27.9.09
El padre de los bastardos y el tío de los salidos
I
Me dijo K. que a nadie se le ha ocurrido la idea de buscar a Jess Franco y pedirle que entreviste a Quentin Tarantino. Podría ser una especie de partida de tenis. Yo pregunto, tú respondes, yo respondo, tú preguntas. Lo que no hicieron Goddard y Hitchcock. El director francés estaba todavía un poco pez y el gordo inglés no alcanzó a ver que allí se cocía una buena parte de la historia del cine de la segunda mitad del siglo XX. Volvamos a K.: Franco y Tarantino. El padre de los bastardos y el tío de los salidos. Material inflamable cien por cien: cine de barrio sin los prejuicios habituales. Ah, podemos dejar que Lina Romay empuje la silla del tío Jess y que Quentin le pida una aparición breve en su próxima película. Ahora sólo se me ocurre una de ciencia-ficción en la que la Romay regente un burdel cósmico y su admirado Jess sea una especie de Darth Vader afectado por la cochambre de los años, berraco y sanguinario. No sabemos qué género va a deconstruir (qué verbo más fogoso y siniestro) Quentin Tarantino en su próximo film. Hay dos cineastas a los que uno admira por casi idénticas razones: las estrictamente cinematográficas y las emocionales. Las primeras se avienen al diseccionado racional. Las segundas nunca se pueden hacer descender al mecánico y muy gris discurso del intelecto: apelan más al corazón o directamente buscan en él todo el refugio que precisan. Esos dos directores son Woody Allen y Quentin Tarantino. Admito ir al cine a ver sus películas como los zombis de George A. Romero iban a la caza de sus víctimas. No me importa que me decepcionen e incluso soy muy capaz de rebajar la posible decepción que me causen con el escaso esfuerzo que supone pensar en todos los formidables ratos que esos hombres me han reportado en montones de horas de disfrute intelectual, estético y lúdico.
II
Malditos bastardos es un divertimento enorme. Y hay que verla en cine y a ser posible en las lenguas vernáculas de los protagonistas, que no son pocas ni tampoco irrelevante su impostura, su dicción, su ubicación exacta en la trama. No me hagan caso esta mañana. El día gris en mi pueblo me ha hecho divagar en exceso.
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Me dijo K. que a nadie se le ha ocurrido la idea de buscar a Jess Franco y pedirle que entreviste a Quentin Tarantino. Podría ser una especie de partida de tenis. Yo pregunto, tú respondes, yo respondo, tú preguntas. Lo que no hicieron Goddard y Hitchcock. El director francés estaba todavía un poco pez y el gordo inglés no alcanzó a ver que allí se cocía una buena parte de la historia del cine de la segunda mitad del siglo XX. Volvamos a K.: Franco y Tarantino. El padre de los bastardos y el tío de los salidos. Material inflamable cien por cien: cine de barrio sin los prejuicios habituales. Ah, podemos dejar que Lina Romay empuje la silla del tío Jess y que Quentin le pida una aparición breve en su próxima película. Ahora sólo se me ocurre una de ciencia-ficción en la que la Romay regente un burdel cósmico y su admirado Jess sea una especie de Darth Vader afectado por la cochambre de los años, berraco y sanguinario. No sabemos qué género va a deconstruir (qué verbo más fogoso y siniestro) Quentin Tarantino en su próximo film. Hay dos cineastas a los que uno admira por casi idénticas razones: las estrictamente cinematográficas y las emocionales. Las primeras se avienen al diseccionado racional. Las segundas nunca se pueden hacer descender al mecánico y muy gris discurso del intelecto: apelan más al corazón o directamente buscan en él todo el refugio que precisan. Esos dos directores son Woody Allen y Quentin Tarantino. Admito ir al cine a ver sus películas como los zombis de George A. Romero iban a la caza de sus víctimas. No me importa que me decepcionen e incluso soy muy capaz de rebajar la posible decepción que me causen con el escaso esfuerzo que supone pensar en todos los formidables ratos que esos hombres me han reportado en montones de horas de disfrute intelectual, estético y lúdico.
II
Malditos bastardos es un divertimento enorme. Y hay que verla en cine y a ser posible en las lenguas vernáculas de los protagonistas, que no son pocas ni tampoco irrelevante su impostura, su dicción, su ubicación exacta en la trama. No me hagan caso esta mañana. El día gris en mi pueblo me ha hecho divagar en exceso.
