30.10.19

Poética del deslumbramiento / 1

Si a usted le ocupa la alegría y vibra sin contención cuando la luz preludia un milagro en el aire, si percibe el peso del amor y el alma  baila dentro del pecho como una brizna de polen en la extensión dulce de un pétalo, no se le ocurra registrar ese prodigio, deje que la plenitud que lo embarga haga cada en su corazón y contenga el aire, aprecie su fluir sin obstáculos, cierre los ojos y conserve esa epifanía de los sentidos. Más adelante, cuando lo atraviese la fatalidad y el desencanto, escriba un poema. 

29.10.19

Travis Bickle ha estado de visita en casa




Uno exhibe sus vicios a la espera de que alguien los comparta, por considerar que no son exclusivos o por entender que difieren mucho de los ajenos, a lo poco que se fija en ellos. Estamos muy solos y la vida es muy corta. Mi amigo A. decía que más valía borracho público que alcohólico anónimo, ocurrencia que podría rebatirse fácilmente, pero tiene su pequeño fundamento narrativo, su legítima vocación revolucionaria. Recuerdo haber colgado en un piso en donde viví solo algunos meses esta fotografía de Taxi Driver. La recorté de una revista de cine y la apuntalé a la pared con cuatro chinchetas. Estaba junto a una cara enorme de Jimi Hendrix y la icónica portada de Wish you were here de Pink Floyd. Ahora que no tengo paredes en donde colgar fotografías (entiéndase: no tengo veinte años y vivo en familia por lo que uno se frena en lo que puede, aunque cuadraría Inocencio X pintado por Bacon o la lengua de los Rolling en mitad del pasillo) cuelgo las fotos que me fascinan en este blog. La cosa es rodearse de imágenes. Hacen tanto bien, son tan nutritivas. De hecho me encanta ir quitando y poniendo. Las busco con mimo y tardo en eliminarlas del editor. En donde escribo, en esta habitación que revienta de libros y de discos, hay una pared un poco menos atestada en donde he ido colocando iconos, fotografías irrenunciables, cuadros de todas esas cosas sin las que no sabría vivir. Es una forma de hablar, ya me entienden: uno es capaz de vivir sin ver una sola película de Woody Allen o sin escuchar Kind of blue de Miles Davis, pero malviviría, me sentiría un poco perdido, sin nada a lo que agarrarme cuando la realidad te aturde. Lo real, ya se sabe, se obstina en contradecirnos, se empecina en poner obstáculos al logro de nuestra alegría. Por eso necesitamos refugios. Los míos son los de casi todo el mundo. No soy particularmente exigente: digamos que me conformo con mi película de Alfred Hitchcock de vez en cuando, mi libro de la Highsmith o mi disco de la primera etapa de Yes, sí, esa etapa barroca y sublime en la que las piezas eran catedrales y Dios vibraba como un corazón al que acaban de concederle un latido extra. En eso, en esas aspirinas para el desencanto emocional, soy normal hasta el desmayo. No veo cine iraní con subtítulos (aunque me deslumbrara el Kiarostami de El sabor de las cerezas) y jamás he leído a Flaubert en francés (aunque me encantara Madame Bovary vertida al español). He renunciado a entender el mundo y me doy por satisfecho con irme entendiendo yo mismo y sacar en claro algo para no molestar en exceso a los demás y, si puede ser, procurarles alguna alegría si estoy cerca. Ha sido ver la fotografía de Bickle y pensar en todo eso, en los años en los que tenía una pared en donde exhibía mi manera de ver el mundo, en los años de la disipación y del descubrimiento, todos esos años en los que éramos capaces de todo.  La memoria es un libro que se abre solo y nos invita a que hagamos aprecio a ciertos pasajes. 

