31.12.16
2016 / Fin
Tengan hoy ustedes una noche antológica, una noche sublime, una a salvo de la pesadumbre, una con colmo de júbilo, una festiva hasta el desmayo, una que no deseen que acabe, pero no caigan en el error de olvidar el mañana, el día que se cierne con todas sus luces, también con sus sombras; el año que entra con su vértigo y con su fiebre. Esta noche, no obstante, desfóndense. No sean tímidos en nada, no flaqueen en nada. Sean felices sin otro dios que les guíe que el recurrido Epicuro: que él sea el aliado.
Miguel Brieva, el autor de la imagen que traigo todos los años, en esta fecha, a mi blog, se lo dice muy claro. El texto no cambia. Los últimos años entran a trompicones, amenazando con llevarse todo por delante. Así que hoy, si pueden, bailen, beban, no escatimen ningún entusiasmo. Volvemos mañana. Pongo aquí, a modo de despedida del año, el agradecimiento por las atenciones que le han deparado a esta página en la que vuelco mis júbilos y mis desconsuelos, en donde me explico el mundo e invito a que se me acompañe. Gracias por las entradas, por las muchas visitas, por los comentarios, por las adhesiones en el facebook, en el twitter, en todos esos escaparates en donde, como decía Cortázar en Rayuela, andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Así que sean felices, ustedes y los suyos, los del goce perpetuo al saberse en el mejor de todos los mundos posibles. Sean felices sin interrupción, prueben y verán que sienta bien.Eso dicen,
30.12.16
Cuatro cuentos navideños...
Hace unos días volvimos a hacerlo. Años después seguimos buscando a George Bailey en Bedford Falls. La idea de escribir unos cuentos navideños (con su coda en forma de canción) es una de esas costumbres irreemplazables con la que festejamos la amistad. Siempre suelo dejar por aquí el comienzo de mi cuento a modo de invitación para que el amable lector encuentre los otros. El mío de este año sigue los pasos de un sicario teológico en la gran ciudad. Ya han pasado unos días y les he dado buena lectura a todos. Aseguro que son muy buenos. Mi historia, a decir de mi amigo Pedro, no es enteramente navideña, pero creo que hay por ahí un cierto espíritu de fraternidad universal y hasta hay indicios fiables de que los milagros existen. A pesar de lo que dicen sus autores, son buenos de verdad.
1
El diario de los muertos
Leí una vez que Dios te mira desde los ojos de un perro. Por eso nunca mato si hay uno delante. Lo hago sin pudor y lo hago bien. Uno sabe su oficio, reconoce el lugar, se lo piensa mucha veces antes de mandar al infierno a alguien y luego lo envía allí. Ahí acaba mi trabajo. Luego viene el suyo, el de Dios. Los dos nos entendemos a nuestra manera. Todos los muertos que le he enviado, todos esos sacrificados a los que no se les cruzó un perro, fueron mi contribución a la población celestial. Dios decide luego si los acoge o las manda al diablo. Por insólito que parezca, concilio bien el sueño y no tengo pesadillas. A veces la voz de Dios se me cuela en el oído y me susurra cosas que luego no sé recordar, pero no me despierto con el corazón desbocado, ni tengo la sensación de que me reprende o me sancione. Creo que cuenta conmigo para que limpie la tierra de pecadores. Al final, cuando no tenga fuerza o no confíe en mi eficacia, me ofreceré yo mismo, le diré que estoy dispuesto o no cruzaré palabra con Él, tendrá asuntos de más importancia, y me presentaré a sus puertas, le diré que haga conmigo lo que convenga y aceptaré lo que diga sin un mal gesto. Estarán todos mis muertos encantados con recibirme. Me harán entretenida la eternidad, pero si todo se conduce como espero y el buen Dios me sienta a su derecha, seré dichoso y no habrá nada de lo que me arrepienta, ni muerto que me angustie. En la espera de que llegue ese momento, sigo haciendo mi trabajo. Sólo evito a los perros. Me da pudor que Dios me mire desde sus ojos. De hecho, me preocupa la idea de que no sean sólo perros. (sigue aquí)
28.12.16
The OA / Otra impresión
(Puede contener pequeños spoilers) Cosas que están bien y que están mal al tiempo. La creencia de que no podrás defender ante los demás los vicios que tienes por mucho que los conozcas y por mucho (también) que hayas pensado cómo hacerlo, de qué manera explicarlos. No se puede sostener con firmeza que uno sea bueno todo el tiempo. Somos buenos y somos malos. La posible belleza que portamos flaquea y se aparta y, cuando menos la esperamos, acude y se queda. The OA, en la que sigo, plantea que existan otras dimensiones. Que los que están a punto de morir reciben información del más allá que puede hacernos acceder a alguna de ellas o a todas. Que la humanidad es, en esencia, buena, aunque el mal planee las ciudades y haga su campaña por desbaratar la armonía. Es posible que la serie entera hable de la armonía. Como si fuese una oración de ocho episodios. Sólo que no hay un dios al que interpelar, ninguno con el que conversar. La espiritualidad es hueca: lo que se cuenta es una doctrina antiquísima en la que una especie de secreto se va expandiendo. Si vivimos en una dimensión de entre muchas es posible que cualquier día colisionemos con una muy próxima. Leí un cuento hace tiempo en el que alguien sostenía que los sueños eran ese limbo doméstico en el que se unen todas las que cosas que se rechazan. Anoche yo vi ciervos en una especie de enorme instalación deportiva. Pastaban sin hacerlo. Los recuerda hocicar, masticar sin que nada hubiese en sus bocas. Si nos dedicásemos a contarnos a diario los sueños que hemos tenido compondríamos un mapa más o menos fiable. The OA propone una cartografía, un modelo, un sistema de acceso al más allá. Lejos de ser ciencia-ficción al uso, su patrón es plenamente romántico. Todo es una gran historia de amor. El Ángel Original de Prairie y el héroe homérico. La épica, sin embargo, es casi nula: no hay batallas que se venzan, reinos que se conquisten. Los personajes son piezas de una trama a las que se entregan con agradecimiento. Intervienen porque están fascinados por la historia que les cuenta Prairie cada noche. Como una Scheherezade que sabe que su final está cerca. La historia que han trenzado Brit Marling y Zal Batmanglij es mística y no lo es a partes iguales. Deja una puerta abierta a que concurran atenuantes más prosaicos. Se le ve a veces una especie de decaimiento, un no querer avanzar más. Por miedo a quedarse en el aire tal vez. Por pensar que nadie se prendaría de un experimento narrativo. Los premios y las audiencias manejan otros estándares. He dicho estándar y me ha dado un crujido interno. Como si nombrara al mismísimo diablo, pero esa es otra historia y no hace falta ir a otra dimensión para contarla como merece. A mi amigo Mycroft, que no ve a Stephen King por ningún lado, le daré argumentos para seguir discutiendo en el hilo privado. Seguro que sí. Los ciervos están de camino. Queda un poco de pasto en el polideportivo.
27.12.16
The OA / Primera impresión
The OA no nos dejan alternativa: o entramos en el juego o nos quedamos insobornablemente fuera. De hecho, pensando en si recomendarla o no, he decidido no hacer ni una cosa ni otra. No diré qué me pareció o las razones por las que pediría que no se la perdieran. No es que no vaya a dejar aquí spoilers: es que no haré nada a favor o en contra de que se le dé una oportunidad. Si hay segunda temporada, como acabo de leer, la devoraré, pero no importa que la cancelen. Me satisface lo visto, me fascina lo que me han enseñado hasta ahora. Con diferencia, es la serie más adictiva que he visto. No porque sucedan muchas cosas y todas te atrapen. No porque el guión sea un prodigio narrativo. Hay decenas de series que defendería con más ardor que The OA. Lo que no tiene ninguna de ésas que adoro es la extravagancia de ésta. Ninguna se acerca al grado de delirio colectivo que tiene The OA. Tendré tiempo de asimilarlo todo y es posible que me aclare más adelante. Escribir hace que todo se despeje un poco. Ahora está todo ahí bien guardado. Prairie es un ángel, uno de ellos. No siendo una historia de amor, no lo es, de verdad que no lo es, he visto pocas historias que estén impregnadas de tanto amor. No siendo una historia de ciencia-ficción, no lo es, no al menos de un modo académico, he visto pocas historias que tengan ese vuelo fantástico, ese trasegar entre lo místico y lo policíaco. Se rinde uno ante la rareza. Piensa que la verdad es extraña también. Y no deje de rondarme la cabeza de que podría haberla escrito Stephen King. Será porque ando metido en faena con su Quien pierde, paga. Es muy grande King, ahora que lo pienso, verdad, Antonio? A ti te encantará The OA. Dile a Alberto que te la agencie.
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1
Lo bueno de que pase un año es que no sepas si ha sido el mejor o el peor que has pasado. Se vive bien sin pensar tanto. No conviene hacer balances, inventariar lo que se ha hecho o lo que se ha dejado de hacer. Al calendario se le da más importancia de la que tiene, pero a veces, según se tercie, me da por pensar en todo lo que estaría bien hacer y no hago. Una idea lleva a otra y me conforta saber que hay otras a las que me aplico con diligencia, de las que me valgo para ir ocupando los días y conciliar el sueño con la convicción (más o menos firme) de que todo ha ido bien y que mañana toca repetir. No se me ocurre ningún balance que importe. Los que compongo en la intimidad, los que no se airean, no me importunan, casi concluyo que me agradan.
2
Hace pocos días le envié a mi amigo José Antonio mi pequeña contribución a su post de cuentos navideños. Hoy he tenido un rato para leer los de los demás (son cuatro) y releer el mío. Anoche me enchufé dos sesiones de cine clásico. Volví a ver Al rojo vivo y Qué bello es vivir. Sesión doble. Me acosté con la felicidad de quien hizo lo que debía. Como si en ese momento, en esas cuatro horas de cine, no tuviese otro oficio que ver cine. Como si antes y después no hubiese nada que me importara o nada que me tuviese que importar. Se tira uno una parte considerable de la existencia haciendo lo que demás esperan. Considerada esta afirmación en profundidad, produce pánico. Hay alivios disponibles, modos de vencer el vértigo. Uno de los más eficientes es la literatura. Leer da un consuelo inmediato y duradero. El asunto de la escritura es complicado. Creo que ya no es posible escindir de mí al escritor. Tampoco haría falta, no habría motivo. En alguna ocasión me he decidido resueltamente a dejar de escribir, pero nunca se me ha pasado por la cabeza renunciar al cine o a las novelas.
