28.2.17

Hacer un warrenbeatty


No sabe uno bien las cosas, no tiene la propiedad de su buen uso, pero deja que lo ocupen y trasiega con ellas lo mejor que puede. Hoy me levanté pensando en el error, en la idea primaria del error, en cómo nos equivocamos, en la manera en que uno no hace lo que se espera que haga o incluso en la posibilidad de que el error no tenga esa mala prensa y tenga sus adeptos. No he visto tal cosa. Digo un club de gente que ha fracasado en algo o algo así. Cosa de ese pensamiento de primera hora de la mañana, al sentarme ahora y poner la contraseña en el ordenador he pulsado las teclas equivocadas. Hace que no me pasa. Luego he puesto el lavavajillas y le he dado a un programa que no convenía. Quizá la culpa la tenga Warren Beatty y el marrón del papel del Óscar a la mejor película de la noche del domingo, pero ha sido un error productivo. Todos lo son. Basta meter la pata para que la noticia se difunda con rapidez. El trabajo bien hecho (que Warren Beatty o Faye Dunaway, la pobre, hubiesen leído como Dios manda la tarjeta) no es noticia nunca. Andamos pendiente de que alguien cometa un desliz. Estoy pasando un bache, un revés, un agujero, un no sé qué me pasa, que ni yo mismo me entiendo, cantaba Aute. La creatividad nace del error y de la sustitución del error. Los mediocres no se equivocan nunca. Ahora voy a ver si preparo unas cosas para el trabajo sin que me tiemble el pulso o se me vaya el santo al cielo y haga un warrenbeatty.

26.2.17

La última estación / Reseña del segundo disco de Xavi Nuez



   Hace tiempo aprendí que de poco sirve llorar
   (Sólo para verte una vez más)

Hay muchas cosas que Xavi Nuez no hace. Sigue sin ser Bob Dylan ni Neil Young. Tampoco entra en sus planes continuar la senda que abrieron otros que tocan sus palos (Loquillo, Barricada, los más cercanos). Se aprecia que ha madurado, se le ven tablas, ha adquirido maneras de rocker, por decirlo de alguna forma. Como dice en una de sus letras, no sigue al rebaño. Con lo difícil que es tener una voz propia en el panorama discográfico español, hacer un disco de rock es una temeridad, una osadía, un salto al vacío o todo juntamente. Xavi Nuez es consciente de que no ha inventado nada, lo cual no quiere decir que el rodaje y la experiencia le abran nuevas vías en las que la música que reconoce como suya le envíe a territorios nuevos. Se vale de una voz muy personal. En mi opinión, su mayor valía, el hecho diferencial, el rasgo que hará que su propuesta puje y alcance los circuitos de difusión habituales, los que hacen que te programen en radio fórmulas o los ayuntamientos te contraten para hacer rulos. La parte que me falta para comprender de manera global la trascendencia de Xavi Nuez es su puesta en escena, si la rendición en vivo estará a la altura del disco, que está muy bien grabado y suena rotundo. Lo evidente de La última estación es que es un disco de rock, aunque también uno de rock and roll o de punk.  La última estación (Rock CD Records, 2017) es una apuesta ambiciosa en la que ya no está la inocencia lógica de Historias varias, su anterior disco. Hay un avance, una producción más serena, un sonido más directo. Abundan las piezas pegadizas (Coleccionista de problemas, Un millón de cartas, Ay Diana...) y las que requieren una escucha más honda (Amigo Pedrún, una de mis favoritas; La canción que prometí, que viene de la producción anterior) para que se impregne el mensaje (no sólo la melodía tarareable, que hay muchas, o la letra sencilla, en apariencia).