28.10.19

El algoritmo del amor


El dinero

Hay una tendencia reciente a reducirlo todo y a escamotear los detalles, a no entrar en los matices. Se está bien esa intendencia menor de las cosas, en esa especie de resolución de baja intensidad. Debe ser una de las consecuencias de este trasiego febril que nos lleva y nos trae sin que percibamos en detalle las menudencias de la travesía. Será la prisa, que todo lo impregna. O la prisa juntamente con la ceguera. Vamos aprisa y a ciegas. La lentitud no es útil. Tampoco la visión completa. El mercado es un ente que piensa y prefiere la velocidad. Yendo rápido, se consume más. Cogemos un producto y lo sustituimos por otro. No da tiempo a pensar en él, no hace falta pensar en él. Caso de que pensemos, el mercado emite un zumbido, se le enciende una luz y nos sanciona. Le interesa que no se indague, que no exista una intimidad excesiva entre el objeto y su dueño. De hecho la propiedad es un concepto revisable. Es mejor que no tengamos nada, basta usarlo, dar por acabada su existencia cuando estamos muy hechos a manejarlo y proceder a sustituirlo por otro. Eso le conviene al mercado. El recién adquirido tiene una  doble etiqueta de caducidad. Una está en su envasado (con una fecha impresa) y la otra está en nuestra propia percepción del objeto, en el tiempo que le concedemos antes de que nos sacie y decidamos adquirir otro, aunque cumpla esa misma función y no varíe en demasía del sacrificado. Crear ese estado de ánimo es el fundamento de este tipo de capitalismo brutal, salvaje, tosco y, en ocasiones, obsceno. Ese es su cometido, su indicador principal, su carta de supervivencia. A quien matan en ese negocio es a la cultura. De hecho la cultura debería ser un reverso del negocio, aunque el artista deba lucrarse de su trabajo y se comercie con ella. No hay objeción a esta evidencia, pero hay ocasiones en que la cultura es un mero dispensario de frivolidades.

El amor

No sé, en este hilo de las cosas, si el amor se puede reducir, si le pueden escamotear los detalles, si los matices que ofrece no son relevantes en absoluto. Más: si podemos convertirlo en mercancía, si es objeto de medro económico, si hace caja en las tiendas y da beneficios en la bolsa. Quizá no sea amor, será otra cosa,  si se cumplen estos preceptos. No encuentro qué nombre conviene al apaño amatorio que se hace pasar por amor. Hay que ser virtuoso en los sentimientos para poder manejarse con soltura y aprovechar todo lo que el amor ofrece. Ese virtuosismo, todo ese magisterio preciso de emociones, pueden entrenarse al modo en que educamos al cuerpo para que esté en forma y esté sano. Pienso como Stendhal: "El enamoramiento paraliza todos los placeres y hace insípidas todas las demás ocupaciones de la vida". Pero el amor es otra cosa, una que excede la consideración meramente accidental de enamorarse, de todo ese tumulto de quebrantos, deliciosamente ocupados de vida, que se aloja en el corazón (pongamos que es ahí, por imperativo romántico y por conveniencia icónica) y lo hace sensible de un modo inextricable. No hablo del amor platónico ni del amor fou. Ni el lúbrico. Es una elevación mayor sobre la que dejo descansar mis palabras. No hay otra cosa en el mundo que haya ocupado más consideraciones. Quizá Dios, la idea de Dios, iguale este curioso ranking. No me hagan elegir entre ambos, aunque haya quien los matrimonie y conciba al uno sin el concurso precioso del otro. A este territorio no entran los mercados. Si uno cree en ellos, no los deja pasar, pero hay algoritmos que nos fichan y conocen nuestro corazón como si ellos lo hicieran bombear y brincar en el pecho. Es una época de amores a la vista, poco o nada reservados, exhibidos con ligereza, concebidos sin tiento ni mesura. Amores intercambiables y públicos. Ahí el mercado se frota las manos y nos expolia. Es su trabajo, no le ponemos obstáculo. Dejamos en la red las pistas por la que es fácil seguirnos. Somos la versión urbana del cuento de los hermanos Hansel y Gretel: vamos dejando migas de pan, pequeñas huellas reconocibles para que todo el que sepa cómo descifrarlas encuentre nuestra casa y sepa quiénes somos, cómo vivimos, a qué dedicamos el tiempo libre, etc. No tenemos conciencia del precio que estamos pagando: es una tasa invisible, apenas se percibe, no hace daño, ni se ve que exhiba una pose hostil o abiertamente beligerante, pero es un vampiro que ha puesto su dentadura en nuestro cuello y se afana en morder y en vaciarnos. 

