30.12.20
Pasiones
Días de asueto sencillo. La libranza en las faenas de costumbre es mala, a la larga. Se complace uno tanto en su molicie que teme no saber retornar a la refriega. Como si cada día confiado a la pereza cobrara más tarde su peaje y no supiéramos saldar la deuda sobrevenida. He prometido no caer en esa improductiva vagancia de la que sólo sería posible extraer pasiones útiles. Las mejores son las que no sirven para nada. Hoy puede ser uno de esos maravillosos días en los que no se tiene conciencia de su tránsito y se aplica uno en cualquier asunto de fuste menor. De momento leo en el móvil que a Rhodes le han otorgado graciosamente la nacionalidad española. Méritos artísticos y activismo social. El pianista comprometido. Viva España, coño. Eso ha dicho en redes sociales para festejar el nombramiento. Fandango de cámara. Frivolidades de divo de la élite sensible (y comprometida y militante). Pequeñas licencias normativas. Iglesias se ha declarado Rey Mago. Él podrá. Igual puede reclutarlo Luis Enrique para el equipo nacional. Me tomo un anís escuchando a Bach en los cascos del iPhone mientras escribo. Maravilla de las maravillas. Un arrimo de vigor para empezar el día. Rhodes es de redes. Bach es de Dios.
29.12.20
La memoria de la luna
28.12.20
La enfermedad del amor / Dicen los síntomas, Bárbara Blasco, Tusquets 2020
La identidad es, en parte, una construcción abstracta, por mucho que se arrime a su definición fragmentos vividos y sensaciones asumidas. Somos lo que se nos dice, escuché anoche a un vecino de edad avanzada, poco o nada suelto en libros y en citas, pero avezado en los aforismos de la calle y de la experiencia. Leyendo se aprende a sortear obstáculos, pero no siempre es la lectura un placebo o una saludable ingesta. Hay veces en que leer aturde y emponzoña. Las otras, las ocasiones en que leer es un placer y procura un alivio infinito, sirven de peso que equilibra la balanza de las desgracias, que no siempre se manejan a gusto y suelen enturbiar y hacer que el espíritu enferme. Viene todo esto a cuento del último libro de Bárbara Blasco, autora de Dicen los síntomas, reciente Premio Tusquets de novela. Lo que hace Bárbara es difícil. No es únicamente el hecho de que haya escrito una formidable novela, sino la utilidad de ese texto. No sólo somos lo que se nos dice: somos también lo que no vemos. Entre lo visto, lo entrevisto y lo invisible, transita la trama de esta novela. A lo que recurre la autora es a la enfermedad: ella se basta para contar a qué hemos venido a este mundo y cómo gestionamos que acabemos apartados de él y, en el tránsito dulce o duro hacia su desenlace, cómo aprendemos a sobrellevar la ruina del cuerpo, la lenta demolición de todo lo que damos por hecho. Como si viniésemos a él con una garantía fiable de éxito y no nos incumbiera nada que afee o arruine esa mágica sensación de seguridad o de confianza. Es mentira. Enfermamos desde que damos la primera andanada de aire. No es posible que entendamos nada si no aceptamos la decadencia y, quizá sea eso lo más importante, aprendemos a nombrarla.
Dicen los síntomas es un espléndido inventario de desgracias. La habitan seres fantasmales, un poco fuera de este mundo, cada cual con su cuota de pánico y de júbilo. Durante el tiempo que el padre de Virginia convalece a la espera de que fallezca (eso es evidente desde su limpio inicio) sucede la vida alrededor. Va acoplándose con cartesiana eficacia a los huecos que la muerte va dejando. La dureza de la historia se aligera cuando percibimos la valentía de esa trama interior (también su cuota de alegría y de esperanza) y cuando constatamos (fieramente) que todas las familias un poco la nuestra, aunque difieran y, en apariencia, ni remotamente se nos pueda ocurrir que lo leído puede ser verosímil y de fácil ensamblaje con nuestra propia experiencia. Que la protagonista sea filóloga y camarera y soltera es trasunto de un arquetipo de mujer (o de hombre, no hay diferencia) amarrada a un discurrir paradójico de las cosas: vivimos en un mundo en el que no se concilia la realidad con el deseo, cuándo pasó eso, dicho sea de paso. La lírica se embosca con la crudeza, pero es que la poesía (si es franca) es un veneno y tiene que hacer daño. En ese sentido, Dicen los síntomas es un extenso (aunque a mí la novela se me hizo lamentablemente corta) panegírico de la enfermedad, que es el motor que mueve al sol y también a las estrellas, me permito contradecir a Dante.
Morir es una incógnita siempre. No se sabe qué hacer cuando uno se está muriendo, como dejó escrito Tolstói poco antes de no poder decir nada más. En la libreta de notas de la protagonista, que es una novela paralela, una especie de prontuario de citas, leemos que la enfermedad es arte figurativo: se imita la realidad, se recrea con puntilloso oficio su paleta de colores, da igual que los que más abunden sean los grises. La novela, sin embargo, no es gris, no voy a destriparla (no odio la palabra spoiler, pero podemos reemplazarla con castellano entusiasmo), pero avanza entenebrecida, un poco ocupada por la tristeza y, al tiempo, colonizada por la fertilidad, por cierto tipo de amor, tal vez pedestre y sencillo, pero absolutamente sincero. El relato de los humores del cuerpo, las llagas ocultas, la penumbra de los órganos, sirve de apoyo novelesco y ahí es donde más valoro la lucidez de la autora: en su franqueza. No busquen artificio en el texto, no lo hay: la escritura es de una elocuencia sobrecogedora. Tan sencilla parece a veces, que entra con suavidad, se extiende sin que parezca que estemos leyendo: alguien nos está hablando, es una voz que nos confía una historia y está al lado nuestra, hablándonos. Ese es el mérito de la novela, que yo veo en Virginia Woolf o en la poesía de Emily Dickinson.
