Plinio, Ovidio, Dante, Shakespeare, Quevedo o Milton dedicaron hermosas páginas al ave fénix, pero no hay literatura que prestigie al caballito de mar. Ha habido una especie de deliberada omisión, un consenso tácito para que ningún autor (ni clásico ni contemporáneo) pondere sus bondades, enumere sus cuitas y haga estiloso panegírico de su causa, aunque sea laico y frívolo. Ni una pequeña entrada en un volumen menor. A lo sumo, algún librito de inspiración infantil. Se ha perdido el caballito de mar, El caballito de mar ha encontrado un tesoro o Don Caballito de Mar y el coral mágico son maravillosos títulos para animar a la lectura. Qué gracioso el caballito, qué bien se mueve. Cuidado, que viene el tiburón. Lo que no puede usted encontrar es alguna referencia adulta fuera del rango científico. Tampoco crea que usar su nombre noble (hipocampo) puede mejorar el panorama. Pobre criatura, qué desliz narrativo, con qué escasa aplicación se ha representado su lugar entre las criaturas que pueblan el diverso mundo. Con lo bien que suena su denominación elegante: hipocampo. Pronúnciela, por favor. Dígala con la rotundidad fonética de quien está sentenciando. Hipocampo. El sueño del hipocampo, se me está ocurriendo ahora mismo. ¿No dirán que no es un estupendo título para una novela de ciencia-ficción? Una revista de crítica literaria podría llamarse así. Sin adorno. El sustantivo en su seca orfandad semántica. Si yo tuviese un perro, cosa que no va a suceder jamás, tengo mis razones, le llamaría Hipocampo. Si me envalentono, hasta cuadra que le dé un apresto clásico de más hondura y lo macere en latino modo y lo bautice como Hippocampus. Me encantaría ir por el parque y dar una voz para que acuda: Hipocampo, que nos vamos, no te entretengas. La gente me miraría. Qué de nombres vulgares hay en la nomenclatura de las mascotas. Algunos dan verdadera grima. El nombre es el santo y la seña de nuestra dignidad. No es lo mismo llamarse Francisco Martínez González que Borja de Roncesvalles o Luis Ricardo de Trastámara y Gómez de las Heras, excusadme los franciscosmartinezgonzalez que hayan recalado en este escrito y se sientan aludidos. A falta de tener a mano caballitos de mar, perdón, hipocampos con los que distraer el ocio doméstico, se embebece uno recreando sus gráciles movimientos, disfrutando con la hechura erguida de su porte y la asombrosa (no cabe otra cosa que asombro) anatomía de su planta. Tengo que mirar con más cuidado: no me extraña que algo se me haya pasado y Dante o Shakespeare o Borges se hayan ocupado de glosar su minúscula (pero hermosa) existencia.
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