3
Todo lo que le dije que haría y no he emprendido no me atormenta. A mi amigo K. se le ocurrió en cierta ocasión la idea de que yo podría recluirme en la habitación en la que escribo y no salir jamás. Dijo, sin que yo advirtiera traza alguna de broma, que podría existir ahí dentro, feliz y completo, rodeado de todo lo que sabía que me hacía feliz. Una especie de búnker, dijo. Creo recordar que escribí un cuento sobre eso. Alguien que decide refugiarse en su casa y cerrar todo contacto con el exterior. Leer de nuevo al capitán Ahab y ver ballenas blancas en sueños. Escuchar a Bach hasta que notas que estás llorando. Escribir la novela aplazada largamente. Hoy no haré ninguna de esas cosas recomendables. Saldré a la calle, tomaré café en un bar, pasearé mi pueblo. Hasta puede que mire los escaparates por si veo algo hermoso que regalar. A mí siempre me ilusionó que me regalaran discos y libros.
Lo bueno de que pase un año es que no sepas si ha sido el mejor o el peor que has pasado. Se vive bien sin pensar tanto. No conviene hacer balances, inventariar lo que se ha hecho o lo que se ha dejado de hacer. Al calendario se le da más importancia de la que tiene, pero a veces, según se tercie, me da por pensar en todo lo que estaría bien hacer y no hago. Una idea lleva a otra y me conforta saber que hay otras a las que me aplico con diligencia, de las que me valgo para ir ocupando los días y conciliar el sueño con la convicción (más o menos firme) de que todo ha ido bien y que mañana toca repetir. No se me ocurre ningún balance que importe. Los que compongo en la intimidad, los que no se airean, no me importunan, casi concluyo que me agradan.
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Hace pocos días le envié a mi amigo José Antonio mi pequeña contribución a su post de cuentos navideños. Hoy he tenido un rato para leer los de los demás (son cuatro) y releer el mío. Anoche me enchufé dos sesiones de cine clásico. Volví a ver Al rojo vivo y Qué bello es vivir. Sesión doble. Me acosté con la felicidad de quien hizo lo que debía. Como si en ese momento, en esas cuatro horas de cine, no tuviese otro oficio que ver cine. Como si antes y después no hubiese nada que me importara o nada que me tuviese que importar. Se tira uno una parte considerable de la existencia haciendo lo que demás esperan. Considerada esta afirmación en profundidad, produce pánico. Hay alivios disponibles, modos de vencer el vértigo. Uno de los más eficientes es la literatura. Leer da un consuelo inmediato y duradero. El asunto de la escritura es complicado. Creo que ya no es posible escindir de mí al escritor. Tampoco haría falta, no habría motivo. En alguna ocasión me he decidido resueltamente a dejar de escribir, pero nunca se me ha pasado por la cabeza renunciar al cine o a las novelas.
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Todo lo que le dije que haría y no he emprendido no me atormenta. A mi amigo K. se le ocurrió en cierta ocasión la idea de que yo podría recluirme en la habitación en la que escribo y no salir jamás. Dijo, sin que yo advirtiera traza alguna de broma, que podría existir ahí dentro, feliz y completo, rodeado de todo lo que sabía que me hacía feliz. Una especie de búnker, dijo. Creo recordar que escribí un cuento sobre eso. Alguien que decide refugiarse en su casa y cerrar todo contacto con el exterior. Leer de nuevo al capitán Ahab y ver ballenas blancas en sueños. Escuchar a Bach hasta que notas que estás llorando. Escribir la novela aplazada largamente. Hoy no haré ninguna de esas cosas recomendables. Saldré a la calle, tomaré café en un bar, pasearé mi pueblo. Hasta puede que mire los escaparates por si veo algo hermoso que regalar. A mí siempre me ilusionó que me regalaran discos y libros.
26.12.16
El año de la poesía
Alivia la poesía. Creo que casi nada como la buena poesía para que te sientas nuevamente en armonía con el cosmos. Hay poemas que confortan como sólo el amor sabe hacerlo. Poemas en los que de pronto encuentras un sentido a la existencia. De no existir la poesía, no habría mundo que girase. Son los poetas los que han hecho que prosperen las civilizaciones y se enseñoree la belleza. Todos somos poetas, aunque no lo apreciamos a diario, ni haya evidencias tangibles de que es poesía lo que hacemos. Somos poetas y somos teólogos. Un poco de lo uno y de lo otro o ambas cosas juntamente. Dios, en cierta medida, es una especie de poeta de lo etéreo. La creación que se le atribuye sólo puede encuadrarse en un poema. Todo lo que se lo ocurrió (y ya saben que en tanto poco tiempo) es cosa de poetas. Un novelista no podría crear el cosmos. Se le iría de las manos, se expondría a que un hilo de la trama quedase sin afinar o que todos, a su manera, se malograsen por una ambición desmedida o por no cuidar del estilo o de la sintaxis. Visto todo con perspectiva, Dios es un novelista. Lo hizo mal, no se esmeró, podía haberse empleado con más ahínco, no ponerse un horario, qué absurdo lo de los siete días y la necesidad de descansar después. El poeta, en cambio, está más cualificado. En estos días en que acaba el año, yo me quedo con la poesía, con Dios, con George Michael (Last christmas I gave you my heart...), con el desenlace tristísimo del Coro Ruso del que ahora, de fondo, hablan en televisión y con todas las metáforas que me consuelan cuando llega el caos y nos mira de frente. Ojalá Dios fuese un poeta.
25.12.16
Berg en Mahler
Berg escribió Lulú sin pensar en Mahler, pero a mí me recuerda a su séptima. No recuerdo cuándo escuché Lulú. Tampoco cuándo la séptima. Uno va olvidando las cosas. Quizá porque no son relevantes. Hay quien administra con mimo los datos. Cuándo hizo esto, cuándo lo otro. Si en el año mil novecientos ochenta y siete tuvo su primera revelación mística o en el ochenta y nueve encontró en otro cuerpo el verdadero sentido del cosmos. Soy de los que piensan que el cosmos está en los lugares más insospechados. No está ahí afuera ni está en los libros de los que entienden. Está adentro, en el corazón, en el alma, en todos esos lugares a los que los poetas les dedican su empeño. Ya no sé si soy un poeta. Si lo he sido a tiempo parcial, mientras desgranaba unos versos, o se es poeta a tiempo completo y todo agita el lado sensible. De la poesía tengo la impresión de que nos visita a su antojo y no hay manera de que podamos convenir que aparezca a voluntad propia. Uno trata de ordenar todo esto y desbarra. Será desbarrar el estado natural del que escribe. Uno escribe y el lector, el eventual o el cómplice, encuentra los significados. Ahora mientras que el lector lee este texto, sube la mirada y me encuentra arriba del texto, cuando debería estar debajo o dentro. El poeta tiene su periferia y el lector, la suya. Me hago estas consideraciones sin que las suscite propósito alguno. No deseo saber. Me conformo con no dejar de hablar. Dijo alguien que escribir era una forma de que no te interrumpan cuando hablas. Algo así. Hay quien se preocupa cuando hablo mucho y quien lo hace cuando no lo hago. K. me dijo que es bueno no decirlo todo, dejar algo, no exponerse en demasía. Por otro lado, sigo sintiéndome bien expuesto. Me lo reprendía mi abuela. No llames la atención, me recomendaba. Tú deja a los demás, tú observa. Eran esas o eran otras las palabras. No valieron mucho o han valido en parte, según las circunstancias o la incontinencia sobrevenida.
Ahora no me gusta Lulú. Hasta creo que en realidad no me gustó nunca. Me prestó un CD un amigo hace muchos años. Dijo que descansara de tanto jazz. De Mahler guardo querencia por ciertos pasajes, pero yo casi no tengo que ver con quién los escuchó entonces. Ya digo que voy olvidando las cosas. Unas más que otras. No somos quien nos precedió. No somos quien vendrá después. Es este presente impreciso el único asidero del que disponemos. Está el día haciendo que oscile su luz. Está la luz apartando las sombras. Luego viene la noche. La de ayer fue consoladora. Me venció el sueño muy tarde. Caí rendido como hacía tiempo que no sucedía. Como suele pasar, imaginé que el cansancio extremo me depararía sueños intensos, de los que no se apartan cuando abre la mañana. No ha sido así. No tengo nada que recordar, no hay ninguna imagen en mi memoria. A lo sumo un tren que se pierde en la distancia, pero no tengo la certeza de que esa escena la haya inventado mi deseo de que la noche no fuese en blanco.
24.12.16
Respeto, educación, cultura, sensibilidad
Un momento de los ensayos del coro de 500 personas en el Auditorio en una edición anterior de 'El Mesías' participativo de Haendel. Fotografía: Samuel Sánchez (El País)
Lo que no hay es respeto. No sé si andamos hacia el bien o es el mal el que toma cuerpo en la calle. No percibo en las conversaciones de los supermercados o en las tertulias de los platós de la televisión o en el congreso de los diputados que haya respeto. Ni siquiera, en ocasiones, lo siento cerca en la escuela, por más que los maestros batallemos a diario por integrarlo en los planes de estudio, en las programaciones de aula o en las competencias que nos hacen consignar como si no tuviésemos otra cosa que hacer o como si no supiéramos que en breve, en cuanto se les antoje, cambiarán a otro modelo, nos harán aprender nuevas claves y gastarán tiempo y caudales públicos en venderlo como la panacea que fueron los antiguos. Entiendo muy bien que William Christie, el director de orquesta, interrumpiera, en mitad de un aria, El Mesías de Haendel en el Auditorio Nacional de Madrid hace pocos días cuando sonó repetidamente el móvil de un asistente. Christie conminó al causante del incidente a que abandonara la sala y prosiguió con la función. Tuvieron suerte quienes estaban allí. En otras ocasiones, ha salido del escenario y ha dado por concluido el evento. Lo que irrita de todo esto es que una persona que de verdad ame la música clásica y haga el esfuerzo de pagar un buen precio por ocupar una butaca y dejarse conmover, aislado del mundo y de sí mismo, permita que suceda una cosa así. Da lo mismo que Christie tenga fama de gruñón y se le vean venir las malas pulgas a la mínima: puede hacer lo que venga en gana. Su trabajo consiste en restituir la música escrita en las partituras, en hacer que los músicos se ensamblen y la belleza prorrumpa. En lo que no puede intervenir es en la educación de quien asiste a lo que él ofrece. Leo que no sólo ha ocurrido en España, lo cual no consuela, pero advierte de un cierto estado de las cosas globalizado. Como si el mundo se estuviese viniendo abajo y nada importara lo más mínimo. Si somos capaces de permitir que sucedan las catástrofes terribles, no hay motivo para que nos preocupe un móvil en mitad de un aria.