Morir es un contratiempo, pero da vidilla. Cuando uno habla de la muerte con esa distancia, en el momento en que la contemplamos con mirada de entomólogo, buscando los pliegues y las asperezas, apreciando su orden matemático, su inapelable discurso, puede desprenderse de ella. La ve flotar en un espacio ajeno, como si no fuese incumbencia nuestra, como si (de pronto) toda su maldad no fuese cosa nuestra. De hecho, Dicen los síntomas es un delicado tratado sobre la vida, a pesar de que la muerte lo impregne todo y la enfermedad, su antesala, su cáncer, ocupe con vehemencia los diálogos y la imaginería. Importa muy escasamente que sepamos de antemano cómo va a acabar todo. Incluso en el caso de que nuestras hipótesis sean las acertadas, que no lo serán, lo aviso, hay una convincente línea que lo atraviesa todo y no hay manera de que no la sintamos nuestra línea. Nada en esta historia puede ser enteramente ajeno: lo que cuenta Bárbara Blasco es tan nuestro que nos desarma. Habla de la debilidad y del caos, nos cuenta el trayecto que va del esplendor a la más absoluta decadencia, pero entrevera pequeñas píldoras de esperanza, sospechamos que habrá algún giro y que no todo va a ser metástasis y desaparición.
Todos los síntomas pertenecen a la misma enfermedad. Eso piensa la protagonista, hasta el final ni el nombre importa, eso nos cuenta. No es rebatible su reflexión: nos acostumbramos a desplazarnos y a amar y a fracasar y a reír y a sentir todo eso (el movimiento, el amor, el fracaso, la risa) a la vez. Lo único a lo que no podemos aspirar es a saber que vamos a morir (o que la enfermedad nos va a causar daño) y continuar la vida como si tal cosa. Ese es el roto que traemos de fábrica y al que tratamos (las más de las veces sin éxito) de zurcir. Es la imperfección que lubrica el alma y la hace perfecta. Por eso Virginia busca amantes sanos, busca donantes que no deseen entablar una relación, busca puro material genético que contribuya a vencer a la enfermedad y a la muerte al traer vida. En mitad del color gris, en el centro del dolor, hacer que la vida resplandezca y venza.
En cierto modo, Dicen los síntomas es también una novela de palabras. Ellas hacen que todo cuadre, con lo complicado que es ensamblar y no dejar nada (casi nada) a la intemperie, fuera del mullido o áspero o salvaje o delicado mapa de la historia que queremos contar. La de Bárbara es un festejo del lenguaje. No precisa que se alambique y precise esfuerzo comprenderlo. De pronto, alguien piensa en unas morsas que se encaraman a un acantilado desde el que se lanzan al vacío. Podríamos pensar qué razón las impulsa a ese suicidio masivo, pero lo dejamos estar. Sentenciamos: es un misterio. En cambio, deseamos darle un armazón de razones a todo lo que sucede alrededor nuestra o, quizá más paradójicamente, a lo que sucede adentro nuestro. ¿Cómo podríamos? Virginia se conjura precisamente a buscar los motivos del mal, por ver si al dar con ellos aparecen los que arriman el bien, la plenitud, la ausencia de malicia, la eliminación del dolor, el viejo deseo de ser felices sin interrupción. De ahí que en la espera del desenlace (la muerte tiene más eufemismos que ningún otro vocablo) ella hable con Dios y plantee con novicia inocencia la ancestral discusión sobre si de verdad es bueno o es un engendro y nos ha dejado ir a nuestro aire, por ver cómo nos desgraciamos, por darle entretenimiento. La historia de la Humanidad (viene a decir en una de sus digresiones) debería contarse con el concurso de la enfermedad.
Mamá es el diablo. La hermana de Virginia es el diablo. Papá es el diablo. Sólo vemos con bondad, extraña al principio, a quien convalece en la otra cama de la habitación del hospital. En mi fantasía novelesca, he pensado que podría extraerse una historia a partir de él. Una especie de spin-off. Una historia previa que nos informe de qué pasó antes de que le veamos tumbado en esa cama. Una novela es un artefacto infinito. Cada lector es un único lector. Lo que produce fastidio al inicio es más tarde candor y luz. El amor triunfa por encima de todo, a pesar de todas los obstáculos. El amor como bálsamo. El amor como medicamento. De fondo, hay un conflicto enorme en esa primacía del amor en toda la novela. No tiene un escenario sencillo, ni unos personajes cándidos. Son viscerales, todos lo son. Todos lo somos al avanzar, parece contarnos Bárbara. No hay quien eluda esa urgencia, la de la violencia, la de la terrible aceptación de que nuestro fracaso en la manutención del bien más preciado que tenemos: nuestro propio cuerpo. Es una novela del cuerpo, Dicen los síntomas. Cuerpo y palabras. Las que Virginia dice a su padre, postrado, que son las rudas, y las que omite cuando debe fingir, a pesar de que desde el principio sepamos su terca vehemencia, su instintiva franqueza, su insobornable naturalidad. También su humor, vitriólico y punzante, que incorpora a su discurso con la esperanza (es especular meterse ahí, no tenemos a mano herramientas) de que la salve y, de camino, salve a los suyos, a pesar de su aparente (se suaviza todo conforme la trama discurre) hostilidad. El humor es la válvula de escape, es la llave que abre la puerta de la cordura.
