31.1.08

La extraña que hay en ti: Gatillo fácil




Jodie Foster no es Charles Bronson o Travis Bickle: más se asemeja a un personaje de alguna canción setentera de Bruce Springsteen, uno de esos que fatigan con el corazón turbio y la mirada perdida calles oscuras y parques solitarios, que arman metáforas sobre la verdad y sobre la pérdida de la fe y acaban convertidos en cronistas de su propio desencanto, en poetas de lo espontáneo que construyen su épica doméstica desde el dolor insobornable de sentirse marginados, huérfanos de esperanza y arrumbados al más devastado de los escenarios posibles. Es lo que tiene esta La extraña que hay en ti: cierto tinte dramático, mal poetizado, de dibujo del personaje que cala en el espectador, pero que no contribuye al despliegue dramático del conjunto y que es mérito de una actriz siempre formidable, que sabe exprimir la alegría y la tristeza, el dolor y el arrebato místico como pocas de su generación y que se involucra siempre en proyectos interesantes. Éste lo es a medias: la historia establece un punto crítico entre la posibilidad de asumir la miseria del mundo o la de revolverse contra él y usar sus propias armas para vencerlo. Al final de esta historia cruda y simple, al tiempo, queda la sensación de que todo ha sido un engaño bien facturado, de guión sobrio, pero excesivamente en débito con las estructuras narrativas de un vulgar telefilm. Nada del tormento que padece su atribulada protagonista es explicitado con el suficiente distanciamiento y la impresión que aloja en nuestra sensible memoria es haber asistido á un fallido proyecto, desquiciado en su tramo final y poco sincero a la hora de transgredir y dar cuenta de la devastación moral de la protagonista a la que, al final, miro empáticamente, pero acabo cansándome.
Erika, la víctima que se concede la administración particular de la justicia, se aficiona al gatillo fácil, al vértigo de la adrenalina cuando el insomnio y ese dolor no curado la arrojan a las calles y busca como un vulgar héroe de la Marvel el territorio en el que impartir el magisterio de la compensación.
La epifanía urbana del justiciero solitario abandona aquí patrones viriles y contrae una voluntad muy explícita - y muy aburrida también en ocasiones - de ignorar esperanza o redención en beneficio del placer inmediato del castigo ajeno. Las lesiones sentimentales se pueden curar leyendo a Paulo Coelho o asistiendo a un curso zen de superación de conflictos, pero hay algo de increíble en esta mujer devastada que se afilia al subidón de la pólvora para vencer la soledad y admitir que su novio no ha muerto en balde y que ahí está ella y su revólver de mil dólares para separar la carne podrida de la pieza limpia.
La historia que dirige con eficacia un Neil Jordan oficinista y resultón oscila entre el bosquejo emocional del amor festivo y la vendetta posterior, con el intermedio a modo de romance del policía involucrado en el caso e irremediablemente atraído por la tristeza inteligente de la protagonista, un - por otra parte - cada día más imponente Terrence Howard. La extraña a la que alude el lamentable título castellano no justifica con precisión el derrotero salvaje al que aboca su antigua vida, una locutora sensible, culta y feliz. Tampoco que Neil Jordan se contente con una visión tan sesgada y tan pobre de un problema - la violencia - que requiere un tratamiento más personal: éste es un encargo honrado, aunque precario, plano en su resolución - no es cosa de revelar el final más absurdo que yo haya visto en pantalla recientemente - y tramposo en su inevitable adscripción a ese tipo de películas que quieren agradar a la crítica puntillosa (el azar, Antonio Gasset y Alfonso Sánchez me libren de semejante delirio) y, al tiempo, contentar también al público ávido de thrillers efectistas, burdos en su escritura, pero coloristas, vertiginosos, carentes de profundidad psicológica.
La extraña que hay en ti es de una verosimilitud fragilísima, es ambigua hasta el aburrimiento y, por último, es obvia y predecible. Se salva la complicidad de dos intérpretes en estado de gracia. Es en estos momentos cuando este cronista echa en falta el pulso brioso, personal, no sobornado por los corsés de la industria de David Lynch o de David Cronenberg o incluso tal vez de Álex de la Iglesia, al que no le vendría mal demostrar su abrumador virtuosismo aliñado de mala leche y dejar al público yankee, tan acostumbrado a excesos, tan hecho a la violencia y a su discurso extremo, impactado, conmovido. Nada de eso ha habido aquí. Sólo corrección. Únicamente aburrimiento.
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The song remains the same

I
Es curioso que hayan coincidido la huelga de los guionistas en Hollywood y la monumental recesión económica que está sufriendo el pueblo americano. Que además demócratas y republicanos estén a pie de discurso, levantados en armas, o que John Rambo no sólo se sienta nuevamente las piernas sino que las use para descabezar infieles y extras. Mi fe en el concurso del azar para todos los asuntos de la vida se resquebraja: cosas así me inducen a pensar que hay una mano que gobierna los giros de la trama. ¿ Será que a estas alturas de mi actuación en el teatro del mundo estoy viendo a Dios en la boca torcida de Sylvester Stallone?
II
La ficción cinematográfica roba escenas de la realidad, pero lo real se solapa a veces con lo fabulado y de esa coyunda semiótica nacen los teletipos, los titulares de prensa y hasta las conversaciones de barra de bar entre colegas que ya han abandonado la rutina del fútbol y ven en la apostasía, en el índice dow-jones o en la batería de acusaciones a la clase política, que se faja de la andanada de estiércol con rimbombantes discursos y oro en el verbo.
Por si no tuviésemos hemoglobina sintáctica para empapelar el hangar de un Boeing, sale a la palestra la Conferencia Episcopal y cambia el púlpito por el pálpito y se arrojan a la rutina milenaria de gobernar el criterio de sus parroquianos en materia política bajo la admonición de estar cometiendo alguna especie de pecado o la no menos retorcida de estar alimentando el corazón de la bestia, empeñada en casar semejantes o afrancesar España y convertirla en un modelo laico puro, y no contaminado por aires conciliares y pactos vaticanos del siglo pasado. Vicios antiguos en alta definición.

29.1.08

Sus satánicas majestades




David Bailey, 1.964
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A mí me sigue fascinando la época Decca de los Rolling Stones, justo desde cuando fue tomada esta fotografía esplendorosa y hasta 1.970, cuando ya comenzaron a mutar en la máquina imparable que a día de hoy continúan siendo. No sé si ya eran la "mejor banda de rock and roll del mundo". Tampoco sí lo fueron después. Ahora, por supuesto, no lo son: se arrastran con más oficio que otros dinosaurios del rock y retoman el buen camino cuando la crítica y las ventas los arrumbaban a enciclopedias y a esos todavía mastodónticos shows en directo que encandilan a las generaciones de antaño como siempre sucedió y que recluta nueva parroquianos, gente que siempre puede decir que vio a Mick Jagger agitarse como una lagartija en plena combustión o a Keith Richards mantener la pose y la verticalidad durante un festín que dura dos horas y que no defrauda casi a nadie.
El lánguido pop victoriano de Lady Jane lleva sonando en mi cabeza todo el día. La culpa la tuvo un coche que cruzó a mi vera esta mañana cuando me dirigía al trabajo. No sonaba LCD Soundsystem ni ningún gurú del rap. Eran los viejos Rolling. Era Lady Jane. Cuando llegué a casa busqué el CD ( ABCKO rutilando en la carátula) y le dio al play con orgullo. Hice que sonara un par de veces más. Fueron grandes. Y son capaces de emocionar a pie de calle.

Holly


Lo último que supe de Audrey Hepburn fue la noticia de la escandalosa puja por el vestido que lucía en Desayuno con diamantes. La prenda alcanzó en Christie's la inconcebible cifra de 700.000 dólares: la más alta por ropa vista en el cine. El destino de la puja fue noble: la construcción de escuelas en la ONG Ciudad de la Alegría, en la India, que gobierna Dominique Lapierre y su esposa. Hoy he visto en una página cómplice (no hay tantas, no crean) la fotografía de Holly Golightly. La recuerdo muy bien saliendo del taxi y acercándose al escaparate de Tiffany al tiempo que extraía de una bolsa marrón su desayuno.
Ahí descubrí a Truman Capote. A Audrey la conocía por Vacaciones en Roma y por Sabrina, que vi en perdidas sesiones de cine de la 2 cuando el cine en la 2 era el paraíso y casi nadie tenía un vídeo VHS o un buen videoclub a mano a donde acudir y recibir la dosis diaria de fotogramas.
Así que la fotografía de Holly en la Quinta Avenida ha regresado (perfecta, inmarcesible) al santuario de las imágenes eternas. Hay mucha. Todo amante del cine cela cientos de ellas. Lo que pasa es que pasan los días y no recuperamos la emoción mitológica del asombro novicio. Hoy, en cambio, ha aparecido (esplendorosa) y hasta el día ha cambiado y he alegrado el tono plomizo de las últimas horas. Eso tiene la cosa virtual.

Wifi


"No sé si Dios existe, pero lo cierto es que insiste".



Ramón Eder,
Ironías (Eclipsados, 2007)