No sé dónde está el respeto en el cine. A veces creo que todos deberíamos ser Christie y reaccionar enérgicamente cuando alguien, a título particular, por voluntad propia, estropea el visionado limpio de la película. A la sala grande del cine sigo yendo con la frecuencia que puedo, pero no hay vez en que no entre con la sospecha de que alguien malogrará esa intimidad absoluta que se produce cuando las luces se apagan y comienza la función. Las veces en que he padecido la cercanía de alguien que decide hablar o reír o atender de modo enfermizo su móvil me prometo no volver nunca y ver las películas en casa. Promesa que, por fortuna, nunca cumplo. En casa, perdido el romanticismo, elabora uno el escenario alternativo idílico y lamenta, al finalizar la película, no dejar la butaca, no salir del cine y no andar con la trama que hemos visto metida en la cabeza. Ayer, viendo Rogue One con mi hijo, sentí que no todo está perdido. Tuvimos la sensación de que las naves galácticas volaban el hiperespacio sólo para nosotros. Y pensé en Christie y en el móvil infame que hizo que, al menos hoy, todo el mundo hable de que El Mesías fue interrumpido en el Auditorio. En España se habla de cultura cuando le sale un roto, cuando su periferia (los móviles, la falta de iniciativas estatales, el IVA o la vida privada de quienes la trabajan) se hace visible. Seguimos mirando el continente más que lo contenido. Luego dirán que es la escuela quien debe procurar esa impregnación, la de la cultura, la del respeto, la del silencio cuando la belleza aparece. Somos muchos los responsables. No es, en exclusiva, la escuela. Yo, en mi aula, pido continuamente que mis alumnos escuchen con atención y pido, sin que todavía me haya sentido descorazonado o haya flaqueado mi voluntad, que se respeten entre ellos. El anhelo es el de evitar que los christies del futuro echen de la sala al insensible de turno. Porque es una cuestión de respeto, sí, o de cultura o de educación, pero sobre todo es una cuestión de sensibilidad. De haberla, no habría que hacer nada más. Ella hace que entremos en la sala con solemnidad y sintamos que lo que vamos a contemplar o a escuchar está hecho para nosotros y se le debe expresar un agradecimiento, aunque sea invisible. Da lo mismo que programen el Mesías de Haendel o Rogue One.
23.12.16
Dj's de blues
Esta mañana escuché un disco de Ten Years After, la estupenda banda de Alvin Lee. En cierta ocasión, en un pub en Priego de Córdoba, Antonio me refirió las bondades del blues que hacen los blancos. No hay vez que no escuche a Rory Gallagher, no son pocas, en que no huela el fondo del vaso cuando has acabado la cerveza. Esmerándose uno, percibe el aroma turbio de la nicotina en el aire y ve, en esa bruma casi onírica, el trasegar de los amigos. Algunos, ajenos al runrún del blues, se limitaban a soportarlo, sin dar a entender que les molestase; otros, impulsados por una suerte de estremecimiento ancestral, hacían mohines, se retorcían en un espasmo imaginario al que seguía otro más vistoso. Al término del baile, cuando se escuchaba el último estertor de las cuerdas de la guitarra de Lee o de Gallagher, volvían a una normalidad anómala, que producía extrañeza. Yo me sentía bien en los dos lados. A veces hacía como Joe Cocker en el escenario y movía los dedos en una guitarra improvisada; en otras, quizá atareado en una charla que me interesase mucho, me desprendía del halo eléctrico y me centraba en las palabras. Lo que todavía recuerdo es que no eran conversaciones como las que teníamos afuera. Dentro del pub, bendecidos por esa liturgia doméstica, el blues lo impregnaba todo. Hace tiempo que no voy de pubs de ese o casi de ningún otro modo. Son etapas (imagino) y ésa, tan feliz, se dejó atrás y se abrazaron las que vinieron, con igual consistencia, abriendo los ojos o las orejas a otras invitaciones, sobrecogidos por distintas influencias. Cuando comparto con los amigos una pista de baile, cerveza en mano, caigo en la cuenta de que no entiendo la música que hace que se brinque o que se contonee uno. La entiendo porque su función es la misma, pero no posee historia, no tiene dentro a gente chiflada como Rory Gallagher o Alvin Lee. Hace un par de noches, invadido por decenas de vatios bastardos, metido en faena, decidí desistir, renuncié a que una tromba infame de sonidos que no entiendo ni comparto hicieran que yo me desmelenase, verbo que hará reír a quien me haya visto en persona. Representé lo mejor que pude el papel de integrado y juro que de cuando en cuando, sin atender a si me sentía o no observado, me moví como si el mismísimo DJ me hubiese pedido que no me perdiera un solo compás. No hay DJ's de blues. O los que tienen inclinación se guardan, esperan el público cómplice, piden que alguien les escuche y entre en la homilía. Por lo demás, en lo dicho, queda la idea de que éste que subscribe no es proclive a exhibirse sin que se le arrime lo que le envicia, todas las cosas (las grandes y las pequeñas) con las que ha crecido y que le han hecho ser, para bien o para mal, el tipo que es. Más allá de estas consideraciones personales, el blues blanco no rivaliza con el negro. Mayall era muy bueno, pero yo suelo quedarme con John Lee Hooker,
22.12.16
Leibniz con Cutty Sark
A Alfredo Buenadicha, buena persona.
Una conversación de anoche con mi amigo Alfredo me hizo acostarme con la duda de si las mónadas de Leibniz son extensas o inextensas. No suelen ocurrirme estas cosas, pero es sabido que uno no gobierna lo que sueña y, en ocasiones, tampoco la vigilia ni que lo a ella le concierne. En un uno de los varios sueños que me asaltaron el mismo Leibniz, ataviado con una enorme peluca de época,gordo y con cara de satisfecho, me hablaba en latín escolástico o en alemán, según la intensidad de los argumentos. Por lo que entendí, en esa bruma dulce del sueño, las razones de peso, las enjundiosas, precisaban de la contundencia del alemán, su terrible maquinaria fonética, mientras que las divagaciones se manejaban bien con el latín. De cualquiera manera, como no conozco esos idiomas, me conformaba con ver qué gestos hacía Leibniz, y cómo se movía su peluca majestuosa. En un tramo de la escena, creí que, en lugar de ser el filósofo, era algún rey francés de la época, pero desechaba al momento esa sospecha porque una parte de mí se sentía relajada y feliz con el Leibniz, y además porque a mi amigo Alfredo, con el que sostuve una conversación sobre cristianismo antiguo y sobre dioses egipcios, le tira más un filósofo en su cubil que un monarca en su trono.
Hoy, nada más despertarme, la palabra mónada ha ido percutiendo en mi cabeza pasillo abajo hasta que esa efervescencia de índole metafísica se desvaneció completamente al entrar en la cocina y escuchar las noticias que mi mujer tenía puestas en la televisión. La realidad, la que preocupaba al bueno de Leibniz, con sus mónadas y su unidad y su caos, con su lleno absoluto y su vacío incoherente, desaparecían frente al terror de las bombas y la maldad de quienes las ponen. No sé qué me deparará el día. A poco que prevea, irá a saltos, como suele. A los momentos de plenitud les sobreviene una flaqueza inadvertida que, sin durar mucho adentro, precede a otra especie de estallido de jovialidad. Así van las horas persiguiéndose. De lo que no tengo duda es que esta noche no tendré la misma conversación, aunque me encuentre con Alfredo o quedemos y con un vaso de whisky en la mano, a la puerta de una gozosamente alargada comida de escuela. No siempre están a mano esas charlas deliciosas de dioses y de hombres, de santos y de pecadores. Es muy difícil llegar a ese acceso puro de verdad o de ontología o de misticismo encaramado a la bruma etílica o al sopor digestivo. En cuanto le vea, le hago retomar el argumento en donde lo dejamos. Creo que fue en la parte de los evangelios en donde empezaron a gestarse todas las metáforas. Los dos somos así felices. Carmen y Toñi no daban crédito. Creían que eran efluvios de los licores. No andaban alejadas. Qué sencilla felicidad de amigos. Ah, quedamos en que el próximo día le metemos mano a Schopenhauer.
