31.8.22

243/365 Tete Montoliú

 



Solía decir que cuando se miraba al espejo veía un pianista negro. También que prefería un músico con el que tocara del que supiera que era buen lector. Gastó una pequeña fortuna en pasar libros a Braille. Amó el fútbol casi tanto como el jazz. Aficionado al Barça, solía no perderse partido alguno en las retransmisiones radiofónicas. La leyenda, aureolada de una más que creíble certeza, dice que una noche, en su ciudad, atacó Round midnight, la inmortal pieza de su adorado Thelonius Monk con un pequeño y discretísimo auricular alojado en su oído. Antes de todo eso, Tete Montoliú era un niño ciego en la Barcelona de los cuarenta al que su padre, música de la Orquesta del Liceo, compraba discos entre los que había algunos de jazz. Escasamente encasillable en la hechura de un jazzman, más cercano a la aséptica pinta de caballero inglés de Bill Evans que del estrambótico aspecto de Thelonius Monk, Montoliú es el hombre del jazz en España, con permiso de Pedro Iturralde. No se puede pensar en jazz español sin que veamos su larga figura volcada sobre el piano. Tampoco puedo pensar en mí como aficionado si no hubiese aparecido un disco suyo (The music I like to play, en uno de sus cuatro volúmenes) en la biblioteca del cuartel donde di un año de mi vida al ejército. Al sargento M. le encantaba. Lo ponía con cargante frecuencia por lo que llegué a anticiparme al pianista y conocía las piezas como si yo mismo las tocara, qué locura eso. Cuando volví a la vida civil, lo cual invita a pensar que la de allí era de todo punto incivil) busqué discos de Montoliú, pero no fue fácil. La espera (hoy en día todo está cerca, todo está a veces insoportablemente cerca) mereció la pena. Escuché a Montoliú con Dexter Gordon, Elvin Jones, Ben Webster, Sonny Stitt, Joe Henderson, Chick Corea, Herbie Hancock, Roy Hargrove, Hank Jones, Chet Baker, Roland Kirk (ciego también), Stan Getz, John Coltrane, Dizzy Gillespie o Stephane Grappelli. Alguno me dejo fuera, seguro. Blues for myself suena de fondo mientras escribo esta pequeña nota tributaria. Junto a Niels O. Pedersen, al bajo, y Bill Higgins a la batería conformó un trío memorable que retrotrae al buen aficionado al trío de Bill Evans (Scott LaFaro y Paul Motian) en los primeros sesenta, antes de que las drogas lo devastaran y se dedicara, atormentado y solo, a vivir de su numerosa renta jazzística y sacar el dinero que le permitiera morir a placer de su vicio más íntimo, pero ésa es otra historia. Montoliú murió de cáncer de pulmón a una edad provecta y fundamentó su maestría en un exacerbado amor a la música. Amó el blues, amó la canción catalana y escuchaba, en privado, a The Beatles y Frank Sinatra.


30.8.22

242/365 Anne Sexton

 


Narrar es hacer un palimpsesto absoluto. El texto está debajo y solo hay que sacarlo. Narrar es transgredir también, violentar a quien lee o a quien escucha, agredir a quien se presta a modificar su estado en el mundo. El que escribe también está violentándose, modificando un ánimo para conducirlo a otro. Leer es siempre un riesgo porque no se tiene la certidumbre de que se vaya a salir con el mismo apero sentimental o intelectual con el que se entró. Se sale indemne o herido, no se tiene propiedad sobre lo que sucede tras haber leído. 

Leer es hacer un palimpsesto inverso. Leer es ser transgredido, aceptar ser violentado, pedir esa dulce agresión que consiste en empezar una travesía siendo uno y saliendo siendo otro. Salir al día, mirar por la mañana el sol y pisar la acera es, a su modo, un ejercicio literario. 

El escritor es alguien que de unos muebles hace un árbol, dejó escrito Anne Sexton. Todos los poetas mienten, añadió. Se escribe por levantar un árbol. Por ser dioses. Dioses inversos. Metafísica pura.

Anne Sexton conoce el origen de las palabras. Las convoca como quien anima un vuelo de pájaros cuando se hace un ruido que los agite o como el que lanza una piedra sobre el agua para que trace arcos y acabe hundiéndose. Hay poemas que son pájaros izando el vuelo o piedras iniciando el descenso hacia el fondo. Todo está arriba o todo está abajo. 

Anne Sexton fue festejada como poeta. Que reconozcan a un poeta es un triunfo de los pájaros y de las piedras. Ella misma fue una de esas cosas o fue ambas, según la circunstancia que la rondara. Cuando fue piedra absoluta, después de danzar sobre el agua, se hundió, decidió hundirse. Fue una piedra con voluntad de fondo. Se murió adrede, se alejó del cielo, se declaró invisible. 

Bipolar, Anne Sexton escribía para entenderse, quién no. Aprendió a hacer poemas en un taller que se le recomendó para que ahuyentara el abismo del suicidio. Encontró la felicidad cuando el azar le puso delante a Sylvia Plath, con la que bebía martinis en el Ritz tras manuscribir poemas en las clases. Cuando ella murió, Anne dijo "esa muerte era la mía". 

Se puede escribir de todo. No hay censura en lo que dicta la inspiración. Neruda hizo elogios encomiásticos al olor de la fruta cuando se le aplica un cuchillo y se le retira la piel. Anna Sexton hablaba de su menstruación , de las bondades de masturbarse, de la muerte como amenaza o de amantes eventuales a los que hacer añicos igual que a un vaso. Me voy a suicidar, repetía con insistencia.

Anne Sexton hizo de la tristeza un himno descarnado, un poco surrealista y otro poco trágico: "venas que se derraman en los ríos / donde los peces se arrodillan / para tragar pelo y ojos de cabra." Aderezó el dolor con vodka y nicotina, con huesos tristes de humo viejo, con monóxido de carbono entrando a saco en sus pulmones para pintar de negro los pulmones que no querían respirar. Vivió a posta, con conciencia del aire y del tiempo ocupado en entenderlo, pero murió anticipadamente, quién no. 













29.8.22

241/365 Emmanuel Swedenborg

  



Los teólogos no influyen en el curso de los astros, no conmutan el flujo de la luz y la tornan sombra, no ocupan el sueño de los crédulos, no vibran en una armonía sin tiempo ni distancia, no urden el tráfago de los días y la sorda maquinaria de las noches, no escriben la trama de la luz ni emborronan la escritura de la sombras. Tampoco los creyentes alteran con su fe el cómputo de las horas, ni escuchan el ruido de la flor cuando hace eclosionar sus pétalos, ni negocian con el azar la mesura de su capricho, ni conocen la mecánica de las nubes en su tráfago por la bóveda azul del cielo, pero los dos, teólogos y creyentes, contienen la esperanza. Les pertenece la luz. Es de ellos el cielo. Son ciegos poetas manumitidos del oficio de la escritura. La fe es un género literario. Dios es un autor anónimo. La vida es un libro invisible. El cielo es una ciudad de ángeles. El infierno es una conspiración de demonios. El hombre es bueno por naturaleza y la vida tras la muerte será en todo idéntica. No habrá con qué separarlas. Soy inmortal, soy Emmanuel Swedenborg. Jesucristo me visitó. Tomamos té. Me dijo: “Tú reformarás mi iglesia”. He abrazado el latín y escribo mi doctrina. He dejado las disciplinas de la ciencia y he encontrado en las Sagradas Escrituras la fuente de todo el saber. Dijeron que era herético, pero ellos no han visto ángeles por las calles de Londres. He estado en el cielo. He visto la residencia eterna del alma. La corte arcangélica carece del cómputo de las horas. No está ocupada por la intemperie. No hay nada más que dulce arrullo de voces que pregonan la exacta comisión de lo eterno. No es un lugar el cielo. Está en el alma pura. Tampoco hay infierno si no reside en los pantanosas parajes del pecado. Todas las cualidades de la belleza y de la inteligencia están contenidas en el espíritu. Ni la muerte aplacará su travesía infatigable