28.1.08

Contra Dan Brown


Hay vida después de las novelas históricas, aunque las estanterías estén secuestradas por dinastías y pasillos secretos, por cetros perdidos y bastardos que reclaman un trono. Hay vida después de la descendencia de Cristo, imán falsamente culto de quienes no leen y precisan del morbo de lo blasfemo para hocicar en el libro su tedio lector. Hay vida después de los cátaros, que tal vez la SGAE les ayude a sobrellevar su fondo de vestuario con los beneficios de las cruzadas. Hay vida, en fin, en las librerías fuera de este apocalíptico catálogo de conjuras y de conspiraciones que amenaza con fidelizar ciudadanos a la lectura, pero no a cualquier lectura. No importa leer: lo que aquí se está haciendo es ganar una soldadesca ciega a la literatura, pero abierta, cual mercenario, al postor que mejor trama mistérica le proporcione.
Si no hay papas corruptos, dioses convertidos en moneda de cambio o libros que cifran el caos del mundo, no hay literatura. Ese basurero de la historia, más mercantil que metafísico, está haciendo un daño enorme a la lectura considerada como enriquecimiento personal. Quizá irreparable. Una vez que hemos alimentado nuestro espíritu con esa bazofia esotérica (y no todo esoterismo está gangrenado por ese mal, claro) el regreso a la letra noble es complicado. Hay en su prosa toxinas terribles. Una vez asimiladas, contaminan la cordura y devastan cualquier resto de alta literatura, qué sé yo, se me ocurre ahora Balzac, Stevenson, Cortázar, Auster, Amis, McEwan, Kundera, Marías, Borges, Poe, Lovecraft, Nabokov, García Márquez, Grass, Umbral...
Hay vida después de perderse uno en lenguajes cifrados, en códigos medievales, en vírgenes negras, en sórdidos monasterios, en viajes en el tiempo o en asesinos vaticanos. Los manuales de Historia de la Literatura contemplarán este fenómeno como una injerencia de lo cinematográfico en lo literario, una del tamaño de Saturno, dañina en cuanto crea un ramal por donde puede enfangarse el negocio editorial, que buscará afanosamente best sellers, historias encriptadas, círculos mágicos y reinos perdidos en el índice de un evangelio.
Contra pronóstico, la masiva venta de best sellers de este cuño histórico-sensacionalista no beneficia a la literatura: la enfanga, la reduce a lo que no debe ser, a reducto de morbosos, de cotillas de la Historia y de lo ajeno.
Sí, se lee. Leemos más, vocinglan los jerifaltes de la cosa pública, pero ya sabemos que hay lecturas que aborregan al personal, lo formatean a nivel sensible y conducen su interés a un batiburrillo de referencias cruzadas poco fiables, cuando no enteramente fabuladas y, con escasos márgenes de duda, escritas con una prosa cochambrosa y paupérrima.
El alquimista éste de la farándula esotérica está haciendo su cruzada particular, legítima, sustentada por un conocimiento absolutamente sobresaliente de la ley de la oferta y la demanda y cómo el lector busca siempre placeres blandos, inocuos, fácilmente digeribles, fórmulas de vasallaje cultural que lo incorporan a un cierto tipo de cultura postiza, impostada, imposible de considerar en serio más allá de algunas breves consideraciones generales.
Me comentaba K. que había disfrutado con Dan Brown y su Código de marras. Que lo había leído en dos tardes. Luego no reincidió con Los pilares de la tierra, que preside un anaquel reventón de clásicos. Ahora ha pedido a una conocida firma de venta de libros Un mundo sin fín, la falsa segunda parte del tocho de Follett. Tampoco lo va a leer. Hasta que saquen la película. De hecho, Los pilares de la tierra está de nuevo en lo más alto en venta de libros de bolsillo. La continuación copa la lista en novedades. En poesía, gana por goleada Sabina, que llega a un público mayor. Ángel González, ya muerto, vende versos como Henry vende camisetas. Leyes de mercado. El morbo. En ensayo, vende Punset porque sabemos qué rostro hay detrás del escritor y su apasionamiento químico tiene cuartelillo mediático. Y así.


25.1.08

Expiación: Más allá de la pasión: Sin happy end







Hay un cine predictivo: uno avanza por delante de la trama, discurre razonamientos que los personajes alcanzan siempre más tarde y da con la clave resolutoria con facilidad pasmosa. No es que uno sea un prodigio o que haya visto ya tantísimas películas que el talento y la nigromancia hayan hermanado sus causas a beneficio nuestro.
Hay otro cine anómalo, desconcertante: uno está desubicado y no acierta a encontrar un punto en la trama desde donde retomar el interés. Cine experimental o cine pésimo disfrazado de cine experimental.
Luego está el cine bueno, el inspirado, ése en el que uno contempla la serena armonía de las proporciones clásicas y tiene la certeza de que años después recordará cuándo vio la película, con quién disfrutó de ese placer tan enorme y qué cara de bobo (la cara con la que uno admira la inteligencia y la belleza) se nos quedó cuando la oscuridad desapareció y la gente, abrumada, feliz, abandona las butacas.

Expiación hurga en el concepto cristiano de culpa. Se adentra con lentitud (tal vez excesiva en su premioso y casi exasperante arranque) en la vida de quienes crecieron alrededor de una mentira y cómo esa mentira condiciona su existencia al punto de que no podrán escapar a su infinita capacidad de destrucción.
Fascinante desde el punto de vista de ir levantando el edificio formidable de su argumento desde una premisa bien sencilla (la vida ociosa y aburrida de una adolescente de la alta sociedad la obliga a formular un testimonio enteramente falso) y de una plasticidad encomiable, Expiación es una historia de amor. Tal vez una poco ortodoxa, pero amor (al fin y al cabo) es lo que mueve todos los pequeños nudos argumentales que McEwan y Hampton (autor de la novela y guionista del film respectivamente) establecen para ofrecer emociones, un caudal enorme de ellas, emociones que enturbian un más nítido estudio de la hipocresía de la sociedad que retrata, pero hasta eso es perdonable habida cuenta del (casi, ya me explicaré) satisfactorio resultado final del film.
La aristocracia inglesa no soporta el calor: hasta un comensal comenta que la calina exaspera el carácter y incita a perder la bonanza de los ánimos. Esa subida de la temperatura detona la alambicada y preciosista trama: la molicie absoluta de quien todo lo tiene requiere en ocasiones juguetes nuevos que engolosinen su tedio. La niña rica acostumbrada a inventar mundos (ya desde el principio advertimos el carácter eminentemente literario de la historia: metaliteratura pura) no puede resistir la tentación de escribir en la realidad en lugar de en el invisible limbo del folio en blanco. Lo que su traviesa prosa consigue es que un inocente (una especie de lacayo, un miembro de casta inferior) cargue con la culpa de un abuso sexual. Esa delación aborta lo que podía haber sido una extraordinaria historia de amor entre el acusado y su hermana. En ese momento Joe Wright empieza con sus piruetas temporales, su inteligencia y también su más que sensible sentido de la música, que se adueña del tempo del film y marca con concisos ruidos de tecla de máquina de escribir los sobresaltos, la conexión entre lo que está pasando y aquéllo que sucedió y que, de alguna arcana forma, gobierna todo los flecos de la historia. Sin excepción.
La culpa amasada en el espíritu de la niña, secretamente enamorada del hombre al que destroza con su niñería malsana, es el hilo conductor: todo se deja acariciar por esa expiación lentamente macerada, regalada de odio callado, mecida por el dolor, transmutada en un instrumento bélico más en esa Segunda Guerra Mundial que sirve de atrezzo salvaje.
El melódrama típicamente inglés no afecta a significados más profundos: Expiación se aleja del pintoresco cuadro de costumbres a lo Retorno a Brideshead o las cintas de James Ivory porque lo que pretende es hacer ver al espectador (al lector, primero) un propósito bien sencillo: vivimos a cuestas con nuestros pecados, crecemos con ellos y nos entierran. La única diferencia, el elemento que la niña de imaginación delincuente estipula como antídoto para el dolor es la literatura, la ficción pura, la escritura como asidero en el que abismar la tristeza infinita. Eso es lo que hace la escritora de éxito Briony Tallis: revivir a sus condenados en el siempre mullido reino de la imaginación. Allí, a salvo de guerras y de injusticias, de errores y de desmanes, les deja crecer en su casita junto a la playa y allí, en el libro que crece en su interior, es donde la escritora borra la escena que dinamita su adolescencia caprichosa y hedonista, ésa en la que los futuros amantes reconocen su idilio junto a una fuente, en un english garden de empaque victoriano y olor a té y conversaciones galantes. La poética de esta imágen sostiene toda la historia posterior. De alguna forma, ese momento encadena la vida de muchas personas.



Aprendemos en Expiación que el destino es un bicho cabrón, uno capaz de acallar el esplendor de una vida en base a susurros, a levísimos tics del azar. Aprendemos también que el romance se deja contaminar de tragedia o que tal vez es imposible deslindar el apasionamiento (un breve momento de ardor en una biblioteca frente a los ojos quemados por la curiosidad de una niña) de la fatalidad. Toda Expiación emana fatalidad, fatalidad y miseria moral. La felicidad imposible se convierte en fatalidad.
Esta historia de redención se abastece de un presupuesto formidable, cómo no. No basta que sea una buena película sino que está obligada a más. Esa vorágine de la industria es la que recrea una de las escenas más fascinantes que estos ojos míos han visto en una pantalla en muchísimo tiempo: la playa de Dunkerke, el pulcro y barroco y delirante barrido de cámara por un paisaje alucinante, el de los soldados devastados, el de los locos que miran el horizonte y entonan himnos que los hermanen en la tragedia, el de los acróbatas de su destino que burlan a la muerte haciendo unas risas frente al mar mientras todo alrededor se derrumba, literalmente. Y no es (además) gratuito este barroquismo visual: todo lo que vemos, esa guignol fastuoso, empuja la historia hacia donde sus creadores desean, aportando material útil para que lo que nos espera sea más íntimamente asimilado.
No hay aquí final feliz: no es posible que lo haya. Traicionar el espíritu de McEwan podría tirar de un extra de espectadores (el boca a boca a veces es un arma cargada de mala leche) pero lo precioso de la historia es su tramo final, la entrada triunfal de una Vanessa Redgrave arrebatadoramente plena, que explica cómo su novela (la que hemos visto en pantalla en los últimos ciento y pico minutos) es una farsa, una invención aliñada para expiar la culpa y el pecado y el peso de todos los demonios que te comen el corazón cuando sabes que no hay forma de devolverlo al estado de inocencia en el que nos fue entregado.
No es una obra maestra. Aquí viene el correctivo que me impongo para no perder el sueño esta noche y poder dormir. No lo es porque el material narrativo es tan magnífico que su conversión a fotogramas genera pérdidas irreparables. También hay momento de una gelidez desconcertante. Fría y astuta, así me pareció la película cuando había transcurrida su primorosa y fundamental primera parte. Esa frialdad conviene, se ajusta como guante al propósito que guía su sencilla vocación de historia de amor. Amor truncado, amor roto, amor convertido en melodrama de novelita rosa, pero el fondo es lo que importa, el imponente fresco de la condición humana. Oí en una tertulia de radio, una no excesivamente dispuesta a retirarle encanto al taquillazo, que Wright pecaba de artificioso. No llego a tanto, aunque me esfuerzo. Veo artificio en todo lo que sea ficción. Inevitablemente.
Hay mucha belleza en la película. Mi prosa precisa una inspiración que ahora no poseo para atajar las dudas del amable lector que crea que me excedo y que simplemente estoy vendiendo emociones personales en exceso.
Expiación tiene la elegancia suntuosa del cine clásico, parte de un libro sencillamente magnífico (la novela de Ian McEwan) y tiene el suficiente apoyo de la industria como para que nada la lastre y, sin embargo, algo me aparta de considerla la joya que probablemente es. A lo mejor falta David Lean al mando.