27.10.19

La novela


Se me está poniendo levantisca la novela. Haberle encontrado título definitivo la ha puesto incómoda, le he perdido el pulso, no encuentro el hilo, tanteo, insisto en lo que me agrada, pero hay una inminencia persistente de bruma. La releo con frecuencia, tomó distancia y regresó a ella con titubeos, en la sospecha de que es buena, no podría avanzar si la repruebo a cada nueva trama abierta o si las acometidas no avanzan y no se ensamblan unas con otras y forman un cuerpo sólido, fiable, ameno (soy exigente cuando leo, debo serlo cuando escribo) y resolutivo. Tengo a Claudio Acevedo en tres frentes y hay dos cuajados y firmes, que avanzan solos. Otro, en cambio, está varado, no toma carrera, se enquista, hace que emborrone párrafos enteros, capítulos que valdrían como cuentos, escindidos de la propia novela, pero incapaces de hilvanarse y conformar un destino común. Quizá sea la dispersión en la que me encuentro. Tendría que dedicarme en cuerpo y alma a ella y no a ratos, como suelo, confiscando huevos del ocio del que dispongo.  Por eso escribo de noche y muy temprano por la mañana. Porque el día es de otras cosas, no enteramente mío. Escribir en el blog es un desahogo. Una especie de alivio semántico, una conversación conmigo mismo, una conferencia sobre la vida. Ahí siempre encuentro el instante propicio: 3931 textos desde agosto de 2006, lo que sale a texto diario. Escribo con ardor, enfebrecido. No sé si muchos de esos textos son en verdad míos o son de otro. Ni si este me representará en un hipotético futuro, muchos años más tarde (ojalá) cuando regrese a contar cómo va mi novela. Mientras tanto, en la confección de ese anhelo, el novelístico, leo novelas ajenas, sin pensar en que yo ando embolicado en la mía, sin traer a mi propósito ninguna influencia de esas lecturas, aunque cómo sería posible substraerse de ese influjo, no dejarse ir por una voz ajena y colar en la propia su respiración, su tensión narrativa, ese fluir de las escenas en las que la vida va ocupando su espacio y su tiempo. Ahora, aunque no sean horas, dejaré la devoción de estos escritos minúsculos (que leen amigos y que me satisfacen enormemente) y me enfrascaré en el capítulo XII (ese toca, ciento cuarenta y tres páginas limpias y revisadas) y veré qué tal va hasta que toque almorzar. La siesta no la sacrifico por nada. Ni la familia, ni ver cine de noche, ni salir con amigos y ocupar las terrazas. Cuando irrumpa el frío, nos refugiaremos dentro y saldremos a la puerta a echar un cigarrillo entre cerveza y cerveza. Cosas sencillas, argumentos felices. Cuando "Antes de que mi boca sea un páramo yerto" esté acabada, la enviaré a los íntimos, ellos saben quiénes son. La someteré a su escrutinio íntimo. La leerán con afecto, no albergo duda en eso. Claudio Acevedo está a punto de ver cumplido su deseo, el de que lo comprendan y, si es posible, perdonen. Ya irán entendiendo. 

24.10.19

La gran poesía del principio del mundo

Escribe Pérez Estrada que hay un copón del siglo XVII en la Basílica de Santa Gloria de Ferrara que conserva un beso del Arcángel San Gabriel. Gómez de la Lastra añade que el beso es joven y aletea dentro del copón, que las mozas con el virgo entero advierten más nítidamente la respiración angustiada de sus alas. Al hilo de estas volutas, refiere mi amigo Juan José Pérez, con el que intercambié cromos y fatigué plazas con un balón mal llevado en los alegres pies, que la mente ociosa inventa distracciones, que no hay beso tal, que no aletea  ni brinco lo agita y que las mozas con el virgo entero no se preocupan de besos que no muerden. Yo no me pronuncio, no tendría con qué sostener mi criterio. Es mejor dejar registrados los milagros. No hay que esmerarse en razonarlos. En cuanto se pesan y se les asigna un rango, el milagro abandona su hálito poético (tan hermoso) y se desarbola y perece. Lo que hay que hacer es consignarlos, registrar su prodigio, hacer inventario de lo que no es posible medir. La poesía es el verdadero rostro de la eternidad. La vida eterna está en las metáforas. Todos los apóstoles de los santos evangelios tenían el noble anhelo de ser poetas.  La felicidad no se deja gobernar por logaritmos. 

