por venir, porque la de ahora no alcanza ni de lejos a la que nos conminaron a dejar. 

3.10.20

Pecar


 

Hay pecados que aburren, no tienen sustancia, apenas sostienen una ofensa al Dios que los redactó o los hombres que los cometieron. Se cuentan por inercia, dan la exacta cantidad de arrepentimiento con el que se zanja la falta que se ha creído cometer. Lo de que la vida se creó en ausencia de pecado queda en parábola, en narración conminada a la liturgia o en escaramuza moral de la mente inclinada a la comunión de su espíritu con la huidiza Divinidad. No se me ocurre pensar en si pecar va a evitar que finalmente reciba la vida eterna, esa promesa antigua sobre la que con más o menos certeza ha ido uno construyendo su proceder entre los vivos. Habré pecado y me habré arrepentido, esas dos sustancias místicas confinadas en el territorio emocional de la intimidad, sin que nadie les otorga más trascendencia de la privadamente estipulada por quien las maneja. Pecar no es sólo un asunto de índole bíblica. Lo de menos es qué palabra escojamos para nombrar esa transgresión de los preceptos de la Santa Madre Iglesia. Tampoco es de ella la administración de sus hechos. Transgredir es un verbo de más fuste moderno, pero no suena bien (fonéticamente incluso) purgar las transgresiones. Las palabras nos pertenecen como si fuesen extensiones de nuestra propia condición orgánica. Así que agrada (aquí se expresa mi deseo) la resolutiva y antigua semántica del pecado. Conforta extraviarse de vez en cuando, acometer con inocente liviandad o alevosía firme alguno de los extensos inventarios que el pecado ha ido manuscribiendo a lo largo de los siglos, ya sean afrenta contra el discurso religioso o contra el discurso interno, el que nos hace saber qué está bien y qué no, pues no se trata de otra cosa. Si no es Dios el misericordioso lo seremos nosotros, nos daremos arrobo cuando nadie esté al tanto y podamos pensar sin distracciones en lo que estamos haciendo con nuestra vida y si algo podría mejorarse, por bien propio o (más cívicamente) ajeno. Creo recordar alguna lección filosófica de instituto en la que se nos pidió pensar en si el delito era pecado o también a su reversa. Don Pedro fue un profesor de instituto bueno, si todavía guardo esa discusión en la que, a fuer de sincero, ignoro si me involucré y di mi opinión o escabullí participar e hice lo habitual entonces y a veces también más tarde: dejar que otros expongan y escuchar con fruición, sin que mi presencia delatara un interés. Del entonces al ahora he incurrido en pecados y me he delatado las veces suficientes acerca de cómo pienso, tal vez con más frecuencia de la debida. Siempre hay algo que decir, me concede K. Escuchar los pecados ajenos es un ejercicio aburrido. Muchos de las confesiones las conocemos de primera mano, incluso en ocasiones se tiene la impresión de que nos hemos adiestrado en su empleo y basta nos han curtido. Pecar curte, podríamos resumir. Contar con un sacerdote que nos administre el sacramento de la reconciliación con Dios no es más necesario que contar con un amigo que nos acompañe en la rendición íntima de nuestras debilidades. No sabemos si se nos escucha, si hay un arrimo celestial y la conversación cae de ese lado también y se produce la restitución del perdón. En esto se maneja uno con tacto porque no siempre aflora el teólogo que todos llevamos dentro y entra en lo posible que salga un texto blasfemo, lo cual no entra en ninguna de las pocas intenciones con las que lo vierto, pero quién sabe. Creo firmemente que pecamos de pensamiento, palabra, obra y omisión, cada uno de ellos en su ámbito y con su cuota de entusiasmo. También nos arrepentimos con ese mismo ímpetu. Al final no hay nada nuevo bajo el manto de estrellas en la noche y el azul cielo por los días. Por lo demás, hay imperativos inexcusables, mandamientos que evidencian cordura, vigile o no vigile Dios desde las alturas y vigile su observancia. Las religiones (judaísmo, cristianismo, islam) han divulgado con ardor su letra, pero se entiende que no debemos matar o robar o mentir o codiciar, se me ocurren ahora esos. Está bien honrar a los padres, cómo no. Tomar el nombre de Dios es un desacato a la educación. Da igual que se tengan creencias o se carezca de ellas. 