La sombra del cazador: Comedia negra balcánica


La tragicomedia es un género ingrato: debe matrimoniar el noble acto dramático, investido de drama y afiliado a los sentimientos más nobles del ser humano, y la gracieta, el detalle escabroso, el humor concebido como sano elemento liberador del sentimiento de la tragedia. El propio Fernando de Rojas, autor de La Celestina hasta que se demuestre lo contrario, explica que el término tragicomedia, acuñado por su bendita inspiración, soluciona la porfía entre quienes sostienen que su obra es trágica y quienes la dan como cómica.
Los manuales de Literatura proclaman que la tragicomedia acude a lo épico y a lo satírico y sale airosa porque extrae de cada uno de ellos lo mejor y lo más conveniente para el progreso de la trama, que es (al cabo) lo único que verdaderamente importa.
La sombra del cazador se abona a este género literario clásico y lo transmuta en un vertiginoso ejercicio cinematográfico, grato de ver, quizá liviano en el fondo, pero ajustado a lo expuesto: a mezclar lo que, salvo concurso de algún genio con las ideas clarísimas, no puede ser mezclado sin que el mejunje resultante sea un híbrido extraño. Y dentro de esa cierta extrañeza, la película oscila entre el espectáculo grandilocuente a lo Bruckheimer y la mirada crítica. Tanta mezcla debía flojear por algún lado, pero ninguna brecha en la quilla de la empresa hace naufragar el film, que se defiende con la honestidad del guión, con actores plenamente concienciados de la naturaleza experimental del film y, sobre todo, del esfuerzo titánico por normalizar un acontecimiento histórico que no suele ser tomado en serio por el mainstream hollywoodiense. Así que Richard Gere es la bandera de enganche, el tipo sexy que a la edad provecta se toma la vida en plan zen y deja de grabar chorraditas palomiteras y se embarca en proyectos de cierta carga moral o social o política. Nunca fue Gere santo de mis muchas devociones en materia de interpretación, pero se va el hombre gustándose a sí mismo y a medida que deja el glamour y el toque chic se va formando un actor más que convincente, despojado de tics y en racha.
La historia de los tres periodistas que se adentran en Bosnia para dar con el Zorro, alias ficticio de Karadzic, el criminal de guerra más buscado en la actualidad, es en realidad una moraleja explícita y sucia sobre la apatía de los organismos gubernamentales (eufemismo culto del Poder) a la hora de dar caza al malo. No deja de ser un brevísimo tirón de orejas, apenas perceptible, pero agrada saber que la industria cede parte de su enorme aparato propagandístico y abre una ventana para que no sólo Irak sea la triste evidencia de que el mundo sigue sin girar con armonía. Nada que no pueda volver a pasar a tres manzanas de nuestro Estado del Bienestar (falso).


23.1.08

Heath Ledger


Produce ya hartazgo esta resaca emocional de ver cómo el talento y el futuro desaguan su esplendor por el camino de las drogas. De alguna forma oprime la sensación de orfandad que produce contemplar en las noticias la muerte de un músico que nos gusta o de un actor al que asociábamos indefectiblemente con alguna película grata en la memoria o con veinte de golpe. Carezco de la sensibilidad suficiente como para que me conmueva la muerte de un tipo al que no había visto en la vida y que únicamente convive conmigo en los títulos de crédito de las pantalla y en escenas sueltas de firme recuerdo en el cajón de mis vicios. El cine es uno de esos vicios domesticables, escasamente dañinos si no abandonamos la vida real por la vida inventada en los fotogramas. Imagino que los astros de la industria del cine tienen existencias rutinarias, grises, compactadas y lánguidas y envidian, en el fondo, la vida fabulada que los guionistas les regalan a mayor gloria de su cuenta de ahorros y ese mullido colchón llamado fama.
La muerte prematura del actor australiano Heath Ledger incumbe al ámbito privado de quienes le amaban, supongo. El resto es parte de la maquinaria de la propaganda. Interesa levantar mitos y ejercer de voyeurs cuando la muerte nos los arrebata. Ambos actos fijan un patrón mitológico idéntico. Tanto importa una cosa como la otra, su vigencia o su abandono. Lo que el público, al final, tendrá será una ración contundente de morbo, el morbo que a muchos les hace más transitable su mediocre vida, alimentada por lo que le sucede a los demás, nunca a ellos. Es el motor que mueve los programas del corazón y que arrasa en todas las programaciones del mundo.
Los panegíricos extraen lo mejor de la prosa. Esto lo escribió alguien y me ha venido a la memoria cuando pensé en escribir algo sobre Ledger. Incluso cuando el finado sea un dictador camboyano o un tirano de las Antillas al que lleváramos años esperando ponerle texto en una servilleta de un bar o en un blog. Los obituarios en la prensa ocupan cada día rincones más grandes. Hay un personal destinado a hurgar en la historia del muerto y sacar lo bueno y lo malo, lo frívolo y lo sensible. Salvo escenas sueltas en algunas películas, mi relación con Ledger no ha sido especialmente abundante. Tal vez era demasiado joven. Destino de caballero parecía encumbrarlo en el modelo de niño bonito de carpeta de adolescente, pero El patriota o, sobre todo, la premonitoria Candy (una historia salvaje y crudísima sobre el infierno de las adicciones) hizo que se viera, debajo de la pinta glamourosa, un actor. Se le vio después (nominación a los Óscars incluída) en Brokeback Mountain. Nos deja un inquietante Joker para el próximo Batman .
Ahora parece que el rumor del suicidio crece en las apuestas. El amor, parece, la causa. Será que al final era en efecto un caballero y éste su cabrón destino.

21.1.08

Muchocine.net en RNE


Víctor Trujillo, editor, coordinador y demiurgo de Muchocine.net, fue entrevistado en RNE (De Película) el pasado viernes. Por el afecto personal y por lo que me toca en un proyecto en el que participo modesta y vocacionalmente, dejo el mp3 de la entrevista. Visiten la página. Ahí está Víctor también.

This is England: Fuckin' eighties




A pesar de lo que la publicidad, mal informada, cuenta, This is England no trata sobre el origen del movimiento skinhead en Inglaterra. Ni siquiera se recrea en exceso en iluminar nuestra ignorancia con paisajes urbanos quemados por el paro, el racismo, la droga y el tedio infinito de no saber nunca qué hacer. Tampoco informa sobre la forma en que la juventud pierde la inocencia y hocica su malestar en la permeable, cálida y fraternal pertenencia a un grupo. Lo que hace This is England es ofrecer un retrato áspero y sincero, emotivo y realista del afecto o del amor o de la amistad. Y lo hace con el envoltorio fiable de los skinhead y sus cabezas al cero, sus botas altas y su nacionalismo ignorante, aprendido a pie de birra, sin actas de fundación ni comités burocráticos que lo estabulen. Gente de escasa imbricación emocional, pero que comparten códigos muy sólidos fundamentados en una leve inclinación a la violencia, al hedonismo callejero y a similares patrones de imágen.
Tony Richardson, Ken Loach, Mike Leigh, Michael Winterbottom o Danny Boyle ya antes prefijaron un tono inglés de clase proletaria y manejaron historias de gente sencilla, asfixiados por el paro o por la anorexia mental de una sociedad gris, pacata, condenada a fracasar en la gestión de su propia felicidad y carentes de horizontes fuera del barrio, de la industria en las afueras, del bar con generosas pintas y folk en la radio, pero Shane Meadows formula un más modesto ejercicio de iniciación, tiene una voz propia, deshaciéndose con orgullo de toda influencia del realismo británico clásico (esos nombres ilustres en mayor o menor medida) y ofreciendo un modelo de cuño más moderno, dando claves psicológicas (el padre muerto en el frente de las Malvinas o Falklands) o incluso históricas (los skins despojados de racismo, pero es la extrema derecha la que los manipula y convierte en lo que hoy conocemos).
Y además Meadows pinta unos skins con ganas de pasárselo bien, colegas de su colegas, poco interesados en afear la vida más de lo que está. De hecho, la pandilla se bifurca en dos: quienes buscan buen rollo y birras de sábado noche bajo el ritmo vacilón del ska jamaicano y los que buscan armar camorra, apedrear pakis y pintar soflamas que no entienden en los pasos subterráneos de la gris ciudad en la que viven. Ambas facciones viven, no obstante, en la orfandad, despojados de vínculos familiares sólidos y arrojados a un semillero de violencia donde los fanatismos hurgan en la mediocridad para extraer miedo.
La oprimida clase trabajadora (los working class heroes de Lennon) carece de glamour, beben en botella de tercio y pasean vestidos con estilo (qué se creían) mientras la ciudad se derrumba y los aplasta. Sus hijos son perdedores confesos: Meadows concede a estos anti-héroes la humanidad que otros les negaron, les da humildad, un corazón casi.
Salvas, hurras y cañones a la interpretación: personajes que dan vida actores en estado de gracia, que actúan casi sin esfuerzo, impregnando de fe la vida rutinaria, gris y tóxica de estos losers de barrio...Thomas Turgoose, el chaval de doce años que abre y cierra la función, deja al espectador noqueado. Si pueden, vean la película en inglés, subtitulada. Ahí gana más enteros incluso.
El score del film es prodigioso (Ludovico Einaudi) y su banda sonora es una generosa compilación de ska, soul, funk y folk-rock ( Toots and The Maytals, retazos de Soft Cell, de Dexys Midnight Runners...)

Los ochenta fueron jodidos, weren't they ?

