30.1.24

Nadar hacia el azul de los años puros

 

Declinar amablemente arias de Verdi tras una ingesta copiosa, 

convalecer en un sanatorio en los Alpes en 1920,

crear de la más absoluta nada un pétalo del tamaño de un corazón que gima,

enfermar con desparpajo tres días en los que el invierno construya un soneto de amor inmarcesible y me lo dicte en un sueño,

ocupar el pecho con laudes levemente transidos de tristeza, 

pensar tardes enteras en caballos en la nieve,

intimar con ángeles anteriores al crack del 29,

caer en un agujero donde Janis Joplin mastique libélulas,

invocar el advenimiento de los grandes poetas invisibles,

tentar el infinito en un abrazo,

envejecer sin que el tiempo nos lo recuerde,

morir cuando morir no cuente,

arder en un cuerpo, 

aprender a nombrar los primores de la luz,

blasfemar con ocho gramos de alcohol en la sangre,

manejar sólo tres o cuatro adjetivos y con ellos describir el alma,

delirar a la caída de la tarde en Babilonia,

extasiarse en una pieza de Bill Evans,

sentir algo parecido a la misericordia frente a las catedrales del mundo, 

deambular de nuevo por las calles de Praga para dar con la cara de Kafka,

recordar el día en que todo era sublime irrigación de lo fértil,

hablar con alguno de los padres de la mecánica cuántica sobre la versificación libre,

escribir vidas de santos en un motel de Wyoming,

seducir coristas de un musical sobre Schopenhauer,

acabar una novela en la que haya obispos luteranos,

perseverar en la gracia sencilla de agradecer el aire,

comprender la elocuencia de los árboles,

acariciar las rayas del tigre que vio Blake,

confiar a los músculos la intendencia del ánimo,

nadar hacia el azul de los años puros.

29.1.24

Bacon con Coltrane

 




Amo los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles, pero sobre todo amo el caos, amo el caos como el que ama un cielo azul o como quien se extasía viendo un cuadro de Francis Bacon, aunque quizá esto último (casar caos y Bacon) no sea muy descabellado, ni parezcan asuntos muy opuestos. El caos es la matriz de todo, el caos es el motor que hace rugir las tripas del mundo, el caos es el vértigo y es la fiebre, el caos es la materia sobre la que descansa la luz cuando está agotada, el caos es la madre de la sombra. Al principio, en ese momento idílico en el que hubo un pulso (una especie de latido antológico) lo que insufló aliento fue el caos. Fuera del caos, no hay nada, o nada que merezca atención. Incluso el orden aprendió del caos. Esto lo cantó Auserón en sus buenos tiempos, y buenos tiempos eran. 


Los días previsibles son de poco afecto para la memoria. Los que valen son los azarosos, los que gobierna el caos. Un exceso de caos no conviene del todo. El exceso absoluto del caos abraza el orden perfecto. Es la idea antigua de que los extremos acaban copulando. Ellos copulan ardorosamente. El sexo entre el orden y el caos es de una obscenidad absoluta también. Quien asiste a esa coyunda proverbial no vuelve a ser el mismo. Yo lo que creo es que las mentes creativas son las que han visto, por casualidad o buscando, los lances amatorios de esas dos criaturas primordiales. Escribir es un acto que solo se entiende desde ese punto de vista. No digo escribir la crónica de los días, reglada y limpia, rigurosa y objetiva. Es el reverso el que verdaderamente interesa. Son los días del vértigo y los de la fiebre los que se quedan en la memoria. Los libros escandalosos son los que se fijan más perdurablemente. Luego está el amor, el amor coronado de asombro y de tiempo. Vivimos porque el amor nos empuja a vivir. El amor copulando con el tiempo, izados en lo sublime, considerados en la pureza de los poetas. 


No sé si hay amor en los cuadros de Francis Bacon. Quizá lo haya y no alcance yo a vislumbrarlo. Es el caos el que provee. Lo inasible del mundo es caos moviéndose. El arte será convulso o no será, cito a Breton. Todo lo que hay en Bacon que me gusta procede de la sensación de desorden.  No puede usted poner a George Winston para ver un cuadro de Bacon. Precisa un Coltrane. Bacon necesita a Coltrane. Y no un Coltrane cualquiera; no, al menos, el baladista, el de los standards. Es mejor el otro, el arrobado por la fe, el del amor supremo. Los dos son una extensión fiable del desorden y los dos, a su modo, buscan el equilibrio, el nombre secreto de las cosas, la armonía, la paz en el mundo. Termino de escribir esto y pienso en que amo el caos porque, en el fondo, estoy castigado a su presencia. Ojalá amase el orden, ah el orden. De verdad que me esfuerzo, pero veo un cuadro de Bacon y se me pone el corazón desbocado. Si es con Coltrane, mucho mejor. Hoy serán los dos quienes me escolten por el trasiego del día, que se presenta intenso. 