La honestidad del rock es una de sus cualidades más apreciables. Nuez es honesto, no se enreda en lo que no sabe hacer o en lo que no comulga. Malhablado si se precisa (Esto no es el CSI) o lírico hasta parecer un trovador que carraspea sus primeras letras (Sólo para verte una vez más o Un millón de cartas), el rockero se amarra a la que tiene a mano para que el mensaje fluya: guitarras enérgicas (Ay Diana es una declaración de intenciones, una de esas canciones que entran a la primera) o suaves (el magnífico comienzo de Espina de sardina, una de las mejores canciones del disco), teclados que no apabullan, pero llenan la escena sonora (Amigo Pedrún, La canción que prometí) o baterías sin prejuicios, baterías musculadas que marcan el tempo de casi todos los temas, creando la sensación de que el rock tiene mucho que decir todavía, aunque siga vistiéndose con las mismas ropas y no se arriesgue a enredarse en probar otras.  La última estación gana según se le concedan escuchas. No es un catálogo aleatorio de canciones: guarda un sentido, explica una manera de vivir, narra el pulso de la ciudad. Ahí están Barcelona, Madrid, todas las ciudades con todos sus avenidas y todos sus bares, pero también la ciudad que uno crea en su cabeza, la que hace suya y con la que convive.



El rock es un lenguaje de la ciudad, nació con ella y no hay otro instrumento que la cuente mejor que él. Por eso no flaquea, por eso perdura. Y es ésa  la razón por la que el rock de Xavi es la expresión diáfana de la libertad en estos tiempos de zozobra. Y es precisamente ahí, en la contienda, en las trincheras, donde el mensaje del rock prospera. No hay una intención social fundamental en las letras de Xavi Nuez: su prioridad es el amor o su añoranza o su pérdida. En adelante, en cuanto se decante con más hondura la inspiración en su manera de componer, depurará las letras, las hará menos pendientes de la música, creará una especie de poesía urbana en la que siga contando lo mismo y en donde el texto pueda ser leído sin que se precise el concurso de la melodía, sin que se eche en falta el colchón sonoro sobre el que él construye sus canciones. No es cosa que urja, no hay que exigirle lo que quizá no haga falta todavía: manda el conjunto, es la pieza entera la que requiere atención, no la mirada fragmentada a sus partes. La contracultura que parió el punk no está presente, incluso no conviene que aparezca. Lo que sí se agradece es el rescoldo del incendio que creó. De él, de ese bagaje cultural, Xavi coge lo que le interesa, indaga aquí y allá, coge lo útil, prescinde de las partes bastardas. La suya no es una batalla en la periferia de la ciudad: un disco como La última estación se defiende bien en los grandes escenarios, en los clubs o en la intimidad. De hecho, eché el disco al iPhone y paseé el pueblo como si las letras de Xavi me lo contaran de nuevo. Es una colección de canciones urbanas, arrebatadoramente urbanas, sí, pero también tiene vocación doméstica. La inclusión de un par de tiempos menos adrenalíticos le dan la pausa que precisa para que no sea un subidón enérgico de pies a cabeza, del corte primero (un disparo con todas las de la ley) al último (Pensa en mí, una versión más que decente del clásico de Oasis, Stand by me). El trabajo de Wences Sánchez, que co-produce, toca batería y bajo, y el de Xavi, con guitarras y voces es impecable. Además el disco suena muy bien.


Espero también que la estupenda voz de Xavi (personal, de inmediato asiento en la memoria) se pula y dramatice con más intensidad. A Neil Young, por citar otra vez  un grande del rock, se le afinó esa carencia cuando ya había hecho discos enormes. Fue capaz de registrar inflexiones nuevas, matices que no están en unas canciones y, en cambio, se hacen obligatorios en otras. Hay muchas voces dentro de la voz de un cantante, sea de rock o de boleros. Así que Xavi, que tiene una manera de cantar muy específica, aceptará de buen grado que es ése uno de sus trabajos. Lo acometerá bien, no tengo duda en ese aspecto.