28.8.22

240/365 Tristan Tzara

 



De pronto cabal y severo, tras una vida de libertinajes lingüísticos, pues es ese el campo donde ejerció su agresivo doctrinario, entró en trance consigo mismo, recogió en un texto pequeño los bártulos de la concordia y respiró en paz; sintió la luz invadirle el novicio pecho y consideró la posibilidad de quedarse allí, en esa espesura íntima recién franqueada. Al poco pensó a qué renunciaría, si el peaje sería asumible, si esa rendición le haría feliz o le ocuparía únicamente un intervalo gozoso y frágil de tiempo. No llegando a conclusión alguna, se dejo llevar. Atento a la irrupción de distracciones que lo apartaran de su empeño, convencido de que saldría ileso si la empresa fracasara, decidió por fin aceptar el viaje y fue lentamente despidiéndose de todo lo que le perteneció. Primero se desprendió del paisaje, que era un dispositivo mágico con seis vacas y un cielo con nubes marxistas. Cerró los ojos y se impregnó del rumor de las luces antiguas, del peso de las sombras conocidas. Pretendía bastarse con la memoria así que se adentró fieramente en ella. Contemplo con vacilación los arrullos de la madre, los abrazos de los amigos que fue haciendo suyos (ahí no estatuía Bretón), el candor de la siesta bajo los árboles de la infancia rumana y la penumbra de la fatalidad, la que lo acompañó y de la que sintió, en ocasiones, compasión y afecto, como si fuese extensión suya, propiedad verosímil y cómplice. Complacido, sonrió para sí, feliz. Vio que estaba bien y fue borrando los recuerdos. Uno a uno. No tuvo remilgos ni la flaqueza entorpeció su fortalecido pulso. No tenía prisa por lo que se aplico con esmero y no dejó vestigio que lo ligase al pasado remoto o al latente presente. Extinguió la memoria de los pájaros flambeados en la cesura de un verso, se desprendió de la lluvia, del ruido de la tormenta y del fragor de la ciudad. Renunció a su nombre y a su estirpe, no cayó en la tentación de dejar un objeto al que aferrarse si en alguna improbable ocasión era débil y deseara revertir el trayecto. Una vez que estuvo limpio, abrió los ojos y se prendó de la pujanza fantástica de lo real. Apreció con primerizo entusiasmo el destello del azul del cielo, que era endecasílabo o siderúrgico o famélico, según conveniencia; amó su coreografía lírica de nubes; respiró como si acabase de ser alumbrado al mundo; quiso pronunciar una palabra, pero le arredró no dar con una que explicara su absoluta alegría. En esa probatura de todas las cosas, un pensamiento incómodo le ocupó la conciencia. Al principio no le concedió trascendencia y razonó que remitiría con la misma facilidad con la que desaparecieron todas las cosas a las que voluntaria y festivamente renunció. Como el pensamiento fue a más, se descubrió temblando. La zozobra y la incertidumbre lo azoraron. Ninguna belleza le deslumbró, ninguna que lo cercara e invitara al goce fue festejada. Era el desconsolado y triste de antes. Era otro, pero vestido con las mismas grises vestiduras de antaño. Ahí lloró. Se compadeció de sí mismo, se arrepintió de haberse sacrificado. Cuando el llanto le abandonó, en ese instante dramático (pues es mejor llorar que no hacerlo), entró en trance nuevamente, amañó los bártulos del dolor y de la desdicha, la opulencia (dadaísta o surrealista) de la palabra, abrazó sin titubeo la incertidumbre y se dejó hacer cuando la vida lo arrojó de nuevo a su memoria. He aquí al poeta. Este fue Tristan Tzara. Antes de que no escribiera un solo verso más, antes de que abandonara el poema plenipotenciario, antes de que su discreción finalmente adquiriera su forma exacta y desapareciera, legó un apabullante ejercicio de coherencia con su tiempo y consigo mismo. Su poesía se ha convertido en una anomalía, lo cual quiere decir que la poesía sigue viva, que agita y conmueve. Tzara fue de un nihilismo promiscuo: se abasteció de todo, nada le era ajeno, ninguna manifestación de la realidad le incomodaba. 

Para un libro futuro

 




He de prevenirme contra este que se agazapa y conduce diariamente los suicidios de mi carne, pero tampoco sabría con qué contentarle, si consentir sus vicios o afincar en ellos la bondad de la mesura. Así que le invito de buena gana, le saludo, le cuento la frívola rendición de mis delirios, le acuesto y vamos los dos muriendo dentro de la ficción que hemos aceptado. Como si fuésemos palabra y de palabra únicamente viviésemos. 


*


Vivir consiste en calcular con esmero los riesgos, en observar el vuelo irregular de los pájaros, en desangrarse con tibieza verbo adentro, haciendo los sencillos cálculos, ordenando la fiebre y el caos, registrando el fasto invisible, el minucioso, el íntimo y espléndido, antes de que el olvido herrumbre las horas, las vacíe de palabras, y la luz se desvanezca y yo ya ni entienda.


(Para un libro futuro en el que solo esté yo)

27.8.22

Cosmología

 


En los ojos del caballo está la tormenta que sacudió el cielo de las primeras montañas.

En el vientre del fuego está el asombro del hombre.

En el sueño de una virgen están los nombres de todos sus hijos.

En el semen de un dios están la fiebre y el vértigo de todas las criaturas.

En un bazar secreto de un pueblo inaccesible, en una de las laderas de la cima más alta del cosmos, está el nombre exacto de Dios, pero es un pueblo de ciegos y la palabra dios está prohibida.

En la panza de una ballena está la mećanica celeste y los salmos del mar.

En la palma de la mano del hombre más pobre del mundo está el oro de las palabras y el oro de los besos.

En el aleteo de las mariposas de los bancales está el mapa del tiempo y el hondo dibujo de la luz pura.

En la memoria del poeta está la lluvia que azotó los patios de la antigüedad.

En el corazón de la lluvia está la música de las estrellas. 

En las alas de un pájaro está el secreto del viento. 

En el pétalo de una flor está la urdimbre del alma de quien la observa. 