Hay una realidad morbosa en los hospitales: nos confinan en nuestros pensamientos, nos hacen pensar en la debilidad y en la fugacidad de la existencia, en el dolor y en su imperio de causas y azares. La literatura hospitalaria viene a ser una especie de rendición sin condiciones, un mundo aparte del mundo, un reducto de paz barbitúrica. Dicen los síntomas explora con una deslumbrante sencillez las obligaciones del que asiste a quien sufre. Uno se ve ahí, quién no lo ha hecho. Comprende la dureza de las horas, que son interminables. La experiencia es extrapolable a cualquiera: es de nosotros de quien habla Bárbara. Virginia es cualquiera que haya estado al pie de una cama con alguien a quien ama y a quien desea el bien, pero también surgen los fantasmas, las historias familiares, las crudas y las livianas, todas esas historias privadas que nos atraviesan y andan larvadas en el interior, a la espera de que un suceso (el dolor, la muerte) las expulse y tengamos que hacerles frente definitivamente. En esa contundencia de las emociones, surge la descripción científica de la desgracia, llámese enfermedad o soledad o desarraigo. Hay una pulsión de vida y se nombra con los términos más adecuados: humores, malestar, metástasis, cáncer, fluidos. Y también la asepsia del bienestar, ese espacio en el que todo es aceptado con estoica anuencia. Da igual que vivas o que te mueras: estás vivo y estás muerto a diario. Parece que he entrado otra vez en la cabeza de Virginia y digo lo que no es real, porque soy yo el que pone las palabras, las que creo que le pertenecen, las que secundaría. O no. Qué difícil es morirse, qué trabajo cuesta. Contra la muerte se batalla siempre mal: nos acosa y nos debilita. Lo hace incluso sin que se evidencie síntoma alguno. Lo sórdido, por acostumbrado, cobra un vigoroso y hasta familiar arrullo en nuestro corazón. Vemos al moribundo como una pieza trascendente, aunque esté en coma y sepamos que no es posible que entienda lo que se le dice, cuanto sucede en su derredor. Su presencia, ominosa casi siempre, produce una ternura paralela. Se apiada uno de él, a pesar de que no salga bien parado y tengamos de antemano un fiable conocimiento de su desenlace. El hallazgo más notable (uno de ellos) es que al final (no es posible que se me ocurra hablar más lo debido) es la belleza la que triunfa. Ella sueña con que su padre le acaricie el pelo al quedarse dormida apoyada en el borde de su cama. Ahí no piensa en enfermedades: no las disecciona, no se ofende cuando la muerte de alguien no trae un inventario prolijo de las afecciones y de las dolencias. El amor no tiene nada que ver con el dolor.
Turba ese deseo rabioso de literatura que desprende toda la obra. La literatura como instrumento de perforación en la coraza de las emociones. Asoma Shakespeare cuando Virginia, en un arresto de humanidad, decide llamar padre al hombre que está en la cama: la niña le dice al padre que le perdona. Todos esos años de desprecio se zanjan con una palabra. Ese es el poder de las palabras. Si no desentrañan la realidad, hacen cuanto pueden, más que nada haya hecho nunca. Todo se traduce a ellas. Hasta las caricias acaban volcadas en palabras. Los silencios, a su espectral manera, son palabras también. Dicen los síntomas está poblada de silencio. Lo que no se dice ocupa más de lo que se pronuncia. Entrevemos la realidad, se ofrece con pulcra exactitud, pero no hay una recreación tangible: todo lo fiamos al decir de Virginia, he aquí el peligro (salvado por Bárbara con maestría) de que sea la primera persona la que gobierne el rumbo de la trama y no haya otra perspectiva. O sí la hay. Estar junto a la muerte, poder pronunciar esa palabra maldita, es una conquista de la realidad, leemos en un fragmento. Ese decir convulso suyo organiza la radicalidad de su discurso con materiales sencillos. Los diálogos (tan difíciles, al menos para mí cuando escribo) producen la sensación de que estamos asistiendo a la escena que representan. Somos espectadores privilegiados. Se nos ha confiado un texto y ahora tenemos que hacerlo nuestro o desecharlo. No es otro el recado de la escritura: convertir al lector en cómplice (pienso en Umberto Eco, pienso en Borges) y obligarlo a renunciar a la realidad sensible para que durante un tiempo se aloje en la fabulada.
Hace años, demasiados, tuve el privilegio de que Bárbara Blasco me enviara una galerada de su primera novela, creo que fue la primera, Suerte. Guardo la impresión de que esa confianza ha salido robustecida al finalizar esta su tercera obra. Me he sentido particularmente halagado. En las ocasiones en que le he manifestado mi agrado al leer la novela (agrado es una palabra sencilla, seguimos en esa textura de las palabras) siempre he repetido más o menos lo mismo: todo lo bueno que le pase a tu obra es merecido. De lo que hablamos los que escribimos es de la restitución de un sentimiento insobornable: el de que nos lean. Y ella lo ha conseguido de modo absoluto. Ya está entre los conocidos. Tiene tantas puertas abiertas. Seguro que las franqueará con honestidad. Escribir es un acto de honestidad brutal. Qué bien me lo he pasado en esta ocasión.