20.10.19

El amor es un ala que festeja el vuelo

A veces los pájaros acuden si los llamo, vienen en bandadas, se atropellan en el alféizar de la ventana, miran qué hago, observan los libros encima de la mesa, picotean con entusiasmo la paradoja de las palabras, parece incluso que escuchan el teléfono cuando suena y el jazz suave que viene de la salita, pero en realidad no hay trama más allá de la impresión poética, no acuden si los llamo, están convidados por el azar, están sin que yo intermedie en ese prodigio. En otro modo de entenderlo todo, nosotros somos los pájaros, acudimos si nos llaman, vamos en tropel, nos atropellamos sin concierto, observamos qué hay detrás, si la cosecha o tan sólo la semilla, si el final severo o el entusiasta acto de inicio. Lo que importa es la trama, construir la memoria, tenerla a mano, conferirle el rango de libro y abrirlo en cuanto se nos ocurre, consultar, ver qué podemos hacer para que no sintamos el peso del mundo, que no es amor, hace tiempo que no es amor, lo fue, lo es a ratos, estuvo ahí el amor, codiciando amantes, copulando sin brida al modo en que lo hace la lluvia cuando lame la tierra, invisible, puro, gozoso y alto. Como la luz en su danza con el aire. Como el temblor de los cuerpos cuando se unen. El amor es un ala que festeja el vuelo.

19.10.19

Este fuego, todos los fuegos


La elocuencia de las imágenes es un arma usada a interés de quien dispara. Francotiradores interesados muchas veces: no todas, tal vez no esta, en la Barcelona caótica que nos exhiben. Es legítima esa abundancia de información, afirmó y pregunto a la vez, pero tal vez no se haya articulado un punto de criba, una especie de pedagogía de la trama. De ahí que crezca la desafección, si es que hubo afecto o interés en alguna ocasión. Nos saturan, nos aturden, nos zarandean. Es el precio de esta sociedad de las imágenes, de este Instagram universal y voraz, que sólo da titulares (escritos o gráficos) y que no siempre baja al lenguaje y a la mesura y a la inteligencia de las palabras. Cuando alguien agita una bandera en una mano y agarra una bengala en otra , insulta al lenguaje. Incluso a la bandera que enarbola. Los mismos alborotadores carecen de convicción: sólo perpetran un teatro, una escenificación del estado de ánimo de una sociedad varada en el desencanto. Pedir algo a gritos hace (paradójicamente) menos audible lo que se pide. También está la influencia de los medios, el grado de penetración en la capa más permeable de la opinión pública, la que sólo rasga la superficie y se conforma con la tropelía de las fuerzas del orden conteniendo a las fuerzas del terror. Porque es verdad que hay miedo y hay dolor detrás del miedo. Estamos convirtiendo la violencia en mercancía. Es la moneda de cambio, el reclamo para que se cree una audiencia. No sirve para nada conocer el alcance de las algaradas pasadas, toda la furia extraordinaria amasada en ellas. Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado, como dejó escrito Eliot. A fuerza de masacrarnos con las imágenes (el fuego, los adoquines, las mangueras de agua de las tanquetas, los cascos, las porras de los uniformados, las caras tapadas, la sangre) pronto perderemos la distancia idónea para entenderlas y extraer una enseñanza o un criterio. No hemos educado la mirada. Está atrofiada. El espectáculo es la esencia del mercado, da igual qué precio haya que pagar, qué gasto acometer. El de ahora parece, en la lejanía, asequible, pero se incrementará. El fuego seguirá encendido, la ceniza no se perderá en el aire. Mientras, a resguardo de las llamas de verdad, cunden otras, metafóricas, igual de dañinas, más longevas. Esas son las que violentan la armonía y las que quebrantan la paz, esa utopía. Arde otra cosa, no la calle. Casi nunca se inicia ese fuego sin que lo prenda la política. O su ausencia.