19.1.08

Los crímenes de Oxford: Álgebra, spaghettis y desencanto




«De lo que no se puede hablar hay que callar»
(Ludwig Wittgenstein, Tractatus Philosophicus)
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En parte, únicamente en parte, Los crímenes de Oxford remite a un cine clásico, de inspiración hitchckoniana, alicatado con esa limpieza técnica que huelga en otros. El desafecto hacia el resultado final y lo que hace a este cronista de sus vicios condenarla al olvido es su poco cinematográfico espíritu, habida cuenta de que la novela de Guillermo Martínez, premio Planeta en Argentina, es un espeso y alambicado thriller donde la filosofía de Wittgenstein, la naturaleza problemática del lenguaje y el asesinato considerado como una juego entre Pitágoras y Moriarty se arman como bazas fundamentales en la construcción de la trama. Como uno no sabe exactamente qué pensar acerca de estas maceraciones y disquisiciones de la mente filosófica pura, la película de Álex de la Iglesia flojea por ese flanco verbal. Aturde esa continua querencia por lo cabalístico, por la críptico.
Sobrelleva uno el torrente de sofismas, la incuestionable raíz intelectual del proyecto - tanto el literario como el visual - pero cuesta asimilar la nomenclatura, las frases rimbombantes, todos esos diálogos operísticos, perfectos algunos, insufribles otros, con los que los guionistas (el propio De la Iglesia y su inseparable Jorge Guerricaechevarría) conducen el misterio, la parte meramente detectivesca al terreno del thriller académico, investido de la pompa y de los patrones de la novela a lo Agatha Christie o similar.
La loable empresa del director vasco naufraga por la árida textura de lo contado, por la rocambolesca sucesión de casualidades y el quebradizo suelo de las matemáticas, que no son (a mi corto entender) reclamo narrativo lo suficientemente atractivo como para levantar una película. Abruma ese tsunami brutal de conceptos que al espectador lego le suenan a reválida del COU, una especie de máster intensivo de filosofía a cinco euros y medio.
Se puede obviar el detallismo, ese empeño en rellenarlo todo de cultura matemática, digamos, pero algo se pierde entonces, algo hermoso, no lo pongo en duda. Leí la novela Crímenes imperceptibles, aquí Los crímenes de Oxford, cuando salió en España. Disfruté al modo en que se disfrutan los acertijos, los enredos, el juego del cluedo. También disfruté de la cacharrería terminológica, de ese enrevasado mundo de ecuaciones y de incógnitas despejables únicamente al término de la jornada, pero un buen escritor, a su modo, es un cineasta semántico, una especie de demiurgo del verbo que coloca escenas en la pantalla mental de quien lee. Algo así.
El whodunnit americano es un género en sí mismo y concita legiones de adeptos, público cómplice al reto de investirse el gorro de un Sherkock Holmes aquí nihilista y deprimente (absenta y manías fuera) y navegar el proceloso oleaje de las pistas, los cadáveres y toda la parafernalia clásica. De la Iglesia es respetuoso al extremo de cumplir con oficio y talento ciertos mandamientos inexcusables, pero desoye al maestro Hitchcock, al que dice haber tenido en mente en el rodaje, y coloca demasiados elementos inverosímiles o innecesarios para el fluido transcurso de la forzada trama. Aquí advertimos el olfato comercial del director, que cuela dos o tres escenas de alto voltaje erótico (una Leonor Watling carnal y explícita, que sufre la embestida de una cámara golosísima que va rotando hasta enfocarle con delectación de voyeur un culo tan mórbido como descartable para el tono "serio" de la película). Además Elijah Wood está voluntarioso y se le advierte un extra de entusiasmo, pero no exprime el potencial dramático de su personaje ni transmite credibilidad. Tampoco De la Iglesia se afana en sacar a flote su vena socarrona, ese humor grueso al que nos bienacostumbró, y en su lugar exhibe maneras academicistas, líneas de una caligrafía ortodoxa, ajena por completo a lo que verdaderamente motiva a su ego creador. Igual es ése el motivo por el cual el film no cuaja. Parece más un encargo (cosa que dudo al leer el estupendo blog del rodaje y lo que ahí se cuenta) que un capricho de director ya plenamente consciente de su maestría en el oficio. Y falta humor, sobre todo eso, el humor de antaño, en alguna de sus múltiples variantes. Se echa en falta armonía entre las piezas expuestas, se hubiese deseado una más libre conducción del misterio, que va siempre encorsetado por el instrumento falible del lenguaje. De eso, al fin y al cabo, hablaba Wittgenstein y en eso acaba el pobre De la Iglesia cayendo. Dicen las buenas lenguas que le espera Fu-Manchú. Veremos.
A salvo de esta leva quema, algunas escenas de incontestable talento: el museo de piezas falsificadas, el plano-secuencia antes citado y algunas memorables frases a caballo entre el enigma y la poesía que se impregnan como polvo de oro en la memoria y nos afanamos porque no acabemos olvidando su brevísimo texto.
Quizá únicamente recordemos estos crímenes de Oxford por una escena en la que la cámara barre literalmente el espacio escénico y en un dinánimo plano-secuencia congrega a todos los protagonistas de la historia y por la presencia de Leonor Watling y ese delantal flamígero que pone todo en su sitio. O lo trastoca ya irremediablemente. Es una pena que a la actriz no se le haya exigido más o que su papel no posea más chicha semántica. La otra no tiene discusión alguna ni esta reseña pretende encender la líbido del personal. Elijah Wood en los brazos de la voluptuosa Watling es un muchachillo con suerte y uno teme, a fuerza de abrir mucho los ojos, que la mujer lo engulla o lo convierta en un pobre saquito de huesos. En fin, no quería terminar yo ahí, pero me ha obligado el lenguaje.

Testimonios carnales



Hay testimonios de fe en la bondad del ser humano y hay testimonios de amor a la serie B. Como Quentin Tarantino no ha dado muestra de su signo religioso en el ampuloso universo de sus filias, fobias y vicios, caso de que esa cabeza albergue alguna devoción espiritual, tira de bestiario cultural y decide homenajear al grandísimo Russ Meyer. Su siguiente película podría ser 'Faster, Pussycat! Kill! Kill!' y la fondona Britney Spears, icono de lo pop, de lo kitsch y de lo friki en las Américas y rara especie de diva de youtube para quien no abreve en la rumorología y en las sangrías morales de los programas del corazón en esta vieja Europa muy al margen de su divismo impostado.
Se veía venir que Quentin acabara hocicando en el riquísimo país de las tetas hiperbólicas, de las mujeres heróicas (qué es, al fin y al cabo, Death Proof sino un tributo a Meyer) y del retrato áspero y canibal de la América profunda, de personajes zumba dos o a punto de estarlo. Eva Mendes y Kim Kardashian, compañera de travesuras venereas de la cargante Paris Hilton e igualmente afiliada al mundo canalla, completarían el reparto femenino.
Tarantino promete carne fresca, nudies y violencia en la crónica de una venganza de stripper acelerada y machorra. De Britney Spears parece que Tarantino ha mirado bien sus curvas, su generoso escote y esa aureola de chica mala del pop, fácilmente concupiscible y abierta a las veleidades del placer terreno. Habrá casquería, hemoglobina, diálogos ametrallados, tacos a tutiplén y tetas grandes, imaginamos.
Es posible que echemos en falta la visión retro, ese toque vintage de los sesenta con las temibles Tura Satana, Haji Lori Williams y Sue Bernard, pero no hay duda al respecto. Haremos cola en el cine. Y si echamos mano de DVD y colocamos el delirio original.

18.1.08

El espía: El mapa de la grieta


Breach, grieta en inglés, es un título formidable. El espía se adjudica, en su perjuicio, algunos tópicos. Sencilla y plana, gana interés en la extraordinaria actuación de Chris Cooper, un traidor que se balancea entre el catolicismo fundamentalista, el porno, Catherine Zeta-Jones y el morbo de ser el topo y el encargardo de desenmascarle. El funcionario novato que lo cerca (Ryan Philippe) se involucra en demasía y acaba zarandeado por los efectos colaterales de una vida consagrada al servicio de la patria. Nada nuevo: el agente federal carece de familia, no puede mantener relaciones estables, acaba hospedado en el limbo generoso y confiable del alcohol y se plantea abandonar su trabajo. El argumento está manido, y no sólo va por uno por delante de la trama sino que inevitablemente la cierra antes de que el esplendoroso y ya tácito The End nos devuelva a la realidad. Y a pesar de este retahíla de puyas, no es El espía una mala película. Posee encantos suficientes como para merecer cierta atención y darle los honores que su estilística, matemática, objetiva, escasamente rica en matices, plantea.
Lo novedoso, lo que la extrae del tedio, aquello que juega a su beneficio, es la vertiente religiosa y el peso de los personajes. El topo, el insuperable espía muere por dentro: lo fulmina a diario su advocación católica, su consagración a una fe que no le impide el lento desmantelamiento de la Seguridad Nacional, el envío programado y limpio de secretos durante 22 años a la Inteligencia soviética. Esto es lo remarcable: que una película de espías obvie tópicos y se arrogue la posibilidad dramatúrgica de que el espectador, en un momento determinado, crea estar viendo una película religiosa o al menos una de contradicciones espirituales, una de ésas que exploran el tormento y el éxtasis (Carol Reed en la memoria) de quien bascula entre la obediencia de un credo y el pálpito ancestral de la traición, de la doble vida y de todo ese predecible submundo de placeres furtivos.
De una pulcra limpieza política (un funcionario retira un retrato de Clinton y coloca el de Bush, no hay atentados verbales excesivos a las cúpulas del poder) El espía no es ambigua, ni se queda en la insinuación - signos de otro cine de espías más lastrado por la espectacularidad y la mezcla de acción e implicaciones morales al modo de Ethan Hunt o Bourne -, se limita a contar la operación que atrapó al traidor.
Esta pulcritud moral se gestiona con la impecable fotografía de Tak Fujimoto ( Señales, El Sexto sentido), que siembra la tristeza con su cromatismo frío, perfecto para construir la credibilidad de las oficionas, donde transcurre la mayor parte del film. También es limpia la construcción de la trama, que crece con morosidad hasta alcanzar un desenlace gélido, necesariamente previsto.
Fría y aséptica, El espía asume las reglas del juego cinematográfico sin esfuerzos visibles, sin el concurso de giros en el argumento o en su discurso: la dirección de Billy Ray (guionista de Plan de vuelo: Desaparecida o Sé lo que hicísteis el último verano) es minuciosa, en exceso entorpecida por un deseo de ser artesano y procurar sobriedad a lo que, en apariencia, tal vez hubiese requerido una mano más flexible, un director de más riesgo. Aunque, bien visto, otras veces pedimos justo lo contrario: contención, mesura. Aquí Ray la despliega con oficio y propone un espectáculo digno, entretenido, al que le falta un punto de calidez, a pesar de la notable interpretación de Cooper (qué hombre más triste, por Dios), que hace de atormentado como nadie en el reciente cine americano (American Beauty) y le sobra, por momentos, intelecto. Tal vez sea ése su encanto, lo que hace que no pueda uno lamentar su visionado. En absoluto. Queda, en todo caso, encontrar las razones de la delación, el inventario de excusas que justifican la felonía de un profesional maduro, católico integral, que acepta los cargos y la defenestración pública sin revelar qué le movió, si el dinero, la tentación de llevar una doble vida o un patriotismo exacerbado conducente a demostrar la laxitud del Estado a la hora de cuidar a sus hijos, la grieta a la que se refiere el inglés original.