Ojos de cine
Tal vez los de Bette Davis, que Kim Carnes retrató en una áspera canción pop con su voz aguardientosa. O los ojos del vampiro de Murnau, que sólo caben en un cenagosa balada de Tom Waits. El cine ha fascinado siempre por su capacidad de insinuación. Los ojos insinúan, invitan, conceden plazos interminables que luego, como en un cuento de Kafka, no se cumplen jamás. Los ojos arrebatan corazones y escriben versos de amor sin un verbo copulativo. Ojos tristes. Ojos de gata en celo que Lauren Bacall encerró en el corazón ebrio de whisky de Humphrey Bogart. Ojos que delatan pasiones y firman armisticios. Yo recuerdo los ojos del Coronel Kurtz en el infierno, que era una historia fascinante de Joseph Conrad y una película hipnótica y magistral de un iluminado Francis Ford Coppola. Marlon Brando miraba muy bien: le bastaba eso, mirar, para decir lo que otros sólo podrían mascullar con el aplomo de un libreto y una retahíla infame de frases. Quizá los buenos actores lo son porque omiten el lenguaje verbal y expresan su tormento o su júbilo parpadeando, entreabriendo los ojos o dejándolos flotar, como la espuma leve de un día de amor a orillas del mar, hacia ninguna parte. El cine es la vida o es al revés. Por eso hay gente que jamás - ellos se lo pierden - ha leído un libro, pero han visto (al menos) una película. Y esos espectadores casuales, esos inquilinos del azar que sentaron su culo dos horas para ver cómo una historia ajena se convertía en la propia, recuerdan después miradas, ojos. Dicen que Scarlett Johansson tiene una mirada limpia, aunque le miren sin disimulo el culo y los labios. Dicen que Monica Vitti tiene la mirada perdida y que por eso confunde a los hombres, que se extravían dentro. Lo dicen como en un juego, repitiendo palabras que creen haber oído antes, pero están haciendo una reseña oral, literatura de cine, a pie de calle, mientras pasean de vuelta a casa y no pueden evitar recordar los ojos de Monica Vitti en El eclipse o en El desierto rojo. Dicen que Ann Taylor-Joy tiene la mirada de patito feo, pero es hermosa y no es posible evitar sus ojos si los tienes enfrente. Puedes mirar hacia otro lado, pero te hará jaque mate en tres movimientos. Es parte del juego. Ojos turbios de mirar pájaros que Burt Lancaster convertía en ojos sinceros de mimar la vida en El hombre de Alcatraz. Ojos de Ava Gardner en la Quinta Avenida, ojos verdes de animal lúbrico. Los ojos azules de Frank Sinatra en Las Vegas diciendo que somos extraños en la noche. Ojos de Woody Allen, que es tanto como decir los ojos menos agraciados de la historia del cine. Ojos a salvo de la ortodoxia: Marty Feldman. Ojos convertidos en túneles que unen dos mundos: el real y el fantástico. El cine es ese túnel formidable. Los ojos son el instrumento y miran y son vistos: en idéntica medida. Ahora mismo estoy pensando en los ojos de Peter Lorre, que también ocupaban un verso (al menos) en Year of the cat, la canción perfecta (Al Stewart) Esos ojos son los que deberían figurar en cualquier antología del tema. Ellos acompañan al curioso lector hasta alguna película en donde nos asediaron, intimidaron, enamoraron... Yo he tenido siempre esa manía de mirar los ojos de la gente: no me dan miedo, no mienten. No me escondo el cuarto de los huéspedes. Salgo a la calle. Me valdrán esta noche Peter Lorre y Fritz Lang. Veré M., el vampiro de Düsseldorf doce años más tarde. Quizá más. Mi amigo Ramón es posible que también. Los suyos eran de buey entonces.
27.12.20
Los cuentos navideños
Hace ya muchos años que unos amigos de aquí y de allá hacemos un cuento navideño y uno de ellos lo cuelga en su blog. Nada del otro mundo hacer cuentos navideños y, mucho menos, colgarlos en un blog. Lo maravilloso es la constancia, la fidelidad, la sensación de que existe un vínculo que no se rompe, aunque alguien falle y las circunstancias lo fuercen y no pueda escribir el suyo. Los de este año son diferentes. Tienen un arrimo de pesadumbre, eso veo yo. También de esperanza. La vida misma. Siguen siendo emocionantes. Los he leído con la devoción de quien ejecuta una especie de rito. Los protocolos, a pesar de la mala prensa que tienen, son hermosos. Les invito a que pasen al blog de mi amigo y echen un rato de lectura. No podemos romper la coraza que nos impide tocarnos (eso ha escrito José Antonio en su siempre estupendo prólogo) pero sí podemos leernos. Uno, al leer, se transforma en quien escribió. Es esa magia. El año que viene habrá más. Gracias, Alex Herrera. Gracias, Marisa. Gracias también, Mycroft. Cliquen, por favor.
26.12.20
El muerto
El cuerpo ensimismado y testamentario. Un plano corto. La cámara se desentiende del muerto y abarca un cielo de plomo. Luego The End. E inevitablemente pienso en la similitud entre las tramas vistas (muchas), en las intersecciones, en los renglones previsibles, en todas esas imágenes quemadas por el uso y que, según quien filme, según qué cuente, nos parecen rutinarias o maravillosas. El cine negro es un prodigio casi siempre. Es como el blues: tiene un patrón, tiene una cadencia, tiene incluso una letra disciplinada, escasamente extraviable, pero en la periferia reside el asombro, toda la gloriosa precisión con la que el narrador hurga en el alma de sus criaturas y las expone tal cual son, verosímiles, crueles, fascinantes.
El blues y el cine negro comparten una mecánica sintáctica, una fonética del dolor. Ya saben: I lost my little girl, Got a pain within my heart, The devil took my soul y en ese plan. Y el ajusticiado , el protagonista, se retuerce en el suelo. Está amaneciendo en la ciudad. Siempre amanece en la ciudad cuando termina la película. Es el reinicio lento de una nueva trama. Lo de la bruma es un extra agradecible. El cine negro y el blues me han salvado de muchas noches de insomnio, sobre todo en verano; me han enseñado a vivir pensando en que los días, a su modo, escenifican una historia previsible, rutinaria, pero prodigiosa siempre.
22.12.20
Los cuentos de Tristancho de Carambel
A María, a Mercedes, a Olivia y a Ulises
1. El perro elefante
Moscas aparte, Tristancho estaba solo en su cuarto. Y aburrido como un caracol en un espejo. Un caracol en un espejo no tiene consuelo, no tiene horizonte. Solo hay espejo y todo el tiempo del mundo. Tristancho se pregunta si las horas se le pasan más rápido al caracol. O más lentas. No sabe cómo preguntárselo. Tampoco puede convetirse en caracol. Una vida muy aburrida, la del caracol. O no. ¿Y si el caracol es feliz así, en su espejo, trepando, bajando, yendo a la izquierda o a la derecha, levantando un poco la cabeza o abombando un poco la panza? Entretenido con estos asuntos, pasó la tarde y Tristancho venció al aburrimiento.