Camino a la perdición



Hay fotogramas de los que se puede extraer la entera historia del cine. Son la evidencia de que la literatura es lo único a lo que uno puede aferrarse cuando todo lo demás se derrumba. Incluso no hace falta que se la busque cuando lo que nos rodea se viene abajo: está ahí cuando la alegría nos desborda. De hecho la literatura es en sí misma una extensión de la alegría o es la alegría misma. Una evidencia más: el cine negro es el género que contiene todos los demás géneros. No hay sentimiento humano que no albergue. El fotograma (Camino a la perdición, Road to Perdition, Sam Mendes, 2002) es una invitación a escribir. De ahí sale una novela. Sólo hace falta fijarse, prestar atención. Escribir, en ocasiones, es una cuestión de fe en la elocuencia de las imágenes. Hay que creer en ellas, hay que pensar la mirada. De momento busco el DVD y me la pongo para cerrar el viernes. La vi hace en el año en que se estrenó y no he vuelto a ella. Ya se ha perdido el argumento (algo dura aún), pero se mantienen los matices, la sensación de que todavía puede contarme algo más. Siempre está uno a la espera de que una historia, por más conocida que sea, no haya sido contada del todo. También es eso la literatura: la divulgación de un secreto y, sin embargo, la convicción de que apenas sabemos algo, que lo verdaderamente importante está detrás, ahí al fondo, en la acera borrada por la lluvia.

13.10.19

Un milagro


A escribir se aprende leyendo o se aprende observando, pero hay gente que lee mucho y observa mucho y no alcanza el rango de escritor, aunque se obstine y formule su tentativa en poemas, en cuentos, en un novela o en un blog en donde sentencie de qué está hecho el mundo o registre los porqués más escondidos de las cosas. Si uno lee con cierto entusiasmo, si al tiempo que lee inclina su talento natural (el que disponga, a veces no se precisa mucho) a husmear en las maneras en que los otros escriben, está recorrido un trecho grande del camino. Viene bien contar con jueces severos, gente cercana o que venga de lejos y expongan sin adorno, rebajando o anulando la amistad sobrevenida, que emitan valoraciones fiables.
A escribir no se aprende forzando nada de lo que se lleva adentro. Hay quien lo hace, escribir bien, digo, con mansedumbre admirable y quien exhibe rudeza y hasta precisa de esa rudeza para que su escritura salga y se instale en el mundo. Tengo la idea de que el escritor, el que lo hace a diario y se toma en serio el oficio, es alguien que vive una vida más que el resto. También viven más o viven en ese gozoso desdoble quienes leen y adoptan el punto de vista del escritor e incluso se transforman en él. Se lee sin que haya obligación de escribir, aunque no concibo la reversa: leer es el instrumento, procura la llave que franquea las puertas, las cerradas o las entreabiertas.
También hay un lector, uno fiero y estricto, en el escritor. Conforme las palabras van saliendo y se van ensamblando unas con otras, hilando su trama, avanzando a su antojadizo capricho, el escritor las va gobernando, desecha las que no convienen, consiente las prudentes, mima las maravillosas. Ahora mismo andaré yo ahí, quién sabe a qué lugar acudiré, quiénes me cogerán la mano y caminarán conmigo. En este domingo de luz , mientras hago tiempo para acometer el desempeño de otros asuntos de más fuste doméstico, administro esa voluntad demiúrgica, de dios pequeño y rudimentario, caprichoso hasta el hartazgo, que ensucia y limpia continuamente el texto, poniendo y quitando aquí y allá, dejando luego lo escrito, como si no fuese de uno, como si estuviese de fondo (escondida, alerta por si nos escoramos en demasía) la belleza o la inteligencia (de la que se disponga) y temiese que las traicionásemos y alumbremos un texto mediocre o uno declaradamente baldío. Son tantos. Suele pasar que el texto no es el deseado, casi nunca lo es. Hay un secreto y el escritor lo divulga, pero no lo cuenta todo, se reserva una condición valiosa del secreto y solo muestra las evidencias con las que el lector lo desvelará. La literatura entera es un gran secreto. Uno quizá fragmentado en millones de piezas.
Lo que anoche leí cuando me fui a la cama (unos cuentos de Saki, nuevamente leídos y disfrutados) me hizo pensar en ese secreto que uno, como lector profesional, voluptuoso y febril, va descubriendo. La vida es también literatura. A veces literatura de la buena y también alberga secretos y tiene criaturas que escriben (las que marcan los guiones, las que diseñan la trama) y criaturas que solo observan los acontecimientos, participando mínimamente, sintiéndose una parte aceptadamente secundaria. Hay quien vive como lector y quien se arroga el cometido de escritor, con más o menos fortuna. Yo no sé qué tipo de criatura soy. Sé, sin embargo, que escribo y que leo y que me siento muy feliz ejerciendo esas dos empresas a diario. Vivo en esa satisfacción. No sé si durará siempre. Tampoco sé qué hay que dure para siempre. Al menos se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. He ahí el milagro. Se está cerca suya o no se tiene idea del placer del que nos apartamos.