2.10.20

Un milagro

 


Hace tiempo que leo improvisadamente, sin cuidar si el sitio es el propicio o si concurren en él circunstancias que favorecen la lectura o la entorpecen y hacen costosa y distraída. También hace mucho que tengo la certeza de que leer es cancelar la realidad y avituallarse (a veces promiscuamente, con voracidad y agradecimiento) de otra. Cuenta que luego hay un camino de regreso. Salir de una novela (ahora Centroeuropa, espléndido Vicente Luis Mora) es mucho más difícil que entrar en ella. He leído las suficientes como para reconocer esa dificultad. No me incomoda esa carga posterior, la busco más bien, la hago mía y entablo con ella un pequeño diálogo, no siempre plácido. K. dice que leer te encanalla un poco, y es probable que tenga razón y la literatura extraiga de uno la parte que la realidad no siempre consigue. Entiendo (en lo que alcanzo) que las historias a las que nos aferramos (las de ficción, las impostadas, las que están fuera de la trama de lo real, lo tangible) superan la mediocridad (déjenme ese pesimismo) de las que habitualmente nos circundan, las del ir y venir diario, las del trabajo o las de casa, que son (por más que sean familiares) más o menos repetidas, desarrollándose con un patrón previsto y finalizadas sin que intermedie las más de las veces novedad alguna que las haga extraordinarias. En otras ocasiones, la ficción es de una calidad inferior a lo real, no le llega, apenas roza su hondura y su capacidad de asombro. Así suele suceder de vez en cuando. No es que la vida no sea deleitosa (me encanta esa palabra): lo que sucede es que el ingenio narrativo de los novelistas (benditos ellos, creo que van muchos paréntesis en un texto tan corto) supera la normalidad imperante, que te hace avanzar sin sorpresas, hacer un día lo que hiciste el anterior y, más que probablemente, lo que harás el siguiente. Leer es una actividad de riesgo, cómo no iba a serlo: no sales indemne. Caso de que salgas airoso, plantéate qué hubo de malo en lo leído, qué parte no se envalentonó y te hizo estremecerte o enternecerte o conducirte a ese territorio mágico de los milagros. La literatura es un milagro. No sé cuántos libros tengo ni cuántos de esos libros no he leído aún, aunque tenga la decencia privada de leer casi todo lo que adquiero. Hay, sin embargo, novelas que me esperan, qué dulce porvenir: aguardan, esperan que al abrirlos cobren repentina existencia. Antes de eso, como dejó escrito mi buen Borges, los libros son objetos entre los objetos.  Veo ahora esas novelas no abiertas en sus baldas y las reconozco más mías que las recorridas y vividas, todas las que me depararon momentos de inusitado y boscoso placer. Es que hay un bosque en cada libro. Vas a ciegas y acabas perdido. No sabes quién te saldrá en un descuido y hará que tu perspectiva de las cosas mute y sea otra, no la antigua y transitada. Todo con ese aire de cuento con sorpresa y pequeña o grande enseñanza. Como la vida misma. 

1.10.20

Un teatro


 Somos instrumentos de otros, servimos a causas de las que no sabemos mucho o incluso algunas invisibles, esas son las más temibles. También hay quien es instrumento nuestro y le participamos invitación a que se adhiera o se agencia uno la manera de que se involucre sin hacerle llegar la trama, escamoteando los motivos o tergiversándolos a beneficio propio. Por más que creamos tener criterio y no caer en ese utilitarismo, no hay quien lo eluda. Vale de poco encolerizarse, si percibes que eres peldaño de una escalera que no sabes a dónde conduce. Creo recordar ocasiones en las que serví sin cuestionamientos y otras (alguna menos perecedera) en la que pedí explicaciones y poder rehusar si no cuadraba la empresa ajena en la mía. Estos tiempos son de incertidumbre y de zozobra. Se nos pide que colaboremos en una tarea ardua, inasequible a poco que le prestamos atención. Accedemos a regañadientes o con mansedumbre. Ignoramos las dimensiones del teatro. Ningún alcance que interpongamos nos aclarará si somos parte del elenco, tramoya o público. Dudo que seamos actores principales. Eso queda para la vida privada, puede que alguna se nos permita todavía, pero también cabe ahí entender que unos hilos encima nuestra hacen que nos movamos y sintamos la ilusión de que tenemos voluntad y la hemos ejercido. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...