Entiendo poco de cómo funciona el negocio de la música para saber cuál es el siguiente paso. Sé que Xavi las tiene todas consigo. Posee la vitalidad y la ilusión, una voz contundente y unas ganas enormes de correr por el mundo, pero no le falta el talento. Hay mucho en La última estación y lo hubo en Historias varias. El que falta se aposentará con el tiempo, conforme escuche más música y crezca como intérprete y como persona. Hace bien en aprovechar la juventud y tocar casi con toda probabilidad la única música que responde a todas las preguntas que la juventud suele hacerse. Tal vez no sean respuestas lo que hay en el disco, sino más interrogantes, más dudas en todo caso. Hace muy bien en confiar en las redes sociales, en los videos en youtube (Ay Diana es una pequeña obra maestra) o en salir a la calle con el disco en los dientes y venderlo a cara de perro. Porque son malos tiempos y no hay mejor aval que uno mismo, exhibido, ofrecido como él lo hace, con humildad (aseguro que en lo que le conozco es un tipo sencillo y asentado en la tierra) y con la certidumbre de que su trabajo es el mejor que ha podido facturar. A mí me ha correspondido recibirlo en casa (lo cual fue un verdadero honor) y escucharlo con calma para que todo lo que aquí he reseñado no reste ningún mérito ni deje en el olvido ninguna falta. Ya comenté Historias varias por aquí. Cuando saque el tercer disco, espero que no se haga esperar, estaré encantado de volver a dejar unas notas. Que dé muchos conciertos, que venda mucho, que se vea a Xavi por todos lados.

Ah, una última cosa: la portada de La última estación gana por goleada a la de Historias varias. Claro, todo son apreciaciones, formas de ver las cosas. A él le toca (una suerte) el trabajo grande de hacer un disco y a mí el recado suyo de que le haga una reseña. Espero que la reciba con una sonrisa. Yo sigo agradecido por la confianza.



Si alguien desea escuchar y tener La última estación aquí lo tiene fácil.

Página web: www.xavinuez.com 

Amazon / iTunes


21.2.17

Hay que abrir los ojos

Me tengo por educado y aprecio la educación ajena. Doy los buenos días y me agrada que me los den. Sonrío a quien me cruzo si no hay nada que decir y me siento bien si me sonríen si no tienen nada que decirme. A veces bastan esas mínimas reglas del protocolo para que salir a la calle no te irrite más de la cuenta o para que no regreses a casa con deseos de no salir nunca más. No es posible tal cosa, hay que salir, no conviene agriarse, ponerse en ese punto peligroso en el que se está mejor en soledad que acompañado. Tengo mis días grises y, en correspondencia, comprendo los días grises de los demás. Siendo sociable, como creo que soy, sigo disfrutando con el trato humano. No me imagino sin escuchar o sin que me escuchen. Todas las historias ajenas que por una u otra razón se me confían me producen un placer similar al que me producen las ficticias, las literarias, las que busco en los libros o en las películas. Esa literatura portátil tiene, en ocasiones, más verdad y más hondura que la leída. No porque uno tenga amigos o conocidos con el talento de los grandes escritores sino porque hablar y escuchar involucra en la trama y deshace la distancia que siempre imponen los libros o las pantallas. Lo real engancha. Todo lo que la gran literatura con la que uno ha crecido y de la que se ha abastecido, ese goce único y sublime, no compite en igualdad de condiciones con los trasuntos de la realidad, con el devenir de las pequeñas y las enormes historias que concurren a nuestro paso a diario. Sólo se precisa estar alerta. Hay que abrir los ojos, saber ver y escuchar. No es únicamente que la ficción flaquee expuesta a la realidad: es también el campo hipertextual, por decirlo en palabras modernas, esa cosa de los vínculos que hacen que un asunto lleve a otro y se abra inconmensurablemente la narrativa de modo que lo abarca todo y a todo se amarra y todo le incumbe.