7.10.19

Palabras que no sabremos

Si no hay paños de por medio, la palabra tundir y la palabra palo van de la mano, se entienden. Leí algo sobre un hombre que fue tundido a palos. Me incomodó la imagen, me perturbó el hecho de que un ser humano apalee a otro, pero sentí un gustillo fantástico al escuchar el verbo tundir. Hay palabras de las que no se tienen noticias recientes, a las que no se les concede aprecio ajeno y no se escuchan o que uno aparta, por temor a que no se comprendan o no cuadren en lo contado y que, sin embargo, una vez soltadas, confortan, dan ese placer que sólo está al alcance de quien ama el lenguaje. No se le ama, no al menos como antaño. He escuchado a gente mayor utilizando palabras de una hermosura inasequible a cualquier jovenzuelo con títulos, incluso leído y sensible. De uno de esos abuelillos recibí el regalo de la palabra embolicar o embolicarse, vocablo de uso más extendido en Murcia y en Aragón (eso dice el diccionario) y que no es infrecuente en Andalucía. El sentido de ese embolicarse era cercano al original de embrollar o de enredar, hasta envolver. Venía a contar el apasionamiento que un muchacho tenía a las maquinitas. "Está embolicao", sentenció el anciano. No he vuelto a escucharla y no tengo la seguridad que vuelva a hacerlo. Se perderán si no se usan, no hay mucho que añadir a esa reflexión. Pienso en la de palabras que ya no usamos y sólo están a disposición de lexicógrafos o de curiosos o de nostálgicos. Me he embolicado, ya se ve. La moribundia de las palabras es responsabilidad nuestra, que rehusamos su manejo y las apartamos, apestadas, dueños de su destino. Es así, somos dueños de lo que decimos. Para bien o para mal, las palabras son pertenencia nuestra, ocupación interesada o desinteresada. Nos embolicamos con ellos o las tundimos a palos hasta que las acoge el olvido y se pierden como aquellas lágrimas en la lluvia, en fin...