28.1.24

Dibucedario 2024 / Q de Qué




 Se puede aturdir a quien escucha si no se eligen con cuidado las palabras. Hasta esmerándonos en ellas es fácil convertir la mesura en desatino, el clave bien temperado en loco ruido. El conocimiento del que reconoce no tener propiedad el pobre Sócrates, hoy más digno de lástima que nunca, es el mismo de muchos, todos confundidos en la maraña de lo hueco o de lo muy lleno, tanto da. Abundan las ocasiones en que el diálogo sobre el que se construye ese conocimiento es un hueso pelado o un trozo grueso de carne imposible de despiezar. Las preguntas, tan gratas a Sócrates, no obtienen respuestas porque no se formulan bien. No sirven, no cumplen su cometido. Tan sólo son llamadas para que la conversación no se oscurezca del todo y no se disuelva la reunión, fuegos pequeños que las palabras convienen antes de que la oscuridad lo cierna todo. 



Peterpanesca


 


Lo cantaba Violeta Parra, que la compuso, y más adelante Rosa León y Mercedes Sosa:  volver a los diecisiete después de vivir un siglo. Una vez que creces, ya no puedes volver. La inocencia es lo que inevitablemente perdemos. A veces sobreviene y la reprobamos. Ser inocente no es nada de lo que pueda presumirse, no es una virtud, eso nos dicen. Nacemos inocentes y la vida nos va robando esa inocencia. Hay un momento de nuestra existencia en el que abandonamos el candor, la visión limpia de las cosas, esa fe en lo más acendradamente humano. Tal vez sea en el juego es donde están protegidas esas cosas hermosas y nobles. El juego considerado como una necesidad. Lo malo es que no volvemos al juego o, caso de que lo hagamos, lo ejecutamos con criterio adulto, pero es en el juego en donde la ficción está a la vista dentro de lo real. Al jugar garantizamos un pasaje a ese mundo inventado, el nunca jamás de Peter Pan, y después de vivir un siglo (o casi) volvemos a los diecisiete o a los once. Lo dice Peter Pan, lo avisa: Una vez que creces, ya no puedes volver. Y en cierto modo vemos que es verdad. 

27.1.24

Dibucedario socrático 2024 / P de Precipio

 



La recta razón que a la prudencia invita flaquea al prendarse de los primores que la naturaleza ofrenda y escapan a nuestra voluntad. Es cosa suya doblegar el empeño que apliquemos y nuestra aceptar sus impedimentos y convencernos de la imposibilidad de franquearlos. Obra sin seso quien los ignora y desoye la clara reprobación que pronuncian. Así el pobre Sócrates se conforma, tiene con qué aplacar el deseo loco de su corazón, pero Mochuelo fue bendecido con el vuelo y prosigue su paseo. Por más agreste que sea, no le condiciona la orografía, no se arredra si un precipicio surge o si se iza la imponencia de una montaña. Bate sus alas y se aleja. No hay raíces en el aire. 

Elogio del poema todavía no escrito



Sin motivos, un poco por respeto o por pudor o por temor, uno va aplazando lo que importa. Se posterga sin mayor quebranto, se deja para después por el placer de ir pensándolo, de darle un cuerpo dentro de la cabeza o por convidarse de futuro y creer que podemos gobernarlo. Como la madre que planea una vida para el hijo que lleva y fantasea con los ojos que va a tener o con la voz con la que dirá las primeras palabras o en si será cirujano o poeta laureado. Se aplaza la felicidad tal vez por antojársenos inalcanzable o por no desear saber qué trae, para no despreciar, más por ignorancia que por otra cosa, los placeres que nos ofrece. Se disfruta más con los preliminares, oye uno decir. En el fondo es el miedo el que hace que actuemos así. El miedo a que no compense el esfuerzo. El miedo a que el hijo no sea el esperado o que su voz no nos emocione o que sus ojos nos miren sin mirarnos o que salga funcionario de una delegación tributaria en lugar de maestro o de galán cinematográfico. 


No sé qué cosas estaré aplazando yo. Algunas habrá. Se tiene la idea de que no hay problema en eso, en no pensar, en dejar a un lado esas obligaciones morales o lúdicas o sociales. O se las ingenia uno para que no duela o duela de un modo tan suave que no alarme, ni se tenga conciencia de que algo nos rebaja.  Leí un poema que refería la dificultad del poeta en conseguir que lo volcado en los versos finalmente se impusiese a la nada en la que estaba. Y venía a decir que el poema ya estaba. Solo faltaba llamarlo. La idea de un lugar en donde todo está almacenado, tutelado, confinado a expensas de que se extraiga me incomoda, me hace pensar en que no haya azar. Sin el azar, sin el asombro, sin la sensación de que algo que no se ha previsto incline a un lado o a otro la balanza de los días. Yo estoy todavía intentado encontrar ese poema. Hay días en que lo atisbo, en que vislumbro una brizna de lo que quiero expresar y el apero de palabras con el que airearlo y hacer que se imponga a la realidad. Todos somos padres de algo, sabiéndolo, sin saberlo. 