239/365 Marion Crane

 



Hay objetos que llevan toda la vida con nosotros y a los que no se les hace mayor aprecio que la utilidad que reportan: se les hurta un añadido emocional. Existen sin más consideración, por decirlo concisamente, que su tangible ubicación, la certeza de su presencia, pero de pronto, por razones extrañas, cobran vida, adquieren un sentido del que antes carecían y nos hacen pensar en un solo objeto, no el impuesto a la realidad, sino otro arquetípico, portador de un significado concreto e íntimo. Uno de ellos es la cortina de un cuarto de baño cualquiera, no importa el color ni su calidad, si está estropeada por el uso o recién adquirida y colgada. Es la cortina de la ducha de una habitación en el motel Bates de Psicosis. En adelante, trágicamente, todas las cortinas de las duchas son de Hitchcock: nadie más tiene propiedad sobre ellas, le pertenecen sin ninguna discusión posterior. También es suya el agua que cae y la coreografía del sobrevenido cuchillo, que no ofrece en ningún momento la obscenidad de entrar y salir en la carne de la desavisada señorita, sino que lo confía todo a la música, un desquicio de violines maravilloso y aterrador que sugiere más y aterra más que todo el cine gore adolescente. Todas las cortinas son la cortina tras la que es asesinada Marion Crane por el tarado Norman Bates. Todos los moteles perdidos en mitad de la noche son el motel de Psicosis. Todos los sótanos tienen una madre muerta sentada en una silla de ruedas. La mujer sacrificada se revela entonces como cualquier mujer sacrificada. El asesino se arroga todos los asesinatos. Hay un mecanismo interno que muta la singularidad en universalidad, lo azaroso en canon, lo eventual y pequeño en crónico y enorme. El cine es una herramienta soberbia para comprender la realidad que ni siquiera la misma realidad ofrece. La visión de lo real aburre, debió pensar Hitchcock; de ahí que embauque al espectador, lo confunda y comprometa la austera contemplación de lo que quiera que se esté narrando. Ese demiurgo travieso nos convierte en voyeurs, en  observadores privilegiados de las zonas a las que no les dispensamos la atención que reclaman. Hitchcock subraya con histérico afán lo que el ojo pierde cuando se le abruma. El director allana la periferia, se recrea en los detalles, evitando que podamos ver a Marion desnuda para que el estricto código Hays censurara la escena, una de las más icónicas (por cierto) de toda la historia del cine. Suenan el cuchillo entrando en la carne, enfatizado por la hiperbólica banda sonora de Bernard Hermann, un prodigio sin igual. No es lo que vemos, ni siquiera es lo que se manipula para ofrecerlo como si fuese verosímil, sino la naturaleza perversa de la mirada, que Hitchcock adoraba, a la que rendía todo su talento. No era, en un sentido estricto, un tramposo: todo se fía al montaje. De Marion Crane le importa su capacidad de símbolo: es la ladrona que está recibiendo un castigo, que él no juzga, del que se limita a mostrarnos (con apabullante dominio de toda la técnica que puede producir el engaño que es el cine) su virtuoso (aterrador) desenlace. 

26.8.22

238/365 Ana Blandiana



 Se apresura el buen lector de poesía en poco y si cae en la prisa en alguna cosa se retrae a poco de llegar, como si le azorara la impaciencia. En uno de los más hermosos poemas que últimamente he leído hay una sencilla imagen de gente joven patinando: llevan cascos en los oídos y un móvil en las manos. Se desplazan sin apreciar que caen las hojas y vuelan a su antojadizo capricho los pájaros. Alrededor el mundo sigue su curso inapelable. Las estaciones cumplen su rito de paso. Los años suceden con obediencia ciega. Tampoco perciben que Dios, atento al descuido de sus vidas, desciende entre ellos "y aprende a patinar / para poder salvarlos". La poesía de Ana Blandiana tiene ese sigilo de asunto leve, verosímil y sencillo, pero hay que rascar las palabras (que son también leves, verosímiles y sencillas) para dar con el temblor, con la semilla, con la raíz, con todo lo que está oculto y se revela. Algo así como un súbito deslumbramiento o como una improvisada casa que de pronto nos parece propia. Blandiana hace que leer poesía sea lo más sencillo del mundo: se entiende todo, se siente todo. Su patria es la de cualquiera que haya pensado que nunca regresaría a casa. No es solo una residencia el anhelo larvado: es una metafísica, un misterio que se ofrece para que lo traslademos y demos con otro. Para cumplir ese propósito, confiada en la elocuencia de lo maravillosamente sencillo, nos regocija en la patria del corazón, en la intimidad dulce o áspera (no es únicamente arrullo para que se embebezca el alma, ni cántico por las bondades del espíritu) con la que el cuerpo dialoga consigo mismo y medita con elegíaco aliento muchas veces. Esa antinomia (la de lo puramente orgánico y lo acendradamente anímico) crea un vasto y profundo mapa de conjeturas y de certezas. La poesía de Ana Blandiana surge en ese limbo desde el que se ve el desencanto y la sublimación de todo lo humano. No hay nada que no sea objeto del poema: ninguna manifestación visible y, con más vehemencia, a mi declarado gusto, ninguna que se precave de lo real y precise una mirada más atenta: ahí hace Blandiana lo más hermoso, es ese el espacio en el que su poesía onírica y lúcida, mistérica y visionaria, es más honda. Escribo para restaurar el silencio, dijo. Lo cual es una anomalía feliz, pero irresoluble, en la que la expresión más profunda de la poesía coincidiría con su supresión: decir mucho con pocas palabras, llegar a decirlo todo con esa austeridad proverbial y mágica, de la que ella es maestra. “No he ido nunca detrás de las palabras, / solo he buscado sus sombras”. Toda su verdad está fijada a esa liviana conciencia de que no se precisa ningún alambique que depure el lenguaje sino al flujo limpio de cierta conciencia primaria de las cosas. Es tan delicada esa indagación semántica, ese escoger lo puro, ese deshacerse de cualquier retorcimiento, que uno se cree elegido, ungido por una facultad extraordinaria: la de ver lo oculto, la de saber que el árbol deja caer una fruta cuando madura y que el cielo, si se le mira con ese esmero que requiere y que no siempre se le concede, tiene su otoño y hace que se precipiten ángeles, abiertos de par en par al mundo. Hay un animismo feliz en Blandiana: convoca ángeles, los convierte en heraldos de lo invisible sublimado, cita los dones de la naturaleza con el entusiasmo adámico, cree en las virtudes de la realidad, aunque sepa que el hombre sea un animal oscuro y artero y funde maldades. No sabiendo algunos hacer otra cosa mejor que morirse, hacen planes que los disuaden de la inminencia (siempre cercana, por lejos que esté) del ominoso fin.  Podemos pronunciar discursos (nos dice) o escribir poemas para entretener la espera o pisar la hierba para que no crezca. La piedad (es muy sutil ese sustantivo) nos reúne con los muertos (una de sus preocupaciones formales) y preparamos más discursos, escribimos (algunos) más poemas o pósanos el esplendor verde de la vida con la idea de que no hemos sido todavía invitados a que los demás nos despidan. Madura aquí la poesía como una fruta en un árbol. Está a la vista, tiene la humildad del tiempo mientras pende de una rama. Abrimos la mano y la cogemos, la mordemos y la saboreamos. Luego su sabor se pierde, lo reemplazan otros, pero la memoria obra milagrosamente el acto de que sepamos encontrar la fruta exacta, la que nos hace olvidarnos de que las leyes de la naturaleza la corromperá y hará que se pierda en los secretos de la tierra, la que nos convierte a nosotros en testigos privilegiados de un hecho extraordinario. 