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Cine, Madrid, nostalgia
Sigo pensando que el cine es una escuela de la vida. Lo pienso desde hace años y los años me hacen insistir en lo que pensé entonces. Uno puede confiar en que el cine le vaya enseñando cosas que la vida, en ocasiones, no alcanza a mostrar. Hay vidas incompletas que el cine va rellenando. No se trata únicamente de un distraimiento que ocupa las tardes vacías. Le encomendamos más cosas y, por lo general, esa confianza no suele fallar en exceso. Porque no hablamos de que haya películas mediocres, malas o deplorables. Ninguna de esas atrocidades merma el apasionamiento del que hablo. Ha habido tantos momentos memorables, tanta emoción contenida en un rollo de cinta, en un sala de cine o en el salón de casa, embutidos en el sillón favorito y bien pertrechados de ilusión, que no nos afecta el cine malo, el que no nos alcanza el corazón. Duele, sin embargo, que el cine tal como nos lo enseñaron esté muriendo en esta tempestad de lo digital, del advenimiento de un imperio regido casi exclusivamente por la sinfonía de las monedas al ir cayendo en la lata. En ese tránsito, en ese discurrir de los tiempos, el cine sobrevive, pero renuncia a salvar de la quema el glorioso, bendito y cálido útero en donde nació y al que acudimos para ingresar en esta hermandad de gente inteligente, sensible y, probablemente, un poco infantil todavía. Quien ha crecido viendo cine nunca deja de ser un poco niño cuando, ya talludito, bien entrado en la provecta edad, entra en una sala de cine. Hay cosas que te pasan dentro de una sala de cine que jamás podrían sucederte afuera. En cierto modo, entrando peligrosamente en cierta espiral de osadías semánticas, hay cosas que te suceden en la sala de cine que hasta es mejor que nunca te sucedan afuera. En ese sentido, el cine es el aditamento épico que contribuye a la formación íntegra del héroe que todos llevamos dentro. O si falla la épica o no viene a cuento su concurso podemos considerar muy seriamente la participación de la belleza o del talento. Le leí a Savater que toda la literatura estaba construida sobre el fabuloso pilar de los cuentos. Que no era posible el disfrute de la letra escrita si ésta no contaba algo. Daba igual qué o daba igual de qué manera. Lo que de verdad le importaba a Savater era que el texto ficcionara, permítame el lector este atropello semántico. Al cine le viene a pasar lo mismo. Hay películas hermosas o profundas que raramente desprenden literatura, es decir, fábula, el nunca quemado reinado del introito, del nudo y del desenlace. Habrá autores que rebajan de aquí y de allá y hagan del nudo el mismo desenlace o que omitan directamente la parte intermedia y vayan al grano casi desde el primer fotograma, descuidando deliberadamente el tal vez prosaico material del nudo, que a veces es pieza idónea para enrrollarse de mala manera, como diría (siempre tan preciso) mi buen amigo K. Pienso en todo esto hoy después de recordar (una vez más) un estupendo (y brevísimo) viaje que hice con unos amigos a Madrid hace un par de sábados. A esta hora en la que ahora escribo andaba yo recorriendo la Gran Vía, disfrutando del tumulto. Diré que soy urbano hasta el desmayo y que donde otros advierten belleza en una puesta de sol o en un bucólico paseo entre chopos u olivos yo descubro el temblor místico del asombro en una avenida reventona de tráfico, escoltada por edificios altísimos y en donde, por doquier, el género humano pugna por zafarse del prójimo para avanzar y alcanzar un paso de peatones, un escaparate o una esquina por la que perderse hacia aceras más despejadas. Un mundo en donde las historias (las que firma Carver, ¿verdad, José Antonio?) te piden atención porque están ahí, inadvertidas, mullidas, cómplices a tu voluntad de conducirlas a un refugio más duradero. Pensé (y recuerdo aquí, ahora) en la vida ganada y perdida en esa avenida fastuosa, en el trajín formidable, en todos esos teatros y cines (y oigo que fueron más y que ya no es la Gran Vía sombra de lo que fue, como se dice). Un mundo perfecto todavía en el que es posible inventar historias. Y cine y cines alrededor.
