31.5.13

Amo los zombis



A menudo aprecio que me engañen. Entiendo que soy yo el que, al final, debe extraer el alcance de la verdad que me ocultan. En los casos en los que el engaño es sibilino, procedo como cualquiera y me las trago dobladas las mentiras con que se me entretiene. Con los años, al correr de la experiencia más bien, advierto las trolas con una facilidad pasmosa. No es una virtud de ésas con las que asombrar a los amigos al modo en que el buen pianista hace en casa una sesión privada a los íntimos o el habilidoso en la alta cocina surte de ricas viandas a sus invitados los sábados por la noche. Esto mío de pillar antes a un embustero que a un cojo, como decía mi abuela, viene de la literatura o, más bien, de mi propia facilidad a la hora de urdir engaños. Escribir es, a poco que lo piensen, una mentira programada, sentida, organizada como una fiesta de los sentidos. Quienes escribimos, ficción las más de las veces, algo ya menos de poesía, mucho pequeño ensayo de blog, nos manejamos muy bien en abastecer de mentira al cuerpo blanco de la página. No sé si es exactamente falso lo que escribimos. Si es un producto que se aleja de la verdad o es una verdad en sí misma, pero alejada por naturaleza de los conceptos tradicionales de lo que es cierto y de lo que no. Aquí me gustaría tener a mano a mi amigo Luis Sánchez Corral y que me ilustre en esas finezas de la mente ociosa, pero no está de ninguna manera, y de verdad que lo siento. Viene esto porque me encantan los zombis. Los aprecio como los últimos seres dignos de la modernidad. No ocultan nada, no guardan cartas bajo la manga, no maquinan planes secretos con objeto de derrrocar imperios ni de arruinar sistemas financieros enteros. Ellos van a lo que van. Se fijan en que estás cerca y ya solo viven para acercarse lo suficiente e hincarte el diente. Son de una honestidad brutal. Si tuvieran velocidad, habríamos perecido. A lo que temo yo (y más a día que pasa) es al salteador de caminos invisible, al que no se deja ver y avanza ladinamente, emboscado en las sombras, afeitado con pulcritud y con la raya del pantalón impecablemente planchada. Esos zombis son los que hacen que en las piedras nos nazcan piedras, como dejó dibujado El Roto una vez. Los otros, los que van de cara, los de las ficciones televisivas, me parecen de una inocencia asombrosa. Dan ganas de dejarse. De verdad que dan ganas de que algunos aprendan de sus mañas de caza. Por lo menos, en esa tesitura cinegética, uno sabe a qué atenerse. Ve al enemigo durante todo el cortejo bélico. Conoce cómo se mueve. Incluso ve nobleza en lo que hace. Los mentidores de ahora no saben qué es la nobleza. Ni la honradez. Y salen de caza, claro que salen. Ni siquiera parece que lo hagan. Ese es el truco. En esa primera mentira inadvertida radica el éxito de su empresa. En que ni siquiera exhiben un roto en el rostro, un gesto que alarme de lo que se te viene encima. Son unos hijos de mala madre con una planta de la hostia. Estos muertos que andan, los de George A.Romero y los de la estupenda serie televisiva,  son los últimos de un oficio muy antiguo.

27.5.13

Gloria al glockenspiel: 40 años de Tubular Bells



Hay veces en que uno entra en un disco o en un libro como el que entra en una catedral y se deja abrumar por la piedra o por la altura incontestable de las bóvedas. Tubular Bells es una catedral del siglo XX. Una a la que se accede con la reverencia de lo sagrado. No hay año en donde yo no peregrine a su interior y me postre al modo en que el feligrés lo hace ante la visión pristina de sus dioses. La liturgia no precisa una disciplina excesiva. Ninguna que provenga del corazón la precisa. A mí, en los treinta que llevo escuchándolo con absoluta devoción, no se me ha presentado jamás esa necesidad. El disco, a diferencia de tantos que se ajan con el tiempo y exhiben sus malas costuras, a pesar de lo buenos que nos parecieron de primeras, se ha mantenido maravillosamente íntegro en estas convulsas décadas. No me vengan en esta reflexión voluntariosa de aniversario con todas las campanas posteriores. No me interesan más allá de la memorabilia a capricho de coleccionismo. Ninguna de las razones con las que se pueden componer el elogio perfecto entran en las que convoco para justificar mi amor por las dos caras de este disco pletórico, inmarcesible, referencial. Gloria al glockenspiel.

26.5.13

Tengo mi árbol



Es la intemperie contra la que luchamos. Toda la teología es un búnker doméstico para evitar que nos zarandee el viento. Esa idea trascendente de que hay otra vida más allá de ésta no pasa de ser un accesorio didáctico de lo que digo. En cuanto uno acepta que no es el azar el que maneja el rumbo del viento y la forma en que nos mueve todo va más confortablemente. Porque es el confort lo que andamos buscando. Uno del tipo que te hace dormir por las noches con la conciencia limpia y los sueños puros, pero hay ocasiones en que tienes un pie en la vigilia y otro en el sueño y no sabes si quedarte en la ficción o anclarte en lo real. Quizá no haya que ser tan drástico y lo que conviene es matrimoniar esas dos costumbres del alma apetitiva. La mía, a fuerza de ofrecerme y de retirarme, de querer conocer y de no tener interés alguno en saber qué hay más allá, se está acostumbrando a convertirlo todo en texto. Me alivia la escritura. Me produce la sensación de que hay un árbol al que asirme cuando llega la ventisca. Tengo el árbol. Me he ido familiarizando con lo que el árbol ofrece. No hay día en que no lo busque. Le cuento. Me asiste. Así vamos los dos. En la intemperie. En el desabrigo.