26.1.24

Dibucedario socrático 2024 / O de Orgullo



Quien consigo se encuentra ya no precisa compañía. Dar con uno no es asunto fácil, a pesar de no tener a nadie más cerca. Se prodiga el ánimo en la hospitalidad ajena y desatiende la propia. Se teme no encontrar nada que haga grata esa estancia íntima. La soledad es un bien si se anhela y cuida. Mochuelo rehúsa pasear con el pobre Sócrates, que debe en sus adentros agradecer que alguien les hayq conocido. Tan fácil parece y, sin embargo, qué de obstáculos hay que sortear. La intimidad del alma cuando se la ha instruido convenientemente no deja de procurarnos placeres. Hablarse uno, convenir un diálogo secreto, habilitar un vocabulario próximo. Y será el orgullo de quien así se maneje el que finalmente cuadre la biografía. Orgulloso Mochuelo, satisfecho del logro, concernido en su pequeño o grande viaje de uno hacia uno mismo, sin vanidad, sin que ese advenimiento feliz anule la posibilidad de convivir con los otros y, dado el caso, bajar de esa dulce altura y concederse un paseo en compañía. 

Ilustración: Ramón Besonías

 

Elogio de la memoria inventada

 Recuerdo haber leído que la felicidad vendría a ser una especie de florecimiento, un desprenderse de lo vacío, un anhelar cierta plenitud o no fue leído y ahora esas palabras me parecen las más justas, de modo que las hago provenir de un libro. En cierto modo, hacemos que los recuerdos acudan sin cuestionar su procedencia. La diferencia entre haber estado o no haber estado en un lugar es irrelevante. La de haber vivido algo que comparece en penumbra, como afantasmado, depende de la convicción con la que pensemos esa estancia. Creo que nunca he estado en la isla de Java. Tampoco tengo la certeza de que no haya estudiado literaturas germánicas medievales o besado a la niña que me gustaba en el instituto. Uno va perdiendo la propiedad de las cosas y confía su restitución a herramientas endebles. La memoria es un artefacto poco fiable. También los sueños, que son una memoria huidiza y vaporosa. Imponen los recuerdos su voluble registro, fabrican su propio lenguaje. Lo que se toma como vivido se  construye con la misma argamasa que lo imaginado. Lo contado a veces sólo sucede en la cabeza. También lo recordado. Todo se fía a su veneno. Cuanto damos por cierto, al emboscarlo en la narración del pasado, se difumina, adquiere la consistencia de la niebla, crea niebla, es niebla. 

25.1.24

Elogio de la memoria delegada

 No sabemos qué va a ocurrir y es mejor que no sepamos. Qué importará el infinito futuro si hemos perdido el infinito pasado, sentenció Borges. Tan sólo tendremos una brizna de intimidad. Una especie de eco sentimental. Un creer que algo de lo que fuimos perdura no ya en uno mismo, sino en algunos que, sin que se les invite, acuden y hacen, por delegación, suya esa memoria. 

24.1.24

Dibucedario socrático 2024 / Ñ de Ñam

 



En el budismo, el deseo es el origen de todo sufrimiento. Quien no anhela, no padece. El que se permite las pasiones y somete a su dictado el sostenimiento de su espíritu gime, llora, se duele, se enoja, se asombra, se divierte, se asusta, se consterna, se embravece, odia, ama, envidia, se encoleriza, se avergüenza, expone su entero ser a las contingencias que invariablemente jalonan el decurso de una vida. No es cosa de cancelar el padecimiento al censurar el deseo. Es suyo lo que quiera que nosotros seamos. Qué placer desear, qué delirio puro. Poder gemir, llorar, dolerse, enojarse, asombrarse, divertirse, asustarse, consternarse, embravecerse, odiar, amar, envidiar, encolerizarse, avergonzarse. Disponer de esas conjugaciones es sentir, que es la semilla de lo que quiera que sea vivir. Desear es un preámbulo feliz al que la adquisición de lo deseado a veces no alcanza. Mochuelo se imagina cómo sabrá la carne que no puede comer. Se contenta en esa ensoñación al punto de sublimarla. Es más nuestro lo que perdimos, sentenció Borges. Todo lo que nunca lo será también nos conforma. Sobre esa utopía de los apetitos podemos construir nuestra entera existencia. La aflicción al constatar su huidiza naturaleza proviene de la misma sustancia que la alegría que depara su logro. Así el amor medra en el alma. Así nos curte y guía. Es el hambre lo que hace que exista la posibilidad de saciarla. Es la sed con su perfecta noticia del agua. 

Una luz infinita


 