Ventanas / 4



Me consuela pensar que hay paisajes que me aguardan. Algunos, cuando al fin los veo, me perturban, hacen que sienta el pudor de quien contempla lo que no debe, a escondidas o sin permiso. Creo que esa claridad absoluta debe afectarte muy hondo, conmocionarte, hacerte pensar en lo irrelevante de tu presencia. Esa es la idea sobre la que se edificaron todas las grandes catedrales de la antigüedad, la de hacer que el visitante (el creyente o el descreído) se sintiera pequeño y alzara su vista a Dios y comprendiera que la verdad está ahí arriba. Hay paisajes que te oprimen el pecho o te picotean el corazón. Piensa uno en la grandeza de la creación, en la majestuosidad de la luz, en la sublime contundencia de los colores. En esa epifanía profana, el alma trasciende, muta, se impregna de belleza. Porque es la belleza quien nos visita: lo hace mansamente, sin alharacas. La naturaleza es vehemente, no se arredra jamás, se ofrece con pureza. Si uno cierra los ojos delante de esa ventana, el paisaje perdura, no se rebaja, no desaparece. Está incrustado. La silla es una invitación a desaparecer ahí mismo. Estar sin que se nos vea. Mirar sin que nadie sepa que lo hacemos. Como si robáramos algo. Como si temiéramos que toda esa belleza no es cosa nuestra y alguien pudiera arrebatárnosla antes de que la hubiésemos apurado enteramente.

20.2.17

Si naciste pa martillo...


                                                          Fotografía:  Robert Gligorov


No sabemos adonde ir, andamos a tientas, pisamos con miedo, estamos a merced del azar, tenemos el corazón tan blando. A mi amigo K. le sobreviene a veces un acceso de fatalidad. Cree que habrá un agujero en donde acabe pisando. No uno en el que pueda meter el pie cualquiera, sino uno a su medida, concebido para su horma y cerrado para los demás. Arguye que no hay un plan especial diseñado para él, quitándose importancia. No es que Dios o el Diablo le tengan en sus pensamientos y distraigan su ocio con asuntos de tan pequeña cuantía: es que hay un agujero para cada uno, un día terrible que nos aguarda, una hora fatídica. El hecho de que alguien descrea es razonable, pero basta afinar el oído o aguzar la vista, pensar en si las desgracias de los otros son de verdad incumbencia ajena y no es posible que algo de esa desgracia no nos afecte. Cuando se pone trágico, K. es insoportable. No hay con qué aliviar su quebranto, ninguna de las maneras que una vez funcionaron tienen la garantía de que procedan con idéntico oficio. No hay remedio mejor que dejar que se desfogue: K. no es dañino, no se esmera en la herida, no permite que su dolor se expanda a quien escucha, pero a veces no es él quien habla. Parece que es el mismo destino el que toma la palabra y le hace prorrumpir en lamentos. No somos responsables de lo que hacemos, no existe un firmeza en las decisiones que tomamos, a todo le puede sobrevenir un inconveniente. La certidumbre de que estamos a salvo no existe. Le hago ver que no puede andar uno en esas sutilezas, que sólo traen pesar. Hay que huir del pesar, le recomiendo, pero es muy difícil. En ocasiones flaquean las fuerzas, caso de que las haya. Se viene abajo la sólida construcción que hemos ido forjando para afrontar los vaivenes, los rotos, toda esa maquinaria impredecible del azar, la que nos pone agujeros en el camino. Se tiene esa idea a veces inconmovible de que no todo va a ser perjudicial o de que hay bondad y hay seguridad y podemos avanzar sin temor a que el suelo se abra a nuestro paso. A K. le parecen siempre poco fiables las palabras. Se usan a conveniencia, contesta. Si se tiene su propiedad sirven para que la realidad no sea lo  maligna que suele. Si faltan, si no se saben unir para levantar una barricada (eso debe ser) o un asidero, el mal se multiplica, el dolor es mayor, el agujero en el suelo se hace más grande. Lo dijo la Orquesta Platería (o Ruben Blades) con más gracia: si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos. Pedro Navajas es el icono de la fatalidad.  K. no es muy amigo de los ritmos latinos.