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17.9.09
Desquicio
En España, a cuenta de la tradición o al amparo de alguna distorsionada versión del folclor popular se cometen en ocasiones tropelías que en otras circunstancias, en otros países o bajo la tutela de la cordura ética serían delito, acto punible. Como aquí la definición de delito se reescribe casi a diario, las tropelías se cometen a tutiplén, se presume de ellas y hasta buscan patrocinador que las justifique y haga caja del expolio moral. En España existe la matanza del toro de la Vega: una facción sublevada de la razón que alancea un toro y lo termina matando, un gremio de exaltados que se aferran al terruño, al árbol genealógico o al tirón de la sangre para acometer un barbarismo que no tiene defensa alguna salvo las que el feligrés de la causa estime conveniente para dormir en paz y dar cuartelillo a sus ensoñaciones bastardas. Cruel hasta el desmayo óptico, en la fiesta de marras, con la anuencia del mando en plaza y jaleado todo por el desquicio popular, ebrios de alcoholes y adrenalina, matan con la semiótica del delirio más desbocado. Y lo cuelgan en youtube y lo dan en primetime en televisión. Los afines lo subliman y los reacios lo lamentamos. Y la autoridad, ay, no entra al trapo. Pasa en Tordesillas, en estos días, pero no es privilegio de esa villa. Ni sólo en ella se acometen estas barbaries.
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10.9.09
Resacón en Las Vegas: la comedia del siglo XXI
El futuro de la comedia teen no está en el mercado adolescente al igual que el futuro de los dibujos animados no está en el público infantil. Hay en el cine actual una tendencia a reformular los géneros y ganar en peso adulto, en sustancia. Si Up es la epifanía de ese estado de las cosas en el campo del cartoon, Resacón en Las Vegas es la obra maestra de esa tendencia en su vertiente casposa, manufacturada con éxito por Apatow y compañía, afín a la sensibilidad de cualquier teenager modernillo y, marcado en fábrica, escrito a fuego en el envase, poco recomendable si ya has pasado de los treinta y te aburren estas acrobacias de sexo, drogas y rock and roll. Eso sí, todo muy light. Que escandalicen otros, nosotros hemos venido a vender entradas.
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Resacón en Las Vegas no es el paroxismo del humor, pero desacartona el imperio de la hormona y del subidón de erotismo burdo de albóndigas en remojo y quebraduras del tino similares al crear o redefinir un nuevo modelo de cine de una mayor inteligencia, sin el rebaje moral de asistir a la demolición del sustento fundamental de la comedia, género que tan sólo con las screwball comedies, enloquecidas, chifladas, pero artificiosas y llenas de sutileza y de cordura, ya ha pasado a la noble historia del cine.
La comedia de alta gama no se atasca, no se embrolla ni deja huecos por donde perderse y abandonar el interés, el repentino ingreso de un gag, de un gesto, de un giro en el guión que desarme cualquier previsión sobre lo que nos acecha en pantalla. En ese sentido, el film (perdóneseme la blasfemia, excúsenme los ortodoxos y los cinéfilos sanguíneos) funciona a la perfección, desmadejando un ovillo más que absurdo y entregando, al final, un hilo fino, cuidado, una resolución a la altura de todas las expectativas formales y narrativas.
La imposible trama del film de Todd Phillips admite gags eficaces, la posibilidad de un modelo narrativo a contracorriente en las comedias al uso y, sobre todo, la primacía del efecto sorpresa (que surca todo el metraje y mantiene siempre muy alerta la complicidad del espectador) sobre la apuesta cómica. No hay un humor hooligan, literalmente gamberro: todo adscrito a un discurso conocido al que se le ha hurtado una parte considerable de su banalidad a beneficio de emociones de más adulto calado. Lejos de ser la chabacana puesta en escena de una despedida de soltero aliñada con los ingredientes previsibles, el sleeper de la temporada hace que el espectador con prejuicios (conozco a alguno) desiste en adelante de etiquetar films por el título o por la visión accidental de alguna escena especialmente cafre. Aquí lo cafre es condimento, pero no sustancia. Prima la historia, brillan actores a los que se les entrega un material altamente divertido, nada pretencioso, desafectado de trascendentalidad y (he aquí el verdadero mérito del embrollo) formidablemente contado.