19.12.16
Las palabras mágicas
Yo creo que no hay mejor sitio en el mundo para escribir una novela triste que un balneario para tuberculosos. La montaña mágica, la imponente obra de Mann, no habla de la tristeza; ni siquiera es un argumento secundario de entre los muchos que la cruzan. Lo que cuenta es la historia de la lentitud. También es un monumento al aburrimiento. No porque la novela sea aburrida, a pesar de que algunos tramos incomoden, deseemos que corran más aprisa, sino porque hace un estudio pormenorizado del tedio, que atenaza a todos los personajes, impregnando sus conversaciones. Sobran muchas de las que larga Settembrini, un vividor, un filósofo, un hombre de su tiempo y un coñazo, según uno soporte sus digresiones. Imagino que no hay personajes como los de Mann en la vida real, en la de las calles, en la de las terrazas de mi pueblo. Siempre pensé que la verdadera vida estaba en las novelas de los grandes escritores. De pequeño recuerdo que me llamaba la atención lo bien que hablaban los personajes de las películas. Las suyas eran conversaciones que yo jamás escuchaba en casa o en la escuela, conversaciones de una profundidad enorme. Todavía sigue esa fascinación, perdura la idea de que un personaje secundario de una película italiana de los cincuenta es capaz de formular oraciones que yo no sabría. En Deadwood, la imponente serie de la HBO sobre el nacimiento del Oeste americano, entre otros asuntos de más hondo calado, los personajes hablan como si les insuflara el mismísimo Shakespeare una brizna de su genialidad. Y el caso es que los escucha uno con absoluto asentimiento. No hay renuencia, no existe nada que pueda parecerse a un rechazo o una incomodidad. Gusta que los demás hablen bien. Se enreda la cabeza en la bondad de las palabras, se engolosina con los adjetivos o con esa especie de subordinación hipotáctica, de recorrido largo, que sabes dónde empieza y abres la boca mucho, por puro asombro, cuando adviertes dónde ha acabado. Pensé en las novelas tristes hoy, nada más levantarme, hace un momento. Será porque es lunes o porque ayer estuvimos todo el día en casa o porque no rige uno qué se le va a venir a la cabeza nada más poner el pie en el suelo, poco después de que la trompetería apocalíptica del despertador te robe de la felicidad consoladora del sueño. El de anoche es deliciosamente caótico. Es curioso: jamás usaría en la calle, en una conversación con un amigo, el adverbio deliciosamente matrimoniado con el adjetivo caótico. Sin embargo, una vez escrito, me agrada. Amamos la literatura porque amamos el lenguaje. Estamos prendados de que exista. No lo manifestamos, no vamos por ahí diciendo que amamos la lengua que usamos, pero es la verdad. Que el lunes vaya bien.
17.12.16
Viajes con K. / La literatura es una burla que se le hace al tiempo
Fotografía; Edward Norton
K me dijo: Uno está condenado a vivir una única vida posible. Que sea plena en experiencias, que se la premie con viajes o con amistades, con libros o con afectos, no rebaja la idea de que concluye o de que esa conclusión la rige el azar en cierta medida. El deseo de inmortalidad, tan antiguo, arrimado a todas las culturas, esgrimido como chantaje espiritual por casi todas las religiones, no palia esa orfandad de la que hablo. No es que debamos vivir eternamente; lo que sucede es que a menudo no tenemos ni idea de cómo vivir ni el transcurso de un sencillo y minúsculo único día. A mi amigo K. le fascinan estas diatribas existenciales. Desea, en el hondo fondo de su alma, ser cuántico. Dice que en la física cuántica puedes vivir varias vidas al tiempo o incluso sucesivamente. Puedes levantarte aquí y a media mañana estar en otro lado. Le hago ver que no hace falta la física avanzada: que yo ayer estuve en el transcurso del día en cinco o en seis lugares. Que a uno le siguió otro y así hasta que a eso de las dos de la mañana el sueño me venció y caí a plomo en la cama. Trato de hacerle ver que hay muchas vidas en cada una de las pequeñas vidas que creemos estar ejecutando. Este diálogo nos trae buenos ratos de cuando en cuando. A K. le gusta que se le contraríe. Basta un argumento que no le cuadre o un frase que no se ajuste a su manera de pensar. Hay que vivir adrede, le contesto. Saber qué sucede en cada momento. Ayer, sin ir más lejos, deseé estar en una fotografía que vi en un suplemento dominical. Luego busqué al autor y la alojé en mi blog. Estuvo ahí toda la noche hasta que esta mañana la he subido. Lo que no he logrado es que yo pasee esas calles de lo que, en lo que entiendo, parece Nueva York. En una vida cuántica quizá puedas estar en donde desees. Sólo tienes que pedirlo, dice K. Los libros son cuánticos, añado yo. Te permiten oler las hojas de hierba de Walt Whitman o visitar pueblos olvidados en una zona de costa pensada por H.P. Lovecraft. He leído algunos que me han hecho viajar tan lejos que no he deseado volver y otros que, estando muy cerca, me han hecho sentir muy lejos. Otros que no me han movido del sitio, pero sentí como si me explicaran lo que me circundaba como si lo estuviese viendo por primera vez. Hay libros cuánticos, pero también hay vidas cuánticas. Vidas que suceden como si fuesen libros o libros que son vidas tangibles y fiables. El tiempo, ah el tiempo. Es de lo que estamos hechos y lo que no podremos conocer nunca. La literatura es una burla que se le hace al tiempo.
15.12.16
Polvo, tiempo, sueño, agonía
Fotografía: Semana Santa (Cuenca, 1950) Nicolás Müller
En algunas fotografías importa más lo que no se ve. El ojo se afana más en imaginar lo que el fotógrafo oculta. En algunas novelas muy extensas que he leído todo conduce a que descubramos una realidad que no aparece en ninguna página. Hay días de los que recordamos algo que estuvo a punto de pasar o que sucedió y no lo percibimos o no le dimos entonces la importancia que luego cobró. De la vida, en ocasiones, se tiene la impresión de que nos guarda un acontecimiento extraordinario, uno que le dará un sentido o que la justificará ante nosotros mismos o ante los otros. Nos fascina lo invisible, nos conmueven las cosas que no vemos, todo lo que nos aguarda en la sombra o en el sueño o en la parte que no enfoca la cámara o a la que no pueden acceder nuestra mirada. La creencia en que no se muere uno cuando le abandona la vida se sustancia en esta voluntad de no conformarnos con lo tangible, con todo lo que la luz ilumina. Nos enredamos en la ficción que ofrece la literatura porque rinde la parte de la realidad que no es posible vislumbrar sin que otro nos guíe. Creemos en Dios porque es una especie de escritor absoluto. La suya es una novela infinita. Estas líneas que ahora escribo están en alguna parte de la trama. Yo, sin que lo advierta, soy un personaje. No importa que consienta participar en la historia, ni que me moleste que se me reclute sin mi aprobación. Lo que a mí me atrae de Dios es precisamente esa parte metalingüística, la semiótica, la posibilidad de que podamos fantasear y ejercer también de escritores absolutos. Como si, al inventarlo, le atribuyésemos una autoridad y, al tiempo, pudiésemos arrebatársela en cuanto se nos antojase. Toda la ficción literaria proviene de ese deseo íntimo de tener una oreja que nos escuche. Dios no es el Ojo: es la Oreja. No pedimos que nos vea: lo que anhelamos es que nos preste atención y escuche lo que le decimos. No hace falta pedir: basta contar. Ese diálogo doméstico puede ser precioso. Es la parte invisible de la parte invisible, el lado oculto del lado que no se ve. En esa privacidad ocurren los sueños, imagino. Siempre es fácil volver al poema del ajedrez de Borges, el del Dios que detrás de Dios la trama escucha o empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía.
14.12.16
Soy muy bueno viendo cine negro de la RKO
A mi amigo Rafa Padillo, rkoista declarado.
A mi amigo Pedro del Espino, el trasegador de imágenes.
Hacer algo tan bien que no parezca que se esté haciendo, llevar la maestría al extremo de que no produzca la impresión de que algo extraordinario esté sucediendo, sino que fluya con normalidad y se asiente adentro y sepa uno que ya no es posible evadirse de ese pequeño resplandor interior. Yo he pensado en qué ejerzo esa maestría, sobre qué asuntos exhibo un dominio firme al que no afectan el rigor de lo real, el roto grande que produce vivir, aunque forcemos a diario las maneras para que los días nos besen. Hay algunos que besan con más ardor que otros y los hay que arañan y rompen, días en los que no se alberga la esperanza de que florezca algo bueno. He pensado en qué me manejo con esa soltura formidable, la del maestro que oficia su trabajo, la del paciente obrador de su propia causa. Tras haber pensado (en serio que le he dedicado tiempo) sólo he llegado a la conclusión de que soy muy bueno viendo cine negro de la RKO o de la Paramount. Me vale, sin que se resiente ese ardor primigenio, Universal o la Warner. He sentido placer confesable al ver a Sam Spade buscando en los bajos fondos un halcón maltés o a Philip Marlowe aceptando el caso de dos hermanas de familia noble y vida turbia o a Cody Jarrett diciéndole a su madre, a poco de morir abrasado, que está en la mismísima cima del mundo o al infame, corrupto y gordo Quinlan, sediento de mal o, una de mis favoritas, la del agente de seguros que se deja engolosinar por la cliente rubia y le hace el trabajo de liquidar al marido. He sido feliz al asistir a esa representación del mal, he apreciado mi inclinación natural a dejarme conmover por el blanco y el negro impecables que en la pantalla dibujan el mundo. Creo que no hay cosa que haga mejor que ésa. Hay otros asuntos que se me dan bien, en los que salgo airoso si los acometo. No siendo pudoroso en absoluto, reconozco que sé hacer ciertas cosas y que hasta podría enseñar a otros a procurarse la misma intendencia que yo poseo, en las que me aplico con absoluta naturalidad. No es una distinción que sólo yo haya adquirido: la cumplen con igual o mayor calidad muchos a mi alrededor. No albergo la vanidad de pensar que únicamente yo las acometo con esa solemnidad y calidad de las que aquí presumo.
Aparte de mi apasionamiento cinéfilo o de mi entusiasmo a la hora de escuchar la trompeta de Chet Baker o el piano de Oscar Peterson o del noble vicio de releer cuentos de Borges o de buscar poesía en las librerías, sé estar solo, anhelo a veces ese momento en que nadie te distrae de lo que has decidido hacer. Hasta hay veces en que no hay particularmente nada que hacer. Ni siquiera escuchar a Bill Evans, leer a Thomas Mann o ver la última película de Woody Allen. Todas esas distracciones culturales no rivalizan con el momento en que mi mente se disipa en la contemplación limpia de la realidad. En ocasiones reparamos en el paisaje que nos rodea, en los objetos que nos circundan. No se les da aprecio, no se les tiene (creo yo) el respeto que merecen. Ayer vi a un amigo enganchado a su cámara. Paseaba el pueblo. Parecía no tener prisa. Sólo tenía esa voluntad de mirar otra vez todo aquello que ya había visto cientos o miles de veces. La idea es que hay algo que, a pesar de que se conoce, puede asombrar todavía. Pensé en el placer que le esperaba, en esa caza sin víctimas en las que el ojo acecha lo real y lo aprisiona, lo recluye en su memoria (en la de la cámara) y lo fija en el tiempo, como si fuese una especie de compensación a la certeza de que el tiempo lo acabará erosionando, corrompiendo, haciendo que pierda su esencia o dándole otra, otra que no coincide con la que nosotros barajábamos. De verdad que soy bueno en estas cosas: en la RKO, en la Paramount, en la MGM... No hay vez en que acabe una de esas películas en que no sienta la convicción de que una parte de mí, no creo que una desdeñable, existe únicamente para que yo la siente frente a la pantalla y le proporcione su pequeña ración de cine negro. A las alturas de mi vida en las que estoy todavía ando buscando mi lugar en el mundo. Voy eligiendo uno y descartándolo, fiándome de que alguno que sospecho fundamental lo sea fiablemente y zafándome de los que de verdad no me incumben y no son míos ni lo serán en modo alguno. Uno de los lugares a los que pertenecemos debe ser esa restitución doméstica del placer, venga de donde venga, proceda del lugar que sea. Es una especie de refugio, un monumento a la intimidad más pura.