19.2.17

Ventanas / 3


                                               Edward Hopper, Hotel  by a railroad, 1952


Hay muchos aprendizajes que se dan por hechos. Uno de los que no acaba siempre de cuajar es el de mirar. Al modo en que se nos enseña a hablar, debería existir una didáctica de la mirada. Lo sugerido debe ser desencriptado, lo oculto anhela revelarse. En el cuadro de Hopper la mujer, vestida con el camisón, lee sin que nada parezca alterar su quietud, esa especie de armonía que se produce cuando la lectura te abduce. El hombre mira a través de la ventana y fuma. Se podría retirar a cualquiera de ellos de la pintura sin que el resultado se viese afectado. La escena se fragmenta en dos, la historia que pugna por ser contada podría escindirse en dos. El modo en que él articula el brazo para fumar informa de una distinción que desentona con la austeridad de la habitación del hotel junto al ferrocarril, como dice el título de la obra. No sabemos qué esperan, ni adonde van. Sabemos que están en silencio o que la luz los baña casi cegadoramente. Las ventanas, en Hopper, son personajes que desempeñan una función en la narrativa del cuadro. Lo que crean es la ilusión de que existe un antes y un después. Más que una obra pictórica, Hopper hace una fotografía. No hay diálogo, no interesa que hablen. Hay una soledad enorme dentro de la habitación, una tristeza tangible. El argumento de esa tristeza lo extrae el observador.

18.2.17

Ventanas / 2



                                                              Fotografía: Pedro del Espino


Alguien me dijo una vez que amaba las ventanas. No le hice entonces el aprecio debido, pero he pensando en eso que me confesó y he tratado de comprender cómo se puede profesar amor por ellas. No es que me extrañe. El amor es un prodigio al que se acerca uno siempre a tientas, balbuceando, novicio y feliz. Se puede amar a un extraño o dejar de amar a quien vemos a diario. No hay asunto que haya ocupado más páginas en el cine o en la literatura. No todas las ventanas inducen a que las amemos. No existe un prontuario al que aferrarse, ningún protocolo fiable. Creo que no hay ni bibliografía al respecto. No, al menos, la bibliografía que yo desearía: la sentimental, la que anhela ahondarse, la que se impregna o la que perdura. Se ama una ventana cuando se ama mirar. Lo que fascina de ellas es que surten de miradas nuevas. No se agotan, no incurren en la repetición. Que sean discretas o indiscretas no depende de lo que exhiben sino del ojo que las escruta. Que engolosinen o hastíen estriba en la voluntad de quien se adueña de ellas y las interroga. Fotografiar ventanas es un acto filosófico: obliga a olvidarse de lo que ofrecen y hacer que el observador se fije en la ventana misma, en la ventana tautológica, en su ubicación, en el modo en que se abre al exterior o se pliega hacia adentro. En cierto modo, la ventana exige que pensemos en ella al modo en que un fotógrafo, al encuadrar, desestima lo que no le interesa y se aplica en atrapar una de las partes, sólo una de las muchas posibles, que le convidan a mirar. Decía Borges que todos éramos teólogos. También somos fotógrafos. Al mirar, en el hecho de fijar la vista en algo y esmerarse en lo observado, barremos los objetos, los pesamos, les damos la coherencia que no tienen. Cada vez que alguien mira por una ventana está haciendo una fotografía. Somos polaroids, locas, incansables polaroids buscando la fotografía perfecta.

17.2.17

Ventanas / 1



La naturaleza de la ventana consigna la vocación de que se mire a través de ella. Las hay, sin embargo, que reclaman otro tipo de atención. No importa el objeto que movió a que se colocaran en donde está, no es importante el lugar al que se orientan. Es la ventana a la que se le ha extirpado su oficio y funciona como un cuadro al que se le dispensa una intención placentera. Es la ventana considerada como un objeto artístico. Podría estar cegada y tendría el mismo efecto estético. No se busque qué paisaje está volcado detrás, cuál luz impregna el aire o si el cielo que se aloja al fondo estalla de azul o incomoda de puro gris. A veces, al andar las calles, vemos ventanas que nos apasionan enteramente. Captan nuestro interés, nos conmueven o nos incitan a pensar en lo que hay tras ellas. Contrariamente al uso clásico, miran de forma inversa. Es lo que está dentro lo que anhelamos conocer. Da igual que no estemos a su altura, no se precisa asomarnos a ellas para sucumbir a su encanto.