23.5.13

Pedradas


Hay libros que de no ser mirados con detalle pueden ser confundidos con una piedra o con un destornillador. En el fondo, mirado todo ahora con el detalle que merece, los libros tienen algo de piedra o algo de destornillador. Igual que no sabemos qué hay en el corazón de las piedras tampoco sabemos las cosas que un libro esconde en su pecho duro. Lo del destornillador me parece que viene a cuento por su vocación de instrumento que abre o que cierra cosas que, salvo que estén siendo utilizadas, deben estar a recaudo, convenientemente selladas. Un libro, si no se abre, es un chusco escandaloso. Tengo amigos que tienen las estanterías abarrotadas de ellos. Entra uno en el salón y advierte el paisaje en las estanterías. No crean que la visión molesta. Bien al contrario, son salones que se te incrustan en la memoria y de los que no sales con facilidad. De vuelta a casa, andando morosamente por las calles, piensas en todo el dinero que usamos en asuntos que no nos reportan nada. Porque luego los libros aplazan su condición de libros y se entregan casi voluptuosamente a su nueva dimensión mineral. Uno de esos amigos, el pasado fin de semana en que cenamos en su casa, me recomendó una piedra que tenía en un anaquel muy alto. La tengo ahí más que nada para que no la veo mi hijo, que es muy aprehensivo e impresionable, me dijo mientras me servía un whisky doble. No me dijo de qué trataba y supuse que el contenido sería de naturaleza promiscua. Hay edades en las que ciertas lecturas marcan una vida entera, razoné. Como le daba mucho bombo al misterio, un poco ya nervioso, le dije que lo bajara. No puedo, contestó. Es un libro tan recomendable que es mejor no leerlo. De hecho yo no lo he leído todavía, pero no hay día en que no lo mire y piense en la cantidad de cosas interesantes que me va a contar y en lo feliz que voy a ser una vez que lo acabe. En esto, discutiendo la posiblidad de que el libro dejase de ser una piedra o un destornillador, dijeron en televisión que en España se escribe más que se lee. Un tipo barbudo, con pinta de activista de algún facción disidente de algo, añadió que incluso sólo leen los que escriben, y eso si les queda rato. Cuanto más lee uno, mejor escribe. En política pasa tres cuarto de lo mismo. Uno va a un mítin de Rajoy o de Rubalcaba y no oye lo que dicen ni Rajoy ni Rubalcaba. Solo se queda con las ideas principales, que son como páginas de un libro colocado en una estantería muy alta. Llegado el caso, en la barra del bar, si el amigo del alma tercia con la subida de los impuestos, es cuando se tira de programa y largamos con aplomo las palabras que hemos estado guardando. Al final de la intervención (puesto que en realidad no son conversaciones sino parlamentos puros) el libro se devuelve a su hueco y uno regresa a  su cueva. He decidido no volver a visitar a este amigo. Lo seguiré considerando como tal, no crean, pero rehuiré darme con bruces con todos esos libros indolentemente abandonados a su mísera condición de piedra. Tampoco saldré al campo, no vaya a ser que lo confunda con una biblioteca y crea que dentro de cada piedra sobrevive un libro. Me agobia como no saben ustedes la idea de que el trabajo se amontone y no de abasto. En casa, si van, comprobarán que no tengo libro alguno. En su lugar he colocado figuritas de porcelana, cosas de los chinos y alguna fotografía de la familia. Entenderán que no traiga amigos tampoco. Disfruto mi soledad sin distracciones. En ocasiones busco en televisión titulares de fuste, ideas con las que intervengo cuando no tengo más remedio.




22.5.13

Volver a los diecisiete / Una nota breve sobre Ciudadano Kane




En ocasiones, según ronda el ánimo, creo en la infinita bondad del genio humano. Otras, en cambio, declino esa voluntad de concilio, ofrezco una resistencia mínima y me declaro insolvente en la resolución de la belleza. No tengo en esos momentos nada relevante que decir ni admito que nadie me revele nada relevante tampoco. Sencillamente hago como el Bartleby de Melville y prefiero no involucrarme. No ahondo, no expongo toda la capacidad de la que puedo disponer, no me entrego como podría. Con la historia de Charles Foster Kane hice justo lo contrario a lo que ahora escribo. Me la tomo absolutamente en serio. Concedí a la película de Orson Welles un rango metafísico, antológico, proverbial, sensible a la posiblidad de ser continuamente alimentado con nuevas interpretaciones. Creí en Rosebud como otros creen en la palabra de Escriva de Balaguer o en los gestos de Justin Bieber.