4.10.19

La procesión de una vagina

No siempre sabe uno hacerse oír, darse a conocer, asegurarse de que otro sabe qué opina o cómo piensa. Tal vez ni siquiera haga falta esa especie de transmisión, hay quien se cuida en no darse, en evitar que se sepa nada suyo, salvo lo que no compromete. Está el compromiso muy a la baja en estos tiempos, se prefiere pasar desapercibido, escuchar sin responder, sin dar nada a cambio, sin retratarse. No todos, por fortuna, actúan así. Hay quien, al contrario, desea exhibirse, que se le conozca, para beneficio o perjuicio suyo, por el admirable deseo de participar en la convivencia plural, asunto no siempre sencillo. La manera con la que cada cual cuenta para difundir esa voluntad, la de expresarse, muy resumidamente expresado, no debiera ser motivo de delito, salvo que incurra en menoscabar la dignidad de quien le escucha o vulnere alguno de sus derechos. Hasta ahí nada que corregir ni que aclarar. Uno puede salir a la calle con una pancarta en la que exponga su amor a los insectos, su devoción por la Virgen María (en cualquiera de sus acepciones locales, ninguna excluyente de otra, he ahí un poderoso milagro) o su afición a un equipo de fútbol. Entra lo punible al desalojar la dignidad ajena, la ofensa, conceptos los dos que requieren leyes y sujetos que las respeten. No se me ocurre que funcione el libre albedrío, la decisión propia, la que festeja la libertad de quien la ejerce y vulnera la de otro, las más de las veces de modo brusco y casi siempre malintencionada y dañinamente. Sacar una procesión con un órgano sexual (importa poco el género) no es una proclama limpia, por cuanto usa protocolos e instrumentos que no le pertenecen: en este caso la liturgia cristiana consistente en sacar a la calle imágenes. Esa carga simbólica es de naturaleza religiosa, no es lícito (otro concepto jurídico o moral, a veces caminan juntos) que se apropie de ella un colectivo laico y no hay (no puede haber) procesiones laicas, que manejen el imaginario de la fe con intenciones contrarias a su doctrinas. El problema (uno de ellos) es que hay mucha gana de bronca, se ve a diario, va a más, no se advierte que haya intención en unos o en otros de reducir el nivel de gresca. Estaría bien que nos tuviésemos un poco más de respeto. Eso es cosa de los dos bandos, si es que hay dos y están en liza. Reivindicar los derechos sexuales de las mujeres es un imperativo social; más aún en estos tiempos difíciles en los que la mujer gana terreno en muchos sectores y ámbitos de la sociedad (por fortuna, por derecho también) y los pierde en otros a manos de parejas que ya no lo son. De hecho, es más efectiva la manifestación cuanto más educada sea, cuanto menos (ojalá nada) insulte o denigre. Por otro lado, al pesar la experiencia, tomada como rasero, hay quien no condesciende a actuar de buena fe y acude al desvarío y se excede, así que saca la vagina a la calle y la engalana y la toma como si fuese un símbolo de una religión, la suya, que no es religión tal ni se puede concebir como tal, sino otra cosa que funciona a otro nivel y no debe mezclarse con las inclinaciones espirituales de los demás, a las que no hay que menoscabar, ni poner en entredicho. Nada más privado que la fe, lo dice alguien que no la tiene. No es esa ausencia un obstáculo para estar convencido de la legitimidad de la fe ajena, de su raigambre y su ascendencia. Podemos no ser cristianos, pero no podemos soslayar el hecho de que la sociedad lo es en una amplia mayoría. Convivir es, en parte, consentir que nuestro sentir no sea compartido con los demás, que sea respetado y no se haga de él chanza o mofa. Estamos en una época difícil y vamos a una época más difícil todavía. 

Omito la fotografía de la vagina insumisa, vaya a ser que el facebook me la censure, no hay necesidad de difundirla, se sabe en qué consiste. 