25.8.22

237/365 Santa Teresa de Jesús

 



Me encanta la palabra arrobamiento. Santa Teresa la entendió en plenitud en la séptima morada, que era como la lluvia cuando cae sobre el río y muta en río. Es palabra de una hondura a la que ninguna otra alcanza. Es despeñarse en ella, bajar a su sima, que viene a ser como ensimismarse, y dar con algo que afuera, en la comisión del aire y de la luz, no existe, por más que pugne por darse un cuerpo y conquistar nuestros sentidos. Hay cosas que suceden únicamente en secreto, en el propósito más cerrado de lo íntimo. En ese aplazamiento de la realidad, cuando el goce inefable transcurre, no es que se pueda ver a Dios sino que es el mismo Dios el que nos conmina a que le hablemos, aunque en ese orden de lo epifánico las palabras no deben valer de nada, serán un peso inútil, una herramienta baldía. La aspiración suprema consistiría en rescindir la tentación, no confiar el cuerpo a sus desvelos, suspirar en ansia verdadera cuando la flecha enherbolada de amor roce la piel y fluya por el cauce agasajado de la sangre su dicha. Debió padecer Santa Teresa lo indecible al fatigar el lenguaje para que sus revelaciones cundiesen. Mayor ese quebranto al encomendar a las palabras la restitución de un fulgor o de un milagro. Incluso su modestia, de la que alardeaba, no contribuiría a que la causa de su delirio (la visión de la divinidad, la elocuencia de esa devoción interior) se difundiese y la escucharan los menos afortunados, los que todavía no habían hollado el camino que conduce a la perfección, que no es una gracia privada, sino que debe compartirse. Después de que el ángel del Amor la visitara y la abrasara en placeres, la santa mujer corría a pregonar la noticia entre sus hermanas. "Oh, miradme, he estado en paz y en armonía, he gemido y he llorado, se me ha abierto el corazón entero y una lengua de oro lo ha vuelto a cerrar". No sabremos si habría cortejo en ese ayuntamiento espiritual de la amada y del amado o si la punzada de ese amor trastornaría los órganos y haría que brincasen embelesados, extasiados, enajenados por una fuerza sublime. Si la cortejada podría tras esa comunión suprema regresar a sus labores mundanas y ocuparse de la morada terrena. Si sus actos (los de la rutina de las cosas, los imperfectos y los vulgares) no acabarían ofendiendo al Señor. Si la pastorcilla (era Santa Teresa de usar mucho diminutivo) contaría con arrestos para acometer los primores de lo real. Hasta luchó contra las autoridades de la época y reformó la orden monacal. A mí me sigue pareciendo fascinante (a cada relectura esa fascinación se amplía y conoce registros nuevos) la escritura de todo tipo de misticismo. Perder conciencia del mundo exterior y adquirir la propiedad de lo invisible parece ser el propósito de esa conciencia sagrada. Los místicos de la modernidad se han aplicado sustancias de variada toxicidad para entrar en ese plano de la existencia. Mucha de la mejor literatura que se nos ha entregado proviene de la ingesta de esos atributos bondadosos de la química, que es una ciencia y un dispensario de potentes lazarillos. Uno está ciego hasta que sabe cómo abrir los ojos, podríamos decir. Los de Santa Teresa eran de una pureza que asombra todavía. No precisaba el concurso de alquimia alguna: le bastaba la coherencia consigo misma, cierto estado de sobria embriaguez (permítaseme el oxímoron) al que no se accede adrede, sino que procede (déjenme ahora especular) de alguna providencia del alma. La versión cómoda es la que insiste en desórdenes neurológicos que ella confundiría con extasiamientos místicos. Los predicamentos de la ciencia se encargan a veces de dar con argumentos que desmontan las virtudes de la poesía. El mismo amor (el que nos hace anular los sentidos y entregarnos ciegamente a alguien) sería una ecuación matemática o un ensamblaje de radicales libres. No creo que se tenga que romper el milagro con injerencias racionales. Vivimos acogidos a un despliegue tan riguroso de verdades incontestables que huimos de cualquier arrimo de fantasía o de imaginación. La literatura es siempre la que pierde. La feligresía de la santa Teresa seguirá arrobándose con la lectura de sus prodigios espirituales. Su canon obedece al trasiego de las metáforas, no a la rendición de consuelos científicos. Ella rezaba sin articular un texto: toda su plegaria era un flujo de música interior. Que pensara en si sus vuelos del espíritu no pasaban de ser una alucinación vívida y consciente no viene al caso. A nadie se le ocurre interrogar al poeta sobre la construcción del poema: es del lector esa exégesis, no del creador, no de quien se ha afanado por verter su interior y registrarlo con las palabras que con más verosimilitud lo describen. El psicoanálisis no es una disciplina teológica. La poesía no es un artefacto cartesiano. El amor no es un objeto del que se pueda tener una propiedad fiable. La santidad no es un bien democrático. Santa Teresa es una de las cumbres de la literatura escrita en español. Está sosegada, su casa está tranquila, como diría otro místico. El abismo al que se arrojó es el nuestro. Ella dio con la manera de que pudiese volver (todos los abismos son laberintos) y contar qué había abajo (en la espesura), con qué altos mandatarios dialogó y qué desenfreno lúbrico (no se me pongan especialmente escrupulosos con el adjetivo) la tentó y cómo se dejó cubrir por todas las gracias de su hechizo. Se entiende que la Iglesia (roma en sutilezas, agreste y mezquina para todo lo que descomponga su vetusta construcción) la censurara y dictaminara que aquellos arrebatos no venían de Dios ni podían asegurar la preservación de una vida pura y sin excesos. Los de Santa Teresa fueron escritas por el numen de la belleza. Da igual que uno crea o no. Estoy por asegurar que leerla es un modo hermoso de dejarse persuadir y permitir que la luz desplace a la sombra. "Tiene tan divinas mañas, / que en un tan acerbo trance / sale triunfando del lance, / obrando grandes hazañas". Ese dulce bien suyo, ese ansia por morir, ese entregarse toda y confundir al amado consigo misma. Como la lluvia cuando toca el agua del río y no sabemos ni podremos saber cuál viene del cielo y cuál mana de la tierra. 

24.8.22

236/365 Charles Darwin





Sostenía Darwin que la Biblia de Jesús era un campo minado de metáforas. Del Antiguo Testamento, en concreto, escribió que era una doctrina de bárbaros. Borges, por su parte, relataba que la religión completa, cualquiera de ellas, era una rama de la literatura fantástica. Nietzsche (Ecce Homo) escribió que el alma inmortal fue "inventada para despreciar el cuerpo, enfermarlo..". K, un amigo cercano, que lee a Onfray y descarga a veces podcasts de una Asociación de Ateos para oír de noche, tumbado en su cama, inspirado por esa quietud absoluta, suelta a veces que la Biblia es un enorme error tipográfico


Charles Darwin quería ser sacerdote, pero lo disuadió la contemplación cartesiana de la creación cuando se enroló en el HMS Beagle (un bergantín pequeño) como naturalista. Se le vino abajo la Biblia entera, toda esa narración ominosa, dramática, cruenta y poética. Le devastó una tristeza enorme: se había venido abajo un mundo y empezaba a crecer otro, que lo reemplazaba con ímpetu. Celoso a la hora de exhibir sus convicciones espirituales, a poco de morir, se envalentonó y publicó una carta en la que dejaba claro su testimonio sobre la religión: "Lamento tener que informarle de que no creo en la Biblia como revelación divina y por lo tanto tampoco en Jesucristo como el hijo de Dios. Atentamente. Ch. Darwin". Era 1880 y la misiva iba dirigida a un abogado célebre que le requería "un sí o uno " acerca de sus creencias. En lo que de verdad cuenta habría que deslindar esas epifanías místicas o paganas y centrarnos en la rotundidad de un científico que hizo pensar en la Historia de una manera radicalmente distinta a como se había formulado antes. 