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Mal aire




Buenos días, hoy es primavera y me he levantado holgazán y aristocrático. Lejos de que me intimide el hecho de que la semana discurra con esa lentitud de la que se vale para agacharme el ánimo, poco afectado (creo) por haber visto a Aznar en televisión, procurando conciliar mi confianza en el género humano con los titulares de los informativos, me visto con meticulosidad (casi nunca me fijo en las minucias textiles que a otros les fascinan) y fuerzo mi humor con la peregrina idea de que afuera el mundo alfombra sus calles para que yo deposite mi paso. Acabo de avergonzarme muchísimo por este arrebato de egoísmo puro, pero me convenzo de que es una canita al aire, que mañana me levantaré con la resaca habitual, la que da la rutina y el tráfago gris de los días iguales, y visitaré las calles con la conciencia de siempre, con la mirada de antes y con los gestos de antaño. Así que bien vale salir hoy ufano y jovial, afeitado como un galán,  atravesado de parte a parte por el júbilo como si el espíritu de todos las hadas buenas del bosque de la fantasía y del buen rollito moral me hubiesen elegido para probar sus poderes. Lentamente la realidad me disuade. Esta anomalía psicosomática que ha entrado en tromba en mi alma me pide que detenga el entusiasmo. Me lo dice en susurros, pero no hace falta que se esfuerce. Emilio, gilipollas, frena. La calle se esmera en presentarme el caos, el vértigo, la fiebre, el dolor razonable de los cláxons, sencillas mierdas de perro escoltando mi descenso a los infiernos de lo urbano. Las calles son el espejo del alma. Aquello de las alianza de las civilizaciones de ZP debería comenzar a pie de calle, en las aceras, en las tiendas de ultramarinos, en la cola del pan, en la bulla de los mercadillos. Haber nombrado a ZP y a Aznar en un mismo párrafo me preocupa. En pocos renglones, a poco que me esfuerce, viene Rajoy o viene Gallardón, que está ahí, a salvo de la quema, contentando al ala dura del electorado, esperando dar el zarpazo en la mesa camilla, dando sus pasitos monclovitas. Pero ya digo que me he levantado aristocrático, holgazán, señorito de mí mismo y de mis circunstancias, aquejado de alergias primaverales y consciente de que todo este arrebato es prosa de entresemana, adorno semántico, la sencilla ofrenda de mi alma al orden cósmico.

Mi amigo K. me confiesa que cuando él tiene un día así suele perderse en los libros, en ese confort infinito que dan las historias que te cuentan otros. Yo nunca supe contar bien las historias porque caigo en el vicio de pervertir absurdamente el sentido que las alumbra, pero tengo la habilidad de disfrutar y apreciar las ajenas. Las escasas ocasiones en las que he provocado hilar alguna he sentido el peso soportable del fracaso de inmediato. Por eso es bueno de vez en cuando levantarse uno holgazán y aristocrático, elegir con mimo la ropa con la que vas a visitar las calles, pensar que no existe en el mundo obstáculo que te impida sentarte en una terraza de un bar, pedir un café y leer con arrobo de niño el periódico de la mañana, pasear después el pueblo, observar de lejos el caos, el vértigo, la fiebre, sin que ninguna de esas manifestaciones de la tristeza apesadumbren tu dicha pequeñita de hombre que acaba de conquistar su propia identidad, aunque únicamente vaya a durar una mañana o un día, a lo sumo. 
Mi amigo K. tiene que procurarme esas certidumbres suyas que tanto aprecio, esa manera firme de avanzar los días y reconocer la alegría allá donde se aúpe y nos mire. Me quedo con mi holgazanería momentánea, el instante deslumbrante de no sentirse abrumado por la Historia, por la sangría infame de los titulares de prensa, por las bombas devastando Siria, por los pobres del mundo, por los precios de los limones, por la cara de algunos políticos y por la impericia de otros, por lo que el futuro nos guarda. K. calla mientras cierro el texto. Ojalá venga Antonio Machado y traiga la Tercera República, le oigo mascullar y alejarse, pasillo abajo, con toda la tristeza como un ejército de algas incrustadas en las suelas de sus zapatillas de paño. El polen hace desvariar, confunde el tino y aturde adentro sin pudor ni recato. Anoche, enmascarillado, pertrecho en el sillón de orejas, abastecido de moléculas sanadoras, pensé en la posibilidad de que nada pueda ser enmendado enteramente. Que este dolor que nos ocupa no acabe yéndose. Porque está uno ya un poco cansado de pólenes y de economía. Porque a veces ni las historias que leemos (ahora el libro Leche, Marina Perezagua, Libros del Lince, 2013) remedian el destrozo. Salgo a la calle.
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21.5.13

Una pastoral

España necesita una pastoral. Anda el rebaño descarriado, tomando la calle, plantando cara a quienes los gobiernan, enseñando los dientes en las paradas del metro, pero el pastor sabe cómo amarrar la camada, hacerla entrar en razón y hacer de España la nación con la que soñaron, otrora, en la hontananza de la Historia, nuestros próceres. Por eso están los obispos que no caben en sus sotanas por la mano que les ha echado el ministro Wert, al que están dispuestos a conceder la Alta Mitra del Año, sin dotación económica, pero de una distinción que apabulla a quienes creen en las dádivas de la fe. Arguyen los prelados, en su diatriba, que la tragedia que se palpa y la más honda que se cierne precisan de un esfuerzo evangelizador. En el Evangelio, ese libro en donde se cuenta cómo se expía el pecado, muy básicamente contado, está la tabla a la que encaramarse para que el mar no nos trague del todo. Un poco tragado sí que andamos, no crean. Lo de la ley nueva (la LOMCE) es un espectáculo de distracción más o, si se prefiere, una vía nueva de salida, pero tampoco sabemos si al final habrá un puerto y seguiremos a capricho de las mareas, que son os gobiernos que van pasando, sin otro consuelo que la mínima satisfacción de no haber sido fundidos por el sol, el hambre, los espasmos musculares o el posible tiburón encantado del festín imprevisto. Y vean que he tirado al mar, en lugar de proceder con la viña devastada y los jabalíes y la fábula moral de Ratzinger, ya retirado, cuidado por las damas de la caridad, orando para que el tiburón se aleje. Tendremos, como hace treinta o más años escribía Chumy Chúmez en una de sus memorables tiras, un mundo de analfabetos laicos o de analfabetos cristianos. Al tiburón, en su hambruna, le importa poco la naturaleza moral de la vianda. Hay ocasiones en que el mar revuelto no hace pescadores ricos. A mí, en lo que aprecio, en lo que extraigo de lo que sé y de lo que yo me voy contando, me parece que en estos tiempos de zozobra (honda, severa) no viene a cuento reclamar la bondad de la fe de unos pocos (o de unos muchos) sobre el beneficio de todos. Y no hay (no lo hay en absoluto) una relación creíble entre prosperidad y evangelio como no la hay entre pobreza y laicismo. Al final, de cualquiera de las maneras, no se ve puerto. Estamos a la deriva. Nos zarandean a antojo. A lo que nos conduce todo esto es a que nos siga preocupando más la vida futura, la del cielo de quienes creen, que la triste presente en la que navegamos (creamos o no) todos.