No es (ni por asomo) la excelente película que algunos quieren concederle, pero gana por muchos cuerpos a los caballos que están en la misma distancia. No vayan pensando que es cine descacharrante: hay risas y hay sonrisas, garantizado. Lo que vale (y quizá lo que la haga perdurar y adquirir esa nombradía, ese pedestal de cine de culto) es esa impresión general de rato muy bueno gastado en una sala de cine. Eso, a lo visto, a lo que se mueve en las carteleras del cine de evasión pura, es mucho.
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9.9.09
Poeta 2.0
Antes los poetas morían jóvenes y dejaban un poema perfecto en la boca de los elegidos. Morir en el esplendor de la carne, antes de que la mancille el tiempo y las horas manuscriban rimas de óxido y de alzheimer sobre el verbo limpio, morir en primavera, en todas las primaveras improvisadas, en la luz sin contaminar que el aire funda en el aire. Los poetas son los frikis de este infame aforo de parias. Eres poeta y te manumiten de entender el mundo. Te piden que registres las costuras de la belleza y cantes la verdad infinita del azul en el cielo y del dolor en el alma. Los que nunca han escrito un poema no saben qué parto tan terrible es encontrar el tono, el fondo visible de ese quebranto forrado de palabras. Luego hay poetas grises que no acuden a la convocatoria del numen y fabrican versos rutinarios, versos solemnes y vacíos que no iluminan. El poeta orfebre, sin embargo, hurga, escarba, se gasta el ojo y la uña y el sueño hasta que rescata del barro primitivo el verbo delincuente, el matrimonio perfecto de las palabras. A las palabras hay que temerles. No hay culto religioso que no las endiose: al principio fue la palabra, el verbo; luego las sílabas devienen carne. Todas las dictaduras del mundo han sido escrupulosamente respetuosas con los poetas. O los han contratado, untado de miedos y luego salvados de la pira, o los han sacrificado. No puedes tener a un poeta en tu contra si eres un dictador, un reyezuelo de un país que se hunde. Por eso los han fusilado. Esa es la razón por la que la literatura es siempre un arma cargada de futuro, como quería el poeta.
Hoy los poetas mueren de viejos, comidos por la fiebre de los años, que nunca perdonan. Los poetas de la sociedad del bienestar mueren como Benedetti o como José Hierro y su fuga de los vivos ocupa editoriales y crónicas en los dominicales. Son estos tiempos febriles en donde hasta la poesía vende y todo el mundo tiene un poeta favorito. Vende por decreto, porque la publicidad te dice que ha muerto un poeta uruguayo formidable del que muchos famosos de la farándula y de la inteligencia se dicen devotos incorregibles. Y entonces se activa la maquinaria fantástica de la adulación. Necesitamos un referente, un músico del que sentirnos siempre orgullosos, un poeta del que poder recitar un verso increíble a la caída de la tarde, en esa reunión de amigos donde alguno se descuelga contando con qué devoto arrobo leyó a Kavafis o con qué fervor rayano en lo místico descubrió la palabra escondida de José Ángel Valente. Yo a estas alturas de la historia siempre me acuerdo de un viejo amigo, al que por suerte o por desgracia últimamente no veo, que se jactaba de tener montones de discos de jazz en sus estanterías. Por si un amigo viene a casa a cenar y quiere escuchar jazz. Hay que tener de todo, Emilio. Yo le pedí a Charlie Parker y me obsequió con uno de sus discos que más aprecio, uno con una orquestita de cuerdas de fondo, recitando standards. Él ni le prestaba atención, pero me miraba de reojo, rebuscando gestos, comprobando que estaba disfrutando y que él era el artífice de mi júbilo. Y así andamos: apilando libros, discos, nombres, versos. Sin dejarnos las uñas, los ojos, el alma, el sueño en el milagro allí abierto. Y los poetas ya no mueren jóvenes. Cuando cumplen cierta edad se preparan unas oposiciones al Estado o se encoñan con una señorita con posibles que le asegura fornicio y un piso en Benalmádena para ocupar las siestas del estío. Los versos se pueden dejar para la vejez, para cuando el alma esté más curtida y se advierta los estragos del tiempo en sus sílabas.