Hacer algo tan bien que no parezca que se esté haciendo, llevar la maestría al extremo de que no produzca la impresión de que algo extraordinario esté sucediendo, sino que fluya con normalidad y se asiente adentro y sepa uno que ya no es posible evadirse de ese pequeño resplandor interior. Yo he pensado en qué ejerzo esa maestría, sobre qué asuntos exhibo un dominio firme al que no afectan el rigor de lo real, el roto grande que produce vivir, aunque forcemos a diario las maneras para que los días nos besen. Hay algunos que besan con más ardor que otros y los hay que arañan y rompen, días en los que no se alberga la esperanza de que florezca algo bueno. He pensado en qué me manejo con esa soltura formidable, la del maestro que oficia su trabajo, la del paciente obrador de su propia causa. Tras haber pensado (en serio que le he dedicado tiempo) sólo he llegado a la conclusión de que soy muy bueno viendo cine negro de la RKO o de la Paramount. Me vale, sin que se resiente ese ardor primigenio, Universal o la Warner. He sentido placer confesable al ver a Sam Spade buscando en los bajos fondos un halcón maltés o a Philip Marlowe aceptando el caso de dos hermanas de familia noble y vida turbia o a Cody Jarrett diciéndole a su madre, a poco de morir abrasado, que está en la mismísima cima del mundo o al infame, corrupto y gordo Quinlan, sediento de mal o, una de mis favoritas, la del agente de seguros que se deja engolosinar por la cliente rubia y le hace el trabajo de liquidar al marido. He sido feliz al asistir a esa representación del mal, he apreciado mi inclinación natural a dejarme conmover por el blanco y el negro impecables que en la pantalla dibujan el mundo. Creo que no hay cosa que haga mejor que ésa. Hay otros asuntos que se me dan bien, en los que salgo airoso si los acometo. No siendo pudoroso en absoluto, reconozco que sé hacer ciertas cosas y que hasta podría enseñar a otros a procurarse la misma intendencia que yo poseo, en las que me aplico con absoluta naturalidad. No es una distinción que sólo yo haya adquirido: la cumplen con igual o mayor calidad muchos a mi alrededor. No albergo la vanidad de pensar que únicamente yo las acometo con esa solemnidad y calidad de las que aquí presumo.
Aparte de mi apasionamiento cinéfilo o de mi entusiasmo a la hora de escuchar la trompeta de Chet Baker o el piano de Oscar Peterson o del noble vicio de releer cuentos de Borges o de buscar poesía en las librerías, sé estar solo, anhelo a veces ese momento en que nadie te distrae de lo que has decidido hacer. Hasta hay veces en que no hay particularmente nada que hacer. Ni siquiera escuchar a Bill Evans, leer a Thomas Mann o ver la última película de Woody Allen. Todas esas distracciones culturales no rivalizan con el momento en que mi mente se disipa en la contemplación limpia de la realidad. En ocasiones reparamos en el paisaje que nos rodea, en los objetos que nos circundan. No se les da aprecio, no se les tiene (creo yo) el respeto que merecen. Ayer vi a un amigo enganchado a su cámara. Paseaba el pueblo. Parecía no tener prisa. Sólo tenía esa voluntad de mirar otra vez todo aquello que ya había visto cientos o miles de veces. La idea es que hay algo que, a pesar de que se conoce, puede asombrar todavía. Pensé en el placer que le esperaba, en esa caza sin víctimas en las que el ojo acecha lo real y lo aprisiona, lo recluye en su memoria (en la de la cámara) y lo fija en el tiempo, como si fuese una especie de compensación a la certeza de que el tiempo lo acabará erosionando, corrompiendo, haciendo que pierda su esencia o dándole otra, otra que no coincide con la que nosotros barajábamos. De verdad que soy bueno en estas cosas: en la RKO, en la Paramount, en la MGM... No hay vez en que acabe una de esas películas en que no sienta la convicción de que una parte de mí, no creo que una desdeñable, existe únicamente para que yo la siente frente a la pantalla y le proporcione su pequeña ración de cine negro. A las alturas de mi vida en las que estoy todavía ando buscando mi lugar en el mundo. Voy eligiendo uno y descartándolo, fiándome de que alguno que sospecho fundamental lo sea fiablemente y zafándome de los que de verdad no me incumben y no son míos ni lo serán en modo alguno. Uno de los lugares a los que pertenecemos debe ser esa restitución doméstica del placer, venga de donde venga, proceda del lugar que sea. Es una especie de refugio, un monumento a la intimidad más pura.
13.12.16
Trenes
A veces nos gana la añoranza de las cosas que vivimos poco o incluso casi ni vivimos siquiera, pero que se impregnaron bien fuerte adentro. De entre todas, la que más echo en falta es la cercanía del tren, pero ni siquiera la idea fluida del tren, el que circula, recorre una distancia que nos transporta de un lugar a otro. Es la estación la que ocupa esta melancolía, la posibilidad de que el mundo se abra en ese edificio noble, antiguo a ser posible, en donde nacen y mueren todos los caminos. En las estaciones hay tanta o más vida que en cualquier otro lugar de la ciudad. Está la vida tangible y está la que se especula, la vida con la que el narrador engolosina su ocio y entretiene la espera. Recuerdo la de Córdoba, no la que hicieron cuando se inauguró el tren de alta velocidad; la que yo viví fue la estación vieja. Ahí está una parte de mi vida; no sé si una considerable o trascendente, pero justamente la que ahora siento desplazada en mi memoria, ocupada por recuerdos nuevos, como si no cupiesen todos, como si pugnaran por instalarse en un espacio de más relevancia o más sencillo alcance. Quizá los recuerdos sean también trenes que van de aquí para allá por la cabeza, subiendo y bajando escenas de la vida que se ofrece en el trayecto. Me quedo con el otro, con el tren lento, el que no gana adeptos porque se zampe los kilómetros sin que nos percatemos del viaje. Yo lo que deseo es percatarme, sí, degustar la distancia. No perder nada de lo que custodia mi memoria, no permitir que el olvido se permita ejercer su oficio y acabe devorando las cosas más preciosas. El tren fatiga la distancia que nos separa del olvido. La hace pequeña o, en el caso de que no logre ese deseo, produce la sensación de que es pequeña y de que el viaje es disfrutable y único también.
11.12.16
Kafka sin Kafka
9.12.16
Episodio de sueño con corzo
Soñé que atropellaba un corzo o me levanté con la idea de que en una parte del sueño mi coche lo atropellaba. Al final del sueño, a poco de despertarme, el corzo volvía a pasar por la curva en donde mi coche lo derribó y yo daba un volantazo que evitaba el accidente. Los sueños, al menos los míos o ése mío de anoche, dan la segunda oportunidad que la vida no ofrece casi nunca. El tiempo, en los sueños, es un material moldeable, de fácil gobierno. En el transcurso de la mañana ha habido dos circunstancias (da igual cuáles, no importa qué las animó) que hubiesen requerido que no perteneciesen a la realidad sino al sueño. En esa bruma de las cosas, pensé en que al final, una vez que todo ha concluido, el incidente del corzo no difería en exceso de los otros, de los que no nombro, porque no es necesario que se consigne aquí nada de esa otra parte. Que justo en este instante las dos cosas están alojadas en el mismo depositorio de la memoria. Ambas, cada una a su modo, comparten el mismo rango. La ficción rivaliza con la realidad. El relato de lo que ha sucedido no es mucho más fiable de lo que se ha fabulado. Además, por si no lo he contado, no conduzco.
8.12.16
Las rosas de Saramago
Es triste y es cierto que quien ha dado rosas una vez ya sólo puede dar rosas. Se lo leo a Joaquín Ferrer, en su facebook, en un comentario a una fotografía que ha hecho a la figura de una Virgen. Él lo trae de Saramago, al que leí con apasionamiento y del que me desprendí sin que intermediara una razón sostenible. Hace un par de veranos volví a leer su Viaje a Portugal, y no me fascinó como antaño. Nada grave. La próxima vez encontraré el hueco por el que pasar que ahora no he franqueado. No creo que debamos dar siempre rosas. Hay veces en que las rosas acuden sin que las llamemos, no sabemos bien el porqué, pero prorrumpen, se presentan y hablan por nosotros. Incluso las cuestionamos, bien a pesar de que las haya alumbrado nuestro trabajo o nuestra inspiración. No creemos que podamos estar a esa altura. Se teme ese instante de lucidez en el que uno crea algo que sabe muy bueno. No hace falta que venga nadie y lo halague: hay una constatación objetiva. Se aprecia que hemos encontrado una perspectiva novedosa o muy vista, pero igualmente hermosa, o que la manera en que hemos juntado las palabras (o Joaquín la luz en las estupendas fotos que hace) es la manera idónea de que se junten. Lo que no perdura es la sensación de que podemos volver a afinar así. Se jacta uno de lo leído (que es ajeno) y no de lo escrito (que es propio). Lo sentenció Borges hace cuarenta años y sigue siendo válido. No tenemos a veces todas esas rosas adentro. Damos algunas, las rosas del numen puro, todas esas rosas que Milton trajo del sueño y las impuso a la realidad inexplicablemente, pongamos, sí, de acuerdo, pero no hay quien esté siempre inspirado. Y en cierto modo hasta es bueno que sea así y no haya una iluminación permanente, un estado de gracia perpetuo, ese constatar a diario de que somos estupendos. No hay nadie que lo sea. No se puede brillar a tiempo completo. Una brizna de brillo, un pequeño esplendor valdría. En la intimidad, en ese instante en que el autor habla consigo mismo, llora. Es un llanto de una suavidad que enternece. El llanto privado libera de todos los demás llantos, los públicos, los que te anulan ante los demás, los que te rebajan o te desaniman. Las rosas de Saramago son elocuentes, expresan un deseo que no se aviene a la realidad, la merodea, la mira desde lejos (la mira poéticamente) y luego se aleja. Sólo sirve como frase preciosa. Y la sombra de que lo hecho es de verdad bueno no debe durar en demasía en la cabeza. Zafada la idea, todo fluye mejor, sin la presión de la brillantez, que no sólo debe venir de quien observa, del lector, del que escucha. Lo demás es literatura.