15.1.08

Planet Terror: Hemoglobina, pústulas y mucho cachondeo






No albergo ninguna esperanza de que el cine gamberro me reporte mayor placer que el escapismo más vulgar. La truculencia, la chabacanería y la irreverencia poseen el encanto de lo transcultural, esa especie de aureola de malditismo al que se le concede todo en beneficio de la extravagancia, de la desmesura y del vandalismo cinematográfico como patrones de alguna forma de hacer cine que se escora (a posta, gustosamente) del cánon, de la ortodoxia. Quizá me esté convirtiendo en un espectador aburguesado, poco flexible a la hora de aceptar la incomodidad de estar siendo engañado o, menos taxativamente, de no estar disfrutando del género. Me puede fascinar la música y negarme en redondo a escuchar un disco de hip hop o de música folklórica de los Balcanes. Puedo disfrutar con la poesía de José Ángel Valente y sentirme huésped de la belleza y de la inteligencia y sentir aburrimiento si me dan un poemario de Rafael Alberti, que no es santo de ninguna de mis abundantes devociones líricas. En cine no hay excesivo cambio de discurso. Películas hacía Ford y películas hace Michael Bay, al que le he tomado una tirria inargumentable desde hace unos meses. Entonces Planet Terror, bajo la capa de cemento verbal antes vertida, debe ser considerada un desperdicio, un simple y sencillo desliz cinematográfica, un rollo, y no lo es. En absoluto.
Planet Terror, parte indisoluble y sin embargo separada del combo Grindhouse junto a la espléndida Death Proof por motivos estrictamente mercantilistas, es cine gamberro, autoparódico, indiscutiblemente atractivo caso de que uno acepte las reglas del juego. Una vez hemos cogido las bridas del divertimento, hay que dejarse llevar noventa minutos por las cabriolas de la trama, su aire a lo mad doctor movie, su desenfreno y desenfado.
Todo lo que la segunda parte de Abierto hasta el amanecer, otra obra de Rodríguez, me pareció desconectada de la primera, facilonamente resuelta con el guiño gore o giallo, aquí Planet Terror me parece una necesaria demostración de que el género vive y amortiza sus carencias premeditadas, su voluntarismo a la hora de enfangar una factura perfecta habida cuenta del presupuesto que maneja. Así Rodríguez, un cinéfilo de videoclub al modo en que lo es Tarantino, pero menos apretado por los corsés del éxito mediático, recrea su particular visión del apocalipsis en versión zombie con descaro, con desenfoques artesanales, con los trailers falsos y con esa tufo a orgía caprichosa de alguien que ha recibido carta blanca para desmadrarse en plan macarra aficionado a coleccionar frikis en sus películas: tipos que coleccionan testículos emasculados, go-gos con metralletas a modo de pierna o zombie purulentos sedientos de sangre. No podemos bajo el manto protector de este terrorismo visual concebir crítica rigurosa alguna. Hay veces en las que uno disfruta sin accionar la palanca de la cordura. Caso de accionarla, no fue ayer el caso cuando alguilé en el videoclub el DVD, tal vez Planet Terror sea uno de los errores más grandes que cinéfilo alguno pueda echarse entre ojo y memoria, la pérdida de tiempo más fabulosa, pero se ciñe con escrupulosa devoción al inventario mítico de un formato y una manera de hacer cine en crisis o ya descatalogado (programas dobles, sesiones bárbaras de violencia, sexo y mucha sangre, amateurismo en estado de gracia).
El visionado en casa, el pase por el sistema doméstico, por sofisticado y chulito que sea, no conviene para el espectáculo. Ni para éste ni para casi ninguno, pero Rodríguez pide a gritos que su película ( y la de Tarantino) sean vistas en cine, en un pantallón como manda Cecil B. de Mille y toda la cohorte de emperadores del cine como espectáculo de masas, grandilocuente y extraordinario. La pantalla de cine provee del extra de guiños que una pantalla de televisión no proporciona: esos cortes, esos planos mutilados, el polvo, el color gastado. Hasta el trailer que principia la función, el inconmensurable Machete, el introito que informa sobre la naturaleza canalla de lo que nos queda por ver, requiere de las triquiñuelas y de las complicidades que únicamente reporta un cine de verdad, con sus butacas y su oscuridad hermanada con nuestra infinita (siempre) capacidad de asombro. Porque asombro hay en Planet Terror hasta reventar la púpila y pedir basta con lagrimones como naranjas de Gandía. Cutre hasta la náusea, alumbrada por el retorcido genio de un adolescente con maneras de director de prestigio, esta broma hecha película puede ser considerada el exabrupto de la temporada, un precedente peligroso en el circuito comercial made in USA. Si ha triunfado la secuela, el remake absoluto y los indignos (en ocaciones) inventos de precuelas y montajes paralelos varios, sólo falta que las lumbreras del negocio del cine descubran que al personal le priva este juego de descartes y de frivolidades a pecho descubierto, pierna en alto, matando zombies como el que toma cafés en una terraza en París.






A falta de alimentos más exquisitos y paladares más exigentes, Planet Terror es frescura, hilarante frescura. Sin más.





Blue & Bird: hedonismo puro


Uno tendría que entrar más a ciertas páginas. Cuando tarda en regresar tiene que ponerse al día y hay siempre material goloso, prosa concupiscible, qué sé yo, jazz, cine, versos, barras de bar, vertederos de amor, retales de otras vidas, fotos a contraluz. Una de esas páginas es Jass it up, boys. Lo último que ha hecho su sincopada autora ( visiten su página, please) es hacer un breviario imposible de obviar, una serie de invitaciones hedonistas. La primera me ha hecho volar a mi estantería de Cd's y tirar de catálogo. Charlie Parker y Miles Davis. Bird con su mirada ensangrentada en heroína y Miles ensimismado, ajeno al mundo y a sus vértigos, embelesado en su conquista de alguna esencia que el común de los mortales ni siquiera imagina. Olvido practica el jazz letraherido. Hoy (ayer, realmente) me hizo regresar a Parker y a Davis. Hedonismo a golpe de clic, la felicidad y la belleza juntamente en un barrido sonoro que se impregna en el alma. No me he excedido, no. Que las invitaciones cundan. Yo pronto copio la idea y me atrevo con alguna.

Casillas tiene la palabra

Lo simbólico, lo que trasciende la anécdota, lo que se aferra a la esencia o al espíritu y apela a virtudes extemporáneas no requiere del concurso de la semántica. El himno de España funcionaba todo lo bien que podía funcionar según quién lo oyera y con qué grado de interés en la cosa patria antes de que un letrista lo haya embadurnado de grandilocuente texto.
La medida de un país está en muchas partes, pero en este siglo XXI problemático y febril no consta que la proclama de un recitado vivamente zarandeado por las notas sentimentales de un himno vaya a fabricar mejores patriotas o darle al concepto patria, tan malherido en ocasiones, tan acostumbrado al menosprecio o a la exaltación absurda, un sentido distinto al que ya tenía, sea cual fuere y ahí regresamos a la voluntad de cada ciudadano en depositar en esos símbolos su esperanza en el porvenir y su creencia en una bandera y en una Historia.
Y encima el texto es de una calidad literario por lo menos discutible. Hay consenso en que la letra no hace que el himno se eleve en el aire como una oriflama de sentimientos nacionales. Ni siquiera hace que su antigua feligresía, la que se emocionaba a la escucha de su melodía, perciba en este reciclaje lingüístico un motivo extra para el orgullo y el amor filial.
Los políticos preguntados al respecto acuden frívolamente a sus preferencias en materia musical y confiesan su apasionamiento por los boleros o por la canción de autor, géneros de jurisprudencia sentimental más reposada y de más historiada fachada. Los telediarios vocinglan que Francia - se han puesto misteriosamente de acuerdo - tira de himno con letra radical y que el de los Estados Unidos es de letra larga y que los americanos más devotos de sus barras y estrellas se limitan a tararear el coro. Al final va a pasar que a fuerza de buscarle tres pies al gato cada uno va a darle letra propia. Todos llevamos un letrista en el corazón. O tal vez, en un exceso de fe, regresemos al cantabile clásico, exento de polémica.
Tampoco hace falta darle más vueltas. Viene la Eurocopa y las Olimpiadas chinas y ahí se verá si este invento funciona. Iker Casillas tiene la palabra.
A falta de un Pemán, se montó un concurso público. Esto pasa cuando se soliviante al pueblo y se le agita con peticiones que no entraban en sus preocupaciones más privadas, qué sé yo, el paro, el terrorismo, el informe Pisa o los siete puntos que el Madrid le saca al Barcelona en el primer tramo de la liga.

14.1.08

Rajoy, Dante, Beatriz

Tal vez el Ministerio de la Familia que anuncia Rajoy sea una versión católica o similar del Ministerio de la Vivienda. En políticas, las carteras ministeriales parecen compartimentos aparentemente estancos, pero puertas discretas los comunican y un ministro saliente de Educación puede mutar en ministro entrante de Administraciones Públicas, que viene a ser como si un vecino mío que montase un negocio de pasamanería quebrase y abriese, en el mismo local, uno de ferretería.
El ciudadano está en manos de ciudadanos, como debe ser, pero a veces se ignora la paciencia del administrado y se tira por el camino más práctico, más conveniente al Estado o al Partido o a la consecución del Bienestar Público, cualquiera cosa que pueda ser esto y que ahora no podamos entrar a considerar por no sentirse este cronista capacitado para desarrollar concepto tan elevado. Ahora que entramos en precampaña electoral quizá sería bueno pensar en la carrera política con la suficiente distancia. Se aprestan los equipos de propaganda a cerrar filas en torno al líder, a fijar frentes de acción y a manifestar un propósito polìtico firme, cercano y tarareable por la ciudadanía, como si fuese un jingle de la radio, una de esas melodías pop que silbamos tras un duro día de trabajo. La política tiene su estribillo, su coro funcional y operativo. Ahora toca oir el politono de turno y la vorágine de la maquinaria televisiva o radiofónica o periodística sólo ha enseñado parte de su más que contundente semántica.
Al final, cuando el pulso acabe y tengamos nueva legislatura, podremos reposar el empacho mediático y regresar a la ópera o al blues o al fado, géneros menos cómplices en los rudimentos propagandísticos que hacen que un perfil, una manera de presentar las cosas funcione y engolosine al personal, que únicamente desea pan y circo, amor y banda ancha, parques limpios y carreteras en condiciones, educación seria en el siglo XXI y bibliotecas reventonas de libros en todos los pueblos de España, trabajo digno y estable para los que revientan indignamente por pocos euros y sin la certeza de que ni siquiera eso dure y paz en la Tierra a todos los hombres de buena voluntad, que es una máxima de resonancias clásicas, populistas o bíblicas, pero perfecta para expresar el deseo de la mayoría de quienes vivimos y sólo deseamos que los demás sean, al menos, tan felices como nosotros querríamos.
El administrado pide que su administrador merezca lo que se le paga. Ya está. Probablemente con eso bastaría. Con que la vil materia pecuniaria, que mueve el sol y también las estrellas, como decía Dante del amor que profesaba a su Beatriz, llegue a todos y nadie mendigue ni se rebaje para alcanzarla. A partir de mañana arranca el espectáculo. Pronto pegarán carteles y conoceremos las caras de los nuevos ferreteros de la patria. A lo mejor hasta encuentran el tornillo que nos hace falta, la pieza diminuta que encaja en la maquinaria herida y hace que todo ruede como debe y el país, esa formidable conjunción de personas hospedadas bajo el mismo techo, progrese y se acerque a donde quiera que deba acercarse para que todo funcione mejor. Que lo veamos. Que todos disfrutemos del apaño. Y no sé por qué me da que puedo poner este post en cuatro años si el blog sigue en pie y mi ánimo, por demás a veces alicaído, ya moribundo del todo.