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Hoy los poetas mueren de viejos, comidos por la fiebre de los años, que nunca perdonan. Los poetas de la sociedad del bienestar mueren como Benedetti o como José Hierro y su fuga de los vivos ocupa editoriales y crónicas en los dominicales. Son estos tiempos febriles en donde hasta la poesía vende y todo el mundo tiene un poeta favorito. Vende por decreto, porque la publicidad te dice que ha muerto un poeta uruguayo formidable del que muchos famosos de la farándula y de la inteligencia se dicen devotos incorregibles. Y entonces se activa la maquinaria fantástica de la adulación. Necesitamos un referente, un músico del que sentirnos siempre orgullosos, un poeta del que poder recitar un verso increíble a la caída de la tarde, en esa reunión de amigos donde alguno se descuelga contando con qué devoto arrobo leyó a Kavafis o con qué fervor rayano en lo místico descubrió la palabra escondida de José Ángel Valente. Yo a estas alturas de la historia siempre me acuerdo de un viejo amigo, al que por suerte o por desgracia últimamente no veo, que se jactaba de tener montones de discos de jazz en sus estanterías. Por si un amigo viene a casa a cenar y quiere escuchar jazz. Hay que tener de todo, Emilio. Yo le pedí a Charlie Parker y me obsequió con uno de sus discos que más aprecio, uno con una orquestita de cuerdas de fondo, recitando standards. Él ni le prestaba atención, pero me miraba de reojo, rebuscando gestos, comprobando que estaba disfrutando y que él era el artífice de mi júbilo. Y así andamos: apilando libros, discos, nombres, versos. Sin dejarnos las uñas, los ojos, el alma, el sueño en el milagro allí abierto. Y los poetas ya no mueren jóvenes. Cuando cumplen cierta edad se preparan unas oposiciones al Estado o se encoñan con una señorita con posibles que le asegura fornicio y un piso en Benalmádena para ocupar las siestas del estío. Los versos se pueden dejar para la vejez, para cuando el alma esté más curtida y se advierta los estragos del tiempo en sus sílabas.
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7.9.09
Perdámonos...
Supongo que no habrá cine en mi ciudad que programe Let's get lost el próximo día 19. Es un documental sobre el esplendor de Chet Baker, aunque al narrarlo Bruce Weber filme como si estuviera recopilando material obsceno, apuntes sobre una vida jaleada por el vértigo infame de las drogas y el sublime subidón de tocar la trompeta y hacerlo como un ángel metido a jazzman. En realidad el director era un fan absoluto del genial trompetista. Cuando uno se acerca a un ídolo para extraer una biografía se le puede ir la mano, renunciar a la objetividad (quién la busca)
y rendir al público un arrebato, una de esas contribuciones escasamente fiables, más pendiente de mimar al mito que de informar sobre su días en la tierra. O puede ajustarse a un guión, esquivar la injerencia imprudente de los sentimientos y entregar a la cartelera (en este caso el film va a ser estrenado, 20 años después de su filmación, en Cannes) la biografía definitiva, como suele decirse. Weber no hace (segun leo y oigo en una tertulia radiofónica) nada perdurable. Harán documentales de más fuste, pero éste lo va a agradecer más el friki de turno, el que ha vivido la música de Chet Baker como un festejo de los sentidos. Luego sabemos que Weber terminaría pagando de su bolsillo el entierro de Chet, en Los Ángeles, un Chet al que la policía de Amsterdam recogería del suelo después de que cayera de la ventana de la habitación c-20 del hotel Prins Hendrix en la madrugada del 13 de Diciembre de 1.988. Vestía como un dandy, pero todo lo demás estaba roto. El músico de jazz más guapo de la Historia y el que con más rapidez quebró esa belleza a beneficio de su flirteo inquebrantable con las drogas. Los últimes meses de vida, justo los que graba Weber, deambulando sin casa, malvendiéndose por trapichear unos gramos de heroína, son precisamente los más decadentes. En esa decadencia debió haber, no obstante, un hilillo de grandeza, un gesto, una forma de encandilar al público que se entregaba al sonido de su trompeta y a la dulzura infinita de su voz, que era (lo he escrito en esta página muchas veces) perfecta en su fragilidad, en su lánguida proyección casi infantil. Uno de los más hermosos lamentos del siglo XX, como escribió Marc Danval, uno de sus muchos biógrafos.