Banalizar la fe no siempre es un ejercicio conveniente. Se cree por no hay nada más a mano para andar juntos por el mundo. Los creyentes se abrazan sin que intermedie el afecto previo, sin que hayan compartido paseos, ni recuerdos, ni la certeza (nunca fiable) de que se verán en el futuro y compartirán más paseos y tendrán más recuerdos. Yo, descreído, descarriado, admiro a quien se embosca en metáforas, las que arrima la admirable fe . No tiene nada de malo, no hay que menoscabar ese acto valiente de querer ir más allá, de adentrarse en la espesura, como decían la Santa Teresa y mi querido Lara Cantizani, de ir a ciegas y ver de pronto, inesperada y jubilosamente, la luz. No he visto yo la luz, esa clase de luz, ni la espero. No sé si habrá algo que me aguarde y que no conozco que me hará sensible a ella. Es la luz, cuando alrededor reina la sombra, como dijo Shakespeare. Son tiempos difíciles éstos. No sabe uno si la sociedad es como es (con su fragilidad, con sus odios, con su injusticia) por haber sido construida con Dios o no loes  enteramente  y a satisfacción de todos por esa circunstancia precisamente, como vamos a saber eso, de qué manera podríamos conocer lo que no está a la vista. Quizá por eso se precisen las metáforas o la poesía o la literatura entera. Ahí está el camino, en la palabra escrita, la que avanza en lo oscuro y se afana en dar con una brizna de luz. 


Anoche soñé, bendita ilusión, que me sentaba en el banco de una iglesia en un oficio de misa. Creo que me levanté a mitad del acto y esperé a alguien afuera. Incluso en sueños, cuando está uno manumitido de prejuicios, obro a espaldas de Dios o de la iglesia. No se entiende la sociedad con Dios y tal vez tampoco sin él. Ahí andamos los unos y los otros: manejando las cartas de la razón y de los flecos formidables de la fe, poniendo y quitando metáforas, escribiendo y leyendo, hablando y escuchando, y si al menos hiciéramos de verdad todo eso, pero a veces ni leemos ni escuchamos, ni dejamos que las metáforas aniden dentro y predispongan al pensamiento y a la belleza. Y luego los gerifaltes quieren borrar la filosofía de los planes de estudios, Alguna razón tendrán, algo perseguirán


Al autor, al creador literario, se le concede en ocasiones la contemplación pausada de su obra. La mira sin reconocerla suya, comprende los rasgos, aprecia ciertos hallazgos, pero no siempre atisba su impronta, la huella perceptible. Entre el creador y lo creado hay páramos no recorridos todavía, una suerte de contradicciones y de paradojas que hacen más valorable el producto final. No es fácil crear, más aún si lo arrojado a la realidad es un organismo vivo, una criatura hecha a la imagen o a la semejanza, no tengo claro cuál es más influyente. Traer hijos al mundo es una bendición (un libro lo es y llevo con hoy tres días citando árboles) pero contrae una responsabilidad enorme, una a la que no se le da la consideración que precisa. Lo hacemos a lo loco, no tenemos conciencia, vamos a ciegas. Escribir es una especie de paternidad procaz y febril. Se impone a la realidad lo que antes no existía. El hijo sobrevenido desobedece luego al creador y se ofrece a quien lo abraza. 


Escribir es multiplicarse. Dios es un hacedor infinito. Esa es la perspectiva que más me agrada de la falible divinidad. Dios es Darwin en un retrato en un museo y es el mono que lo mira entre la perplejidad y la fascinación. Dios es también el observador que se coloca en una posición favorable desde la que registra el milagro de la escena. Todas son milagrosas. Hay un destello extraordinario en cada detalle de la trama. El sol que ahora ilumina los árboles contiene a Dios en esa rendición prodigiosa de luz. Luego se ofrecerá la oscuridad. En lo oscuro el latido es más reconocible. Cierras los ojos y piensas si estás leyendo o escribiendo y concluyes con la idea de que eres ambas cosas. El escritor. El lector. Eres Darwin y eres el mono. La luz. La sombra. Dios. Eres Dios.



Borges

 



Hoy cumpliría años Borges. Qué frivolidad esa efemérides cuando toda su vida fue una tentativa de eternidad. 


Uno de sus cuentos refiere la historia de dos que se soñaron. Los sueños, al cabo, anulen la injerencia del tiempo. La extrae de Las mil y una noches y viene a relatarnos cómo alguien tiene un sueño donde se le informa que en casa de un vecino hay un tesoro. Acude a su puerta y éste le propone que lo compartan. No hay nada que compartir, añade el improvisado anfitrión, yo soñé que el tesoro estaba en la suya. Es pues pertenencia suya. Borges remata con la paradoja de que el soñador ilusionado con la idea de encontrar el tesoro tuvo que ir al sueño de otro para descubrir que el tesoro fantaseado, el increíble, estaba en su propia casa. En ocasiones, el mundo es así de extraño. Precisamos el concurso de un actor ajeno para descubrir la bondad de lo que poseíamos en casa, sin saberlo, sin valorarlo tal vez. El azar no existe. Todo tiene una milimétrica arquitectura de causas que la fortuna troca en casualidades aparentes. No lo son. Hay un orden incrustado caprichosamente en el caos. Los días son mapas y carecemos de instrucciones con las que manejarse en ellos. Trasegamos, inclinamos la razón al discurso del deseo o es al revés y padecemos la enfermedad de la verdad, que es un trampantojo o un palimpsesto. No hay verdad que no contenga trazos de mentira. Tampoco podemos confiar en lo contrario. Todo está escrito. Yo creo que escribo básicamente sobre Borges, aunque no lo cité expresamente. No escribiría de no haber existido Borges. 


Aparte de los cuentos, de los ensayos, de los poemas, fue un impecable hacedor de citas. Algunas todavía las recito de memoria, pero se van perdiendo, las mezclo o creo, al decirlas, que las estoy mezclando, con lo que la sensación de pérdida o de corrupción es la misma. Aquí rindo mi pequeño tributo. Eso no es frivolidad. 


1 TEOLOGÍA

Todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe.

2 EL UNIVERSO

El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente. El mundo es obra de un dios subalterno de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto.

3 RELIGIONES

La metafísica es una rama de la literatura fantástica.

4 LA REALIDAD

Tan compleja es la realidad que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido y casi infinito de biografías de un hombre, que destacaran hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es él mismo.

5 EL UNIVERSO ES UN LIBRO

Somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.

6 EL HOMBRE

No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero.

7 DIOS

-Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.

La voz de Dios le contestó desde un torbellino:

– Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.

8 DIOS 2

Nadie es alguien, un solo inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

9 EL LABERINTO

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

10 PANTEISMO

No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la Historia Universal y su infinita concatenación de efectos y causas, y que el mundo visible se da entero en cada representación.

11 EL TIEMPO, EL IMPOSIBLE

William James niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes, tres minutos y medio, y un minutos y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el infinito, por tenues laberintos de tiempo.

12 LITERATURA

La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

13 CIELO, INFIERNO

Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

14 INMORTAL

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.

15 LA MEMORIA

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos

16 ANARQUÍA

Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos.