19.5.13

José James, el jazz hoy




José James es un artista polifacético y en un mundo más amigo que nunca de las etiquetas, que facilitan el tránsito por los géneros y acomodan al oyente al producto sin que se le exija mucha desgaste sináptico, la falta de etiquetas o su sobreabundancia dan a las cosas una patina de asombro muy querencible. Soul destapado con mucha lentitud, sin estridencias: jazz, aireado con exquisito respeto y, deliciosamente ensamblados, rhythm and blues, pop y la electrónica de la que procede James coloreando las piezas, haciendo que sea algo nuevo de verdad, con ese desconcierto que provocan las cosas que no se entienden bien. No hay que entender la emoción ni ponerle un traje. No se la pasea. Se la tiene adentro. Se la llama cuando el corazón hace un gesto de auxilio. Que Verve y Blue Note hayan reclutado a este tipo de Minnessota, con aspecto de rapero o de bajista de una banda de funk, hace que uno lo mire con la devoción con la que nos dispensa otras salidas discográficas. Palabras mayores eso de Verve y de Blue Note. Quien no sepa nada de él, prenda el spoty. Da igual el disco. Los primeros son más jazzísticos, de una pureza todavía no violentada. Respeta el canon, pone en danza los instrumentos pertinentes y factura una obra correcta, impecable en tramos, pero a mí la que me tiene abducido esta mañana de domingo es la parte en la que James se abre en canal y deja que lo invadan todos los cuerpos externos. Está preñado de miles de horas de escucha de músicas maravillosas. La fusión, que se dice. No al modo en que la bordó Chick Corea o la Weather Report (con el rock, con el jazz) sino un tipo de mescolanza muy educada, sin timbres que distraigan el verdadero modus operandi que no es otro que el de hacer un buen puñado de canciones. Su último disco se llama No beginning No end y no tiene desperdicio. No para mí, al menos. No hoy, en todo caso. Luego está cómo canta. Piensen en Marvin Gaye. No busquen más. Una dulzura parecida. Un modo muy peculiar de hacer fluir el amor y de no manifestar rotura alguna en esa rendición maravillosa.



16.5.13

Los fuegos bastardos




Hay, al parecer, un autor confeso del robo del Códice Calixtino. La Catedral de Santiago ejerce una acusación particular en el proceso, esgrimiendo los argumentos de robo continuado con fuerza más otros seis delitos contra la intimidad y otro más de blanqueo. La pena que reclama la Iglesia es de 31 años al sustractor, José Manuel Fernández Castiñeiras. Les duele que haya habido un abuso de confianza. Que el tal Fernández se haya hecho del libro valiéndose precisamente de esa confianza, vulnerada al final, usada como herramienta en el mismo robo. No sé yo el criterio a la hora de medir los delitos dentro del gremio eclesiástico y tampoco, aunque me queda más a mano, el que se maneja en los tribunales. Uno oye tantas cosas y saca tantas conclusiones que, a veces, no se esfuerza ni siquiera en comprender y solo recopila datos, narraciones breves de cómo va el mundo. Y asuntos como éste demuestran que va más que mal. Mis cortas entendederas no razonan que la ausencia de un libro, por más relevante que sea, remueva las tripas de la Iglesia con mayor ardor que toda la infame caterva de sacerdotes pederastas que alfombran los teletipos. Pero insisto en que uno no alcanza a vislumbrar, ni tan solo fugazmente, los alcances de este delito y cree que un libro sigue siendo un libro, pero que un niño violentado (humillado, incapacitado para ejercer con equilibrio la vida adulta) importa más que la Biblioteca de más fuste. Como nos movemos en el territorio de los símbolos (un libro, un niño) salimos perdiendo. Todo queda en el peso que tienen las metáforas, en la medida del poder, que es un negocio bastardo. Solo hay que dejar a un lado este embrollo compostelano y mirar a otras instancias de la Justicia, y de cómo se ejerce y de a quién afecta en su aplicación estricta. Va a ser al final cierto eso de que en modo alguno somos todos iguales. A diario nos abren los ojos con objeto de hacernos comprender que no somos iguales en absoluto. Nos hacen creer que sustraer un libro, en el fallo del tribunal, importa menos que limpiar los fondos de un banco y dejar a miles de familia en la puñetera calle. O que el hecho de ser famoso o de pertenecer a familias distinguidas (ninguna duda en esto que digo) obra a favor de la rebaja de la pena o, en el más bondadoso de los casos, en su conmutación. Y nada de esto quiere ofrecer la idea de que el tal Fernández, el autor confeso del expolio bibliográfico, no merezca un castigo, incluso uno ejemplar. Lo que no me cuadra es que la ejemplaridad sea caprichosa y no se expanda y afecte a otros asuntos que la merecen de igual manera. Que los altos cargos de la Iglesia se enciendan como lo han hecho y no contemplen, ay, la posibilidad de un perdón, término que, a poco que lo piensa uno, no deja de ser intrínsecamente cristiano. 