No tengo mucha esperanza de que alguno de esos cines a los que suelo ir, levantados en polígonos industriales, rodeados de naves en las que se venden zapatillas de marca o útiles para el bricolage doméstico de altura, programe un día el documental sobre Baker. Y hasta cierto punto lo entiendo. Habrá que poner a funcionar todos los recursos de los que uno dispone y buscar sucedáneos del cine, aunque al amigo Teddy Bautista le parezca una aberración la descarga, el feeling alojado en un servidor cualquiera, la emoción contenida en la línea de teléfono. Además no espero encontrar copia en castellano. Aguzaré el oído, me concentraré, entrenaré mi paciencia hasta que obre el milagro.
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y rendir al público un arrebato, una de esas contribuciones escasamente fiables, más pendiente de mimar al mito que de informar sobre su días en la tierra. O puede ajustarse a un guión, esquivar la injerencia imprudente de los sentimientos y entregar a la cartelera (en este caso el film va a ser estrenado, 20 años después de su filmación, en Cannes) la biografía definitiva, como suele decirse. Weber no hace (segun leo y oigo en una tertulia radiofónica) nada perdurable. Harán documentales de más fuste, pero éste lo va a agradecer más el friki de turno, el que ha vivido la música de Chet Baker como un festejo de los sentidos. Luego sabemos que Weber terminaría pagando de su bolsillo el entierro de Chet, en Los Ángeles, un Chet al que la policía de Amsterdam recogería del suelo después de que cayera de la ventana de la habitación c-20 del hotel Prins Hendrix en la madrugada del 13 de Diciembre de 1.988. Vestía como un dandy, pero todo lo demás estaba roto. El músico de jazz más guapo de la Historia y el que con más rapidez quebró esa belleza a beneficio de su flirteo inquebrantable con las drogas. Los últimes meses de vida, justo los que graba Weber, deambulando sin casa, malvendiéndose por trapichear unos gramos de heroína, son precisamente los más decadentes. En esa decadencia debió haber, no obstante, un hilillo de grandeza, un gesto, una forma de encandilar al público que se entregaba al sonido de su trompeta y a la dulzura infinita de su voz, que era (lo he escrito en esta página muchas veces) perfecta en su fragilidad, en su lánguida proyección casi infantil. Uno de los más hermosos lamentos del siglo XX, como escribió Marc Danval, uno de sus muchos biógrafos.
No tengo mucha esperanza de que alguno de esos cines a los que suelo ir, levantados en polígonos industriales, rodeados de naves en las que se venden zapatillas de marca o útiles para el bricolage doméstico de altura, programe un día el documental sobre Baker. Y hasta cierto punto lo entiendo. Habrá que poner a funcionar todos los recursos de los que uno dispone y buscar sucedáneos del cine, aunque al amigo Teddy Bautista le parezca una aberración la descarga, el feeling alojado en un servidor cualquiera, la emoción contenida en la línea de teléfono. Además no espero encontrar copia en castellano. Aguzaré el oído, me concentraré, entrenaré mi paciencia hasta que obre el milagro.
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Tripas y corazones
Cuando Europa fue diezmada en la Edad Media por la peste bubónica había un exceso de metafísicos. Al pueblo llano le sonaban las tripas, pero los teólogos y los metidos a hacer de teólogos sin titulación ni empeño tenían sinfonías de panceta y de pan, de carne de cordero y de cerveza caliente, en donde los demás sólo se podían encontrar telarañas, oquedades del tamaño de su miseria. Eran otros tiempos y la fe enredaba el alma y cubría los apetitos mundanos. A base de acuñar máximas de probada contundencia semántica y fonética, la jerifaltía cristiana levantó un imperio al que no pudieron dar la espalda monarquías y fortunas plebeyas. La pandemia que devastaba los campos y las ciudades no conocía clases: caían como chinches obispos y putas, reyes y palafreneros.
Hoy, a siglos de distancia, en el reinado de la banda ancha, convertida la industria farmeceútica y los avances medicos en trincheras burguesas, el ciudadano de a pie no precisa de metafísicas para que le extraigan el sector enfermo de su cuerpo mortal. El ministro de Educación, el hermano del periodista Gabilondo, el antiguo rector y más antiguo todavía doctor en filosofía, se ha tirado de cabeza a la piscina de la mediocridad, que estaba a medio llenar, y se le ha ido la cabriola, la finta en el aire, cayendo de bruces sobre una señora mayor, confortablemente abandonada en una colchoneta, que tomaba el sol sin dejarse crucificar por preocupaciones banales.