Quesito rosa
A mis amigos del alma Antonio y Auxy, en el deseo de que pronto el azar, que es padre de los deseos, nos junte en una mesa camilla y podamos echar en casa, en Lucena, una noche de Trivial hasta que nos duelan los ojos. Ganará Toñi.
La idea de que no entiendas algo te hace sentir que acabas de llegar al mundo. No siempre es necesario saber, aplicar lo sabido o extender otra idea, la de que se puede confiar en ti para acometer la solución de un problema, la gestión de una empresa o la respuesta correcta de una pregunta del trivial cuando los amigos os juntáis los sábados por la tarde, en la sobremesa, contentos de viandas y servidos de licores. En una ocasión, K. me dijo que había recordado el nombre del director de fotografía de una película alemana de Fritz Lang. No sirve para nada que sepas quién fue Karl Freund, que hayas visto Metropolis varias veces y sigas teniendo la misma emoción que la primera vez, de la que te no acuerdas. Sabes decir Karl Freund, pero has suprimido de tu disco duro cómo fue ese día en el que se te presentó la oportunidad de ver Metropolis y quizá esté bien saber si fuiste con alguien con el que después podrías charlar mientras volvéis a casa o fuiste solo y, al salir, rumiaste en soledad tu asombro y tu agradecimiento. No sirve para nada que hayas leído un librito en el que Murnau cuenta cómo le fascinó el talento de Freund, haciendo recaer sobre él la bondad de Nosferatu, esa película antológica de la que tampoco posees un recuerdo exacto y anda ahí, entenebrecida por el transcurso de los años, un poco arrumbada entre otros recuerdos, como si no tuviese más relevancia. Existen muchos freunds en la cabeza, le digo a K. Muchos con los que andar el camino, aunque puedas recorrerlo sin su ayuda. No sabemos bien para qué sirve la cultura, esa parte de la cultura que te permite saber de qué estilo es una iglesia que ves en viaje por la Zamora profunda (supongo que existe una superficial y otra más interna) o en qué cuento de Borges aparecen Ariadna y Teseo. Ninguna de esas revelaciones memorísticas valen por sí mismas. Tal vez sólo son útiles si se engarzan a otras, si todas forman un mapa de la realidad, uno que se pretenda exhaustivo, en donde todo esté registrado, en el que nada haya sido escamoteado a capricho de cartógrafo. Que el expresionismo alemán te lleve de la mano a la mitología griega o que un riff en un solo de Led Zeppelin de pronto te haga recordar un cuento de Mark Twain o que la genealogía de la casa Windsor, desplegada en árbol, en un folio, sin error apreciable, valga para que entiendas mejor el auge y el decaimiento del imperio británico por el mundo y comprendas la razón (hay una) por la que una lejana isla del Pacífico sea extensión exótica de la pérfida Albion. De entre mis amigos admiro a los que se llevan quesitos rosas, verdes y azules. De ellos es el mundo, no hay margen de duda en eso. También mío cuando marro y no sé cuántas alas tiene una mariposa o si Noruega es una monarquía parlamentaria. Se va uno haciendo poco a poco de esas pequeñas bagatelas culturales. Valen poco vistas sin perspectiva: ganan cuando se en perspectiva, si se aplica una intención global y esa información contribuyera a que otra se consolidase y que de la feliz conjunción de ambas se alumbrase una tercera evidencia, una especie de hijo sobrevenido, un abrazo de la luz en su batalla continua contra las sombras. Todo ese enciclopedismo no te hace fuerte frente al mundo. El mapa, aunque parezca lo contrario, es infinito. No hay forma de que se puedan recorrer todos los caminos. No hay tiempo. Tampoco necesidad. Por eso la ignorancia (o la inocencia) te hacen sentirte nuevo, virgen, recién caído a este mundo.
3.12.16
La belleza
Siempre hizo daño la belleza. Hay épocas en que se advierte este hecho de un modo más evidente y otras en que parece que no causa revuelo, ni que hiere, sino más bien todo lo contrario, como si confortase o hasta curase en cierto modo. Quienes la esconden lo hacen porque la temen, saben que no pueden intervenirla, ni recluirla. La belleza se abre paso, no hay otra fuerza con más vehemencia que ella, no existe lugar al que no acceda, ni sensibilidad (por atrofiada que esté) a la que no conmueva. Cada uno tiene su manera de contemplarla, su modo de apropiarse de ella, pero en todo se observa su presencia. Quienes la anhelan, todos los que la propician con lo que hacen o agradecen la que reciben, no escatiman ningún esfuerzo para que les impregne. No hay día en que no la aprecien, por pequeña que sea su traza, por irrelevante que a simple vista parece. Se ha comerciado con ella, se ha privatizado y se ha prostituido. Es la mercancía más valiosa, la que no se devaluará jamás. Lo que sucede en estos tiempos es que no se espolea. No hay que ser culto para aprehenderla o para disfrutarla, no. Basta que se abran lo bastante los sentidos. Lo malo es que esos sentidos, a fuerza de estar continuamente expuestos a lo mediocre, se hayan embastecido, adquirido la tosquedad de la que luego tarda en desprenderse. No ayuda la televisión, no hay casi nada en ella que se esfuerce por hacer espectadores sensibles. Se prefiere lo burdo, se vende mejor la zafiedad, se le da más consistencia a lo obvio. La belleza, cuando no es absolutamente incontrovertible, se presenta con una sutilidad especial. No se es crítico con ella, no la cuestionamos más de lo necesario, quizá un leve parpadeo, una especie de incertidumbre que apenas dura en la cabeza y de la que después no volvemos a saber nada. De la belleza aceptamos lo que impone. Es incluso un asunto personal como ningún otro lo es. La apreciamos en donde nos place hacerlo. No es un canon, no lo es, aunque algunos se obstinen en redactarlo y en decir qué merece ser considerado bello y qué no lo es. Lo incomparable de la belleza es la duración del placer que proporciona; su adicción también. Una vez se ha entrado en ese vértigo suyo, en el de extasiarse en la contemplación de la hermosura, no hay salida posible. Siempre estará ahí alojada, en alguna parta del mapa de las neuronas, pidiendo su ración diaria, engordando y engordándonos, fortaleciéndose y fortaleciéndonos. Hoy mismo, a punto como estoy de salir, la veré sin margen ninguno de duda. Está ahí afuera, expuesta o agazapada, ofrecida sin que se aprecie mucho o absolutamente evidente, sin recortar nada de su presencia. Puede ser una nube o una sonrisa o un solo de guitarra en una pieza musical o una línea en un texto de un libro que leamos o un paisaje lejano que miramos sin exigencias y que inesperadamente nos toca, nos aturde, nos conmueve, nos convierte en espectadores puros, en testigos de un asombro, en custodios de un hechizo. Que el sábado sea hermoso. Que esta noche, a poco de conciliar el sueño, cuando pensemos en cómo fue el día y qué nos deparó, pensemos también en la belleza, en la que vimos, en toda la que pudimos encontrar y reconocer y atesorar. Allá ésos otros que la creen dañina, que la temen, que no saben abrir los ojos o que temen que los fieles a ella los abramos mucho y consagremos una parte de nuestras vidas a su hallazgo y a su adoración.
29.11.16
Santa Claus is coming back to town
Ya queda poco, no desesperen, pueden entretenerse en lo que deseen, no creo que se aburran, de verdad que después de tantos meses no creo que se haga muy cuesta arriba estas pocas semanas, prueben a pensar en otra cosa si les pueden los nervios, hagan calceta, lean clásicos, escuchen zarzuela o música indie, paseen por las avenidas por donde suelen ir a la carrera, ordenen el trastero, visiten a los amigos que hace tiempo que no ven, frecuenten los cines, vayan al campo, formateen el ordenador, cambien de look, asóciense a un club de lectura, compren bonos del estado, creen un blog en el que expliquen sus vicios, aprendan a tocar un instrumento, besen a sus hijos, pongan en orden el álbum de fotos, forniquen con sus parejas, afíliense a un sindicato, haced bricolaje, pinten su casa, háganse catequistas o youtubers o simpatizantes del partido que haya sacado menos votos en las últimas elecciones, háganse veganos, inviertan en bolsa, visiten páginas porno rusas, soliciten ser presidentes de su comunidad de vecinos, planten semillas en el jardín más cercano, pruebe comidas que no conoce, hinque la rodilla y confiese sus pecados en la iglesia del barrio, haga todo eso, haga eso y lo que buenamente se le ocurre, no sea perezoso, prueben con ahínco, no se me vengan abajo si al principio nada le sale a derechas, de verdad que al final uno ve que ha merecido la pena, no pierde nada, en todo caso un par de semanas, tres a lo sumo, no queda mucho más, si lo piensan con detalle, no son muchos días, pueden hacer todo eso y no pensar en el momento sublime en que la felicidad absoluta prorrumpa, se abalance sobre ustedes y los impregne de armonía y de paz y el mundo cobre sentido y sientan el cosmos entero como una extensión de sus sentidos. No, amigos míos, no queda mucho. Estén ustedes atentos a sus pantallas, miren los escaparates, si me apuran hasta el aire informa de que está cada vez más cerca. En el Corte Inglés no necesitan que se les anime. Ya han enviado a sus emisarios.
28.11.16
Fernando Baudelaire
O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.
E os que lêem o que escreve,
Na dor lida sentem bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.
Na dor lida sentem bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.
E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração.
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração.