Está España en llamas, como cantaban en sus buenos tiempos Auserón y sus amigos, pero le arriman combustible para que el espectáculo flamígero, tan vistoso, de tan probado poder hipnótico, distraiga y la amable concurrencia (el vulgo, la grey, la desalentada ciudadanía) no se levante en armas, no tome la calle más de lo que lo está haciendo, no incurra en la secreta voluntad de poner esto en orden. De momento no se advierten movimientos esperanzadores. La desafección es ya enfermiza. Estamos, a lo visto, confortablemente insensibles. Eso lo cantaba Pink Floyd. Al desencanto, cuando nos oprime más de lo que esperábamos, le ponemos letra y música y lo hacemos canción. Es la forma en que nos libramos del peso en el pecho: ese es el modo en que exorcizamos al bicho cabrón, el que nos devasta ahí adentro, impidiendo que la respiración fluya con normalidad, haciendo inviable que el corazón lata con armonía. Somos un país de corazones destrozados. Como si con el país en el que vivimos tuviéramos una aventura sentimental y de pronto (o no tan de pronto) los paseos de la mano y la cosa venerea se hubiese trocado en un riña de gatos en la que cada uno a su manera, encogiendo el hocico y sacando uñas, pugnase por hacer valer su terreno. El mío, entre códices, burlas a la opinión públicas, tibiezas de la Justicia y efectos perversos del sistema de recortes, está atrincherado, a la espera de aires nuevos, que no sé dónde están, por otra parte. No sé si estoy bien informado o todo lo que me encuentro es pura distracción. Si me estoy convirtiendo, a fuerza de contemplar escándalos y tragar palabras de corruptos, en uno de esos insensibles que ahora gustan tanto en el cine. Ah eso es, los zombis. Zombi puro, zombi todavía con un puntito de interés por ver luz y que la luz, como en la poesía de Cernuda, lo abrase todo y a todos ilumine. Que venga la luz. Que abrase todo. Que nos ilumine. A oscuras estamos. A tientas nos movemos. Solo nos queda la triste cuenta de twitter para airear nuestras dolencias. 140 carácteres por jodienda. Pero ya digo, las llamas, observadas en detalle, bien cerca, a salvo de que quemen, lo que hacen es atontar, emvuelven a quien se deja arrastrar por su hechizo en una nube límbica, en una perfecta cápsula de salvación espiritual. Hipnotizado, se vive mejor. Da igual. Es mentira. No se tiene siempre el día bueno. La tos, la infame también, me está reventando el pecho. De eso, de anchuras pectorales, ando bien servido. Quizá por eso, en mi inocencia, me sale el corazón grande y un poco tonto. Nada de lo que preocuparse. Nadie me está mirando. Yo soy el que, perplejo, mira. Esto que barrunto será uno de los fuegos de artificio de las alergias (las reales, tangibles) que padezco.

15.5.13

Ground control to Major Tom...




Aquí todos flotamos, pero en el espacio exterior se flota más. A Chris Hadfield le han colocado el mejor de los escenarios posibles para que interprete una canción sobre la odisea del hombre en las estrellas. O ha sido al revés y todo ha sido un meticuloso plan cuyo cierre ha sido esta representación. Quién dice que la canción de Bowie (Space odditty) no fue originalmente creada a este fin y ha estado larvada, creciendo entre los fans, pero pacientemente a la espera de que un astronauta lo suficientemente sensible (Hadfield) la haya aireado y sea (ay) trending topic o, mejor expresado, space trending topic. 

Los astronautas comparten con los buzos cierta negación de lo real o incluso una inclinación natural a refugiarse en la soledad. De esas dos ideas nace mi fascinación por ambos oficios. La ciencia-ficción nos ha enseñado que es en las estrellas y debajo del mar en donde podría subsistir la civilización, empujada al caos por la demografia salvaje y por la belicosa animadversión que nos tenemos unos a otros.. En todo caso, a cuestas con la experiencia, el suelo firme ya ha cumplido su cometido y se ha quedado lamentablemente corto. Solo falta que los de la ciencia de verdad, los que rubrican el progreso con sus avances, den con la cápsula de contención apropiada para que fundemos un reino bajo el mar del que el capitán Nemo se sintiera orgulloso. Lo dirían así: provenimos del mar y al mar volvemos. Y si es el espacio nuestra casa del futuro lo dirían de un modo similar: provenimos del cielo y al cielo volvemos. Todo depende de que miremos desde el corazón (en donde reside la fe y la creencia en un mundo más allá de éste) o desde la cabeza (en donde la razón maquina sus tautologías y todo es un esfuerzo por desmontar los argumentos del corazón). El caso es que a mí todo esto me suena a vaticinio. No porque nos ensarcemos en una batalla absoluta de la que no salga nadie sino porque el ser humano es un bicho inquieto y precisa de estos estímulos domésticos para no aburrirse en demasía. Supongo que será el aburrimiento el que ha lanzado a Hadfield a montar el número de Bowie. Bendito aburrimiento. Nunca se cantó mejor la odisea espacial del Duque Blanco. Ni en los conciertos de Ziggy ni en los tugurios de Berlín en donde Bowie entretuvo a sus más íntimos, e imagino (mal pensado que soy) con qué refinadas artes. Mi día se ha alegrado. Que les vaya bien el suyo.
 