17 LA FELICIDAD

He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz.

18 EL OLVIDO

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

19 POSESIONES

Sólo es nuestro lo que perdimos.

20 LA FELICIDAD

He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola.

21 LA DEMOCRACIA

Democracia: es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística.

22 LOS LIBROS

Es supersticiosa y vana la costumbre de buscar sentido en los libros, equiparable a buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de las manos.

23 ESPAÑA

España es una tierra donde hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.

24 LA DESVENTURA

La felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí.

25 LA POESÍA

La poesía nace del dolor. La alegría es un fin en sí misma.

26 BIBLIOTECAS

Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica.

27 LOS LIBROS 2

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.

28 BIBLIOTECAS 2

Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca.

29 DOCTRINAS

Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas.

30 CIELO, INFIERNO 2

El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto.

31 PERPLEJO

Si de algo soy rico es de perplejidades y no de certezas.

32 MULTIPLICACIONES

La paternidad y los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres.

23.8.22

235/365 Janis Joplin




Tal vez nació con la marca de la fatalidad, eso no siempre es censurable. Hay quien viene al mundo con una tara o con una bendición y el tiempo los aparta o los arrima al veneno que finalmente los precipita en el vacío. Janis Joplin tenía la gracia de la adversidad tatuada en su cara brusca de niña rebelde. Su madre la matriculó en Bellas Artes en la Universidad de Texas en la creencia de que se la podría reformar. Ya adolescente había dado muestras de su querencia por el speed y ese no era un buen comienzo para ningún buen porvenir. Su rabia era la dinamo que movía su corazón y no había bálsamo más placentero que desfondarse (no es ninguna hipérbole) en un escenario para sanar el tormento de que se la apartara y considerara, en el gremio de los patitos feos, el líder de la panda. Lo que sucedía cuando abría su boca y cantaba es que el mundo comenzaba de nuevo. Como si se abriera la tierra y germinara la luz o como si el mismísimo cielo se viniera abajo y el cosmos, temeroso de que ella se enfadara, condescendiese a no contrariarla. Janis Joplin era una chica feota con un don. Probablemente estaba al tanto de esos dos atributos y pugnara por que uno apartara al otro y, al final, todo se condujera con armonía y la consideraran, entre el gremio de las divas, la más dotada para la liturgia. No fue siempre así. Antes de que coger un micrófono y exponerse a una audiencia fuese un acto natural, una especie de extensión espiritual, Janis Joplin padeció un severo miedo escénico. Lo paliaba con alcohol y con todas las sustancias tóxicas de las que tuviera noticia y, con idéntico desparpajo, de las que no. No aceptó su cuerpo, pero estaba feliz con su cabeza, así que la hizo danzar con experiencias intelectuales, estéticas, lisérgicas y sexuales. Todo en esa cabeza era traducido a sexo o a viajes tóxicos: "En el escenario hago el amor con 25.000 espectadores; luego me voy a casa sola". Es extensa la anónima y la pública nómina de amantes que la halagaron en la cama y es igual de extenso el inventario de fracasos amorosos que esas relaciones le depararon. Vestía estrafalariamente para ocultarse o para convertirse en otra: no Janis Joplin, la niña tímida que se arrogó el papel de heroína para que no la pisaran o para sobrevivir, sino otra que casi nunca saldría a la luz: la niña que amaba la música y la lectura, la que no deseaba que se rieron de ella en la escuela y le dieran de lado en los bailes de juventud. A su pesar, creo que no buscaba eso, aunque no lo desdeñara, fue la musa de todos los hippies del mundo. Desgañitarse, alcanzar un punto de sublime desquicio en sus gritos y en sus descensos al más dulce de los tonos, encontrar clásicos ajenos que hacer sentimentalmente suyos (Summertime, Ball and chain, Me and Bobby McGee, Piece of my heart, Little girl blue). Tierna o desbocada, daba todo lo que tenía de sí en un escenario. No hay disco grabado que registre su opulencia vocal en un concierto. Sus bandas (Big Brother & The Holding Company, Kosmiz Blues Band y  Full Tilt Boogie) no la acompañaban. Creo que ninguna banda lo haría. Al modo de Jim Morrison, al que estampó una botella de Southern Comfort en la cabeza por insistir más de la cuenta para llevársela a la cama o que Jimi Hendrix, que murió escasas tres semanas antes que ella y por casi idénticos excesos, su magnetismo ocupaba la entera ocupación de cualquiera que la escuchara. También ellos eran un nombre y algunos músicos detrás, aunque dieran la talla. Pearl, el apodo cariñoso con el que la nombraban y título de su disco póstumo, se fue prematuramente. No sabemos qué habría hecho si no hubiese vivido 27 años. A pesar de que circulaba el rumor de que había dejado la heroína y solo se ponía con buen whisky, se había enamorado de un tipo con aspiraciones de novelista y traficante en los ratos libres. El chute que se dio era puro. Los allegados celebraron una fiesta en su honor. Unas doscientas personas recibieron invitaciones en las que se les hacía saber que "las bebidas son por Pearl". Se repartieron brownies espolvoreados con hachís. Una de las canciones más hermosas de Leonard Cohen la escribió en un restaurante polinesio de Miami un año después de que Janis muriera. En un día depresivo, después de un concierto sin mucho éxito, Cohen fue de bar en bar "buscando a Dylan Thomas, pero Dylan Thomas estaba muerto". De madrugada volvió al Hotel Chelsea, en donde vivía. Janis se montó en el ascensor con él. "Ella no buscaba a mí, estaba buscando a Kris Kristofferson; yo no la buscaba a ella, estaba buscando a Brigitte Bardot, pero caímos en los brazos del otro por una especie de proceso de eliminación", contó Cohen años después. El cantante canadiense reconoció arrepentirse de airear ese romance de una noche. No era de airear conquistas, aunque estuvieran todas a la vista. Eran tiempos de amor libre y de versos sueltos, eran los tiempos de los festivales más grandes que la propia vida (Woodstock, Monterey), era la loca subida a algún lugar desde el que nadie querría bajar nunca más. Queda la inmortal Chelsea Hotel no. 2, la que dice que el corazón de su amante era una leyenda y que él no era un hombre guapo, en la que no quería sugerir que aquella aventura durase para toda la vida. "Eso es todo, ni siquiera pienso con frecuencia".

21 aforismos de varia lección

 Por la ceniza se aprecian las dimensiones del fuego.

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Arde solo lo que importa.
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Se tiene idea de que nos morimos cuando flaquean los vicios. Mueres cuando no te conmueve ninguno.
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Padecer en esta vida es síntoma de que se quiere vivir mejor. El dolor es un mecanismo de defensa.
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Lo contrario a una playa de domingo en agosto es abrir un libro.
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Desconfío de quienes frívolamente hablan de cuánto confían en mí.
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Amar es saberse vulnerable.
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No amar es imposible, pero hay días en que amar tampoco lo es.
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El amor propio es a veces el más amor más esquivo.
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Cada día escribo mis quebrantos. Por si las olvido.
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Desoír la admonición del augur. Afinar el oído cuando se nos halaga. Pero ninguna de estas manifestaciones estrictas de la voluntad evitan que la convocatoria ciega de la más absoluta sordera.
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Dejo de llevar razón cuando me la dan.
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De lo que se prescinde es lo que te llena.
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Se me entiende mejor cuando callo. No estar también es una forma de hacerse notar.
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En la incredulidad está la semilla de todas las certezas.
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Habrá un milagro que me haga perder la fe.
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Trasegar como uno buenamente va pudiendo con la elocuencia del espejo.
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Para el pesimista la esperanza es un despilfarro.
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Tener algún enemigo ganado a conciencia, haber merecido que alguien te tenga siempre en su pensamiento.
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Extraviarse es un anhelo legítimo. Hay quien se muere y no lo ha satisfecho nunca.
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Borrón y no saber contar.