Traducción
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y los que leen lo que escribe
en el dolor leído sienten
no los dos que él ha tenido
sino el que ellos no sienten.
en el dolor leído sienten
no los dos que él ha tenido
sino el que ellos no sienten.
Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama corazón
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama corazón
Autopsicografía, Bernardo Soares (heterónimo)
Este poema no pertenece al Libro del desasosiego, ahí no dejó Pessoa poemas, pero he vuelto a él, como tantas veces. No porque ande contrariado con el mundo o porque cunda el desánimo o la tristeza. Me anima el libro en sí, su prosa deslumbrante, ese fragmentar las ideas, sin acabarlas, como si fuesen objetos que se colocan en un mueble y que informan sobre la realidad, aunque no la agotan, ni falta que hace que la agoten. Uno vuelve a Pessoa de vez en cuando. Y de un modo que no entiendo, por más que indago, cuando releo a Pessoa, metido en harina de heterónimos o de originales, pienso en Baudelaire. Van los dos unidos. Es estar en uno y acudir después al otro. Quizá alguien sepa explicarme este viaje antiguo, ese peregrinar libresco. Que vaya bien el lunes.
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27.11.16
Deadwood es el infierno / Las cabezas son el infierno
El infierno está lleno de barro, de putas y de bourbon
Confío en que no existan ni el cielo ni el infierno. Vivir para siempre a la derecha de un padre que me espera o arder en un paisaje de caos y de alaridos (tales son las imágenes que he aprendido) no me entusiasma. Comprendo que otros medren en méritos en la vida para que al final, cuando concluya, se les invite a la morada divina. No tengo nada a favor ni en contra de la fe, salvo que yo no la profeso y que me fascina a diario su imperio en el mundo. Mi teología es doméstica; mi visión del paraíso, familiar, casera, íntima, privada. Todo lo que pueda pasar es que las historias sean ciertas y encuentre la paz en el cosmos o en el cielo o a la derecha del padre o en cualquier otro lugar que se me asigne. Que allí me encuentre con los que partieron y entable con ellos un diálogo o ni siquiera se precise el concurso de las palabras y baste con mirarnos para entenderlo todo. Incluso (puestos a ir muy lejos) entiendo que ni mirar haga falta y todos estemos allá arriba en una especie de liquido amniótico primordial en el que todo se sepa y todo se comprenda sin la intervención de los sentidos. Será el alma la que nos guíe. Anoche soñé que iba a un lugar parecido al cielo. Es la idea con la que me he despertado esta mañana. Todavía duran las imágenes que he traído. Era un cielo despojado de belleza, debo decir; uno muy frío, desangelado (permítame el chiste) y poco confortable. Extraños como son los sueños, entenderán que allí viese a un vecino de la niñez del que no tenía recuerdo hace muchísimos años. Paseaba en bata de estar en casa y buscaba un mando a distancia. Mezclado ese sueño con otros o un sueño principal extendiendo su relato a otros que lo escoltaban, creo haber visto caballos. Uno coceaba a un hombre muy bien vestido. Le dejaba la cara irreconocible. En una escena de la serie que andamos viendo estos días (Deadwood) un caballo hace lo propio con un borracho que se emperra en quitarle las herraduras para que alguien no lo use. Deadwood es una obra maestra: lo dicen los críticos sesudos y lo corroboramos mi mujer y un servidor, absolutamente fascinados por esa recreación fantástica del Oeste americano y de sus turbulentos y dramáticos comienzos. Tan bueno es que se ha colado en mis sueños. No es la primera vez, pero hasta hoy no he sentido con claridad el mensaje que me enviaba. Porque Deadwood, el pueblo en mitad de la nada, es el mismísimo infierno. Quizá estén todos muertos. Actúan con la brutalidad de quienes lo dan todo por perdido. Albergan una brizna de ternura, sí, se advierte sin que haya que afinar muchos los sentidos, pero es una ternura de una tristeza que carece de humanidad a veces. Como si repitieran gestos que hicieron antes y de los que no desean desembarazarse del todo. Tal vez el infierno de verdad, si es que existe, sea un poco como Deadwood.
El infierno está en la cabeza
K. me confiesa (mientras lee lo que voy escribiendo) que el verdadero averno es el de la cabeza. El mal está en la cabeza, Emilio. El infierno es la angustia de que no podemos entenderlo todo o de que lo que entendemos no termina de satisfacernos del todo o puede ser el cansancio puro, el que se adhiere al alma y la modela a su antojo. Tú no sabes lo que es el infierno, nadie lo sabe. Todo lo que se ha escrito o se ha dicho es una aproximación falible, una manera de prefigurarlo antes de que el infierno auténtico nos coja del cuello y nos hunda la cabeza en el barro hasta que no se aprecie que nos movemos. Tenemos que ir con cuidado, hay que pecar con tino. Lo peor que puede pasarnos es que nos visite la parca y no hayamos pecado en lo que más queríamos. Le consuelo en lo que puedo. K. viene para que lo conforte. Me cuenta cómo le ha ido, le cuento cómo me va, nos contamos los dos qué esperamos que sucede, si serán buenos o peores tiempos. Evitamos las grandes conversaciones, merodeamos los problemas, nos refugiamos en esa periferia amable en la que el infierno es una escena de una serie de televisión o un pasaje en un cuento de Poe. En realidad el infierno está en la cabeza, en la literatura con la que rebajamos la dureza de la realidad. Es mejor ese infierno impostado que el mentido en los libros de los santos y en las pesadillas de la noche. Sigo confiando en que no exista el cielo. Lo uno trae la presencia de lo otro. Dios y el diablo son en realidad una manifestación de una sola cosa. K. y yo somos una misma persona. Le traigo, le invito, le pongo a hablar. Por escucharme, por saber qué pienso. Esta noche viendo un capítulo de Deadwood (el nueve de la tercera y última temporada) me tomaré un bourbon y pensaré que soy otro durante cincuenta minutos.
25.11.16
Escribir como el que corre
K. me dijo si seguía amando los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles y hasta las pompas de jabón. Le dije que sí, a medias, según el día. Una vez alguien dijo que yo era etéreo, a pesar de mi recia complexión. No era mala la intención que animó el comentario y yo supe entenderlo casi como un halago. Uno escucha lo que quiere y recuerda lo que le conviene. Como son malos tiempos para la lírica, últimamente escribo más. Quizá para tener la cabeza despejada. Lo dijo Ana hace unos días en un almuerzo en su casa: escribes como el que corre. Ya he olvidado la tentación (firme un tiempo) de abandonar la escritura o de aplazar su urgencia. Hay días en que no sabe uno qué sentido tiene esta rendición diaria. Soy capaz de escribir de cualquier cosa, pero me cuesta cada vez más justificar esa imposición a la realidad que supone escribir. El mundo ya está bien sin que se precise la existencia de este texto. A K. le debo seguir. En ocasiones se entabla un buen diálogo entre los dos. Creo es él quien al final esté escribiendo, no yo. Y en eso también albergo dudas. Dudo con convicción, como suelo. Cuanto más intensa es la duda, más placer encuentro en ella. En cierto sentido, conforta esa incertidumbre, da un alivio agradable. Escribo como si corriera. No miro atrás, no corrijo, sólo tecleo, únicamente avanzo. Debo ser una forma avanzada de escritor irresponsable o ni siquiera alcance el grado de escritor, por más que me aplique y le dedique el comprometido rato diario. En todo caso, todas estas consideraciones (no sé de qué rango, ignoro qué propósito las anima) me ocupan el tiempo que precede el ingreso al vértigo del día. Escribir es ese café negro muy duro con el que se pone a funcionar la máquina. Y sigue la cita de Machado en mi blog y amo los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles y hasta las pompas de jabón.
24.11.16
Los cuentos del astronauta zurdo / Una historia del bien
Ilustración: Eva Vázquez
Hay que estar bien, bien con los demás o con uno mismo o las dos cosas juntamente, para escribir sobre la bondad. Se precisa ese estado armónico en el que sientes la tierra bajo tus pies y reconoces tu lugar en el mundo. Cuando se fuga, en el momento en que te abandona, todo lo que se te ocurre no trae bondad alguna, no permite que lo bueno que se tiene alrededor fluya y te impregne. No creo que yo haya escrito mucho sobre la bondad, no hace falta que relea ahora ni que pregunte a los lectores habituales, amigos en la mayoría de los casos. Hay una inclinación natural a que lo malo aflore. Tenemos esa inercia a pensar que lo ajeno no merece ningún elogio por nuestra parte. Los que damos, los elogios que inadvertidamente pronunciamos, son firmes, se entienden a la primera y no escatiman recursos, pero no abundan, no fijan una rutina fiable desde la que montar una nueva manera de contemplar el mundo. Parece como si explayarnos en halagos nos rebajara. Como si el esfuerzo en valorar lo de los demás hiciese que flaquease nuestro prestigio o como si aplaudir fuese un desgaste.
La educación consiste justamente en eso: en apreciar lo bueno, en agradecer que alguien decidiera escribir poemas de amor mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros mismos, en sentir un infinito afecto por quien compuso una sinfonía o una canción pop de tres minutos para que mi cuerpo temblara o brincara o sintiese que el corazón se le pone tierno o se incendia o estalla de arrobo puro. Toda la posible cultura que yo pueda tener se basa en ese sentimiento de agradecimiento. Lo que a veces trato de hacer ver a mis alumnos es que los cuentos de los libros que leen están hechos para ellos. Que alguien se sentó un día en la sombra de un árbol o en una frondosa mesa de roble en una cabaña de campo de hace doscientos años o en un patio donde el sol de la tarde empieza a desvanecerse para que ellos pudieran escuchar todas las aventuras que adoran. Que esa gente que no conocemos nos visita a diario y está cerca nuestra al modo en que lo están los zapatos que calzamos o la calle que atravesamos para ir al parque o venir a la escuela. Viene Julio Verne, les digo. Ojalá pudiera conseguir que amen a Julio Verne como yo lo amé mucho más tarde la edad que ellos tienen ahora. He perdido el placer de leer Viaje al centro de la tierra o Veinte mil leguas de viaje submarino con once años. Ese es el bien que vence al mal, podría decirles. Es la literatura la que nos rescata. Basta abrir el corazón (o lo que sea que abramos cuando se pone a funcionar la mecánica íntima de los cuentos) para que no haya nada malo que pueda pasarnos. Es dentro de los libros en donde encontramos la paz y la armonía y el mundo cobra a veces el sentido que afuera no posee.