14.5.13

Bendito Bombay Blues




Hay un vicio pequeñoburgués que me encanta: el de la sobremesa con el café, la bandeja de pasteles o la bebida larga, escuchando agradable música de ambiente, charlando animadamente con los invitados, adquiriendo ese achispamiento inocente desde el que envalentonarse y hablar con la lengua más sucia, con el cerebro más resbaladizo, como queriendo expresar lo que, en otras circunstancias rebajadas de alcohol y de alegre camaradería, nunca expresaríamos. Es ése el momento en el que comprendo cosas que antes me estaban privadas. No asuntos de los demás, en los que no entro salvo que me reclamen, sino míos propios. Suele pasar que todo ese deslumbramiento psicológico, de hallazgo y de placer repentino, se pierde conforme los efectos del bendito bombay decrecen. Como si fuese todo un sueño y el despertar liberase las palabras trabajosamente amasadas. Como si me desprendiera del peso útil y quedara, como suele, el fardo torpe. 

13.5.13

Lecturas submarinas, lecturas celestes



 Dibujo: Slawek Gruca


No he leído nunca bajo el mar, pero no me han faltado ganas. No imagino otro refugio más placentero. Uso placentero en el sentido de placenta y de placer, de lugar en el que aplazarlo todo. Lecturas anfibias, textos submarinos. No he encontrado ninguna imagen en la que un astronauta, izado bien arriba, lea en la oscuridad primordial del espacio exterior. Lecturas siderales, textos celestes. Como ninguna de estas figuraciones de mi extravagancia libresca cae en lo razonable, leo en dondo suelo, que practicamente es cualquier lugar en donde haya un libro a mano y ganas de leer. Anoche, amodorrado, empastillado a causa de una alergia de caballo, leí a bocados, abriéndoseme y cerrándoseme los ojos, ocupado en no dormirme del todo, sintiendo que las letras pesaban y el libro (Los objetos nos llaman, Juan José Millás)  pesaba y el aire, alrededor, me hundía. Alguien me dijo el otro día que si la lectura era buena no se dejaba vencer por el sueño. Qué templaza. Qué gobierno del ocio. El mío es muy de arrebatos. El único problema de leer cuando el sueño te ronda es que se puede caer el ebook. Mi buzo, el de Gruca, no puede leer libros electrónicos bajo agua. Es una situación a la que la tecnología todavía no ha dado salida. El problema, no obstante, en el bendito libro físico,en el tangible, es cómo pasar las páginas con esos guantes. Me voy a trabajar.

9.5.13

“They can work with Satan while they dress like the saints”






Le tengo a Bowie el afecto que no le tengo a otros que me entusiasman lo mismo. De ese afecto nace una benevolencia hacia que lo hace, que casi siempre es bueno. De la benevolencia surge una minusvalía emocional que me impide seriamente ejercer con ferocidad la crítica de su trabajo. No entro en eso por lo de las piedras y el tejado propio, ya saben. Lleva este caballero acompañándome toda la vida y hay canciones suyas para casi todas las cosas importantes que me han sucedido. Por eso no he volcado en esta página de mis vicios una reseña que hice sobre The next day, su estupendo nuevo disco. Me lo impidieron cierto pudor y la idea de que nada que yo pudiera decir iba a aportar absolutamente nada. A lo que no me sustraigo es a no dejar caer por aquí, vía Vevo, el videoclip de la canción que da título al álbum. Las condiciones de uso del Youtube han provocado que sea retirada. Lo de siempre: hay sacerdotes lascivos, mujeres estigmatizadas, monjes aplicándose generosas raciones de alegre flagelo y altos cargos de la Iglesia a pie de barra de lo que parece un nightclub en blasfema comandita y el Mesías Bowie, impecable, emulando a Jesucristo, platicando a los fieles, concediéndoles la gracia de su talento y de su (hasta hoy al menos) absoluto dominio de los medios. Hoy no hay ninguno que no cuente que Bowie ha sacado disco nuevo y que el video que lo promociona es irreverente. De la irreverencia ha vivido este señor durante cinco décadas. A estas alturas, en este tramo de la historia, Bowie es en sí mismo un pequeño dios de lo suyo, un híbrido entre lo celestial y lo pedestre, un maestro de ceremonias perfecto que ha sabido como pocos salir de un siglo y entrar en otro y no perder en modo alguno la tenencia del talento. Lo tiene a destajo, aunque haya tenido épocas oscuras, batacazos mayúsculos y excentricidades. The next day es ambición pura y el primer disco, encima excelente, después de diez años en donde solo hemos tenido un doble en directo (Reality) que no fue tampoco nada del otro, excepción hecha de una versión sobresaliente de una pieza favorita de este cronista (Loving the alien). ¿Que los católicos americanos están enfadados? Pues eso está estupendo. El histrión está de vuelta. Que no tarde otros diez años en sacar un buen disco, en enfadar a los católicos americanos (y a los que en cualquier otro lado se duelan por la imaginería de su obra) o en hacer una gira, aunque haya dejado de ser (como el mejor Peter Gabriel) el mejor showman del mundo.