23.1.24

Elogio de las dolencias sublimes

 Va uno con los años un poco yendo y viniendo por las cosas como si las viera en la distancia y el afecto o el desafecto que causan apenas prendiese. Está así a salvo algo que antes estaba siempre expuesto. No sé si ese empeño en protegerse uno verdaderamente importa, si al final la vida echa a perder todos los esmeros y te zarandea a su modo, haciendo que hociques, que muerdas el polvo, que te consideres el ser más desgraciado sobre la tierra o el mayor de sus pobladores. Algunos días nos sentimos ocasionalmente trágicos, investidos por la serenidad de quien se sabe perdedor del único juego al que sabía jugar. Y es que no tenemos otro juego que no sea éste, el de levantarse por las mañanas y acostarnos al término de la jornada. Pero hay días de una intrascendencia maravillosa, en los que olemos las flores, escuchamos el latido del fondo de los árboles y miramos a los demás como si de verdad los quisiésemos a todos. Son los días en los que no hace falta que escribas. Basta dejarse ir. Vivir sin otro cometido. En cuanto a mí, poseo la extraña habilidad de que me arrebata la inspiración cuando más ocupado estoy, en el momento en que los problemas te asaltan. Creo que no soy el único, pero no tengo a nadie más a mano y hablo de lo que conozco. Decía que va uno con los años viendo las cosas con la distancia que le permite no involucrarse obligatoriamente en ellas. Luego está la voluntad de meterse en honduras, pero advierto (y yo soy lento para lo mío) que he ganado en tranquilidad (que no en sabiduría) con ese nuevo estado de espectador paciente. No sé si lo he aprendido de alguien cercano que lo ejerza o ha sido un volunto de mi infatigable capacidad de no estar jamás contento con casi nada. De todas formas, no pienso defender esta novedad de mi espíritu más allá de lo razonable. En cuanto el azar me zarandee, lo hace a su antojadizo capricho, muto a quien era ayer (el yo de los lunes es menos presentable que el de los viernes, el de hoy miércoles es un limbo) o hace una semana o el mes pasado, cuando era otro. Uno siempre es otro. No soy nadie que alguien diga conocer. Yo no existo. En realidad todo lo que digo, en cuanto lo pienso, me produce zozobra. En la zozobra se vive mejor. En la incertidumbre se vive también muy bien. Lo incierto es donde estamos: su residencia es la muestra. Escribir sirve para aclararse uno y para aclarar a alguien que, en la lectura, encuentre una parte de sí mismo en lo que le estoy contando o que de pronto sienta que el texto sobrevenido está escrito para él. Dentro hay varias criaturas. Las censuro, las jaleo, intimo con ellas, me violentan, las hiero, me hieren. No sé nombrarlas, pero se acuestan conmigo todas las noches. Son de mi propiedad incluso cuando no las padezco. Es al corazón al que le incumben estas cosas. La cabeza, con sus protocolos y sus reglas de servidumbre, no sirve para estos asuntos. Yo la dejo de lado en cuanto puedo. Se notará. 

Elogio de la calle




                                    Fotografía: Manel Armengol

Un niño durará lo que duren sus juegos. Lo escribió Cortázar. Los juegos acaban cuando hay que explicarlos y las reglas que los gobiernan importan más que el desempeño mismo del juego, que su inercia amable. Veo a diario cómo juegan los niños y sé que dejan de hacerlo cuando las palabras cobran la importancia que antes tenía el cuerpo. Quizá el deporte sea una extensión de esa infancia bruscamente interrumpida: tal vez jugar sea aplazar el ingreso completo en la realidad. Es el lenguaje, con sus trampas, con sus peajes, con su batalla dura librada por dentro, el que toma el lugar del cuerpo. Y hay niños que solo juegan en el patio de la escuela.  Se les ha encomendado una labor tan ingente - tareas, clases extraescolares - que no cabe una labor más, ni siquiera la de jugar. Si dejan de jugar, empiezan a crecer más rápido. Tal vez sea eso lo que se ande buscando: que ingresen más pronto que tarde en la rueda de la sociedad y empiecen a dar las vueltas que damos nosotros. Lo que queremos es más gente girando, más comprando, más vendiendo, más gente poniendo cara de pocos amigos, más gente agria y enferma y triste, enemistada con casi todo lo que se le ofrece, hostil, muy hostil a veces. Y todo por no dejar que los juegos duren un poco más. Todo por dejar que el lenguaje ocupe el lugar en donde reinaba el cuerpo. Hemos matado al cuerpo. Y yo sé qué horizonte hay: el de la abolición de la calle, sustituida por una pantalla, conectada a la red, lista para navegar y perderse en ella. La calle, ah la calle, el imperio del bien puro y del mal puro, el lugar en donde están los sueños cuando dejan de estar dentro de nuestras cabezas. Es el territorio de la mitología antes de que sepamos quienes son sus dioses. Lo éramos nosotros entonces. No sabemos qué queda del niño cuando irrumpe el hombre. 

20.1.24

El síndrome Zelig

 



Hay gente de pronto forzado, afligidos sin que se atisbe motivo o extremadamente ceremoniosos o melindrosos o afectados sin causa visible que los empuje. Se conmueven con ligereza, dan de sí la pose que se espera. Lloran cuando hay llanto, ríen si risa, se duelen si el dolor les cerca o callan cuando aprecian que callar conviene. Son especie de espectro plano y asombroso sentido de la supervivencia. Los hay a espuertas, aunque no se mancomunen y erijan un local social con sus estatutos y plantilla burocrática. No tienen conciencia de su condición por lo que no se lamentan ni vanaglorian de proceder como lo hacen. En cierto sentido, no viven una sola vida, sino cien, mil, todas las que sobrevenidamente confluyan. Múltiples, ciegos, falsos, tampoco se aferran a una de sus vidas, pongamos que sea la que más les agradó o con la que se sintieron más felices. No deciden nada, no eligen cómo se comportarán, qué palabras o qué gestos habrá para congeniar como anhelan. Tal vez sea la mejor manera de pasar desapercibidos. Ser todos, ser nadie, no intervenir. Como fantasmas inversos,  son gente sin biografía, huérfanos de alma, pobres de espíritu. Plagian sin fatiga, existen en la tiniebla del simulacro. El crédulo que los escucha los suele tener en alta estima, no indaga en si son espontáneas sus emociones o están estudiadas, probadas, sancionadas o legítimas. Hace prevalecer la robusta empatía de sus intervenciones. La impostura se advierte a poco que se les frecuenta. Los más refinados tiran de oficio y cuesta desentrañar la farsa. Vienen a ser como el Leonard Zelig de Woody Allen, personaje camaleónico, dotado para mimetizarse. Tal vez sea un deseo sobrenatural por ser aceptado, tomado en cuenta, quién no se ha imaginado amado por todos, odiado por todos, presente de un modo tangible. Son eco, olvido, nada, como el resignado Borges cinceló en un hermoso poema. 