10.2.17

Apuntes para un curso de escritura automática / 8

La idea de escribir sin pensar en lo que se escribe me fascina. Hay una falta de voluntad, una especie de pereza, una firmeza inquebrantable en no dar respuesta a todo, en no caer en la seguridad de que el texto está limado o de que un modelo de escritura es la única posible, tras haber fatigado muchas y haber censurado las de menor peso literario. 

No sabe uno bien qué es la literatura. Se tienen ideas y las ideas se escriben. Quizá no haya más.  Lo que me interesa en estos días es la ausencia de ideas, el volcado elemental de lo que se vaya dejando caer, al modo en que el pianista improvisa en su instrumento para soltar dedos. No tener ideas es tener algunas, en cierto modo. Una es la que afloja esa tensión en la escritura de la que uno a veces no sabe o no quiere deshacerse. Escribir sin que haya arrimo alguno de coherencia, aunque eso (en la práctica) sea enteramente falso y propicie la concurrencia de una manera precisa de contar la realidad, aunque sea una restitución (en apariencia) de menor trascendencia. La conciencia es la que avanza: se la ve fluir, adquirir consistencia, dejar un signo al que aplicar un método de revelación más hondo. 

Breton escribía deprisa, dejaba que una frase atropellara a la que se cruzaba en ese instante o que ninguna prosperara y se instalase otra, que acudía más morosamente, sin que se advirtiera que estaba pujando y cogiendo volumen. Se crea una realidad ajena a quien la impone: no le obedece, no se deja acariciar, ni siquiera es hostil. En clase, en ocasiones, suelo pedir que los alumnos foguen a capricho, se liberen sin que nada los frene: no les doy un patio grande en el que dar saltos o correr. Les pido que corran en el folio en blanco. A veces les dejo unas consignas; otras, según la experiencia que tengan, no hay obediencia alguna. Al acabar, leen, entre perplejos y alborozados, el texto que les ha ocupado esos cincoo diez minutos de creatividad primitiva y pura. No tardan en comprender que la inspiración les visitó. Entonces leemos en voz alta y sonríen, satisfechos, al reparar en una frase ocurrente o en una combinación de sustantivo y adjetivo insólita y hermosa. 

4.2.17

charlie parker en la niebla

esta caligrafía de bruma sin brahms ni mordisco 
se hace polvo de estrellas 
se hace escritura boca
túnel 
fábula
un pequeño incendio bebop que vence la oscura 
la quemada historia de las palabras y asciende la tarde hasta pesar como un adjetivo sin romper todavía
miro hacia adentro en la propiedad más oculta del tiempo
me queda toda la vida para desabotonarme del todo y tumbar mi cuerpo 
en la cosecha infame de las horas
todas matan
la última hora debe ser la hora de la poesía
morir debe ser entregar un último verso
en ti todos los versos se parecen a un único gran verso con sordina
el verso abierto con el que el universo celebra su festín de secretos 
un pequeño incendio acecha 
en las avenidas
en los índices
en las calles del sector sur
una síncopa con colmo
un terrible solo de arpa en el fondo exacto del alma
donde el dolor y donde la lujuria
está la tarde cannonball adderley fugado en un bis
estamos en un vértigo de niebla
apedreando perros
mintiendo en los púlpitos
lluvia que invade un sueño
lluvia bebop
escribo porque pronto olvidaré lo que digo
porque charlie parker me escolta
por el lúpulo y la cebada múltiple de toda la mañana
porque me duele un ojo

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...