6.5.13

Las puertas del espíritu



                                                                                           Fotografía: Joaquín Ferrer


Creo que nunca he entrado a una iglesia con el propósito de que la visita me iluminara al modo en que otros, creyentes, lo hacen. Sé que las veces en que he entrado lo he hecho con absoluto respeto. Estoy iluminado por otras vías y carezco de la sensibilidad o de la voluntad de que la religiosa me alcance. No es una idea dogmática ni pretende tampoco ser hostil. Comprendo a quien cree y me comprendo a mí, descreído y descarriado, huérfano de la luz de la fe, pero conmocionado (a veces) por la belleza estética que los asuntos del alma ha deparado al goce artístico. Uno irrenunciable consiste en contemplar el postramiento de los que, ante la imagen de sus símbolos, se extasían, embebecen y, en última instancia, en casos de verdadera comunión mística, pierden el sentido terreno de las cosas y, a la manera clásica, adquieren estados del alma a los que los incrédulos jamás llegaremos. Yo, al menos yo, les envidio. No entra en mis cálculos abrazar la impostura y provocar lo que, de seguro, no querría, pero a medida que me voy haciendo mayor, conforme uno va viendo y entendiendo, caigo en la cuenta de que la fe (con independencia de los oligarcas que la conducen o malconducen) llena rincones del espíritu que, sin ella, estarían vacíos. Ah, sí, claro, uno puede llenarlos con otros menesteres, y hasta podría nombrar un ciento que lo hacen discreta y eficientemente, pero ninguno del calado del milagro de la fe. No sé si puertas adentro está la luz o está la oscuridad. Sé, con seguridad, que afuera están las dos, así que no hay que extrañarse que en el interior de los templos también estén ambas. De estos días de exaltación o fervor popular, de lo que perdura cuando acaban, me quedo siempre con el público, con los que se tiran a la calle a contemplar a sus santos. De hecho, anoche al pasar la talla de la Vírgen de mi pueblo, sin descuidar el aprecio de su imponente paso, observé con esmero las caras de quienes, a mi alrededor, la contemplaban. En ellos estaba la fascinación de la fe. Bueno, en realidad, no en todos. Había quien comía pipas y escupía las cáscaras a pie de palio, quien charlaba desaforadamente a la misma vera de la cuadrilla de santeros, quien ignoraba absolutamente las más elementales normas de conducta y de respeto. Algo parecido cuenta mi amigo Rafa en su blog. Supongo que no a nadie se le ocurrirá llevarla la contraria: constata fehacientemnete un proceder, una manera de hacer las cosas, y lamentablemente así suceden a veces. Con lo fácil que es no acudir a estas cosas y quedarse en casa o llenar la barra de un bar o pasear las calles aledañas, evitando el tumulto y las estrecheces, pero manda el espectáculo, y el público, incluso en las cosas solemnes, en las tradicionales, siempre lleva razón. Eso será. Y si eso lo digo yo, a fe mía falto de fe alguna, carente del apresto espiritual que me haga contemplar con otros ojos esta exuberancia estética, ¿qué pensarán los que, bien al contrario, sí que creen y se toman estas cosas con la mayor de la seriedad?

3.5.13

Qué bien contada está España


Confía uno en que algo de lo bueno de lo que había antes del crack se restituya cuando el crack acabe, si no íntegra, sí al menos copiosamente. En ese confianza, en la peregrina idea de que el crack no va a ser eterno, contemplo las noticias en la televisión, las escucho en la radio y las leo en prensa. Lo de ayer (creo) fue la idea de vaciado. Algunos en una emisora, encantados de conocerse y de escucharse, agotaron el concepto de vaciado aplicado a España. La política la está esquilmando, decían. Los políticos la están vaciando, añadían otros, en un coro griego de los que Woody Allen deconstruye para sus gracietas modernas. Más tarde, en televisión, Elena Valenciano, la del PSOE, acude a otra imagen de pura extracción orgánica, primordialmente líquida ésta: a España la están desangrando. Son de verdad gente curiosa, los políticos, los contertulios. Es una teatro curioso el de las opiniones en materia política. Con qué pompa las escenifican. Qué exquisito esmero procuran en su recitado. De esta nueva raza, a poco que se mancomunen y redacten unos buenos estatutos de filiación, saldrá un país igual de perdido, pero maravillosamente narrado. Al narrar un país, su ocaso o su izado, se le abastece de un épica, se le confiere una dimensión mágica. Como si el objeto narrado (el país mismo) se devaluara como territorio tangible, sujeto a leyes, evaluado en los foros internacionales y unido en ocasiones en las botas de Iniesta, y se convirtiera en un territorio mítico, de naturaleza etérea, libre de sufrir padecimientos reales, únicamente vulnerable en la ficción. 