La banalidad, a día de hoy, no es tanto el bichito cabrón que manda contribuyentes al camposanto como la asfixia financiera, el dolor en la visa del alma, que es la que sufraga los vicios, los viajes a la playa en verano, ese ejercicio popular que consiste en ir al supermercado y llenar el carro con el menú diario. No hay metafísico en la historia de las civilizaciones que escamotee la necesidad de alimentarse. Los hubo que redujeron esa esclavitud a niveles mínimos y quien ni siquiera consideró nivel mínimo alguno y fue a degüello, a golpe de iluminación mística, hacia la tumba. Si uno está bien abastecido de fe, el estómago - cuando le robamos su ración de visitas - chilla. No hay cosa más terrible que no comer. Podemos vivir al margen de la política, insensible al amor o bunkerizado o atrincherado, pero el yantar rudimentario, la ingesta de la manduca no atiende a alucinaciones del alma sensible y berrea, convicta de abandono.
La cruzada en la que nos ha embarcado el azar convertido en virus caprichoso se antoja mecanismo de distracción. El otoño viene levantisco y un poco homicida: al descoyuntamiento de la España en progreso que se ha ido construyendo a trompicones se añade la moribundia fragilísima de ser víctimas de una peste en siglo XXI y morir como un mendigo en una playa de oro. En la corte de estos milagros mileuristas la realidad se noveliza sin que ese ingreso en el campo puro de la ficción parezca importarnos. Nos creemos todo lo que nos pasa y hasta le damos carta de veracidad a lo que más parece ficción, desacato formal a los dictados de la razón y de la cordura: el euribor, las hipotecas sangrantes, los datos de parados, las hambrunas a pie de calle, toda esta miseria de país roto por demasiadas caídas. Ésta de la que ahora nos levantamos es triste. Sobre todo, triste. Y no hay metafísica que la enmiende. Ni fe. Ni operarios del Estado que vendan como deben el camino de la salvación. Aunque sea por comer a sus horas y hacer digestiones plácidas. Mientras, en la ficción o en la realidad, ronrronean los virus, y se venden más periódicos. ¿Se venden de verdad?
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Hoy, a siglos de distancia, en el reinado de la banda ancha, convertida la industria farmeceútica y los avances medicos en trincheras burguesas, el ciudadano de a pie no precisa de metafísicas para que le extraigan el sector enfermo de su cuerpo mortal. El ministro de Educación, el hermano del periodista Gabilondo, el antiguo rector y más antiguo todavía doctor en filosofía, se ha tirado de cabeza a la piscina de la mediocridad, que estaba a medio llenar, y se le ha ido la cabriola, la finta en el aire, cayendo de bruces sobre una señora mayor, confortablemente abandonada en una colchoneta, que tomaba el sol sin dejarse crucificar por preocupaciones banales.
La banalidad, a día de hoy, no es tanto el bichito cabrón que manda contribuyentes al camposanto como la asfixia financiera, el dolor en la visa del alma, que es la que sufraga los vicios, los viajes a la playa en verano, ese ejercicio popular que consiste en ir al supermercado y llenar el carro con el menú diario. No hay metafísico en la historia de las civilizaciones que escamotee la necesidad de alimentarse. Los hubo que redujeron esa esclavitud a niveles mínimos y quien ni siquiera consideró nivel mínimo alguno y fue a degüello, a golpe de iluminación mística, hacia la tumba. Si uno está bien abastecido de fe, el estómago - cuando le robamos su ración de visitas - chilla. No hay cosa más terrible que no comer. Podemos vivir al margen de la política, insensible al amor o bunkerizado o atrincherado, pero el yantar rudimentario, la ingesta de la manduca no atiende a alucinaciones del alma sensible y berrea, convicta de abandono.
La cruzada en la que nos ha embarcado el azar convertido en virus caprichoso se antoja mecanismo de distracción. El otoño viene levantisco y un poco homicida: al descoyuntamiento de la España en progreso que se ha ido construyendo a trompicones se añade la moribundia fragilísima de ser víctimas de una peste en siglo XXI y morir como un mendigo en una playa de oro. En la corte de estos milagros mileuristas la realidad se noveliza sin que ese ingreso en el campo puro de la ficción parezca importarnos. Nos creemos todo lo que nos pasa y hasta le damos carta de veracidad a lo que más parece ficción, desacato formal a los dictados de la razón y de la cordura: el euribor, las hipotecas sangrantes, los datos de parados, las hambrunas a pie de calle, toda esta miseria de país roto por demasiadas caídas. Ésta de la que ahora nos levantamos es triste. Sobre todo, triste. Y no hay metafísica que la enmiende. Ni fe. Ni operarios del Estado que vendan como deben el camino de la salvación. Aunque sea por comer a sus horas y hacer digestiones plácidas. Mientras, en la ficción o en la realidad, ronrronean los virus, y se venden más periódicos. ¿Se venden de verdad?