22.8.22

234/365 Nina Simone

 



No sé cuándo a Nina Simone le importó más su activismo político que su carrera artística, concentrada las más de las veces en difundir su mensaje o en hacer que prevaleciera, más que la música, su rabia, ese estar siempre a la gresca con la injusticia. Vi no hace mucho  un concierto de Nina Simone en blanco y negro en el que parecía estar a punto de echarse a llorar canción a canción y recuerdo un público respetuoso hasta extremos dramáticos, confiado en que la dama del blues (también del jazz, del soul, de la canción protesta, del góspel y del rhythm and blues) no decayera, prosiguiese su relato lento de las penurias de su raza. Los quiero noqueados cuando salgan de la sala, llegó a decir. Parecía entonar un rezo cuando cantaba. Su poderosa voz de contralto, llena de matices, remarcaba las palabras, las inflexiones en el tono, el volcado del alma. Era una sacerdotisa, una mujer  por la que se expresaba Dios. que en su boca era un militante más de su cruzada por los derechos civiles y por la igualdad. Hay canciones suyas que parecen salmos. Será el góspel, que es en esencia la voz de la divinidad, su arrullo espiritual en quienes lo escuchan. Dios está en las barricadas, en el frente de la guerra invisible en la que se alistó, en su cabeza agitada por cien protestas. Sufrió un trastorno maníaco-depresivo y se le diagnosticó bipolaridad al final de su vida, en su retiro en un balneario al sur de Francia. Esa revelación explicó una parte de su biografía, si no toda. Vivió la última parte de su vida de las rentas de una canción pegadiza, no de las favoritas de su enorme repertorio, que una marca de perfume caro reflotó para publicitarla (My baby just cares for me) y que rodó Ridley Scott. Hay que pagar las facturas, dijo en una entrevista. Se hizo rica, aunque siempre anduvo de pleitos con la industria discográfica. En los conciertos, tenía un carácter arisco, desabrido: era capaz de dejar una pieza a medio tocar si el público no mantenía la compostura y desatendía el motivo que les había hecho ir a verla. Como si fuese una liturgia. Como si tocara en un altar. Manejaba con maestría la teatralidad, pero no era impostura: callaba cuando importaba más el silencio o arengaba a la feligresía con arrebatadores discursos sobre la segregación racial o el lamento de una mujer que anhela el amor y lo busca en las canciones: todas enfatizaban un estado de ánimo tangible. Se sabía si la señora Simone (su nombre artístico proviene de la actriz francesa Simone Signoret) estaba en paz consigo misma o la devastaba algún tormento interior que se encrespaba o atenuaba por estrictas convicciones íntimas. 


Eunice Waymon, tal era su nombre real, fue la primera mujer negra que tocó en solitario en el Carnegie Hall para interpretar clásica. También la que abandonó el canon de Chopin o de Liszt por las diabluras que podía hacer con un piano interpretando la música de su raza, la que se escuchaba en los tugurios y en las iglesias, en las timbas de póquer y en los velatorios. Joven, con talento y negra (Young, gifted and black, como una de sus canciones), Nina Simone se atrevió a erigirse como bicho raro frente a la distinguida audiencia del Royal Albert Hall londinense en 1978: "El talento no es una bendición sino una carga. No soy de este planeta. No venga de donde ustedes. No soy como ustedes ". La sacerdotisa suprema no condescendía a congraciarse con su público. Era accidental, era (hasta cierto punto) suprimible: su ofrenda era hacia sí misma. En todo caso, cuando se pusiera a pensar en qué contribuía a que el orden reinara y resplandeciera la armonía o la justicia o el bienestar, se concedería un lugar de relevancia, el proveniente por el desempeño de su oficio o de su arte. Alienado con radicalismos, seguidora de los Black Panthers, comprometida por completo a la causa racial, terminó por renunciar a su país y se refugió en Europa. Concedía las entrevistas a las que no se plegaba y hasta aceptaba (oh giro del fatum) peticiones en las soflamas ardorosas de antaño, aunque no olvidaba a quienes la guiaron y moldearon (sus amigos Martin Luther King y Malcolm X). Su activismo no remitió, quizá menguó la ira y Nina comprendió que la puerta que ella había abierto no se cerraría nunca. De no haber tenido un piano "hubiera sido una asesina dispuesta a devolver golpe por golpe") así que hablaba con vehemencia sobre Martin Luther King o Malcolm X. Eran maneras de beligerar, de no ceder, de ocuparse de ella para que otros pudieran ocuparse de sí mismos. Su dramatismo vocal, ese trémolo rudo que le salía de las tripas contenía fuego y llanto. 

21.8.22

233/365 Carlos Edmundo de Ory

 



Para triturar, para mascar, para sorber, para despeñarse, para florecerse, no hacen falta dientes, ni lengua, ni labios, ni riscos, ni pétalos. Se requiere un alma pura a la que no le importe el fango ni la niebla. Basta un cuenco en el que se queme el opio de un sueño o una oscuridad de beso con suprema bondad de manzana. Lo que cuenta es saber que la cruz en la que murió Cristo tiene hormigas con gesto severo de mártir. Lo que al final podrá recordarse será el veneno cuando se oye mugir y despertar a todos los muertos de la memoria. Vale amar con arañas que sonríen, con violines comprados en un sueño, con el suspiro de la amada cuando se la cubre y declama endecasílabos renacentistas. Se oirá la lluvia con su inocencia novicia. Lo delicado convoca jóvenes que con furtivo afán se tocan hasta que la belleza huele a tomillo y a ropa recién tendida. Todas las sombras del mundo saben a miel de caña y yo soy un heraldo del cosmos sin abrir. Si me abres los ojos vendrán las gacelas del insomnio. Si me lees cartas de amor seré una niña a la que de pronto se le han abierto las costuras de la lujuria. Luz o cauce o flujo, no hay en mí nada que se sostenga. Me he convertido en selva, en bosque, en caudal arborescente. Cuando se me pregunta quién soy, caigo en la cuenta de que no he sido nadie o de que estoy a punto de comprender que no seré nadie nunca. Dulcísima criatura la de mis desvelos, la que en un risco desoye la admonición de los sabios y emprende una danza loca. Hoy he visitado las ruinas de mi todos los sueños del hombre. He visto cumplirse el presagio, he tenido en mi pecho la música de todos los milagros, he comprendido que soy argamasa de un objeto imposible, he fornicado con el septentrión, he escrito boca, pájaro, ángel antes de que se me advierta de la inutilidad de todos los abrazos. Algo milagroso ocurre cuando se me reprende. Respiro con más agitada vehemencia. Noto que el corazón se me encabrita. Hasta el sexo se encrespa y me habla. Soy la disciplina de la sangre, soy el enviado de todos los dioses a los que el hombre no miró con temor. Nadie cuenta conmigo cuando hay que llorar. Ni el amor me visita en las riberas de los ríos a la caída de la tarde. Muchachas con el himen intacto recitan mis poemas frente a una taza de té birmano. El amor es el laboratorio del poeta, dijo el poeta. Espanto y maravilla, dijo después. Un pequeño coro de niños conversa con un pájaro que delira en mi boca. "Mi osamenta es una lira griega". 