7. Las guerras del tomate
La cabeza de Tristancho, cuando bulle en ideas, se pone colorada. Como un tomate de una huerta. Como el tomate más colorada de la huerta. El pelo también colorado. Los ojos, colorados. Los tomates han invadido el mundo y Tristancho es el emperador de todos los ejércitos. Soldados con cara de tomate. Armas de tomate. Hasta la lengua de Tristancho, en el empeño, se ha puesto colorada. Las palabras le salen coloradas por la boca. Para poder ver las palabras coloradas que a Tristancho le salen por la boca cuando las ideas le bullen en la cabeza, hace falta ser un poco tomate, ya me entienden. Un soldado del ejército. Uno valiente. Si no, nada. No hay éxito.Las guerras del tomate las gana siempre Tristancho. Eso no lo sabe nadie, pero juro por la madre de todas las huertas que es cierto.
8. Domando leones
Una explicación a los cuentos
Hace algunos años escribí estos cuentos para una niña pequeña que empezaba a soltarse en fantasías y en cariños. Parece como si la viera ahora, treinta años más tarde. La veo en sus hijas. Cuando sean mayores, no hay que correr en estas cosas, leerán estos cuentos y tendrán los suyos. Su tito estará ahí y, en lo que pueda, hará que sonrían. La risa es la expresión más feliz de la infancia. Tristancho de Carambel, mi criatura, sigue sus andanzas. Ha visitado colegios. Ha estado Tristancho de tour educativo con su padre literario. Muy orgulloso de eso
19.12.20
Amar el amor
Los que viven solos adrede o son bestias o dioses. Es de la poética de Aristóteles, tomada con la frivolidad de esta época incierta. Es el mal o es el bien puros. Es una concesión a la extrema voluntad de elegir y apencar más tarde con las consecuencias de lo elegido. Pesar lo que sólo distrae de lo que de verdad da sustancia corre a cuenta de uno y no siempre se afina. Hay una inclinación que fuerza a privilegiar la cantidad y se desprecia la calidad. Tener mucho, exhibir lo poseído. He ahí lo común y aceptado. Se prestigia la velocidad, esa consecuencia de la globalización, que es un ejército furioso e invisible. Reclamar la lentitud debería ser la máxima que impere. Contrariar al mercado de los objetos y abrazar cierta mansedumbre en el pensar y en el hacer. Por ver si esa franquicia privada prospera y encontramos un lugar en el que sentir algo de consuelo. Es eso, el desconsuelo lo que nos enferma. Tiempos de zozobra y de cautelas, de estupor y de incertidumbres. Una carrera ciega. Sin destino. Hueca. Amar el amor, escuché anoche en una canción. Tal vez únicamente eso.
17.12.20
Trenes
Antigua estación de tren de Lucena
12.12.20
Pandemia y reclusión
Contra la idea de saber de antemano está la de no hacerse cargo y no ser concernido. Estar así un poco afantasmado, precavido y con cautelas, por si la realidad se las ingenia para involucrarte en su trama. Porque a ti lo que te gusta cada vez más es no estar, dejarte abrazar por las sombras, huir de las convocatorias de la sociedad y elegir adrede un confinamiento sobre el que apartar cualquier circunstancia que te incumba. Has encontrado un lugar en el que guarecerte. Lo has decorado a tu entero gusto. Has amaestrado al caos. Ahora obedece tu criterio. Es una propiedad tuya. Están los días de una hostilidad que intimida. Se ha impuesto una soledad profiláctica. De ella no surge ningún atisbo de reinserción: te haces con sorprendente rapidez a su cálida sensación de seguridad. Cancelas el exterior, das cuento se precise para preservar ese esa intimidad confortable en la que no sucede nada que te dañe ni tampoco nada que te consuele. La religión es el perímetro. Adentro ideas una vida que difiere de cualquier otra a la que te hayas confiado. Suprimes la injerencia del azar o crees haberla suprimido. Porque todo es frágil y un veneno invisible impregna las palabras y los gestos. Te estas pudriendo en esa casa sobrevenida. No sabrás nada de afuera cuando se te conmine a salir o cuando la apetencia irrumpa y desees con toda el alma regresar a lo que fuiste. No será posible. Ha sido un aprendizaje largo y no tienes voluntad de aprender de nuevo. Estás confortablemente insensible. Nos han arrojado a un bienestar falso. Venden esa impostura. Qué pronto acatamos. Con qué ligereza nos adaptamos.
Los monstruos amables
A Pedro, a Antonio, por distintas razones
Es la edad en la que cualquier cosa adquiere rango de magia. La fe llega más tarde, los milagros ocurren cuando deseamos que sucedan, pero en esa edad, la de la infancia, los ojos están muy abiertos y la cabeza todavía no se ha dejado acariciar por la podredumbre de la realidad. La niña se hace las preguntas que a nosotros ni nos plantearíamos. Por supuesto que no alberga temor alguno hacia lo desconocido. No tiene de esa presencia en apariencia hostil noticia de que pueda dañarla o de que tenga entre sus atribuciones la del daño. No le intimida el tamaño y no le ocasiona trastorno contemplar esa imponencia de pronto izada enfrente suya. Cree que podrán entenderse. Lo que le dará verdadero pavor es pensar en qué hará el hombre de abajo con su reciente compañero de juegos. Si lo domina bajo la forma de algún encantamiento que ella puede deshacer o el monstruo está en realidad muerto y sólo ha cobrado una pequeña y repentina vida para que ella se plante ahí delante y lo observe como si no hubiese nada más en el mundo. Es esa misma edad, tornada en otra cosa, la que luego (con el vigor de los años, con su implacable capacidad de borrado y posterior olvido) nos arrebata la posibilidad de ver monstruos amables, terribles para otros, pero asequibles y sorprendentemente parecidos a nosotros mismos. Es la inocencia la que mira, son suyos los ojos y lo que los ojos atesoran una vez que han realizado su prodigioso trabajo. Fascina de ella su felicidad absoluta. Crecemos cuando desaparece. De ahí tal vez que también se desvanezca la ilusión de que alguna vez podremos ser enteramente felices. No podemos. Hemos visto la realidad tal y como es y ya no es posible verla como de verdad querríamos. Camus dijo de la inocencia que era la virtud o la cualidad que no precisa explicarse. El porqué del monstruo es irrelevante. Si está vivo o no. Si abrirá la boca y nos engullirá o si seremos nosotros los que nos lo zampemos. Todo está en la manera en que miramos. La realidad es una extensión de esa mirada. Algo parecido al Pennywise del It de Stephen King. La criatura se alimentaba del miedo de los niños. No había adulto que cayera en sus garras. Si tienes mucho miedo, te come.