2.10.19

Con Woody Allen




Dice Woody Allen en la estupenda entrevista que le hacen en El País Semanal que la nostalgia es una trampa seductora en la que se cae con frecuencia, pero hay que tener cuidado con ella: a veces se pone levantisca, se envalentona, hace que la realidad flaquee, se entumezca, no prospere, se anquilose, pierda fuelle, se enmohezca y acabe reculando, perdiéndose atrás, donde las cosas que se arrumban, en el incipiente y agresivo olvido.
Tengo de Woody Allen esa idea, la del amor a la nostalgia. Tal vez sea el jazz al que no renuncia o esa querencia suya a que sus personajes transiten sin que importe demasiado la época en la que están. Son como arquetipos (de Chéjov, de Shakespeare, de la tragicomedia griega, de Bergman, en fin, todas su debilidades culturales) que pasean sus fobias y sus quebrantos en Nueva York en un día de lluvia o en París en los vertiginosos y felices años veinte. Me ha gustado ver a Woody Allen en la portada del suplemento del periódico hoy domingo. Le tengo a sus películas (no a todas, hace muchas, algunas son prescindibles) un amor fiel que no podrá arruinarse por mucho que le hurguen y hociquen en su vida privada, en si coqueteó con la pedofilia doméstica (asunto llevado a tribunales y fallado a favor suyo) o si de puertas adentro su persona no tiene nada que ver con el personaje que se desprende de su copiosa y sincera y exhibicionista filmografía. Es de los pocos creadores que se dedica a contar a los demás lo que va encontrando a sus adentros o, dicho de otra manera, es uno de esos escasísimos directores que poseen una huella fiable y muy reconocible, de modo que si ves una escena o escuchas un diálogo percibes su aliento y concluyes que es obra de Allen o tributo de otro, que ha copiado el patrón y el ritmo, las palabras y el ambiente.
Incurrimos en el error de confundir a quien escribe con el escritor, al ser humano con el creador. En el caso de Allen, no soy capaz de censurar, no tengo todas las pruebas incriminatorias, aunque la prensa se esmere en volcar las más llamativas, que no son siempre pruebas en sí, sino acusaciones, rumores, sentencias sobre un hecho todavía no condenado, con lo peligroso que es dejarse llevar por lo que otro acusa, por el difunde el rumor o alienta la comidilla, sin que medie una resolución judicial, sin que se arbitre un proceso que pese y evalúe las circunstancias y los hechos, cosa que no ha sucedido con Woody Allen, aunque esté en la picota y lo hayan convertido en un apestado. Está en el banquillo de los proscritos, que es un lugar público que no necesita juez con toga, ni letrados, tan sólo cunde el rumor, únicamente prospera la gangrena de sus palabras. No hay nada que añadir a esa tropelía, la de la defunción pública. Tal vez uno no tenga más remedio que dudar y plantearse si podrá ver una película suya sin separar lo privado de lo público, lo íntimo de lo universal.
El arte está fuera de la vida, debe estar fuera de ella, no tiene nada que ver con ella, no se pliega a su discurso. La ficción es un territorio al que no se le debe atribuir la moralidad de lo real. Nabokov escribió Lolita y no extraer de su lectura que contase una experiencia personal, por más que se pusiera en la piel del libidinoso Humbert Humbert y lo creara con esa formidable profundidad. Si descubriéramos una pintura portentosa del criminal de guerra más desalmado (en el supuesto de que el ejercicio del mal le dejara tiempo para pintar o que su sensibilidad tuviera una brizna de devoción por la belleza) o si leyésemos un texto sobresaliente de un asesino confeso o de un violador reconocido, ¿sabríamos deslindar el autor de la obra que nos entrega? ¿Se podría prescindir de cualquier nota biográfica del autor? ¿Permitiríamos que Neruda ocupe nuestro aliento poético cuando sabemos con seguridad que forzó a una muchacha - lo escribe en Confieso que he vivido- o que Polanski hizo tres cuarto de lo mismo, por no contar a la extensa (ay) nómina de actores o escritores o tenores que tuvieron la misma insana y delictiva debilidad? Así censuraríamos una cantidad notable de creadores según el vuelo moral de la sociedad que los enjuicia.
No dejaría de leer a Borges por más que se me ilustre y yo comprenda lo inadecuado de sus ideas políticas: “La democracia es el abuso de la estadística”. No entraría en mis planes dejar de leer a Celine o a Pla, que no fueron virtuosos en su vida privada, quién lo es; vida que no me incumbe, por cierto: sí su talento y la restitución de su inteligencia o de su sensibilidad. Lo de Allen es pasto de tertulias, bien o mal intencionadas. Allá cada cual con el catón que lleva dentro. Que la justicia los encause y condene: yo me reservo el derecho de la admiración y el respeto por su trabajo, no otro, ningún otro respeto, por supuesto ahí está exento (excluido, extirpado) el respeto a la persona, que no está en el autor, que no es parte suya. Que otros apliquen los instrumentos de sanción que convengan: yo me esmeraré en diferenciar al yo que crea del otro, el que sale a comprar el pan y pasea las avenidas y da de comer al monstruo interior, si es que lo hay. Luego sabré compartir la indignación y la repulsa y comprenderé que sus vidas se extraviaron, pero esa desviación no truncó el talento.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...