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6.9.09
1.9.09
Enemigos públicos: la realidad no supera a la ficción
Tengo a Michael Mann como uno de esos pocos directores que garantizan cine de calidad. Uno de sus méritos es matrimoniar esa calidad con el entretenimiento puro. Al cine se le encomiendan muchas funciones, pero la más visible, en la que más coincidimos todos los cinéfilos, es la de procurarnos una evasión inteligente. A medida que uno se fideliza a un patrón personal, a una manera de vivir el cine y de amarlo, va entendiendo qué puede aceptar y qué no, dónde está el esplendor y dónde el desencanto. Y en muy escasas ocasiones hay películas que, exhibiendo ese esplendor y fajándose de cualquier atisbo de mediocridad, no acaban de llegarnos al corazón y, más importante todavía, quedarse ahí para siempre. Algo parecido sucede con Enemigos públicos, la refundación en pleno siglo XXI de unos de los géneros más cinematográficos que existen, el de gángsters.
El mismo cine, su historia, ha sido engrandecida, sublimada y amplificada por este género. No hay cinefilo que no haya mamado clásicos con metralletas Thompson, carreteras secundarias, mujeres fatales, timbas, asaltos a bancos y forajidos de todo pelaje y extracción, héroes y villanos, policías comprados y policías íntegros. A lo mejor, por todo estoy que estoy contando, el cine de gánsters es universal: cine inductivo por excelencia. Lo que cuenta va de lo particular a lo cósmico y así lo entendieron Howard Hawks, Raoul Walsh, Martin Scorsese, Jacques Tourneur, Brian de Palma o William A. Wellman, por citar algunos de los que me vienen primero a la memoria. Lo que ha hecho Michael Mann no entrará en ninguna antología del género por más que su factura técnica y su caligrafía narrativa se ajuste a lo clásico.
Mann cuenta de forma impecable la historia de John Dillinger, pero lo que no entusiasma, incluso lo que termine por cansarnos, es esa misma historia, que está tan lúcidamente tallada que resulta monótona, carente de cualquier mínimo indicio de sorpresa, inscrita (con grandes letras, cómo no) en un tipo de cine que a mí particularmente me resulta, las más de las veces, aburrido y que consiste en fusilar la biografía de fulano. La vida del tal Dillinger es interesante y despierta interés, pero no deja de ser un bucle abierto, una especie de abono táctico a la fórmula narratiiva más simple posible: yo me escapo, tú me atrapas, yo me vuelvo a escapar, tú sigues buscándome, yo escapo otra vez y al final tú me matas. Ése, muy rudimentaria y simplificadamente escrito, es el juego de Dillinger y Purvis, perseguido y perseguidor, villano y héroe, aunque en ese aspecto, Mann se encarga de contarnos, aunque sea muy escoradamente, a ratos y sin excesiva insistencia, en el carácter popular del forajido. Dillinger cae hasta bien: como una especie de Robin Hood moderno.
El biopic de Mann no da para dos horas y pico de metraje: hay un exceso de acción que no aporta mucho al desembrollo de la trama. Mann busca cierta dulzura. Prefiere el romanticismo a la rudeza, da más importancia al Dillinger atormentado, al gángster enamorado y cívico, que al delincuente amoral al que las balas de la justicia sentencian a la salida de un cine. No convence tampoco el relato galante entre Dillinger y su novia. Ni la existencia de Purvis, el hombre de la ley, el justiciero melancólico, excesivamente introspectivo. Casi todo termina por aburrir. Y uno piensa en qué pudo fallar, visto el majestuoso despliegue de talento y de interés puesto al servicio de la historia. Quizá falle la historia, el guión, la translación a fotogramas de un argumento hipotecado por la realidad. Mann y sus guionistas han priorizado la verosimilitud, el historicismo, la versión cartesiana de la historia. Y ahí es donde todo se ha ido al traste.
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