10.12.20
Calendario
Los días precisan su obediencia, el acatamiento de su discurso, la anuencia de su herida.
9.12.20
Pandemia y Navidad
Tiene pinta la Navidad de echar por tierra lo poco que hayamos avanzado en la contención de esta pandemia. Lo de erradicarla corre a cuenta de la ciencia, pero no valdrá nada ese milagro si nos entregamos alegremente al devaneo y a la jarana. De eso tenemos apetencia siempre, hay deseo de sobra de diversión. Se nos requiere mesura y sentido de la responsabilidad con insistente frecuencia sin que esa llamada al orden sea escuchada con el rigor requerido y creamos que podremos saltarnos las sugerencias y hacer lo acostumbrado en estas señaladas fiestas. Se me ocurre que la picaresca, tan de aquí, gana adeptos en estos tiempos difíciles. Nos acogemos a ella con probada comodidad. Es antigua y tiene predicamento, pero basta leer con atención la estadística de las bajas o de los contagiados para echar freno y dar la porción de sacrificio que cada uno pueda. No es sólo la Navidad lo que está en juego, ojalá fuese eso únicamente. Por lo demás, seguimos a la espera. Ese es el oficio impuesto. Que vaya bien el día.
8.12.20
Bosquianadas XIV / El juicio final
Tríptico del juicio de Viena (1482). El juicio final: tabla central / Ilustración - Ramón Besonías
I
A todo se le impone tasa y beneficio. Hasta el mal, cuando acude, exhibe su frágil asiento en el mundo y permite que irrumpa la bondad como un arrimo de luz tras la ocupación de las sombras. Todo es un paradójico bucle. Se va y se viene sin que ninguna de esas dos estancias marque un territorio fiable y duradero. Estamos a expensas del prolijo azar. Hasta confinados tenemos el antiguo temor a nosotros mismos. Más si cabe. Es el peso de la filosofía, que nos hace líricos en la desgracia. Es la herida de la conciencia, que nos infelices en la dicha.
II
No hay dos días iguales y todos los días igual. Es de Rosendo, cuando Leño. Hay veces en que el cancionero más áspero, el del rock urbano más ochentero, da con una frase antológica y te la mete en una melodía tosca. Batería sin alardes. Guitarra operativa. Bajo respondón. Se puede hacer un evangelio profano con algunas de esas letras. El fondo es indiscutible. Lo firme Rosendo o Bergson: el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos. Hay un temor ancestral del que no hemos sabido desembarazarnos. Ser nada más que tiempo, debe ser eso. Tal vez sea barata bisutería, como dejó escrito Machado. Darle vueltas a lo que no nos hace avanzar es costumbre y se le da empleo. Todo sigue igual, pero nada es lo mismo. Todo ha cambiado, pero sigue igual. A pesar de todo lo que se nos ha venido encima, seguimos haciendo las mismas cosas y seguimos tropezando en los mismos sitios. Quizá ahora no tan frívolamente. Parece que acucia cierta necesidad de que nos aclaremos y saquemos algo en claro de esta enfermo transcurrir.
6.12.20
Las monjitas
Fotografía: Evan Pucci
Recuerdo haber quedado fascinado (una mezcla entre fascinación e incredulidad, a decir verdad) al ver en alguna ocasión a un grupo de monjas. No una sola, yendo o viniendo como cualquiera, sin hacer aprecio a que vista como lo hace y se infiera de esa vestimenta a qué se dedica y con qué se gana (eso hacen los uniformes) el jornal cada día. Las masas me han aturdido siempre. No he sabido entenderlas, aunque a veces se comprendan cosas a las que no se accede en el detalle de contemplar a sus miembros de manera individual, sin estar congregados en la multitud, sin mezclarse en esa multitud y desaparecer en ella. No me llama la atención un soldado, pero sí un ejército de ellos. Hay amigos que están absolutamente hechizados por la imagen de las monjas en tumulto. Como si fuesen un lubricante mental o intelectual, qué sé yo. Seguro que estas beatas señoras no están al tanto de las pequeñas o grandes perturbaciones de quienes las observan. Uno va a lo suyo, incluso siendo monja. A mi abuela le parecían adorables. Siempre usaba el diminutivo. Las monjitas. Lo que te deja fuera de juego en esta fotografía que me acaba de mandar un amigo, a modo de provocación, supongo, es el entusiasmo que se advierte, esa especie de euforia colectiva, tan cercana al desquicio en el que entran algunas adolescentes (no todas, demos gracias al Señor) cuando ven a su ídolo en el escenario o en un video promocional en YouTube. Que estas animadas servidoras del Señor aplaudan a Trump y se alborocen ante su presencia (eso se colige con ese "Make America great again" de fondo) me produce un peculiar estado de zozobra. No porque estas buenas damas hayan leído mal el Evangelio y se hayan equivocado en el sesgo electoral y marren en su escrutinio político: cada uno puede votar a quien quiera, faltaría más. Es otra cosa. Algo mucho más desasosegante: creo que el desalmado Trump (quiere del adjetivo decir que no tiene alma, por si se pierde la etimología) es la antípoda al gremio seglar, si es que seguimos pensando que estas bondadosas (en apariencia) mujeres siguen el dictado de las Escrituras y sólo buscan el Bien (así con mayúsculas) y la armonía en el ancho y venturoso mundo. Trump fue (qué alegría usar el pasado) cualquier cosa menos un alma bondadosa, uno de esos ejemplos a los que acudir cuando necesitamos ejemplos en los que mirarnos, ustedes ya me entienden. Tal vez ven en él lo que los descreídos no vemos. Será un atributo de la fe: el de ver más allá de lo