19.1.24

Un cuento de Lydia Davis


 


La madre

Lydia Davis


La chica escribió un cuento. «Sería mucho mejor si escribieras una novela», dijo su madre. La chica construyó una casa de muñecas. «Sería mucho mejor si fuera una casa de verdad», dijo la madre. La chica hizo un cojín para su padre. «¿No hubiera sido más útil un edredón?», dijo la madre. La chica excavó un pequeño hoyo en el jardín. «Sería mucho mejor si excavaras uno grande», dijo la madre. La chica excavó un gran hoyo y, dentro, se echó a dormir. «Sería mucho mejor si te durmieras para siempre», dijo la madre.

Taxidermia

El taxidermista tenía seis hijas a las que leía pasajes de la Biblia. Ninguna parecía disfrutar con las aguas que se abren o con la sanación de leprosos. Lo que las fascinaba eran las resurrecciones. Silvia, la más pequeña, dijo a las hermanas que podrían bajar al sótano donde estaban los animales a los que aún no había retirado la piel. El que más ternura despierta en las niñas es un pequeño zorro. Vieron cómo él lo sacaba de una caja, su cuerpecito abierto. Esta noche lo resucitaremos mientras papá duerme, les dice. Sandra se entusiasma. Es tan pequeño. Lo atropelló un coche. Ana, de pronto preocupada, advierte a las demás sobre el atrevimiento. No somos nada más que unas tontas. Dios nos castigará. Padre es peor que Dios, la corrige Julia entre sollozos. Sofia prefiere que se resucite a un cervatillo. Carla recuerda a su madre muerta. A ella no podremos traerla de vuelta. Se la habrán comido los gusanos. Deberíamos haber pensado en esto hace dos inviernos. Julia lee. Recita. Sugiere que impongan las manos sobre el zorro. Lo vieron en una película. Ni así se le aprecia aliento. La vida que anhelan no irrumpe. Las maniobras de resurrección son baldías. El animal muestra esa quietud macabra de lo roto. Las niñas imploran. Rezan. Padre es severo. Más que Dios. Ya lo fue, ellas lo saben en el fondo. Lo será de nuevo. Mamá nunca bajaba al sótano. Hasta que se atrevió.  Desde la pared parece que las advierte. Ella no tuvo a nadie que lo hiciera. 


18.1.24

El dulce fruto, la amarga almendra / Itinerario poético de Efi Cubero / Rizoma





El germen de la poesía es la extrañeza, también el de la vida que la recaba para construir su templo de palabras. Da el numen acopio de ellas, pero a veces conviene un tamiz en su escrutinio, un alambique que las purgue y sublime. La inteligencia que reclamaba Juan Ramón Jiménez  para traer el nombre exacto de las cosas se concilia con la extrema sensibilidad del poeta para que la criba fulja. Efi Cubero comienza su alquimia bendita con el título de esta antología de su trabajo: Rizoma. Con ella acuña lo etéreo y lo telúrico, los primores del aire y la entereza de la tierra. Tiene en la raíz y en el aire la palabra toda su elocuencia. Así los versos, que  brotan de lo misterioso y alzan su voz hacia lo humano, que es misterio también. Así esta inclasificable (amado significado para ella) conversación de las palabras con las palabras. 


*


En el aire el mismo aire se convida de aire, se aprecia entero, sutil, pujando y danzando, discurriendo en sus adentros los motivos del vuelo. Toda la poesía es pájaro desdiciéndose, remediando la solicitud de la glauca extensión del suelo, anhelando el azul infinito de lo que no se conoce, la sustancia del pensamiento al que se le ajustaron alas y se le concedió el recado de las nubes. Leer a Efi Cubero es ternura, es llama, es la viva condición de todo lo que es del corazón y al corazón encomienda su paso por este mundo. Somos "esa botella sin mensaje / abandonada (en el mar) para olvidarlo" (Mensaje). Es el sol el que vence a la niebla, escribe hoy en su muro de Facebook: "El día se abre como una flor sin tiempo". 