Agradezco al azar, que me hizo un sencillo maestro de primaria y no un estudioso de la economía, mi absoluta capacidad de fascinación. Me entusiasmo con poco. He aprendido a sacar de donde no hay, a encontrar placeres en donde no pareciera que los hubiera. Viene este permanente asombro mío de perlas en la observación de la realidad, pero sobre todo en la de la realidad que proporcionan los medios. Estoy narcoconforme. Vivo en una anuencia permanente. No me tambaleo si veo la sangre de mi patria verterse costado abajo. No me hundo si observo cómo la vacían. No es que ande yo insensible. Es más bien un cierto estado de aturdimiento. Aturdido, se vive mejor. La trama que sigo (los bancos, los corruptos, las estadísticas, los escraches, la crispación en general con la que todo se conduce) ofrece la dosis exacta de ficción para que yo no la sienta como algo real y preocupable. No hay didáctico en esto que cuento. Es triste, bien mirado. Tal vez es éste el fin que persiguen: el de situarnos en la butaca, amarrarnos convincentemente a ella y proyectarnos la rutinario relato de los desastres; el vértigo lógico de los daños, los directos y los laterales, y la sensación ya completamente dulce y asumida de que el crack, sea lo que sea eso, no hará un destrozo irreparable y volverán los buenos tiempos. De lo que no tengo duda alguna es de que todos estos que narran la debacle no se irán de sus púlpitos. El políticos no reelegido se hará contertulio. El contertulio no renovado se hará político. En ese plan viscoso, visceral, viscoso... Mientras tanto, a pie de escenario, aquí el público, sufriendo, sintiendo en carnes propias cada mandoble que se hunde en el pecho del protagonista, comprendiendo que todo es una representación y que la función echará el telón y abandonaremos morosamente el teatro. Luego está el lado contrario: el que no acepta el rol de público, el que no consiente que lo narcoticen, el que desoye la admonición del augur y sale a las calles y pide a gritos que pare el vaciado, el desangrado. No tiene por qué ser un hijo de la patria, pero seguro que será un padre de sus hijos, caso de que los haya. Seguro que estará inmunizado a la retórica y no habrá caído en manos del show business. El mercado es el ogro, por supuesto. Esa es otra argucia de los que mandan: dar nombre al mal, desviar la atención, orientar el foco a otro lado, hacer ver que la historia sucede en otra parte, que nosotros somos también espectadores, que la trama no nos incumbe, aunque nos esté vaciando, desangrando, convirtiendo el país en un parque temático. Lo que importa es que todo esté bien narrado.

Kafka dentro de mi cabeza




Para lo que no se está preparado es para el dolor: el extremo te aturde, te avisa de la distancia que existe entre el la vida y lo que la acosa, y esa distancia es infinitesimal: el dolor es un festejo del mal y un tara inútil con la que certificamos nuestra naturaleza falible, ínfima, imperfecta, y tal vez sea mejor que nos gobierne toda esa fragilidad física porque el dolor carece de metafísica. Es un trallazo, una bomba de relojería alojada en los bucles del alma o en las blondas abismales del puñetero ADN. En la forma en la que uno afronta el dolor se muestra mucho de lo que somos. El dolor es un paisaje que el cuerpo inventa para desheredarnos del entusiasmo razonable de vivir. El dolor, contrariamente a lo que pueda pensarse, a pesar de tener vínculos científicamente probados, no tiene nada que ver con la muerte. Se puede morir uno dulce y mansamente sin que una sola brizna de dolor se acuartele en el cuerpo saliente. Y nos educan para temer a la muerte, pero no hay una pedagogía del dolor. Un amigo mío, al que ya no veo, decía que tenía a Kafka dentro de su cabeza cuando le dolía. Está bien como imagen, pero pensándolo, me duele más, Juan.

Las religiones incluso lo avalan como tratamiento contra los excesos mundanos. Ya sabemos que la fe es un potente afrodisíaco mental, una pastilla de gozo puro que espanta la bestia políglota que nos revienta por dentro. Hoy pensé en todo esto mientras que el dolor se hospedaba, soberbio, una pizca cabrón, en mi cabeza y me contaba historias antiguas, transmitidas cromosómicamente, desde la fiebre primera de los tiempos hasta la de ahora, la que me oscurece. Porque el dolor oscurece, achanta, torna a gris lo antaño alegre. Sabe uno, no obstante, los prodigios de la química. Se administra unas pastillas y regresa, eufórico, el color. Se va el gris. Se desaturde el cerebro y se contentan los músculos.



El otro dolor, el moral, ése está más al día, nos invade con más frecuencia, se instala sin estruendo en el chasis, en el alma, en ese desprevenido refugio en el que somos limpios y nobles y razonablemente buenos. Y ahí estoy, confiado en que el dolor se aburra y huya como sepa sin que el rencor o el peso de la costumbre le fuerce el regreso y me vuelva a desocupar de mis vicios, que son casi lo que yo más quiero en el mundo. Del otro dolor, del metafísico de verdad, no hablamos hoy. De ése, del que tenemos noticias y que con incómoda frecuencia, nos visita cuanto le place, no diremos nada. Al fin y al cabo, hoy es viernes. Y las calles lo celebran con el sol y su ajetreo habitual. Desde aquí, a poco de ir al trabajo, la oigo en su trajín feliz.

2.5.13

Seguir sombras, abrazar engaños




Mientras que en la ligera sombra prospera el frío y los árboles desalojan el rumor de los astros y convidan al paseante a meditar sobre la mudanza de las cosas, fatigo las horas en esta pieza postrera, inclino mi voz y cuento lo que he visto. Al poeta se le encomienda el registro de los prodigios y yo he sido un escriba poco fiable. Es verdad que no ha pasado un día en el que no me haya acostado con mis sátiros lascivos y haya paseado las montañas que circundan la villa a la búsqueda de ninfas bellas y de rudos pastores. A mi verso han acudido las cosechas de los años y el vértigo del mundo. Ni el enjambre enjundioso de los días ni la alquimia arcana de las noches me ha robado una brizna del ahínco con el que he cincelado el tallo agreste de la palabra.

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Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...