tangible. Lo que sí sabemos (ateos y cristianos) es que el todavía inquilino del Despacho Oval acumula más pecados que el acumulado por todo su electorado. Ha hecho el mal y lo ha hecho adrede. Ha sido un descerebrado y no se ha retraído en mostrar esa anomalía en un Jefe de Estado, aunque todos la tengan en mayor o menor medida. Aquí las monjitas no son tan descaradas, a lo poco que uno ha visto o de lo que se ha enterado. Van más a lo suyo, que no es cosa de todos, a Dios gracias. No tienen particular devoción pública por ningún político. Tendrán sus adhesiones, querrán que unos triunfen y otros fracasen. No se les puede exigir que en esos asuntos íntimos también se contengan. Es posible (ya concluyo) que yo sea el equivocado y que la monja rigurosa y vocacional, la que de verdad ejerce con estricta pulcritud su abnegada entrega al Señor, carezca de preocupaciones terrenales. Así que me alegra que las monjitas de los USA se explayen a sus anchas. Humanas, a pesar de todo. Con la contagiosa virtud de creer en la redención del ser humano o en la de ver sus virtudes, aun cuando se sepa (aquí con declarada rotundidad) que Trump, al menos él, no tiene ninguna reseñable.
5.12.20
Ultramarinos
Ultramarinos es palabra antigua de la que se tiene un recuerdo sensorial tan pleno que te conforta en momentos de privación y, más dolorosamente, de nostalgia. Echa uno en falta, más que el objeto tangible, la tienda en la que podías comprar casi cualquier vianda, en abigarradla exhibición, la propiedad fonética y semántica del vocablo, su adherencia sentimental. Nos devuelve a la infancia por el olfato, por la destreza en la mirada, que se compone para no dejar nada sin revisar y guardar ociosamente memoria durable de todo. Fascina de ultramarinos su ascendencia exótica, la posibilidad de penetrar en un reino ajeno y disfrutable, de inmediato arraigo. Se apresta en la hermosa sonancia de la palabra el rumor del mar, raíz suya. Viene la imagen de los barcos trayendo producto de ultramar y la ilusión contagiosa de que podemos llevar a casa lo que no es propio de donde se viva, aparte de lo sabido y probado del terruño. Cuente el conocedor que no únicamente podrá adquirir viandas (longanizas, chacinas, queso, encurtidos, surtido de latas, vino, licores, garbanzos, lentejas o habichuelas) sino también ferretería (martillos, clavos, cordelería, puntillas, menaje de cocina, llaves, pequeño electrodoméstico o material eléctrico). En desuso aún, pero vigente, está la entrada colmado o, de mayor olvido, badulaque. Quedan pocos ultramarinos: se ha impuesto el impersonal y globalizado centro comercial o gran supermercado. Es el precio de esta velocidad con la que vivimos. Se pierde el afecto de las cosas y el de las palabras.
4.12.20
Pandemia y semántica
A cuenta del uso reciente de la palabra allegado, traída para ajustar el parentesco entre los que compartan la cena de Nochebuena en esta Navidad pandémica, leo otra que me parece cercana y de inmediata predilección y que me ha acompañado buena parte de la tarde, sin que (por otra parte) haya podido incluirla en ninguna conversación (las dos o tres más o menos largas que he mantenido en su transcurso) ni (hasta ahora mismo) en ningún escrito en el que cuadrara su concurso. La palabra en cuestión es paniaguado. Da el diccionario dos acepciones que me resultan escasas, como si se aprovechara el tirón narrativo del vocablo. Una es la de persona que servía (es en pasado como se expresa) en una casa y recibía del dueño de ella habitación, alimento y salario. La otra, más despectiva, es la de persona allegada a otra y de la que se favorece. En el capítulo de sinónimos se entrega el de esbirro, el de servidor y el ya citado de asalariado. Comoquiera que esbirro sigue suscitando un apresto mercenario o sanguinario, me quedo con la de servidor, mucho más pedestre, de escaso afecto semántico, de estofa más vulgar. El acervo de la lengua contiene deliciosas posibilidades de devaneos semánticos. Entra uno en una palabra y acaba en otra y esa derivación no es concluyente, sino que se expande y entra en lo razonable que acabe la pesquisa en donde ni siquiera se tenía pensado acceder. El paniaguado de marras (allegado sencillo en una mesa de Nochebuena, si es que no se excede el número prescrito por la Autoridad Competente) puede ser el criado que cada familia puede tener a su servicio (Pragmática de 10 de febrero de 1624) y que en ocasiones puede considerarse integrado en ella y merecedor de cualquier beneficio consanguíneo. El hecho de que no abunde la circunstancia de que en casa se tenga el dispendio de un criado no elude otro hecho añadido: el de que hay gente que sí posee ese personal conviviente y anda en estos días de incertidumbre y zozobra pensando cómo justificar su presencia en la celebración de esa señalada noche. El paniaguado queda en persona sin oficio declarado y cuya ocupación, más que la de servir, es la de aparentar que lo hace y así dar una enjundia mayor a la familia que lo tiene a cargo. Veo con perplejidad que en el Diccionario de Autoridades se recoge la voz amo, usada para ajustar la propiedad del tal paniaguado. En tiempos, ah el veneno de los siglos, las palabras exhibían otro tiempo de pandemia: la de las personas sobre las personas cuando las infectan con otro virus desquiciante, de mayor carga tóxica. Es el mal. La posibilidad (luego materializada) de que cualquier cosa que pueda