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Rizoma no es un libro fácil y, sin embargo, no hay nada a lo que aluda expresado con dificultad: todo es de un sutilidad a la que se encomienda cobijar la brusca irrupción de lo visible y de lo invisible, de cuanto se ofrece tangible y de cuanto se enmascara y aparta, reclamando atenciones más hondas. Es una poesía de hondura severa y, al tiempo, se resuelve limpia en su discurso: "Por la herida del agua / las espinas florecen / con rosales de sangre", lorquianamente dicho (Por la herida del agua). El espíritu, en un arrebato de atrecimiento, se reconoce cuerpo: "La sombra es transparencia, / un desierto, una clave". ( Duda). Hay que leer Rizoma con el ánimo del que hace una travesía y mira el mar como si el mar también la mirara. La poesía de Efi Cubero se acaba sintiendo como una conversación. Se cree escucharla, casi como si, más que recitar, te confiara las palabras, las dijera con arrobo de madre. Es de quien lee de quien ella habla. Hay un anhelo de universalidad, de otredad íntima, de algún tipo de misterio en el que todo alude al mismo misterio y, sin comprenderlo, tenemos de él cuanto necesitamos para avanzar en los días, para trasegar en ellos, para no sentirnos en el desamparo de la incertidumbre.


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 La caligrafía es la herrumbre, también la turgencia del carne antes de que la violente el olvido. "Todo era infinito": "Tú y yo multiplicando las estrellas" (Texto). 


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(Código) Ser sólo una escritura: qué hondura lo sencillo, lo que cuatro letras irradian, “cierta clave de sol para una fuga”. 


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Ocurre con frecuencia que no se aprecia la ceniza cuando bulle el fuego, pero él la contiene al modo en que el viento guarda en su seno al aire. Así la poesía es “ascua quemante sobre las pavesas” (Hoguera), “ser llama./ Ser temblor que la consume, / ser leña que crepita y / el humo que se eleva sobre el propio deseo”. “Y volver a nacer de la ceniza”, a saberse aire cuando el viento paradójicamente lo oculta. 


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Una poética es un corazón que arde sin fatiga. Un corazón es un fuego que dialoga con el aire. El aire es una palabra que nadie ha pronunciado nunca. “La auténtica lección: / vigilar las hogueras, aventar la ceniza” (Seguir) 


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"El mundo se inaugura cada día" (Linderos) Escribir es constatar ese milagro. El amor será la semilla que expanda todas las palabras. Hasta las de la ausencia. Todo para atravesar la piedra o para horadar el agua. "Y en soledad, frescura de tus fondos, / volver a ser renuevo. / Y emerger". Este lector se ha sentido solo y emergido. Cualquiera que se deja pulsar (somos instrumentos, algunas melodías irrumpen si se nos toca con la intención de la belleza) sentirá que ese decantamiento de lo numinoso, esa floración de lo lírico. 


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"Escapa hacia la luz la luz, la llama" (Llama) Todo en Rizoma se resuelve en vida. Es uno de los poemarios más felices que he leído recientemente. Todo lo humano fulge. El deseo. La voluntad de perdurar en los otros. La reverberación de nuestro espíritu cuando otro lo acaricia. Como un juego de sutilidades. Como un temblor que nos hace recordar a quienes no están. "La luz de ti me alumbra y no la alcanzo, / sigues aquí diciéndome que existes". (Fotografías). El que se ha ido, ella no deja de contar con él, es el mismo sol "que alumbra y arde", aunque "ya era ceniza que abrazaba" (Sol). 


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Rizoma es poesía sacramental: es el barro primero y es la palabra que nombra al barro cuando no lo vemos y, sin embargo, lo sentimos en los pies al andar, en el alma al sentir. Es un barro sin descifrar. Tangible y etéreo. Es el desasosiego y es la templanza. 


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Que Rizoma sea una antología (a la que ha añadido piezas nuevas) hace que se lea como una novela. A la manera de la Rayuela de Cortázar, se puede leer de seguido o tantear las páginas, dejarse llevar por el azar y recaer en unos poemas o en otros. Hay una historia a la que le faltan la presentación, el nudo y el desenlace. Se entrevé un decir narrativo, se descubren itinerarios, se asiste a la representación de una vida. No es otra cosa la literatura: es ardentía (preciosa palabra que usa en Taúride, uno de mis poemas favoritos), ese ardor en lo inefable, ese inclasificable (otra palabra querida y ya para siempre asociada a Efi) anhelo de verdad, jardín en el que "sobre el dolor y el grito han crecido amapolas" (Amapolas). Puede hasta no concederse esa condición de relato, pero lo que permanece en la memoria cuando el libro se ha concluido (qué mentira ésa, no acaba nunca) es la vida propia, la de pronto ofrecida, la que habla del origen, del barro, del tiempo en la sustancia más íntima de las cosas, las cosidas unas a otras hasta festejar la invención de un abrigo o de un refugio. 


*

(Enfoque) "La piedra es un desnudo / de azahar florecido / mientras el cielo asume / su condición de espejo." Se yergue el poema como una piedra que el mismo cielo reclamase. Luego regresa a su firmeza antigua sin residencia. Labra su destino huidizo, pero basta coger una en la mano y apreciar su nobleza antigua, su suspendido temblor sagrado. Así el poema, así su verdad también noble y antigua. "Como si no existiera / la ceniza" (Cielos) De hecho, no existe. El peso del mundo se cifra en la piedra desnuda, en el azahar florecido, en el poema (en tantos de ellos) izado como una oriflama a la que mecen todos los vientos. 