13.1.08

¡Olvídate de mí!: El brillo eterno de las películas perfectas






“¡Benditos sean los inocentes! Olvidando el mundo y por éste olvidados. Brillo eterno de una mente inmaculada" -
Alexander Pope


El problema de la ciencia-ficción es que su contenido narrativo precisa de un esfuerzo de fe. Debemos creer que podemos viajar en el tiempo o que podemos teletransportarnos o hacernos invisibles. Aceptada esa verosimilitud de lo inverosímil, las películas de ciencia-ficción transcurren cristalinas o embarulladas, fastuosas o débiles, pero por completo ajenas a las dudas que puedan surgir por el hecho de no creerlas. Yo no me creí, por ejemplo, Kill Bill en sus dos partes. Consideré que mi esfuerzo por comprender la historia excedía mis deseos de disfrutarla, aunque hubo trozos (suele pasar) que me parecieron inconmensurables, suficientes como para soportar el larguísimo metraje: todo por ver si había más. Somos como niños: queremos más. No nos satisface que el placer dure poco: lo que nos fascina es que la satisfacción no tenga fecha de caducidad y podamos acudir a ella en cuanto queramos con la certidumbre de que vamos a disfrutar muchísimo, a ser felices. Eso es, al fin y al cabo, lo que nos proporciona el cine o la literatura o la música, dosis perfectas de placer inmediato. Películas, libros y discos a nuestro bendito alcance para procurarnos el júbilo que tal vez nos priva la vida real, demasiado ensimismada en su vértigo de semáforos, hipotecas, prisas, tedio y penurias sentimentales, conceptos todos de una abstracción en ocasiones insoportable. Una de esas películas es Eternal sunshine of the spotless mind, que aquí algún avispado productor con másters en márketing o en estulticia ha titulado !Olvídate de mí!. Bien, pasemos por alto el asalto a la belleza y prosigamos el destripe emocional.
Eternal sunshine of the spotless mind, en adelante simplemente Eternal, habla de corazones rotos. Películas de corazones rotos hay cientos. (Tal vez todas lo sean, excepción hecha de las películas de Michael Bay o de Santiago Segura, singulares rompetaquillas que jamás han pensando en el corazón del público y han ido directamente a succionarles el morbo, la complicidad del ojo o la risa chabacana, pero éso es otro asunto, y no cabe en esta reseña.)
Eternal no se pretende original ni atenta contra ninguna ley de la narrativa clásica. Y en principio, a ras de fotograma, bien que lo parece. Diríase que Kaufman y Gondry - qué dos genios - juegan a montar una pelìcula de amor en un envoltorio de ciencia-ficción o una cinta de ciencia-ficción metida en una comedia romántica. O quizá sea un melodrama escrito por Bradbury o Dick o Aldiss. La contención y la meliflua doctrina de contar las historias de amor bajo los patrones de la ortodoxia, del clasicismo en cine, huelgan aquí: Gondry y Kaufman apuestan por retorcer la esencia del romance, enmarañar los tiempos narrativos y sofocar jubilosamente al espectador con impagables (por pura emoción) episodios donde la pasión y su reverso, la dicha amorosa y el desencanto, funcionan como un perfecto engranaje, a pesar de la (en apariencia) alambicada propuesta, llena de trucos, que no lo son, apestada de tópicos, que nunca llegan a serlo.
Escribir sobre el amor es una profesión condenada al fracaso, salvo que Punset me invite a un café y me cuele como sabe algún arsenal convincente de argumentos de índole químico o neurológico. El amor que Kaufman pone en danza es el amor cinematográfico que más se ajusta al amor real, el que vivimos y sufrimos los mortales de a pie, que nos levantamos por la mañana con bulimia óptica y nos acostamos anoréxicos, reducidos a un muñeco cansancio. La historia de Joel y Clementine no es extraña, ni excéntrica: debe ser la misma historia de miles de parejas que han vivido lo que la película cuenta: pasión, juegos, aburrimiento, desencanto, rutina... Y vuelta a empezar: pasión, juegos, aburrimiento, desencanto, rutina... Y al final lo que activa o desactiva el amor es el recuerdo del amor, la conciencia de que alguna vez el amor nos ha hecho más felices o mejores personas y que es posible contar con esos recuerdos para elevar el vacío de los días en que el amor no está. Esta fábula sencilla, en el fondo, conecta con fibras muy sensibles de cualquiera que alguna vez (no hace falta muchas, alguna, tal vez, alguna bien reposada, bien traída) haya sentido el espasmo, la punzada del engolosinamiento amoroso, dicho así, caprichosa y juguetonamente.
Eternal contiene alguna de las imágenes más desoladoras, fascinantes, atractivas y demoledoras que yo haya podido ver en una pantalla. No se precisa el concurso de sofisticados programas de infografía ni la mano de Jerry Bruckheimer para hacer botar al espectador en su butaca. Hace falta imaginación. Gondry la tiene. A destaje. Este estajanovista del asombro se preocupa de romper el corsé visual al uso y colocarnos el surrealismo como un mecanismo de engarce en la narrativa cuando (hasta ahora, en la mayoría de los casos) la inclusión de escenas alocadas (ya me entiende el amable lector) funcionaba más como una extravagancia, como un exabrupto manejado con inteligencia para elevar el caché del estilo, que como un elemento de peso en la trama. Aquí todo lo que vemos es imprescindible para que el relato fluya ( o no fluya) como esperamos.
La inocencia de la cita de Pope, que da sentido al film, es el sustento del amor fou, el material primario con el que se impregna el reconocimiento del otro amado, y ahí la historia romántica que cuenta Kaufman es arquetípica, reconocible, carente de nada que la haga extraordinaria: lo que la hace maravillosa es la forma en que se nos cuenta, lo cual vuelve a poner de manifiesto la importancia de disponer de un director motivado y un guionista inspirado, y no en ese orden en este bendito caso.
El modo en que se estructura el film (los títulos de créditos a los quince minutos de ver el primer fotograma, la continua sensación de estar asistiendo a un rompecabezas que precisa de un extra de atención para ensamblarlo, la certeza de la fragmentación conviene a la narración porque la vida también nace fragmentada y sucede como un puzzle de episodios a veces inconexos) evidencia el interés de Gondry por subvertir los formatos y demostrar que el cine opera el milagro de convertir descartes en joyas. La intensidad emocional de Eternal no tiene igual en el último cine que yo haya podido ver. Tal vez La fuente de la vida, otra historia de amor perfecto, de pasión más allá del tiempo, nunca mejor dicho. En el fondo, Eternal coincide con la obra de Daronofsky en la importancia del tiempo como motor absoluto de las relaciones humanas. Los recuerdos que aquí una empresa se dedica a borrar para liberar al cliente de su incomodidad o su impertinencia se convierten en una especie de material trascendente, relevante.




Con todo, renuncio a hurgar en lo cinematográfico y me rindo a la emoción pura: Eternal es una película formidable, un clásico de este siglo XXI recién alumbrado que los tiempos colocaran (ay, los tiempos, qué eufemismo) en el lugar merecido. Jim Carrey hace de no-Jim Carrey y Kate Winslet hace de Jim Carrey, lo cual es un juego de roles intercambiables que el cinéfilo atento agradecerá. Ahí está ese título vomitivo: Olvídate de mí, y el nombre del payaso número de Hollywood (Carrey) para disuadir a quienes, ignorantes, no se acercan a esta fantasía imprescindible para sobrellevar la rutina, el vértigo, en fin, todos esos artilugios de la realidad que únicamente buscan nuestro perjuicio. Absurdamente, por cierto.
La idea final (quizá) es que la realidad es siempre una ficción que construímos. Yo tengo la mía.




Pickpocket: El placer de redescubrir la magia del cine




Alguien me advirtió hace tiempo que el cine de Bresson era tan enriquecedor como disfrutar una mañana en un banco de un parque leyendo un libro sobre el existencialismo. Eso o parecida cosa. Como no tenía yo el gusto de conocer la obra del director francés, acepté el símil, sonreí y guardé en la memoria la hipérbole, el chiste barroco y ofensivo, en el fondo. Bresson nunca se me puso a tiro y fueron pasado los años sin que yo pudiera opinar y rebatir o aplaudir el aserto de mi amigo. Han tenido que pasar 20 años (arriba o abajo) para que yo compruebe el alcance de la frase que ocupaba un espacio pequeñito de mi memoria, pero que no se iba.
Anoche vi Pickpocket. Pronto cumplirá cincuenta años. Vi un cine honesto, cabal, planteado como una investigación, como un arrebatado ejercicio de mago que prueba sus trucos y satisface su más alto nivel de apariencia formal, un cine exigente en la literatura, en los significados, pero poco o nada arrimado a esa voluntad de teatralizarlo todo que a veces asfixia una película y la convierte, por esa exigencia impostada, en un acto ficticio, falso, ajeno a la vida o, en todo caso, desafectado de la trivialidad de la vida, de su normalidad. El cine de Bresson es vida pura, vida física, orgánica, masculinizada, feminizada, animalizada, vegetalizada, urbanizada, pero vida al cabo. O tal vez el cine de Bresson no sea nada de esto y sí lo sea Pickpocket, esta historia de héroe anodino, de anti-héroe cuyo periplo por la ciudad, en su oficio de ratero vulgar, narra una historia contada con muchos elementos, pero de una forma muy sencilla.
Lo que no pueden contar las palabras, lo cuenta el silencio, el gesto, la mirada, el movimiento de las manos (nuestro héroe es un ladrón) y la sensación siempre presente de que la literatura y el cine están íntimamente hermanados como género conjurados a informar de un hecho y a conducir esa información de la forma más creativa (artística, hermosa) posible. El formato es lo que cambia: todo termina hospedado en nuestro cerebro, que procesa los datos como sabe o como le hemos enseñado).


El intelectual obsesionado con la pillería de Pickpocket es un tipo curioso: roba para ganar unos cuartos y roba para afianzar su ego o, dicho de otra manera, para convertir el pillaje en obra de arte, en elemento creativo, en un acto de belleza. La vida (la madre enferma, la novia secundaria) se supedita a ese vandalismo con pedigree. Hay una depuración que desemboca en una pureza, un instinto primario que alumbra una perfección y a ella se arroja todo signo de vitalidad, toda evidencia de apasionamiento. Michel es un purista, un genio en lo suyo, una especie de prestidigitador que ha elevado sus fechorías, su delincuencia un poco naïf, a un estado superior, como el artista cuando coge un folio en blanco, un lienzo virgen o un pedazo de barro.
La sugerencia, más que la explicitud, conduce todo el metraje.
La aparente reducción de elementos, esa simplicidad argumental o formal, forman parte de una necesidad cinematográfica que se obceca en fragmentar (las manos, los gestos, los ojos).
Se tiene la idea de que el final de la historia es irrelevante: que el personaje tiene ya escrito su final y que todo lo que observamos no deja de ser una extensión obviable, un apéndice censurable que no va a alterar lo que ya sabemos desde los primeros minutos.
Pickpocket es una cinta difícil y exigente: no se puede acudir a su proyección con la relajación mental del cine que ahora nos inunda, y sé que incurro en una exageración imperdonable. Pickpocket es una estupenda película, una de ésas que dura en nuestra memoria mucho más que el preciso tiempo en el que asistimos a su representación. Eso, tal vez, debe ser el buen cine, el que dura, el que nos modela el carácter y nos marca pautas de comportamiento, formas de vida.Aprecia uno, en esta época vertiginosa de alambicados procesos de montaje y barroquismo visual, esta economía de medios, esta necesidad de despojar al fondo de forma que lo lastre.
Hace también mucho tiempo que no veo a mi amigo y éstos son otras edades para paladear una pelìcula de estas dimensiones. No sé si todo queda en una mañana en un parque leyendo un libro sobre el existencialismo. Tal vez. Será la exigencia a la que él no supo prestarse, pienso ahora. Será cosa de vernos un día y discutirlo sin prisa.