suceder en contra mía suceda y yo no pueda agenciarme arma alguna con la que derrotar esa adversidad. Pues estamos en tiempos malos. De derrota difícil. Los habrá habido peores, quién negará eso. Pero éstos se afianzan en una ventajosa posición. A veces uno se lamenta de ser allegado de algunos a quien ama o con quien querría departir a voluntad, cuando sobreviene el deseo, y con los que desearía correrse una fiesta de órdago (no hace falta que se aturda el tiento, no es una invitación al desmán, quede eso a escrutinio privado ) sin que la autoridad vigile si somos más de los prescritos y se nos sancione ejemplarmente. Pero es lo que toca. Así irrumpirá el bien que se anhela. Es un lamento ocioso: se guardan las ganas para mejores tiempos, podríamos resumir. Se mima la espera, se le da residencia estable, se la cuida con el esmero de las cosas importantes, las que se insinúan a lo lejos y poco a poco van arrimándose, dando una imagen cada vez más nítida. Sí, ya mismo estaremos juntos. Ser alguien sin oficio declarado, agregado a otros sin argumentos, conviviente fortuito suyo. Alguien que no sirva específicamente para nada cuantificable. Que no se le sume. Que no haya estadística con su presencia. Qué ganas de que esas matemáticas definitivamente se desvanezcan. El mal de los tiempos me ocupa en divertimentos léxicos y el paniaguado de pronto me parece adorable. Lo veo en la casa, yendo y viniendo, participando con discreto entusiasmo en lo que buenamente ocurra en ella. Qué belleza la de nuestro diccionario, por cierto. El gobierno, me temo, no está sabiendo elegir las adecuadas y se deja un poco todo a la elección del ciudadano. Apelar a eso (otro temor) es, cuánto menos, peligroso, visto lo visto hasta ahora
2.12.20
Pandemia e inocencia
El desconsuelo duele más que la tristeza, hace más daño, llega más adentro. Es el no tener con qué aliviarse lo que de verdad hiere. En su padecimiento, se tiene la sensación de que no podremos zafarnos de él o que no habrá voluntad con la que apartarlo. Así de ponzoñoso es. Son estos tiempos favorables a que se expanda y acomode o a que sea costumbre su presencia e incluso no sorprenda que abunde. Hay mucho desconsolado por ahí. Se ven andar por las calles, conducen su desvarío con la dignidad de la que disponen. Por encima de la mascarilla se percibe el desconsuelo en el vagar turbio de los ojos. El hecho de que se nos haya pedido que nos embocemos hace que todo parezca afantasmarse un poco, adquirir esa condición de fingimiento o de recelo o de anonimato, quizá las tres en obstinada comunión. No es que haya triunfado la tristeza (apropiándose de todo con mansedumbre y oficio) sino que nos hemos hecho a su presencia y ha enfermado el deseo de retirarla. Se percibe con claridad en los niños. Lo veo con diaria frecuencia. Siguen a lo suyo, hacen lo que saben y han practicado desde antiguo, pero el juego es más cauteloso y el entusiasmo ha decaído. Son mayores, han crecido de golpe, les hemos arrebatado una porción hasta ahora irrenunciable de su aprendizaje en la asignatura de la vida. Ese hurto, puesto que no hay violencia visible, es también dañino y llega adentro, quién sabe hasta dónde o hasta cuándo. Crecerán con una impronta indeleble que acabará cobrando su pequeña o gran tasa, según como se gestione su implante y su dominio. Habrá quien levante cabeza y salga robustecido y quien no logre sacar nada provechoso de esta pandemia cruel y ya demasiado larga. La paradoja consiste en que algunos de esos niños han desarrollado competencias que no les incumbían, a las que accederían más tarde y que ahora, a consecuencia de la debacle social y sanitaria, les ha pillado de golpe y los ha succionado como un agujero negro doméstico y cruel. En los juegos se crea una especie de tímido sucedáneo de lo observado afuera. Las restricciones sobrevenidas son en ellos asunto serio al que conceden el respeto del que en muchas ocasiones carecemos los adultos. Se cubren la cara con una normalidad que asombra. No exhiben quebranto, acatan sin aducir razones para contravenir lo que se les impone. La escuela es siempre una representación de la vida: más ahora. Ignoro qué pueden enseñarnos, cómo extraer una enseñanza útil e inmediata de esa obediencia ciega que a diario observamos los mayores. Tampoco sé en qué momento se malea esa observancia estricta de las normas, cuándo tiran al monte conocido de la rebeldía. Todo tiene su predicamento lúdico e inocente. Es eso: la inocencia. Ella será la que nos salve. El desconsuelo vendrá más tarde. La tristeza. El cobro de la factura que les estamos haciendo pagar.
30.11.20
La increíble historia de Xavi Swinger
El rock tiene la elocuencia de sus tiempos. Cada género adquiere la impronta de la época en que nació y progresa conforme a ella. La música es ese estado de las cosas al que uno se inclina con la intención de entender lo que le rodea y, si eso es posible, entenderse uno mismo. Hay discos que responden a ese criterio y hacen escrutinio de la realidad y la subliman. Quien los crea se sabe portador de un oficio, se respeta a sí mismo y, sobre todo, cuida que ese respeto pueda expandirse y aplicarse a quien se acerca y escucha. Hasta ahí mi escrutinio sentimental del rock como lenguaje universal. Sirva como convencido elogio del género y como prefacio de un buen ejemplo suyo.
El corazón y el pulmón
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