Coda festiva

(Y qué hermosa edición la de Mahalta, qué compromiso con los poetas, con la poesía)



Breviario de vidas excéntricas / 52 / Luisito Sotomayor

 Ya en faena, Luisito Sotomayor sopesa el alcance de la misma. Tiene la cabeza ocupada en empezar de una vez la tarea de Mates y tiene el corazón alocándose  en la visión de la cabeza de esa hormiga a la que aplica con vehemencia el rigor del sol inyectado en una lupa. Arrobado de malsano gozo, contempla la inquina de la luz en la testa del insecto. Cree entender que esa tortura a la que concede su empeño más severo no le traerá más tarde reconcomio, arrepentimiento, cualquier forma de desasosiego, pero todo cambia a partir de ese momento de travesura infantil. El corazón se le agita, como si en lugar de brincar de alegrías se acongojara, se templara y razonara la inconveniencia de su proceder. Una epifanía, un coro de censores, un salto sináptico nuevo. Al dar la hormiga su estertor póstumo, pues ya estaba la faena francamente adelantada, una comezón como nunca había sentido antes lacera su alma, la arroja a los perros, aprecia cada dentellada, se duele sin consuelo. He matado una hormiga, confiesa a su madre, que anda ocupada en el trajín de la cocina. Espera que le reprenda con contundencia. No está bien, hijo. Son criaturas que no te han hecho daño alguno, no debes actuar así, así habla una madre cuando quiere llevar al hijo al buen camino. La de Luisito está al tanto de sus costumbres zoológicas. No son nuevas, qué van a serlo En cierta ocasión, no se había lanzado a hablar todavía, lo sorprendió descabezando una lagartija con los dientes. La fijación por esa parte de la anatomía supera en Luisito a cualquier otra que su inspirada crueldad haga concurrir. En otras, ensimismado, entornados los ojos, como en trance, eran las alas de una mosca las elegidas para su festín salvaje. Ninguna de esas escaramuzas quirúrgicas parecía contentar a Luisito. Al correr de los años, adquirió destrezas insospechadas: extraía órganos con delicadeza, se esmeraba en ocasiones en aplicar una Intervención lo menos lesiva posible, pero ninguna de esas artes le procuraban el goce de la intervención a pelo, motivada por el mero daño, por la inercia misma de la tragedia. Escucha, hijo, te voy a contar algo que debes saber, le dijo su madre. En el año de gracia de 1688 y en la muy noble y venerable ciudad de Toledo nace un antepasado nuestro. Hay un retrato suyo en el salón. Se llamaba Vicente Jesús Sotomayor. Educado en la estricta observancia de la fe, devoto de misa y lector precosísimo de vidas de santos, se le conocía por andar como a saltitos, ridículamente. No era capricho ni consecuencia de algún trastorno. En el temor de que proceder de otra manera lastimara la extensa alfombra de grillos que incomprensiblemente poblaba el patio de su hacienda, determinó sortearlos, impedir que una pisada equivocada aplastara sus cuerpecitos inocentes. Por más que la sangre ardorosa de la familia le conminara a diezmar la plaga que ocupaba el patio, se reprimía, pensaba en Dios, que todo lo ve. Quién era él para arrebatarles la vida, cómo podría contravenir su voluntad. En sus cortas miras de infante entendía que, siendo precavido, mirando por donde pisaba, no incumpliría mandamiento suyo alguno. Los grillos eran obra del Señor, prodigio de su creación.  A fuerza de esquivarlos, empecinado en girar el cuerpo y gobernar el paso, el niño Vicente Jesús tomó como hábito involuntario y, a la postre, pernicioso, andar con una muy ligera inclinación del torso, en particular, que le obligaba, a su pesar, a dar unos esos saltitos grotescos alrededor de los insectos para desplazarse a conveniencia sin que el trayecto contrajese la muerte de ninguno de ellos. El párroco, Don Ramiro Céspedes, le sugirió que anduviese sin esos torcimientos que le hacían parecer lo que no era y despertaban entre las malas lenguas del pueblo argumentos para rumores y razones para insultos. Trajo entonces Vicente Jesús al criterio del cura  la causa de su proceder y la creencia de que Dios le observaba sin reprobar ninguno de sus actos. El párroco, campechano en sus consejos, viejo y conocedor de los vericuetos del alma humana, vino a decirle que Dios no reparaba en minucias y que pisar un grillo o una manta de grillos no ofendía su Obra ni escandalizaba a su Divinidad. Que todos somos hijos de Dios, pero que su amor no ha sido repartido proporcionadamente y hay hombres y hay conejos y grillos y hasta moscas que no tienen el mismo escalafón en la mirada atenta del Padre. Añadió que podía, en adelante, matar cuantos grillos le viniesen en gana sin que esa inclinación homicida alentase forma alguna de pecado y que insistir en tan piadosa conducta hacia la turbamulta asquerosa de grillos de su patio devastaría quizá ya para siempre su espalda y terminaría jorobado o arrumbado en una silla sin moverse por mor de ese inquietante vicio. Al día siguiente el patio de la casa del niño Vicente Jesús Sotomayor era un batiburrillo informe de alas y caparazones negros, de cabezas perversamente machacadas y de ojos negros escorados hacia el imposible limbo de los grillos muertos. Como no todas las acciones que hacemos convencen por igual a todo el mundo, Vicente Jesús descubrió que aquella matanza novicia no era del agrado de su madre. No por la caridad  cristiana, que no faltaba, sino porque a la postre, cometida la fechoría, desarmado el ejército infame de  bichos, el patio quedaba hecho un desastre, un espectáculo baboso de cadáveres crujiendo en el silencio blando de la noche. Así que Vicente Jesús, hijo obediente y recto como tú eres, mi querido Luisito, bueno por encima de egoísmo, regresó a su excéntrico paso y volvió a ser el Mesías de aquella algarabía de criaturas. El párroco, al tanto de la renovación de tan fea costumbre, le reprendió severamente. Durante un tiempo, Vicente Jesús anduvo en el frágil e incómodo lugar de no tener opinión propia así que su ingenio obró el milagro de dar con una solución que contentase a ambos. Quizá también al Señor, que en todo repara y todo termina expuesto a su criterio. Grillo que matase, grillo que recogiese del suelo y guardase en una vasija ancha de barro que haría las veces de túmulo cóncavo de grillos inevitablemente sacrificados. Una vez que la vasija estuviese llena la arrojaría a la fértil tierra de Castilla. Como si de un enterramiento protocolario se tratase. Este episodio juvenil, baladí y tal vez frívolo en el fondo, marcó indeleblemente el alma sensible de Vicente Jesús y treinta y poco años después, en las selvas del traidor Amazonas, siendo Capitán de un regimiento de Artilleros de su Majestad el Rey, acabaría  recordando los grillos del patio mientras se entregaba, varonil y heroico, a esquivar, con desigual fortuna, con saltitos torpes y patéticos, los cuerpos ensangrentados de la población oriunda, devastados por la pólvora y mutilados por la toledana espada, que alfombraba, como grillos, la tierra glauca de la selva. Y el Señor Nuestro Dios, en su Gracia Infinita, le habló al capitán Sotomayor en sueños, pues así en ocasiones se manifiesta según tenía entendido. Indio que matase, indio que arrumbara en un carro y arrojase después a la fértil Amazonia, luego de bendecir  su alma impía, en algún remanso del río, a la sombra, a salvo (mayormente) de las inclemencias y los rigores de los dioses astros. Así que, dilecto vástago, te pido que guardes en lugar seguro los restos de tus diabluras y les otorgues alguna oración que les haga dulce su ingreso en el cielo de los mártires. Sólo así podrás dormir en paz con Dios y contigo. Esa es la enseñanza que los Sotomayor guardamos a mayor gloria de nuestro apellido antiguo. Ahora ponte a hacer las tareas de Mates. 