En la muerte de un poeta


Pide Joaquín Sabina que los lectores de poesía que no tienen en casa la obra de Ángel González acudan mañana lunes a las librerías y arrasen con ellas. Lo pide con el corazón y con el alma, habida cuenta de la amistad que había entre los dos. Sabina marra en lo elemental: el lector de poesía, el verdadero, no precisa que el autor fallezca para comprar sus libros. Tal vez otro tipo de lector. Y entonces da igual que González escriba poesía o recetas de cocina. Importa ese morbo lírico o imbécil de aprehender la esencia del muerto, del que ya no está. Puestos a indagar en la cosa estadística o pública, habrá quien hasta ayer, que lamentablemente murió, no sabía que Ángel González estaba vivo. Y quien no sepa relacionar ese nombre (Ángel González, como si dijéramos José Pérez o Alberto Martínez, ya ven) con la literatura. La buena voluntad del cantautor Sabina informa del deseo de hacer que los lectores esporádicos de literatura, aunque sea la vendible, la que es patrocinada por alguna marca de lácteos o por una cadena de televisión entre telenovela y reality, accedan a la poesía, que es una madre grande bajo cuyo regazo (esto no lo niega ningún literato que cultive otros géneros como novela, prosa o teatro) crecen las demás, como hijas resultonas. Yo mismo no he escrito ni una sola palabra de Ángel González en este blog y confieso que tengo algunos libros suyos y que lo conozco desde hace tiempo (época universitaria, tan de grato recuerdo) y lo leo. Ha tenido que morir el hombre para que nazca este espíritu quejumbroso de Sabina hacia el desprecio por la poesía y por sus poetas. De Sabina y de tantos. En todo caso, quedan sus libros, si es que mañana no han desaparecido por completo de las librerías de España.

9.1.08

Halloween, el origen: Un cuchillo, una máscara y media huerta de Murcia







Estoy muy al margen de las proezas en sadismo y chabacana casquería con las que los psicópatas a lo Leatherface o este Michael Myers han abastecido el terror de los ochenta (Carpenter, Hooper, Craven ) y al nuevo terror de alardes modernos, pero alimentado por estos niñatos antiguos (Zombie, Aja).
Me considero un espectador sensato, en lo que puedo, poco escorado al entusiasmo excesivo salvo que las circunstancias recomienden una buena dosis de euforia y de desatino sano, cómodamente instalado en la certidumbre de que el cine es un entretenimiento formidable, un arte sublime y un sumidero cómplice de todos los que no lo consideran ni entretenimiento ni, por supuesto, arte al formularlo. Más bien me dejo llevar por emociones muy primarias, que luego inevitablemente transformo fuera del cine y que más tarde (ahora) muto en impresiones, en notas que tal vez sólo ponen en diálogo al espectador (yo) con el cronista, con el obstinado escriba. Sobra decir que yo también. Así que una película como ésta, alborozo de la hornada de viciosos de la ortodoxia del body count, del gore light o de la aberración en forma de asesinos múltiples, no me ha dejado temblando, ni he estado acomplejado por la aureola de película mítica (La noche de Halloween, John Carpenter, 1.978).
Este precuela sin complejos, ametrallada por el pulso vigoroso de Rob Zombie, no escatima violencia ni se engancha a lo que hubiese sido fácil, esto es, componer un ejercicio de cine para adolescentes con acné y algún descerebrado fácilmente impresionable y de retina golosa de hachazos, sierras mecánicas y todo la parafernalia de máscaras tan queridas por la tropa de brutos que nos ocupa. Más bien esboza un honesto asalto a una previsible historia de infancia desastrada, extraordinariamente salpimentada de todos los tópicos freudianos que el amable lector ya ha visto en docenas de films cortados por la misma tijera comercial. Éste parte de un maestro absoluto de sus vicios: Zombie adora el slasher, lo mima, le concede privilegios de género noble, y no entro en considerar si lo es o no porque no hay formatos despreciables (entiendo) ni géneros menores y todo se deja mecer por el ingenio, el magisterio o simplemente el valor creativo de quien lo factura.
Zombie, cuya música no es santo de ninguna de mis abundantes devociones, es (por el contrario) un director con punch, diríamos, uno de los que ha sabido entender sin excesivo tiempo en la industria de qué convulso modo funciona y cómo es posible matrimoniar cine de entretenimiento, vendible, consumible sin más miramientos ni subterfugios culturales y, por añadidura, un envoltorio técnico, narrativo y hasta actoral más que decente. Nada aquí alarma por su mediocridad, nada es (empero) malo de solemnidad e incluso hay momentos de cine estimable, bien planificado y contado con solvencia. Es por esto por lo que Halloween, el origen deja un agridulce recuerdo. Mucho, en definitiva, pensando lo poco que esparaba.
El film pone el piloto automático cuando el tarado de los cuchillos y las máscaras deja su penitenciaria y se va arrastrando (son tal vez muchos minutos) hasta su ingobernable final donde Myers no muere por mucho que se obceque el guionista y una regimiento de infantería o de rambos corrientes. Ese final, atropellado hasta la naúsea, es el que incomoda, el que rebaja la grata (más o menos) atracción de su pasable arranque y su entretenido intermedio. Me sirve de triste consuelo la visión friki de Brad Douriz y Malcolm McDowell, formidables actores encasillados en serie B, cuando no C o Z o la que el amable lector decida y habituales del siempre apreciable fondo de catálogo de nuestros videoclubs, compinchados por azar para capturar a Myers. Y ahí es donde es imposible no pensar qué buena pareja de perversos serían, qué desperdicio de talento para el mal otorgándoles estos papeles bondadosos, de hombres que defienden una causa y mueren o ven morir a los suyos por ella, pero esa ha sido mi aberración cinéfila privada (abierta aquí) y no precisa, en modo alguno, refrendo fílmico.
En lo demás, habrá que esperar a que Zombie madure más y tal vez en ese aprendizaje capture otras esencias más personales y deje de retorcer el tópico, los clásicos (para quien así los nomenclature) y las películas míticas. Conste, no obstante, mi apasionamiento (moderado) por John Carpenter. En breve, cae una revisión de la cinta del 78. Hace ya mucho (demasiado) que no la veo.




8.1.08

El último show: Aquí Radio América." .. Fue un placer"




La independencia también tiene su lado tierno, su momento autobiográfico embutido en un formato añejo, proclive a la melancolía y a la trascendencia suave, sin frases rimbombantes extraídas de algún tocho gigantesco de máximas filosóficas o de alguna tertulia de gurús de lo mìstico que apuntalan con tesis apocalípticas la fragilidad del mundo. Robert Altman ha firmado un trabajo tierno, autobiográfico, añejo, melancólico y trascendente, suave, ajeno al exceso, convenientemente rebajado de tensión dramática innecesaria. Todo a sabiendas de que sería, en efecto, el último show, tal vez el último de verdad, sin mayores rizos del lenguaje.
El último show es una formidable ópera sobre la morosidad, sobre la necesidad de restarle gravedad a lo que, en verdad, no la merece. Es también una bella nota testamentaria que el director ha legado a beneficio de cinéfilos y gente de buena voluntad. Fuera de ese gesto, sólo hay una película, una extraña, en su conjunto, demasiado obcecada en su original punto de partida: la última representación de un serial radiofónico en un viejo teatro de variedades que está a punto de ser demolido para convertirse en un aparcamiento. Las glorias de la radio que amenizan la despedida no exhiben pudor alguno en hacer lo que saben, en ignorar que todo huele a derribo y que el show, el antiguo y amable pase de anuncios y canciones blancas de country, tiene fecha de caducidad, y la tienen justo delante.
Los bártulos del film, su apero más relevante, es la cotidianidad de la muerte, su absoluta normalidad. Altman, el imprevisible, el hombre inconstante, el que fluctuaba del genio (Mash, Vidas cruzadas, Gosford Park, Kansas City, El juego de Hollywood) al bodrio más frívolo o al tedio puro (Pret a Porter) quiso que esta especie de obra póstuma versase (al modo de Huston en Los dublineses, aunque desaureolada de patetismo y de literatura) sobre las consideraciones de un artista que encara la muerte y departe con ella las razones del finiquito, los privilegios del tránsito por la vida y la miseria que acompaña todo acto humano por el solo hecho de ser efímero. Así los actores de esta hermosa pieza teatral adornada de country, de emociones y de surrealismo (el ángel que deambula, errático, en busca de compañía) ofrecen un velatorio íntimo, alegre en ocasiones, coloreado por los reflejos de la vida misma.
La ficción incomoda más que realidad, escribió alguien. Aceptamos lo real, pero duele que la fantasía, el resultado del talento y de la creatividad, del espíritu libre y de la creación artística ofrezca material que nos perturbe. Aquí perturba la irónica mirada del maestro, que representa su propio desmantelamiento vital conduciendo con ingenio y amor infinito la demolición de lo ajeno que, en este caso, es lo que siempre le produjo placer y a lo que consagró su vida, el cine, las historias, el mundo coral de personajes que ejercen de bisagra emocional entre la euforia de vivir y la infame certidumbre de la muerte.
Altman coquetea con la tragedia, alumbra un par de escenas tímidamente afectadas de alguna hondura metafisica (la justa) y resuelve el cocktail con el concurso amable de la nostalgia, de cierto apetecible romanticismo al que contribuye una galería memorable de personajes y un guión simple, mínimo y práctico, en donde prima la anécdota, el detalle episódico, el verso suelto más que el poema completo, como si de un hatillo de cuentos se tratase y el director los hubiese hilvanado o ensamblado en un libro de imágenes. Así el cierre del teatro, metaforizado, prefigura la muerte del creador, el narrador omnisciente, que no duda en interpolar el sarcasmo, la fina urdimbre de un humor burdo, en ocasiones, sutil, en otras y las ya contadas pequeñas historias (cortes cortos, ¿ les suena? ) que crean la atmósfera útil para que no nos aburra (pues ése es un más que presente peligro) esta película bienintencionada, menor en intereses, pero grande (enorme) en emociones.
Descanse Altman allá en donde esté: tal vez la memoria de quienes disfrutamos alguna obra suya, sus deudos y allegados, que se dice; le darán cuartelillo las hagiografías, pero éste no es el panegírico que probablemente se merezca.