Breviario de vidas excéntricas / 39 /Fermín Gómez de la Cuadra

 A veces tengo la fantasía de que acudo a mi médico de cabecera y le pido asilo teológico, así que hace unos días me armé del valor del que casi nunca dispongo y pedí cita por Internet. Me prescribió un jarabito y unas grageas que no subvencionan la Seguridad Social. No salen baratas, pero alivian mi zozobra espiritual y así afronto con el entusiasmo de antaño los días y las noches, bien atrincherado en la certidumbre de la fe, en su cobijo perfecto, a bien con Dios y con su arcangélico coro celestial, protegido contra lo más crudo del crudo invierno. Mi médico de cabecera no sólo te receta paracetamol y antiheptamínicos: es un fiera en eso de detectar una fractura moral en el alma. A mi vecino Cristóbal, que perdió la fe hace un par de años cuando un desgraciado accidente se llevó a su hija Luisina, le recomendé que visitara a mi médico de cabecera, que tiene una consulta privada un par de calles más arriba, a la vera del centro médico, y regresó con la fe restituida y un candor en la mirada que sólo podemos apreciar en las almas más puras y en algunos críos. Cristóbal ya no zanganea como solía, no pone el home cinema a pleno rendimiento (es mi vecino) y hasta se preocupa de mis achaques y me recomienda unas hierbas muy milagrosas que le traen de Suiza por un primo suyo que trastea en Ebay en busca de esos chollos.


La otra fantasía con la que en ocasiones entretengo mi ocio proletario consiste en pedirle a mi médico de cabecera que me recete algún fármaco que me libere de creer en Dios cuando la suerte me sea adversa o la desgracia entre en casa como entró en casa de mi vecino Cristóbal. cuando lo de Luisina. Como la ciencia avanza a pasos agigantados, me ha comentado que esa medicina está al caer. Hay laboratorios suecos que andan en eso. Ponle tres años, hombre, me ha confesado. Le he pedido que mientras la farmacología se perfecciona, me procure algún paliativo fiable. Me dan unos terribles dolores de fe en el costado cuando veo los accidentes de avión en el telediario o la devastación de las guerras. Se me reproduce el ardor de estómago de hace veinte años en cuanto leo libros demasiado laicistas (creo que se dice así) o escucho en las tertulias de la radio a los cuatro anarquistas de la moral de siempre con su tropelía de desacatos contra el orden y la precisa ley de Dios. Es que les escucho y se me empiezan a desordenar las ideas. Hace unos días, sin ir más lejos, uno de esos excomulgables sostenía que Dios estaba en el cerebro. Y entonces apagué la radio y la luz del flexo de mi mesita de noche y vagabundeé por las circunvoluciones cerebrales durante más de dos horas. Busqué en la memoria y en los huecos que la memoria deja cuando no tiene empeño en recordar lo que no le interesa y no hallé a Dios por ningún lado. Me levanté de un brinco, iluminado por una visión repentina, y no tardé en encontrar un librito muy recomendable de San Agustín en donde razona cómo la fe derrota a todos los demonios de las cavilaciones y en esas letras me dormí a altas horas de la madrugada, contento de amor por Nuestro Señor.  Por la mañana encontré a mi vecino en el rellano de la escalera y nos deseamos buenos días, emplazándonos a echar una tarde un café con algunas lecturas de vidas de santos. Son unos libros que un primo mío me ha regalado viendo lo fuerte que me ha dado esto de la fe, querido vecino. Hemos quedado en que me los presta en cuanto los acabe. Dice que lee rápido. Que si algo le interesa,  lo devora en pocos días. Al dejarlo, entre el empastillamiento que llevo y el dolor de cabeza literario, me ha dado un pinchazo en el corazón que me ha puesto los huevos de corbata, pero le he restado importancia y le he pedido a mis queridos testículos que regresen a sus nobles bajos y no se muevan de allí bajo ninguna circunstancia, ya sea terrena o celestial.


Ha durado poco la fiesta celestial de mi vecino Cristobal. Mala literatura debe haber en esa hagiografía barata cuando anoche, he aquí el motivo de mi depresión, volvió  al home cinema y atronó la paz y el espíritu de concordia de la comunidad con una edición 5.1 de 24, con ese Bauer implacable, como un poseso, acribillando hostiles. Además su mujer ha vuelto a tender la ropa mojada en el patio comunitario y moja la mía como antes de que la palabra de Dios refrenara esos malos hábitos. Se ve que las obras buenas que se hacen por los demás no son durables. Se ve que el alma es volandera y no hace posada en la rectitud ni en el santo decoro, en fin. No pasa de hoy que le echen del trabajo y regrese al zanganeo de antaño. Dejará de saludarme en la escalera y estará al acecho para que en la primera reunión de vecinos cuente cualquier barrabasada a propósito de mis limpias costumbres domésticas. Ninguna escandalosa, ninguna recriminable. Me limito a encender mi escandalosa pantalla plana y hacer zapping en busca de contenidos que alivien mi zozobra. Ningún canal me satisface enteramente. Ni siquiera unos documentales preciosos de National Geographic (o era Discovery Channel) en donde un reportero recorre el mundo buscando gente que ha visto a Dios en los lugares más insospechados. Una muchacha de piel trigueña y ojos pizpiretos que me pareció de especial belleza se consolaba con la idea de que Dios se le aparecía en sueños y que le hablaba en un lenguaje cercano y transmisible. Lo malo es que luego no recordaba nada de lo soñado. Por eso duermo dieciséis horas al día, por eso no aprecio la vigilia, dijo con una sonrisa preciosa y un mohín de bizcocho de crema.


Si los científicos suecos tardan mucho en encontrar el fármaco que me devuelva a mi habitual condición (mezquina cuando hace falta, ladina en ocasiones, huraña como pocas) creo que busco yo alguna solución casera. Así somos los Gómez de la Cuadra. Yo, Fermín, el más determinativo. Lo decía mi madre: “Cuando algo se te mete entre ceja y ceja…”. Ahí estaremos en igualdad de condiciones. De verdad que no merece la pena esta vida semiteológica. Admiro a los que creen con firmeza y asisten a los oficios de misa y besan las estampitas de los santos. De ellos me quedo con la certidumbre con la que conducen sus vidas. La mía, ah la mía, está más que dolida. No le encuentro asidero a las horas. Me entretengo con poco y me entretengo mal. No sé cómo aliviar esta pesadumbre que me azora. No salgo con los amigos, no disfruto en casa como solía y, para rematar mi descalabro emocional, hay días en los que considero leer a Paulo Coelho, que me han dicho que tiene recetas que elevan el espíritu alicaído y frases grandilocuentes y hermosas, de esas que se pegan con imanes en los frigoríficos, que valen por seis consultas con un buen psiquiatra. Mañana mismo salgo al Corte Inglés y me compró alguno de esos libros. En cuanto los lea, si de verdad enmiendan mi desatino, se los presto a mi Cristóbal. O eso o entro a saco en su casa, echo gasolina en su home cinema y lo prendo fuego con Bauer y los hostiles dentro. Con un par de cojones.

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