17.1.24

Elogio de las expresiones vetustas

  Tengo por cierto es construcción lingüística en franco desuso que debería reclamarse, concederle plena vigencia. Ayer la usé en una conversación  y pasó desapercibida. Nadie hizo por darse por enterado, no hubo indicio de que mi atrevimiento contrajera algún tipo de refrendo. Las expresiones vetustas que me llegan de otros (las leídas más que las escuchadas)  las aprecio y hasta hago constar el agrado o la sorpresa que por lo común me causan. Denotan que quien las trae es sensible a las saturnales de las palabras, que veneran la llegada del invierno del lenguaje. Ahora todo es presentismo lingüístico, ese festejo ciego en el que el pasado es vestigio, huella de algo que debe ser reemplazado con otra huella, como un palimpsesto torpe, como un eco de un eco. Doy fe de que no son estos tiempos los de la gratitud hacia los que pasaron. Dar fe tampoco es marchamo actual, no se le privilegia cuando hay que atestiguar algo. La fe es la que está en entredicho. No se tiene fe a nada, ni siquiera al tesoro de nuestro bendito idioma. A fe mía que no se encuentra amor más durable. 

16.1.24

Dibucedario socrático 2024 / N de Nadie

La luz nos hace descender a las sombras. Ella traza la travesía, ella aparta las que surjan basta que la última irrumpe y se despeja la ecuación que somos. No ser nadie entonces y ser todos. La literatura de la muerte tiene algunas metáforas impecables. Nos incumben todas. Hasta las que jamás pensamos que pudieran. Se va hacia allí con el apero del que cada uno se aprovisiona. Ese acopio es privado y, al tiempo, es común y nos iguala invariablemente. Llegamos desnudos y nos vamos desnudos, pero habrá con qué vestir la partida. Mochuelo desoye la triste admonición del pobre Sócrates. Habla por ti, le dice. Tú sabrás quién eres. Cuando el camino concluye es la luz la que nos hará transitable la sombra, la mucha o la poca que alberguemos nos cogerá de la mano y nos llevará hacia donde nada sabemos. 
 

Leer (otra vez)

  Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos p...