5.1.08

American gangster: El poder, la gloria, el honor y la pasta


El sueño americano, su épica enroscada en las barras y en las estrellas, ha procurado un género, una especie de discurso nítido acorde al material narrativo del que parte, tan untado de ideales patrióticos, tan esclavo de la integridad moral y de la salvaguarda de unos principios morales sospechosamente inoculados en el acervo cultural de un pueblo que tiene lazos consanguíneos y complicidades sociológicas con prácticamente todos los rincones del orbe. Esos principios morales, revestidos de religión, embutidos en la imponente marcha triunfal de la propaganda nacionalista, tienen también su cuota de espectáculo, de irónica querencia por una vistosidad a menudo reñida con la auténtica esencia de los valores polìticos y espirituales que parecen guiar su way of life, su semiótica de hamburguesa y ragtime, de blues en un cruce de caminos y gospel bellísimo en el entarimado de una iglesia.
La monstruosa realidad de los Estados Unidos como país, como crisol bizarro de pueblos, de culturas y de modos de entender la vida no puede escaparse al ojo goloso de Hollywood. Nunca ha sido así desde que El nacimiento de una nación de Griffith mancomunara en un mismo tarro las esencias del mero show circense y las doctrinas polìticas. Ese reactivo avivó el espíritu nacional, conformó un ideario consensuado, no escrito, mantenido por unos pocos vínculos emocionales: la tierra como un don, la tierra como patrimonio consustancial al hombre, argumento vendido por Steinbeck en literatura y convertido en imágenes por Ford en Las Uvas de la ira o por todo el western clásico; el sagrado matrimonio entre los designios divinos y la polìtica humana de modo que el presidente, casi al modo de la realeza en Europa, trabaja para Dios y para el hombre, como si ese Dios omnímodo le hubiese reclutado - y no las urnas - para guiar al pueblo y conducirlo al maná del Bienestar y de la primacía mundial; y, por último, la lealtad a la bandera, al apoteósico himno, como símbolos de un imperio que no muere en las fronteras del mapa sino que aspira a colonizar el mundo con su escaparate fastuoso de iconos exportables, asumibles y convertibles, con esa fina manera de hacer las cosas que tienen para la mercadotecnia, en materia propia, cuando es extraña, cuando es ajena.
El cine ha revalorizado estos ingredientes de modo que la receta perdura básicamente con la misma composición. Basta cambiar a un director por otro o un guionista bueno por tres mediocres que hagan las veces del que verdaderamente vale. Al final cuenta el resultado, el mensaje, el tono entre lo crepuscular y lo fantasmagórico, entre la realidad sublimada y la mentira colada como un caramelo dulcìsimo que ameniza las tardes en la ciudad. Palomitas, Coca Cola y el runrún sibilino de haber visto ya la misma historia cientos de veces y esa sensación incómoda, levemente incómoda, pero ya imperceptible de que nos están vendiendo la burra y ya tenemos una cuadra con una docena de bestias similares. No importa: entramos por el aro, consideramos que el espectáculo precisa de su público y ya hace mucho tiempo que nos hemos afiliado a la feligresía torpe y callada, manumitida de toda responsabilidad cívica o moral, que acude al cine para alimentar al monstruo del comercio y recibir, a cambio, nuestra generosa dosis de engaño, que es la forma primaria de vencer los miedos que de continuo regala la vida y así poder desfilar por entre sus asustados pasadizos con la gallardía y el empaque torero - perdón, vaquero - de nuestros héroes de la pantalla grande o de la chica, que para el caso es lo mismo y en estas situaciones de acusada incertidumbre arquetípica - ¿ a qué acudo ? ¿ A mi presidente ? ¿ A mi Dios ? ¿ A Jack Bauer ? ¿ Al Capitán América ? - saber por dónde tirar y qué hacer para demostrar la hombría.
Lo malo, a veces, es que los modelos exhiben incongruencias narrativas. Pasa que América, la del Norte borrando la insulsa Canadá, deja que sus hijos se encabronen y se amanceben con ira, casi renegando de la madre bondadosa y lírica. El sueño americano se desvanece, burla los estrictos sistemas de vigilancia habilitados para su vigencia, reformula la épica aprendida y la traduce al tenebroso vértigo del enriquecimiento espontáneo e imparable, al episodio del poder como la más hermosa de las amantes, con su erótica y su territorio definible. Entonces surge el gángster, el mafioso, el capo, el descendiente en la sociedad capitalista del pirata de los siete mares, el émulo delincuente del sacerdote de almas que imparte los prodigios de la fe y de la justicia - poética o no - a golpe de salmo y de oscurantismo. En este peculiar contexto es posible creación del arquetipo del mafioso y su plena inmersión en la textura social, de la que emana su fuerza y en donde opera su creatividad para el mal, para la moralidad turbia y para el soterramiento de todos los postulados de civismo, derechos humanos y la habitual parafernalia de pecadillos y grandes pecados que cometen para perpertrar su sueño de Césares en pequeñito. Ya había títulos en los treinta que cuidaban esta imagen del mafioso como emperador diminuto de su barrio, con sus adláteres y su pléyade de mercenarios ciegos que no dejan de ser soldados de la causa que han mamado desde la infancia.
El gángster americano se arroba esa capacidad de liderazgo inconmovible y consiente que su figura, aparte del latrocinio y de la extorsión, de la sangre vertida y del miedo en la calle, ocupa el lugar del pastor o del patriarca que rige los destinos de una comunidad, vela por ella (con mano de hierro siempre) y administra su destino. Esa regencia del barrio o de la ciudad compra políticos y cuerpos de la ley, respeta a extremos inaúditos códigos de conducta y disciplinadas formas de relevo en el poder de forma que los secuaces escalafonan por delegación personal o a ráfagas de metralleta.
American gangster, a diferencia de otros modelos de más cuerpo cinematográfico como El padrino en todos sus ejemplos, Uno de los nuestros o Scarface, El precio del poder, gana maneras clásicas, sin lograrlas realmente, en la plasmación fidedigna y muy creíble del entorno de los setenta, su ambigüedad política, su inventario preciso de canciones - caras B de singles de la época y funk demoledor con finas hebras de soul elegante - y su color ocre, gastado, de película de entonces, antes de la digitalización y la perfección cromática que hoy gastamos. Scott es un obrero de Hollywood más que un autor así que, lejos e inalcanzables a lo visto los encantamientos visuales de Blade Runner o el contundente primer Alien, se ha dejado reclutar por la maquinaria más ortodoxa del stablishment y como el Bumpy Johnson de la escena inicial, en la que muere y abre la guerra de clanes por el poder, ha entendido que las relaciones personales se han perdido y ha vencido el peso de las multinacionales, que ningunean lo doméstico y se abrazan sin ambages al dólar, al rendimiento máximo con un esfuerzo y una reponsabilidad mínima. Él, como director, como gestor de una fantasía vendida como hecho real, también se deja manipular por esa premisa ya irrevocable del mercado laboral.
La película no es un clásico, partiendo de los presupuestos en los que se afianzan éstos; la película no es una gran película, pudiendo serlo: es un más que digno espectáculo de masas, un botón de cine comercial fastuosamente facturado, pero carente de emoción. Tiene American gangster las suficientes incoherencias narrativas (lagunas, espacios en blanco, agujeros grandes como Central Park, diríamos) como para derribarla con más énfasis, pero la salva el rigor con el que el tema es tratado, su desmedido oficio. Sólo este oficio rescata la oferta de gángsters nùmero uno para este recién alumbrado siglo. El que murió dejó monumentos, incluyendo una serie de televisión (oh sí, la caja tonta ganando el pulso una vez más a la pantalla grande) con legiones de admiradores (Los Soprano, claro).
Frank Lucas, el chófer del gángster que se manifiesta en breves brochazos de imágenes como el tío más listo y seguro del mundo, levanta un edificio formidable de chanchullos y extorsión, de nuevas leyes de mercado y de abrumadoras evidencias de seriedad y solvencia. Sí, todo eso está muy bien y tal vez en realidad debió ser así, pero Scott y su guionista, Steve Zailian, no se han esmerado lo bastante y han tirado por tierra los mimbres de lo que podría haber sido un peliculón. Y no llega. Conste que Washington y Crowe recrean con innegable talento sus roles. Que se sienten cómodos y los elevan a la categoría de papelazos, pero el guión, la trama, el ensamblado de situaciones que posibilitan la hilazón de un argumento que pueda ser seguido sin esfuerzo y que cuente verdaderamente algo con meridiano estilo, huelga, se queda en muy poco, habida cuenta de las ganass de Scott por hacer un producto imperecedero.
El verdadero error de American gangster es esa clarividencia en postularse como gran película. El producto se ha visto de pronto en el espejo del arte y se ha gustado muchísimo. Vanamente. El atropello con el que se solucionan muchas subtramas y el manejo hábil, pero discontinuo, de la enorme cantidad de personajes condena al film a un eterno quiero y no puedo que inevitablemente conduce al espectador, incluso al esforzado, a un amago de aburrimiento. Y eso, en esta película, es un crimen, porque su material es excelente y es imperdonable estropearlo de una manera tan escandalosa. Son los personajes (Frank Lucas principalmente) los que desafían las reglas de la coherencia. El suyo es el principal causante de la inquietud de este cronista a la hora de valorar lo que le han regalado. El gángster es una actualización en clave funky del moralista de antaño, que instruía con salmos en una mano y atizaba con la vara de roble en la otra. Se ve a Lucas en exceso bien escrito, se advierte una bondad que no cuadra con la idea primaria de lo que debe ser un tipo desalmado, capaz de atrocidades sin pestañear y deshumanizado hasta lo más profundo, pero he aquí que Zailian pinta un Lucas familiar, que se desvive por los suyos y, en ataques puntuales de cólera, concibe la posiblidad de reventarle la cabeza a un hermano por el solo hecho de haber comprometido durante un minuto su plácido estado de bienestar, de bienestar controlado. Porque el control y la tranquilidad son las palabras mayores en la vida de un mafioso a la luz de lo aquí retratado. No las ganancias pantagruélicas ni el poder, así en abstracto, como cúlmen de una vida dedicada al crimen. Todo muy místico, todo demasiado escorado a una sentimentalidad turbia que no sabemos asimilar. Yo, al menos, se deduce de lo que escribo, no supe. Conste que me esforcé, pero las paradojas, los giros argumentales y la siempre muy esforzada forma de contar las cosas me vetó de un entusiasmo mayor. El hecho de que todo provenga de situaciones reales no desmonta la impresión de que todo está pillado con alfileres, buenos y caros, eso sí, estilosos y funcionales.
El policía muy desastrado en su vida familiar que, sin embargo, triunfa en su oficio y es intachable en su moral y en su honestidad, tozudo como pocos, conjurado a vencer el mal y restituir la calma y la paz a las calles de Harlem, por un lado, y el mafioso cruel hasta la naúsea, capaz de descerrajar los sesos de un tipo por el simple hecho de obstaculizar su paso a un leve y tal vez insignificante meta y luego enamorar a Miss Puerto Rico, ganarse el cariño de su prole y sentarse a la vera de la chimenea como un abnegado funcionario que ha cumplido con sus ocho horas de burocracia cansina y merece un momento de evasión y tierno amor doméstico.
Con todo, en el plomizo panorama cinematográfico de navidades, tal vez este órdago de mafias y de policias, de cine americano puro de toda la vida, no sea un tiempo perdido. No lo es. Sale uno del cine con la sensación de que el cine todavía tiene posibilidades de reescribirse y de volver a ilustrar con imágenes nuevas lo que ya guardábamos en la memoria con otras inmejorables. Y cuántas.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...