Por eso yo elogio a los mil escritores que están ahora mismo a mis espaldas. O los mil cuatrocientos, no los he contado. Yo escribo y ellos me tutelan. Todas esas baldas que revientan de libros me escoltan cada vez que me siento a escribir. Podría ser hasta que insuflaran ánimo y yo escribiese porque ellos están detrás, ya digo, cuidando de mí de una manera que no sabría explicar y de la que tal vez no habría que pensar en demasía. Es probablemente ésa la magia que hace que ahora yo continúe tecleando y piense en el mal, en el horror del coronel Kurtz, en el abismo de Helm, en el Maelstrom de Poe, en todo ese mal maravilloso que reside en el alma de los libros y que se ofrece cada vez que uno los abre y celebra el festejo íntimo de la lectura. Hoy, cuando andaba muy atareado en el trabajo, yendo y viniendo, subiendo y bajando, pensando en más cosas de las que soy capaz de pensar, recurrí a una vieja idea que siempre uso cuando la realidad viene sobrevenida, un poco asfixiante. Pensé en el libro qué empezaría esta noche. Anoche acabé Mientras agonizo. Faulkner es un amigo antiguo, pero le tengo desatendido hace años. Ahora, a poco de clausurar ya el día, me pondré a mirar aquí y allá y acabaré eligiendo uno. Será el bien triunfando sobre el mal. La belleza sobre lo que no posee belleza alguna. Y también hay que estar bien, bien con los demás y con uno mismo, para leer y encontrar bondad en lo leído. Incluso la hay, bondad digo, cuando uno presiente que todo es terrible y que la historia es de una tristeza espantosa, pero entrevé una luz, una frase suelta que acaudala toda la verdad del mundo, todo el amor del mundo en unas cuantas palabras.
18.11.16
El tren
Fotografía: William Eugene Smith
El paisaje es el que uno se inventa. Lo transforma a capricho, lo convierte en lo que desea ver. Días que parecen de verano cuando los inventa el frío. Días en que la oscuridad pugna torpemente por desangelar el camino. Uno funda a diario el mundo. Nosotros, a falta de un dios verdadero, somos el único dios disponible. De ahí el amor al tren y a su rectitud sin flaqueza. Una vez cogí uno en el que entendí cosas que no alcancé en otro lugar. Como si el tren perteneciera al relato del mundo y hablara y contara lo que ha ido aprendiendo. Sólo hace falta mirar el paisaje. Sólo desear perderse en el horizonte que ofrece.
17.11.16
Fundación de los bosques
Fotografía: William Eugene Smith
A mi amigo K. se le ocurrió perderse por ver si le encontraban. Dice que era pequeño y que cuanto anhelaba era que lo abrazaran mucho cuando lo descubrieran en un parque o en la calle de atrás, a la que le decían que ni se le ocurriera ir. Hay quien se pierde a voluntad propia. Sale de casa y empieza a andar hasta que de pronto no reconoce la avenida a la que ha accedido. En Madrid quise yo que me pasara algo parecido a esto que cuento, pero me faltó tiempo para que la empresa se hubiese completado con éxito. Anduve feliz un buen rato, creí que el viaje era ése y no el otro, el de salir de Córdoba y montarme en el AVE y llegar al hotel de la Gran Vía y dejar allí las maletas. Cuando apremió el tiempo, deshice el hechizo de la aventura recién inaugurada y repasé de memoria las calles que recorrí hasta que salí a un lugar reconocible. Cuando se lo conté a K. me reprendió. Vino a decir que debía haber apurado un poco más y hacer como él, cuando pequeño. Piérdete, Emilio, hazlo de veras. Busca un bosque, anda un par de horas. El problema es que no hay bosques, le contesté. Los han ido quitando de los mapas.
Las ciudades son los bosques. Han crecido a nuestras espadas, se han convertido en monstruos, nos engullen. Los que vivimos en un pueblo pequeño (Lucena, a su modo, todavía lo es) carecemos de esa perspectiva. Casi no hay calle del pueblo por la que no haya pasado o de la que no tengo una conciencia más o menos firme de dónde está y a qué otros calles conduce. Hablan de ciudades sostenibles, pero debería haber ciudades poéticas. No sé bien qué poesía tendrían. Hay muchas y no siempre todas convienen a lo que nos proponemos. La que ahora me apetece es la ciudad de la que no sepa nada. Ni siquiera una idea leída en los libros o la posesión de alguna estampa memorizada por haberla visto en la televisión o en las fotos de los amigos que las han visitado. Puestos a pedir, solicito una grande. Como un bosque que lo ocupe todo. Como un laberinto. De verdad que a veces conviene perderse. Lo hacemos en casa. Es fácil perderse en la habitación en la que lees o en donde duermes, en el cuarto de baño o en el sótano. Te pierdes cuando tienes el bosque dentro de tu cabeza. Hay libros que son bosques. Te hacen andar sin que sepas el lugar al que te diriges. Cuánto más te haga andar y menos sepas del destino, más ganan en su rango de bosque puro. Los niños pequeños, los que todavía no leen, se pierden en el libro de la realidad, que es el que tienen más a mano. Hacen la aventura que no es posible que otros les acerquen. De mayores, al alcanzar la edad en que el juego no nos entusiasma o del que recelamos porque no pensamos que todavía sea nuestro, no tenemos otras aventuras que las leídas o las encontradas en las películas. Queremos ser asombrados, pero confortablemente instalados en el sillón de orejas del salón. Una de las funciones primordiales de la literatura debe ser ésa: la de fundar un bosque donde podamos perdernos y la de llevarnos a salvo a la salida, donde nos espera la calma, el placer de lo que conocemos.
15.11.16
Jaime con su girasol de noviembre
Fotografía: Verónica Hurtado
Primero fue la luz, la bondad que regala. A veces uno entiende el mundo al asistir al milagro de la vida. Jaime tiene un girasol de noviembre. Es suyo, aunque no se lo lleve a casa, ni se le ocurra intimar con él. Suyo sin que lo sepa también. Hay veces en que no necesitamos tener la propiedad de las cosas para que nos conforten o nos alivien. A Jaime, pequeño como es, no se le ocurre pensar en los milagros. La suya es la vida del que aprende a todo. Luego se pierde esa inocencia, se canjea por la maldad de creer que todo nos incomoda o de que se ha puesto en nuestro camino para que no podamos recorrerlo como queramos. El mundo entero es de Jaime. No hay trozo de él que no sea incumbencia suya. El sol es suyo, el suelo que pisa y hasta en el que se cae son suyos. Todo le pertenece de un modo hermoso y limpio. Ahí anda, frente al girasol de noviembre, extasiado a su manera, haciéndose (sin que se aprecie) las grandes preguntas de la vida, asombrado de cuanto está alrededor suya y le gana en tamaño, sin saber cómo añadir el girasol al juego, que es el fin último de toda la vida social de Jaime. El mundo, con girasol o sin él, es siempre un descubrimiento a los ojos del niño. No hay día en que algo no le fascine o lo derrote, algo que merezca su entusiasmo o su absoluto desprecio. Ninguno en donde no mire como si fuese la primera vez en que se produce esa mirada. Eso es lo que perdemos cuando perdemos la visión de Jaime y de todos los jaimes del mundo. Perdemos esa virginidad asombrosa, perdemos la pureza del mirar sin doblez. De ahí que la fotografía sea un elogio de esa pureza. No se precisa que Jaime mire al fotógrafo o que la lente lo enfoque bien y cuadre su cuerpo con el fondo y con la luz, como si se pretendiese algo más que registrar la belleza. Los dos representan el ciclo de la vida, de los dos se extrae la enseñanza de que la vida (la luz, el amor, la belleza) se abren paso siempre. Lo hacen a empujones o lo hacen con suavidad, pero se yerguen, se izan, adquieren tallo y volumen y rivalizan con el aire en piruetas y en cabriolas, sólo que no las vemos, no tenemos modo de hacerlo. Quizá Jaime sí, tal vez todos los jaimes del mundo puedan ver lo que los mayores no podemos.
Después de la luz vino la sombra. No hace falta se la invoque. Acude sin que se la invite. Se presenta y hace casa en cualquier sitio. Quienes tenemos ya una edad o enfilamos dos edades juntamente sabemos que la infancia no vuelve. De hecho nada vuelve. Se puede echar atrás la memoria y extraer algún episodio de ese pasado incrustado en la cabeza, pero no es una visión fiable. A la memoria la perjudica el presente. Uno hace recuento y cambia el tamaño de las monedas o incluso el valor. Se recrea en la mentira si es que eso va a contribuir a que la verdad no haga daño. Por eso fascina ver a Jaime con su girasol de noviembre. Emociona de verdad. A los que nos dedicamos a la enseñanza nos parece fácil ese juego, el de ver el mundos con los ojos de Jaime. Es el mundo que no debió nunca censurarse y del que el adulto, en ocasiones, se retira o del que, llegado el caso, se avergüenza. Se quita de uno en medio, mira hacia otro lado, no comulga con juegos, no se deja intimidar por un girasol. No hay sombra en la fotografía de Verónica, su madre feliz. La cámara registra lo que el ojo le va dictando. Es el ojo quien hace el clic, no la máquina. La fotografía es el único modo de que el tiempo se detenga. Hay instantáneas que hacen que un instante se alargue infinitamente, uno que podría haberse perdido como lágrimas en la lluvia (se me va la cabeza al cine y luego la hago regresar), pero ahí está la cámara o la madre o las dos, alerta, sensibles a que un movimiento estropee el momento o que otro lo haga sublime. De cualquier manera, ahí está el infante, el niño con su girasol de noviembre, Verónica, sin escuchar otro ruido que el de su corazón al latir cuando se acerca y teme, en el fondo de su alma pequeñita, que la planta cobre vida y lo abrace y desee jugar con él a la manera en que lo hacen los perros. A ver mañana si se nos pone delante un girasol, uno de nuestra altura, un girasol puro y perfecto, el gran girasol con el que el mundo se explica a sí mismo.
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