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Hay que faltar a la verdad de vez cuando, hacer que la ficción manifieste su policromada cadena de causas y de consecuencias. El autor de esa trama esclarece las partes oscuras o las sublima: las convierte en literatura. Tarantino, además de cineasta, uno de los más grandes, es escritor. No siempre se dan esos dos perfiles del talento creativo, el de dirigir y el de escribir. Ambas actividades corren parejas en él, toma una de otra. Sus piezas son teatrales, prima la conversación, prestigia el diálogo, donde es un maestro. Hay en sus películas personajes que trascienden el evidente curso de la historia, alcanzando un aura mítica, idílica. Son, por decirlo sin más adorno, arquetipos, piezas desgajadas de la personalidad arrolladora de su demiurgo. Así que coge a Rick Dalton y lo enfrenta a sí mismo, hace que piense en qué ha sido de su aureola de actor grande, famoso, todo eso, si merece la pena seguir en la brecha en películas menores en donde hace de malo continuamente (un villano con pocos matices, al que al final siempre abaten, lo cual es una rebaja moral, un desprecio) y al que nadie va a recordar, por añadidura. Lo vemos en casa,en la intimidad que nadie ve, salvo el espectador, en su butaca, el voyeur perfecto, preparándose un cocktail y recitando las frases que luego debe declamar en los estudios, cuando digan acción. Más tarde en su caravana, tras haberla pifiado en un rodaje, lamentándose, conminándose a no beber más y tener la cabeza despejada. También en la piscina de su chalet a las afueras, muy plácidamente sentado en una colchoneta, tomándose un whisky y declamando, poniéndose en situación, trabajando antes de trabajar de verdad. Como si fuese su primer papel y tuviese que demostrar a todo el mundo que está en disposición de zampárselo. En cierto modo, Érase una vez en Hollywood habla del fracaso o de la posibilidad de levantarse una vez que uno ha caído o ha sido derribado, nunca sabremos qué hizo a Rick venirse abajo. También habla de la esperanza, aunque aparezca al final (nada de spoilers) y como casi siempre por una casualidad, por esa cadena causas y de azares y de consecuencias de las que cosas que nos rodean y de las que no tenemos gobierno. Rick Dalton y Cliff Booth (asombrosos Di Caprio y Pitt) acometen la aventura de adaptarse a un mundo que declina. Ya no son estrellas, una a la luz y otra en la sombra, ni tienen conciencia de que su trabajo está a la altura de antaño. Son fantasmas en una industria que avanza más rápido que ellos.
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Tarantino ha ajustado cuentas con el western, con la blaxpoitation, con el grindhouse, con el noir, con las artes marciales o con el cine bélico. Su cine proviene de las galerías de videoclubs y no ha salido de ese marco de referencia. Tampoco en Érase una vez en Hollywood, su novena entrega. Sumergido en esa rendición cinéfila, era cosa de tiempo que facturara una cinta que se ocupara del cine, donde cuajará la melancolía de los años gloriosos, cuando no existía el streaming, cuando la pantalla grande era el único santuario y el templo más fiable. Ahí creció el niño enamorado de la literatura pulp, de la serie B y de toda la música impregnada en ese torrencial equipaje de vivencias. Porque la ficción puede cancelar la realidad y confirmar una realidad alternativa, elegida adrede, mimada en soledad, festejada en la soledad y compartida después. Ese es el cometido esencial del arte.
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Se puede hacer una historia sin que haya historia alguna o, en todo caso, componiendo un mural con decenas de historias que ni siquiera tienen que ensamblar, lo cual es legítimo si lo que se cuenta (siempre hay un relato, el relato es una instancia superior a la trama) hurga en las emociones, en la memoria. Érase una vez en Hollywood es una película sin historia, no le hace falta, documenta una manera de vivir, ausculta una sociedad concreta, registra las vidas de unos personajes que evocan una época, más que otra cosa. Es redentora también, una especie de tributo, un documental que no lo es, una deconstrucción heroica de un mundo en el que los héroes encuentran su fracturas y piensan en ellas y se duelen por dentro. Se permite contar la historia que todos sabemos (Charles Manson, Sharon Tate, Helter Skelter, etc) del modo en que podría haber sido. Omite la parte cruenta, la registrada, aunque monta una en paralelo, esa digresión violenta que tanto le gusta. Tarantino se concede la facultad de describir un mundo en decadencia, el del cine de los últimos sesenta, antes de que otro Hollywood, no necesariamente peor, ni menos brillante, pero despojado de casi cualquier atisbo de impostura, a salvo aún del arrimo tecnológico. El documentalismo de la película es de una intimidad que desconcierta. Podría durar cinco horas más, pero sin que se tocase una brizna de su esplendoroso (poético y sublime) final. Ahí uno se reconcilia con la fábrica de sueños que es el cine. Da igual la morralla que a veces uno se trague (hay necesidades confesables; otras, no) o la cantidad de tiempo que haga que no ve una verdadera obra maestra. Importa ese dedo que toca tu corazón y te hace sentir de nuevo.
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Una de los placeres de escribir es el de no saber qué hay más allá, ni siquiera si ese territorio nos pertenece y tenemos gobierno sobre él, aunque dependa de nosotros, los que escribimos, aunque se colija que no es de nadie más, salvo (tal vez) el lector, que aporta un instrumento externo. Por eso es bueno que el espectador (en este caso) sepa que la casa en la que comienza la historia, la de la estrella en horas bajas Rick Dalton, está justo a la vera de la de Polanski, en Cielo Drive. A partir de ahí hay que abrir mucho los ojos y estar alerta porque Tarantino empieza a disparar balas de memoria; no recurre a su largo discurrir digresivo, prescinde en parte de esa habilidad suya para que las palabras dancen a su antojadizo vuelo y escriban la trama sin tener a veces que contar nada. Porque hay diálogos de Tarantino que no salen de ningún sitio ni van a ningún otro. Él mismo (Tarantino) se retrata en la cinta: construye una imagen de sí mismo, del yo igual a otros que crecieron imbuidos en un tipo muy particular de iconografía cinematográfica y en un tipo muy particular también de banda sonora. Todo su cine es una rendición a esos patrones, un homenaje continuado a su memoria.
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Hay un convencimiento entre quienes amamos el cine que no admite discusión. Se puede aplicar a la literatura sin que se rebaje uno solo de los argumentos aportados. Las dos disciplinas privilegian las historias. También se puede añadir otro: el de la manera en que se cuentan. El buen y la buena literatura pueden escoger argumentos pequeños y hacer que todo fluya y hermosee. Grandes historias se malogran por no encontrar conducto fiable a través del que contarla. Tarantino (a decir de los que lo amamos y de quienes no) es un buen contador de historias, aunque todos (unos y otros) aceptemos que le encanta escucharse a sí mismo. Érase una vez.. es una pequeña obra maestra. Es cine contado por un amante del cine. No siempre ocurre. Hay que amar a Tarantino. Es un genio. Además sabe mucho. Hay gente del cine que ama el cine (Scorsese, se me ocurre ahora) y gente que trabaja en él y lo hace con dignidad y oficio. Tarantino es un obrero concienzudo. Escuché que dejaría de hacer películas. No creo que mienta. Me lo imagino viendo cine. Ya está. Solo eso.